LOS VERSOS NUNCA PAGAN - Robert Bloch

Miss Kent se acercó a la puerta de la torre y llamó con energía. Desde luego, era un lugar encantador, pensó; sin motivo aparente le recordaba la mansión del Conejo Blanco en Alicia en el País de las Maravillas.
Cuando la puerta se abrió para revelar al ocupante de la casa, miss Kent no pudo reprimir un respingo. Aparte de la longitud de sus orejas, el hombre que se hallaba ante ella hubiese podido pasar por el mismísimo Conejo Blanco. Era un hombrecillo pálido, de ojos rojizos, y con una nariz que parecía ocupar gran parte de su rostro; su boca era pequeña y la barbilla casi inexistente. También llevaba una chaqueta a cuadros, y mientras miss Kent le miraba incluso consultó su reloj.
—Estoy buscando a Dickie Fane —anunció.
El hombre parpadeó y sonrió.
—¿No quiere entrar? —invitóla.
Miss Kent entró y se halló en un vestíbulo revestido de paneles de madera, con muebles victorianos que realzaban la semejanza con el mundo de Lewis Carroll y las ilustraciones de Tenniel.
—Soy Archibald Pope —dijo el hombrecillo—. Usted debe de ser miss Kent, la dama que escribió acerca de la plaza de secretaria.
—Así es —admitió ella—. ¿Está en casa míster Fane?
El hombrecillo asintió.
—Si me hace el favor de pasar…
La acompañó hasta el umbral y ambos entraron en una amplia sala habitada como despacho. Las paredes estaban casi cubiertas por hileras de archivadores, y el centro de la habitación estaba presidido por una gran mesa en la que había una máquina de escribir eléctrica y una lámpara de tubo fluorescente.
El diminuto míster Pope se dirigió a la mesa y se sentó en el sillón que había detrás de ella.
—Vamos a ver —dijo—. ¿Puedo dar un vistazo a sus referencias, por favor?
Miss Kent titubeó.
—Pero yo creía que era míster Fane el que necesitaba una secretaria…
—Y así es. —El hombrecillo inclinó la cabeza—. Yo soy Dickie Fane.
—Pero…
Míster Pope suspiró.
—¿Ha sufrido una decepción al enterarse de que trabajo bajo seudónimo? —preguntó—. Teniendo en cuenta el carácter algo, ejem, violento de mis escritos, ello parece aconsejable.
Miss Kent se ruborizó ligeramente.
—No se trata de eso —confesó—. Espero que no interprete mal mis palabras, míster Pope, pero no parece un escritor.
Míster Pope emitió una sonrisa de satisfacción y se echó hacia atrás, pasándose las manos por sus blancos cabellos.
—¡Exactamente, mi querida señorita! —graznó—. No parezco un escritor, ¿verdad? Gracias a las fotografías de las cubiertas, todos sabemos cuál es el aspecto del escritor de hoy. Es una especie de joven prehistórico, con una barbilla sin afeitar que pincha tanto como sus cabellos cortados casi al rape. Viste camiseta blanca y posiblemente sostiene un perrito junto a su velludo pecho. ¿Éste es su escritor moderno, eh?
Miss Kent asintió.
—Si no recuerdo mal —murmuró—, hay una fotografía por el estilo en la cubierta posterior de todos los libros de Dickie Fane.
—Claro que sí —admitió míster Pope—. Se trata de un modelo profesional o, para ser más exactos, de un caballero griego al que mi agente descubrió lavando platos en un restaurante del Soho. Aunque es totalmente analfabeto, parece ser que tiene todo el aspecto de un escritor. Tuve que admitir este pequeño engaño en interés del aspecto comercial.
—Comprendo —dijo miss Kent.
—¿Acaso ha sufrido una decepción? —preguntó míster Pope en tono amable—. Ya me ha ocurrido este problema con otras secretarias. Acuden a mí con el anhelo de trabajar junto a un joven tosco y corpulento, un hombre impetuoso que responde a la visión de una rubia del mismo modo que los perros de Pavlov respondían a la campana que anunciaba su comida. Si usted pensaba de este modo, tal vez ahora ya no le interese continuar esta entrevista.
Miss Kent denegó vigorosamente.
—Al contrario —aseguró—. Me siento muy aliviada. —Buscó en su monedero y sacó un fajo de cartas—. Mis referencias —dijo.
—Gracias. —Míster Pope depositó las cartas sobre su mesa, sin apenas dedicarles una ojeada—. Supongo que tendrá usted experiencia en mecanografía, archivo, dictado y todas las actividades que reseñaba mi anuncio en el Times. Pero todo esto es secundario. Lo que más me interesa saber es cuál ha sido su motivo para buscar esta plaza, si no tenía intención de colocarse junto a un hombre artista y viril.
—Porque yo soy una admiradora de Dickie Fane —replicó miss Kent con decisión—. He leído todos sus libros.
—¿De veras? —míster Pope dirigió una mirada a toda su biblioteca y sonrió—. ¿Conque los ha leído todos, eh? En este caso, tal vez tendrá la amabilidad de honrarme con su opinión. ¿Qué le pareció el primero?
Míster Clover empuña un revólver —dijo miss Kent—. A mí me convenció.
Míster Pope sonrió.
—¿Y qué opina de Míster Duval maneja un puñal?
—Definitivo.
—¿Y de Míster Allmahah esgrime una navaja?
—Muy agudo.
—Después se publicó Míster Arbuthnote blande un garrote.
—Formidable.
—¿Y ha leído mi último libro, Míster Sacha utiliza un hacha?
—Ameno e intrigante. Penetra profundamente en los personajes. Los abre de par en par y permite que el lector pueda ver lo que hay dentro.
Míster Pope se arrellanó en su sillón y su rostro se iluminó.
—Me entusiasma observar que es usted un crítico tan perspicaz —le dijo—. Si lo desea, puede considerarse contratada a partir de este momento. ¿Qué le parece habitación y comida y veinte libras semanales?
—¡Pero esto es maravilloso, míster Pope! —Miss Kent titubeó por un momento—. Sin embargo, yo pensaba tomar una habitación en el pueblo…
—¡No diga tonterías, mi querida joven! Usted se quedará aquí, no faltaría más. Hay sitio de sobra y puedo asegurarle que soy un excelente cocinero. Supongo que un régimen a base de cordero frío no halaga mucho su paladar, y la fonda del pueblo apenas sirve otra cosa.
—Sí, pero…
Míster Pope bajó la vista y sonrió con timidez.
—Le aseguro que nada ha de temer por mi parte —dijo—. Y si lo que le preocupa son los vecinos, no hay uno en un kilómetro a la redonda. A juzgar por sus referencias, está usted sola en el mundo y por lo tanto no hay ninguna posibilidad de escándalo. Y como a menudo necesito trabajar por la noche, su presencia en la casa resultará conveniente.
Miss Kent se atusó sus rubios rizos con nerviosismo.
—Está bien —contestó—. Acepto su oferta. ¿Cuándo empezamos?
—Inmediatamente —replicó míster Pope frotándose las manos—. Dentro de quince días tengo que entregar mi próxima novela al editor.
—¡Qué emocionante!
Míster Pope suspiró.
—No puedo estar de acuerdo con usted, puesto que todavía tengo que escribir la primera línea.
—¿Cuál es el problema? ¿No da con el argumento?
El hombrecillo movió la cabeza.
—Ya veo que no comprende —dijo—. El argumento carece de importancia. Usted ha leído mis obras y las tonterías que publican otros escritores. ¿En qué consiste el argumento? Dickie Fane es un detective privado que escribe en primera persona, aunque no tan en primera persona como otros que podría mencionarle. Descubre el cadáver de una mujer bellísima, y ya que no es un necrófilo sólo puede hacer una cosa, o sea resolver el crimen. En el transcurso del relato vence a varios malhechores y también es apaleado a su vez; se le acercan varias hembras voluptuosas y bien desarrolladas y también él se aproxima a ellas. Una especie de juego de estira y afloja, podríamos decir. Finalmente, descubre que la hembra más voluptuosa de todas es la asesina y acaba pegándole un tiro en el ombligo, o haciendo que ella muera en el consiguiente tumulto. El argumento se halla supeditado al problema real.
—Pero yo diría que el problema real consiste en descubrir al asesino.
—Para el lector, sí. Pero no para el autor. Al escribir la historia, su problema estriba en hallar el crimen.
—Nunca lo había enfocado desde este punto de vista —asintió miss Kent—. Pero creo que es lógico.
—Claro que lo es. De aquí saco todas las ideas para mi serie. Cierto día se me metió una frase en la cabeza, una frase corriente que suele pasar inadvertida. Justicia poética. Fue entonces cuando empecé a pensar en el crimen en verso. Mis títulos surgieron como resultado de una evolución natural. Pero en cada caso, lo más importante fue el crimen en sí.
—¿Tuvo que idear crímenes perfectos?
Míster Pope denegó con la cabeza.
—Crímenes imperfectos —dijo.
—No le entiendo.
—No tiene mérito idear un crimen perfecto —explicó—. Scotland Yard nos dice que en la vida real se comete un crimen cada doce minutos. Las estadísticas nos revelan que la mitad de estos crímenes quedan sin resolver. Ergo, se produce un asesinato insoluble cada veinticuatro minutos; sesenta crímenes perfectos cometidos cada día, o cerca de diecinueve mil al año.
—Es usted un experto —admitió miss Kent.
—Debo serlo. Al fin y al cabo, se trata de mi negocio. Y como experto, puedo asegurarle que el crimen perfecto es el menor de mis problemas. Lo que cuenta es inventar un crimen que parezca perfecto, pero que contenga un fallo o error básico en su elaboración, algo que Dickie Fane pueda descubrir y le conduzca a la solución del enigma.
—Estoy empezando a comprender lo que quiere usted decir —aseguró miss Kent—. Y esto es lo que está buscando ahora.
—Desesperadamente —admitió míster Pope.
—Mucho me temo que estas cuestiones se aparten de mis conocimientos —dijo la joven—, pero tal vez si habláramos de ello…
Míster Pope se levantó.
—Más tarde —dijo—. Me doy cuenta de que me he comportado como un anfitrión muy poco hospitalario. Permítame que tome la maleta que ha dejado en el vestíbulo y que le enseñe su habitación. Sin duda, deseará refrescarse un poco después de su viaje. El tren de Londres es abominable.
La condujo al piso superior y le mostró un apartamento muy confortable.
—El cuarto de baño se encuentra en el otro extremo del pasillo —le explicó—. Después de mi habitación y del cuarto de cachivaches. Voy a dejarla un rato mientras doy una vuelta por el jardín. Tal vez el crepúsculo me dé alguna inspiración.
Hizo una leve reverencia y se retiró.
Miss Kent no perdió el tiempo vaciando su maleta. Esperó a que míster Pope hubiese salido de la casa y entonces registró su habitación. Durante unos minutos estuvo muy ocupada en ella, interrumpiendo sólo sus esfuerzos para escuchar atentamente un posible ruido de pasos. Al no oír nada, redobló en sus actividades, transfiriendo después su atención al cuarto trastero.
Viose obligada a forzar la cerradura, pero lo hizo con eficiencia y sin esfuerzo. Una vez dentro, descubrió que su trabajo quedaba ampliamente recompensado. Hasta el punto de que miss Kent quedó absorta, olvidándose de escuchar hasta que fue demasiado tarde.
Y supo que ya era tarde cuando levantó la vista y descubrió que míster Pope se hallaba en el umbral.
—Bien, bien —dijo suavemente—. ¿Qué estamos haciendo aquí?
—Examinando lo que hay aquí —replicó, señalando un montón de objetos que había sacado de un baúl—. Una automática «Webley» calibre 38, la misma arma descrita en Míster Clover empuña un revólver. Una daga con empuñadura de madreperla con ciertas manchas sospechosas en la hoja, como la mencionada enMíster duval maneja un puñal. Y esta navaja no tendría todas estas manchas ni siquiera si la hubiese utilizado legítimamente un hemofílico crónico. Me recuerda el arma homicida de Míster Allmahah esgrime una navaja. Tampoco cabe duda acerca de la sangre que hay en el extremo de este palo; es exactamente el descrito en Míster arbuthnote blande un garrote. En cuanto al hacha, tal vez perteneció en otro tiempo a miss Lizzie Borden, pero me inclino a pensar que es el original de la que aparece enMíster Sacha utiliza un hacha.
Míster Pope frunció los labios, pensativo.
—Totalmente exacto —admitió—. Veo que no tenía sentido seguir tratando de ocultar mis métodos. Como todos los artistas literarios auténticos, confío plenamente en mi experiencia personal cuando se trata de mi trabajo. El ángulo autobiográfico, podríamos decir. Juzgo que es mejor sacar mi obra de la vida real.
—De la muerte real, dirá usted.
—Como quiera, querida señorita. —Míster Pope se encogió de hombros—. No discutiremos por cuestión de detalles.
—¿Detalles? Acaba de admitir virtualmente que ha cometido cinco asesinatos.
—En un período de cinco años —añadió míster Pope—. Permítame que le refresque la memoria en cuanto a las estadísticas. Mi contribución a las mismas es insignificante, tan sólo uno por diecinueve mil al año. En cambio, mi contribución al mundo literario es cuantiosa.
Dio un paso adelante y su voz cobró mayor fuerza.
—El instinto asesino es básico en todos nosotros —explicó—. Incluso una jovencita como usted halla un extraño placer al investigar algún siniestro misterio, y lo mismo les ocurre a jóvenes imberbes, clérigos amables y solterones de edad más que madura. En el caso de usted, se trata de una sublimación inofensiva, pero el apremio existe, un instinto lo bastante fuerte como para obligarla a leer novelas de crímenes. Piense, sin embargo, que este instinto ha de ser aún mucho más fuerte en el hombre que las escribe.
—Esto no sirve de justificación —alegó miss Kent.
—Yo no necesito justificarme —replicó míster Pope—. Mi trabajo es lo bastante elocuente. Durante los últimos seis años he estado viajando por el país con diversos nombres y diferentes disfraces, y como resultado de mis actividades cinco mujeres han pasado a mejor vida. Pero piense por un momento en todas las vidas que yo habré salvado. Piense en las jóvenes como usted que hallan una salida inofensiva a sus tendencias homicidas gracias a mis libros. Piense en los muchachos que me han utilizado como escape para sus impulsos violentos, y en los maridos que se han abstenido de asesinar a sus esposas y se han dado por satisfechos con la lectura de mis obras. ¡Pero si he evitado centenares de tragedias! Éste es el enfoque práctico de la cuestión. Y desde el punto de vista crítico, usted ha admitido que mi obra es… ¿cómo dijo usted? Definitiva, aguda y formidable, ¿no es así?
—Francamente repelente —exclamó miss Kent—, si desea que le diga la verdad.
—Vamos, vamos —dijo míster Pope—. ¡No se deje llevar por su carácter, pequeña! No discutamos. Me recuerda a alguien a quien conocí en cierta ocasión en Kent. Ella…
—¡La viuda! —interrumpióle miss Kent—. La que se mató cuando miraba a través de una de las armas de la colección de su marido. Usó usted casi la misma situación en su primer libro.
—Cierto.
—Y hubo también aquella chica de Rainham, y la mujer de Manchester, y la corista de Brighton…
—No diga más —murmuró míster Pope—. Ya me ha dicho bastante. Lo suficiente como para comprender que no entró en este cuarto por mera curiosidad ni por casualidad. Usted, mi querida señorita, no es más que una confidente de la bofia.
Miss Kent se irguió con orgullo.
—¡Nada de esto! —exclamó—. Estoy al servicio de Scotland Yard.
—¿Y esto significa que me hallo bajo sospecha desde hace bastante tiempo?
—Exactamente, míster Pope, o cualquiera que sea su nombre. La variedadd de nombres y disfraces que ha usado nos desorientó durante años. Pero después alguien notó que al cabo de un año de cometerse cada crimen, aparecía una nueva novela de misterio de Dickie Fane. La similaridad de las armas y el uso de los nombres puestos a cada una de las víctimas nos ofreció la pista. Nos costó dar con usted, pues sus editores sólo conocen a su agente, y éste parece ser muy escurridizo.
—No tengo agente —dijo míster Pope—. Es tan ficticio como el resto de mis disfraces. —Hizo una pausa—. ¿Qué piensa hacer?
Miss Kent se dirigió hacia la puerta.
—Pienso telefonear a Scotland Yard —murmuró.
—¿No puedo persuadirla para que cambie de intención? Al fin y al cabo, ha de pensar en los centenares de asesinatos que yo he evitado…
—Sólo pienso en los cinco que ha cometido —replicó ella—. Debo advertirle —dijo, al ver que míster Pope se acercaba a ella— que será mejor que no trate de obstaculizarme. Mis superiores saben que estoy aquí.
—Pero nadie sabe que yo estoy aquí —le recordó él—. Buscarán a un tal míster Pope y no es necesario que le diga que yo me habré marchado mucho tiempo antes.
—No puede salirse con la suya. Usted publicó aquel anuncio buscando una secretaria…
—Como cebo para que picase Scotland Yard, en el caso de que tuviesen sospechas. No significa nada. —Moviéndose con rapidez, se acercó a la puerta y la cerró de golpe—. Vamos a ver —dijo.
—¡Gritaré!
—Pero no por mucho rato.
Míster Pope salió a su encuentro. Hubo unos momentos de lucha, pero el hombre demostró poseer una fuerza sorprendente. A los pocos minutos, miss Kent yacía en el suelo con las manos atadas a la espalda y sus gritos inútiles empezaban a ahogarse en su garganta.
—Empieza a hacer calor —observó míster Pope—. Creo que antes de continuar con mi trabajo voy a desembarazarme de esa cabellera.
Se quitó con cuidado la peluca blanca descubriendo una cabeza con los cabellos cortados casi al rape. También se libró de los lentes, de la prominente nariz, del plástico que modelaba su boca y de los dientes protuberantes. En un momento se desprendió de la chaqueta y de la pechera y respiró satisfecho al quedar ante ella en camiseta blanca.
—Así se va mejor, ¿no cree? —preguntó, mientras hacía flexionar sus músculos.
Miss Kent se estremeció.
—¡Pero si es igual que el hombre fotografiado en las cubiertas! —exclamó.
—Desde luego —rióse—. El lavador de platos del Soho es otro invento mío. Descubrí que me servía de excelente protección. Por esto, aunque la policía venga a buscar a Dickie Fane, nunca podrá encontrarlo. No saben cuál es su verdadero aspecto, ni lo que es. Nada saben de nosotros.
—¿De nosotros?
La sonrisa se convirtió en mueca lobuna.
—Sí. Le he revelado el secreto, pero usted no se ha dado cuenta. Nosotros somos los que escribimos las novelas de crímenes, los que ganamos fama y dinero porque nuestras historias resultan tan convincentes. Desde luego, todos escribimos con pleno conocimiento de causa. Y aunque parezca extraño, la mayoría nos parecemos. Tiene algo que ver con la antigua teoría de Lombroso acerca de los tipos criminales.
—¡Pero esto es imposible! He visto fotografías…
—Sí, claro que las ha visto. ¿Cree que soy yo el único que tiene la astucia de usar una caracterización? ¿O de cambiar de nombre? La mayoría de los demás también usan seudónimos. —Su voz se había convertido en un susurro—. Piense por un momento. ¿Quién es, en realidad, Ellery Queen? ¿O Carter Dickson, o H. H. Holmes, o…?
—¿No irá a decirme que todos ellos…?
—Se trata sólo de una teoría, querida. Hablo sólo por mí cuando le digo que el verdadero autor de las historias detectivescas oculta su identidad y los crímenes en los que basa sus narraciones de ficción. Ya le dije antes que mi problema primordial consistía en confeccionar un crimen perfecto. En lo fundamental, estoy tan entregado a mi labor que sólo pienso en perfeccionarla. Porque soy un autor de historias detectivescas, y ello significa que soy un maestro de asesinos.
Miss Kent rebulló y forcejeó con la cuerda que sujetaba sus muñecas.
—Esta vez no se saldrá con la suya —amenazó—. Darán con usted.
—¿Con quién? —exclamó míster Pope encogiéndose de hombros—. Mi último disfraz ha quedado descartado. Jamás me reconocerán de nuevo. Y si buscan a Dickie Fane, sus trazas desaparecerán en aquel restaurante del Soho. Además, bastante les costará averiguar que usted ha sido víctima de un crimen, pues todo señalará el suicidio.
—¿Suicidio? —exclamó miss Kent.
—Precisamente. Abajo habrá una nota explicatoria, y todo estará dispuesto. He perfeccionado mis planes durante el paseo que acabo de dar pro el jardín, sobre todo cuando me acordé de que tenía esto.
Se agachó y buscó un momento en un rincón de la habitación, hasta dar con un rollo de cuerda de cáñamo.
—Sujetaré un extremo alrededor de esta viga —dijo.
—¡Espere! —suplicó miss Kent.
Míster Pope asintió con expresión apenada, pero después hizo un gesto negativo.
—Me imagino cómo debe sentirse, mi querida señorita —dijo—. Pero es que el tiempo apremia. Ya le dije que mis editores deben tener el próximo original dentro de quince días. Ars longa, vita brevis, ya sabe usted…
Se inclinó, apretó el nudo y pasó el lazo alrededor de su cuello…
El original de Míster Pope aprieta el gañote llegó a la editorial precisamente el día en que vencía el plazo. Cuando se publicó, la crítica se mostró entusiasta y el público extasiado.
Si Scotland Yard no se adhirió al entusiasmo general, ello se debió tan sólo a que sus funcionarios estaban tratando inútilmente de solucionar un intrincado problema cuyos factores eran una cuerda, un suicidio aparente, una villa abandonada y un caballero parecido al Conejito Blanco y al que nadie podía localizar.
Los incondicionales de los misterios de Dickie Fane esperan entretanto el próximo volumen de la serie. Como de costumbre, nadie sabe de qué tratará la siguiente novela.
Pero muy recientemente, en la distante región de Cornwall, un vivaracho y bigotudo caballero francés alquiló una habitación en la casa de una atractiva divorciada.
Una buena mañana tuvo ocasión de entrar en la tienda del farmacéutico cercano.
—Soy el señor Denneneau —anunció—. Me interesa comprar una pequeña dosis de ácido prúsico…