EL FIN DEL PLAZO - Richard Matheson


Hay por lo menos dos noches al año en las que los médicos no acostumbran hacer planes: la víspera de Navidad y la de Año Nuevo. La víspera de Navidad, Bobby Dascouli se quemó el brazo. Estuve curándolo y vendándolo en el momento en que podría haber permanecido instalado tranquilamente en un cómodo sillón, junto a Ruth, observando las luces multicolores del arbolito de Navidad.

Por consiguiente, no me causó una gran sorpresa que diez minutos después de llegar a casa de mi hermana Mary para celebrar la despedida del año, mi servicio de contestaciones telefónicas me llamara para decirme que me habían llamado, de urgencia, del centro de la ciudad.

Ruth me sonrió tristemente y sacudió la cabeza. Se me acercó y me besó en la mejilla.

—¡Pobre Bill! —dijo.

—Muy pobre, es cierto —dije.

Dejé sobre la mesa la primera copa de la noche, todavía con dos tercios del licor.

Le di una palmadita en el vientre, que ya se notaba muy abultado.

—No tengas ese niño hasta que regrese —dije.

—Haré todo lo que pueda —dijo.

Me despedí apresuradamente de todos ellos y me fui; me levanté el cuello del abrigo y avancé sobre la nieve hasta donde se encontraba mi automóvil Ford. Metí el obturador del carburador y finalmente logré que el motor se pusiera en marcha. Luego me dirigí hacia el centro de la ciudad, con la expresión hosca que he visto tantas veces en los rostros de los soldados.

Eran más de las once de la noche cuando las cadenas de mis ruedas rasparon East Main Street, que estaba obscura y desierta. Conduje a lo largo de tres manzanas de casas, hasta la dirección indicada, y me detuve frente a lo que había sido un edificio de apartamentos lujosos cuando mi padre ejercía la medicina. Ahora era una casa de huéspedes, vieja y decadente.

En el vestíbulo iluminé los buzones con mi lámpara de bolsillo, pero no pude localizar el nombre. Hice sonar el timbre de la conserje y me dirigí hacia la puerta de entrada. Cuando sonó el zumbador, empujé la puerta para que se abriera.

Al final del corredor se abrió una puerta y salió a mi encuentro una mujer gorda. Llevaba un suéter negro sobre su vestido verde arrugado, calcetines cortos sobre sus medias de lana y unos zapatos deslucidos. No iba maquillada; el único color que había en su rostro era el de dos puntos rojos en sus mejillas. En las sienes le colgaban rizos de cabello gris. Se los echó hacia atrás, mientras avanzaba hacia mí por el pasillo mal iluminado.

—¿Es usted el doctor? —preguntó.

Le dije que sí.

—Yo lo llamé —dijo—. Hay un viejo en el cuarto piso que dice que va a morirse.

—¿En qué habitación?

—Voy a enseñársela.

Seguí su ascensión vacilante por las escaleras. Nos detuvimos frente a la puerta marcada con el número 47, y la señora llamó con los nudillos. Al instante, abrió la puerta.

—Aquí es —dijo.

Al entrar, vi al hombre tendido en una cama de hierro. Su cuerpo tenía la flacidez de una muñeca de trapo. En sus costados, sus manos delgadas y huesudas yacían inmóviles, con las venas abultadas y manchas amoratadas. Su piel tenía el color marrón de los bordes de las páginas de los viejos libros y su rostro era una máscara de cera. En la almohada sin funda, su cabeza reposaba inmóvil, y sus cabellos blancos se extendían sobre ella como copos de nieve. Sus mejillas estaban muy pálidas y sus ojos azules, muy claros, estaban fijos en el techo de la habitación.

Cuando me quité el sombrero y el abrigo, vi que no parecía sufrir. Tenía una expresión de plácida resignación. Me senté en el borde de la cama y le tomé el pulso. Sus ojos giraron y se posaron sobre mí.

—¡Hola! —le dije, sonriendo.

—¡Hola! —me sorprendió el tono de agradecimiento que había en su voz.

Sin embargo, su pulso estaba como yo lo esperaba; apenas un latido de vida; casi imperceptible al tacto. Dejé que reposara su mano y le puse la mano en la frente. No tenía fiebre. Pero, en realidad, no estaba enfermo. Se estaba acabando.

Di una palmadita en el hombro del anciano y me puse en pie, haciendo un gesto hacia el otro lado de la habitación. La señora de la casa se acercó a mí.

—¿Durante cuánto tiempo ha estado en cama? —pregunté.

—Desde esta tarde —dijo la mujer—. Vino a mi habitación y me dijo que se iba a morir esta noche.

La miré atentamente. Nunca me había tocado estar en contacto con algo parecido. Había leído algo al respecto de alguien que lo había experimentado. Un anciano o una anciana anuncia que en cierto momento va a morir, y cuando llega el momento lo hace. ¿Quién sabe qué es? Voluntad, presciencia, o ambas cosas a la vez. Todo lo que sabemos es que es algo muy impresionante.

—¿Tiene parientes? —pregunté.

—No, que yo sepa —dijo la mujer.

Hice un gesto de asentimiento.

—No lo comprendo —dijo ella.

—¿Qué?

—Cuando vino aquí, hace aproximadamente un mes, estaba perfectamente. Ni siquiera esta tarde parecía estar enfermo.

—No es posible saberlo —dije.

—No; no es posible.

En lo más profundo de sus ojos había un resplandor de fatalismo y de desagrado.

—Bueno, no puedo hacer nada por él —dije—. No sufre. Es solamente cuestión de tiempo.

La señora asintió.

—¿Qué edad tiene? —pregunté.

—Nunca me lo dijo.

—¡Ah! —dije, y volví a acercarme a la cama.

—Los he oído —dijo el anciano.

—¿Y…?

—¿Quiere usted saber cuántos años tengo?

—Sí. ¿Qué edad tiene usted?

Iba a responder cuando comenzó a toser secamente. Vi un vaso de agua sobre la mesita de noche y, tomándolo, me senté en el borde de la cama y levanté un poco al anciano, para que bebiera. Luego, volví a acostarlo.

—Tengo un año de edad —dijo.

No lo comprendí bien. Me quedé mirándolo, mientras su rostro conservaba su expresión apacible.

—No me cree —dijo.

—Pues… —me encogí de hombros.

—Es cierto —dijo.

Asentí y volví a sonreír.

—Nací el treinta y uno de diciembre de mil novecientos cincuenta y ocho —dijo—, a medianoche.

Cerró los ojos.

—¿Para qué voy a contárselo? —dijo—. Se lo he relatado a cientos de personas, y ninguna de ellas lo ha comprendido.

—Hábleme de ello —dije.

Al cabo de unos segundos aspiró aire lentamente.

—Una semana después de nacer —dijo— caminaba y hablaba. Comía ya solo. Mis padres no daban crédito a sus ojos. Me llevaron a un médico. No sé qué pensó, pero no hizo nada. ¿Qué podía haber hecho? No estaba enfermo. Me envió a casa, con mi padre y mi madre. Era un desarrollo precoz, dijo.

«A la mañana siguiente volvimos otra vez a verlo. Recuerdo los rostros de mis padres cuando me conducían allá; me tenían miedo.

«El médico no supo qué hacer. Llamó a varios especialistas y tampoco ellos supieron qué hacer. Yo era un niño normal de cuatro años. Me tuvieron en observación. Escribieron papeles sobre mí. No volví a ver a mis padres».

El anciano hizo una pausa; luego, continuó hablando del mismo modo mecánico.

—Una semana después tenía el desarrollo correspondiente a los seis años. A la semana siguiente, el correspondiente a ocho años. Nadie comprendía nada. Lo ensayaron todo, pero no lograron obtener resultados de ninguna clase. Y tuve diez y doce años. Cuando tenía catorce, huí, debido a que ya estaba cansado de que me estuvieran observando todo el tiempo.

Miró al techo durante cerca de un minuto.

—¿Quiere usted que le diga algo más? —preguntó.

—Sí —dije, de manera automática.

Estaba asombrado de la facilidad con que hablaba.

—Al principio, traté de oponerme a ello —dijo—. Fui a visitar médicos y les grité. Les pedí que encontraran lo que había de malo en mí. Pero no tenía nada mal. Solamente estaba envejeciendo dos años a cada semana que pasaba. Entonces tuve una idea.

Me sobresalté un poco, saliendo de mi ensimismamiento, ya que lo estaba contemplando a él.

—¿Qué idea? —pregunté.

—Aquí es donde empieza realmente la historia —dijo el anciano.

—¿Qué historia?

—Sobre el año nuevo y el viejo —dijo—. El año viejo es un anciano de larga barba blanca y una guadaña. Como sabe. Y el Año Nuevo es un bebé.

El anciano hizo una pausa. Abajo, en la calle, oí un automóvil que viraba, chirriando, en una esquina, y se alejaba del edificio.

—Supongo que ha debido haber hombres como yo en todos los tiempos —dijo el anciano—. Hombres que viven solamente durante un año. No sé cómo sucede ni por qué, pero de vez en cuando ocurre. Es así como se inició la historia. Ahora creen que es una fábula. Creen que es algo simbólico, pero no es así.

El anciano volvió su rostro macilento hacia la pared.

—Soy mil novecientos cincuenta y nueve —dijo—. Ahora ya sabe usted quién soy.

La conserje y yo permanecimos en silencio, mirándolo. Finalmente, la miré a ella. Bruscamente, como si la hubiera sorprendido cometiendo algún pecado, cruzó la habitación y cerró de golpe la puerta a sus espaldas.

Volví a mirar al anciano. Repentinamente, me quedé sin aliento. Me incliné y le levanté la mano. No tenía pulso. Temblando, dejé su mano y me erguí. Permanecí mirándolo atentamente. Entonces, sin saber cómo, sentí que un viento frío me corría por la espina dorsal. Sin pensarlo extendí la mano izquierda y, al retirarse el borde de la manga, quedó al descubierto mi reloj de pulsera.

Había muerto en el segundo preciso.

Volví a conducir el automóvil de regreso a casa de mi hermana Mary, incapaz de olvidar la historia del anciano ni la cansada resignación que reflejaban sus ojos. Me decía incansablemente que se trataba sólo de una coincidencia, pero no lograba convencerme de ello por completo.

Mary me abrió la puerta. El salón estaba vacío.

—¿No irás a decirme que la fiesta ha concluido ya? —le pregunté.

Mary sonrió.

—No se ha interrumpido —dijo. Continúa en el hospital.

La miré, con la mente en blanco. Mary me tomó del brazo.

—Y nunca podrás adivinar a qué hora ha tenido Ruth el niño más hermoso que te puedas imaginar —dijo.