Los ríos y lagos y los mares que se extendían por debajo de ellos parecían no haber sido nunca agitados por la furia de la tormenta o el soplo del viento, y sus superficies brillaban con una suave luz plateada que, más que de lo alto, parecía provenir del fondo de las aguas.
—Si esto no es el cielo, está por lo menos a mitad de camino —afirmó Redgrave, con irreverencia disculpable, quizá debido a las circunstancias—. Sin embargo, no sabemos cómo serán los habitantes, así que, en mi opinión, será mejor mantener las puertas cerradas y descender en esa altiplanicie que se ve entre los dos ríos que desembocan en la bahía. ¿Te has fijado en el aspecto tan curioso que, respecto a los mares de la Tierra, tiene aquí el agua, con ese tono plateado brillante en lugar de azul y verde?
—¡Oh! ¡Es adorable! —exclamó Zaidie—. Bajemos y demos una vuelta. No hay nada que inspire temor. Nunca me harás creer que un mundo como éste pueda estar habitado por algo peligroso.
—Tal vez, pero no debemos olvidar lo que ocurrió en Marte, Madonna, mía. De todos modos, una cosa es cierta: todavía no nos ha acechado ninguna flota aérea.
—No creo que la gente necesite aquí aeronaves. Pueden volar por sí mismos. ¡Mira! Hay un grupo de ellos que viene a nuestro encuentro. Ha sido algo irónico tu comentario acerca de que nos hallábamos a mitad de camino del cielo, pero, desde luego, ésos parecen ángeles.
Al tiempo que decía esto, tras un intervalo más bien largo, durante el cual el Astronef había descendido a menos de un centenar de metros de la meseta, Zaidie alargó sus anteojos a su marido mientras señalaba hacia abajo, en dirección a una isla que aparecía a unos tres kilómetros de la orilla.
Lenox tomó los anteojos y observó largo rato. Efectuando un lento desplazamiento de arriba abajo y de un lado a otro, vio centenares de figuras aladas que se elevaban desde la isla y se dirigían hacia ellos.
—Tenías razón, querida —asintió sin dejar de mirar por los anteojos—; así es. Si esto no son ángeles, desde luego son algo parecido a hombres, y supongo que también mujeres, capaces de volar. Podemos detenernos aquí y esperarles. Me pregunto por qué clase de animal habrán tomado al Astronef.
A través del tubo envió un mensaje a Murgatroyd y dio una vuelta y media al volante de dirección. La velocidad de las hélices se redujo y el Astronef se posó, con un choque apenas perceptible, en el centro de una pequeña meseta, cubierta, en parte, por un suave musgo de pálido color verde amarillento y flanqueada por un cinturón de árboles que parecían próximos a los cien metros de altura y cuyo follaje presentaba un profundo color bronce dorado.
Apenas se habían posado, cuando aquellos seres voladores llegaron por encima de las copas de los árboles y, trazando anchas espirales, descendieron en dirección al Astronef.
—Si no son ángeles, se les parecen mucho —dijo Zaidie, bajando los anteojos.
—Una cosa es cierta, vuelan mucho mejor de lo que hubieran podido hacerlo los ángeles de los viejos maestros o los de Doré, porque éstos tienen cola, o por lo menos algo que parece destinado al mismo fin, aunque calezcan de plumas.
—Sí tienen plumas, por lo menos en los bordes de las alas o lo que sean, y también llevan ropas, túnicas de seda o algo por el estilo, y hay hombres y mujeres.
—Tienes toda la razón. Esos flecos que se ven a lo largo de las piernas son plumas, y gracias a ellas pueden volar. Dan la impresión de tener cuatro brazos.
Las formas aladas que revoloteando se habían acercado, sin evidenciar ningún signo de temor, eran las más extrañas que ojos humanos hubieran contemplado. En algunos aspectos tenían rasgos que habrían permitido tomarlos por hombres y mujeres alados en tanto que en otros presentaban un claro parecido con los pájaros. Sus Cuerpos y sus extremidades tenían forma humana, pero eran de constitución más delgada y ligera; y de los omóplatos y los músculos de la espalda emergía un segundo par de brazos que se elevaba en arco sobre sus cabezas, entre éstos y los inferiores, y extendiéndose a continuación por los costados hasta los tobillos, aparecía una especie de membrana flexible cubierta de ligero plumaje, de inmaculada blancura en la parte interior y de brillante tonalidad amarillo dorado en la región superior, que se oscurecía con reflejos broncíneos hacia los bordes, alrededor de los cuales corría una orla de plumas más tupidas.
Llevaban el cuerpo cubierto por delante y a lo largo de la espalda, por entre las alas, con una especie de túnicas partidas en dos y confeccionadas con un material ligero parecido a la seda; debían de constituir sus vestidos, puesto que las había de muchos colores distintos y de matices variados. Bajo esta túnica, y adherida a la parte interna de las piernas, aparecía otra membrana que partía de la rodilla y llegaba hasta el talón; a esta característica aludía Redgrave, un tanto frívolamente, cuando dijo que tenían cola. Resultaba obvio que tenía por finalidad mantener el equilibrio longitudinal durante el vuelo. En cuanto a su estatura, los habitantes de la Estrella del Amor medían entre un metro ochenta y un metro cincuenta centímetros, pero tanto los más altos como los más bajos tenían aproximadamente las mismas dimensiones, de lo cual fácilmente se deducía que en Venus, lo mismo que en la Tierra, esta diferencia de estatura era una de las características generales que diferencian a los dos sexos.
Volaban alrededor del Astronef con una soltura y gracia exquisitas, lo que hizo que Zaidie exclamara:
—¿Y por qué no habremos sido hechos así en la Tierra?
A lo que Redgrave, después de echar una ojeada al barómetro, replicó:
—En parte, supongo, porque se nos hizo para desplazarnos de esa forma, y en parte, porque no vivimos en una atmósfera dos veces y media más densa que la nuestra.
A todo eso, varias figuras aladas se posaron en el musgo que cubría la explanada y se dirigieron hacia la nave.
—Mira, caminan igual que nosotros, ¡sólo que con mucha más gracia! —observó Zaidie—. ¡Fíjate qué caritas tan monas tienen! Entre de ave y ser humano, y con suaves y blandas plumas en lugar de cabello. Me pregunto si hablarán o cantarán. Quisiera que abrieras las puertas de nuevo, Lenox, estoy segura de que no pueden suponer ningún peligro para nosotros; son demasiado graciosos para ello. ¡Qué ojos tan suaves y adorables tienen! Es lamentable que no podamos comprenderles.
Habían dejado la torre de mando; Murgatroyd y su señor estaban abriendo de par en par las puertas deslizantes, mientras, con gran disgusto de Zaidie, preparaban para entrar en acción las Maxims de cubierta, por si ello fuera necesario. Tan pronto estuvieron abiertas las puertas, las hipótesis de Zaidie respecto a los habitantes de Venus quedaron totalmente justificadas.
Sin mostrar el menor signo de temor, sino más bien con una evidente expresión de asombro en sus redondos ojos de color amarillo dorado, se acercaron a los costados del Astronef. Algunos acariciaban su superficie lisa y brillante con sus manecitas, en las que Zaidie observó que había sólo tres dedos y un pulgar.
En épocas pretéritas debieron de ser garras de ave, pero ahora eran suaves, rosadas y gordezuelas, totalmente inadecuadas para un trabajo manual según el concepto que de él tenemos en la Tierra.
—Figúrate, preparar los cañones de las Maxims para disparar sobre estas criaturas deliciosas —dijo Zaidie casi indignada, al tiempo que caminaba hacia la puerta de salida, donde se iniciaba la escalerilla que descendía hasta el blando y musgoso césped—. ¿Por qué? Ninguno de ellos ha empuñado un arma ni nada semejante; además, escucha —se detuvo en la abertura de la puerta—. ¿Has escuchado alguna vez música como ésta en la Tierra? Yo no. Supongo que es su forma de hablar, y daría cualquier cosa por ser capaz de comprenderles. No obstante, es muy hermoso, ¿no es cierto?
—Sí, como la voz de las sirenas —remachó Murgatroyd, hablando por primera vez desde que el Astronef se había posado; ya que aquel hijo del Yorkshire, corpulento, curtido y taciturno, que consideraba el crucero a través del espacio como una aventura loca y casi impía, en la que había participado sólo por su lealtad hereditaria a la familia y al apellido de su patrón, se había vuelto más y más silencioso a medida que los millones de kilómetros que separaban el Astronef de su nativo Yorkshire se multiplicaban día a día.
—Sirenas…, ¿por qué no? —se rió Redgrave—. En todo caso, a juzgar por su aspecto, no parece probable que vayan a traer la destrucción sobre nosotros y el Astronef. En efecto, Zaidie —prosiguió—, nunca había oído nada semejante. Desde luego, no se trata de nada terrenal, aunque la verdad es que no estamos en la Tierra. Escucha, Zaidie, ahora parece que hablen en un lenguaje cantado. Tú te las arreglaste muy bien en Marte con tu americano; supongamos que salimos y les mostramos que tú también puedes hablar el lenguaje del canto.
—¿Qué quieres decir? —exclamó ella—. ¿Cantarles algo?
—Sí —asintió Lenox—. Ellos tratan de hablarte cantando, y tú no les puedes comprender; por lo menos, lo que expresan las palabras y frases. Pero la música es el lenguaje universal en la Tierra, y no hay razón para que no sea lo mismo en todo el Sistema Solar. Vamos, pues, ¡canta, mujercita!
Descendieron juntos por la escalerilla, él vestido con un traje corriente de mezclilla gris y con una gorra de golf echada hacia atrás, y ella luciendo el último y más primoroso de los vestidos que el arte de París, Londres y Nueva York había producido antes de que el Astronef remontara el vuelo allá en el lejano Washington.
En el mismo momento en que puso pie en el césped amarillo dorado quedó rodeada por un enjambre de criaturas aladas y, no obstante, extrañamente humanas. Las más próximas se acercaron para tocarle las manos y la cara, y acariciaron los pliegues de su vestido. Otras fijaron la mirada en sus ojos azul violeta, o bien, alzaron sus extrañas manecitas para acariciarle el cabello.
Este último y su vestido parecían constituir para ellos la experiencia más maravillosa, dejando aparte, por descontado, el hecho de que Zaidie sólo tuviera dos brazos y careciera de alas. Redgrave permaneció pegado a ella hasta que se convenció de que aquellos exquisitos habitantes del reencontrado país de las hadas no estaban animados de ninguna intención agresiva. Cuando observó que dos de las aladas hijas de la Estrella del Amor alzaban las manos y tocaban los gruesos rodetes del cabello de Zaidie, dijo:
—Quítate las horquillas y demás cosas y déjatelo suelto. Da la impresión de que piensan que tu cabello forma parte de la cabeza. Es la primera oportunidad que tienes para realizar un milagro, y puedes hacerlo. Muéstrales lo más hermoso que nunca han visto.
—¡Qué niños podéis ser los hombres cuando os ponéis sentimentales! —se rió Zaidie, al tiempo que dirigía las manos a la cabeza—. ¿Cómo sabes que no les parecerá feo?
—Imposible —replicó él—. Son demasiado hermosos para encontrarte fea a ti. ¡Suéltalo ya!
Y Mientras Redgrave hablaba, Zaidie se quitó la mantilla española que se había colocado en la cabeza en el momento de salir y que, al parecer, las mujeres de Venus creían que formaba parte de su anatomía. Luego se quitó el peine y una o dos horquillas que sujetaban los rodetes; asió diestramente los extremos y, tras unos rápidos movimientos de sus dedos, agitó la cabeza. Bajo la suave luz reflejada por el dosel de nubes, la maravillada multitud que la rodeaba vio lo que parecía ser un velo rielante, mitad oro y mitad plata, que caía como una cascada desde su cabeza hasta los hombros.
Se apiñaron todavía más cerca de ella, pero tan dulce ir calladamente que Zaidie tan sólo sintió la suave caricia de maravilladas manos en sus brazos, su vestido y su cabello. Como Redgrave diría después, se encontraba «totalmente traspuesto». A él parecían tomarle por una especie de rústico monstruo, posiblemente el esclavo de aquel radiante ser que de modo tan extraño había llegado de algún lugar situado más allá del velo de nubes.
Le miraban con sus ojos amarillo dorado muy abiertos, y algunos se le aproximaron con cierta timidez para tocar su vestido, como si pensaran que ésa era su piel. Uno o dos, más atrevidos, alzaron sus pequeñas manos hasta su cara y le tocaron el bigote. Mientras tenía lugar este examen, todos ellos sostenían una animada conversación constituida por arrullos y cantos que, evidentemente, transmitían sus ideas de uno a otro acerca de la maravillosa visita de dos extraños seres carentes de alas y plumas, pero que, sin lugar a dudas, disponían de otros medios para volar, pues era absolutamente cierto que habían venido de un mundo distinto, de otro mundo.
Su forma normal de conversación consistía en una nota baja y sentimental, como el lenguaje que emplean las palomas, a la cual se mezclaban suaves gorjeos. Pero a cada momento ascendía a notas más altas, para expresar, evidentemente, asombro o admiración, o tal vez uno y otra.
—Tenías razón acerca del lenguaje universal —comentó Redgrave, tras haber sido sometido por unos momentos al proceso de las caricias—. Esta gente habla, y por lo que he podido ver y escuchar, su opinión acerca de nosotros, o por lo menos acerca de ti, es francamente halagadora. No sé por qué me habrán tomado a mí, ni me preocupa, pero, como lo mejor es que nos hagamos amigos de ellos, ¿por qué no les cantas Home, sweet home o The Swanee River? No me extrañaría que consideraran nuestras voces, cuando hablamos, como algo horriblemente disonante, así que lo mejor que podríamos hacer es ofrecerles algo distinto.
Mientras Lenox hablaba, cesaron bruscamente todos los sonidos a su alrededor y, como diría después, fue como el silencio que sigue al disparo del cañón. Entonces, en medio de aquella quietud, Zaidie adelantó las manos, alzó la mirada hacia la luminosa superficie de plata que constituía el único cielo visible, y empezó a cantar The Swanee River.
Las claras y suaves notas se elevaron en medio de un repentino silencio. Los hijos e hijas de la Estrella del Amor interrumpieron instantáneamente su matizada y musical conversación y Zaidie entonó la vieja canción de las plantaciones de principio a fin; fue la primera vez que una voz humana la interpretó para oídos no humanos.
Temblaba dulcemente en sus labios la última nota, cuando Zaidie miró a la multitud de extrañas formas que la rodeaban, y algo, imponiéndose a las diferencias en cuanto a su propia especie, trajo a su mente el recuerdo de escenas familiares que acontecieron muy lejos de allí, a muchos millones de kilómetros a través del oscuro y silencioso océano del espacio.
Otras figuras aladas, atraídas por las notas de su canto, habían traspuesto las copas de los árboles, y durante el silencio que siguió a la canción fueron llegando velozmente otras más, hasta que casi un millar de ellas se reunieron junto al Astronef.
No hubo ni empellones ni codazos. Cada uno de ellos trataba a los demás con la más perfecta amabilidad y cortesía. Nada parecido a la enemistad o al mal humor parecía existir entre ellos y, en absoluto silencio, esperaban a que Zaidie continuara lo que ellos tomaban como un largo discurso de agradecimiento. De alguna manera, el tono de la multitud coincidía exactamente con el estado de ánimo que habían despertado en Zaidie sus propios recuerdos, e instantes después lanzó al aire la primera estrofa de Home, sweet home, que se elevó hacia el nublado cielo.
A medida que las notas se expandían en el callado y suave aire, un silencio más profundo cayó sobre la multitud oyente. Las cabezas se inclinaron en un ademán casi de adoración, y muchos de los que se hallaban más cerca de ella inclinaron el cuerpo hacia adelante, extendieron las alas y las unieron sobre el pecho, en un ademán que, según supieron más tarde, se consideraba como expresión de la idea de pasmo y admiración mezclada con cierto sentimiento de veneración.
Zaidie cantó la vieja y tierna canción de cabo a rabo, olvidando en aquel momento cualquier cosa que no fuera el hogar que había dejado lejos, en las riberas del Hudson. Cuando las últimas notas hubieron salido de sus labios se volvió hacia Redgrave y, mirándole con ojos empañados por las primeras lágrimas que vertía desde que su padre muriera, dijo, mientras él tomaba sus manos tendidas:
—Creo que habrán comprendido cada palabra de la canción.
—O, en cualquier caso, cada nota. Puedes estar segura de ello —replicó él—. Si hubieras hecho esto en Marte, habría resultado más efectivo, incluso, que la Maxim.
—¡Por el amor de Dios! ¡No digas esas cosas en un paraíso como éste! ¡Oh, escucha! ¡Ya han captado la melodía!
¡Era cierto! Los moradores de la Estrella del Amor, cuya palabra era canción, habían percibido al instante la dulzura de la más dulce de todas las canciones de la Tierra. No tenían, desde luego, la menor idea del significado de las palabras; pero la música les habló y les dijo que aquel rubio visitante llegado de otro mundo podía expresarse de la misma forma que ellos. Cada nota y cada cadencia se repetían con absoluta fidelidad, y así, este lenguaje común a dos mundos tan distantes entre sí, se convirtió en el puente que unía a aquellos errantes hijos de la Tierra con los hijos e hijas de la Estrella del Amor.
La multitud retrocedió ligeramente y dos figuras, en apariencia macho y hembra, se aproximaron a Zaidie, alzaron la mano derecha e iniciaron, dedicada a ella, una canción de perfecta armonía: aunque la letra resultaba totalmente ininteligible para ella, el tono manifestaba sentimientos que era imposible confundir, pues constituía una leve insinuación de la vieja canción inglesa mezclada al pequeño discurso-canción que le dirigían, y tanto Zaidie como su marido dedujeron, acertadamente, que pretendía expresar la bienvenida a los extranjeros llegados de más allá del velo de nubes.