LA DAMA DEL GRABADO - Martin Antonino



En las navidades de 1968, cuando yo contaba doce años, mi padre trajo a casa un libro grande de tapas rojas que en seguida me llemó la atención. Era un tomo con los cincuenta y dos números encuadernados de ha Ilustración Ibérica correspondientes a 1884. Me dijo que, tratándolo con cuidado, podía verlo: estaba lleno de grabados antiguos y, con toda seguridad, me iba a gustar. Lo cogí por primera vez una tarde de, enero, un día de entre semana que no tenía clase y deambulaba por mi casa angustiado y aburrido. Mi padre no había llegado aún y mi madre... Bueno, mejor era no acordarse de mi madre. Había desaparecido hacía medio año, eso es todo La casa estaba llena de sombras y de melancolía; eran las siete y mi anciana tata no me permitía encender la luz hasta las ocho. Se trataba de una mujer de pueblo sumamente tacaña, esa clase de personas cuya infancia —del todo pobre— ha transcurrido en aldeas del interior sin tendido eléctrico y mantienen durante toda su vida la convicción de que la debe extremarse el ahorro. Cogí el libro y me puse a verlo sentado junto al balcón del comedor: penetraba ya una luz declinante y más allá de los edificios de la plaza se contemplaba un cielo encapotado cargado de tristeza y malos presagios.
No puedo explicar la extraña fascinación morbosa que me producían aquellas imágenes. Hoy son muy apreciadas por cierta clase de coleccionistas que las identifican con el calificativo amplio de «estampas del siglo diecinueve». Fueron hechas por grabadores anónimos en las imprentas, y su técnica no deja de asombrar incluso a gentes profanas en cuestiones de estampación: un rayado minucioso y diestro sobre la plancha de cobre que da lugar, mediante la incisión de líneas más o menos gruesas, a una insólita gama de tonos que modelan las formas. Por esa época, sin embargo, lo que me llamaba vivamente la atención era otra cosa: el raro carácter de aquellos dibujos, muy chocante para un chico como yo, particularmente adepto a las historietas americanas. Los grabados, traspasados por el desconsuelo que en realidad tuvieron todas las representaciones románticas, me deparaban un vago temor; el insidioso ambiente de todas las escenas suponía para mí un acercamiento a los más arraigados terrores de mi infancia. Todos los grabados se perdían en sombríos paisajes, recónditas arboledas con rincones oscuros donde parecían acechar, agazapados entre la maleza, ojos ocultos pertenecientes a seres infames; castillos en ruinas enclavados en la llanura bajo un cielo aplastante, episodios amorosos entre caballeros y doncellas medievales con fondo de jardines cerrados por tenebrosas frondas otoñales llenas de incógnitas...
Pero quiero referirme en particular a un grabado de tema funerario que, si bien no era uno de los que más me impresionaban, fue el promotor de un suceso que amargó toda mi niñez y mi adolescencia, y aún hoy, si mi atención se fija en su recuerdo, no puedo evitar una sensación física que se aproxima a las náuseas.
Un sábado por la tarde me senté con el libro frente al escritorio de mi padre. El hecho de la desaparición de mamá le había inclinado a concederme una serie de privilegios que quizás yo nunca hubiese conseguido si ella continuase en casa. Uno de ellos consistía en dejarme estar en su despacho, siempre que tuviera terminados mis deberes. Era una salita confortable y tibia, llena de libros bien encuadernados y con una lamparita de mesa provista de cierta tulipa verde que proporcionaba a la estancia una iluminación tenue, a la vez extraña e íntima. Había estado hojeando el libro durante un buen rato, sumergido en una suerte de sueño melancólico, cuando, al volver una de las páginas amarillentas, vi el grabado a que me he referido. Se impone describirlo. Bajo los celajes opresivos de un anochecer tormentoso, en segundo término y sobre un pequeño promontorio, se alzaban las tapias de un cementerio rural situado en un angustioso paisaje estepario. Una puerta ojival se abría oscura en el centro del muro y sobre el arco se leía la inscripción latina Memento mori. Desde esa puerta descendía hasta un plano más próximo un sendero pedregoso y estrecho bordeado por arbustos secos, y en medio del camino destacaba la imagen enigmática de una dama. El grabador no había acertado a dotar del adecuado movimiento a este personaje que, pese a mostrarse avanzando un pie sobre el abrupto sendero, daba la impresión de permanecer congelado en un momento de su acción. Iba vestida a la manera florentina del cinquecento, y en su cabeza, tocada con un pañuelo blanco y ligeramente inclinada hacia la izquierda, llamaban la atención unas profundas ojeras y una intensa expresión de angustia. Sus manos delicadas adoptaban un gesto amanerado delante del cuerpo, en una actitud con la que parecía llamar o acoger a un hipotético personaje situado fuera de la imagen. Descendía del cementerio, y era posible imaginar que regresaba de visitar la tumba de algún difunto especialmente amado. Su soledad, en medio de la estepa inhóspita, resultaba estremecedora; pero, sobre todo, emanaba de su equívoca fisonomía una misteriosa ambigüedad. No era sencillo afirmar si se trataba de una criatura viva que bajaba desde el cementerio o era el espectro errante de una hermosa mujer fallecida en el pasado. La escena se titulaba, en el más puro estilo romántico, ¡Sola!
Estaba tan absorbido en la contemplación del libro, que sólo cuando escuché una suave respiración tras el respaldo del sillón —sonido que me sobresaltó—, advertí que mi padre acababa de penetrar en el despacho pisando con sigilo sobre la alfombra y se había colocado a mi espalda a fin de sorprenderme en mis actividades solitarias. Volví la cabeza para saludarle con una mirada, sobre todo para demostrarle que, pese a la entrada silenciosa, había detectado su presencia. En principio giré la cabeza con rapidez y volví a mirar el libro. Después repetí el gesto. Había descubierto una expresión extraña en su rostro que necesitaba corroborar y comprender. Permanecía absorto, con la mirada fija sobre el grabado, y en las arrugas de su frente se perfilaba una sombra de espanto y sorpresa. Se demoró hipnotizado por la imagen durante un tiempo que, en el silencio del despacho, me pareció eterno. Luego, absolutamente sumergido en sí mismo, comenzó a pasear de un extremo al otro de la estancia, sin pronunciar una sola palabra. Su cabello oscuro y rizado se vertía en un mechón acaracolado sobre la frente. Era enjuto y de movimientos nerviosos. Se aproximó de nuevo al escritorio y volvió a mirar el grabado apoyando las manos sobre la mesa; hizo tres o cuatro veces más su trayecto y, de pronto, girando sobre los talones de improviso, me miró de frente. Percibí en sus pupilas alteradas la expresión penetrante que fraguaban sus ojos cuando trataba de comunicarme algo importante.
—Voy a salir de nuevo —me dijo—. No me esperes esta noche. Acuéstate en la habitación de la tata.
Después se aproximó a mí para besarme. Percibí su olor particular a tabaco y franela, un poco agrio. Su bigote pinchó mis mejillas. Desde el sillón le vi salir y ponerse el abrigo en el pasillo. Oí como le daba instrucciones a la tata. Luego escuché la puerta del piso al cerrarse tras él. Mi anciana ama se asomó al despacho y me miró con parsimonia, como queriendo expresar algo oscuro que se refería a nuestra soledad.
—Vamos a cenar —me indicó.
Se acercó al escritorio de mi padre, y, con un ademán desprovisto de cualquier intención, miró la estampa del cementerio y la dama. La transmutación de su gesto fue inmediata. Se inclinó para observar el grabado más de cerca y comprendí que algo la había estremecido. Sus manos trémulas rozaron con las yemas de los dedos el rostro de la mujer. Luego musitó algo, tal vez la expresión «Jesús!», y, como si deseara ahuyentar un mal pensamiento, cerró el libro con una rapidez impropia de una mujer cuyos movimientos eran habitualmente pausados. Repitió «vamos a cenar» y apagó la lámpara de mesa. Mi padre no regresó nunca.
Un hombre enfiló la carretera en un coche de serie que forzaba a marchar a ciento cuarenta kilómetros por hora. Los limpiaparabrisas oscilaban ante sus ojos produciendo un sonido rítmico semejante al de un metrónomo: luces largas, luces cortas... En las salidas de la ciudad el tráfico era intenso a aquellas horas. Había empezado a llover. Más adelante, recorridos ya los primeros cincuenta kilómetros, la carretera estaba solitaria. Retenía su mirada en un punto inconcreto del horizonte nocturno y borrascoso. Había visto en su casa, entre los grabados de una colección encuadernada de ha Ilustración Ibérica, una imagen pavorosa. A pesar de su tocado renacentista, reconoció a Virginia en la dama enigmática que parecía descender por un sendero pedregoso proviniente de un cementerio del Sur. Del Sur...
Me ha interesado siempre el fenómeno llamado intuición: una experiencia de la que hablaron Bergson y Husserl, por ejemplo, pero que un siglo de tozudas convicciones cientifistas ha relegado al olvido como forma seria de conocimiento. Y, en realidad, se trata de un tipo de información tan segura como la que puede deparar un minucioso análisis científico aplicado a cualquier objeto. En la intuición se manejan también datos rigurosos almacenados en el fantástico archivo de nuestro cerebro, sólo que el tiempo de contraste es relampagueante y se produce en zonas de nuestra psique que la conciencia no es capaz de definir. Alfredo Campoy había sido el sujeto de una intuición tempestuosa apenas descubrió la imagen de la dama del grabado aquel sábado por la tarde, cuando llegó a casa y quiso sorprender a su hijo encerrado en el despacho. Virginia desapareció un anochecer del último junio. Alguien insinuó que se había ido con el químico inglés. No pudo evitar golpear en la cafetería al tipo que dijo aquello. Ahora, bajo el aguacero de la noche, él sabía que debía dirigirse hacia el Sur y que ella le aguardaba en un lugar incierto perdido más allá de Sierra Morena, junto a las tapias de una necrópolis rural abandonada...
Enormes camiones entoldados salpicaban la carrocería del Renault-12 al cruzarse con él en las curvas que preceden a la cordillera. El conductor, con un gesto mecánico, conectó la radio. Alguien hablaba al fondo de la noche desde una emisora remota y la voz parecía provenir de la cúpula de sus propios sueños. Sonó la canción Only you, que le erizó los cabellos. Eran los tiempos en que conoció a Virginia: demasiada nostalgia para un hombre solo. Cerró la radio. El brillo de los ojos de los zorros, al cruzar la carretera frente al automóvil, le deparaban un instante de contacto con el infierno. A las dos estaba al otro lado de la cordillera; no sabía con certeza dónde se encontraba. Había visto una señal que indicaba la proximidad de Bailén. Aún continuó diez kilómetros más: después, movido por un impulso imprevisto, penetró 
por un estrecho camino enfangado cubierto por la negrura más espesa. Avanzó despacio sobre un terreno lleno de irregularidades, que provocaban una agitada marcha bamboleante del coche. Las luces largas iluminaban un paisaje despoblado donde aparecían aisladas siluetas de olivos mojados. Entonces, cuando se había adentrado en el campo dos o tres kilómetros rodeado tan sólo de noche, lluvia y soledad, los faros del coche descubrieron al fondo un promontorio donde se recortaban sobre el cielo negro las tapias de un cementerio. Reconoció en seguida el angosto sendero que descendía hasta el nivel en que él se encontraba y vio a la dama. Siguió avanzando muy despacio, y comprendió entonces que podía, o incluso debía, apagar las luces del coche. Aquella figura, cuya fisonomía inequívoca delataba el aire de Virginia, a pesar del extraño atavío de dama florentina, expandía de su naturaleza espectral una helada luminosidad fosforescente. Alfredo Campoy descendió del automóvil y sus zapatos se hundieron en el barro encharcado. Su corazón latía atenazado por la arritmia. Ascendió por el camino hacia aquella visión fabulosa. Más allá del espectro, durante unas fracciones de segundo, reparó en la inscripción latina grabada sobre la puerta ojival del cementerio: Memento mori. Aquello no era Virginia, sino un fantasma turbador cuyos ojos, transidos por la angustia, le miraban con ternura. Sus manos, tendidas hacia él, parecían suplicarle que se aproximase. Lo hizo hipnotizado. Estaba muerta, esa era la revelación horrible, y, llegando desde un luctuoso más allá, mostraba en sus rasgos un sufrimiento inexpresable donde parecía leerse la más desoladora contricción. Entonces tocó sus manos y el corazón del hombre se detuvo. Aún tuvo tiempo de escuchar, tal vez al fondo de su cerebro, una especie de susurro quedo, casi inaudible, un suspiro que provenía de las moradas de la muerte, y pudo distinguir unas palabras que le redimían para siempre: 
«Te quiero. Perdóname».
Mi padre nunca regresó, ya lo he dicho. Si mi melancolía era intensa antes de que desapareciera, a causa de una insoportable añoranza ocasionada por la ausencia de mamá, cuando también faltó él las cosas parecieron sumergirse en una neblina violácea cuya atonía hizo de la tristeza mi consuetudinaria compañera. La tata murió a los dos años. Me fui a vivir entonces con unos tíos, que me trataron con deferencia, pero sin confianza. Estudié Geología y me casé pronto, anhelante como estaba de un calor doméstico que perdí durante una niñez que casi no recordaba. Mi vida es tranquila; mi esposa, una chica modesta y solícita, pero nada estimulante, me tiene siempre ordenadas las camisas. A veces me sitúo frente a un planisferio y, clavando mi mirada sobre zonas lejanas del planeta, sueño con viajes peligrosos que jamás llevaré a cabo. Heredé la biblioteca de mi padre y su mesa de despacho. El resto se lo apropiaron mis tíos. Desde la noche en que él desapareció no había vuelto a abrir el libro de las tapas rojas que contenía un año completo de La Ilustración Ibérica. A partir de aquel día negro lo miré siempre como algo detestable y maldito, un volumen que sugería cobijar entre sus páginas algo infernal y rechazante. Hace una semana, una tarde en que mi mujer había salido y yo me encontraba solo en casa, atravesando unas horas vacías y opresivas, saqué el libro del anaquel donde permanecía no sé cuánto tiempo. Lo cogí con gusto. Ojear sus páginas suponía, en cierto modo, regresar a mi infancia, una época que siempre se evoca con un sentimiento confortable, aunque haya sido penosa. Busqué en seguida el grabado que desencadenó, estoy seguro, la marcha precipitada de mi padre y su misteriosa desaparición. No puedo asegurar que me sorprendiese, más bien pensé que mi memoria me traicionaba; otra cosa hubiera sido quimérica. La imagen seguía allí después de tantos años y, a primera vista, parecía la misma: el paisaje siniestro, las tapias del cementerio y la inscripción Memento mori sobre la puerta tenebrosa. La dama renacentista permanecía detenida en el camino, con su aire equívoco que impedía dilucidar si se trataba de un personaje vivo o de un espectro que regresaba de ultratumba. Sin embargo, quizá la memoria me confundía en tres detalles desorientadores: ahora el ambiente era nocturno, francamente noche cerrada; llovía y el sendero estaba embarrado. No tenía la seguridad de que fuese así antes. Y lo más extraño: a los pies de la dama, caído de bruces sobre el lodo, se veía a un hombre cuyo rostro, dada su posición, no era reconocible. Su vestimenta era moderna, yo diría que muy actual, y parecía haberse derrumbado a los pies de la mujer presa, quizá, del pánico. Sólo sentí un profundo escalofrío cuando leí el pie del grabado. Recordaba perfectamente que el texto antiguo era ¡Sola! Ahora había escrita otra cosa que me dejó el ánimo en suspenso: 
Te quiero. Perdóname.
He perdido por completo el apetito.