Hay tres mil años-luz hasta el Vaticano. En otro tiempo creí que el
espacio no tendría poder sobre la fe, tal como creí que los cielos
proclamaban la gloria de la obra divina. Ahora que he visto una parte de
esta obra, mi fe se siente gravemente turbada.
Contemplo el crucifijo que cuelga en mi camarote, sobre el
ordenador Tipo VI y, por primera vez en toda mi vida, me pregunto si no
será nada más que un símbolo vacío.
No se lo he contado aún a nadie, pero la verdad no puede
ocultarse. Los datos están aquí para que cualquiera pueda leerlos,
grabados en los incontables kilómetros de cinta magnética y en los
millares de fotografías que traemos de regreso a la Tierra. Otros
científicos podrán interpretarlos tan fácilmente como yo. Posiblemente
con mayor facilidad. Yo no soy de esos que están de acuerdo con los
manejos de la Verdad que a menudo le dieron a mi Orden un mal renombre
en los viejos tiempos.
La tripulación está ya bastante deprimida, y me pregunto cómo se
tomarán esta definitiva ironía. Pocos de ellos tienen algo de fe
religiosa y sin embargo, no creo que sientan placer en utilizar esta
última arma en su campaña contra mí..., esa guerra privada,
bien intencionada pero fundamentalmente seria, que ha durado todo el
camino desde la Tierra. Les divertía tener a un jesuita como astrofísico
jefe. Por ejemplo, el doctor Chandler nunca pudo sobreponerse a ello
(¿por qué los médicos siempre serán unos ateos tan notorios?). A veces
se encontraba conmigo en la cubierta de observación, donde las luces
siempre brillan mortecinas para que las estrellas puedan arder con
esplendor no disminuido. Se acercaba a mí en la oscuridad y se quedaba
mirando por la gran ventana de observación ovalada, mientras los cielos
pasaban lentamente a nuestro alrededor al compás de la nave sobre sí
misma debido a aquel impulso residual que nunca nos preocupamos de
corregir.
-Aquí lo tiene, padre -me decía al fin-; se extiende
por siempre jamás, y quizá Algo lo hizo. Pero el que usted pueda creer
que ese Algo tiene un especial interés en nosotros y en nuestro
miserable pequeño mundo es lo que me desconcierta.
Y entonces se iniciaba la discusión mientras las estrellas y las
nebulosas giraban alrededor nuestro en silencio e interminables arcos
más allá del impolutamente transparente plástico de la ventana de
observación.
Era, creo, la aparente incongruencia de mi posición
lo que divertía..., sí, divertía, a la tripulación. En vano les mostraba
mis tres informes en el Astrophysical Journal, o los cinco en el
Monthly Notices of the Royal Astronomical Society. Les recordaba que
nuestra Orden ha sido famosa desde hace mucho por sus trabajos
científicos. Quizá seamos pocos ahora, pero siempre, desde el siglo
XVlll, hemos estado haciendo contribuciones a la astronomía y a la
geofísica, desproporcionadas con nuestro número.
¿Mi informe sobre la Nebulosa del Fénix terminará con nuestro
millar de años de historia? Me temo que terminará con mucho más que
eso.
No sé quién dio su nombre a la nebulosa, que me parece muy poco
apropiado. Si contiene una profecía, ésta no podrá ser verificada hasta
que pasen varios mil millones de años. Hasta la palabra nebulosa conduce
a engaño: es un objeto mucho más pequeño que esas maravillosas nubes de
niebla, formadas por la materia de las estrellas aún no nacidas, que
están desperdigadas a lo largo de la Vía Láctea. Lo cierto es que, a una
escala cósmica, la nebulosa del Fénix es una cosa pequeña: una tenue
capa de gases rodeando una única estrella.
El grabado de Loyola
hecho por Rubens parece burlarse de mí desde su lugar, sobre los
gráficos de los espectrómetros. ¿Qué harías tú, Padre, de este
conocimiento que ha llegado a mí, tan lejos del pequeño mundo que era el
universo que tú conocías? ¿Habría superado tu fe este reto, cosa que yo
no he logrado?
Tú miras a la distancia, Padre, pero yo he viajado a una distancia
más allá de todo lo que tú podrías haber imaginado cuando fundaste
nuestra Orden hace un millar de años. Ninguna otra nave de exploración
ha estado tan lejos de la Tierra: nos hallamos en las fronteras mismas
del universo explorado; partimos para explorar la nebulosa del Fénix, lo
logramos y vamos de regreso con nuestra carga de conocimientos.
Desearía sacarme este peso de encima, pero te suplico en vano a través
los siglos y los años-luz que se abren entre nosotros.
En el libro que tienes entre las manos se pueden leer claramente
las palabras: AD MAIOREN DEI GLORIAM, pero éste es un mensaje en el que
ya no puede creer. ¿Creerías tú aún en él, si pudieras ver lo que he
hallado?
Naturalmente, sabíamos lo que era la Nebulosa del Fénix. Cada año,
sólo en nuestra galaxia, estallan más de un centenar de estrellas:
brillan durante algunas horas o días con una intensidad millones de
veces superior a la normal, antes de regresar a la muerte y a la
oscuridad. Se trata de las novas normales: los desastres habituales de
nuestro universo. Yo he seguido los espectrogramas y curvas de luz de
docenas de ellas, desde que comencé a trabajar en el observatorio lunar.
Pero tres o cuatro veces cada millar de años, ocurre algo junto a
lo cual hasta una nova palidece para quedar convertida en una
insignificancia absoluta. Cuando una estrella se convierte en supernova,
puede, durante un corto tiempo, brillar más que todos los soles juntos
de la galaxia. Los astrónomos chinos vieron suceder esto en el año 1054
de nuestra era, sin saber de qué se trataba. Cinco siglos más tarde, en
1572, una supernova brilló en Casiopea con tal fulgor que era visible en
el cielo diurno. Han habido tres más en el millar de años transcurridos
desde entonces.
Nuestra misión era visitar los restos de una de estas catástrofes,
reconstruir los acontecimientos que la habían producido y, si era
posible, averiguar las causas de la misma. Atravesamos lentamente las
esferas concéntricas de gas que habían sido impulsadas por la explosión
de seis mil años antes, y que sin embargo aún seguían expandiéndose.
Eran inmensamente calientes, radiando aún una intensa luz violeta, pero
ya demasiado tenues para causar cualquier daño. Cuando la estrella había
estallado, sus capas exteriores habían sido lanzadas hacia fuera con
tal velocidad que habían escapado completamente de su campo
gravitatorio. Ahora formaban una esfera hueca lo bastante grande como
para contener un millar de sistemas solares, y en su centro brillaba el
pequeño y fantástico objeto en que se había convertido la estrella: una
enana blanca, más pequeña que la Tierra, y no obstante un millón de
veces más pesada que ella.
Las brillantes esferas de gas estaban a nuestro alrededor,
cerrando el paso a la habitual oscuridad del espacio interestelar.
Navegábamos hacia el centro de una bomba cósmica que había detonado
hacía milenios, y cuyos fragmentos incandescentes aún seguían
alejándose. La inmensa escala de la explosión y el hecho de que los
restos cubrían ya un volumen de espacio de muchos miles de millones de
kilómetros de diámetro robaba a la escena todo movimiento visible.
Pasarían décadas antes de que el ojo desnudo detectase cualquier
variación en aquellos torturados remolinos y nubes de gases y, sin
embargo, la sensación de una expansión turbulenta era sobrecogedora.
Habíamos parado nuestros motores principales horas antes y
avanzábamos lentamente, llevados por el impulso hacia la estrella enana.
En otro tiempo había sido como el nuestro, pero había derrochado en
pocas horas la energía que lo hubiera mantenido brillando durante un
millón de años. Ahora era una empequeñecida miseria, acumulando
avaramente sus recursos como para tratar de compensar su pródiga
juventud.
Nadie tenía verdaderas esperanzas de encontrar planetas. Si había
habido alguno antes de la explosión, habrían sido convertidos en
nubecillas de gas y su sustancia inmersa en la superior cantidad de
restos producidos por la misma estrella. Pero hicimos la investigación
de rutina, como siempre se hace cuando uno se aproxima a una estrella
desconocida. Y para sorpresa nuestra, hallamos un pequeño mundo
solitario circundando la estrella a una inmensa distancia. Debía
tratarse del Plutón de aquel desconocido sistema solar, orbitando en las
fronteras de la noche demasiado lejos del sol central para haber
conocido nunca la vida, y cuya lejanías lo había salvado del destino de
sus compañeros perdidos.
Las llamas que habían pasado junto a él había fundido sus rocas y
volatilizado la capa de gas helado que debía haberlo cubierto en los
días anteriores al desastre. Aterrizamos y encontramos la Bóveda.
Sus constructores habían tenido mucho cuidado en asegurarse de que
la hallásemos. La monolítica señal que se alzaba sobre la entrada era
ahora un muñón fundido, pero hasta las primeras fotografías a gran
distancia ya nos indicaban que se trataba del trabajo de seres
inteligentes. Un poco más tarde detectamos las tramas radioactivas que, a
nivel continental, habían sido grabadas en las rocas. Aunque el pilón
situado sobre la Bóveda había sido destruido, éste permanecía como un
casi eterno faro llamando a las estrellas. Nuestra nave cayó hacia el
gigantesco blanco con una flecha va hacia su meta.
El pilón debió de haber tenido casi un par de kilómetros de
altura cuando fue construido, pero ahora parecía una vela que se ha
fundido hasta convertirse en un charco de cera. Nos llevó una semana
perforar la roca fundida, puesto que no teníamos las herramientas
adecuadas para una tarea como aquélla. Éramos astrónomos, no
arqueólogos, pero podíamos improvisar. Habíamos olvidado ya nuestro
programa original: aquel monumento solitario, erigido tan trabajosamente
a la mayor distancia posible del sol condenado, sólo podía tener un
significado. Una civilización que sabía que estaba a punto de morir
había jugado su última carta para ganar la inmortalidad.
Nos
llevará generaciones investigar todos los tesoros que fueron colocados
en la bóveda. Tuvieron mucho tiempo para prepararse, pues su sol debió
de haber dado sus primeros avisos muchos años antes de la detonación
final. Llevaron a aquel lejano mundo, en los días antes del fin, todo
aquello que deseaban conservar, todos los frutos de su genio, esperando
que alguna otra raza las hallase y no fuesen absolutamente olvidados.
¡Si hubieran tenido sólo algo más de tiempo! Podían viajar a
voluntad entre los planetas de su propio sol, pero no habían aprendido
aún a cruzar los abismos interestelares, y el sistema solar más cercano
se hallaba años-luz de distancia.
Aunque no hubieran sido tan desconcertadamente humanos como sus
esculturas muestran, no podríamos haber dejado de admirarlos y dolernos
por su destino. Dejaron millares de grabaciones visuales y las máquinas
para proyectarlas, junto con detalladas instrucciones pictográficas a
partir de las cuales no será difícil aprender su lenguaje escrito. Hemos
examinado muchas de esas grabaciones y vuelto a la vida por primera vez
en seis mil años el calor y la belleza de una civilización que, en
muchos aspectos, debió de haber sido superior a la nuestra. Quizá sólo
nos mostrasen lo mejor, y uno no puede culparles por ello. Pero sus
mundos eran encantadores, sus ciudades estaban edificadas con una
gracilidad que se puede comparar con lo mejor que nosotros tenemos. Los
hemos contemplado trabajando y disfrutando, y escuchado su musical
lenguaje través de los siglos. Aún tengo ante mis ojos un grupo de niños
en una playa de extraña arena azul, jugando con las olas tal como lo
hacen los de la Tierra.
Y, hundiéndose en el mar, aún cálido y amistoso y dador de vida,
se ve el sol que pronto se convertirá en traidor y aniquilará toda
aquella felicidad inocente.
Quizá, si no hubiéramos estado tan
lejos de casa y tan vulnerables ante la soledad, no nos hubiéramos
sentido tan profundamente conmovidos. Muchos de nosotros habíamos visto
ya las ruinas de antiguas civilizaciones en otros mundos, pero nunca nos
habían afectado profundamente.
Aquella tragedia era algo fuera de lo común. Una cosa es que una
raza decline y muera, como ha ocurrido con las naciones y las culturas
en la Tierra, y otra que sea destruida de una manera tan completa en la
flor de su desarrollo, sin dejar supervivientes... ¿Cómo puede
reconciliarse esto con la misericordia divina?
Mis colegas me han preguntado esto, y yo les he dado las
respuestas que me ha sido posible. Quizá tú lo hubieras hecho mejor,
Padre Loyola, pero no he encontrado nada en los Exercitia Spiritualia
que me pueda servir en este caso. No eran una gente malvada: no sé a qué
dioses adorarían, si es que adoraban a alguno. Pero los he contemplado a
través de los siglos y los he observado mientras su sol moribundo
iluminaba por última vez la belleza a cuya conservación dedicaron sus
últimos esfuerzos.
Sé las respuestas que mis colegas darán cuando regresemos a la
Tierra. Dirán que el Universo no tiene propósito ni plan, y que algo así
como un centenar de soles estallan cada año en nuestra galaxia, y que
en este mismo momento alguna raza está muriendo en las profundidades del
espacio. El que esta raza haya obrado bien o mal durante su vida no
importa al fin: no hay justicia divina, pues no hay Dios.
Y sin embargo, claro está, lo que hemos visto no prueba nada de
eso. Cualquiera que argumente así está dejándose llevar por la emoción y
no por la lógica. Dios no tiene necesidad alguna de justificar sus
acciones ante el hombre. Él, que ha creado el universo, puede
destruirlo cuando lo desee. Es pura arrogancia, y se acerca mucho a la
blasfemia, el tratar de decirle lo que puede o no puede hacer.
Esto podría haberlo aceptado, a pesar de lo que me cueste
contemplar mundos y pueblos enteros lanzados al horno. Pero llega un
momento en que hasta la fe más profunda se tambalea y, ahora, mientras
miro mis cálculos, sé que al fin ha llegado a ese momento.
No podíamos asegurar, antes de alcanzar la nebulosa, cuánto
hacía que se había producido la explosión. Ahora, mediante las
evidencias astronómicas y las grabaciones en las rocas de aquel planeta
superviviente, he sido capaz de fecharla con mucha exactitud. Sé en qué
año la luz de aquella colosal detonación llegó a la Tierra. Sé cuán
brillantemente la supernova cuyo cadáver se va empequeñeciendo tras
nuestra nave que acelera iluminó en otro tiempo los cielos de la Tierra.
Sé cómo debió de haber aparecido, muy baja sobre el horizonte del este,
antes del amanecer, como un faro en aquella alba oriental.
No cabe duda alguna: al fin ha quedado resuelto el antiguo
misterio. Y, sin embargo, ¡oh, Dios!, había tantas estrellas que podrías
haber usado.
¿Qué necesidad había de lanzar a ese pueblo al fuego, para que el símbolo de su fin brillase sobre Belén?
Arthur C. Clarke