EL CUCHILLO DE LOS SEMIDIOSES - Luis María Albamonte
El
viento pasaba como un potro enloquecido, giraba después sobre sí
mismo, como una rueda furiosa, y el hombre se dejaba azotar y
envolver por el viento con un placer sensual. El viento tenía olor a
menta, a tierra, a hojas de laurel, arrancadas rudamente del bosque.
No
había otra cosa en el viento. Y fue aplacándose. De las montañas
caían piedras que rodaban por las laderas como graves notas
musicales de un drama remoto o de un extraño júbilo que iba a
estallar en un futuro que se confundía con un nebuloso presente, de
pronto oscuro, incomprensible. Y el silencio, súbito, roto por la
alegría de los pájaros, emergidos del huracán como un milagro,
inmune a la violencia.
El
hombre echó su mirada como echa el pescador su red, sobre el prado,
sobre el río que le colocaba ingenuamente una cinta azul, por la
selva inmensa, por el cielo despejado. Sintió, en un diluido
balbuceo mental, que él era algo de todo eso. Que formaba parte
entrañable de la naturaleza, como un árbol, como una piedra, como
un pez, y que era un poco de cada cosa y de todo a la vez. Tenía su
cueva en la montaña. En las paredes pintaba lo que era su mundo. Lo
que tenía vida. Lo que era acción: el puma, el Sol.
Tenía
mujer, hijos, nietos. Había otros hombres, por ahí, que, a veces,
se reunían. Y hablaban de las cosas del pasado, míticas, con
respeto religioso. Decían:
—Antes
había hombres blancos como nosotros, y negros, y amarillos, pero
tenían poderes sobrenaturales. Volaban. Podían ver lo que ocurría
muy lejos, y escuchaban las voces del otro lado del mundo. Cuando
había calor, mágicamente, con aparatos silenciosos, para vivir sin
penurias, hacían el frío. Y cuando había frío ellos hacían el
calor. Se sentaban a mirar cómo las cosas se movían solas para
trabajar por ellos. Eran hombres superiores. Vivían en el paraíso.
Un paraíso gigantesco que cubría todo el mundo, ahora desconocido
para nosotros. Montaban en pájaros relucientes, y con ellos iban de
un lado a otro y visitaban las estrellas...
A
veces, esos hombres de las cavernas se trenzaban en horribles peleas,
y morían, destrozados los cráneos por las pedradas y los pesados
garrotes. Por eso vivían muy alejados unos de otros.
El
hombre se llamaba Ronzar. Sus hijos eran buenos cazadores y conocían
el arte de curar, sabedores de las virtudes medicinales de las
hierbas.
Un
día, buscando raíces curativas en el bosque, Ronzar encontró un
extraño objeto. Tenía un mango y una hoja. Lo escondió bajo la
piel de jaguar que le cubría parte del cuerpo. Fue al río y con una
piedra lo pulió cuidadosamente para quitarle los años acumulados en
el mango y en la hoja. En la hoja había una inscripción. No sabía
leerla, aunque los superhombres de la remota antigüedad, según la
tradición, escribían y leían extensos mensajes, en ocasiones
sonoros. Los difundía la voz de un hombre, pero el hombre no se
veía: estaba en otra parte. Y si se veía, cuando los leía, también
estaba lejos.
Desde
aquel día Ronzar fue diferente. Comprendió que la leyenda era
realidad. Había existido una raza de hombres superiores, porque él
había encontrado la breve lanza de un semidiós, metálica, labrada,
con una hoja tan corta como su mango, arma, tesoro que ni Ronzar ni
los otros hombres habían visto antes, y que eran incapaces de
construir, y que los mitos designaban con un nombre extraño:
cuchillo.
¡Poseía
un cuchillo de los semidioses!
Finalmente
Ronzar mostró el cuchillo a la mujer y a los hijos. Quedaron
maravillados. En el mango había una serpiente, como una cinta,
envolviéndolo en una espiral.
—Los
semidioses —dijo Ronzar con estupor—, adoraban a las
serpientes...
La
duda quedó flotando en la cueva como un murciélago muerto,
balanceándose pendiendo de un hilo. La cueva tenía luz. Un líquido
negro, viscoso, brotaba de la tierra, cerca de allí, y volcado en un
cuenco de madera, con un trozo de cuero haciendo de mecha, daba la
llama humeante que proporcionaba luz. Aquel líquido, según la
tradición milenaria, se llamaba petróleo y los semidioses lo habían
abandonado por cosas más efectivas. Pero con petróleo habían
realizado portentos, reducidos ahora a esa llama sucia que les daba
luz y los intoxicaba.
Ronzar
clavó el cuchillo en un madero y quedó, vertical, cimbrando un
momento, y después permaneció inmóvil. Desde aquella noche el
cuchillo de los semidioses fue venerado en la cueva de Ronzar. Pero
fue el punto de partida de una insaciable curiosidad. Fue la
fundación de un nueva era en el tiempo asombroso de los cavernícolas
del año 3680.
La
tradición decía que una catástrofe había destruido la vida con
sus ciudades y sus habitantes. Los brujos de las tribus rememoraban
con ritos frenéticos la grandeza que habían tenido en los tiempos
primordiales, porque de sus flagelados sobrevivientes descendían
ellos.
De
las montañas bajaba un río nuevo, que los recuerdos no ubicaban en
el pasado, producido, quizá, por los cataclismos que habían
terminado con las maravillas creadas por los antecesores de los
hombres primitivos. Allí, frente a la cueva de Ronzar, sus hijos
pequeños y los hijos de sus hijos jugaban con diamantes que extraían
del río. Los hombres preferían los dientes de pumas y jabalíes
para enhebrarlos en vistosos collares que colgaban de sus cuellos
rudos y potentes.
Ronzar,
ahora lo sabía, era el descendiente de hombres superiores, de
semidioses que hablaban su mismo idioma porque los abuelos de los
abuelos ya lo hablaban, heredado a través de incontables
generaciones. Y por tener conciencia de quién era y de la estirpe a
la que pertenecía, no se contentaba con seguir en la cueva
rudimentaria, con un cuchillo que lo acosaba con apasionantes
sugerencias.
Al
fin se decidió: Ronzar arrastró a su familia en la búsqueda de
otras cuevas de sus antepasados. Sabía que el mito era realidad. ¿Y
si los semidioses vivían en algún lugar del mundo no extinguidos?
Comenzaron
la marcha hacia el enigma irresistible.
Bajaron
hacia el sudeste. Esquivaron tribus. A su paso encontraban escombros
pulverizados de irreconocibles viviendas sepultadas bajo la
vegetación o emergiendo de la tierra que los cubría cada vez más,
pero como si no pudiera vencerlos, sepultarlos definitivamente.
Treparon altas sierras, atravesaron desiertos, cruzaron ríos y
bosques. Tuvieron que dominar peligros que enfrentaban de día, que
aparecían de noche, a cualquier hora. El tiempo caía sobre Ronzar y
la familia. Caía como una lluvia inadvertida, solamente verdadera
porque los agobiaba, les doblaba las piernas, les quemaba la piel.
Veían,
como otras veces había sucedido, extraños objetos surcando el cielo
a fantástica velocidad, desprendiendo luces de variados colores, y
que brillaban como la hoja del cuchillo de los semidioses cuando
Ronzar la exponía al Sol. A veces se detenían en el espacio y,
súbitamente, partían como rayos disparados por un arquero
invisible.
—¡Son
los dioses! ¡Son los dioses! —gritaba emocionado Ronzar,
señalándolos, y él y sus familiares caían de rodillas, en
demostración de sumisión y respeto.
Meses,
¿años?, después vieron el mar. El agua era marrón, impura, y
corría hacia el Este. No era el mar. Era ancho. Un río gigantesco.
Y fuera del río todo era una selva inmensa. Impenetrable. Había un
ruidoso cantar de pájaros, crujidos de ramas secas rotas por
animales que huían, asustados. Ronzar dijo:
—Hemos
llegado al confín del mundo. Aquí termina todo.
Solamente
un hijo lo escuchó. Estaban solos él y Ronzar.
Ronzar
sentía una extraña sensación. ¿Era cansancio?
¿Qué
era eso que le pesaba, como jamás le había ocurrido, en los
hombros, adentro del cuerpo, en la cabeza? No era la irritación, el
enojo, como una llamarada arrasadora que lo había atrapado más de
una vez. Era algo diferente. Y le ocurría por primera vez. Buscaron
un claro para ver el cielo, para no estar, como antes, en una cueva
oscura. Había entre los árboles piedras surgiendo de la tierra como
si aquel lugar hubiera sido una montaña cubierta por un aluvión.
No
eran comunicativos Ronzar y su hijo. En ellos predominaba el
instinto. Ni uno ni otro había llorado nunca. Pero Ronzar había
sentido un sentimiento nuevo por algo que no comprendía, todavía,
una avergonzada nostalgia por el espacio ancho, apacible, en que
había nacido y vivía, y habían vivido los padres de sus padres
desde hacía siglos. Sentía su ausencia, y la de un canto distante
que llegaba siempre al atardecer y que no había sabido si era de un
pájaro misterioso o de una persona. Y no había querido averiguarlo
porque le gustaba así, enigmático, formando parte de una vida que,
en algún momento, hubiera querido descifrar.
Ahora
estaba allí, al borde de la nada.
Habían
construido un refugio con ramas, extendiendo un techo vegetal entre
cuatro árboles. Como un gato montes Ronzar husmeaba la tierra, el
aire, buscando una presa que un hambre extorsiva le ordenaba
encontrar. Un día despertó solo. Sabía que iba a suceder. Lo había
leído en los ojos de su hijo. Hubiera querido retenerlo. Se
sorprendió de conocer ese deseo y del temor de expresarlo como si
hubiera sido una demostración de debilidad. Antes se habría
impuesto rudamente.
Ronzar
se internó, como en otras ocasiones en el bosque. Llegó más lejos.
De pronto, vio ruinas colosales. Unos gruesos muros de piedra se
mantenían de pie. ¡Allí estaba la morada de un semidiós del
pasado! Solamente un semidiós hubiera podido levantar esos gigantes
inmóviles. El corazón le latía fuertemente. Avanzó. Comprendió,
en una repentina ráfaga de luz, que la tremenda solidez de la
vivienda, piedra, montaña, le había permitido sobrevivir a los
siglos, esperándolo a él. En un bloque derribado había una
inscripción. Las ramas de los árboles se metían entre los altos
huecos abiertos por el derrumbe. Le era dificultoso sortear piedras
hasta que se introdujo en una galería, y se detuvo en un espacio
abierto, techado, respetado por el tiempo, intacto. Había esqueletos
de personas en el suelo. Al tocarlos se pulverizaron. ¿Fue miedo lo
que sintió? ¿Por qué no estaba el hijo junto a él? Hubiera
querido que viera lo que veía.
En
una pared de piedra había otra inscripción y bajo ella un retrato
con pintura indeleble, de muchos colores. ¡Un semidiós! De frente.
Desafiante. Sin cabello. La mano derecha hacia adelante, empuñando...
¡el cuchillo! ¡El cuchillo de Ronzar!
Lo
extrajo de la cintura. Lo miró. Fijó su mirada en el del cuadro.
Eran iguales. Cayó de rodillas ante el cuadro, temblando. ¡Había
encontrado al semidiós, dueño de su cuchillo!
Después,
miró tímidamente el retrato, como para no ofenderlo. Poco a poco
Ronzar fue adueñándose de la situación. Caminó. Había un
escritorio. Sillas. Los tocó y se desplomaron como si hubieran sido
de una leve ceniza, esperando un roce cualquiera para volver al seno
de la nada, origen de todas las cosas, y de donde, como un
sacrilegio, alguien, en la remota antigüedad, los había extraído.
Había una biblioteca con millares de tomos. Al contacto con sus
dedos se desmoronó, pulverizada. Todo quedó reducido a polvo
inasible. Solamente estaba de pie la vivienda. Ronzar pensó: ¡Los
hombres superiores también vivían en cuevas de piedra como yo!”.
Estaba
impresionado por aquellas presencias que se habían esfumado a su
tacto, como espectros fugitivos. ¿O allí, en su morada oculta, el
semidiós había transferido sus poderes mágicos a Ronzar? Porque lo
que los semidioses habían construido Ronzar lo había destruido en
un instante.
Avanzó
hacia el semidiós que reinaba bajo una indescifrable inscripción.
Había frases en muchas paredes. Con ambas manos tomó el cuadro. Se
partió en varios pedazos. Desesperado, Ronzar quiso juntar los
trozos. Bastó que los tocara para que se diluyesen en un polvillo
sutil. Desolado miró en torno de él. Solamente estaba la cueva de
piedra. Vacía. Cercada por un silencio inconmensurable, feroz, con
ganas encrespadas por el odio. ¿Qué odio incomprensible? ¿De
quién? ¿Y para quién? ¿Es que en su tremenda travesía no había
hecho otra cosa que volver a su cueva primitiva? ¡Y lo había
perdido todo para cumplir con esa pavorosa parábola! Estaba
desconcertado.
¡Cuánto
hubiera dado para saber qué significaban aquellos signos esculpidos
en la piedra, en la sala del semidiós y en su cuchillo! La
inscripción en el cuchillo era un desafío. Decía: ¡Yo soy
invencible!”. Lo empuñó fieramente, y salió al bosque, dueño
del mundo, de la nada, porque su instinto le señalaba el peligro
próximo, el acecho del jaguar hambriento y quería pelearlo.
De
pronto, como si cayera de la cima de una montaña, pero, sin embargo,
ascendiendo a una claridad nueva, inaugural, en un relámpago
tembloroso recordó a la mujer, a los hijos, a los nietos, a las
brillantes piedras que los niños extraían de las claras aguas del
arroyo, el rumor de otras voces humanas y dio un alarido salvaje,
prolongado, como si con el grito hubiera querido desgarrarse por
dentro, matar a un monstruo que estaba naciendo en su pecho, e irse
como una flecha enloquecida de dolor en la súbita angustia de
sentirse solo. Se abrazó a un árbol, y comenzó a deslizarse hasta
el suelo llorando. Caía. Caía. Caía.
La
inscripción en la piedra que había sido dintel en la entrada del
edificio, decía: “Penitenciaría de Buenos Aires. Año 2594”.
Sobre el cuadro del semidiós: “Galería de los ajusticiados más
feroces del siglo”.
Se
escuchaba un rumor rítmico, suave, obstinado, corriendo en el
laberinto de la selva. ¿Era una música, colgada de un árbol como
un racimo de ciruelas violetas, llamando a alguien?
Ronzar
sollozaba, boca abajo en el suelo, los brazos extendidos, como
crucificado en la tierra. ¡Vencedor!
Pero
solo. Solo. ¡Insoportablemente solo!
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