EL ULTIMO HOMBRE DE LA TIERRA – Luis María Albamonte


El enorme lagarto parecía de piedra. Las moscas se le posaban en la dura, áspera piel, como la corteza de un viejo árbol, y sus ojos seguían fijos, sin el menor movimiento. Tenía el color marrón de la tierra en que estaba posado, como clavado allí para siempre a la orilla del río que transcurría sin prisa. A veces pasaba un camalote con una flor azul y, tal vez a la noche, como casi siempre ocurría, el camalote volvería a pasar, de regreso, iluminado por la leve luz de la Luna lejana. A ambos lados del río, montañas y árboles. Los ojos del lagarto estaban clavados en el hombre como queriendo decir: “¿Qué haces aquí? Todo nos separa aunque nos una esta frágil comunión de cosas que son, de pronto, de nosotros y, en seguida, son de sí mismas. Como tú y yo . . .

El hombre, cerca del lagarto, sentía esos interrogantes. El lagarto movió una pata, como un juguete, pero el cuerpo quedó clavado allí, en la tierra húmeda, perezoso, como si hubiera estado dispuesto a dejar transcurrir los días, los años, los siglos, impasiblemente.

El hombre estaba semicubierto con la piel de un puma. Había cazado al animal en una lucha en que se decidía la vida de uno o de otro. Muchas cosas había aprendido a realizar y que antes jamás hubiera imaginado que iba a tener necesidad compulsiva de hacerlas. Estaba solo, enfrentado a la naturaleza. Se había sentado en una piedra, en la entrada de su cueva. Como otro lagarto, tomaba sol.

Cuando tenía hambre, con una lanza con punta de piedra ensartaba los peces en un remanso de aguas transparentes. En el bosque buscaba los frutos. Lograba el fuego haciendo girar rápidamente, con persistencia, una madera con punta aguda sobre otra madera. Pero comía cruda la carne. Había olvidado la náusea. Pensó: “Algún día seré devorado por el lagarto hambriento, tal vez en una tarde de sol, como ahora . . .

Había sucedido hacía mucho tiempo. Lo recordaba cada día, inexorablemente, como las manecillas de un reloj cuentan los segundos, los minutos, las horas, aunque alguien nazca y otro muera, o no ocurra nada, ni siquiera la presencia de alguien a quien el tiempo le interese. Lo recordaba porque tenía miedo. No era el miedo al lagarto, frente a él, inmóvil. Era otro miedo.

Cuando ocurrió aquello, hacía 20 años, Alejo Siegall era el ingeniero en electrónica más famoso de todos los tiempos. Ahora era solamente miedo. ¡Sus robots se habían rebelado! Y habían matado a hombres, mujeres y niños. Eran los dueños de la ciudad, del país, del mundo. Y Alejo Siegall era el último hombre que quedaba en la Tierra.

La respuesta a su pregunta fundamental era su aniquilamiento. ¡Se había equivocado!

Más allá del lagarto y de la caverna no había nada. Como el resplandor de la estrella más lejana medía el límite del Universo, así aquel sitio primitivo marcaba el fin de su regreso. No obstante, presentía algo más, confuso, jamás intuido antes, en los complicados cálculos con que hala impulsado victoriosamente a la cibernética. Por eso, también, Alejo Siegall tenía tanto miedo: había encontrado la pared de la vida, en donde terminaban todas las preguntas y, por ello, la respuesta desoladora era la pared misma.

Había progresado mucho, en realidad: sabía distinguir el rumor de las hojas, movidas por el viento, que antes confundía con la marcha de algún animal, embistiéndolas. Reconocía la pisada leve del puma cauteloso y el olfato le enumeraba algunas presencias extrañas, a la distancia. Los robots no podrían sorprenderlo: percibía, desde lejos, la marcha torpe pero rápida, metálica pero feroz de sus persecutores implacables. Buscaban al hombre. Lo apresarían entre sus férreas manos, como hacía Alejo Siegall con un pez y lo triturarían en un instante. Pero no lo sorprenderían. Eso iba a suceder, inexorablemente, pero cuando él, Alejo Síegall, ya hubiese aniquilado todas sus fuerzas vitales.

Dormitó unos segundos. El Sol lo acariciaba como una madre emocionada. Cuando abrió los ojos vio un robot frente a él No había escuchado sus pasos! El lagarto se había zambullido en el río. Pensó en una millonésima de segundo: “Un perro, con su oído, habría descubierto al intruso y con su olfato lo habría ubicado en el lugar exacto. ; Soy menos apto que un perro para sobrevivir en este medio!”. Con más angustia que miedo saltó hacia atrás, como un resorte. El hombre de metal no se movió.

—Voy a morir —dijo el robot—. Me falta energía. —Levantó un brazo y señaló el Sol—. Cuando anochezca habré terminado con mi reserva de energía solar. O antes. Los “médicos” llegarán tarde para mí. Me adelanté despistando a los rastreadores, para prevenirte. ¡Ya vienen! ¡Huye! Soy tu mejor obra, Alejo Siegall. Llorabas cuando me viste hecho, cuando me preguntabas y te respondía. Tus lágrimas me glorificaron. Por eso te respeto. Eres débil, inferior, de una casta diabólica que ama y odia, que hace y deshace, que cree y niega, que da y roba, que ríe y llora, que auxilia y mata. Eres despreciable, Alejo Siegall, como eran todos los tuyos, pero yo, por ser tu mejor obra, soy el más sensitivo de los robots y, por eso, soy un traidor y te respeto. Merezco morir. ¡Tengo que morir!

Alejo Siegall temblaba. El miedo que sentía era un enjambre de avispas cubriéndolo. Preguntó:

—¿Están lejos?

—¡Están muy cerca!

De pronto, el robot se desplomó. Cayó casi en donde había estado el lagarto. Y como un disco rayado, la púa siempre en el mismo surco, el robot repetía en el suelo:

—¡Están muy cerca! . . . ¡Están muy cerca! . . . ¡Están muy cerca! . . .

La voz resonaba en la soledad con el ritmo de un tambor salvaje llamando a los dioses siniestros de la selva. Alejo Siegall tuvo más miedo. ¡Escucharían al robot con sus detectores! Tomó una enorme piedra y la descargó sobre el robot. Fue un golpe rudo. Sonó a lata violentamente castigada. El robot enmudeció. Y vacilando torpemente, como si un ciego, aguja en mano, cuidadosamente hubiera estado cosiendo un remiendo, tanteando en las sombras, así el robot fue hilvanando dificultosamente las palabras:

—Tienen . , . razón . . . ellos. Sos ... un malvado . . . (Quiso incorporarse en un esfuerzo desesperado, pero estaba roto.

Alejo Siegall sintió una extraña sensación de tristeza. Echó a correr. El robot repetía:

—. . . un malvado ... un malvado ... un malvado . . . Se detuvo, jadeando. Se dio vuelta. ¡Vio a los robots emergiendo detrás de las colinas, como las cabezas de sus hijitos cuando jugaban a divertidas cacerías en el bosque, aero en medio de la ciudad fascinante! ¡Lo habían detectado! Hacía muchos años que estaba eludiéndolos. Pensó: En la selva tendrán más dificultades que yo para avanzar. Tengo que sacarles ventaja!”.

Corría y corría. Furiosamente. Pero desfalleciendo. Los robots corrían sin variar su ritmo. No conocían la fatiga. Tenían los pasos despiadados, siempre iguales, del tiempo aniquilador.

Alejo Siegall caía y se levantaba, sin agilidad, cada vez con menos soltura, arrastrándose previamente un poco. Y sangrando. Estaba lastimado. ¡Lo perseguían sus pensamientos, sus ideas, sus palabras, sus actos, sus obras, sus sueños! Era el último sobreviviente de la Humanidad y estaba acorralado. Al fin Alejo Siegall consiguió entrar en la selva. Algunos árboles estaban muy juntos y no podía pasar entre ellos. Los esquivaba y sentía que las ramas le desgarraban la piel como espadas agresivas. Tampoco la selva era su medio, su habitat. Sus progresos eran superficiales, Estaba un poco más allá de la pared de la vida, en donde no se podía ser hombre sino rata, gato, mono, cucaracha . . .

Se espantó una bandada de loros chillones y se fueron, alborotando el silencio del bosque. Alejo Siegall sabía que se le agotaban las fuerzas, como al robot amigo . . . (“El robot amigo”, pensó, como si lo hubieran herido dolorosamente con un balazo), y él también moriría. Comenzó a trepar en un árbol. El miedo lo ayudaba poniéndole sus garras en las nalgas, empujándolo hacia arriba. Llegó al tope del árbol. Pensó con una desgarrada, débil esperanza: “Quizá no me vean”.

Escuchaba cómo crujían las gruesas ramas, allá abajo, abatidas por los robots. Miró el fondo de la selva, como si mirara, desde un brocal, el fondo de un oscuro aljibe. ¡Estaba rodeado de robots!

Comenzaron a agitar el árbol en el que estaba aferrado, las uñas clavadas en la corteza. Vio que un monito, sorprendido, desde un árbol próximo lo miraba moviendo curiosamente la cabeza. A veces miraba había abajo. El miedo incitaba a Alejo Siegall a gritar, a pedir clemencia. Se mordía los labios. Y, sin decir palabra, pensaba: “Hubiera querido ser un mono. ¡Hubiera sido mejor! Ahora estaría libre, sin miedo, dueño verdaderamente de la vida . . . ”.

Su árbol se movía más y más. Al fin se quebró y comenzó a caer, pero el extremo más elevado se apoyó en la horqueta de otro árbol.

Los robots, en silencio, querían arrancar el árbol que servía de apoyo al derribado. Furiosamente. Alejo Siegall se desprendió. Quedó aferrado al tronco con las manos entumecidas, el cuerpo colgando. Le parecía que el cerebro estaba en las manos. Que eran los dedos los que sentían, y sufrían y pensaban, y hubieran querido gritar. No iba a poder resistir mucho. El árbol se agitaba. Todo se agitaba alocadamente: los árboles, los robots, el monito, los rayos del Sol que se filtraban entre las ramas de los árboles, una flor amarilla que colgaba, como Alejo Siegal!, asida a un hilo imperceptible, como una hermosa araña de oro.

Un terrible sacudón lo hizo caer. De pronto, Alejo Siegall sintió que caía hacia arriba. No se elevaba: caía. Y desaparecía la selva. Y, precisamente sobre la copa de todos los árboles, se abría un espacio rosado, cóncavo, como una runa para recibirlo, y en su suavidad inefable estaba él, deslumbrado, gozoso, con incontenibles deseos de llorar de júbilo porque había llegado a donde quería llegar. ¿Lloraba?

Había una voz total, que llenaba el Universo, que brotaba de cada cosa y salía, a la vez, del todo, para entrar en cada cosa. Era una voz azul. Era un color, no un sonido. No la escuchaba. La sentía. Era una voz como la palabra más breve y, no obstante, le daba todas las respuestas a todas las preguntas. Y no era una voz, ni un color, ni una palabra, y era todo eso y una música, y un sueño leve que le permitía dormir placenteramente y seguir viendo y escuchando, y eran dos manos tibias en las que cabía él como un agua fugitiva retenida en la cuenca de dos manos ahuecadas como un nido, en donde estaba él, Alejo Siegall, recibido así, con la voz, el color, la palabra, la música, las manos inmensas, suaves, inmóviles, eternas, como si nunca se hubiera ido de allí, turbado un poco solamente porque presentía que, alguna vez, había estado en otra parte, inexplicablemente.

Si invisible, inubicable, para siempre hecho ternura, hubiera podido decir algo, habría dicho por primera vez:

—¡Soy feliz!

Dos palabras gastadas, demasiado deterioradas por el uso, pequeñas para contener tanto, inútiles ahora, en ese momento. Quizás hubiera podido expresarse mejor, para significar mucho más, exclamando:

—¡Oh!

Abajo, el cuerpo de Alejo Siegall estaba despedazado.

Así fue cómo los robots creyeron que habían matado al último hombre de la Tierra.