REBOTE - Fredric Brown
El
poder le llegó repentinamente a Larry Snell, surgido de la nada e
inesperadamente. Cómo y por qué lo obtuvo, nunca lo supo. Vino a
él; eso es todo.
Podía
haberle ocurrido a un tipo mejor. Snell era un bribón de poca monta,
que obtenía la mayor parte de sus ingresos mediante la venta de
lotería y el tráfico de marihuana a los adolescentes. Era gordo y
fofo, con los ojos siempre entrecerrados, que le hacían parecer casi
tan perverso como era en realidad. Su única virtud redentora era la
cobardía; ésta le mantuvo siempre al margen de la comisión de
crímenes violentos.
Aquella
noche estaba hablando con un corredor de apuestas, desde la cabina
telefónica de una taberna, discutiendo acerca de una apuesta que
había efectuado esa misma tarde.
Finalmente,
dándose por vencido, gruñó:
—¡Muérete!—
y colgó el auricular con indignación. No volvió a pensar en ello
hasta que más tarde supo que el corredor había caído muerto
mientras hablaba por teléfono, justamente a la hora de su
conversación.
Eso
le dio a Larry Snell algo en qué pensar. No era un ignorante; sabía
bien lo que era el mal de ojo. De hecho, ya lo había intentado antes
pero sin resultado. ¿Había cambiado algo acaso? Valía la pena
probar. Hizo una cuidadosa lista de veinte personas a quienes, por
una u otra razón, odiaba, las llamó por teléfono una por una,
espaciando las llamadas en el curso de una semana, y a cada una le
dijo que se muriera. Lo hicieron, todas.
No
fue sino hasta el final de la semana cuando descubrió que no sólo
tenía esta facultad, sino el Poder. En cierta ocasión, hablando con
una dama, una artista de striptease perteneciente a un cabaret muy
distinguido, que ganaba veinte veces más que él, le dijo
burlonamente:
— Encanto,
ven al camerino después de la última función, ¿eh?
Así
lo hizo ella, lo cual fue una sorpresa, porque sólo estaba
bromeando. La chica era objeto de las pretensiones de tipos con mucho
dinero y de playboys bien parecidos, pero se rindió de inmediato
ante aquella proposición casual, hecha en tono de broma por Larry
Snell.
¿Tendría
el Poder? Lo probó a la mañana siguiente, antes de que ella se
marchara, le preguntó cuánto dinero tenía y se lo pidió. Ella le
entregó todo lo que llevaba: algunos cientos de dólares.
Eso
era todo lo que necesitaba para empezar un negocio en grande. A
finales de la semana ya era rico; pedía prestado a todos los
conocidos, incluyendo a amistades superficiales que ocupaban puestos
sobresalientes en la jerarquía del bajo mundo y que, por lo tanto,
eran bastante solventes, ordenándoles después que olvidaran el
hecho. Se cambió de su hotelucho a un apartamento de soltero, y no
es necesario decir que nunca dormía solo, a no ser por propósitos
de recuperación.
Era
una hermosa vida; pero, una semana después, Snell recapacitó y
pensó que estaba desperdiciando su Poder. ¿Por qué no lo usaba
primero para apoderarse de la nación y después del mundo,
convirtiéndose así en el más poderoso dictador de la Historia?
¿Por qué no se apoderaba de todo, incluyendo un harén en
vez de sólo una dama cada noche? ¿Por qué no tener un
ejército para respaldar el hecho de que su menor deseo fuera ley
para todos? Si sus mandatos eran acatados por teléfono, también
serían obedecidos por radio y televisión. Lo único que tenía que
hacer era pagar (¿pagar?, ¡exigir!) una cadena mundial para que
todos le escucharan en cualquier rincón de la Tierra. O en casi
todos: quedaría al frente, respaldado por una mayoría, y sería
fácil meter en vereda a los demás, posteriormente.
Eso
sí sería un asunto serio, el más serio que hubiera ocurrido jamás,
así que decidió tomarse algún tiempo para planearlo de tal modo
que no existiera la posibilidad de cometer un error. Decidió pasar
unos días a solas, lejos de la ciudad y de todos, para redondear sus
planes.
Contrató
un avión para que lo llevase a una parte relativamente despoblada de
la Tierra, y ocupó una posada mediante el simple procedimiento de
decir a los demás huéspedes que se largaran. Empezó a dar largos
paseos, pensando y soñando. Encontró un sitio que pronto se
convirtió en su favorito: una pequeña colina en un valle rodeado de
montañas, un magnífico escenario. Allí meditaba y dejaba crecer su
euforia al analizar lo que podía hacer.
¿Dictador?,
¡cuernos! Se haría coronar emperador. Emperador del Mundo. ¿Por
qué no? ¿Quién se enfrentaría a un hombre dotado de tal Poder? El
Poder de hacer que cualquiera obedeciese las órdenes que él
diera...
— ¡Muéranse!...
— gritó desde la cima de la colina, con maligna exuberancia, sin
fijarse si había o no alguien al alcance de su voz...
Una
pareja de chicos lo encontraron al día siguiente y corrieron al
pueblo a notificar que un hombre muerto se hallaba en la cima de la
Colina del Eco.
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