R. Gehman
LA MAQUINA - Richard B. Gehman
Acabo
de hablar con Joe, y estoy más confundido que nunca. Quisiera
volverme loco, pero no puedo. Me siento demasiado asustado, y sigo
preguntándome cómo va a terminar todo.
Al,
mé digo a mí mismo, tienes que hallar una salida. Así que voy a
contarlo todo por escrito, para aclarar mis ideas.
Joe
McSween y yo hemos sido amigos desde que íbamos a la escuela.
Vivimos en el mismo barrio, y ambos trabajábamos en el Comercio de
Maquinaria de Krug antes de que Joe ingresase en el ejército y yo me
alistara en la infantería de marina. Continuamos escribiéndonos
todo el tiempo que estuvimos separados, y cuando regresamos decidimos
buscar trabajo juntos.
Justo
al terminar la guerra, una gran planta de fabricación de plásticos,
Fabricaciones Turnbull –probablemente habrán oído hablar de
ella–, se abrió en las afueras de la ciudad.
Pagaban
altos sueldos, por lo que intentamos colocarnos allí. Ambos
conseguimos trabajo rápidamente. Tal como lo veo ahora, fue entonces
cuando empezaron las dificultades.
Antes
de proseguir, es conveniente que hable acerca de Agnes Slater. Aggie
fue la razón por la que Joe decidió ir a Turnbull. Había sido su
novia antes de la guerra, pero cuando él volvió a casa,
formalizaron sus relaciones. Joe creyó acertado trabajar en Turnbull
porque un buen sueldo facilitaría las cosas cuando él y Aggie
contrajesen matrimonio.
Me
destinaron al departamento de expediciones. No era gran cosa, pero
resultó mejor que donde pusieron a Joe. Consiguió que le
inscribiesen en X. La Turnbull posee muchas de esas enonmes máquinas
que llaman fabricadores, y la más grandes es precisamente X.
Jamás
podré explicar lo que fabrica. Supongo que alguna clase de
plásticos. Sea como fuere, lo envían a alguna otra instalación
para utilizarlo en sus productos. Los dependientes de X saben
únicamente que trabajan en una enorme máquina, de siete pisos de
altura, rodeada por largas pasarelas. Joe la odió desde el primer
momento.
–Esa
condenada X –me confesó mientras nos dirigíamos en coche a casa
aquel atardecer–, es algo infernal. Me han destinado al tercer
piso. Estoy en una pequeña habitación encristalada junto a un
tablero de instrumentos. Me enseñaron el trabajo en diez minutos.
No
tengo que hacer más que unos cuantos movimientos, todo es
automático.
El
caso es que Joe es un sujeto al que le agrada utilizar la cabeza. Le
gusta resolver problemas y encontrar soluciones. Y el trabajo de X no
era en absoluto propio de Joe.
–¿Qué
es lo que haces, Joe? –pregunté.
–Huh
–gruñó–. Escucha esto, Al. Me meto en ese pequeño e incómodo
agujero a las 8 de la mañana. A las 8 y 10 alargo la mano y hago
girar el Cuadrante N hasta 40. A las 8 y 20, hago presión sobre un
botón marcado con la letra Q. A las 8 y 23 giro hacia atrás el
Cuadrante N hasta cero. A las 8 y 31 alargo la mano hacia un pequeño
anaquel, cojo una aceitera y echo dos gotas, exactamente dos, en un
pequeño orificio de la parte inferior del tablero. A las 8 y 46
levanto la mano y tiro hacia mí una palanca. A las 8 y 47 la empujo
hacia atrás. A las 8 y 53 oprimo de nuevo el botón Q. A las 8 y 59
hago girar el Cuadrante N hasta 10, lo mantengo un segundo y, de
nuevo, lo hago girar rápidamente hacia atrás.
Entonces
dan las nueve y comienza de nuevo todo el proceso.
–¿Eso
es todo?
–Exactamente
todo igual –contestó Joe–. Así cada hora hasta el mediodía.
Dispongo de una hora para comer, y después vuelvo para continuar
hasta las cinco –suspiró–. Ese es mi nuevo trabajo.
–Joe
–pregunté– ¿qué ocurre dentro de esa máquina cuando haces
todas esas cosas?
–Que
yo vea, Al –contestó Joe–, nada.
–Bien,
pero ¿qué hace la máquina?
–Que
me condenen si lo sé. No me lo explicaron.
–¿No
puedes oír algo en el interior, quiero decir cuando haces girar esos
cuadrantes y oprimes los botones?
Joe
meneó la cabeza.
–Ni
lo más mínimo.
No
podía comprenderlo.
–Hay
algo extraño en torno a eso, Joe –opiné.
–Eso
es lo que creo –asintió Joe–. Desde luego no teníamos nada
parecido en Krug.
Parecía
como no querer hablar más sobre el tema, no hice más preguntas. Le
hablé de mi trabajo, que consistía en archivar impresos de
expedición durante todo el día. Yo, un mecánico. Impresos.
Aquella
noche Joe y Aggie iban al cine; por el camino se detuvieron un
momento en mi casa. Aggie no es muy bonita, sin embargo hay algo en
ella –y no me refiero a su figura – que es bueno. Supongo que su
energía. Quizá, mejor, ambición. Siempre está a la que salta.
Esa
noche Aggie se mostraba realmente animada. Tenía un aspecto
elegante, llevaba un vestido de un color rojo que realzaba su negro
cabello, y se sentía en excelente forma.
–Joe
me ha estado hablando acerca de su trabajo, Al –me dijo–. Parece
estupendo.
Joe
pareció preguntarse de dónde había sacado ella tal idea.
–Quiero
decir –continuó Aggie– que me parece estupendo que una firma
como Turnbull quiera ofreceros esta oportunidad. En una gran empresa
como ésta, tenéis grandes probabilidades de ascender.
–Sí,
claro –comentó Joe–. A los cinco años dan más cuadrantes que
girar.
–Lo
que nos preocupa, Aggie –dije–, es que no tenemos idea de qué
produce Turnbull.
Alguna
clase de plásticos, eso es lo que sabemos.
–En
estos tiempos todo parece secreto –prosiguió Joe–. Es casi peor
que durante la guerra.
Esta
noche leí en el Courier que aprobaron ese proyecto de ley, ¿cómo
lo llaman?
–Challendor-Collander-Wingle-Wanger
–informó Aggie.
Sabe
cosas como ésta. Es lista.
–Eso
es –aseveró Joe–. Bien, según esa nueva ley el ejército puede
incautarse de todo lo que crea necesario para la defensa nacional. He
estado pensando que quizá el ejército tenga algo que ver con
Turnbull.
–Quizá
–dije.
–No
me importa lo que digáis –cortó Aggie–. Creo que te gustará
estar allí, Joe. Y a ti también, Al.
Como
dije, Aggie es una bonita y lista muchacha, pero en lo concerniente a
este último punto se hallaba –como diría ella misma– lejos de
la verdad. Después de la primera semana, vi a Joe más abatido que
nunca. Cuando íbamos al trabajo por las mañanas, apenas si decía
nada. Al regresar por las tardes, ocurría lo mismo. Parecía
ensimismado todo el tiempo. Pero tras la segunda semana estaba peor.
Terminada la tercera, decidí intervenir.
–Joe
–dije– ¿qué diablos te ocurre? Esto no es propio de ti, Joe.
–¿Yo?
No me ocurre nada.
–Joe
–dije–, cuéntamelo todo. Es X, ¿verdad?
Permaneció
callado uno o dos minutos. Luego confesó:
–Sí,
supongo que es X. Estoy sentado allí todo el día. Oprimo los
botones, hago girar los cuadrantes, doy aceite y, durante ese tiempo,
Al, soy únicamente un tipo junto a una máquina. Esa máquina no
hace ningún ruido, no se mueve, y que yo sepa, ni siquiera puede
fabricar nada. Y es tan grande, con sus siete malditos pisos...
Había
una mirada tan peculiar en su rostro, que no supe qué decir.
–Eso
no es todo –continuó Joe–. Hay algo más. ¿Te acuerdas de Krug?
Allí teníamos máquinas normales y simpáticas, con ruedas que
giraban, bielas, correas de transmisión, poleas, motores. Eran
verdaderas máquinas que andaban, y hacían ruido, y fabricaban
piezas de maquina. Con mirarlas lo sabías todo acerca de ellas.
Cuando se rompían, se podían reparar. Cuando se ponían en
funcionamiento, andaban, y cuando se desconectaban, se detenían.
Joe
se interrumpió.
–De
X –prosiguió lentamente–, no sé nada. Todo está oculto. Me
limito a sentarme en aquella pequeña jaula de cristal con otros cien
individuos. Hago lo que me indican. Si la máquina se estropea, ni
siquiera me entero. Sólo ejecuto los movimientos. ¡Maldita sea!
No
soy un hombre manejando una máquina, Al, soy una pieza de esa
condenada máquina.
Una
de sus palancas –me miró–. ¿Comprendes lo que quiero decir, Al?
–Si
quieres saber lo que pienso, Joe –manifesté–, creo que lo mejor
es que te marches de allí tan pronto como puedas.
–No
–murmuró sosegadamente–. No es tan fácil.
Por
un instante no conseguí comprender el significado de sus palabras,
pero luego recordé a Aggie. Joe me confesó más tarde que intentó
explicárselo, pero no lo logró. Fue una noche después de que Joe
me confiara sus sentimientos acerca de X. Tal como Joe lo cuenta, la
conversación debió ser más o menos así:
–Aggie
–explicó Joe–, he estado pensado que, quizá, lo mejor seria que
únicamente nos viésemos dos noches por semana, en lugar de seis.
Ya
se sabe cómo son las mujeres. Rápidamente se hizo una idea
equivocada y le echó un jarro de agua fría.
–Sí,
Joe –manifestó–, no faltaría más, si eso es lo que deseas.
–Se
trata simplemente de que tengo algo en la cabeza –aclaró Joe–.
Tengo algo en la cabeza y necesito trabajar sobre ello.
–Si
crees que tus noches resultarán mejores quedándote en casa, Joe
–cortó Aggie–, no sería yo, desde luego, quien pretendiera
convencerte de lo contrario.
–Aggie
–suplicó Joe–, desearía poder explicártelo. Pero necesito algo
que aleje mi mente de Turnbull. He estado pensando en un invento.
Creo que lo he resuelto del todo, pero necesito un poco más de
tiempo. Sólo serán unos días, Aggie.
La
idea de una invención pareció gustarle, según me explicó más
tarde Joe. Pero cuando ella empezó a formular preguntas sobre el
particular, no pudo contestarlas. Eso la hizo más suspicaz que
nunca. Ya se sabe cómo son las mujeres. Las hay que pretenden estar
en todo.
De
esta forma, aquella noche comenzaron las dificultades con Aggie.
Al
principio, Joe no me habló del invento. Sin embargo, aproximadamente
a mitad de nuestro segundo mes en Turnbull, su buen humor comenzó a
reaparecer. Pensé que simplemente empezaba a adaptarse, pero luego
comprendí que algo había ocurrido. Subía al coche silbando,
hablaba y bromeaba durante todo el trayecto hacia el trabajo y, por
la noche, exactamente lo mismo. Se iba pareciendo cada vez más al
Joe que yo conocía.
Todo
se aclaró un atardecer. Joe tenía una misteriosa expresión en su
rostro, silbaba y sonreía más que nunca. Cuando nos detuvimos
frente a su casa, dijo:
–Al,
¿tienes un minuto? Entra. Tengo algo que enseñarte.
Penetramos
en casa de Joe, donde su madre le esperaba para cenar.
–Al
–me dijo–, ¿tú también estás metido en esa barbaridad?
–¿Qué
barbaridad? –empecé a preguntar, pero Joe me llamaba ya desde el
sótano, gritándome.
–Jamás
vi nada semejante –insistió la madre de Joe.
Seguí
a Joe hasta el taller que habíamos montado durante nuestra etapa
escolar. Teníamos allí muchas herramientas que compramos a base de
recoger papeles y de trabajar los fines de semanas, y era un
espléndido taller. Pero desde que volvimos de la guerra, apenas lo
utilizamos, y lo había olvidado. La verdad es que no esperaba nada,
mejor dicho, no sabía lo que esperaba. Por supuesto nada igual a lo
que vi.
–Míralo
–dijo Joe con orgullo–. ¿Qué te parece?
En
el centro del pavimento, montada sobre grandes bloques de madera, se
hallaba una ,brazos de conducción, luces, cuadrantes, botones,
válvulas, conmutadores, de todo. Hasta un silbato. Había tantas
piezas en esa máquina que no podría ni empezar a describirla. Era
la clase de máquina con la que podría soñar un mecánico. Mientras
permanecía atónito, preguntándome qué diablos era, Joe oprimió
un botón sobre el banco de trabajo. Las dos grandes ruedas del
extremo más próximo a nosotros empezaron a girar lentamente,
tomando impulso. Un brazo se extendió por un lado, dirigiéndose al
otro, asió algunas agarraderas y las atrajo hacia atrás. Brilló
una luz verde, luego una roja. Joe se encaminó al otro extremo, hizo
girar un disco, y el conjunto empezó a funcionar más y más aprisa.
Producía un ruido tal que retemblaba toda la casa. Sonó un silbato.
Una lanzadera empezó a oscilar hacia arriba y hacia abajo en algún
lugar de la zona central. Un eje engrasado se deslizó a través del
mecanismo, salió por un extremo, giró dos veces, y retrocedió
hasta el interior. Brilló una luz azul, y una aguja sobre un
cuadrante próximo a mí comenzó a ascender en dirección a una
señal roja. Era lo más extravagante que había visto, –Joe
–exclamé– ¿qué diablos es?
Me
echó una expresiva mirada que dejó entrever lo que pensaba acerca
de mi talento de empleado de la sección de expediciones.
–Es
un secreto –contestó, sonriendo burlonamente.
–¿Un
secreto?
–Ciertamente
–continuó Joe–. No, Al, no es ningún secreto. Pero es lo que le
digo a la gente. Como en estos tiempos todo es secreto... Igual que
X... Bien, no existe ningún secreto en esta máquina. La realidad es
que no tiene nada de particular. Es sólo una máquina.
–¿Qué
clase de máquina, Joe?
–Demonio
–dijo Joe–. Una complicada y vieja máquina, y nada más.
–Sí,
Joe –repuse, pacientemente–. Ya veo que es complicada. ¿Pero qué
hace?
–¿Hacer?
No hace nada, anda. Eso es todo lo que hace. Sólo anda –luego,
antes de que pudiese replicar, Joe continuó–: ¿Qué os pasa a
todos vosotros? Tú, mi madre, nuestro vecino Herb, todos vosotros?
¿Qué hace? preguntáis. No hace nada. Es sólo una máquina que
anda. Mi máquina. Soy su amo, esta máquina no me dirige, Al. Cuando
creí que empezaba a comprender la idea, le formulé algunas
preguntas más. Pero no tardé en sentirme tan confundido como al
principio. Según creo comprender ahora, la forma en que Joe se
sentía con respecto a X, o más bien, en que X le hacía sentirse,
le indujo a crear una máquina que pudiese dirigir él mismo. La
clave del asunto era simplemente una broma. El caso es que entonces
no logré comprenderlo por completo.
Dejé
a Joe allí, contemplando la máquina como un padre orgulloso.
Al
salir, me tropecé con Aggie, que entraba.
–Al,
¿la has visto? –preguntó jadeante–. ¿Qué es, Al?
–Aggie
–dije–, pensaba que eras una chica lista.
Su
mirada se tornó algo dura.
–¡Al,
dímelo!
Me
exasperé un poco.
–Es
un secreto, Aggie –contesté–. No puedo decir más de lo que Joe
me ha explicado. Es una máquina que anda. Aggie meneó la cabeza y
entró en la casa. Bueno, pensé, no hay más que hablar. Sali, subí
a mi coche y regresé calle abajo en dirección a mi casa. Por aquel
entonces, los acontecimientos no se habían desencadenado aún. En
una ciudad como Parkside, las cosas trascienden, ya se sabe. Quizá
la madre de Joe habló con alguna de sus amigas, y éstas fueran a
ver la máquina. Es posible que algunos de los muchachos de Turnbull
lo descubrieran. De cualquier modo, la especie se divulgó y no mucho
después, la gente se paraba a mirar a la casa cuando pasaba junto a
ella. El paso siguiente fue que un repórter del Parkside Courier se
presentó allí para ver a Joe y a su máquina.
No
sé si Joe se enteró de que era un repórter o no. Había tanta
gente metida en su casa, todo el tiempo, que existe una probabilidad
de diez contra una de que no lo supiera. El repórter le formuló
muchas preguntas, y Joe le dio las respuestas de costumbre. En broma,
declaró:
–Es
un secreto –y luego, manifestó–: No es más que una máquina que
construí a ratos perdidos, una máquina que anda –luego intentó
explicar, muy cuidadosamente, sus sentimientos con respecto a ella.
Supongo
que el repórter no se sintió satisfecho con estas declaraciones.
Añadió cosas de su propia cosecha. Un poco de color, por supuesto.
Y el titular de la primera página del Courier rezaba así:
¿FUERZA
ATÓMICA? ES UN SECRETO
Seguidamente,
nuestro amigo el periodista se dirigía a la ciudad:
«Joseph
McSween, con domicilio en Parkside Avenue n.° 378, de esta ciudad,
tiene algo en su sótano que bien podría revolucionar la ciencia. Es
una máquina, pero McSween no quiere decir de qué clase. Únicamente
ha admitido que se trata de una máquina secreta «que anda».
Nuestra opinión es que a los muchachos de Oak Ridge y Hanford no les
conviene dormirse sobre sus laureles. Si Joe McSween, de Parkside, no
posee una máquina atómica en el sótano de su casa, soy yo Lincoln.
Su actitud no parece revelar otra cosa. McSween ha estado trabajando
en su invento durante...»
Con
esto será suficiente, ya que los casi doce párrafos que seguían
carecen de interés. El artículo incluía una fotografía de Joe, de
la época de su graduación, que desenterraron de los archivos. Hasta
me mencionaba a mí, como compañero de Joe en la construcción de
esa máquina atómica. Lo que sucedió a continuación es ya
conocido. Ese reportaje fue el fósforo que prendió fuego a la
hoguera. Los teletipos recogieron la historia aquella misma noche y a
la mañana siguiente estaba en todos los periódicos del país.
EL
INVENTOR DE UNA PEQUEÑA CIUDAD
PUEDE
POSEER LA CLAVE DEL UNIVERSO
decía
un periódico de New York.
¡AUXILIO!
CLAMA EL ÁTOMO
voceaba
otro.
Si
alguien me hubiera anunciado lo que iba a ocurrir, le habría tomado
por un loco.
Aquella
noche Joe me llamó aproximadamente a las nueve.
–Al
–dijo–, ¿viste...?
–Sí
–respondí–. Y lo dan también por radio.
–No
he tenido tiempo de escucharla –continuó Joe–. El teléfono ha
estado sonando sin interrupción desde que salió el Courier. Hasta
el alcalde llamó. Al, me voy a volver loco.
¿Cómo
pudo ese cretino contar tal cosa?
–Joe
–corté–, no todo el Mundo sabe comprender una broma.
Probablemente creyó que tenía una gran noticia.
–Sí,
claro –admitió–. Intento explicarles que todo es un error, pero
los periodistas siguen llamando y haciéndome preguntas y no me
quieren escuchar. Me preguntan cosas de las que ni siquiera he oído
hablar, y cuando les digo que no sé de lo que están hablando,
comentan que soy muy modesto. Aguarda, Al, hay otro mozo de
telégrafos en la puerta. He recibido treinta y dos telegramas.
–¿Qué
vas a hacer, Joe? –le pregunté.
–No
lo sé –murmuró–. Cada vez que digo algo, ponen más palabras en
mi boca. Y no puedo... Al, tengo qué colgar ahora. Es ese chico de
telégrafos. Llámame por la mañana, Al. No resultó tan fácil como
parecía. Intenté llamarle dos veces alrededor de las ocho de la
mañana, pero la línea estaba ocupada. Finalmente tuve que irme al
trabajo. Me dirigí en mi coche calle arriba hacia la casa de Joe,
para recogerle. ¡Qué ingenuidad la mía! Me acerqué a la casa como
pude, porque había una gran cantidad de automóviles aparcados, y
una pequeña muchedumbre en torno al porche de entrada. Descendí y
me encaminé a la casa.
–¿De
qué diario es usted? –me preguntó un hombre.
Advertí
que casi la mitad de los hombres, así como algunas mujeres, llevaban
colgadas del hombro cámaras fotográficás. Seguramente se hallaba
allí la flor y nata del periodismo, enviados de todas las grandes
ciudades.
–Soy
sólo un compañero de Joe –informé al sujeto; un colosal error
por mi parte.
–¿Usted
es amigo de Joe McSween? –gritó–. ¡Eh, compañeros!
Se
apiñaron todos a mi alrededor, abrumándome a preguntas:
¿Dónde
está ahora McSween?
¿Cómo
la hizo?
¿Es
cierto que puede mover un acorazado con dos gotas de agua?
¿Su
patrón le ofreció realmente tres millones por una cuarta parte del
interés?
¿Cuánto
tiempo hace que lo sabe?
Intenté
contenerlos mientras pude, luego eché a correr hacia mi automóvil.
No me detuve hasta aproximadamente ocho manzanas más abajo para
entrar en un drugstore. Me dirigí a la cabina telefónica. El número
de Joe seguía comunicando. Probé de nuevo al cabo de cinco minutos.
No hubo suerte. Tres intentos más, y al cuarto lo conseguí.
La
voz de Joe, muy cansada, dijo:
–¿Diga?
–fue casi un gruñido.
–Soy
Al. Estuve en tu casa, pero...
–Lo
sé. Te vi por el postigo. Al, he estado en vela toda la noche.
¿Dónde estás?
Se
lo dije.
–Intentaré
llegar –murmuró–. Espérame ahí.
Colgué
el auricular, fui al puesto de refrescos y me senté. La radio estaba
tocando música de baile, pero de repente la emisión se interrumpió
para dejar paso a un locutor.
«–Un
boletín especial de Parkside, New York –anunció la voz–.
Mientras el país aclama el ingenio y los fértiles recursos del
joven Joseph McSween, de quien se dice ha inventado la primera
auténtica máquina atómica de nuestra época, las autoridades de
Parkside han sido informadas de que el ejército desea examinar sin
demora el proyecto McSween. El teniente coronel George P. Treex,
célebre por su trabajo en la bomba atómica, ha sido enviado ya a
Parkside en avión especial. Le acompañan sus ayudantes. El...»
–¡El
ejército! –grité, levantándome.
El
encargado del puesto bostezó.
–Cosas
que pasan –contestó.
–Pero
se han vuelto... –entonces me callé, para oír el resto.
«–...Según
las disposiciones del proyecto de ley
Challendor-Collander-Wingle-Wanger – decía el locutor–, las
fuerzas militares están autorizadas para examinar cualquier proyecto
que consideren vital para la defensa de este país. Se da por sentado
que la máquina del joven McSween quedará bajo el control del
gobierno.»
–¡Control
del gobierno! –exclamé atónito.
–¿Y
qué más? –preguntó el encargado–. Jugando con los átomos,
¿eh?
«–...Esta
mañana, en la Cámara de Representantes –zumbaba la radio–, el
senador Burge Fulsome declaró que presentaría un proyecto de ley a
fin de asignar un millón de dólares para la protección de esta
novísima arma. En la Cámara, el diputado Hayden Kratcher puede
votar un proyecto de ley que proporcione una suma igual para el
desarrollo de las fuerzas de seguridad del país. «Debemos proteger
este secreto cueste lo que cueste», manifestó esta mañana a los
informadores el diputado Kratcher, «y conservarlo a salvo en el seno
de la democracia de donde nació.»
–Qué
diablos... –de nuevo me detuve para escuchar.
«–...Hasta
el momento el Congreso no ha votado ninguna cantidad para trabajos
adicionales en la máquina de McSween. Un senador que rehusó dar su
nombre declaró que el próximo mes podría presentarse un proyecto
de ley, pero agregó: «No deseamos precipitarnos en este asunto».
La invención ha tenido efectos de mucho alcance. En Hollywood,
varias firmas están intentando conseguir los derechos para la
historia de la vida de McSween. En New York, la Stud Press ha
anunciado planes para la publicación de Esta Es, una historia de la
Era de la Máquina Atómica. Y en Parkside, el alcalde, E. R. Risco,
anunció esta mañana que solicitaría al ayuntamiento una asignación
de treinta y siete mil dólares para erigir una estatua a la memoria
de Adolph McSween, el padre del joven inventor, y que murió durante
la primera guerra mundial. La estatua le mostrará de uniforme,
sosteniendo a su hijito, el cual enarbolará un átomo de tamaño
natural.»
Me
pregunté si me hallaba realmente allí sentado, en aquel puesto de
refrescos.
«–...Esta
emisora ha intentado varias veces obtener de McSween una entrevista
exclusiva, pero únicamente ha conseguido una declaración de la
madre del inventor: «Sabía que Joseph tenía algo allí abajo, en
el sótano» –manifestó la señora McSween.» Una mujer entró en
el establecimiento y se sentó junto a mí.
–Hola,
Al –dijo con voz profunda–. Salgamos de aquí.
Di
un salto, mis nervios estaban empezando a ceder.
–Joe
–exclamé–, ¿qué haces disfrazado de esa manera? –contemplé
el gran sombrero con flores, el vestido, la chaqueta con el cuello de
piel–. ¿Cómo conseguiste escapar?
–Me
puse esta ropa de mamá y fui por la puerta de atrás a casa de Herb,
al lado nuestro – explicó Joe–: Luego salí por su puerta de
entrada. Se debieron creer que era mi madre.
Vamonos
de aquí.
Me
dispuse a pagar la cuenta, cuando recordé que no había tomado
ninguna bebida.
Salimos
y subimos a mi coche. Cuando empezaba a arrancar vi a una muchacha
que cruzaba la calle.
–Espera,
Joe –advertí–. ¿No es Aggie aquella chica?
–Sí
–contestó Joe, saliendo del coche para atravesar la calle como una
liebre. Le seguí por si acaso hacían falta explicaciones.
Las
hicieron. Aggie rehuyó a Joe, y continuó caminando. Joe quedó
asombrado, pero la siguió e intentó asirla del brazo.
–Puedo
explicarlo todo, Aggie, con tal de que me des una oportunidad –dijo.
Aggie
se volvió y le dio una bofetada.
–Aggie,
por favor...
–¡Sin
favor! –gritó ella–. ¡Joe McSween, cómo se te ocurrió una
cosa semejante!
–¿Una
cosa cómo?
–¡Trabajar
todo este tiempo en tu máquina atómica y no decirme nada! Nunca...
–Aggie,
no era...
–Joe
McSween, eres el más vil, el más ruin...
La
gente empezó a aglomerarse. Después de todo, no se ve todos los
días a un sujeto
vestido
con ropas de mujer discutiendo en la calle con una muchacha. Y no se
oye con frecuencia soltar tacos a una muchacha del modo en que Aggie
lo hizo. Joe aguantó pacientemente el chaparrón. Después pareció
darse cuenta de que era inútil.
En
aquel momento, alguien gritó:
–¡Ese
es McSween! ¡El tipo atómico!
Joe
y yo nos lanzamos a través de la calle hacia mi coche, y salimos
huyendo. Me volví, pero Aggie no se dignó dirigirnos ni siquiera
una mirada.
Joe
permaneció silencioso mientras yo conducía. Al cabo de un rato se
quitó el floreado sombrero y abrió la cremallera del vestido,
arrojándolos sobre el asiento posterior. No llevaba más que unos
pantalones cortos.
–Sabes,
Al –dijo tras una pausa–, si hubiera inventado una máquina
atómica, nadie me habría creído.
–Es
cierto –convine.
Para
entonces estaba dispuesto a creer cualquier cosa. Me dirigí hacia
Cedar Hill, una pequeña ciudad a quince millas aproximadamente de
Parkside. En el trayecto me detuve en un almacén general para que
Joe comprase un mono. Fue una suerte que llevara cartera.
Continuó
sin decir nada, con los ojos cerrados.
Después
de recorrer sesenta y cinco kilómetros, Joe dijo:
–Al,
tengo que intentarlo de nuevo. Para en el próximo garaje.
Así
lo hice. Joe entró, llamó al Parkside Courier y preguntó por el
director. Se puso en comunicación con él.
–Soy
Joe McSween –dijo, luego palideció y se apartó del teléfono;
colgó–. No ha querido creer que era yo. Me preguntó que por quién
le había tomado.
–¡Maldita
sea! –gruñí–. ¿Lo probamos otra vez?
–No.
Regresemos. Haré que me escuchen...
Cuando
salíamos del garaje, el mozo de uno de los surtidores de gasolina
dijo:
–¿Me
firma un autógrafo, señor McSween?
–Ni
hablar –estalló Joe–. No me molestes.
Era
la primera vez que veía a Joe McSween tratar de ese modo a un chico.
El asunto empezaba a afectarlo de veras. Regresamos lentamente. Joe
sólo habló una vez en todo el recorrido.
–No
comprendo por qué Aggie se porta de esa manera.
Cuando
salimos del drugstore en Parkside debían ser más o menos las diez o
las diez treinta. Mi reloj señalaba ahora casi las doce. Di la
vuelta hacia Parkside Avenue, preguntándome qué iba a ocurrir. No
tuve que esperar mucho tiempo. Algo sucedía en nuestro barrio. Pensé
al principio que era la gente congregada ante la casa de Joe. Pero
estaba equivocado. De haberlo sabido, hubiera dado la vuelta en
redondo y ni el mismo demonio me detendría hasta no poner cien
millas entre la ciudad y nosotros. El caso es que continuamos
avanzando. Al aproximarnos, vimos que una barrera cortaba el acceso a
nuestra calle. Sobre ella leímos, incrédulos, el siguiente aviso:
«Distrito
Militar - Prohibidas las visitas.»
Un
sargento de la M. P. armado hasta los dientes se acercó al coche.
–¿Qué
desean?
–Vivo
aquí –dijo Joe–. ¿Qué sucede?
–¿Cuál
es su nombre? –preguntó el M. P., sacando una tira de papel del
bolsillo.
–McSween.
Este es Al Niles.
El
M. P. observó atentamente a Joe, y me echó una rápida ojeada.
–Déjeme
ver sus papeles. Identificación. Los dos.
Sacamos
nuestras carteras y le mostramos nuestros carnets de conducir,
cartillas militares y los pases de la Turnbul!.
–Hum
–manifestó; estudió la lista otra vez–. Parece conforme. Lo
mejor es que vaya a su casa, McSween. Usted también, Niles. El
coronel desea verles a los dos.
No
permitió que entrásemos el coche.
–Al
¿qué significa esto? –preguntó Joe–. ¿Estamos realmente en
Parkside Avenue?
No
le contesté. Me hallaba demasiado ocupado mirando lo que sucedía
frente a la casa de Joe. Había allí tres camiones del ejército
aparcados y un grupo de M. P. montaba la guardia. Parecían ocupados
en algo muy importante. Uno de ellos estaba clavando un aviso en el
porche de entrada:
AREA
DE ALTO SECRETO
Otro
se adelantó mientras nos aproximábamos.
–Identificación
–gruñó.
Le
enseñamos lo mismo que al sargento. Entró en la casa de Joe y
volvió al cabo de dos minutos.
–El
coronel Treex ha dado su conformidad por el momento. Tendrán que
bajar al sótano y esperar allí. Les recibirá aproximadamente
dentro de una hora –dijo.
–¿El
coronel qué? –preguntó Joe.
–El
teniente coronel George P. Treex, oficial de investigación.
Limítense a entrar –indicó–.
Traten
de no hacer ruido cuando atraviesen el vestíbulo. El coronel está
muy ocupado.
–¿Está
bien que masque mí chicle? –pregunté.
–Cuidado
–advirtió el M. P.–, este es un asunto muy serio.
Entramos
en la casa. La puerta del despacho aparecía cerrada, por lo que
atravesamos el vestíbulo en dirección al sótano. Al llegar a él
tuvimos que mostrar de nuevo nuestros papeles a otro M. P.. A mitad
de la escalera, Joe pareció recordar algo y se volvió.
–Al
–dijo, cogiéndome del brazo–. ¿Qué habrán hecho de mi madre?
–¡Diablos!
–exclamé; retrocedimos y golpeamos la puerta; el M. P. abrió.
–¿Dónde
está mi madre?
El
M. P. no se inmutó.
–El
coronel creyó que lo más conveniente para ella sería vivir en otro
sitio mientras se efectúa la investigación –explicó–. La
señora McSween está en el Hotel Parkside, a expensas del gobierno,
por supuesto.
–Muy
amable por parte del gobierno –comentó Joe.
–¿Algo
más? –preguntó el M. P..
–Sí.
Hable con el Courier y dígales que envíen aquí un repórter
sensato –dijo Joe–, Uno que comprenda el inglés vulgar.
–Lo
siento –manifestó el M. P.–. El coronel no tolerará a ningún
periodista.
Joe
abrió con asombro los ojos, meneó la cabeza y me miró. Le devolví
la mirada. Dimos la vuelta otra vez.
Todas
las luces del sótano se hallaban encendidas, así como las de un
equipo suplementario. El lugar tenía más claridad que a la luz del
día. La máquina de Joe descansaba allí, quieta, como si esperara
que algo sucediese. Nos sentamos en el banco de trabajo y la miramos
fijamente. Era la causa de todas nuestras dificultades.
–Al
–preguntó Joe– ¿cómo puedo conseguir que lo comprendan?
–Tendrás
que explicárselo de nuevo. No puedes hacer otra cosa. Debes hablar
con ese coronel.
–Al,
ya sabes cómo son los coroneles –murmuró Joe.
–Sí
–tuve que admitir.
No
tardamos mucho en descubrir cómo era el coronel. Una voz retumbó en
lo alto de la escalera.
–¡Sin
novedad! –tras un breve intervalo de silencio, se oyó un cuerpo
pesado que descendía los peldaños. Ante nuestros ojos apareció el
teniente coronel George P. Treex.
Parecía
una montaña con nieve en la cumbre, sólo que con tres barbillas.
Exhibía aproximadamente cuatro tiras de condecoraciones, incluyendo
la mellada de puntería. Joe y yo nos pusimos en pie. Conocíamos a
los jefazos con sólo verlos.
El
coronel se dirigió hacia mí.
–Me
alegra verle, señor McSween.
–McSween
es éste –indiqué, señalando a Joe.
El
coronel se desinteresó de mí en lo sucesivo. Estrechó rápidamente
la mano de Joe, como si fuese un trámite a liquidar a toda prisa.
Luego retrocedió y echó una mirada en torno al sótano, como si
estuviera inspeccionando un cuartel.
–Coronel
–suplicó Joe–, ante todo, me gustaría explicarle que este
asunto es un gran...
El
coronel no le escuchaba. Estaba ocupado con los anaqueles y el banco
de trabajo.
–Que
quiten el polvo de esos anaqueles –ordenó–. El polvo significa
un riesgo para la seguridad.
Los
ojos de Joe se desorbitaron –Desde luego. En Turnbull, cada día
liquidan a los individuos que dejan de limpiar el polvo –informé.
El
coronel me ignoró
–Ahora,
señor McSween –continuó–, ¿dónde están sus informes? Tendré
que estudiarlos durante la investigación. Por favor ¿puede
entregármelos?
–¿Informes?
–dijo Joe–. Pero si no existen...
–McSween,
no necesita preocuparse acerca de mi autoridad –manifestó el
coronel–. Fui enviado aquí por el jefe en persona, actuando bajo
órdenes del secretario. Serán adoptadas las adecuadas precauciones
de seguridad. Ningún secreto será divulgado. Puede entregarme sus
papeles con completa garantía. –Coronel –cortó Joe–, me tiene
sin cuidado si le envió aquí el espíritu de Isaac Newton – tenía
un aspecto extraño, más extraño del que le había visto nunca.
–Por favor, señor McSween –insistió el coronel–. Tengo tantas
cosas que atender... Hay que estudiar la posibilidad de proteger esta
casa con radar, hay que... Comprenda, estoy muy, muy ocupado. Por
favor ¿puede darme sus papeles?
–No,
coronel –dijo Joe–. Y la razón es...
Las
barbillas del coronel temblaron antes de que interrumpiese.
–¿Rehusa,
señor McSween? ¿Desafía mi autoridad?
–No
estoy desafiando nada –gruñó Joe–. Sólo trato de explicarle
que no existe ningún papel. Y deseo decirle algo más. Yo...
–¿Qué
dijo usted? –el teniente coronel Treex parecía atónito–. ¿No
existe ningún papel?
¿Planos?
–No.
Ningún plano. Nada.
–No
comprendo. Esto no es, en absoluto, lo que esperaba. Señor McSween
–continuó el coronel, forzando una especie de risa militar–, lo
cierto es que no puedo perder el tiempo en bromas. El jefe está
esperando un informe. Por favor, ¿podría hacerme una demostración?
Sólo lo suficiente para tener una ligera idea. Joe se dirigió a su
banco de trabajo.
–Perfectamente
–dijo–. ¿Desea una demostración? La tendrá. A ver si comprende
de una vez por qué todo este asunto es un...
Liberó
la fuerza motriz y el resto de sus palabras se perdió en el
estruendo de la máquina, que se puso en marcha con brusquedad. Las
correas de transmisión empezaron a moverse hacia atrás y adelante,
las ruedas y los engranajes dieron vueltas, las luces brillaron, el
brazo se movió de través para coger las agarraderas... El estrépito
era infernal. Sonaba incluso como una máquina atómica de verdad,
pensé.
El
coronel quedó evidentemente impresionado.
–¿Cuál
es su capacidad? –aulló por encima del ruido.
–¿La
capacidad para qué, coronel? –gritó Joe en respuesta.
–¿Cuánto
produce? –vociferó el corone!.
–¡Nada!
–gritó Joe–. ¡No produce nada!
El
coronel no podía oírle, y le hizo una seña para que desconectase.
–Le
digo que no produce nada—dijo Joe, cuando la máquina se detuvo–.
No es lo que usted piensa, coronel. Es sólo una máquina... una
máquina que construí por divertirme.
Sólo
anda, eso es todo.
El
coronel se encogió de hombros, y se encaminó a la escalera.
–¡Comandante
Stoughton! –gritó–. ¡Comandante Brown! ¡Teniente Winberg!
¡Teniente Boris! ¡Sargento English!
Todos
bajaron y permanecieron firmes como soldados de plomo.
–¿En
cuánto estimarían su capacidad? –preguntó el coronel.
El
teniente sacó de su bolsillo un objeto que parecía como un
termómetro casero, y por su extremo miró de soslayo a la máquina.
–Aproximadamente
cuarenta –dijo, por fin.
Los
demás oficiales habían sacado lápices y estaban garrapateando
sobre pequeños blocs de notas.
El
coronel hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
–¿Es
eso correcto, señor McSween?
–¿Cuarenta
qué? –preguntó Joe.
–Por
favor, señor McSween –dijo el coronel–, seriedad. Yo...
–¡Cállese!
–de súbito el rostro de Joe se congestionó y su respiración se
hizo difícil–. ¡He intentado explicársela desde que bajó aquí,
y no ha querido darme una oportunidad!
Seriedad,
pues... –cogió una llave inglesa del banco de trabajo y la
enarboló como una maza.
Todos
los oficiales dejaron de garrapatear.
–¡Ahora
verá! –dijo Joe–. ¡Ahora verá su máquina atómica!
Y
antes de que nadie comprendiera lo que iba a suceder, se arrojó
sobre ella, alzó la llave inglesa y la descargó con fuerza,
destrozando primero un tablero de instrumentos, luego partiendo por
completo una correa de transmisión, rompiendo una rueda, hendiendo
un volante...
El
coronel se recuperó rápidamente de su asombro. Actuó, mejor dicho,
lo hicieron sus hombres. Tres de ellos saltaron sobre Joe, dos me
prendieron a mí. Alguien gritó:
–¡Traición!
Todos
gritaban y vociferaban produciendo un espantoso alboroto, mientras
Joe lanzaba alaridos.
–¡No
pueden hacer esto! ¡Es mi máquina y la destrozaré si quiero!
¡Déjenme tranquilo!
¡Están
locos! ¡No es una máquina atómica!
Finalmente
se llevaron a Joe a rastras escaleras arriba. Le seguí, con la ayuda
desinteresada de dos oficiales. Y nos encerraron con llave en la
habitación de Joe.
Ahora
está tranquilo, me refiero a Joe. Como digo, hace poco hemos
discutido ampliamente el caso, y ahora queda consignado por escrito.
Quizá haya omitido algunos detalles, pero creo que todo está aquí.
Joe
me explicó que, en su opinión, la razón de lo ocurrido es que
algunas personas están siempre buscando cosas inexistentes. Quizá
su broma al decir que se trataba de un secreto resultó una mala
idea, ya que nadie le creyó cuando dijo la verdad.
–Hay
personas que no quieren aceptar las cosas como son –dijo Joe hace
un momento–. No intentaba armar ningún alboroto. Construí una
máquina, sólo para apartar mi mente de Turnbull, y ahora se la han
llevado. La presentarán a los científicos y descubrirán la verdad.
Dirán después que les engañé. Espera y verás.
Joe
no se muestra amargado, sino únicamente un poco filósofo. Me dijo
que la única cosa que siente es no darle su autógrafo al muchacho
del surtidor de gasolina.
R. Gehman
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