LOS HEROES - Luis María Albamonte
Todo
era color rosado en Uralco: las casas esféricas, las casas que se
extendían como gigantescas lombrices, las ralles alfombradas de
goma, los árboles enanos, pero, no obstante, cada cosa tenía su
color particular, que cambiaba según las horas. El rosado era el
color de la felicidad. El gris, el del acontecimiento sombrío. El
celeste el del estado apacible, el suceso grato. Y había en la
ciudad una música ambiental suave, como la había habido en la
Tierra en muchas salas en las que se atendía al público o se
trabajaba. El color rosado estaba en todo. Era el aire rosado. No una
niebla. El aire. Era como un sentimiento. Como un estado de ánimo.
Había alegría en Uralco. Se preparaba el desfile de los Héroes.
Pero no era un rosado uniforme.
Los
niños, como había ocurrido siempre, admiraban a los héroes. Su
admiración aventajaba aún a la de los adultos más sensibles porque
estaba acompañada por el amor. Los niños admiraban y amaban a los
Héroes.
Los
niños de Uralco no eran como habían sido los niños de la Tierra en
1940, o antes, absolutamente inocentes e ignorantes. Sabían mucho.
Estaban informados de la realidad. Pero nunca un hombre, por mucho
que le asombre la precocidad de su hijo, se convencerá de su
capacidad de raciocinio. Y lo mismo sucedía en Uralco en aquel año
de 3.560.
El
color rosado fue haciéndose celeste.
—¡Algo
reconfortante está ocurriendo! —dijo alegremenmente el ingeniero
Sandro Robio, jefe del planeta Uralco.
Su
hijo Aldo sonrió, pero no dijo nada.
El
color estaba consubstanciado con el espíritu de la ciudad. Era el
espíritu de la ciudad. No era manejable. Coincidía con la
significación de hechos trascendentes, espontáneamente, como la
sonrisa en un hombre feliz, como la tristeza en el rostro de una
mujer desdichada. Por la noche el color era negro porque lo
fundamental dormía. Al no haber vida espiritual activa, no había
nada. Y el negro era la ausencia de color.
—¡Qué
extraño! —volvió a repetir el ingeniero Sandro Robio, mirando el
cielo.
—¿Por
qué? —preguntó el niño Aldo.
—Yo
tendría que saber lo que ocurre...
Estaban
en la calle y comenzaron a caminar. Había arcos de triunfo,
guirnaldas y un perfume sutil como la música ambiental de la ciudad.
—¡Hola!
—saludó el capitán Stilo Angro—. ¡Mañana va a estar linda la
fiesta!
—¡Es
justo! —respondió con solemnidad el ingeniero Sandro Robio—. Los
Héroes la merecen.
Había
otros niños, jugando, volando silenciosamente a escasa altura.
Se
oyó un rumor lejano. Un rítmico andar de pasos militares. El
ingeniero Sandro Robio se detuvo. Su hijito Aldo los vio pasar,
sonriendo. Era una multitud de niños desfilando marcialmente bajo
los arcos triunfales. Tendrían entre 10 y 14 años. Los hombres, en
las aceras, reían festejando la caprichosa ocurrencia infantil.
El
color se hizo súbitamente gris.
—¿Qué
diablos pasa ?—preguntó un hombre.
El
“regimiento” infantil dobló en una esquina y desapareció.
—¡Ha
muerto uno de los Héroes! —anunció otro hombre que llegó
corriendo.
—Es
muy lamentable... —dijo el ingeniero Sandro Robio—. Aldo:
¿quieres un helado?
El
niño no contestó. Estaba triste.
—¿Quién
murió? —preguntó el ingeniero Sandro Robio.
—Leandro
Gómez...
—¡Caramba!
Leandro Gómez... —repitió el ingeniero Sandro Robio.
—Ellos
no quieren enterrarlo aquí —dijo el hombre—. Van a enterrarlo en
la colonia.
—Aldo,
ve a decir a tu madre que se ponga luto. Siendo la esposa del jefe su
luto simbolizará el dolor de todas las mujeres de Uralco.
Las
personas que rodeaban al ingeniero Sandro Robio aplaudieron.
—Lamentable...
muy lamentable: ha muerto el bueno de Leandro Gómez —insistió el
ingeniero Sandro Robio.
El
niño Aldo pensó: “No lo siente en lo más mínimo. Simula
congoja, pero toda la cara le sonríe”.
—¿Y
de qué habrá muerto? —preguntó uno del grupo.
—Y...
de lo que mueren todos los Héroes... —respondió el ingeniero
Sandro Robio.
El
color de Uralco se hizo más gris.
—Convoquemos
al pueblo para que me escuchen dentro de dos horas en la plaza
—ordenó el ingeniero Sandro Robio.
Minutos
después una señal luminosa, roja con aros negros, entró en cada
vivienda.
En
la tribuna, ante la multitud, el ingeniero Sandro Robio comenzó
diciendo, lentamente, como agobiado por el peso de la mala noticia:
-—Ha
muerto uno de los Héroes: Leandro Gómez. La negativa de los
restantes Héroes de permitir que sus restos gloriosos reposen entre
los de nuestros seres más queridos no debe ser inconveniente para
que le rindamos el homenaje de nuestra gratitud y de nuestra
admiración...
—¡Eso
es! —comentó un oyente—. ¡Tenemos que seguir siendo buenos!
El
color era gris, y marrón, y azul violeta, como el de una pesadilla.
El ingeniero continuó:
—El
Héroe Leandro Gómez llegó en la primera expedición. Es uno de los
descubridores y colonizadores de Uralco. Cuando se sospechaba de la
existencia de las zonas biológicas del ser humano, con campos
electromagnéticos semejantes al del campo electromagnético de la
Tierra en donde esas vidas habían tenido origen, los Héroes
encontraron en Uralco un campo electromagnético diferente. Eso
modificó la frecuencia luminiscente intercelular y de la sangre,
debilitándolos, enfermándolos hasta restarles vitalidad, pero
hicieron posible que nosotros, al llegar tras ellos, neutralizáramos
los efectos negativos del electromagnetismo de Uralco. Nuestra
gratitud tiene que estar expresada en un acto simbólico de gran
significación. Es por eso que, desde ahora, esta calle del Triunfo
se llamará Leandro Gómez.
Hubo
una ovación. Alegre. Los niños estaban inmóviles.
—¡Eso
es justicia! —gritó un hombre.
—¡No
hay nada más hermoso que la gratitud! —agregó otro—. ¡Somos
agradecidos!
Después
se llevaron en andas al ingeniero Sandro Robio. En un centro de
recreo bebieron y cantaron festejando la nobleza de sentimientos de
los hombres y de las mujeres de Uralco.
Esa
noche, en casa del ingeniero Sandro Robio la música ambiental seguía
siendo suave, tranquilizadora. Y, desde el exterior, atravesaba las
paredes una extraña luz roja. El niño Aldo preguntó:
—Papá...
¿por qué no neutralizamos en los Héroes los efectos nocivos del
electromagnetismo de Uralco para evitar que se vayan extinguiendo?
El
ingeniero Sandro Robio se sorprendió. Miró fijamente a su hijo, y
dijo:
—¿No
sería mejor que continuaras estudiando las nuevas naves espaciales
en vez de meterte en cuestiones sociales que corresponden a unos
pocos dirigentes?
—¡Quiero
saberlo!
El
ingeniero Sandro Robio se esforzó en endulzar la voz:
—Querido,
sería inhumano estabilizarlos en la vida con ese déficit orgánico
y fisiológico. Sería humillarlos con nuestra salud y con nuestro
vigor físico...
—Entonces,
¿por qué no los matamos para que dejen de sufrir?
—¡Sería
espantoso, hijito! ¿Cómo los nobles hombres de Uralco podríamos
cometer semejante crimen?
El
niño Aldo hincó los dientes en una fruta celeste de Uralco. La
madre no hablaba. Temblaba, no sabía la causa. Temblaba.
—¿Por
qué los Héroes no viven entre nosotros?
—¿No
te das cuenta, hijo? Son tan... tan débiles... tan enfermos... tan
feos, los pobrecitos...
—¿Y
los negros, y los amarillos, que también están lejos, viviendo con
ellos?
—Bueno,
hijo, ¿qué se te ha puesto en la cabeza?
El
niño Aldo se levantó de un colchón de aire, como un resorte, y
salió a la calle corriendo.
—¡Aldo!
—gritó, temerosa, la madre.
Tembló
un poco la luz roja, como si hubiese sido sensible a la impetuosidad
del niño, pero la música ambiental era siempre de un mismo tono.
Aunque no había llegado la hora de dormir, la música ambiental
modificó imperceptiblemente su ritmo y el sueño asaltó al
ingeniero Sandro Robio y a su esposa.
—Sin
embargo... -—pudo decir el ingeniero Sandro Robio—, todavía es
temprano...
Y
se quedó profundamente dormido. También dormía su esposa.
La
música ambiental había cesado en la ciudad de Uralco. Solamente
persistía en las viviendas. En las calles había un extraño rumor,
como de pasos sigilosos, leves, como si un millar de ratones
corrieran todos hacia el mismo lugar.
El
día siguiente amaneció rosado. Intensamente rosado.
La
música ambiental también parecía rosada. Nunca en Uralco había
habido un color rosado tan parejo, uniforme unánime. Pero la ciudad
estaba desierta Como muerta el color de la felicidad en un lugar
inubicable expandiéndose por el planeta desde una madriguera
fabulosa. La Tierra, en el horizonte, estaba cayendo como un globo
celeste En las afueras de Uralco estaban los barrios de los
segregados. Allí vivían los Héroes, y los negros, y los amarillos.
Y allí estaban todos los niños de Uralco.
El
niño Aldo hablaba a la multitud de segregados, y la voz se difundía
en ondas parejas que llegaban con igual intensidad al fondo del
barrio miserable. Decía:
—Nuestros
padres dormirán tanto tiempo como nosotros creamos conveniente.
Hemos utilizado la música ambiental para producir la hipnosis. Ellos
nos obedeceran hipnotizados, y nos entregarán todos los mandos de la
ciudad que no hayamos conquistado y las claves secretas de su
conducción. Después, nos obedecerán de cualquier manera.
Los
niños aplaudían frenéticamente. Los Héroes estaban sorprendidos,
atónitos.
El
niño Aldo agregó: ,
-Hace
muchos siglos..., hace 230 siglos, los niños intentaron dos Cruzadas
para rescatar el Santo Sepulcro para mejorar lo que los hombres no
podían hacer con éxito. En 1212 lo intentó el niño Esteban,
francés, una nacionalidad remota, y en seguida el niño Nicolás,
alemán. Ambos y sus niños seguidores fueron aniquilados! Nosotros
hemos hecho esta Cruzada para rescatar la dignidad de la condición
humana, exaltada solamente en los discursos fúnebres, porque los
hombres parecen ser justos cuando despiden a los muertos porque no
tienen que darles nada. ¡Y barreremos de Uralco la hipocresía!
—¡Al
gobierno!
—¡Al
gobierno!
¡Queremos
gobernar!
Eran
los gritos de los niños.
El
aire era intensamente rosado.
Algunos
Héroes, serios, graves como estatuas, sentían rodar alguna lágrima
por sus mejillas.
—¡A
tomar la ciudad! —ordenó el niño Aldo. Marcharon decididamente a
la ciudad. Se escuchaban voces emocionadas de los Héroes:
—¡Oh,
no!
—¡No
hagan eso, niños, por favor!
—¡Tengan
cuidado!
Los
niños se diseminaron por la ciudad de Uralco, y cada uno ordenó a
los padres:
—¡Vayan
al barrio de los miserables!
Y
los hombres y las mujeres, hipnotizados, salieron de sus casas y
formaron legiones que desfilaban bajo los arcos de triunfo Pero era
un desfile al revés. Iban a los barrios oscuros. A vivir en ellos.
Algunos
niños les gritaban:
—Conocerán
el amargo sabor de la injusticia y lo detestarán. Hay que odiar la
injusticia!
Pero
eran niños, y cada uno recomendaba:
—Que
nadie haga daño a mis Papás! Sólo queremos que sean mejores...
Los
hombres y las mujeres desfilaron como autómatas, como muñecos, un
poco ridículos, con la ridicula soberbia de los robots, que la
tienen porque llevan la cabeza enhiesta, mirando un punto fijo,
insensibilizados. Cuando se perdieron en el fondo de la calle del
Triunfo, aparecieron los Héroes. Desfilaban gallardamente. Nunca se
los había visto tan sonrientes. Los palcos estaban repletos de niños
que los ovacionaban y les arrojaban flores, y besos, y confites.
¡Nunca hubo tantos Héroes juntos, llorando, altivos, desfilando
entre aclamaciones y al ritmo de los tambores y los bronces sonoros!
Después,
los Héroes ocuparon las viviendas confortables que los hombres y las
mujeres de Uralco habían abandonado.
—En
ellas vivirán y sanarán —dijo el niño Aldo—, hasta que
nuestros padres hayan construido otras viviendas iguales para que en
Uralco no haya diferencias indignas del ser humano...
Los
hombres y las mujeres de Uralco salieron de su estado hipnótico y
obedecieron a los niños. La ciudad se conducía fácilmente mediante
las computadoras. Esa era la parte técnica, sin importancia.
Lo
trascendente, el alma, lo ponían los niños. Y de ella se había
penetrado cada cosa de la ciudad de Uralco.
La
vida transcurría alegremente. Los Héroes contribuían a mantener la
paz y la armonía. Los negros y los amarillos, y todos, tenían el
intenso color rosado de la ciudad de Uralco. Los niños gobernaban
plácidamente.
El
aire era rosado. Muy rosado.
Algunas
madres se sentían orgullosas de sus hijos y decían:
¡Ellos
tienen razón! Fuimos malos...
Fue
la primera vez en la historia del Universo que los niños gobernaron.
Uralco
era una familia solidaria. Y la justicia fue más bella que nunca,
porque era generosa.
Había
ternura en Uralco.
El
aire era rosado. Pero un día, sorpresivamente, el aire se hizo gris.
Desde otro planeta los hombres habían ordenado una expedición
punitiva, para reponer en Uralco cada cosa en su lugar, como habían
estado desde hacía millares de años.
Los
niños dijeron:
—¡La
venceremos!
—¡Los
venceremos!
Y
los padres refirmaron:
—¡Sí,
la venceremos!
El
aire era gris. Y había niños que jugaban, pero el aire era gris.
El
niño Aldo dijo sólo tres palabras:
—Hay
que esperar.
Y
eran tres palabras grises. Como el aire, como la tensa espera, como
todo. Desesperadamente gris.
¡Y
llegaron!
¡Nadie
olvidará jamás lo que ocurrió en Uralco!
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