Cuentos para ver

FRRITT-FLACC - Julio Verne

Frritt!… es el viento desencadenado.

¡Flacc!… es la lluvia que cae a torrentes.

Esa ráfaga mugiente curva los árboles de la ladera volsiniana y va a romperse contra el flanco de las montañas de Crimma. A lo largo del litoral, altas rocas son incesantemente roídas por las olas de ese vasto mar de la Megalócrida[1].

¡Frritt!… ¡Flacc!

En el fondo del puerto se oculta la pequeña población de Luktrop. Unos cuantos cientos de casas, con miradores verdosos que a duras penas las defienden de los vientos de alta mar. Cuatro o cinco calles empinadas, más barrancos que calles, pavimentadas con guijarros, sucias de las escorias que proyectan los conos eruptivos del fondo. El volcán no está lejos, el Vanglor. Durante el día, el impulso interior se expande en forma de vapores sulfurosos. Durante la noche, a cada minuto, grandes vómitos de llamas. Como un faro, con un alcance de ciento cincuenta kertses, el Vanglor señala el puerto de Luktrop a los barcos de cabotaje, felzanes, verliches o balanzes[2], cuya roda sierra las aguas de la Megalócrida.

Al otro lado de la villa se amontonan algunas ruinas de la época crimmeriana. Luego, en el arrabal de aspecto árabe, una alcazaba, de muros blancos, techos redondos y terrazas devoradas por el sol —montón de cubos de piedras arrojadas al azar—. Auténtico montón de dados cuyos puntos se habrían borrado bajo la pátina del tiempo.

Entre otros destaca el Seis-Cuatro, nombre dado a una extraña construcción que tiene seis aberturas en una cara, y cuatro en la otra.

Un campanario domina la villa, el campanario cuadrado de Sainte-Philfilène, con campanas suspendidas entre la separación de los muros de sostén, y que el huracán echa al vuelo algunas veces. Mala señal. Entonces en toda la región cunde el miedo.

Así es Luktrop. Además, viviendas dispersas en el campo, en medio de las retamas y los brezos, passim, como en Bretaña. Pero no estamos en Bretaña. ¿Estamos en Francia? No sé. ¿En Europa? Lo ignoro.

En cualquier caso, no busquéis Luktrop en el mapa, ni siquiera en el atlas de Stieler.

II

¡Froc!… Han dado un discreto golpe en la estrecha puerta del Seis-Cuatro, en la esquina izquierda de la calle Messaglière. Es una casa de las más confortables —si es que este término puede usarse en Luktrop—, una de las más ricas —si es que ganar un año con otro algunos miles de fretzers constituye riqueza—.

Al golpe ha respondido uno de esos ladridos salvajes, en los que hay mucho de aullido, que sería el ladrido de un lobo. Luego, una ventana se abre en la parte superior de la puerta del Seis-Cuatro.

—¡Al diablo con los importunos! —dijo una voz malhumorada.

Una joven tiritando bajo la lluvia, envuelta en una mala capa, pregunta si el doctor Trifulgas está en casa.

—Está o no está… ¡eso según!

—Vengo porque mi padre está muriéndose.

—¿Dónde está muriéndose?

—Por la parte del Val Karniou, a cuatro kertses de aquí.

—¿Y cómo se llama?…

—Vort Kartif.

—Vort Kartif… ¿el hornero?

—Sí, y si el doctor Trifulgas…

—¡El doctor Trifulgas no está!

Y la ventana se cerró brutalmente mientras los Frritts del viento y los Flaccs de la lluvia se confundían en un alboroto ensordecedor.

III

Un hombre duro el doctor Trifulgas. Poco compasivo, que solo curaba a cambio de dinero pagado por adelantado. Su viejo Hurzof —una mezcla de bulldog y podenco— habría tenido más corazón que él. La casa del Seis-Cuatro, inhospitalaria para los pobres, solo se abría para los ricos. Además, todo tenía su tarifa: tanto por una fiebre tifoidea, tanto por una congestión, tanto por una pericarditis y otras enfermedades que los médicos se inventan por docenas. Y el hornero Vort Kartif era un hombre pobre, de una familia miserable. ¿Por qué iba a molestarse el doctor Trifulgas, y en semejante noche?

—¡Solo el haberme hecho levantar —murmuró al acostarse— ya valía diez fretzers!

Apenas habían transcurrido veinte minutos cuando la aldaba volvió a golpear la puerta del Seis-Cuatro.

Gruñendo, el doctor abandonó su cama y asomándose a la ventana gritó:

—¿Quién va?

—Soy la mujer de Vort Kartif.

—¿El hornero del Val Karniou?

—Sí, y, si usted se niega a ir, él morirá.

—Bueno, se quedará usted viuda.

—Aquí tiene veinte fretzers

—¿Veinte fretzers por ir al Val Karniou, que está a cuatro kersters de aquí?

—¡Por favor!

—¡Al diablo!

Y la ventana volvió a cerrarse. ¡Veinte fretzers! ¡Vaya una ganancia! Arriesgarse a un catarro o a unas agujetas por veinte fretzers, sobre todo cuando, al día siguiente, a uno le esperan en Kiltreno, en casa del rico Edzignov, el gotoso, ¡cuya gota se explota a cincuenta fretzers la visita!

Con esta agradable perspectiva, el doctor Trifulgas volvió a dormirse con un sueño más profundo que antes.

IV

¡Frritt!… ¡Flacc!… Y luego, ¡froc!… ¡froc!… ¡froc!

A la ráfaga se han unido esta vez tres golpes de aldaba, dados con una mano más decidida. El doctor dormía. Se despertó, ¡pero de qué humor! Cuando abrió la ventana, el huracán entró como en una lluvia de metralla.

—Es por el hornero…

—¡Otra vez ese miserable!

—¡Soy su madre!

—¡Ojalá la madre, la mujer y la hija revienten con él!

—¡Ha tenido un ataque!…

—¡Pues que se defienda!

—Nos han dado algún dinero —prosiguió la abuela—, un adelanto por la casa que hemos vendido al comendador Dontup, de la calle Messaglière. ¡Si usted no va, mi nieta se quedará sin padre, mi hija se quedará sin marido, y yo sin hijo!…

Era lastimero y terrible oír la voz de aquella vieja, pensar que el viento le helaba la sangre en las venas y que la lluvia le calaba los huesos debajo de su escasa carne.

—¡Un ataque son doscientos fretzers! —respondió el despiadado Trifulgas.

—¡Solo tenemos ciento veinte!

—¡Buenas noches!

Y la ventana se cerró de nuevo. Pero, después de reflexionar, aquellos ciento veinte fretzers por hora y media de carrera, más media hora de visita, seguían siendo sesenta fretzers la hora —un fretzer por minuto—. Pequeño beneficio, aunque sin embargo nada desdeñable.

En lugar de acostarse de nuevo, el doctor se embutió en su traje de valvêtre, bajó con sus grandes botas de pantano, se metió en su hopalanda de lurtaine, y, con su surouët en la cabeza y sus manoplas en las manos, dejó la lámpara encendida cerca de su Códex, abierto en la página 197. Luego, empujando la puerta del Seis-Cuatro, se detuvo en el umbral.

¡Allí estaba la vieja, apoyada en su bastón, descarnada por sus ochenta años de miseria!

—¿Dónde están los ciento veinte fretzers?

—Aquí, ¡y que Dios se los devuelva centuplicados!

—¡Dios! ¡El dinero de Dios! ¿Ha visto alguna vez alguien de qué color es?

El doctor silbó a Hurzof, le puso una pequeña linterna en el hocico, y tomó el camino del mar.

La vieja lo seguía.

V

¡Qué tiempo de Frritts y de Flaccs! Las campanas de Sainte-Philfilène se han echado al vuelo bajo la borrasca. Mala señal. ¡Bah!, el doctor Trifulgas no es supersticioso. No cree en nada, ni siquiera en su ciencia —salvo por lo que esa ciencia le reporta—. ¡Qué tiempo, pero también qué camino! Guijarros y escorias —los guijarros, resbaladizos por las algas, las escorias, que crepitan como residuos de minerales ferrosos y de hulla—. Solo la luz de la linterna del perro Hurzof, vaga, vacilante. A veces, la erupción de llamas del Vanglor, en medio de las cuales parecen agitarse grandes siluetas borrosas. En realidad, no se sabe qué hay en el fondo de esos cráteres insondables. Quizá las almas del mundo subterráneo, que se volatilizan al salir.

El doctor y la vieja siguen el contorno de las pequeñas bahías del litoral. El mar está blanco, de un blanco lívido —un blanco de duelo—. Riela descrestándose en la línea fosforescente de la resaca, que parece verter ollas de gusanos de luz sobre la playa.

Ambos suben así hasta el recodo del camino, entre las dunas onduladas, cuyas retamas y juncos chocan entre sí con un ruido de bayonetas.

El perro se había acercado a su amo y parecía decirle:

—¡Eh! ¡Ciento veinte fretzers para meter en el arcón! ¡Así es como se hace fortuna! ¡Una fanega más en el cercado de la viña! ¡Un plato más en la cena! ¡Un plato de papas más para el fiel Hurzof! ¡Cuidemos a los ricos enfermos, y sangrémosles… la bolsa!

En ese punto la vieja se detiene. Con su dedo trémulo señala, en la sombra, una luz rojiza. Es la casa de Vort Kartif, el craquelinier[3].

—¿Allí? —dice el doctor.

—Sí —responde la vieja.

—¡Harrauah! —ladra el perro Hurzof.

De repente el Vanglor explota, sacudido hasta los contrafuertes de su base. Un chisporroteo de llamas fuliginosas sube hasta el cénit, agujereando las nubes. El doctor Trifulgas ha sido derribado de repente.

Blasfema como un cristiano, se levanta, mira.

La vieja ya no está detrás de él. ¿Ha desaparecido en alguna hendidura del suelo, o ha volado a través de las fluctuantes brumas?

En cuanto al perro, sigue allí, de pie sobre sus patas traseras, con las fauces abiertas y la linterna apagada.

—¡Sigamos! —murmura el doctor Trifulgas.

El honrado hombre ha recibido sus ciento veinte fretzers. Ahora tiene que ganárselos.

VI

Solo un punto luminoso, a medio kertse. Es la lámpara del moribundo —quizá del muerto—. Sí, es la casa del craquelinier. La abuela la ha señalado con el dedo. No hay error posible.

En medio de Frritts silbantes, de Flaccs crepitantes, en el tumulto de la tormenta, el doctor Trifulgas camina con paso presuroso.

A medida que avanza, la casa se dibuja mejor, ya que está aislada en medio de la landa.

Es extraordinario observar lo mucho que se parece a la del doctor, al Seis-Cuatro de Luktrop. La misma disposición de ventanas en la fachada, la misma puertecita arqueada.

El doctor Trifulgas se apresura con toda la rapidez que le permite la ráfaga. La puerta está entreabierta, basta con empujarla, la empuja, entra, y el viento vuelve a cerrarla a su espalda, de forma brutal. Fuera, el perro Hurzof aúlla, callándose a intervalos, como los chantres entre los versículos de un salmo de las Cuarenta Horas[4].

¡Qué extraño! Se diría que el doctor Trifulgas ha vuelto a su propia casa. Sin embargo, no se ha perdido. No ha dado ninguna vuelta. Está desde luego en el Val Karniou, no en Luktrop. Y sin embargo, el mismo corredor bajo y abovedado, la misma escalera de caracol de madera, de gruesa barandilla, gastada por el roce de las manos.

Sube. Llega al descansillo. Delante de la puerta, un débil resplandor se filtra por debajo, como en el Seis-Cuatro. ¿Es una alucinación? En la luz vaga reconoce su cuarto, el canapé amarillo a la derecha, el bargueño de viejo peral a la izquierda, el arcón reforzado donde pensaba depositar sus ciento veinte fretzers. Aquí su orejero de cuero, allí su mesa de patas retorcidas, y encima, junto a la moribunda lámpara, su Códex, abierto en la página 197.

—¿Qué me pasa? —murmura.

¿Qué le pasa? Tiene miedo. Sus pupilas se han dilatado. Su cuerpo está como contraído, debilitado. Un sudor helado enfría su piel, sobre la que siente correr rápidas horripilaciones.

¡Pero date prisa! Falta aceite, la lámpara va a apagarse, ¡el moribundo también!

Sí, la cama está ahí, su cama, de columnas, con baldaquino, tan larga como ancha, cerrada con cortinas de grandes rameados. ¿Es posible que eso sea el catre de un miserable craquelinier?

Con mano temblorosa, el doctor Trifulgas agarra las cortinas. Las abre, mira.

El moribundo, con la cabeza fuera de las mantas, permanece inmóvil, como a punto de soltar su último aliento. El doctor se inclina sobre él…

¡Ah!, qué grito, al que fuera responde un siniestro ladrido del perro.

El moribundo no es el craquelinier Vort Kartif… ¡Es el doctor Trifulgas!… Es a él a quien la congestión ha golpeado, ¡es él mismo! Una apoplejía cerebral, con repentina acumulación de serosidad en las cavidades del cerebro, con parálisis del cuerpo en el lado opuesto a aquel en el que se encuentra el punto de la lesión.

¡Sí!, es él, han venido a buscarle, ¡por él han pagado ciento veinte fretzers! ¡Él, que por dureza de corazón se negaba a ir a cuidar al craquelinier pobre! ¡Es él el que va a morir!

El doctor Trifulgas está como loco. Se siente perdido. Los accidentes aumentan de minuto en minuto. No solo todas las funciones de relación se suprimen en él, sino que los movimientos del corazón y de la respiración van a cesar. Y, sin embargo, ¡aún no ha perdido por completo la consciencia de sí mismo!

¿Qué hacer? ¿Disminuir la masa de la sangre mediante una emisión sanguínea? Si vacila, el doctor Trifulgas está muerto.

En aquel tiempo todavía se sangraba, y, como ahora, los médicos curaban la apoplejía a todos aquellos que no debían morir por ella.

El doctor Trifulgas coge su maletín, saca su lanceta, pincha la vena del brazo de su sosia. La sangre no llega al brazo. Le hace enérgicas fricciones en el pecho. El juego del suyo se detiene. Le quema los pies con piedras calientes. Los suyos se enfrían.

Entonces su sosia se levanta, se debate, lanza un supremo estertor…

Y el doctor Trifulgas, a pesar de todo lo que ha podido inspirarle la ciencia, se muere entre sus propias manos. ¡Frritt!… ¡Flacc!


VII

Por la mañana, en la casa del Seis-Cuatro, solo se encontró un cadáver, el del doctor Trifulgas. Lo metieron en un ataúd, y lo llevaron con gran pompa al cementerio de Luktrop, después de tantos otros a los que él había enviado allí, según la fórmula.

En cuanto al viejo Hurzof, se dice que, desde ese día, corre por la landa, con su linterna encendida de nuevo, aullando al perro «perdido».

No sé si esto es así, pero pasan tantas cosas extrañas en esa región de la Volsinia, ¡precisamente en los alrededores de Luktrop!

Por otra parte, lo repito, no busquen esa población en el mapa. Los mejores geógrafos no han podido ponerse todavía de acuerdo sobre su situación en latitud, ni siquiera en longitud.

UN HOMBRE CUIDADOSO MUERE - Ray Bradbury


Duermes sólo cuatro horas cada noche. Te acuestas a las once y te levantas a las tres y todo es claro como el cristal. Comienzas entonces el día, tomas el café, lees un libro una hora, escuchas la música y las voces tenues, lejanas, irreales de las estaciones de radio antes del amanecer y quizá sales a dar un paseo, asegurándote siempre de llevar contigo el permiso especial de la policía. Te han detenido antes por caminar tarde y a horas insólitas y fue molesto; entonces conseguiste, finalmente, un permiso especial. Ahora puedes caminar y silbar donde quieras, las manos en los bolsillos, los tacos golpeando el pavimento en un tempo lento, fácil.
Eso ha estado ocurriendo desde que tenías dieciséis años de edad. Ahora tienes veinticinco, y cuatro horas cada noche es todavía sueño suficiente. Tienes pocos objetos de vidrio en la casa. Te afeitas con una afeitadora eléctrica, porque una navaja te corta a veces, y no puedes permitirte sangrar. Eres hemofílico. Empiezas a sangrar y no paras. Tu padre era igual, aunque fue sólo un espantoso ejemplo. Se cortó un dedo una vez, bastante profundamente, y murió desangrado camino del hospital. Había también hemofílicos por el lado materno de tu familia, y de ahí heredaste la enfermedad. En el bolsillo interior derecho del saco llevas siempre un pequeño frasco de tabletas coagulantes. Si te cortas te las tragas inmediatamente. La fórmula coagulante se extiende por tu cuerpo para proporcionar el material coagulante necesario y cortar la hemorragia. Esa es tu vida, entonces. Sólo necesitas cuatro horas de sueño y no te acercas a objetos afilados. Cada día vigil de tu vida es casi dos veces más largo que el del hombre común, pero tu expectativa de vida es corta en definitiva, eso equilibra irónicamente las cosas. Faltan muchas horas para que llegue el correo de la mañana. De modo que escribes con la máquina cuatro mil palabras de un relato. A las nueve, cuando sale un chasquido del buzón delante de la puerta, apilas las hojas mecanografiadas, verificas la copia de carbónico y archivas todo bajo el título de Novela en proceso. Luego, fumando un cigarrillo, vas a buscar el correo.
Sacas el correo del buzón. Un cheque de una revista nacional por trescientos dólares, dos cuentos rechazados por editoriales menores, y una pequeña caja de cartón atada con un hilo verde. Después de mirar las cartas pasas a la caja, la desatas, levantas la tapa, metes la mano y sacas lo que hay dentro.
—¡Maldición!
Sueltas la caja. Una salpicadura roja corre por tus dedos. Algo brillante ha relampagueado en el aire, en un movimiento cortante. El zumbido de un resorte metálico.
La sangre comienza a salir rápidamente de tu mano herida. Miras la mano un instante, miras el objeto afilado en el suelo, ¡el pequeño y brutal artefacto con la navaja de afeitar sujeta en una trampa con resorte que se cerró cuando la sacabas, sorprendiéndote!
Buscando a tientas, temblando, metes la mano en el bolsillo, derramándote sangre por todo el cuerpo, y sacas el frasco de tabletas y te tragas varias juntas. Luego, mientras esperas que la sangre coagule, te envuelves la mano en un pañuelo y, con cuidado, tomas el artefacto y lo pones sobre la mesa. Después de mirarlo diez minutos te sientas y sacas torpemente un cigarrillo, y los párpados te tiemblan y dan tirones, y la vista derrite y endurece y vuelve a derretir los objetos de la habitación, y finalmente tienes la respuesta.
...Hay alguien que no me quiere. Hay alguien que no me quiere nada...
Suena el teléfono. Levantas el tubo.
—Habla Douglas.
—Hola, Rob. Soy Jerry.
—Oh, Jerry.
—¿Cómo estás, Rob?
—Pálido y agitado.
—¿Por qué?
—Alguien me mandó una navaja de afeitar en una caja.
—No bromees.
—Hablo en serio. Pero no quieres escuchar.
—¿Cómo va la novela, Rob?
—No podré terminarla nunca si la gente sigue enviándome objetos cortantes. Espero recibir un vaso de cristal de Suecia tallado en el próximo correo. O el estuche de un mago, con un gran espejo plegable.
—Suena rara tu voz —dice Jerry.
—No me sorprende. En cuanto a la novela, Gerald, todo anda magníficamente. Acabo de hacer otras cuatro mil palabras. En esta escena muestro el gran amor de Anne J. Anthony por el señor Michael M. Horn.
—Te estás buscando dificultades, Rob.
—Lo descubrí hace un instante.
Jerry dice algo entre dientes.
—Mike no me tocaría, Jerry —dices—, por lo menos directamente. Tampoco Anne. Después de todo Anne y yo estuvimos comprometidos una vez. Eso fue antes de que yo descubriese lo que hacían. Las fiestas que daban, las agujas que entregaban a la gente, llenas de morfina.
—Sin embargo, quizá intenten detener tu novela, de algún modo.
—Te creo. Ya lo intentaron. Esta caja que vino por el correo. Bueno, quizá no fueron ellos, sino una de las otras personas, alguna de las otras que menciono en el libro.
—¿Hablaste últimamente con Anne? —pregunta Jerry.
—Sí —dices.
—¿Y sigue prefiriendo esa clase de vida?
—Es una vida muy excitante. Cuando tomas algunas clases de narcóticos ves muchas imágenes hermosas.
—Yo no creería eso de Anne; no parece el tipo de persona.
—Es tu complejo de Edipo, Jerry. A las mujeres nunca las ves como hembras. Las ves como tallas de marfil sobre pedestales rococó, lavadas, floreadas, asexuadas. Amaste a tu madre demasiado completamente. Por suerte yo soy más ambivalente. Anne me tuvo engañado durante un tiempo. Pero una noche se divertía tanto que pensé que estaba borracha, y luego lo primero que supe fue que me estaba besando y metiéndome una aguja pequeña en la mano y diciendo: "Vamos, Rob, por favor. Te va a gustar". Y la aguja estaba tan llena de morfina como Anne.
—Y eso fue todo —dice Jerry en el otro extremo de la línea.
—Eso fue todo —dices—. Entonces hablé a la policía y al Departamento de Narcóticos, pero hay un problema en alguna parte y tienen miedo de actuar. O es eso o les pagan bien. Un poco las dos cosas, sospecho. Siempre hay alguien en alguna parte de cada sistema que atasca la cañería. En el Departamento de Policía siempre hay un tipo que hace un poco de dinero con esos arreglos y daña el buen nombre de la institución. Es un hecho. No puedes ignorarlo. Los hombres son humanos. Yo también. Si no puedo destapar la cañería de un modo, la destapo de otro. Esta novela mía, no es necesario que lo diga, destapará la cañería.
—Te puedes ir por el desagüe con todo, Rob. ¿De veras crees que tu novela hará que los muchachos de los narcóticos actúen?
—Esa es mi intención.
—¿No pueden demandarte?
—Me he cuidado de eso. Firmo un papel con los editores absolviéndolos de toda culpa, diciendo que todos los personajes de esta novela son ficticios. Por lo tanto, si he mentido a los editores ellos no son culpables. Si me demandan, las regalías de la novela serán usadas en mi defensa. Y tengo pruebas de sobra. Entre paréntesis, es una novela magnífica.
—En serio, Rob. ¿Te mandó alguien una navaja de afeitar en una caja?
—Sí, y ahí está mi mayor peligro. Espeluznante. No se atreven a matarme directamente. Pero si yo muriese de mi propia distracción natural y de mi característica sanguínea heredada, ¿quién podría echarles la culpa? No me cortan la garganta, eso sería bastante obvio. Pero una navaja de afeitar, o un clavo, o el borde del volante de mi coche preparado con hojas de cuchillo... es todo muy melodramático. ¿Cómo va tu novela, Jerry?
—Lenta. ¿Qué te parece si almorzamos juntos hoy?
—Muy bien. ¿El Brown Derby?
—De veras te estás buscando dificultades. ¡Sabes de sobra que Anne come allí todos los días con Mike!
—Me estimula el apetito, Gerald, viejo. Hasta luego.
Cuelgas el auricular. Tu mano está bien ahora. Silbas mientras la vendas en el baño Luego echas una ojeada al pequeño artefacto de la navaja. Un mecanismo primitivo. Las probabilidades de que funcionase no llegaban siquiera al cincuenta por ciento.
Te sientas y escribes otras tres mil palabras, estimulado por los acontecimientos tempranos de la mañana.
El asa de la puerta de tu coche ha sido limada durante la noche, adelgazada hasta quedar como el filo de una navaja. Goteando sangre, vuelves a la casa a buscar más vendas. Te tragas unas píldoras. La hemorragia se corta. Después de depositar los dos nuevos capítulos del libro en la caja de seguridad del banco vas en el coche hasta el Brown Derby y te reúnes con Jerry Walters. Jerry Walters parece tan eléctrico y pequeño corno siempre, carrillos oscuros, los ojos saltones detrás de lentes gruesos.
—Anne está dentro —sonríe, mostrando los dientes—. Y Mike está con ella. Yo me pregunto: ¿para qué queremos comer aquí? —La sonrisa se apaga, y te mira fijamente, te mira la mano—. ¡Necesitas un trago! Por aquí. Allí está Anne, en aquella mesa. Salúdala con la cabeza.
La estoy saludando. Miras a Anne, sentada a una mesa en un rincón, con una deportiva túnica de monje entretejida con hilo dorado y plateado, un collar de joyas aztecas en bronce alrededor del cuello bronceado. El pelo de ella tiene el mismo color. Al lado de Anne, detrás de un cigarro y una nube de humo, está la figura bastante alta, enjuta, de Michael Horn, que parece exactamente lo que es: jugador, especialista en narcóticos, sibarita por excelencia, amante de las mujeres, soberano de los hombres, que usa diamantes y calzoncillos de seda. No te gustarla darle la mano. Esa manicura parece demasiado refinada. Te sientas y pides una ensalada. La estás comiendo cuando Anne y Mike pasan junto a la mesa, después del cóctel.
—Hola, canalla —le dices a Mike Horn. Detrás de Horn está su guardaespaldas, un joven de Chicago de veintidós años llamado Britz, con un clavel en la solapa negra del saco y el pelo negro engrasado, y los ojos cosidos por pequeños músculos en los bordes, lo que le da un aspecto triste.
—Hola, Rob, querido —dice Anne—. ¿Cómo va el libro?
—Bien, bien. Tengo un nuevo capitulo, magnifico, sobre ti, Anne.
—Gracias, querido.
—¿Cuándo vas a dejar a ese duende loco? —le preguntas, sin mirar a Mike.
—Después de matarlo —dice Anne.
Mike lanza una carcajada.
—Muy bueno. Ahora nos vamos. Estoy cansado de ese tonto.
Derribas algunas cosas de la mesa. Un montón de platos caen al suelo. Casi le pegas a Mike. Pero Britz y Anne y Jerry se unen contra ti y tú entonces te sientas, la sangre golpeándote los oídos, y la gente levanta los platos y te los entrega.
—Hasta luego —dice Mike.
Anne sale por la puerta como el péndulo de un reloj y tú te fijas en la hora. Mike y Britz salen detrás. Miras la ensalada. Mueves la mano y levantas el tenedor. Lo clavas en la comida.
Llevas la comida a la boca.
Jerry te mira fijamente.
—Por Dios, Rob, ¿qué te pasa?
Tú no hablas. Apartas el tenedor de los labios.
—¿Qué te pasa, Rob? ¡Vamos, dime!
Escupes. Jerry jura entre dientes. Sangre.
Tú y Jerry salen del edificio Taft y ahora hablan por señas. Tienes una gasa en la boca. Hueles a desinfectante.
—Pero no veo cómo —dice Jerry. Tú mueves las manos, explicándole—. Sí, ya sé, la pelea en el Derby. El tenedor cae al suelo. —Haces otro ademán. Jerry explica la pantomima—. Mike, o Britz, lo levanta, te lo devuelve, pero te da en cambio un tenedor afilado, preparado.
Asientes con la cabeza, violentamente, sonrojándote.
—O quizá fue Anne —dice Jerry.
No, sacudes la cabeza. Tratas de explicar con mímica que si Anne supiera esto dejarla a Mike inmediatamente. Jerry no entiende, y te mira a través de los gruesos lentes. Sudas.
La lengua es un sitio malo para un corte. Conociste una vez a un tipo que tenía la lengua cortada, y la herida no curaba nunca, aunque ya no sangraba. ¡Imagínate eso en un hemofílico! Haces ademanes ahora, forzando una sonrisa mientras subes al coche. Jerry bizquea, piensa, entiende.
—Oh —se ríe—. ¿Quieres decir que lo único que te falta ahora es una puñalada en la espalda?
Asientes, le das la mano, arrancas en el coche. De pronto la vida deja de ser divertida. La vida es real. La vida es lo que sale de tus venas ante la menor invitación. Inconsciente, tu mano va una y otra vez al bolsillo de tu chaqueta donde están escondidas las tabletas. Las buenas y viejas tabletas.
Es aproximadamente en ese momento cuando te das cuenta de que te están siguiendo. Doblas a la izquierda en la primera esquina y piensas, rápido. Un accidente. Tú mismo desmayado y sangrando. Inconsciente, no podrás darte nunca la dosis de esas preciosas pildoritas que llevas en el bolsillo. Pisas el acelerador. El coche ruge, y miras atrás y el otro coche está aún siguiéndote, acortando la distancia. Un golpecito en la cabeza, el menor corte y estás perdido.
Doblas a la derecha en Wilcox, otra vez a la izquierda al llegar a Melrose pero aún están detrás. Puedes hacer una única cosa. Detienes el coche junto a la acera, sacas las llaves, bajas lentamente y te sientas en el césped de una casa. Cuando pasa el coche que te iba siguiendo, sonríes y saludas con la mano.
Mientras desaparece el coche crees sentir unas maldiciones. Caminas el resto del trayecto hasta la casa. En el camino llamas a un taller mecánico para que te retiren ellos el automóvil.
Aunque has vivido siempre, nunca has estado tan vivo como ahora: vivirás para siempre. Eres más listo que todos ellos juntos. Estás alerta. No podrán hacer ninguna cosa que tú no seas capaz de evitar de una manera u otra. Toda esa fe tienes en ti mismo. No puedes morir. Otras personas mueren, pero tú no. Tienes fe completa en tu capacidad para vivir. Nunca habrá una persona lo suficientemente lista como para matarte.
Puedes tragar una llama, atrapar balas de cañón, besar a mujeres que tienen antorchas por labios, golpear a gangsters debajo de la barbilla. ¿Ser como eres, con la clase de sangre que tienes en el cuerpo, te habrá hecho... un jugador? ¿Un aventurero? Debe de haber algo que explique tu deseo morboso de peligro o casi peligro. Bueno, explícalo de esta manera. Salir de cada experiencia sano y salvo te alimenta tremendamente el ego. Admite que eres una persona engreída, vanidosa, con ideas morbosas de autodestrucción. Ideas ocultas, naturalmente. Nadie admite exteriormente que desea morir, pero ese deseo está adentro, en algún sitio. La propia conservación y la voluntad de morir, tirando hacia delante y hacia atrás. El instinto de muerte metiéndote en dificultades, el instinto de conservación sacándote de ellas. Y tú odias a esas personas y te ríes de ellas al ver que retroceden y se retuercen mientras tú sales ileso e intacto. Son inferiores, cobardes, vulgares. Y pensar que Anne antes que preferirte a ti prefiere los narcóticos te produce algo más que fastidio. La aguja le resulta más estimulante. ¡Maldita sea! Y sin embargo a ti ella también te resulta estimulante... y peligrosa. Pero correrás el riesgo con ella, en cualquier momento, sí, en cualquier viejo momento...
Son otra vez las cuatro de la mañana. La máquina de escribir tabletea bajo tus dedos, y suena el timbre. Te levantas y vas hacia la puerta, en el silencio total antes del amanecer. Lejos, en el otro lado del universo, la voz dice:
—Hola, Rob. Anne. ¿Acabas de levantarte?
—Exacto. Es la primera vez que vienes en varios días, Anne.
Abres la puerta y entra Anne, despidiendo un agradable perfume.
—Estoy cansada de Mike. Me enferma. Necesito una buena dosis de Robert Douglas. Estoy cansada de veras, Rob.
—Sí, das esa impresión. MI pésame.
—Rob...
Una pausa.
—¿SI?
Una pausa.
—Rob, ¿podríamos irnos de aquí mañana? Quiero decir, hoy, esta tarde. ¿A algún sitio en la costa, tirarnos al sol y dejar que nos queme? Lo necesito, Rob, lo necesito mucho.
—Sí, claro. Por supuesto. Sí. ¡Claro que sí!
—Me gustas, Rob. Sólo quisiera que no estuvieses escribiendo esa maldita novela.
—Si te apartaras de esa gentuza quizá dejaría de trabajar en ella —dices—. Pero no me gustan las cosas que te hicieron. ¿Te contó Mike lo que me está haciendo?
—¿Está haciendo algo, querido?
—Está tratando de desangrarme. Quiero decir que de veras está tratando de desangrarme. Tú conoces a Mike por dentro, ¿no es así, Anne? Cobarde y asustado. Britz, Britz también. Conozco esa clase de gente. Se hacen los rudos para ocultar la cobardía. Mike no quiere matarme. Tiene miedo de matar. Piensa que puede sacarme de todo esto asustándome. Pero yo sigo adelante porque no creo que tenga coraje suficiente para terminar el asunto. Antes que llegar al asesinato prefiere arriesgarse con los narcóticos Conozco a Mike.
—¿Pero me conoces a mí querido?
—Creo que sí.
—¿Mucho?
—Lo necesario.
—Podría matarte.
—No te atreverías. Me quieres.
—Me quiero a mí misma —ronronea Anne—, también.
—Siempre fuiste rara. Nunca supe, y sigo sin saberlo, qué es lo que te hace funcionar.
—El instinto de conservación.
Le ofreces un cigarrillo. Ella está muy cerca de ti. Mueves la cabeza, pensativo.
—Una vez vi cómo le arrancabas las alas a una mosca.
—Fue interesante.
—¿Disecaste gatitos embotellados en él colegio?
—Con placer.
—¿Sabes qué te producen los narcóticos?
—Eso también me da placer.
—¿Y esto?
Estás muy cerca y entonces sólo tienes que hacer un movimiento para juntar las caras. Los labios son tan buenos como parecen. Son tibios y activos y suaves.
Anne te aparta un poco.
—Esto también me da placer —dice.
La aprietas contra tu cuerpo, los labios encuentran otra vez los tuyos y cierras los ojos...
—¡Maldita sea! —dices, apartándote.
Una uña de Anne te ha mordido el pescuezo.
—Lo siento, querido. ¿Te lastimé? —pregunta.
—Todo el mundo quiere participar —dices. Sacas tu frasco favorito y tomas un par de píldoras—. Dios mío, muchacha, qué manera de apretar. Desde ahora trátame bondadosamente. Soy tierno.
—Lo siento. Me abandoné —dice Anne.
—Muy halagüeño. Pero si cuando te beso pasa esto, entonces si voy un poco más lejos yo me transformaría en una masa sangrante. Espera.
Más vendas en el pescuezo. Y otra vez a besarla.
—Hay que ser suave, muchacha. Iremos a la playa y te daré una conferencia sobre lo malo que es estar saturado de Michael Horn.
—Diga lo que yo diga, Rob, ¿tu seguirás adelante con la novela?
—La decisión está tomada. ¿Dónde estábamos? Ah, sí.
Los labios, otra vez.
Estacionas el coche en la cima soleada de un acantilado poco después del mediodía. Anne corre delante, bajando por las escaleras de madera. El viento le levanta el pelo bronceado, y el traje de baño azul le queda muy bien. Tú la sigues, pensativo. Estás lejos de todo. Los pueblos han desaparecido, la carretera está vacía. Allá abajo la playa, donde entra el mar, es ancha, árida, con grandes losas de granito volteadas y arrastradas por las rompientes. Aves zancudas chillan. Miras cómo camina Anne delante tuyo, bajando. "Qué tonta", piensas de ella. Caminan lentamente, tomados del brazo, y se detienen dejando que el sol les penetre en la piel. Ahora crees que todo es limpio y bueno, durante un rato. La vida es toda limpia y fresca, incluso la vida de Anne. Quieres hablar, pero tu voz suena extraña en ese silencio salobre, y de todos modos tienes aún la lengua dolorida del tenedor afilado. Caminan por la orilla del agua y Anne recoge algo.
—Un percebe —dice—, ¿Te acuerdas de cuando buceabas con tu tridente y tu casco de borde de goma? En la buena época.
"La buena época." Piensas en el pasado, en Anne y en ti y las cosas que tenían sentido para los dos. Subir por la costa. Pescar. Bucear. Pero aun en esa época Anne era una criatura misteriosa. No tenía ningún inconveniente en matar langostas. Le encantaba limpiarlas.
—Eras tan audaz, Rob. Bueno, todavía lo eres. Te arriesgabas a buscar orejas marinas cuando estos percebes te podrían haber cortado seriamente. Afilados como navajas.
—Ya lo sé —dices.
Anne lanza al aire el percebe. El percebe cae cerca de los zapatos que te has sacado. Cuando vuelves allí tienes cuidado de no pisarlo.
—Podríamos haber sido muy felices —dice Anne.
—Es agradable pensarlo, ¿verdad?
—Ojalá cambiases de opinión —dice Anne.
—Demasiado tarde —dices.
Anne lanza un suspiro.
Una ola muere en la orilla. No tienes miedo de estar aquí con Anne. No te puede hacer nada. Puedes manejarla. De eso estás seguro. No, éste será un día tranquilo, perezoso, sin acontecimientos. Tú estás alerta, preparado para cualquier eventualidad.
Te tiendes al sol y el sol te traspasa los huesos y te afloja adentro y te amoldas a los contornos de la arena. Anne está a tu lado y el sol le ilumina la nariz puntiaguda y centellea en las gotitas de sudor de la frente. Habla de cosas alegres y cosas intranscendentes y tú estás fascinado con ella; ¿cómo puede ser tan hermosa, una serpentina tirada en tu camino, y al mismo tiempo tan vil y mezquina adentro, en un sitio oculto que tú no puedes encontrar?
Te tiendes sobre el estómago y la arena es tibia. El sol es tibio.
—Te vas a quemar —dice Anne al fin, riendo.
—Supongo que sí —dices. Te sientes muy inteligente, muy inmortal.
—Vamos, déjame ponerte un poco de aceite en la espalda —dice Anne, abriendo el brillante rompecabezas chino del bolso de charol. Saca una botella de aceite amarillo puro—. Esto se interpondrá entre tu cuerpo y el sol —dice—. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —dices. Te sientes muy bien, muy superior.
Te humedece como a un cerdo en un asador. La botella está suspendida sobre tu cuerpo, y cae de ella, en los pequeños huecos de tu columna vertebral, un hilo de liquido amarillo y brillante y fresco. La mano de Anne lo extiende y va haciendo un masaje en tu espalda. Tú ronroneas como un gato, los ojos cerrados, mirando las pequeñas burbujas azules y amarillas que danzan contra tus párpados cerrados, y Anne derrama más líquido y ríe mientras hace el masaje.
—Ya me siento más fresco —dices.
Anne continúa con el masaje un minuto o más y luego se detiene y se queda a tu lado, callada. Pasa un largo tiempo, y tú estás allá abajo, cocinado en un horno de arena, sin deseos de moverte. De pronto el sol ya no es tan ardiente.
—¿Tienes cosquillas? —pregunta Anne, a tu espalda.
—No —dices, estirando hacia arriba las comisuras de la boca.
—Tienes una hermosa espalda —dice Anne—. Me encantarla hacerte cosquillas.
—Muy bien, adelante —dices.
—¿Tienes cosquillas aquí? —pregunta Anne.
Sientes un movimiento distante, letárgico en la espalda.
—No —dices.
—¿Aquí?
No sientes nada.
—Ni siquiera me estás tocando —dices.
—Leí una vez un libro —dice Anne—. Allí se afirmaba que las zonas sensorias de la espalda están tan poco desarrolladas que la mayoría de las personas no pueden saber con exactitud dónde las tocan.
—Tonterías —dices—. Tócame. Adelante. Te diré el sitio.
Sientes tres movimientos largos en la espalda.
—¿Y bien? —pregunta Anne.
—Me tocaste debajo de un omóplato, y recorriste quince centímetros. Lo mismo debajo del otro omóplato. Y luego por la columna vertebral. Ahí tienes.
—Eres muy listo. Abandono el juego. Eres demasiado bueno. Necesito un cigarrillo, y no me quedan más. ¿No te importa que vaya a buscar al coche?
—Voy yo —dices.
—No, está bien.
Anne se aleja en la arena. Miras cómo corre, en la pereza, en la somnolencia, en una atmósfera de calor en aumento. Piensas que es algo extraño que ella se lleve el bolso y la botella del liquido. Las mujeres. Pero igual no puedes evitar darte cuenta de que es hermosa, corriendo. Sube por los escalones de madera, da media vuelta, te saluda con la mano y sonríe. Tú le devuelves la sonrisa, y mueves la mano en un saludo breve, perezoso.
—¿Calor? —grita Anne.
—Estoy empapado —gritas en respuesta, perezosamente. Sientes el sudor que se arrastra por tu cuerpo. El calor está ahora en ti y tú te hundes en él como en un baño. Sientes que el sudor te corre por la espalda en torrentes, lejano y débil, como un hormigueo. Suda, piensas. Suda todo. Rayas de sudor que te bajan por las costillas y el estómago. Lanzas una carcajada. Dios, cuánta transpiración. Nunca sudaste así en tu vida. El aroma dulzón del aceite que te puso Anne llega ahora en el aire cálido. Amodorrado, amodorrado. Te sobresaltas. Levantas la cabeza. En lo alto del acantilado arranca el coche, y ahora, mientras miras y Anne te saluda con la mano, el coche relampaguea al sol, gira, baja y se aleja por la carretera. Así, simplemente.
—¡Bruja! —gritas, con rabia. Empiezas a ponerte de pie.
No puedes. El sol te ha debilitado. La cabeza te da vueltas. Maldita sea. Has estado sudando. Sudando.
Sientes un nuevo olor en el aire cálido. Algo tan conocido e intemporal como el olor salobre del mar. Un olor que es todo el terror del mundo para ti y los que son como tú. Gritas y te levantas, tambaleándote.
Tienes puesta una capa, una prenda escarlata. Se te adhiere a los muslos y, mientras observas, te envuelve la pelvis y se extiende y crece en tus piernas y tobillos. Es roja. El rojo más rojo en la tabla de los colores. El rojo más puro, más hermoso y más terrible que has visto jamás, y se extiende y crece y late sobre tu cuerpo.
Llevas las manos a la espalda. Tu boca emite palabras sin sentido. ¡Tus manos se cierran sobre tres largas heridas abiertas en la carne debajo de los omóplatos!
¡Sudor! Pensaste que estabas sudando. ¡Y era sangre! ¡Estabas allí tendido, pensando que era sudor, riéndote de eso y pasándolo bien! No sientes nada. Tus dedos se mueven y palpan torpemente, débilmente. En la espalda no sientes nada. Está insensible.
"Vamos, deja que te ponga un poco de aceite en la espalda", dice Anne muy lejos, en la brillante pesadilla de tu recuerdo. "Te vas a quemar". Una ola rompe en la orilla. En el recuerdo ves el largo hilo amarillo de líquido que cae en tu espalda, suspendido de los hermosos dedos de Anne. Sientes los masajes. Narcótico en una solución. Novocaína o cocaína o algo por el estilo en una solución amarilla que, luego de un tiempo en la espalda, adormecía todos los nervios. ¿Acaso Anne no sabe todo acerca de los narcóticos? La dulce, dulce y hermosa Anne.
—¿Tienes cosquillas? —pregunta. Anne, otra vez desde el recuerdo. Sientes náuseas. Y en tu mente, que da vueltas entre el rojo sangre, das la respuesta, como un eco. No. Adelante. Adelante. Adelante. Adelante... Adelante, Anne J. Anthony, dama hermosa. Adelante.
Con una bonita y afilada caparazón de percebe.
Buceabas buscando orejas marinas a corta distancia de la costa y te raspaste la espalda en una roca, contra un racimo de percebes afilados como navajas. Sí, eso es. Buceabas. Accidente. Qué bien planeado. La dulce, dulce Anne. ¿O te habrás afilado las uñas en una piedra, querida?
El sol está allá arriba en tu cerebro. La arena comienza a derretirse bajo tus pies. Tratas de encontrar los botones para desabrochar, arrancarte esta prenda roja. Insensatamente, ciegamente, a tientas, buscas botones. No hay ninguno. La prenda sigue sobre tu cuerpo. Qué ridículo, piensas, tontamente. Qué ridículo que te encuentren con esa ropa interior, esa ropa larga y roja: Qué ridículo. Tiene que haber cierres en algún sitio. Esos tres largos cortes pueden desaparecer subiendo el cierre, y entonces esa sustancia roja y escurridiza dejará de escapar de tu cuerpo. Tú, el hombre inmortal. Los cortes no son demasiado profundos. Si puedes encontrar a un médico. Si puedes tomar las tabletas. ¡Tabletas!
Caes hacia adelante sobre tu chaqueta, y buscas en un bolsillo y luego en otro, y vuelves la chaqueta al revés y le arrancas el forro y gritas y lloras y llegan cuatro olas a la orilla, a tu espalda, como trenes que pasan, rugiendo. Y vuelves a revisar uno tras otro los bolsillos vacíos, con la esperanza de que te hayas pasado uno por alto. Pero no hay más que hilachas, una caja de fósforos y dos talones de entradas para un teatro. Dejas caer la chaqueta.
—¡Anne, vuelve! —gritas—. ¡Vuelve! Hay cincuenta kilómetros hasta el pueblo, hasta un médico. No puedo caminar eso. No tengo tiempo.
Al pie del acantilado alzas la mirada. Ciento catorce escalones. El acantilado es escarpado, y brilla bajo el sol. No hay más remedio que subir los escalones.
Cincuenta kilómetros hasta el pueblo, piensas. Bueno, ¿qué son cincuenta kilómetros? ¡Qué día espléndido para caminar!