Alan Austen,
nervioso como un gato, subió cierta oscura y crujiente escalera en las
inmediaciones de Pell Street y escudriñó un momento, en el sombrío
rellano, antes de localizar el nombre que buscaba, escrito confusamente
sobre una de las puertas.
Empujó
esa puerta, como se le había indicado, y se encontró en una pequeña
estancia, en la que no había más mobiliario que una sencilla mesa de
cocina, una mecedora y una silla corriente. En una de las sucias paredes
color gris había un par de anaqueles que contenía en total, quizás, una
docena de botellas y tarros.
Un
hombre viejo estaba sentado en la mecedora, leyendo un periódico. Alan,
sin palabras, le entregó la tarjeta que le habían dado.
—Siéntese, señor Austen —indicó el viejo con gran cortesía—. Tengo mucho gusto en conocerlo.
—¿Es verdad que posee usted cierta mixtura de... hum... unos efectos muy extraordinarios?
—Mi
querido señor —contestó el anciano—, mis existencias de ese género no
son muy amplias, pero no dejan de ser variadas. No trabajo compuestos
comunes... Creo que nada de lo que vendo tiene efectos que puedan ser
descritos precisamente como corrientes.
—Bien, el hecho es... —empezó Alan.
—Por
ejemplo —le interrumpió el viejo, tomando una botella del anaquel—,
aquí está un líquido incoloro como el agua, casi insípido, completamente
imperceptible si se disuelve en café, vino o cualquier otra bebida.
Pasaría también totalmente inadvertido en cualquier método usual de
autopsia.
—¿Quiere decir que se trata de un veneno? —exclamó Alan horrorizado.
—Llámelo
detergente, si le place —continuó el viejo con indiferencia—. Quizá
sirva para limpiar guantes. Jamás lo he intentado. Se podría llamar
detergente de vidas. Las vidas necesitan limpieza a veces.
—No deseo nada de esa clase —precisó Alan.
—Probablemente
algo parecido —manifestó el anciano—.¿Sabe el precio? Por una
cucharadita de té, que es suficiente, pido cinco mil dólares. Nunca
menos. Ni un centavo menos.
—Espero que no todos sus productos sean tan caros —dijo Alan, aprensivamente.
—¡Oh,
no! —exclamó el viejo—. No sería justo poner ese precio a una poción de
amor, por ejemplo. Los jóvenes que necesitan una poción de amor, muy
raramente tienen cinco mil dólares. De otro modo no la necesitarían.
—Me complace oír eso —dijo Alan.
—Mi
opinión es ésta —explicó el viejo—; complazca a un cliente con un
artículo y volverá cada vez que necesite otro. Aunque sea más costoso.
Ahorrará para ello, si es preciso.
—¿De manera que vende realmente pociones de amor? —preguntó Alan.
—Si no
vendiese pociones de amor —afirmó el anciano, tomando otro frasco—, no
le habría mencionado el otro asunto. Únicamente cuando se tiene
oportunidad de prestar un servicio se puede ser tan confidencial.
—Y esas pociones —continuó— no son precisamente... hum...
—En
absoluto —exclamó el viejo—. Sus efectos son permanentes y se prolongan
mucho mas allá del mero impulso casual. Pero lo incluyen. ¡Ya lo creo
que lo incluyen! Generosa, insistentemente, eternamente.
—¡Dios mío! —murmuró Alan, que intentó dar otro matiz a sus palabras—. ¡Qué interesante!
—Además, considere el aspecto espiritual —prosiguió el viejo.
—No dejo de hacerlo —aseguró Alan.
—A
la indiferencia —explicó el anciano— sustituye la devoción. Al desdén,
la adoración. Dé una pequeña cantidad de esto a una muchacha. El sabor
es imperceptible en zumo de naranja, sopa o cocteles. Y, por alegre e
inconstante que sea, cambiará por completo. No deseará nada más que la
soledad y a usted.
—Apenas puedo creerlo —admitió Alan—. Es tan aficionada a las reuniones...
—Ya no le agradarán más —aseguró el viejo—. Sentirá temor de las muchachas bonitas que pueda conocer.
—¿Tendrá verdaderos celos? —saltó Alan en un rapto de entusiasmo—. ¿De mí?
—Sí, deseará ser todo para usted.
—Ya lo es. Pero eso no le preocupa.
—Lo hará cuando tome esto. Se preocupará intensamente. Usted será su único interés en la vida.
—¡Maravilloso! —gritó Alan.
—Deseará
saber todo lo que haga —continuó el viejo—. Todo cuanto le ha sucedido
durante el día. Cada palabra. Querrá conocer lo que está pensando, por
qué sonríe súbitamente, por qué parece triste.
—¡Eso es amor! —gritó Alan.
—Sí
—asintió el anciano—. ¡Con qué cariño le cuidará! Nunca permitirá que
se fatigue, que se siente en una corriente de aire, que descuide su
alimentación. Si se retrasa usted una hora, estará aterrada. Pensará que
le han matado o que alguna sirena le ha atrapado.
—¡Apenas puedo imaginar a Diana así! —exclamó Alan, abrumado de alegría.
—No
tendrá usted que emplear su imaginación —aseguró el anciano—. Y, a
propósito, ya que siempre existen sirenas, si por cualquier casualidad
usted necesitara más tarde una pequeña escapada, no necesita
preocuparse... Ella terminará por perdonarle. Por supuesto, quedará
terriblemente afectada, pero al final le perdonará.
—Eso no sucederá —afirmó Alan fervientemente.
—Desde
luego que no —dijo el viejo—. No obstante, si sucediese, no necesita
preocuparse. Jamás se divorciará de usted. Y, naturalmente, nunca le
dará el menor, el más pequeño motivo de... disgusto.
—¿Y cuánto vale esa maravillosa mixtura? —preguntó Alan.
—No
es tan cara —informó el viejo—, como el detergente de vidas, como a
veces lo llamo. No. Ese vale cinco mil dólares, ni un centavo menos. Hay
que ser más viejo que usted para permitirse ese lujo. Hace falta
ahorrar para ello.
—Pero ¿y la poción de amor? —imploró Alan.
—¡Oh!
—exclamó el viejo abriendo un cajón de la mesa de cocina para sacar un
frasquito, de aspecto más bien sucio—. Esto vale sólo un dólar.
—No puedo expresarle mi reconocimiento —afirmó Alan, observando cómo lo llenaba.
—Me
agrada prestar un servicio —explicó el anciano—. Los clientes vuelven
más tarde cuando están mejor situados en la vida y desean cosas más
caras. Aquí lo tiene. Lo encontrará muy efectivo.
—Gracias de nuevo —dijo Alan—. Adiós.
—Hasta la vista —respondió el viejo.
John Collier
NOTA: Este mismo cuento con alguna mínima variación en el texto lo encontré con el nombre de "El aperitivo" el cual corresponde al libro de cuentos FIESTA EN UNA BOTELLA.
El aperitivo
Alan Austen, nervioso como un gatito, subió unas escaleras
oscuras y chirriantes del barrio de Pell Street y miró un buen rato el
umbrío rellano antes de encontrar el nombre que buscaba, tenebrosamente
escrito en una de las puertas.
Abrió esa puerta, como le habían dicho que hiciera, y se encontró en una
habitación diminuta que no contenía más muebles que una fea mesa de
cocina, una mecedora y una silla ordinaria. En una de las paredes de un
tono beis sucio había un par de estantes, que albergaban aproximadamente
una docena de botellas y frascos.
Un anciano estaba sentado en la mecedora, leyendo un periódico. Alan,
sin decir una palabra, le entregó la tarjeta que le habían dado.
—Siéntese, señor Austen —dijo el anciano con extrema cortesía—. Encantado de conocerle.
—¿Es cierto —preguntó Alan— que vende una mezcla que tiene…, eh…, unos efectos extraordinarios?
—Querido señor —contestó el anciano—, mis existencias no son muy
grandes. No comercio con laxantes ni con cosas para cuando los niños
echan los dientes…, pero, con todo, tengo variedad. No creo que nada de
lo que venda tenga efectos que puedan describirse como ordinarios.
—Bueno, la cosa es… —empezó Alan.
—Aquí, por ejemplo —le interrumpió el anciano cogiendo una botella del
estante—. Aquí hay un líquido tan incoloro como el agua, casi insípido,
imperceptible en el café, la leche, el vino o cualquier otra bebida.
También resulta indetectable para cualquier método conocido de autopsia.
—¿Quiere decir que es un veneno? —chilló Alan, horrorizado.
—Llámelo fluido limpiador si quiere —dijo con indiferencia el anciano—.
Las vidas necesitan limpieza. Llámelo quitamanchas. «Fuera, condenada
mancha.» ¿Eh? «Llama fugaz, extínguete.»
—No quiero nada de eso —dijo Alan. —Probablemente es mejor así —dijo el
anciano—. ¿Sabe qué precio tiene? Por una cucharadita, que es
suficiente, pido cinco mil dólares. Nunca menos. Ni un penique.
—Espero que no todos los preparados sean tan caros —dijo con aprensión Alan.
—Oh, no, por Dios —dijo el anciano—. No sería bueno que cobrara esa
clase de precio por una poción amorosa, por ejemplo. Los jóvenes que
necesitan una poción amorosa pocas veces tienen cinco mil dólares. Si
así fuera, no necesitarían una poción amorosa. —Me alegro de oírle decir
eso —dijo Alan. —Yo lo veo así —dijo el anciano—: contenta a un cliente
con un artículo y volverá cuando necesite otro. Aunque sea más caro.
Ahorrará para tenerlo si hace falta. —Entonces —dijo Alan—, ¿de verdad
vende pociones amorosas?
—Si no vendiera pociones amorosas —dijo el anciano, alargando la mano
hacia otra botella—, no le habría mencionado el otro asunto. Solo cuando
uno está en posición de hacer un favor puede transmitir una información
confidencial.
—Y esas pociones —dijo Alan— no son solo, solo…
—Oh, no —respondió el anciano—. Sus efectos son permanentes y se
extienden mucho más allá de un mero impulso superficial. Pero lo
incluyen. Oh, sí, lo incluyen. Pródigamente. Insistentemente.
Eternamente.
—¡Cielo santo! —dijo Alan, mientras intentaba ofrecer una expresión de distancia científica—. ¡Qué interesante!
—Pero tenga en cuenta el aspecto espiritual.
—Lo hago, de hecho —dijo Alan.
—En vez de indiferencia —dijo el anciano—, producen devoción. En vez de
desdén, adoración. Dele una minúscula cantidad a la joven señorita —su
sabor es imperceptible en un zumo de naranja, una sopa o un cóctel—, y
por alegre y marchosa que sea cambiará completamente. No querrá nada más
que la soledad y a usted.
—Apenas puedo creerlo —dijo Alan—. Le gustan tanto las fiestas…
—Dejarán de gustarle —dijo el anciano—. Tendrá miedo de cualquier chica guapa que usted pueda encontrar.
—¿De verdad tendrá celos? —gritó Alan, extasiado—. ¿De mí?
—Lo hará cuando lo tome. Se preocupará mucho, usted será el único interés de su vida.
—¡Maravilloso! —chilló Alan.
—Sí —dijo el anciano—. ¡Con qué atención cuidará de usted! Nunca le
permitirá estar cansado, sentarse donde haya corriente, descuidar su
alimentación. Si llega una hora tarde, estará aterrorizada. Pensará que
le han matado o que lo ha atrapado una sirena.
—Me cuesta imaginar que Diana pueda ser así —dijo Alan.
—No tendrá que usar su imaginación —dijo el anciano—. Y, por cierto,
como siempre hay sirenas, si por casualidad usted, más tarde, fuera a
resbalar un poco, no tendrá que preocuparse. Le perdonará. Al final. Se
sentirá terriblemente herida, por supuesto, pero le perdonará… al final.
—Eso no ocurrirá —dijo Alan con fervor.
—Por supuesto que no —respondió el anciano—. Pero, si lo hace, no debe
preocuparse. Nunca se divorciará de usted. ¡Oh, no! Y, por supuesto,
nunca le dará el menor motivo para… no el divorcio, por supuesto: ni
siquiera la intranquilidad.
—¿Y cuánto —preguntó Alan—, cuánto cuesta ese maravilloso preparado?
—No es tan caro como el quitamanchas —dijo el anciano—, como creo que
hemos acordado en llamarlo. No. Eso cuesta cinco mil dólares, ni un
penique menos. Uno debe ser más viejo que usted para disfrutar con esa
clase de cosas. Hay que ahorrar un poco.
—Pero ¿la poción amorosa?
—Oh, eso —dijo el anciano, mientras abría el cajón de la mesa de la
cocina y sacaba un vial minúsculo y de aspecto más bien sucio—. Solo
vale un dólar.
—No puedo expresar lo agradecido que estoy —dijo Alan, observando cómo lo llenaba.
—Me gusta hacer favores —dijo el anciano—. Después los clientes vuelven,
cuando su vida está más avanzada y ellos son más pudientes, y quieren
cosas más caras. Aquí lo tiene. Lo encontrará muy efectivo.
—Gracias de nuevo —dijo Alan—. Adiós.
—Au revoir— dijo el anciano.