LA HISTORIA DEL JUICIO FINAL - Edmund Cooper
Estamos
a 31 de agosto de 1965 y mi trabajo ha terminado. Mañana, después
de la conferencia de prensa y la cena de despedida y la aparición en
la televisión podré, así lo espero, retirarme a una vida plácida
y tranquila. Un hombre no puede ser «noticia» durante demasiado
tiempo; y en mi caso, el tiempo límite puede ser medido por horas.
Después, la notoriedad se convierte en una pesada carga.
El
cielo sabe cómo se las arreglan las estrellas del cine y de la
televisión para soportarla... o incluso los prodigios de dieciocho
años que sólo permanecen en el candelero el tiempo suficiente para
comprarse un Jaguar y un paquete de acciones. Quizá tienen una
constitución más fuerte, o quizá yo soy un poco más sensible. De
todos modos, cinco años han sido más que suficientes: y me alegro
de que hayan terminado.
No
es que —publicidad aparte— hayan sido unos años aburridos. He
sobrevivido a tres tentativas de asesinato, a dos tentativas de
rapto, y a una invitación a «huir» a la Unión Soviética, donde,
según me prometieron, podría vivir felizmente como un millonario
proletario... a cambio de pequeños trabajos de investigación
nuclear, para que el trato resultara justo. Y desde luego, durante
los últimos cinco años he recibido casi medio millón de cartas de
«fans»: de desagrado y de admiración en una proporción de cinco a
una, respectivamente.
Pero
será mejor que empiece por lo que, aún sin ser el principio en el
verdadero sentido de la palabra, es el punto que me izó al primer
plano de la actualidad.
En
abril de 1960, después de pasar algún tiempo en Harwell y un par de
años en las agradables instalaciones de una pequeña isla, la cual
sigue estando erróneamente clasificada como Muy Secreta, estaba
considerado como un físico subatómico muy prometedor. No tan bueno,
quizá, como William Rausen, o incluso Jenkins, de Cambridge, pero sí
de primera categoría. Además, desde el punto de vista del gobierno,
se me suponían cualidades que me hacían más apto para el proyecto
en curso que cualquiera de las personas que he mencionado.
Se
me suponía endurecido y ambicioso, aunque no tengo la menor idea de
cómo llegaron a colgarme ese sambenito. Tal vez tenía algo que ver
con el rumor de que me había casado con una sobrina del ministro de
Ciencias a fin de conseguir que el Rayo Azul fuera aplicado como
vehículo de una pequeña cabeza de torpedo atómica que mi equipo
había inventado. Sin embargo, aunque tengo que admitir que me casé
con una de las encantadoras sobrinas del Ministro, en aquella época
el Rayo Azul había sido aplicado ya a todos los proyectiles
dirigidos. De modo que insisto en afirmar mi inocencia.
Pero,
sea cual fuere el motivo, fui escogido para aquel trabajo. En
consecuencia, una deliciosa mañana de la primavera de 1960, sostuve
una fructífera conversación con el primer ministro, el ministro de
Ciencias y el canciller del Exchequer.
La
atmósfera fue amistosa, cordial. El ministro de Ciencias me llamó
Richard y se interesó vivamente por mis inexistentes hijos (el
ministro tenía muchas sobrinas); el Premier me llamó Hamilton y
quiso saber si estaba interesado, en la caza; y el canciller, sin
llamarme nada, trató de descubrir, con mucho tacto, hasta qué punto
estaba interesado en el dinero.
Pero
súbitamente, tras unos escarceos preliminares, el primer ministro
entró en materia.
—Tenemos
un nuevo trabajo para usted, Hamilton —dijo—. Se trata del
proyecto más importante y, puedo asegurárselo, más susceptible de
provocar polémicas de nuestra época. ¿Está usted interesado?
—Más
que interesado, señor. Estoy muerto de curiosidad.
El
primer ministro sonrió.
—Si
consigue usted llevarlo adelante con éxito, una enmienda será la
menor de sus numerosas recompensas.
Sir
Richard Hamilton... posiblemente el ingreso en la Orden del Mérito.
La perspectiva me halagaba. Y no es que yo sea un «snob», no. Pero,
por algún inexplicable motivo, siempre había tropezado con
dificultades en lo que respecta a los maitres.
Un titulo de caballero era una de las cosas que podían allanarme
considerablemente el camino en los restaurantes.
—Puede
usted escoger su propio equipo —me dijo el ministro de Ciencias
afablemente—, y tendrá prioridad en lo que respecta a materiales e
instalaciones.
Medité
unos instantes.
—¿Cuál
es la clasificación del trabajo, señor? —pregunté—. ¿Secreto
o público?
—Las
dos cosas —respondió el ministro de Ciencias—. El proyecto se
hará público, pero todos los aspectos del trabajo, investigación,
construcción, ensayos, progresos, éxitos o fracasos, permanecerán
secretos.
—¿Habrá
perros guardianes? —inquirí.
—Ladrando
en gran profusión —confirmó sobriamente el primer ministro.
—Dispondrá
usted de ilimitados recursos financieros —continuó el ministro de
Ciencias.
—Hablando
en sentido figurado —intervino rápidamente el Canciller.
—En
realidad, lo único que pedimos —concluyó el ministro de Ciencias—
es que usted nos dé una razonable esperanza de éxito.
Contemplé
a los tres hombres con aire ligeramente incrédulo. Aun admitiendo la
habitual sutileza de las mentes políticas y las leves reservas
acerca del personal, del material y de las finanzas que
indudablemente me serían reveladas más tarde, me estaban ofreciendo
lo que un científico considera el paraíso. Tenía que existir
alguna pega, desde luego; y como todavía no me habían dicho
exactamente lo que deseaban que hiciera, la pega tenía que estar
allí.
—Caballeros
—dije—, antes de continuar permítanme decirles que acepto de muy
buena gana. Y, desde luego, haré todo lo que esté a mi alcance para
asegurar una razonable esperanza de éxito.
Parecieron
sorprendidos.
—Pero,
ignora usted aún lo que vamos a pedirle —dijo el primer ministro.
—Con
las facilidades que me están ofreciendo, señor, creo que sólo
puede tratarse de la llamada arma del Juicio Final.
Los
tres hombres se sobresaltaron visiblemente y me dirigieron una mirada
llena de sospechas.
—¿Cómo
lo sabe usted?
No
lo sabía, pero no era el momento de admitir que se trataba de una
simple conjetura. De modo que razoné basándome en una técnica
desarrollada por el difunto Sherlock Holmes.
—Es
muy sencillo. Soy un físico subatómico bastante bueno; pero los hay
mejores, y por lo tanto ustedes saben ya que a los mejores no les
interesa ese proyecto, probablemente por escrúpulos morales. En
consecuencia, el proyecto tiene que ser un arma. Pero nosotros
poseemos ya armas atómicas de calibre multimegatónico. En ese campo
queda poco que investigar. Sin embargo, me ofrecen ustedes toda clase
de facilidades para investigar, y todo el dinero que necesite. De
modo que desean ustedes algo mucho más mortal que un par de docenas
de bombas de cien megatones. Lo cual nos conduce a la máquina del
Juicio Final, que hasta ahora no es más que una espantosa pesadilla.
—¿Es
posible? —preguntó el primer ministro.
Me
encogí de hombros.
—Hace
treinta años, ¿quién hubiera dicho que eran posibles las bombas
termonucleares?
—Los
americanos parecen creer que es posible —dijo el ministro de
Ciencias en tono de desaliento—. En consecuencia, los rusos se lo
tomarán en serio. De modo que también nosotros tenemos que hacer
algo.
Miré
al primer ministro.
—¿Quiere
usted decirme una cosa, señor? ¿Cuál seria el valor práctico de
un arma diseñada no sólo para aniquilar al enemigo, sino también
al resto de la raza humana?
El
primer ministro pareció repentinamente viejo y cansado.
—Inestimable.
No sólo destruiría la absurda teoría del Equilibrio de Poder, sino
que ofrecería además una excelente oportunidad para que la
diplomacia dejara de ser un negocio de chantajistas y para que se
restableciera una vez más el imperio de la negociación.
Medité
unos instantes y luego dije alegremente:
—En
realidad ignoro si es posible o no construir un arma del Juicio
Final, pero haré todo lo que esté a mi alcance, señor.
Ante
mi extrañeza, aquellas palabras no parecieron alegrar a ninguno de
los tres hombres.
Después
de aquella conversación las cosas empezaron a moverse con suma
rapidez. Confieso que me aproveché con creces de la prioridad que me
había sido concedida. Nací en el Norte y se me ocurrió que
resultaría muy agradable trabajar en uno de los valles del Derbishre
donde habían transcurrido los primeros años de mi vida. Por tanto,
escogí Newdale... especialmente porque disponía de un hotel muy
antiguo y muy cómodo que podría servir de base eventual.
Escogí
también a dos viejos amigos de toda confianza, el profesor James
Wheeler (matemático) y el doctor Roger Vaughan (bioquímico) como
mis aides-de-champ. Juntos nos trasladamos al Hotel Newdale y
aleccionamos minuciosamente a la multitud de criados, civiles y de
otra clase, que habían sido puestos a nuestra disposición.
Un
ejército de obreros se trasladó a Newdale y empezó a montar
edificios prefabricados sobre diez acres de terreno escogido. Pedimos
laboratorios químicos, laboratorios físicos, generadores de alto
voltaje y muchos aparatos. Solicitamos físicos, químicos,
biofísicos, bioquímicos, biólogos, etc. Y el Departamento de
Investigaciones Científicas e Industriales se apresuró a
cumplimentar nuestras peticiones.
Al
cabo de seis meses los laboratorios estaban listos y teníamos más
personal científico de primera categoría del que podíamos
utilizar. Teníamos también pegada a nuestros talones a toda la
plantilla del Servicio Secreto Británico. Al principio sus
melodramáticas actividades me divertían. Pero cuando alguien
provisto de un rifle telescópico de largo alcance pareció creer que
mi puesto estaba entre los muertos, empecé a mirar con más respeto
a aquellos sabuesos.
Desde
luego habíamos llegado a la engorrosa fase en que disponíamos de
todo lo necesario y debíamos, por tanto, iniciar el verdadero
trabajo.
Trabajo
que consistía en fabricar un arma capaz de borrar del planeta a toda
la raza humana. Era una tarea ardua, pero creía haber encontrado una
excelente solución. Por raro que parezca, algunos de los científicos
más jóvenes estaban verdaderamente entusiasmados con el proyecto.
No tardaron en sugerirme ideas tan descabelladas como virus
indestructibles, saturaciones de radiactividad e incluso campos
antigravedad lo bastante amplios como para extraer al planeta de su
atmósfera. Me apresuré a despedir a los miembros más originales y
entusiastas de mi equipo. Aquellas personas me parecían peligrosas.
Además,
aunque comprendía que alguien trabajaba en el proyecto Juicio Final
por una recompensa económica o una distinción social —como yo
mismo—, la idea de que alguien trabajara en el arma porque era una
cosa que realmente deseaba hacer me horrorizaba. Y por entonces se me
había ocurrido ya una idea. Una idea muy sencilla. Pero para
desarrollarla con éxito eran necesarias una gran paciencia y una
lealtad absoluta.
Al
final del primer año había limitado mi equipo a un grupo de
personas en las cuales sabía que podía confiar ciegamente. Y
entonces les bosquejé mi idea de un horno termonuclear que, una vez
iniciada la reacción, seguiría consumiendo materia hasta que la
Tierra no fuera más que una nubecilla de humo cósmico. Después de
todo, en esta línea de desarrollo el problema fundamental era
simplemente una cuestión de temperatura. Lo único que teníamos que
hacer era conseguir una temperatura que pudiera equipararse al calor
interno del sol e idear un sistema para desarrollar una reacción
continua. Entonces podríamos sentarnos, metafóricamente hablando,
mientras la Tierra se achicharraba antes de evaporarse.
Naturalmente,
mi equipo se entusiasmó con la idea. Lo mismo que yo. Y, en
consecuencia, iniciamos el largo proceso de exploración teórica,
extrapolación limitada y experimentación fraccional que habían de
desembocar en el diseño definitivo de la máquina del Juicio Final.
Esta
fase se prolongó por espacio de dos años. Durante ese tiempo tuve
que redactar frecuentes informes de nuestros progresos para el
gobierno. Una y otra vez traté de explicarles la teoría de la
máquina del Juicio Final en términos relativamente sencillos. Pero
no parecían comprenderla con demasiada claridad. E incluso parecían
más preocupados por la perspectiva de un éxito que por la
perspectiva de un fracaso. Y no les tranquilizaba el saber que los
americanos y los rusos estaban empeñados en una carrera por
conseguir lo mismo que nosotros buscábamos.
Pero
yo tenía mis propias preocupaciones. La Opinión Pública de la Gran
Bretaña —más sensible de lo que se cree— me tenía señalado
con el dedo. A pesar del velo tendido sobre los detalles del proyecto
Juicio Final, su naturaleza no era ningún secreto. Y yo era el
hombre más odiado de Inglaterra.
Sin
embargo, el asesinato y el rapto no son el tipo de actividades que
atraen a las indignadas madres de Croydon o a los coroneles jubilados
de Cheltenham, de modo que los atentados de que fui víctima deben
ser atribuidos a la joie
de vivre de
determinados individuos extranjeros.
En
otoño de 1963 creí llegado el momento de presentar mi informe final
al primer ministro..., especialmente teniendo en cuenta las noticias
oficiosas de que los rusos habían terminado su propia arma Juicio
Final. Yo hubiera preferido esperar un poco más antes de anunciar
que la máquina inglesa estaba en condiciones de funcionar. Pero en
realidad ni mi equipo ni yo podíamos hacer ya gran cosa. Ya es
sabido que una máquina Juicio Final no puede ser ensayada con fines
experimentales. Es esencialmente un arma de un solo disparo..., y el
primer disparo es el último.
Un
mes después del anuncio de que el modelo británico estaba listo y
preparado para funcionar, los americanos, para no ser menos,
anunciaron que habían fabricado dos máquinas Juicio Final
completamente independientes... por si la primera fallaba.
Creo
que todo el mundo conoce el resto de la historia. Ya que Inglaterra,
Norteamérica y Rusia disponían de un medio de destrucción total,
se había llegado una vez más a una posición de tablas. Pero esta
vez eran unas tablas algo distintas.
Lo
mejor que tiene un arma Juicio Final —cualquier arma Juicio Final—
es que convierte la guerra en anticuada. Incluso los generales podían
verlo. A fin de cuentas, de nada sirve enviar un centenar de bombas
de hidrógeno contra un enemigo que sólo tiene que pulsar un botón
para acabar con todo.
Los
militares del Este y del Oeste estaban furiosos con la nueva
situación. Ya que, si la guerra era anticuada, lo mismo les sucedía
a las armas termonucleares y, en último término, a los generales.
Y
ése fue el caso. En la primavera de 1964, entre el regocijo general,
se celebró una reunión en la cumbre en Berlín, que entonces era
una ciudad internacional y que mas tarde se convirtió en la primera
capital mundial. El Presidente, el Primer Ministro y el Secretario
General del Partido Comunista de la Unión Soviética pronunciaron un
montón de discursos llenos de vocablos abstractos: justicia,
libertad, verdad, emancipación e igualdad. Pero cuando terminaron de
representar de cara a la galería se enfrentaron con los hechos.
Y
los hechos eran que las armas atómicas se hablan convertido en unos
instrumentos irrisorios... a menos que desearan utilizarse como un
medio de suicidarse enviando un par de ellas al enemigo. Fue una
fecha histórica, ya que señaló la apertura de la primera
conferencia de desarme sincera.
En
otoño de 1964 los equipos rusos de inspección estaban ocupados
revisando las instalaciones británicas y norteamericanas,
comprobando el desmantelamiento de todos los proyectiles dirigidos
con cabezas atómicas; en tanto que los equipos inglés y
norteamericano hacían lo mismo en Rusia y en los Estados satélites.
Pero
mientras el resto del mundo empezaba a relajarse, mis colegas y yo
sentíamos aumentar nuestra preocupación. Preveíamos lo que iba a
suceder.
Efectivamente,
en enero de 1965, un imbécil estadista, cuyo nombre no voy a citar,
sugirió que, en vista de la continuada y necesaria existencia de las
máquinas Juicio Final como instrumento de seguridad contra la
guerra, seria conveniente que cada una de las máquinas estuviera al
cuidado de un equipo formado por miembros de las tres «Potencias
Juicio Final». Sus propuestas cristalizaron en lo siguiente: en cada
una de las bases Juicio Final habría un alto oficial norteamericano,
un alto oficial ruso y un alto oficial inglés, Las máquinas serían
modificadas de manera que sólo pudieran ser puestas en marcha
mediante la introducción de tres llaves que giraran simultáneamente
en sus cerraduras; y cada uno de los altos oficiales al cuidado de
las máquinas tendría una de aquellas llaves.
Tras
una breve discusión la propuesta fue aceptada internacionalmente; y
esto, desde luego, requirió una conferencia entre los diversos
científicos Juicio Final.
Y
así fue como a mediados de febrero me encontré en Ginebra reunido
con el camarada profesor Fyodor Norov, el científico a cargo de la
instalación rusa y el doctor George C. Wynkel, director de los dos
proyectos norteamericanos.
Afortunadamente,
Norov hablaba un excelente inglés. Pero a pesar de que él y Wynkel
se mostraron muy cordiales —demasiado cordiales para mi
tranquilidad de espíritu—, había una atmósfera de inquietud que
ninguno de nosotros parecía capaz de disipar.
Al
cabo de media hora de conversación intrascendente no habíamos
realizado el menor progreso en dirección a nuestro verdadero
objetivo: discutir el problema del control de las máquinas Juicio
Final. Y tuve la impresión de que ninguno de nosotros quería ser el
primero en poner sobre el tapete el infernal tema. Mi intranquilidad
iba en aumento. Finalmente, Norov se encogió de hombros y dijo:
—Esto
no marcha, camaradas. Necesitamos algo que rompa el hielo, ¿no les
parece?
Se
acercó el teléfono y encargó que subieran una botella de vodka.
—Yo
prefiero whisky —dijo Wynkel—. Escocés.
—Yo
también tomaré whisky —dije—. Irlandés.
Norov
encargó que subieran las tres botellas.
Cuando
me hube tomado el tercer doble reuní el valor necesario para la gran
confesión.
—Las
máquinas Juicio Final que traen la paz universal me asustan
—observé, tanteando el terreno—. Simbolizan la consecuencia más
absurda de la lógica. Tiene que haber un fallo en alguna parte.
—Ningún
fallo —protestó Norov—. Pero también yo estoy asustado. ¿Qué
me dicen de un accidente?
Wynkel
se echó a reír.
—En
nuestra máquina no puede producirse ningún accidente —dijo en un
tono que me pareció algo enigmático.
—No
es la teoría lo que me preocupa —continué—, sino la práctica.
El argumento en favor de las armas Juicio Final es muy poderoso —de
momento ya han provocado el desarme nuclear—, pero, si he de
confesar la verdad, no siento el menor entusiasmo por ellas.
—Ni
yo —convino Norov.
—Debo
confesarles una cosa —añadí desesperadamente—. La máquina
Juicio Final no funciona. Hace mucho tiempo todos los científicos
que trabajábamos en la fase final del proyecto decidimos que no
podíamos correr el riesgo de que a algún idiota se le ocurriera
pulsar el botón.
Siguió
una penosa pausa.
—Eso
—dijo finalmente el camarada profesor Norov— fue un fraude
criminal.
Pensativamente,
se sirvió otra ración de vodka.
—Buen
trabajo, viejo —dijo el doctor Wynkel. Parecía divertirse
enormemente—. ¿Cómo se las arregló para engañar a los
políticos?
—Instalamos
una recia cúpula de cristal en la cima de una torre de acero y la
llenamos de cables suficientes para suministrar energía eléctrica a
todo el Asia. Y luego le atiborramos de términos científicos.
—Sonreí sin la menor alegría—. Resulta curioso comprobar hasta
qué punto está dispuesta la gente a creer que apretando un botón
el mundo se convertirá en humo. Probablemente esa disposición está
relacionada con el deseo de la muerte.
—O
viceversa —sugirió Wynkel enigmáticamente. Hizo una breve pausa y
añadió—: El Presidente lo sabe, desde luego. Decidimos que
teníamos que decírselo a alguien.
—¿Lo
de nuestra máquina? —inquirí estupefacto.
—No
—replicó tranquilamente Wynkel—. lo de la nuestra. A propósito,
nosotros nos tomamos la molestia de descubrir que las máquinas
Juicio Final no pueden ser construidas.
—Pero,
camarada, ¡nosotros construimos una! —exclamó Norov, con los ojos
brillantes.
—¿Funcionará?
—preguntó Wynkel sonriendo.
Norov
se echó a reír.
—¡Si
alguien aprieta el botón como ustedes dicen, abrirá el mayor
agujero que nunca se haya visto en Siberia, palabra!
Nos
miramos el uno al otro. Lentamente llenamos nuestros vasos y los
alzamos.
—¡Por
la paz! —dije.
—¡Por
la cordura entre las naciones! —añadió Norov con cierta
pomposidad.
—¡Por
la ciencia! —añadió Wynkel.
Empecé
a sentirme ridículamente feliz.
—¿Creen
ustedes que tenemos la posibilidad de conservar el secreto?
—¿Por
qué no? —dijo Wynkel—. Lo único que tenemos que hacer es
escoger cuidadosamente los equipos internacionales de inspección.
—Y
si alguno dice tonterías —anunció Norov con una significativa
mirada—, será obligado a someterse a un tratamiento psiquiátrico,
¿no es eso?
—Desde
luego —asintió calurosamente Wynkel.
Desde
luego creo que me he ganado mi encomienda. Norov, naturalmente, es un
héroe de la Unión Soviética de primera clase. Y el doctor Wynkel
está siendo apremiado para que se presente como candidato a la
Vicepresidencia en las próximas elecciones.
Bueno,
ésta es la verdadera historia del Juicio Final.
Estamos
a 31 de agosto de 1965, el mundo se encuentra en paz y virtualmente
desarmado, los problemas son discutidos alrededor de una mesa y no
entre una lluvia de cohetes... y yo acabo de cumplir. mi período de
inspector del Juicio Final. Mi sucesor es el profesor James Wheeler,
que fue mi segundo en el proyecto desde el primer día. Tiene una
excelente capacidad para mantener la boca cerrada y el rostro
solemne.
Sigo
creyendo que no conviene aún que la verdad se haga pública. La
gente se ha sentido aplastada por la amenaza de la destrucción
universal durante tanto tiempo, que probablemente consideraría la
verdad como una broma de muy mal gusto.
Etiquetas:
Ciencia Ficcion,
Cooper,
Cuentos cortos