EL INTRUSO - Luis María Albamonte
Randaro Gor observó
detalladamente la ciudad. El purísimo cristal de su torre acentuaba
los perfiles de las cosas que veía. Era el año 3201. Todo estaba
automatizado., Había detectores independizados del innecesario
control humano y anunciaban cualquier presencia extraña, no
inventariada desde hacía siglos en un mundo llevado a la
perfección tecnológica. Insuperable. No obstante, siempre los
detectores habían señalado a un huésped que no pertenecía a la
comunidad que había alcanzado la idealidad que los sabios
fundadores se habían propuesto alcanzar. Pero aquel huésped
misterioso moraba, al parecer, entre los residuos que, por otra
parte, tenían brevísima vigencia. Era un ser invisible. Inofensivo.
Casi espectral.
Randaro Gor era el Gran Señor del Mundo. El
Unico.
A su lado estaba el Todopoderoso. Era el robot que resumía
la sabiduría de milenios. Obedecía, sometido a rigurosa
disciplina, cualquier mandato de Randaro Gor. Estaba a su lado,
como antes se habían echado a sus pies los perros mansos.
Randaro
Gor se sintió nostálgico, una sensación nueva, casi pecaminosa,
inapropiada para su tiempo y su condición. En realidad había
amordazado sus sentimientos. Mecánicamente. Con órdenes del
subconsciente. No los necesitaba. Pero tenía un extraño muñeco
de trapo.
El muñeco era un payaso que reía. Tenía una estatura de
50 centímetros. Sin alma. El también, sin sentimientos. Con un
misterioso brillo en los ojos de cristal. Ojos azules.
Pintarrajeada la cara. Las piernas se movían alocadamente, rematadas
con rotos zapatones.
Randaro Gor echó una mirada al pasado en un
día que nacía en un remoto tiempo de un lugar que no hubiera
podido reconocer. Sus antecesores habían hecho la historia de las
Edades. Conocía su infancia.
Había una calesita frente a su casa.
¿Cómo se llamaba aquella música que lo emocionaba? No tenía
letra. Nadie la había cantado jamás.
En su dormitorio había un
ratón. Entre el piso y el zócalo aparecía, inevitablemente, todas
las noches, un ratón azul. Randaro Gor se convenció que el color lo
había puesto su imaginación porque era una manera de quitarle
apariencia feroz. Porque Randaro Gor le temía. Sin embargo, nunca
había pedido que lo mataran. Una vez el padre, que era un ingeniero
famoso, colocó una pequeña trampera con queso para cazar al ratón.
Randaro Gor, que creía que el padre solamente podía construir
rascacielos y grandes puentes y montar enormes fábricas rumorosas y
usinas atómicas, se asombró al verlo agachado, manipulando aquella
tramperita con que solían jugar los niños. Randaro Gor le dio un
puntapié a la trampera. Lo hacía todas las noches, sin comprender
el padre cómo la trampera había funcionado sin atrapar al ratón.
Y decía:
—¡Es un ratón endemoniado! Se nos escapa todos los
días. ¿Hasta cuándo? Y se cansó de poner la trampera. En cambio,
Randaro Gor veía asomar la cabecita del ratón y hasta podría
haber dicho que el ratón azul era su amigo. Tiempo después, ya más
grande, Randaro Gor se decidió a matar al ratón. Y no lo logró.
Se
mudaron de casa cuando comenzaron sus estudios superiores. Para
entonces se habían plasmado fabulosos avances tecnológicos.
Lo
comprendía bien. En una época simple de la Humanidad los
conocimientos generales estaban en poder de todos los que quisieron
adquirirlos. Aun los más avanzados. Pero ya en la época de las
bombas nucleares y de los viajes a la Luna había conocimientos
limitados a pocas personas. La sabiduría científica y tecnológica
comenzó a ser la posesión exclusiva de personas especializadas
porque en los equipos de creadores unos de sus integrantes dominaban
plenamente un determinado sector de la ciencia y flaqueaban sus
conocimientos sobre temas complementarios. Eran sabios en cadena.
Cada equipo era un eslabón. Todos estaban unidos.
A medida que
transcurrían los años el dominio de los secretos de la ciencia se
fue circunscribiendo a menor número de personas. No podían estar
al alcance de curiosos, si instruidos, con mayor razón. Los
secretos se hacían cada vez más herméticos. Así nació la raza
de los sabios.
Fue un minúsculo grupo. El resto fue la comunidad
ignorante y sometida. Gozaba de las ventajas que proporcionaba el
avance tecnológico, en la comodidad para el quehacer humano y en el
sostén de la salud, pero el secreto de proporcionarlos estaba en
los pocos.
Pueblos y países fueron dominados por la raza de los
sabios hasta que quedó una sola potencia poderosa, subyugadora de
las demás. Entonces fue una secta de sabios la que mandaba en el
mundo. Todo dependía de ella. Nunca había habido tantos hombres
sometidos a tan pocos Randaro Gor, ¿era el de hacía 3.000 años o
era un descendiente desaparecido en la cronología de los
almananaques y sobreviviendo en un tiempo sin pautas, inmóvil
porque inmóvil había sido, también, la edad de los hombres.
Consumada la obra integradora, construida la pirámide de la
sabiduría, innecesarios los ayudantes supersabios, obedientes al
Todopoderoso, Randaro Gor había hecho desaparecer a sus
colaboradores. Los había pulverizado con sus rayos Sima,
provenientes como potros salvajes merodeadores de los quásars, esos
centinelas del horizonte del tiempo al borde del Universo, al cual se
habían asomado los servidores de Randaro Gor en las naves más
veloces que la luz. La línea recta, esa antigua menor distancia,
había sido superada en brevedad por una desconcertante conjunción
de ángulos entrañables.
Había calma y felicidad en el reino
universal. El aire era rosado. La luz entraba en la biblioteca que
registraba todos los recuerdos del pasado. Leyó en un libro: “Y
los hombres sumergidos en la ignorancia se rebelaron. Estaban
ilustrados en todos los conocimientos excepto en aquellos mediante
los cuales se podía llegar a dominar los triunfos tecnológicos de
su tiempo. Inevitablemente eran vasallos indefensos de un grupo de
tecnócratas que podían enrarecer el aire en un sector prefijado,
inmovilizar a los seres humanos y a los animales. Como en las remotas
épocas del hambre, superadas para siempre, e ignorándolas, las
mujeres se colocaron al frente de las concentraciones populares
llevando a sus pequeños hijos como si hubieran sido banderas para
conmover a los poderosos. ¡Pedían justicia. Querían saber más
para mejorar su situación social, el abismo que los separaba de los
sabios tiránicos los convertía en subhombres indefensos frente a
los cuales remaban los dominadores de los grandes secretos. Fue por
aquel tiempo que usamos las armas meteorológicas. ¡Nosotros
solidificamos la atmósfera de la otra superpotencia haciéndola
irrespirable! ¡Nosotros juntamos el oxígeno y el hidrógeno para
que el cielo fuera agua! ¡Nosotros hicimos brotar el fuego
espontáneamente en la tierra de los campos y en las calles de las
ciudades! Y fuimos, desde entonces, los dueños del mundo!”.
Randaro Gor quedó pensativo.
No le gustaba leer. Desde hacía un
tiempo la lectura le producía nostalgia. Tenía miedo. Antes no
conocía esas debilidades. Recordó que en aquella rebelión
pacífica pero desesperada había muerto llena Seliah. Ella había
dejado una carta escrita con profunda tristeza: “Randaro Gor: desde
hace muchos siglos hemos peleado por la igualdad. Primero fue la
fuerza bruta. Después, los ricos nos explotaron y algunos de tus
antepasados murieron gloriosamente en resonantes revoluciones
sociales. En seguida nos dominaron las grandes potencias. ¡La
historia de la Humanidad es la historia de la injusticia! Al fin las
indomables victorias de la tecnología nos permitieron hacernos
respetar por los gigantes. Y los dominamos. ¿Quién podía,
entonces, arrebatarnos la líbertad si éramos los más fuertes? Yo
te amaba, a pesar de ello, más allá de ello, primitivamente, con
esa pureza fabulosa que, imaginaba, han tenido nuestros padres
apenas salidos de las cavernas, cuando la primera rueda del mundo
comenzó a girar para detonar el asombro universal. Y vinieron otros
días. Inesperados. ¿O eran lógicos? El poder se concentró en los
sabios. Solamente en ellos estaba la capacidad de decidir. Yo soy
Ilenia Seliah. Fundida en el Pueblo como una célula del todo. Y
desde allí, desde esa partícula inadvertida, sometida y humillada,
sigo amándote porque soy humana, a pesar de que sos mi asesino
invisible. Pero ellos, desde sus cenizas pisoteadas, se tomarán
venganza, de alguna manera, porque Dios no se ha muerto, todavía...
”.
El robot gruñó. Le molestaban los recuerdos de Randaro Gor. El
robot dijo con su voz metálica, vomitando también él sus
recuerdos: “Fuiste astuto, Randaro Gor. Nadie podía culparte de
nada. ¡Ellos o vos! Había que sobrevivir. Ahora estas solo. Sos el
único. Si apretás ese botón podés destruir una décima parte del
mundo. Pero hay una placentera resignación domesticada a lo largo
de siglos. Todo es tuyo. ¿Y ahora? No se podría volver atrás. Si
uno abandona la casa de la madre y, de pronto, se siente presa de la
soledad, puede regresar. Nosotros, no. Yo también soy tu prisionero
y he absorbido todas las antiguas sensaciones de los demás, sus
angustias. ¡Oh, mis viejos recuerdos! Ahora podría matarte porque
soy casi un hombre, nada más que por ello. Pero moriría un año
después, hundido en un pantano, sin rumbo, sin razón de ser, sin
el padre que me da la vida para que yo lo proteja y lo sirva...”
Se rió el robot, como un trueno. Randaro Gor estaba por llorar.
¡Hacía 1.000 años que los Gor habían olvidado el llorar! ¡Otra
vez los detectores señalaron la presencia del huésped misterioso!
¡Estaba cerca!
¡Cada vez más cerca! El robot dijo en una pantalla
en donde se grababan luminosas sus palabras: “Es pequeño. Está
inmunizado en siglos de supervivencia con nosotros y con la
inmundicia. Nada puede matarlo. Nada puede detenerlo. Es como vos,
Randaro Gor. Viene del basural en donde nunca has estado”.
¡Y
Randaro Gor lo vio! ¡Era un ratón rojo! Pero supo, inmediatamente,
que era el ratón azul de su infancia. Podía haber cabido en el
hueco de una mano. Se movía en el piso a impulsos nerviosos.
Randaro Gor lo miraba con el asombro de contemplar una resurrección
increíble. El ratón rojo, ¿curioseaba o se proponía algo más?
Randaro Gor quiso darle un puntapié, pero el ratón lo esquivó.
—¡Mátalo!—le ordenó al robot.
—No tengo armas para eso.
Randaro Gor poseía rayos para exterminar en quince segundos a toda
la Humanidad, pero no poseía ninguna arma para matar un ratón.
Quiso asustarlo corriéndolo por el ancho círculo de la torre. El
ratón lo eludía. Acorralado, lo mordió en una pierna dando un
salto inesperado y, en seguida, se escondió. Randaro Gor se sentó
en un banco de cristal. Estaba despavorido. Sintió miedo. Se
esforzaba en ver azul al ratón rojo, como cuando era niño y el
azul le trasmitía sensación de seguridad, de inocencia, de bondad.
—¡El ratón azul! —exclamó, asombrado, ansioso, vencido—. ¡El
ratón azul! Fue hasta los cristales para mirar la ciudad gigantesca.
Ordenada como un hormiguero apacible, sin prisa, lanzando a las
calles, sin brusquedad, hombres, mujeres y niños.
Las paredes y la
alfombra de la torre absorbían ruidos. El silencio era el símbolo
del avance de la tecnología. En un alto asiento, casi como un
trono, estaba el muñeco de trapo.
—¡Los médicos! —dijo
Randaro Gor. Y pensó: “¡Desde siempre ha habido en toda esta
aparente perfección, una falla fundamental! ¿Cuál ha sido?”. El
robot Todopoderoso apretó un botón en un tablero circular que
giraba lentamente. En el detector seguía anunciándose la extraña
presencia de un intruso. Randaro Gor pensaba: “Es el ratón, es el
ratón, pero, ¿cómo?...” Lo interrumpió una voz:
—Randaro
Gor, lo esperamos... Randaro Gor descendió por una escalera rodante
sin hacer el menor esfuerzo.
Los médicos temían a Randaro Gor.
Sabían que únicamente eran necesarios en caso de accidente. Las
enfermedades eran leves, escasas, y cualquiera podía medicarse. Se
tendió en un lecho. Varios médicos lo observaban en silencio
esperando que Randaro Gor hablara. Puedo morir —dijo—, porque me
ha mordido un ratón. Vino de los basurales que se incineran en un
minuto, pero si el ratón ha podido sobrevivir allí años y años
puede ser portador de algún microorganismo que no ataca al ser
humano desde hace 1.000 años. No poseo anticuerpos para combatirlo.
¿Qué pueden hacer ustedes por mí?
—Señor... —balbuceó uno
de los médicos.
—¡Nada, no pueden hacer nada! —se irritó
Randaro Gor, pero sin destruir en la voz una esperanza que pedía
una réplica reconfortante.
—Hay que esperar, Randaro Gor —alentó
el más venerable de los médicos—.
Es posible que el ratón no
sea portador de ningún antígeno. Pero podemos aplicarle una dosis
preventiva de...
—¡Cómo, preventiva! Ya es tarde. ¿Y preventiva
contra qué? En nuestra memoria ya no existen recuerdos de virus ni
de microbios que podrían ser atacados por drogas que no hemos
tenido necesidad de poseer. Ustedes podrían recuperarme de una
fractura, pero, ¿de qué otra cosa? Esperemos, esperemos... ¿Qué
ocurriría con el robot si yo muriese? —¡Moriría él también!— El mundo es de nosotros y casi la inmortalidad nos pertenece, pero
algo ha fallado en el punto de partida, en los comienzos. Porque si
un solo microbio resucitara y surgiera de su misteriosa madriguera y
lo atacase a usted, doctor, usted moriría, porque nuestra raza está
indefensa desde el día que no necesitó estar en guardia contra
nadie y contra nada. Tengo un payaso sonriente, pintarrajeado. No sé
si lo creé yo y si logré conservarlo a través de los tiempos...
—Sí, sí... lo hemos visto. Es hermoso. Y se nos ocurrió que era
extraño, insólito, que usted lo tuviera .. .
—¡Y que lo amase!
¡Oh, el amor hace débiles a los seres!— fue la expresión de un
asombro. Randaro Gor se durmió con una triste sonrisa. Al día
siguiente se sintió muy cansado. Después tuvo fiebre. Angustiados,
los médicos no podían reanimarlo. Randaro Gor parecía estar
liberado del temor, y hasta de la vida, porque decía para sí, con
una obstinación que buceaba en las sombras en búsqueda de su
presa: “Algo ha fallado desde siempre... ”. Randaro Gor
desfallecía y de su flaqueza progresiva se erguía una superioridad
que aumentaba a medida que disminuía su autoridad omnipotente. Como
bandadas de pájaros juguetones pasaron por los renacidos recuerdos
muchachas hermosas de tiendas sucumbidas en un tiempo remoto...
El
ratón se movía como un juguete en la torre. Y tenía hambre.
Randaro Gor cerró los ojos y no pudo abrirlos más. Así murió.
Y
así terminó su comunicación con el robot Todopoderoso. Y el robot
supo que Randaro Gor había muerto. Presa de la furia comenzó a dar
puñetazos feroces en el tablero. El aire, afuera, variaba de color
tumultuosamente.
Salió de la torre que contenía los mandos
supremos. El ratón vio, desde lo alto, la ciudad inmóvil. El aire,
violeta, Un aire estático, eterno, definitivamente violeta hasta el
fin de los tiempos.
El robot caminaba por la calle, recta infinita,
sumergiéndose en el horizonte poco a poco con un andar ridículo.
Cómico. Pero todo lo demás había sido exterminado. No quedaba
nadie vivo. Solamente el ratón. ¿Qué confines sin salida buscaba?
¿0 no buscaba nada?
Le restaba un año de vida. Había elevado un
brazo hasta el pecho, y entre sus dedos metálicos llevaba el muñeco
de trapo, el sonriente payaso, y se aferraba a él como si alguien,
sorpresivamente, pudiera arrebatárselo y lo protegía. Su figura
brillante al fin fue devorada por la temblorosa lejanía. Desde lo
alto el ratón miraba la ciudad inmóvil. Miraba. Miraba. Miraba.
Etiquetas:
Albamonte,
Ciencia Ficcion,
Cuentos cortos