EL COLECTIVO FANTASMA - Ricardo Mariño (Ilustraciones de Rodrigo Folgueira)
El
más fastidioso de los muertos se llamaba Tomás Bondi. Frecuentemente
el encargado del cementerio encontraba tierra removida junto a la tumba de Tomás
y advertía que la lápida de mármol, donde decía "Tomás
Bondi (1939-2004) Premio Volante de Oro al mejor colectivero", estaba corrida
un metro o dos.
El finado Tomás Bondi extrañaba a su colectivo. A diferencia
de los demás muertos a quienes a lo sumo se les daba por aullar o salir
a dar una vuelta convertidos en fantasmas, él necesitaba manejar un poco
su colectivo.
Salía de la tumba, pasaba ante el encargado del cementerio, que no lo
veía porque los fantasmas son invisibles, y caminaba treinta cuadras hasta
la empresa de transporte donde en vida había trabajado. Se metía
en el galpón donde quedaban estacionados los vehículos y cuando
veía a su colectivo, el 121, casi lloraba de emoción.
Al rato se ponía a pasarle una franela. Limpiaba los espejitos, lustraba
los faros, les sacaba brillo a los vidrios. El problema era el sereno. En cuanto
veía que un trapo limpiaba al colectivo, solo, sin ser sostendido por nadie,
salía corriendo y abandonaba el puesto de trabajo.
Después, Tomás Bondi ponía al 121 en marcha y salía
a dar una vuelta. Se detenía en todas las paradas y la gente subía.
Cuando notaban que era un colectivo que nadie manejaba, trataban de escapar despavoridos,
pero Tomás ya había arrancado y cerraba las puertas. Recién
se podían bajar en la parada siguiente.
Por un tiempo la gente habló con terror de aquel colectivo sin conductor
pero luego empezó a notar que no era peligroso. Además se detenía
junto al cordón de la vereda como corresponde, esperaba a que subieran
las viejitas y nunca pasaba un semáforo en rojo.
—Como si lo manejara el finado Tomás Bondi —comentó
una vez un jubilado.
La gente comenzó a dejar pasar a los colectivos conducidos por choferes
y se quedaba esperando el 121 porque en él, encima, no había que
pagar boleto.
Un día los dueños de la empresa de transporte decidieron abandonar
el colectivo fantasma en un desarmadero donde se apilaban restos de camiones,
autos y otras chatarras.
La siguiente vez que Tomás Bondi salió de su tumba y fue a buscar
a su colectivo, no lo encontró. Fue terrible para él y volvió
llorando al cementerio. Se metió en el ataúd, cerró la tapa,
corrió la lápida con la mente, acomodó la tierra y comenzó
a emitir tristísimos aullidos que le ponían los pelos del punta
al encargado del cementerio.
Así pasó una semana.
Para entonces los empleados del desarmadero terminaron de separar cada parte
del 121 y finalmente un domingo el colectivo murió. Esa misma noche se
convirtió en fantasma de colectivo, idéntico a como era en vida,
pero invisible. Encendió su motor, acomodó los espejitos y arrancó.
A las doce de la noche Tomás estaba aullando como hacía últimamente,
cuando de pronto escuchó algo que le pareció un sueño: la
bocina del 121. ¿Cómo podía ser? Pero era. Tomás salió
de la tumba a toda carrera y en la entrada al cementerio encontró al 121
fantasma.
Desde entonces Tomás sale todas las noches a dar una vuelta en el 121
y lleva a pasear a todos los muertos del cementerio. Como no alcanzan los asientos,
muchos tienen que ir parados, otros van colgados del estribo y dos, que en vida
trabajaron en un circo, van en el techo haciendo acrobacias.
Ninguna persona viva puede ver ni oír al 121 aunque Tomás pone
la radio a todo volumen, toca bocinazos en las esquinas y los muertos cantan canciones
de hinchadas de fútbol. Las noches en la ciudad volvieron a ser silenciosas.
El encargado del cementerio también pasa las noches tranquilo porque los
muertos, cuando regresan del paseo, acomodan sus tumbas prolijamente y se van
a dormir.