FUERA DE LA CUNA, PARA SIEMPRE EN ORBITA… - Arthur C. Clarke

Antes de comenzar, quisiera señalar algo que demasiada gente parece haber olvidado. El siglo veintiuno no comienza mañana, sino un año después, el 1º de enero de 2001. Aunque el calendario marca 2000 desde medianoche, al viejo siglo le quedan todavía doce meses. Cada cien años los astrónomos debemos volver a explicarlo. Sin embargo, las celebraciones comienzan tan pronto como aparecen los ceros…

Así que ustedes quieren conocer el momento más memorable de mis cincuenta años de exploración espacial… ¿Ya entrevistaron a Von Braun? ¿Cómo está? Magnífico. No lo he visto desde que festejamos su octogésimo cumpleaños con un banquete en Astrogrado, la última vez que bajó de la Luna.

Sí, presencié algunos de los momentos más importantes en la historia de los vuelos espaciales, comenzando por el lanzamiento del primer satélite. Yo tenía entonces veinticinco años, y era un joven matemático en Kapustin Yar. No era tan importante como para estar en el centro de control durante la cuenta regresiva. Pero escuché el despegue: fue el segundo sonido más imponente que haya oído en toda mi vida. (¿El primero? Ya hablaré de eso luego.) Cuando supimos que estaba en órbita, un veterano científico pidió su Zis, y fuimos a Stalingrado para festejar. Como ustedes saben, sólo los grandes personajes tenían automóvil en el Paraíso de los Trabajadores. Recorrimos la distancia de cien kilómetros casi en el mismo tiempo que le llevó al Sputnik dar una vuelta a la Tierra, y eso era ir muy rápido. Alguien calculó que la cantidad de vodka consumida al día siguiente podría haber lanzado al satélite que estaban construyendo los norteamericanos, pero creo que exageró.

La mayoría de los libros de historia dicen que la Era Espacial comenzó entonces, el 4 de octubre de 1957; no voy a discutir con ellos, pero creo que los momentos más emocionantes vinieron después. Como acontecimiento dramático es imposible superar la carrera de la Marina estadounidense para pescar a Dimitri Kalinin del Atlántico Sur, antes que su cápsula se hundiera. Luego, aquél comentario radial de Jerry Wingate, con adjetivos que ninguna cadena se hubiera atrevido a censurar, mientras daba vueltas alrededor de la Luna y se convertía en el primer hombre que vio el lado oculto. Y, por supuesto, sólo cinco años después, esa emisión televisiva desde la cabina del Hermann Oberth, cuando aterrizó en la Bahía de los Arcoiris, donde todavía permanece, eterno monumento a los hombres enterrados a su lado.

Aquellos fueron los grandes demarcadores en el camino al espacio, pero están equivocados si creen que voy a hablarles de ellos; pues lo que más me emocionó fue algo muy, muy diferente. Ni siquiera estoy seguro de poder compartir la experiencia, y si lo logro ustedes no podrán hacer una historia a partir de la misma. Por lo menos no una nueva, ya que estuvo en todos los periódicos de la época. Pero la mayoría de esos periódicos erró el enfoque completamente; para ellos era buen material con interés humano, y nada más.

Sucedió veinte años después del lanzamiento del Sputnik I, y para entonces, con muchas otras personas, yo estaba en la Luna…, y era demasiado importante, ¡ay!, para continuar siendo un verdadero científico. Hacía doce años que no programaba una computadora electrónica; tenía entonces una tarea algo más difícil: programar seres humanos, pues era Jefe Coordinador del Proyecto Ares, la primera expedición tripulada a Marte.

Salíamos de la Luna, por supuesto, a causa de la baja gravedad; es unas cincuenta veces más fácil, en términos de combustible, despegar de allí que de la Tierra. Habíamos pensado construir las naves en una órbita de satélite, que habría reducido más aún la necesidad de combustible. Pero cuando la estudiamos, la idea no era tan buena como habíamos pensado. No es fácil instalar fábricas y talleres de máquinas en el espacio; la ausencia de gravedad es una molestia en vez de una ventaja, si uno quiere que las cosas no se muevan. Pero entonces (fin de los años setenta), la Primera Base Lunar estaba bien organizada. Tenía plantas de procesado químico y realizaba operaciones industriales de todo tipo a pequeña escala, para producir las cosas que necesitaba la colonia. De modo que decidimos utilizar las instalaciones existentes, en lugar de exigir nuevas en el espacio, con grandes dificultades y gastos.

Alfa, Beta y Gamma, las tres naves de la expedición, estaban siendo construidas dentro de los muros de Platón, quizás la planicie amurallada más perfecta de este lado de la Luna. Platón es una planicie tan grande que si uno se detiene en el medio no adivinará nunca que está en el centro de un cráter; el anillo de montañas se esconde más allá del horizonte. Las cúpulas a presión de la base estaban a unos diez kilómetros de la plataforma de lanzamiento, conectadas a la misma por medio de los funiculares adorados por los turistas pero que han arruinado el paisaje lunar.

La época de los pioneros fue dura, pues carecíamos de los lujos actuales. La Cúpula Central, con sus parques y lagos, era todavía un sueño en las mesas de dibujo de los arquitectos; y de existir, hubiéramos estado demasiado ocupados para disfrutarla, pues el Proyecto Ares devoraba cada momento disponible. Iba a ser el primer gran salto del Hombre al espacio; ya entonces veíamos a la Luna como un simple suburbio de la Tierra, un escalón en el camino a lugares que realmente importaban. Nuestras creencias estaban claramente expresadas en la famosa frase de Tsiolkovsky, que yo había colgado en mi oficina para que todos la vieran al entrar:



LA TIERRA ES LA CUNA DE LA MENTE. PERO

NO SE PUEDE VIVIR EN LA CUNA PARA SIEMPRE.
 

(¿Cómo? ¡No, claro que no conocí a Tsiolkovsky! En 1936, cuando él murió, yo tenía solamente cuatro años.)

Luego de media vida de secretos era bueno poder trabajar libremente con hombres de todas las naciones, en un proyecto respaldado por el mundo entero. De mis cuatro asistentes uno era norteamericano, uno hindú, uno chino, y uno ruso. A menudo nos felicitábamos por escapar a Seguridad y a los peores excesos del nacionalismo, y aunque existía una amable rivalidad entre los científicos de diferentes países, eso estimulaba nuestro trabajo. A veces yo me jactaba frente a visitantes que recordaban las épocas malas del pasado: «No hay secretos en la Luna».

Bueno, yo estaba equivocado; había un secreto, lo tenía delante de la nariz, en mi propia oficina. De no haber estado tan absorto en todos los detalles del Proyecto Ares, quizás habría sospechado algo. Reflexionando después, por supuesto, vi todo tipo de pistas e indicios, pero en aquel momento no me di cuenta.

Noté vagamente, es cierto, que Jim Hutchins, mi joven asistente norteamericano, estaba cada vez más abstraído, como si algo lo preocupara. Una o dos veces tuve que llamarle la atención por errores pequeños; siempre pareció herido, y prometió que no volvería a suceder. Era uno de esos típicos muchachos honestos que los Estados Unidos producen en tanta cantidad; generalmente muy de confianza, pero no excepcionalmente brillantes. Estaba en la Luna desde hacía tres años, y fue de los primeros en traer a su mujer desde la Tierra cuando se levantó la prohibición sobre personal no esencial. Nunca comprendí cómo lo logró; debe haber tenido algunas influencias, pero indudablemente era la última persona que se esperaría encontrar en el centro de una conspiración mundial. ¿Dije mundial? No, fue mayor, ya que se extendió hasta la Tierra. Docenas de personas estuvieron involucradas, incluyendo al alto mando de la Autoridad Astronáutica. Todavía parece un milagro que hayan podido mantener el secreto.

El lento amanecer había comenzado hacía ya dos días —tiempo de la Tierra—, y aunque las agudas sombras se acortaban, faltaban todavía ciento veinte horas para el mediodía. Estábamos listos para hacer las primeras pruebas estáticas de los motores de Alfa, pues la planta de energía había sido instalada, y el armazón de la nave estaba completo. Allí, en la planicie, parecía más una refinería de petróleo a medio construir que una nave espacial, pero nosotros la encontrábamos hermosa, por su promesa de futuro. Era un momento de tensión; nunca antes se había puesto en funcionamiento un motor termonuclear de tal tamaño, y a pesar de todas las precauciones de seguridad, nunca se podía estar tranquilo… Si algo salía mal, podría demorar el Proyecto Ares por años.

La cuenta regresiva había comenzado ya cuando Hutchins, algo pálido, vino corriendo.

—Debo presentarme a la Base inmediatamente —dijo—. Es muy importante.

—¿Más importante que esto? —repliqué sarcásticamente, pues estaba sumamente disgustado.

Dudó un momento, como queriendo contarme algo; luego contestó:

—Me parece que sí.

—Muy bien —dije, y se fue como un relámpago.

Podría haberlo interrogado, pero hay que tener confianza en los subordinados. Mientras volvía al tablero de control central, malhumorado, decidí que ya estaba cansado del temperamental joven norteamericano, y que pediría su traslado. Era extraño: en la prueba se había mostrado tan inteligente como los demás, y ahora volvía precipitadamente a la Base en el funicular. El cilindro romo del tren estaba ya a medio camino de la torre de suspensión más próxima, deslizándose por cables casi invisibles, moviéndose por encima de la superficie lunar como un extraño pájaro.

Cinco minutos más tarde mi humor era todavía peor. Un grupo vital de instrumentos de grabación se descompuso repentinamente, y habría que retrasar la prueba por lo menos tres horas. Furioso, recorrí el fortín diciéndole a todo aquél que me quisiera oír (y por supuesto, todos tenían que hacerlo) que en Kapustin Yar hacíamos las cosas mucho mejor. Me había calmado un poco y estábamos ya en la segunda vuelta de café cuando los altavoces transmitieron la señal de Atención General. Sólo hay un llamado de mayor importancia: el lamento de las alarmas de emergencia, que he oído dos veces en la Colonia Lunar, y espero no oír nunca más.

La voz que resonaba en todos los espacios cerrados de la Luna, y en las radios de todos los que trabajaban allá afuera, en las silenciosas planicies, era la del General Moshe Stein, Presidente de la Autoridad Astronáutica. (En aquella época todavía existían muchos títulos de cortesía aunque ya no significaban nada.)

—Hablo desde Ginebra —dijo—, y tengo que hacer un importante anuncio. Durante los últimos nueve meses ha estado en marcha un gran experimento. Lo hemos mantenido en secreto a causa de las personas involucradas, y porque no queríamos provocar falsas esperanzas o miedo. No hace mucho, como ustedes recordarán, algunos expertos se negaban a creer que el hombre pudiera sobrevivir en el espacio. También esta vez hubo pesimistas; dudaban que pudiéramos llevar a cabo el paso siguiente en la conquista del Universo. Hemos probado su error, y ahora quisiera presentarles a George Jonathan Hutchins, primer Ciudadano del Espacio.

Se oyó un chasquido cuando la comunicación pasó a otro circuito; luego hubo una pausa llena de murmullos y ruidos vagos. Y entonces, en toda la Luna y la mitad de la Tierra, se oyó el sonido del que prometí hablarles: el sonido más imponente que haya escuchado en mi vida.

Era el llanto de un bebé recién nacido: el primer niño en la historia de la Humanidad dado a luz fuera de la Tierra. Nos miramos en el fortín súbitamente silencioso, y luego miramos las naves que estábamos construyendo allá afuera, en la brillante planicie lunar. Habían parecido tan importantes unos pocos minutos atrás… Todavía lo eran; pero no tan importantes como lo que había sucedido en el Centro Médico, y que volvería a suceder billones de veces en incontables mundos durante todas las eras por venir.

Pues en ese momento, caballeros, supe que el hombre de veras había conquistado el espacio.