LOS HORRIBLES TERRESTRES - Carlos Sáiz Cidoncha
Los dos seres se identificaron una
vez más en el último control y al fin pudieron cruzar las puertas
del «sancta sanctorum», la inmensa sala donde, en millares de
jaulas y habitáculos vivían los especímenes vivos de un millar de
mundos siderales.
–¡Te digo que nunca antes
habíamos encontrado nada igual! –continuó su apasionado alegato
el capitán explorador–. Cierto que nunca antes había llegado
nuestra nave más allá de la Décima Nebulosa, hasta ese sector
espacial casi en el borde de la Galaxia...
–¿Cómo dices que llaman sus
habitantes al planeta? –interrumpió brevemente el periodista.
–Tierra. Al menos eso es lo que
sacamos en claro de la investigación telepática del capturado...
una de las pocas cosas que sacamos en claro. ¡Y por todos los soles
que espero no volver a caer por sus cercanías en lo que me resta de
vida!
El periodista lanzó sobre la
marcha una distraída mirada a la colección de monstruosidades
cautivas que flanqueaban por ambos lados su camino.
–¿Tan dura fue la captura del
ejemplar? –inquirió.
El capitán hizo un gesto
displicente.
–¡Oh, no! Por esa parte no hubo
nada extraordinario. Ya sabes cuales son nuestros métodos,
encaminados a ocultar en lo posible nuestra intervención a las razas
dominantes de los planetas en que actuamos. Descendimos en plena zona
nocturna y no nos costó mucho localizar a un ejemplar aislado que
caminaba lejos de todo otro semejante suyo. Caímos sobre él y lo
paralizamos con rayo «krhi» antes de que pudiera reaccionar.
Paralizado estuvo durante todo el camino, colocado además en
hibernación, pues hasta que se le hiciera el análisis telepático
en el instituto Xenológico, ni siquiera podíamos saber –hizo un
gesto de asco– lo que comía.
–¿Y luego...?
–Luego, cuando se le devolvió
la libertad de movimientos... entonces fue cuando empezó todo.
Imagínate, logró escaparse un par de veces y casi mata a uno de los
investigadores. ¡Sí! –agregó al advertir el gesto de
incredulidad de su interlocutor–. A pesar de que los habitáculos
standard son prácticamente invulnerables, logró escaparse y sólo
tras el análisis telepático descubrimos la forma de mantenerle
encerrado. ¡Bicho del diablo!
El periodista observó cómo el
astronauta se iba poniendo cada vez más nervioso.
–¿Seguro que era un ser de la
raza predominante? –preguntó–. ¿Un ser inteligente?
–¡Seguro! El análisis fue
terminante al respecto. Una inteligencia sensiblemente igual a la de
nuestra raza, quizá incluso algo superior. Los terrestres se visten,
viven en ciudades y tripulan vehículos de superficie, acuáticos y
aéreos. Pero...
–¿Pero...?
–¡Todo lo demás! ¡Un
metabolismo tan distinto al nuestro que ha estado a punto de volver
locos a nuestros mejores biólogos! ¡Su repugnante forma de
alimentarse! ¡Y sobre todo... lo que el análisis telepático dio a
entender!
–¿Qué fue ello?
–¡Odio! Un odio espantoso,
inconcebible, no por haber sido capturado, sino general, total,
atávico, inseparable de todos los miembros de su maldita raza, ya
que está en las raíces de lo más profundo de su ser racial.
¡Deseos de destrucción! Hasta un punto que nosotros no podremos
nunca comprender. Y en el fondo de todo ello...
El astronauta se agarró
convulsivamente a uno de los brazos de su acompañante.
–¡Maldad! Una maldad
primigenia, inmunda, insoportable –hizo una excitada pausa–.
Mira, yo mismo he asimilado mentalmente los informes del análisis y
casi he sido aniquilado por ellos. Durante todo el tiempo que
permanecí dentro de la máquina telepática me pareció estar
sumergido en un horrible cenagal resbaladizo de cuya suciedad nunca
más podría limpiar mi espíritu. Son malvados en esencia, la raza
terrestre es malvada en esencia, de una forma diabólica desconocida
hasta ahora en nuestro Universo...
Se estremeció violentamente al
señalar un habitáculo próximo.
–Allí está. Esa es su jaula.
El periodista atisbo lleno de
curiosidad el recinto mientras se iban acercando a él.
–Supongo que habréis
reproducido en el habitáculo todas las características de su
planeta natal.
–Todas –murmuró el astronauta
mientras llegaban frente a la jaula–. Todas menos una...
–¿Y eso?
–Otra aberración en esa
monstruosa raza terrestre –dijo el capitán explorador en tanto que
ambos se detenían ante la jaula–. De todos los pueblos que habitan
en el Universo, el terrestre es el único para el que son mortales
los rayos de su propia estrella.
Desde detrás de los fuertes
barrotes de plata, el aprisionado vampiro les dirigió una mirada de
odio infinito.
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