EL INTERMEDIARIO - Marcial Souto
Carlitos, el bloc en la
mano izquierda y el lápiz en la mano derecha, esperó a que su madre
abriese los ojos.
La madre, en la silla
de ruedas, torció la boca y movió apenas la cabeza, arrugando la
frente; le temblaron las manos pálidas y delgadas.
Por la ventana se veían
los troncos de los árboles, salpicados por los primeros y movedizos
rayos de sol. El viento y los pájaros saludaban el nuevo día con un
tímido contrapunto de voces.
Carlitos sentía en los
hombros las manos firmes de la enfermera, que acababa de hablar por
teléfono.
-Ya viene la
ambulancia, Carlitos. Y también tus tías. No te preocupes.
Los ojos de la madre de
Carlitos se abrieron por fin, parpadearon y se quedaron mirando un
punto fijo, a la altura del pecho del niño.
-Señora Clara... -dijo
la enfermera, sin moverse.
Carlitos pasó el lápiz
a la mano izquierda, donde tenía el bloc, y tendió la derecha.
Antes de que pudiese
tocarla, la madre lo detuvo con un ademán.
-Cuéntame.
Carlitos retiró la
mano, tomó de nuevo el lápiz y empezó a dibujar.
Una noche, casi dos
años antes, cuando Carlitos y sus padres volvían de las vacaciones,
algo falló en el auto, que imprevistamente salió de la ruta y
volcó. Cuando alguien logró abrir la deformada puerta izquierda su
padre ya había muerto. Su madre estaba inconsciente y bañada en
sangre. Carlitos sólo tenía rasguños en la frente y en un hombro.
Al día siguiente, las
tías se llevaron a Carlitos del hospital; la madre quedó allí ocho
meses.
Carlitos dibujó dos
circunferencias, de cada una de las cuales colgaban tres pelitos.
-Ojos cerrados -dijo la
madre-. Me dormí. Me desmayé. Sí, estoy mareada.
Carlitos dibujó dos
circunferencias, sobre las que apoyó las puntas de una línea que se
curvaba levemente hacia abajo.
-Teléfono. ¿Llamó
alguien? ¿Han llamado a alguien? Mientras la madre hablaba, Carlitos
dibujó dos muñecos.
Los primeros días
parecía dormida. No se movía y la alimentaban por las venas.
Carlitos, de nueve
años, iba todas las tardes a verla con las tías, que después lo
llevaban al cine y a tomar helados. Carlitos, a diferencia de ellas,
nunca lloraba.
Una tarde, mientras la
miraba, la madre abrió los ojos y sonrió. Carlitos no se movió de
donde estaba, pero las tías se acercaron a su hermana sin acordarse
de ocultar las lágrimas.
Una semana más tarde
empezó a hablar.
Los dos muñecos que
Carlitos había dibujado constaban de una pequeña circunferencia
(cabeza) y cinco rayas (tronco y extremidades). Parecían tomados de
la mano. El niño trazó una flecha que iba desde el dibujo del
teléfono hasta esas figuras.
-Han llamado a mis
hermanas -dijo la madre-. ¿Estoy mal?
Carlitos y la enfermera
se miraron. Señora Clara... -dijo la enfermera.
Mejoraba despacio, pero
los médicos y las enfermeras, que nunca habían tenido demasiadas
esperanzas, se sentían sorprendidos y hasta orgullosos. Tres meses
más la sacaron de la cama y la pusieron en una silla de ruedas.
Iba y venía por los
pasillos, y visitaba a otros pacientes del mismo piso. Se sentía
contenta y fuerte. Carlitos y las tías se quedaban con ella mucho
tiempo más, y conversaban animadamente.
Cuando cumplió ocho
meses de internación, los médicos la dejaron salir del hospital.
Sin embargo, unos días
antes, las hermanas recibieron la inesperada noticia de que Clara no
viviría más de un año.
Carlitos dibujó tres
muñecos más, y al lado dos pequeñas circunferencias sobre las que
se apoyaba un rectángulo grande que contenía otra circunferencia
muy pequeña con una cruz adentro.
-Médicos con
ambulancia -dijo la madre.
Los dedos del sol ya
arañaban la ventana.
Clara se instaló en su
departamento con Carlitos, que ya había cumplido diez años, y con
una enfermera. Al principio se movía por todas las habitaciones en
la silla de ruedas, conversando y dando órdenes. Por las tardes iban
las dos hermanas a visitarla, y se quedaban hasta la noche.
Poco a poco, sin
embargo, Clara empezó a quejarse de los ruidos de la calle, de las
voces de las personas, de los motores y de las bocinas de los autos,
hasta de los aviones que tronaban a lo lejos.
Terminó recluyéndose
en su dormitorio todo el día, a oscuras, la cabeza hundida entre las
manos. De vez en cuando lanzaba un quejido de dolor.
-Me van a llevar.
-Todavía no lo
sabemos, señora Clara. Eso lo decidirán los médicos cuando
lleguen.
Clara apartó las
palabras de la enfermera con un ademán. Miró a Carlitos.
Carlitos se apresuró a
decirle lo mismo a la madre mediante un dibujo: La T de tiempo.
-Sí, habrá que
esperar -dijo Clara.
Después de consultar
con los médicos del hospital, las hermanas decidieron que lo mejor
sería llevarla a un sitio tranquilo, donde ningún ruido pudiese
molestarla.
Le cambiaron el
departamento del centro por una casa en el borde de un parque, y se
mudaron en seguida a ese lugar.
Carlitos miraba a la
madre en silencio, el bloc y el lápiz en la mano izquierda. La madre
se frotaba los ojos con las yemas de los dedos, y reacomodaba de vez
en cuando el cuerpo en la silla de ruedas. Sobre la mesa de noche, al
lado de los tres, había muchas hojas de bloc arrugadas, con los
dibujos de Carlitos.
-No quiero ir. No
soportaría los ruidos del centro...
-Pero es necesario,
señora -dijo la enfermera, inútilmente. Clara no la oía ni la
veía. Hacía mucho tiempo que para ella la enfermera había dejado
de existir.
Su único contacto con
el mundo exterior era Carlitos, que obraba como una especie de
intermediario, de intérprete. Tampoco lo oía a él las pocas veces
que el niño intentaba hablar, pero compensaba eso con una desmedida
avidez por sus dibujos. No le aceptaba otra forma de comunicación.
Carlitos trazó una
circunferencia, y adentro, en la parte superior, dibujó dos puntos,
entre los que deslizó una raya vertical que casi tocaba otra más
firme, horizontal: una cara seria.
¿Tengo que obedecer?
Al principio en la
nueva casa, Clara era muy activa. Andaba de un lado a otro en la
silla de ruedas, e incluso salía a veces al atardecer, cuando no
hacía frío, a tomar sol y a mirar los árboles y el cielo.
Cuando Carlitos volvía
en bicicleta de la escuela, tenía que contarle lo que había hecho,
y lo que tenía que estudiar para el día siguiente.
Poco a poco, la madre
lo fue convenciendo de que completase las noticias con dibujos,
aprovechando el talento plástico del niño tan estimulado por la
maestra.
Al principio los
dibujos de Carlitos eran muy detallados y ricos. Usaba colores en
trazos de diferentes intensidades para representar minuciosamente a
la maestra, a los amigos, todo lo que le pasaba y veía: pájaros,
árboles, perros, juegos en la escuela.
La madre, cada vez más
fascinada, vivía casi exclusivamente para las noticias que Carlitos
le dibujaba en hojas de bloc. Ya no oía lo que decía la enfermera,
y tampoco le interesaban demasiado las palabras de Carlitos. Sólo
quería sus dibujos. El piso de la casa estaba siempre cubierto de
dibujos en papeles arrugados.
La exigencia de
transmitir a su madre todo lo que pasaba en el mundo exterior a
través de dibujos obligó a Carlitos a prescindir del color y de la
complejidad, y a usar trazos más sintéticos, a representar hechos y
cosas con la mayor economía posible. El sol, antes un círculo que
variaba del amarillo pálido al rojo encendido, era ahora un simple
anillo 'o (cuando las puntas de la circunferencia no coincidían a
causa de la prisa de Carlitos) un imperfecto caracol. Los árboles,
antes complejas estructuras de rayas cubiertas de hojas coloreadas
según la estación, armadas sobre troncos robustos, eran ahora
cuatro o cinco palitos: uno vertical (tronco) sosteniendo al tres o
cuatro inclinados en diferentes direcciones (ramas), bajo unos rulos
(follaje). Los niños, mostrados antes en cierto detalle, eran ahora
simples monigotes: un anillo (cabeza) y cinco palitos (tronco y
extremidades). La escuela, antes una blanca casa de teja naranja, era
ahora un rectángulo con un triángulo encima.
Ante esa simplificación
del mundo exterior, los pensamientos de la madre de Carlitos se
fueron volviendo también más abstractos. Todo era simple y
comprensible, y no hacía falta concentrarse demasiado para resolver
un problema.
Como en el departamento
del centro. Clara se fue recluyendo cada vez más en la casa, y
finalmente se encerró; en el dormitorio, donde sólo atendía a los
dibujos de Carlitos, sencillas imágenes de un mundo igualmente
sencillo.
Clara empezó a
quejarse poco después del amanecer. Carlitos, que dormía de un lado
de la habitación de la madre, y la enfermera, que dormía del otro,
la oyeron al mismo tiempo y al mismo tiempo se levantaron. Clara se
retorcía en la cama, y decía cosas incomprensibles. Finalmente
abrió los ojos y habló con claridad. Dijo que quería estar en la
silla de ruedas.
Le pidió a Carlitos
que repitiese todo lo que le había dibujado el día anterior, y
luego las cosas más importantes que recordaban los dos.
Al fin pareció
satisfecha, y se quedó un rato pensativa, la vista perdida en el
vacío.
Carlitos y la enfermera
esperaron en silencio.
Al cabo de unos
minutos, el cuerpo de Clara se estremeció. Torció la boca y arrugó
la cara. Luego se aflojó y la cabeza chocó contra el respaldo.
Estaba desmayada.
La enfermera llamó a
una ambulancia y a las hermanas de Clara. Era la tercera vez, en los
últimos treinta días, que veía esa escena, y sabía muy bien lo
que podía ocurrir. Ese ataque, o el siguiente...
A las hermanas de Clara
los médicos del hospital les habían informado que, mientras la
operaban después del accidente, le habían encontrado un tumor en el
cerebro; que no viviría más de un año; que su estado se
deterioraría sin pausa, hasta el final.
Afuera se apagó el
motor de un auto y sonaron unas voces. Carlitos fue a abrirles la
puerta a las tías. En ese momento oyó el chillido lejano de una
sirena, y un minuto más tarde se detuvo la ambulancia delante de la
puerta. Las tías y los médicos entraron casi juntos.
Clara ya no necesitaba
la intermediación de Carlitos Para percibir la simplicidad del
mundo. Las hermanas y los médicos aparecían tal cual eran: rayas,
palitos, con un anillo encima. Mientras la sacaban en la silla de
ruedas, miró con atención el interior de la casa: rectas, curvas,
cuadrados, rectángulos, circunferencias; bajó la vista y notó que
la silla de ruedas era un verdadero catálogo de todas esas formas.
Afuera, la ambulancia
era sin duda el rectángulo que había dibujado Carlitos. El sol, un
luminoso caracol que subía por los dedos de los árboles.
Antes de que la
metiesen en la ambulancia miró hacia arriba. El cielo: una limpia
hoja de bloc. En la hoja de bloc apareció y desapareció una
circunferencia perfecta. La cara de Carlitos.
Se fue esa hoja y
apareció otra allí arriba, menos brillante: el inmaculado cielo
interior de la ambulancia.
Clara esperó
explicaciones, un dibujo, sin parpadear.
Poco a poco el dibujo
se trazó solo.
La geométrica
circunferencia de su propia cara, en esa superficie lisa y reluciente
que casi era como un espejo.
Allí estaba su simple
y verdadera imagen. Por primera vez se vio tal cual era. Por primera
vez se reconoció. Esa era ella, sin duda y por fin: tan nítida,
justa y lisa como los trazos que todos los días morían en el bloc
de Carlitos. Cerró los ojos para saborear mejor ese estado ideal.
Mientras lo hacía, una
mano arrancó la hoja y la arrugó.
Etiquetas:
Cuentos cortos,
Fantastico,
Souto