Crowell se introdujo rápidamente en él, cabizbajo y lúgubre. Lanzó una mirada por encima de un hombre inclinado, murmuró para sí y se aprestó a introducirse todavía más en medio de la gente.
A unas cien yardas detrás de él, un coche de color negro brillante como un escarabajo ronroneaba junto al bordillo. Una puerta se abrió y el gordo con cara blanquigris saltó pesadamente al interior, atenazada su expresión en una mueca de odio. Dos guardaespaldas permanecían en el asiento delantero.
Gyp Crowell se preguntó por qué se había molestado en correr. Se sentía cansado. Cansado de procurarse noticias para el público todas las noches y de despertarse todas las mañanas con gangsters en su cama sólo por habérsele ocurrido mencionar el hecho de que «un cierto tío gordo había estado haciendo algunos trapicheos deshonestos en Plásticos, S. A.».
Pues bien, allí estaba el gordo en persona. Aquel coche negro escarabajo había seguido a Crowell todo el camino desde Pasadena.
Crowell se perdió entre la gente. Se preguntó vagamente por qué había tanto revuelo en torno a la tienda. Ciertamente, era cosa poco acostumbrada, pero así ocurre con todo en el sur de California. Se introdujo en un círculo más adentrado, miró el gran cartel escarlata que había sobre la ventana de vidrios azules y volvió a mirarlo sin alterar para nada la expresión de su rostro magro y lúgubre.
El cartel de la tienda decía:
AVÍOS TRASTOS
ARTILUGIOS EFECTOS
OBJETOS
CACHIVACHES MINUCIAS
ÚTILES
Crowell se lo tomó con una calma glacial. De modo que éste era el lugar donde le había enviado el jefe. Valiente pérdida de tiempo. Deberían habérselo encargado a un periodista novato. Mierda.
Pensó entonces en Steve Bishop, el gordo de las pistolas y los matones. Cualquier puerto sirve en medio de la tormenta.
Crowell cogió un pequeño cartel con soporte grabado con algunos de aquellos nombres —hacelotodos, macatrunquis—, dándose cuenta de que Bishop no dispararía sobre él entre toda la gente acumulada. Claro que quizá tuviera su derecho a cepillárselo después de la amenaza de desenmascaramiento y el chantaje que el Chulo estaba haciéndole: imágenes tridimensionales en color…
Crowell se acercó a la puerta traslúcida de la tienda, la empujó y se coló dentro. Allí estaría a salvo, al tiempo que hacía su rutinario cometido noticiero.
El interior de la tienda estaba iluminado con brillante luz que caía a raudales sobre una maquinaria de frío color blanquiazul. Crowell sintió un escalofrío. Contando diecisiete cajas de muestra, se puso a mirar su contenido al azar, observando desapasionadamente con sus ojos grises y sin brillo.
Un hombrecillo verdaderamente mínimo brotó de detrás de una caja de cristal azul. Era tan menudo y calvo que Crowell tuvo que reprimirse el deseo de darle unos golpecitos en la cabeza al estilo paternal. Aquella cabeza calva estaba hecha para darle golpecitos.
La cara del hombrecillo era más bien cuadrada, de un peculiar tono amarillento, como si hubiera envejecido de la misma forma que un periódico viejo.
—¿Sí? —dijo.
—Hola —dijo Crowell con tranquilidad, tomándose su tiempo. Ya que estaba allí tendría que decir algo. De modo que añadió:
—Quiero comprar un… útil. —Su voz sonó con la misma nota grave y cansada que reflejaba su rostro.
—Perfecto, perfecto —dijo el hombrecillo. Se frotó las manos—. No sé por qué, pero usted es mi primer cliente. Los demás se limitan a estarse ahí fuera y a reírse de mi tienda. Bien, ¿de qué año querrá el útil? ¿Y qué modelo?
Crowell no lo sabía. Sabía sólo de sorpresas, pero su rostro no lo manifestó. Había comenzado su petición como si lo supiera todo sobre aquello. Ahora no era momento de confesar su ignorancia. Hizo como que se lo pensaba y luego dijo:
—Creo que un modelo 1973 irá bien. No demasiado moderno.
El diminuto propietario parpadeó.
—Ah, ah. Veo que es usted un hombre que decide y escoge con precisión. Hágalo siempre así —y se paseó ante un anaquel para detenerse ante una gran caja de la que sacó… una cosa.
Podía tratarse de un cigüeñal y, sin embargo, recordaba un estante de cocina con varios aros colgando a lo largo de una banda metálica que soportaba tres accesorios en forma de cuerno y otros seis mecanismos que Crowell no fue capaz de reconocer, así como una especie de techumbre o cubierta tentacular que recordaba una enredadera a base de cordones de zapato amontonados en lo alto.
Crowell hizo un ruido gutural, como si se estuviera ahogando con un botón. A continuación volvió a mirar aquello. Decidió entonces que el hombrecillo era un idiota superlativo, pero su decisión permaneció circunscrita a lo interno de su tétrico cerebro.
En cuanto al pequeño propietario, éste permanecía en un completo éxtasis de felicidad, relampagueándole los ojos, separados sus labios en una cálida sonrisa, las manos cruzadas sobre el pecho, el tórax inclinado hacia delante, con gesto de expectación.
—¿Le gusta? —preguntó.
Crowell asintió gravemente.
—Ss-sí. Cl-claro, porque supongo que está del todo bien. Aunque he visto mejores modelos.
—¡Mejores! —exclamó el hombrecillo. Se enderezó—. ¿Dónde? —exigió—. ¡Dónde!
Crowell podía haberse sentido aturdido. Pero no ocurrió así. Se limitó a sacar su block de notas, garabateado, dejó caer la mirada sobre él y dijo crípticamente:
—Usted sabe dónde —esperando que esto satisficiera al otro.
Y así fue.
—¡Oh! —se ruborizó el propietario—. Entonces, usted también lo sabe. Es maravilloso topar con un conocedor. Maravilloso.
Crowell echó una ojeada más allá de la ventana, más allá de la divertida congregación de gente. El gordo, sus guardaespaldas y el coche negro escarabajo habían desaparecido. De momento habían abandonado la caza.
Crowell metió su block de notas en el bolsillo y puso las manos sobre la caja que contenía el útil.
—Tengo mucha prisa. ¿Podría llevármelo? No llevo dinero encima, pero le pagaré con algo que vale la pena. ¿De acuerdo?
—Por supuesto.
—Muy bien —Crowell, con algún mal presentimiento, metió la mano en su arrugada y medio desabotonada camisa gris y extrajo un aparato metálico, un limpiapipas que había conocido mejores días. Estaba roto y doblado en una forma desconcertante—. Aquí lo tiene. Un efecto. Un efecto modelo 1944.
—Oh —exhaló desmayadamente el pequeñajo. Se quedó mirando a Crowell con horror—. ¡Pero si no es un efecto!
—Este… ¿no lo es?
—Pues claro que no.
—Hombre, a mí tampoco me lo parece —acordó Crowell con tiento.
—Como que es un artilugio —dijo el hombrecillo, parpadeando—. Y ni siquiera está entero. Le falta un trozo. Ah, usted y sus bromas, señor…
—Crowell. Sí, mis bromitas. Sí, sí. Espero no haberle molestado. ¿Hacemos, pues, el trato? Tengo mucha prisa.
—Claro, claro. Lo pondré en un carrito para que podamos trasladarlo hasta su coche. Un momento.
El hombrecillo se movió rápidamente y sacó de alguna parte un tablón con ruedas, encima del cual colocó el útil. Ayudó a Crowell a empujarlo hasta la puerta. Crowell se detuvo allí mismo.
—Espere un segundo. —Miró al exterior. El coche negro escarabajo no se veía por ninguna parte. Perfecto. Insuperable.
La voz del hombrecillo sonó con advertencia a sus espaldas.
—Una cosa, señor Crowell… por favor, no vaya matando por ahí a la gente con este útil. Sea… sea selecto. Sí, eso es, selecto y con criterio. ¿Lo hará, señor Crowell?
Crowell se tragó un nudo de grueso calibre.
—Lo haré —dijo, y finalizó el cambalache con rapidez.
Abandonó el carril de velocidad moderada de la avenida que cruzaba el distrito Wilshire y torció hacia su casa en Brentwood. Nadie le seguía. De eso estaba seguro. Ignoraba cuales pudieran ser los planes de Bishop para las próximas horas. Los ignoraba, ciertamente. Y no le importaban. Estaba en medio de otro acceso de melancolía. Y en un mundo excéntrico y piojoso en el que todo quisque tenía que comportarse de la manera más deshonesta posible. Aquel baboso de Bishop, le iba a…
El bulto que había en el asiento de al lado llamó su atención. Lo contempló con una seca risa de escasa palpitación.
—De modo que eres un útil —dijo—. Bueno, cada uno con sus gilipolleces y trapazas. Bishop y sus plásticos, yo y mis chantajes, y aquel viejo penco con sus cacharros y sus útiles. En definitiva reconozco que el renacuajo es el más listo de los tres.
Condujo su blanco coche escarabajo por una ramificación del conducto automovilístico y se introdujo por un túnel lateral que lo llevaba hasta debajo mismo de la manzana donde vivía. Aparcado su coche y supervisados los alrededores, arrastró el útil escaleras arriba, abrió la puerta de dial, entró, cerró la puerta y colocó el útil sobre la mesa. Se sirvió unos cuantos dedos de brandy.
Un momento después, alguien golpeaba la puerta suave, despaciosa y muy lentamente. No acostumbraba a pasar el cerrojo. Crowell respondió y abrió.
—Hola, Crowell.
El gordo que había en la puerta tenía aspecto de cerdo guisado, fofo y frío ya. Sus párpados colgaban sobre unos ojos saturados de venillas rojas y de pupilas verdes. En su boca había un cigarro que se movía cuando hablaba.
—Suerte que estás en casa, Crowell. Quería verte.
Crowell retrocedió y el gordo entró en el piso. Se sentó, colocó sus manazas sobre su oronda barriga y dijo:
—¿Bien?
Crowell tragó saliva.
—No tengo las imágenes aquí, Bishop.
El gordo no replicó. Deshizo lentamente el nudo que sus manos formaban, metió una en un bolsillo como si fuera a sacar un pañuelo, pero en vez de aquello sacó una pequeña pistola paralizadora. De un frío y azulado acero.
—¿Cambia esto tu opinión, Crowell?
La tristona cara de Crowell se volvió aún más sombría cuando el sudor la perló. Los músculos de su cuello se distendieron. Intentó hacer funcionar la máquina de las ideas, pero se la encontró dura como el cemento, dura y reticente y, con furia, atacada de súbito miedo. Pero no mostró al exterior ninguna de estas emociones. Veía a Bishop, la pistola, y la habitación que rodeaba por encima y por abajo semejante espectáculo.
Y también vio… el… el útil.
Bishop manipuló el mecanismo de seguridad de la pistola.
—¿Dónde prefieres? ¿En la cabeza o en el pecho? Se dice que la palmas más rápidamente si se te paraliza primero el cerebro. Pero yo tengo una debilidad especial por disparar al corazón. ¿Qué dices?
—Aguarda un momento —dijo Crowell con cuidado. Retrocedió solemnemente un paso. Se sentó, advirtiendo durante todo el tiempo que el dedo de Bishop estaba curvado en torno al gatillo—. ¿Sabes? Creo que no vas a liquidarme; por el contrarío, vas a darme las gracias por haberte conseguido uno de los mayores inventos de nuestro tiempo.
La amplia cara de Bishop no alteró la más pequeña de sus líneas. El cigarro se agitó.
—Escúpelo, Crowell, no he venido aquí para darle a la lengua.
—Tranquilo, tranquilo —dijo Crowell con calma—. Te he conseguido una herramienta para liquidar gente. Me creas o no, la tengo. Échale una ojeada a la maquinaría que hay sobre la mesa.
La pistola se mantuvo firme. Los ojos de Bishop se deslizaron hacia un lado mientras su cuerpo se echaba hacia atrás.
—¿Y? —dijo.
—Si me escuchas atentamente podrás convertirte en el jefazo de los plásticos de toda la costa del Pacífico. Que es lo que quieres, ¿no?
Las pupilas de Bishop se dilataron para lanzar un diminuto brillo y volvieron a contraerse a continuación.
—¿Me estás dando palique para ganar tiempo?
—Mira, Bishop, sé cuándo estoy perdido. Por esa razón te ofrezco a cambio… ese maldito útil que poseo.
—Ese ¿qué?
—Llamémoslo útil. No tiene un nombre apropiado todavía. —El cerebro de Crowell estaba trabajando a toda marcha, produciendo una idea tras otra con la celeridad centrífuga de la desesperación. Una idea fija se mantenía. Entretener a Bishop hasta tener una oportunidad de hacerse con su pistola. Entretenerlo. Camelárselo con lo que fuera. Luego…
Crowell se aclaró la garganta.
—Es… es un radio-exterminador —mintió—. Todo cuanto tengo que hacer es darle la dirección y se cargará al que sea. Ni jaleos, ni pistas, ni nada. El crimen perfecto, Bishop. ¿Te interesa?
Bishop sacudió la cabeza.
—Estás trompa. Y se está haciendo tarde…
—Espera —dijo Crowell, adelantándose de repente, brillantes sus ojos grises—. No te muevas, Bishop. Te tengo cubierto. La máquina te tiene bajo su radio de acción. Antes de que entraras la puse en cierta frecuencia. Un solo gesto que hagas y te liquidará.
El cigarro de Bishop cayó al suelo. La mano que portaba la pistola tembló.
Crowell vio entonces su oportunidad. Sus músculos, relajados antes, quedaron tensos. Su boca se abrió y las palabras brotaron solas.
—¡Te lo advertí, Bishop! ¡Vamos, máquina, a lo tuyo! ¡Cárgate a Bishop!
Y diciendo esto, Crowell dio un salto. Se notó a sí mismo abandonar la silla y alcanzó a ver la mirada fija de Bishop. El desvío de la dirección había sido un éxito. La pistola ladró. El rayo de plata pasó junto al oído de Crowell y fue a estrellarse contra la pared. Crowell juntó ambas manos dispuesto a atizar a Bishop y cogerle el arma.
Pero Crowell no llegó a tocar a Bishop.
Bishop estaba muerto.
El útil había sido más rápido.
Crowell tomó un trago, y luego otro. Su estómago estaba anegado de licor. Aun así, no podía olvidar la muerte de Bishop.
Bishop había muerto: ¿cómo? Sin duda había sido apuñalado, vapuleado, estrangulado, electrocutado: sí, había sido… bueno… estaba claro como el agua, ¿no? Había sido… liquidado. Sí, eso era. Liquidado.
Crowell se sirvió otro trago para celebrarlo. Miró hacia la pared del dormitorio y convino en que dentro de nada estarían allí los guardaespaldas en busca del jefe. Pero Crowell no pudo soportar la idea de penetrar en la sala de estar y ver el lugar donde Bishop yacía junto al… útil. Se estremeció.
Después de tomarse otros dos tragos, que apenas le hicieron mella, comenzó a empaquetar algunas de sus pertenencias. Iba a dejar el piso cuando el audio produjo un ruidito resonante.
—¿Sí?
—¿Señor Crowell?
—Al habla.
—Aquí el hombre de la tienda de cacharros.
—Ah, sí. Hola.
—¿Le importaría pasarse por la tienda? Y, por favor, tráigase consigo el útil, ¿eh? Me temo que me he quedado corto en nuestro cambalache. Tengo aquí otro modelo que es mucho mejor.
La voz de Crowell medio se le atragantó.
—Pues éste parece que funciona a las mil maravillas.
Cerró el contacto y se sujetó la cabeza con ambas manos para que no se le fuera a caer donde los zapatos. No había planeado matar a nadie. No le gustaba la idea. Y aquello le ponía en peligro de muerte incluso más que antes. Los pistoleros no cejarían hasta…
Su mandíbula se agarrotó. Que fueran tras él. No iba a correr esta vez. Se quedaría en la ciudad, haciendo su trabajo periodístico como si nada hubiera ocurrido. Estaba cansado de todo aquello. Le importaba un pimiento que lo asaltaran a tiros o no. Hasta se les reiría en la cara cuando empezaran a dispararle.
Tampoco iba a buscarse el jaleo innecesariamente. Transportaría el cadáver del gordo hasta el garaje, lo colocaría en el asiento trasero del escarabajo blanco y lo llevaría a algún lugar solitario, lo enterraría y mantendría alejados a sus guardaespaldas diciéndoles que había secuestrado a Bishop. Sí, era una buena idea. Qué tipo tan listo el tal Crowell.
—Muy bien…
Intentó izar el enorme cuerpo de Bishop. No pudo. Por último, logró conducirlo por las escaleras hasta llegar al escarabajo, aunque… fue el útil el que lo hizo.
Crowell había permanecido en lo alto de la escalera hasta que el trabajo hubo finalizado. No le gustó la idea de contemplar cómo se las arreglaba el útil para trasladar el cadáver.
—Ah, señor Crowell —el pequeño propietario abrió la puerta de brillante cristal. Había aún una pequeña concentración de gente en el exterior—. Veo que se ha traído el útil. Perfecto.
Crowell instaló el cacharro sobre el mostrador, pensando rápidamente. Quizá corrieran ahora algunas explicaciones. Tendría que ser sutil; nada de preguntas a bocajarro. Tendría…
—Mire, señor Quiénsea, no se lo dije antes, pero soy periodista radiofónico. Me gustaría hacer un reportaje sobre usted y su tienda para la Audio-Noticias. Aunque me gustaría que participara usted con sus propias palabras.
—Usted sabe tanto sobre estos cachivaches como yo —replicó el hombrecillo.
—¿De veras?
—Ésa es la impresión que me dio…
—Oh, claro. Claro que sé. Pero siempre sale mejor cuando interviene otra persona, ¿no cree?
—Su lógica es extraña para mí, pero cooperaré. Sus oyentes tal vez quieran saberlo todo sobre mi tienda de cacharros, ¿eh? Bueno, me llevó mil años de viaje hacerla prosperar.
—Millas —corrigió Crowell.
—Años —puntualizó el hombrecillo.
—Por supuesto —dijo Crowell.
—Puede considerar mi tienda como la energía resultante de una mala interpretación semántica. Estos instrumentos bien pueden ser ubicados bajo el rótulo de «Inventos que lo hacen Todo en lugar de Cualquier Cosa».
—Oh, por supuesto —dijo Crowell, in albis.
—Fíjese, cuando un hombre muestra a otro una parte concreta de los mandos automotrices de un coche escarabajo y no puede recordar el nombre exacto, ¿qué hace?
Crowell entendió.
—Dice que se trata de cacharros, artilugios, avíos, trastos, útiles, enseres. ¿Me equivoco?
—No. Y si una mujer, charlando con otra sobre la lavadora o la batidora o la calceta o el ganchillo padece un bloqueo psicológico y olvida el apropiado rótulo semántico, ¿qué dice?
—Dice: «Coges la puñeta esa y le das así con lo otro. Coges luego y lo aplicas sobre el lío del centro y lo dejas perfecto» —dijo Crowell, como un colegial que repentinamente entiende las matemáticas.
—¡Exacto! —exclamó el hombrecillo—. Perfecto, pues. De modo que tenemos el origen de los rótulos semánticos incorrectos que pueden utilizarse para describir cualquier cosa, desde un nidal de gallina hasta la caja del cigüeñal de un motor de escarabajo. Se trata de términos usados libremente por cualquiera de mediana cultura. Un trasto es sólo una cosa, un objeto. Y a la vez miles de objetos.
»Pues bien, lo que yo he hecho es transformar en energía la combinación total de todas las cosas que un útil puede abarcar semánticamente. He penetrado en las mentes de innumerables humanos civilizados, extraído su opinión acerca de lo que ellos llaman útil, lo que ellos llaman avío, y creado de su energía atómica en bruto un ingenio físico a base de esas incorrecciones mentales. En otras palabras, mis inventos son representaciones tridimensionales de una idea semántica. Puesto que la mente de las personas convierte en un trasto desde un limpiador de alfombras hasta un lo-que-sea y eso-de-ahí, mis inventos siguen el mismo modelo. El útil que usted se llevó a casa hoy puede hacer casi todo lo que usted quiere que haga. Muchos de los inventos tienen funciones semejantes a las de los robots, dado que las habilidades de movimiento, pensamiento y volubilidad mecánica les han sido insuflados.
—¿Pueden hacerlo todo?
—Bueno, no todo. La mayor parte de los inventos tienen cerca de sesenta procesos diferentes, todos extraños, todos mezclados, con todo tipo de formas, tamaños y moldeaciones en su interior. Cada una de mis creaciones posee una gama diferente de servicios. Algunos grandes. Otros pequeños. Las de los grandes pueden practicar muchos, muchos servicios. Las de los pequeños servicios sólo llevan a cabo un par de cosas simples. No hay dos iguales. Piense en el espacio, en el tiempo y en el dinero que puede usted ahorrarse comprando un útil.
—Ya —dijo Crowell. Pensó en el cadáver de Bishop—. Su útil es ciertamente versátil, vaya que sí.
—Eso me recuerda algo —dijo el hombrecillo—. Relacionado con el efecto, modelo 1944, que usted me dio en nuestro trato. ¿De dónde lo sacó?
—¿Sacarlo? Si se refiere a ese limpiador de pi…, quiero decir, al efecto…, bueno, yo…
—No tiene por qué ser tan reservado. Hemos compartido secretos en nuestro trato, recuérdelo. ¿Lo hizo usted mismo?
—Yo… lo compré y lo utilicé. El… el poder del pensamiento, ya sabe.
—Luego conoce el secreto. ¡Es sorprendente! Creí que yo era el único que sabía algo sobre la transmisión de pensamiento hasta las formas energéticas. Qué hombre tan brillante. ¿Estudió usted en Rruhre?
—No. Siempre lamenté no poder ir allí. Nunca tuve ninguna oportunidad. Tuve que luchar solo. Bueno, me gustaría devolverle este útil y ver el otro aparato. ¿Sabe? No acaba de gustarme.
—¿Que no acaba de gustarle? ¿Por qué?
—Oh, pues no lo sé. Demasiado incómodo. Déme algo más sencillo para cualquier ocasión.
Sí, sencillo, pensó, algo que puedas ver cómo funciona.
—¿Y qué clase de máquina quiere esta vez, señor Crowell?
—Déme un… cachivache.
—Un cachivache ¿de qué año?
—¿Importa mucho de qué año se trate?
—Ah, se está burlando otra vez, ¿eh?
Crowell tragó saliva.
—Claro, soy un tipo muy bromista.
—Usted debe saber, por supuesto, que, en el curso de un milenio, el tipo de cachivaches y el nombre de un cachivache pueden ser diferentes cada año que pasa. Un adminículo del año 1965 pudo ser una zarandaja en 1492. O un tútambiénbruto en tiempos de Julio César.
—¿Se está choteando? —preguntó Crowell—. No. No importa. Déme mi cachivache y me iré a casa.
La palabra «casa» sobrecogió a Crowell. No sería prudente aparecer por allí de momento. Se ocultaría durante un tiempo hasta que pudiera enviar un mensaje a los guardaespaldas diciendo que tenía prisionero a Bishop. Sí, eso haría. Sería lo más seguro.
Mientras pensaba, curioseó por la tienda, aunque sin ponerse demasiado cerca, de un ingenio tan horrible como el útil.
El hombrecillo estaba hablando.
—Tengo una caja llena hasta arriba de avíos procedentes de todos los períodos históricos. Tengo muchísimo material acumulado y nadie sino usted me toma en serio. En todo el día no he hecho ninguna venta. Es un poco triste.
Crowell sintió pena por el hombre, pero…
—Le diré una cosa. Tengo en mi casa un cuarto vacío. Envíeme un buen muestrario dentro de unos cuantos días, lo revisaré y me quedaré lo que me guste.
—¿No podría llevarse ya algunas piezas? —rogó el hombrecillo.
—No creo que pueda…
—Pero si es pequeño. Un muestrario muy pequeño. De veras. Se lo enseñaré. Unas cuantas cajitas con puñetitas y chucherías. Allí, allí están.
Rodeó un mostrador y sacó seis cajas, suficientes para ocupar los brazos de Crowell hasta la barbilla.
Crowell abrió una caja.
—Oh, claro. Me llevaré esto. —No eran más que coladores de sopa, cuchillos para pelar, exprimidores de limón, pomos de puerta y viejas pipas de espuma procedentes de Holanda—. Claro, claro que me llevaré esto.
Parecían objetos seguros. Pequeños, sencillos, nada que causara problemas.
—Oh, gracias. Gracias. Éstas se las doy gratis, póngalas en la parte trasera del escarabajo. Me alegro de aligerar un poco la tienda. Me he esforzado tanto en crearlas estos últimos años que me sentiré aliviado de deshacerme de ellas. Estoy ya más que harto de verlas.
Crowell, con los brazos cargados, caminó hasta su blanco escarabajo y dejó la mercancía en el asiento trasero. Saludó al hombrecillo, dijo que volvería al cabo de unos días y partió.
La hora pasada en la tienda, el entretenimiento del hombrecillo y las luces brillantes le habían hecho que se olvidara durante un rato de los guardaespaldas de Bishop y del mismo Bishop.
El coche escarabajo zumbaba. Se encaminó a la parte baja de la ciudad, hacia los estudios Audio, intentando conjeturar lo que sería más prudente en el terreno de las decisiones. Metió la mano en el asiento trasero y alcanzó un cachivache pequeño. No era ni más ni menos que una pipa. Mirándola le entraron ganas de fumar un poco, de manera que la llenó con restos del fondo del bolsillo de su camisa y la encendió experimental y cuidadosamente. Aspiró el humo. Magnífica. Una pipa excelente.
Estaba enfrascado con la pipa cuando advirtió algo a través del espejo retrovisor. Dos coches negro escarabajo lo seguían. No podía confundirse ante aquellos reptantes de ébano y gran fuerza.
Maldijo en silencio y aumentó la velocidad. Los escarabajos hicieron lo propio, ganando velocidad por segundos. Iban dos matones en uno y otros dos en el otro.
—Me detendré y les diré que tengo como rehén a su jefe —se dijo Crowell.
En los coches negros, algunas pistolas brillaron en las manos de los matones.
Crowell lo advirtió. Había planeado esconderse, darles un telefonazo y decirles lo que había. Pero ¡esto! Iban tras él. No tendría ocasión de explicarles nada antes de empezar a recibir metralla.
Aumentó la velocidad. El sudor comenzó a brillar en su frente. Qué jaleo. Estaba lamentando haber devuelto el útil a la tienda. No podía servirse de él ahora tal como lo había utilizado inadvertidamente con Bishop.
¡Útiles! ¡Cachivaches!
Crowell lanzó una exclamación de alivio. Tal vez…
Metió la mano entre el montón de cachivaches del asiento trasero. Ninguno le parecía apropiado para hacer nada, pero lo intentaría de todos modos.
—Muy bien, puñetitas, a lo vuestro. ¡Protegedme, maldita sea!
Hubo un ruido crujiente y algo metálico silbó junto al oído de Crowell, lanzándose hacia atrás sobre las transparentes alas traseras, en dirección al coche perseguidor, y alcanzándolo.
Hubo una explosión de fuego verde y humo gris.
La baratija había hecho su trabajo. Era una combinación de avión automático de chiquillo y proyectil explosivo.
Crowell apretó el acelerador y el escarabajo salió disparado hacia delante otra vez. El segundo coche seguía detrás. Pero no se iban a salir con la suya.
—¡Liquidadlos! —gritó Crowell—. ¡Liquidadlos también! Hacedlo de la forma que podáis. —Cogió dos cajas de puñetitas y las lanzó por la ventana. Algunas echaron a volar. Las otras quedaron indefensas sobre el asfalto.
Dos misiles brillaron en el aire. Parecían tijeras antiguas de color rosado, cortantes y brillantes, y una antigravitatoría y supermecánica dirección de ataque. Surcaron el aire de la zona y alcanzaron el escarabajo negro que quedaba.
Se colaron a través de las ventanas abiertas.
El escarabajo negro perdió el control y se salió de la avenida, dando vuelcos, aplastándose y estallando en un repentino y desmesurado fuego.
Crowell se distendió bruscamente. Disminuyó la velocidad, giró en una esquina, se pegó al bordillo y frenó. Su respiración era muy rápida. Su corazón cabalgaba.
Ahora podía ir a casa, si es que así lo deseaba. Nadie estaría esperándolo allí, emboscado, para detenerlo, preguntarle y amenazarle.
Ahora sí podía ir a casa. Curiosamente, no se sentía ni aliviado ni contento. Tan sólo sombrío, desdichado, aprensivo. El mundo era un lugar piojoso. Tenía un sabor amargo en la boca.
Se dirigió a su casa. Bien, quizá las cosas fueran mejor. Quizá.
Cogió las cajas de puñetitas que quedaban, salió del escarabajo y se sirvió de las escaleras mecánicas ascendentes. Abrió la puerta, dejó en cualquier parte las cajas y las toqueteó.
Todavía tenía la pipa en la boca después de todo lo que habían pasado. La había cogido automáticamente y se la había vuelto a poner en la boca. Estaba nervioso. Necesitaba fumar un poco para calmar su mente.
Puso tabaco fresco en su nueva pipa y la encendió. El hombrecillo estaba como una chiva para darle todo aquel material. Peligroso poseer tal clase de conocimiento desperdigado por el mundo. Toda la gentuza podía aprovecharse y usar todo aquello.
Se rió y siguió fumando.
A partir de ahora, haría las cosas a lo grande. Con la ayuda del hombrecillo y la tienda, haría saltar a aquellos gerifaltes de los Plásticos. Le tendrían que dar dinero, y obedecerle en todo cuanto dispusiera. Peste de ellos.
Sin embargo, sonaba como envuelto en un sinfín de líos. Se sentó, se le arrugó la cara y sus pensamientos se ensombrecieron, como durante tantos años había venido sucediendo. Pesimismo.
¿Qué valía la pena en este mundo? ¿Por qué se molestaba en vivir? Estaba demasiado cansado.
A veces, como esta noche y tantas otras noches a lo largo de tantos años, sentía que habría sido magnífico caer en manos de aquellos matones para que de una vez le llenaran el cuerpo de rayos paralizadores. A veces, si hubiera tenido una pistola en la mano, se habría volado los sesos.
Hubo una explosión aguda. Crowell se irguió súbitamente. Se quedó tieso y cayó de rodillas.
Había olvidado que llevaba la pipa entre los labios: olvidado que era una minucia de artilugio.
El artilugio, en cambio, lo recordó a él de una forma ciertamente fatal.