LA MUJER DE NIEVE - Igor Kutuzov
Yo
era muy, muy joven. Apenas un chico. El primogénito de una estirpe
de nobles de Vamurta. Al morir mi padre, mi madre siguió contestando
al poder de la Corte. Ella desapareció y yo, como barón, promoví
la Asamblea de Notables.
Pero
la Condesa ganó el pulso y huí, exiliándome en las Colonias,
huyendo de las garras de Ermesenda. Y aquello fue una bendición. En
aquellos tiempos las nuevas tierras eran para los hombres grises un
horizonte nuevo, un lugar por explorar. La tierra prometida. Entonces
era fuerte, no conocía el cansancio y a pesar de mi desgracia, era
un hombre esperanzado. Aunque de estas cosas uno no se da cuenta
cuando suceden, sino después, cuando no están. Esto fue lo que
ocurrió...
Me había enrolado en una expedición que pretendía
fundar una ciudad muy al noreste. Era una empresa ambiciosa, y
desconociéndolo todo, entramos en tierras sagradas de los vesclanos.
En
aquellos lejanos parajes empezamos a construir casas y almacenes,
rodeados de una empalizada. Cazábamos y horadábamos la tierra para
dejar las semillas que debían sustentarnos.
Llegó
el invierno, áspero, y cubrió los bosques con un manto blanco. En
una de esas noches gélidas, aparecieron los vesclanos, a cientos,
iluminando la oscuridad con sus antorchas. Asaltaron la aldea y
apenas pudimos resistir. Un viejo sacerdote de Onar y yo conseguimos
huir a la montaña, aprovechando la confusión de la lucha.
Muertos
de frío, aterrados, vagamos por la noche. Una tempestad se desató
sobre nosotros, el cielo rugió y sus hijos, el viento y la nieve,
nos azotaron hasta casi acabar con nuestras fuerzas. Onar, que es
misericordioso, nos condujo hasta una cabaña abandonada. Una mísera
construcción de troncos donde pudimos encender fuego y calentar
nuestras ropas mojadas. Allí encontramos algo de comida y, por
primera vez, nos sentimos a salvo.
Afuera,
el temporal arreciaba.
—Si
logramos volver, tú que eres joven, deberías hacer los votos para
entrar al servicio de nuestro dios.
Hoy
nos ha salvado.
Apenas
escuchaba a aquel pobre hombre, porque cerca del fuego mi cuerpo se
amodorraba. Enseguida caí en un profundo sueño.
Pasada
la medianoche, un golpe de aire abrió la puerta, el viento entró
como una furia y la nieve arremolinada apagó la chimenea.
—¡Menudo
frío!
Entonces
la vi, erguida, la ventisca aullando a su alrededor.
—¿Quién
eres? ¿Por qué has entrado?
Una
mujer de tez blanquísima, vestida con sedas vaporosas, bella. Sus
largos cabellos negros seguían bailando, a pesar de que había
cerrado la puerta, la mirada glacial.
Sentí
un escalofrío profundo, sus ojos negros me traspasaban. Ignoró por
completo mi presencia.
Quedé
medio incorporado, como una estatua, incapaz de moverme o abrir la
boca. Como si flotara, se dirigió al viejo sacerdote que no había
despertado. Se inclinó sobre él y de sus labios emanó una nube de
hielo que lentamente lo petrificó.
—¡Onar!
—grité— ¡Onar!
Intenté
huir, pero ella, en un abrir y cerrar de ojos, se plantó en la
salida. La Mujer de Nieve se aproximó mientras me miraba con dureza,
diciéndome:
—Lleno
de vida. Además eres un hombre hermoso —murmuró—. Te permitiré
continuar en este mundo, pero si cuentas alguna vez a alguien lo que
has visto esta noche, te buscaré estés donde estés, y te mataré.
Di un
paso atrás, recordé mi espada, me giré para ver dónde la
guardaba. Al girarme, la mujer había desparecido. Mi conmoción era
tan honda, que debí perder la consciencia, pues al día siguiente me
levanté tiritando, tumbado cerca de la puerta.
Aquella
mañana, conseguí reunir suficientes fuerzas para volver atrás.
Antes,
sin poder contener las lágrimas, enterré al sacerdote que, al haber
fallecido, de algún modo me había salvado. Durante tres días
deambulé hacia el sur, hasta hallar la primera aldea de los hombres
grises.
Allí
conté cómo los vesclanos nos habían masacrado, pero mucho me
guardé de decir nada de La Mujer de Nieve. Pasaron las estaciones.
Era uno más en esa aldea de agricultores y guerreros. La Asamblea de
las Colonias parecía haber renunciado a su expansión y mis noches
se sucedían sin que existiera algo profundo que llenara mi espíritu.
Durante
una primavera especialmente lluviosa, aguardaba en mi minúscula casa
a que escampara, para poder ir a recoger leña al bosque. En la casa
de enfrente, observé a una muchacha que se resguardaba de la lluvia,
aunque ya debía estar calada hasta los huesos. La invité a entrar.
Ella
dijo que se llamaba Yokai, explicó que era extranjera y que quería
llegar a Nueva Vamurta para buscar trabajo como hilandera. Le
pregunté a qué tribu pertenecía, pues no había visto a nadie como
ella entre las distintas razas de aquellas tierras.
—Déjame
dormir en tu casa esta noche. Te lo ruego, con esta lluvia, no
llegaré muy lejos.
Al
principio dudé mucho, pues no disponía de comida ni de otra cama.
¡Cómo alojar a una mujer tan bonita en mi barraca! Le ofrecí un
tazón de hidromiel cerca del fuego, mientras meditaba qué hacer.
—No
me importa dejar de comer, ni dormir en el suelo, pero déjame
quedar, al menos esta noche. Aquella súplica dicha por esa voz de
ruiseñor me enamoró. De eso, también me di cuenta más tarde. Se
quedó conmigo y, al poco, nos casamos con la bendición de las
sacerdotisas de Sira.
Durante
esos años fui el hombre más feliz del mundo. Solo quería volver a
casa pronto para estar junto a ella. Nada me faltaba, ni tan siquiera
pensaba en el futuro. Teníamos siete preciosos niños, sanos,
fuertes y vivarachos. Me sentía afortunado. Mi única inquietud era
ella, pues en los días de sol y calor, jamás abandonaba nuestra
habitación, mientras que cuando caía la noche, salía a pasear con
los niños. El verano la volvía apática y apenas podía hacer nada.
Con la llegada de los primeros fríos, su rostro extrañamente blanco
parecía resplandecer, y las fuerzas volvían a ella. Era entonces
cuando se mostraba alegre y enérgica. En una de esas noches de
invierno le dije:
—Amor,
pareces tan joven como el día en que te conocí. El tiempo te
respeta absolutamente.
—Eso
lo dices tú, que me sigues queriendo —respondió ella, con una
sonrisa en sus labios de piñón.
—Te
voy a decir algo que acabo de recordar y que jamás he contado a
nadie. Verdaderamente, te pareces a una mujer que vi una vez, siendo
yo muy joven. O eso creo, pues casi diría que vi una aparición.
—¡Oh!
¿Y quién era? —contestó ella sin dejar de mirar las llamas de
nuestro hogar.
—Alguna
vez te he contado aquella desastrosa expedición, años atrás. Pero
no te lo he contado todo. Al huir de la aldea, se desató el peor
temporal que he visto. Fue en esa noche cuando la vi. Todavía me
pregunto si lo soñé o no, aunque algunos sacerdotes aseguran que
nuestro paso por la tierra también es un sueño…
¿Has
oído alguna vez las historias que se cuentan de la Mujer de Nieve?
—¿Por
qué me cuentas todo esto?
—Viendo
como se transmutaba su expresión, pienso hoy que debí haber
callado.
—Porque
esa noche vi a la Mujer de Nieve.
—¡Me
lo prometiste! Me prometiste que no lo contarías a nadie, ¡jamás!
Yokai
se había levantado, y mientras lo hacía se transformaba en la Mujer
de Nieve. Una furia helada invadía nuestro comedor. A medida que se
movía, su sencillo vestido de lana color tierra se transformaba en
un suntuoso abrigo blanco, su hermoso pelo negro diríase que
flotaba.
—Pero,
¿qué quieres decir, amor?, ¿qué haces, por qué abres la
puerta?—pregunté, angustiado—.
Yokai,
¡no! ¿Eres tú…?
La
Mujer de Nieve me miró. En sus ojos se podía leer un profundo
dolor, una terrible incertidumbre. Debía de tomar una decisión en
aquel momento, pues había roto la promesa y yo recordaba el castigo.
Frente a mí, poco quedaba de ella, de mi esposa y madre de siete
hijos. Un ser de otro mundo daba un paso atrás, todavía indeciso.
—Me
has descubierto, dejo de ser humana. No puedo matar al único hombre
que todavía quiero —Abrió la puerta. Ráfagas de viento
invadieron la casa, la nieve revoloteaba, libre—. ¡Mi vida
contigo!... ¡Era feliz! Cuida de los pequeños, pues si no lo haces,
vendré a por ti. ¡Lástima, era feliz! Mi mujer era una figura
blanca, pétrea, cuyos ropajes se desplegaban en el aire furioso.
Parecía que iba a salir, cabalgando en la tempestad, como un animal
sin rumbo.
—Yokai,
¡quédate! ¡No lo sabrá nadie, no te vayas!
Desesperado,
me incorporé, y salí corriendo para atraparla. Pude oír un «que
tengas suerte», antes de que desapareciera en la noche lúgubre en
que la perdí.
Mi nombre es Matrol, Alto Magistrado del Consejo de
los Veintiuno. Jamás he vuelto a amar a una mujer. Aunque he pasado
los años procurando ayudar a los otros y ahora soy viejo y el fin se
acerca, antes de acostarme y al despertar pienso en ella. Una
melancolía pervive en mí, en lo más profundo de mi ser, ¡qué
alivio en las noches de invierno, cuando salgo a pasear por los
caminos! A veces creo oír un gemido en la noche, una voz que se
desvanece como la nieve cuando intentas atraparla. Es cuando la
llamo, y en la fría oscuridad la invoco, para así dar calor a su
corazón helado.
*Basado
en una antigua leyenda japonesa.
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