Cuentos para ver
EL CENTINELA - Arthur C. Clarke
La próxima vez que veáis la Luna llena allá en lo alto, por el Sur, mirad cuidadosamente al borde derecho, y dejad que vuestra mirada se deslice a lo largo y hacia arriba de la curva del disco. Alrededor de las 2 del reloj, notaréis un óvalo pequeño y oscuro; cualquiera que tenga una vista normal puede encontrarlo fácilmente. Es la gran llanura circundada de murallas, una de las más hermosas de la Luna, llamada Mare Crisium, Mar de las Crisis. De unos quinientos kilómetros de diámetro, y casi completamente rodeada de un anillo de espléndidas montañas, no había sido nunca explorada hasta que entramos en ella a finales del verano de 1966. Nuestra expedición era importante. Teníamos dos cargueros pesados que habían llevado volando nuestros suministros y equipo desde la principal base lunar de Mare Serenitatis, a ochocientos kilómetros de distancia. Había también tres pequeños cohetes destinados al transporte a corta distancia por regiones que no podían ser cruzadas por nuestros vehículos de superficie. Afortunadamente la mayor parte del Mare Crisium es muy llana. No hay ninguna de las grandes grietas tan corrientes y tan peligrosas en otras partes, y muy pocos cráteres o montañas de tamaño apreciable. Por lo que podíamos juzgar, nuestros poderosos tractores oruga no tendrían dificultad en llevarnos a donde quisiésemos. Yo era geólogo - o selenólogo, si queremos ser pedantes - al mando de un grupo que exploraba la región meridional del Mare. En una semana habíamos cruzado cien de sus millas, bordeando las faldas de las montañas de lo que había antes sido el antiguo mar, hace unos mil millones de años. Cuando la vida comenzaba sobre la Tierra, estaba ya muriendo aquí. Las aguas se iban retirando a lo largo de aquellos fantásticos acantilados, retirándose hacia el vacío corazón de la Luna Sobre la tierra que estábamos cruzando, el océano sin mareas había tenido en otros tiempos casi un kilómetro de profundidad, pero ahora el único vestigio de humedad era la escarcha que a veces se podía encontrar en cuevas donde la ardiente luz del sol no penetraba nunca. Habíamos comenzado' nuestro viaje temprano en la lenta aurora lunar, y nos quedaba aún una semana de tiempo terrestre antes del anochecer. Dejábamos nuestro vehículo media docena de veces al día, y salíamos al exterior en los trajes espaciales para buscar minerales interesantes, o colocar indicaciones para gula de futuros viajeros. Era una rutina sin incidentes. No hay nada peligroso, ni siquiera especialmente emocionante en la exploración lunar Podíamos vivir cómodamente durante un mes en nuestros tractores a presión, y si nos encontrábamos con dificultades siempre podíamos pedir auxilio por radio y esperar a que una de nuestras naves espaciales viniese a buscarnos. Cuando eso ocurría se armaba siempre un gran jaleo sobre el malgasto de combustible para el cohete, de modo que un tractor solamente enviaba un SOS en caso de verdadera necesidad. Acabo de decir que no había nada estimulante en la exploración lunar, pero, naturalmente, eso no es cierto. Uno no podía nunca cansarse de aquellas increíbles montañas, mucho más abruptas que las suaves colinas de la Tierra. Cuando doblábamos los cabos y promontorios de aquel desaparecido mar, no sabíamos nunca qué esplendores nos iban a ser revelados. Toda la curva sur del Mare Crisium es un vasto delta donde veinte ríos iban antes al encuentro del océano, alimentados quizá por las torrenciales lluvias que debieron haber batido las montañas en la breve época volcánica cuando la Luna era joven. Cada uno de aquellos valles era una invitación, retándonos a trepar a las desconocidas tierras altas de más allá. Pero aún nos quedaban más de cien kilómetros por recorrer, y no podíamos hacer otra cosa sino contemplar con nostalgia las alturas que otros deberían escalar. A bordo del tractor seguíamos la hora terrestre, y exactamente a las 22,00 enviábamos el mensaje final por radio, y cerrábamos para el resto del día. Fuera, las rocas ardían todavía bajo el sol casi vertical, pero para nosotros era de noche hasta que nos despertábamos ocho horas más tarde. Entonces uno de nosotros preparaba el desayuno, se oía mucho zumbar de máquinas de afeitar eléctricas, y alguien siempre ponía en marcha la radio de onda corta de la Tierra. En realidad, cuando el olor del tocino frito comenzaba a llenar la cabina, era a veces difícil no creer que estábamos de regreso en nuestro propio mundo, todo era tan normal y casero, excepto por la sensación de poco peso y por la extraña lentitud con que caían los objetos. Me tocaba a mí preparar el desayuno en el rincón de la cabina principal que servía de cocina. Después de tantos años, recuerdo aún vívidamente aquel instante, pues la radio acababa de tocar una de mis melodías favoritas, el viejo aire galés, «David de la Roca Blanca». Nuestro conductor estaba ya fuera en su traje espacial, inspeccionando nuestras bandas oruga. Mi ayudante, Louis Garnett, estaba de pie delante, haciendo algunas anotaciones en el diario de a bordo del día anterior. Mientras estaba de pie junto a la sartén, esperando, como cualquier ama de casa terrestre, que las salchichas se dorasen, dejé que mi mirada se pasease distraídamente por las paredes de la montaña que cubría todo el horizonte meridional, extendíéndose hasta perderse de vista hacia el Este y el Oeste, por debajo de la curva de la Luna. Parecían estar a unos dos kilómetros del tractor, pero sabía que la más cercana estaba a treinta kilómetros de distancia. En la Luna, como es natural, no hay pérdida de detalle con la distancia, nada de aquella neblina casi imperceptible que suaviza las cosas distantes de la Tierra. Aquellas montañas tenían tres mil metros de altura, y se erguían abruptamente desde la llanura, como si en edades pasadas alguna erupción subterránea las hubiese empujado hasta el cielo a través de la fundida corteza. La base de incluso la más cercana, estaba oculta de la vista por la pronunciada curvatura de la superficie del llano, pues la Luna es un mundo muy pequeño, y el horizonte estaba a solamente tres kilómetros del punto en donde me hallaba. Alcé los ojos hacia los picos que ningún hombre había escalado aún, picos que, antes de llegar la vida a la Tierra, habían contemplado cómo los océanos en retirada se hundían sombríamente en sus tumbas, llevándose con ellos la esperanza y la temprana promesa de un mundo. La luz del sol batía aquellos baluartes con un resplandor que hería los ojos, y sin embargo, muy poco por encima de ellos las estrellas brillaban fijamente en un cielo más negro que el de una noche de invierno en la Tierra. Apartaba yo la mirada cuando capté un brillo metálico en lo alto de una arista de un gran promontorio que se proyectaba hacia el mar, a unos cincuenta kilómetros hacia el Oeste. Era un punto de luz sin dimensiones, como si una estrella hubiese sido arrancada al cielo por uno de aquellos crueles picos, y me imaginé que alguna superficie lisa de roca recogía el resplandor del sol y lo reflejaba directamente hacia mis ojos Tales cosas no son raras. Cuando la Luna está en el segundo cuadrante, los observadores en la Tierra pueden ver a veces cómo las grandes cordilleras del Oceanus Procellarum arden con una iridiscencia azulblanca, al incidir sobre ellas la luz del sol y saltar de un mundo a otro. Pero tuve la curiosidad de saber qué clase de roca era la que tanto brillaba, y subí a la torrecilla de observación e hice girar hacia el Este nuestro telescopio de Díez centímetros. Pude ver lo suficiente para ser tentado. Claros y bien definidos en el campo visual, los picos de las montañas parecían estar a solamente un kilómetro, pero lo que fuera que captaba la luz del sol era aún demasiado pequeño para ser resuelto. Y sin embargo, parecía tener una elusiva simetría, y la cumbre sobre la que se elevaba era extrañamente plana. Contemplé largo rato aquel resplandeciente enigma, forzando mis ojos hacia el espacio, hasta que un olor de quemado procedente de la cocina me indicó que las salchichas de nuestro desayuno habían hecho en vano su viaje de más de un millón de kilómetros. Toda aquella mañana discutimos durante nuestra marcha a través del Mare Crisium, mientras las montañas occidentales se iban elevando hacia el cielo. Incluso cuando estábamos buscando minerales en nuestros trajes espaciales, continuamos la discusión por la radio. Mis compañeros mantenían que era absolutamente cierto que no había habido nunca ninguna forma de vida inteligente en la Luna. Los únicos seres vivientes que habían jamás existido allí, eran unas cuantas plantas primitivas y sus antepasados algo menos degenerados. Lo sabía tan bien como cualquier otro, pero hay ocasiones en que un científico no debe temer hacer el ridículo. - Escuchadme - dije al fin -, voy a subir allá aunque solamente sea para tranquilidad de conciencia. Aquella montaña tiene menos de cuatro mil metros de altura - es decir, solamente setecientos para la gravedad de la Tierra - y puedo hacer el recorrido en veinte horas a lo sumo. En todo caso, siempre he tenido ganas de subir a aquellas cumbres, y esto me proporciona una excelente excusa. - Si no te rompes la cabeza - dijo Garnett -, serás el hazmerreír de la expedición cuando volvamos a la Base. Desde ahora en adelante aquella montaña probablemente se llamará «La Locura de Wilson». - No me romperé la cabeza - dije firmemente -. ¿Quién fue el primero en ascender a Pico y a Helicon? - ¿Pero no eras bastante más joven en aquellos tiempos? - preguntó suavemente Louis. - Eso. - dije con gran dignidad - es otra razón más para ir. Aquella noche nos acostamos temprano, después de conducir el tractor hasta un kilómetro del promontorio: Garnett iba a venir conmigo a la mañana siguiente; era un buen alpinista, y me había acompañado con frecuencia en tales hazañas. Nuestro conductor estaba más que satisfecho con quedarse a cargo de la máquina. A primera vista, aquellos acantilados parecían completamente inaccesibles, pero para cualquiera que tenga la cabeza firme, es fácil trepar en un mundo en donde todos los pesos son solamente el sexto de su valor normal. El verdadero peligro del alpinismo lunar estriba en un exceso de confianza; una caída de cien metros en la Luna puede, matar con tanta seguridad como una veinte en la Tierra. Hicimos nuestra primera parada sobre una repisa a unos mil metros sobre el llano. La ascensión no había sido muy difícil, pero mis miembros estaban algo rígidos por el desacostumbrado esfuerzo, y me alegré del descanso. Podíamos todavía ver al tractor como si fuese un pequeño insecto metálico allá a lo lejos, al pie del acantilado, e informamos al conductor sobre la marcha de nuestra ascensión antes de partir de nuevo. De hora en hora nuestro horizonte se fue ensanchando, y una porción cada vez mayor de la llanura se fue haciendo visible. Podíamos ahora ver hasta ochenta kilómetros a través del Mare, incluso los picos de las montañas de la costa opuesta, a más de ciento sesenta kilómetros. Pocas llanuras lunares son tan planas como el Mare Crísium, y hasta podíamos imaginarnos que había un mar de agua y no de roca a tres kilómetros por debajo de nosotros. Solamente un grupo de agujeros de cráteres hacia el final del horizonte estropeaba la ilusión. Nuestro objetivo seguía invisible sobre la arista de la montaña, y nos orientábamos por medio de mapas empleando la Tierra como guía. Casi exactamente al Este de nosotros, aquel gran creciente de plata pendía bajo sobre la llanura, ya muy en su primer cuadrante. El sol y las estrellas seguirían su lenta marcha a través del cielo y acabarían por desaparecer de la vista, pero la Tierra siempre estaría allí, sin moverse nunca de su lugar fijo, creciendo y menguando a medida que iban pasando los años y las estaciones. Dentro de diez días seria un disco cegador que bañaría aquellas rocas con su resplandor de medianoche, cincuenta veces mas brillante que la luna llena. Pero teníamos que salir de las montañas mucho antes de la noche, o nos quedaríamos en ellas para Siempre. En el interior de nuestros trajes estábamos confortablemente frescos, pues las unidades de refrigeración combatían al feroz sol y extraían el calor corporal de nuestros esfuerzos. Rara vez nos hablábamos, salvo para comunicarnos instrucciones de escalada, y para discutir nuestro mejor plan de ascensión. No sé lo que pensaba Garnett, probablemente que aquella era la aventura más descabellada en que se había metido en su vida. Yo casi estaba de acuerdo con él, pero el gozo de la ascensión, el saber que ningún hombre había pasado antes por allí y le sensación vivificadora ante el paisaje que se ensanchaba, me proporcionaba toda la recompensa que necesitaba. No creo haberme sentido especialmente agitado cuando vi frente a nosotros la pared de roca que había antes inspeccionado a través del telescopio desde una distancia de cincuenta kilómetros. Se hacía llana a unos veinte metros sobre nuestras cabezas, y allí, sobre la meseta, estaba lo que me había atraído a través de todos aquellos desolados yermos. Casi con seguridad no seria sino una roca astillada hacía siglos por un meteoro en su caída, con sus planos de escisión nuevos y brillantes en aquel incorruptible e inalterable silencio. No había en la roca dónde asirse con las manos, y tuvimos que emplear un pitón. Mis cansados brazos parecieron recobrar nuevas fuerzas cuando hice girar sobre mi cabeza el ancla metálica de tres dientes y la lancé en dirección a las estrellas. La primera vez no agarró, y volvió cayendo lentamente cuando tiramos de la cuerda. Al tercer intento los tres dientes se fijaron fuertemente, y no pudimos arrancarlos aunando nuestros esfuerzos. Garnett me miró ansiosamente. Comprendí que quería ir primero, pero le sonreí desde detrás del vidrio de mi casco, y denegué con la cabeza. Lentamente, sin apresurarme, comencé la ascensión final. Incluso contando mi traje espacial, aquí solamente pesaba unos veinte kilos, de modo que me icé con las manos, sin preocuparme de utilizar los pies. Al llegar al borde me detuve y saludé a mi compañero, luego acabé de subir y me alcé, mirando enfrente de mí. Debéis comprender que hasta aquel momento había estado casi convencido de que no podía encontrar allí nada extraño ni desacostumbrado. Casi, pero no del todo; había sido precisamente aquella duda llena de misterio la que me había impulsado hacia adelante. Pues bien, no era ya una duda, pero el misterio apenas había comenzado. Me encontraba ahora sobre una meseta que tendría quizá unos treinta metros de ancho. Había sido lisa en un tiempo - demasiado lisa para ser natural - pero los meteoros en su caída habían marcado y perforado su superficie en el transcurso de incontables inmensidades de tiempo. Había sido aplanada para soportar una estructura aproximadamente piramidal, de una altura doble de la de un hombre, engastada en la roca. Probablemente ninguna emoción llenó mi mente durante aquellos primeros segundos. Luego sentí una inmensa euforia, y una alegría extraña e inexplicable. Pues yo amaba a la Luna, y ahora sabía que el musgo rastrero de Aristarco y Eratóstenes no era la única vida que había soportado en su juventud. El viejo y desacreditado sueño de los primeros exploradores era cierto. Al fin y al cabo, había habido una civilización lunar, y yo era el primero en encontrarla. El hecho de que había llegado quizá cien millones de años demasiado tarde, no me perturbaba; era suficiente haber llegado. Mi mente comenzaba a funcionar normalmente, a analizar y a formular preguntas. ¿Era eso un edificio, un santuario o algo para lo cual mi lenguaje carecía de palabra? Si un edificio, ¿entonces por qué había sido erigido en lugar tan inaccesible? Me preguntaba si podría haber sido un templo, y me imaginaba a los adeptos de algún extraño sacerdocio clamando a sus dioses que les salvasen, mientras la vida de la Luna refluía con los agonizantes océanos: ¡clamando en vano! Adelanté una docena de pasos para examinar más de cerca aquello, pero un cierto instinto de precaución me impidió acercarme demasiado. Sabia algo de arqueología, e intenté adivinar el nivel cultural de la civilización que había alisado aquella montaña, y levantado aquellas brillantes superficies especulares que deslumbraban aún mis ojos. Los egipcios pudieron haberlo hecho, pensé, si sus trabajadores hubiesen poseído los extraños materiales que esos arquitectos, mucho más antiguos, habían empleado. Debido al pequeño tamaño de aquel objeto no se me ocurrió pensar que quizá estaba contemplando la obra de una raza mas adelantada que la mía. La idea de que la Luna había poseído alguna inteligencia era aun demasiado inusitada para ser asimilada, y mi orgullo no me permitía dar el último y humillante salto. Y entonces observé algo que me produjo un escalofrío por el cuero cabelludo y la espina dorsal, algo tan trivial e inocente que muchos ni siquiera lo hubiesen notado. Ya he dicho que la meseta presentaba cicatrices de meteoros: estaba también cubierta por algunos centímetros del polvo cósmico que está siempre filtrándose sobre la superficie de todos los mundos donde no hay vientos que lo perturben. Y sin embargo, el polvo y las marcas de los meteoros terminaban abruptamente en un círculo que incluía a la pequeña pirámide, como si una barrera invisible la protegiese de los estragos del tiempo y del lento pero incesante bombardeo del espacio. Algo gritaba en mis auriculares, y me di cuenta de que Garnett me había estado llamando desde hacia algún tiempo. Me dirigí vacilante hasta el borde del acantilado, y le señalé para que viniese a unirse conmigo pues no osaba hablar. Luego volví al círculo señalado sobre el polvo. Cogí un fragmento de roca y lo arrojé suavemente hacia el brillante enigma. No me hubiese sorprendido Si el guijarro hubiese desaparecido en aquella barrera invisible, pero parecía tocar una superficie lisa, hemisférica, y resbalar suavemente hasta el suelo. Supe entonces que estaba contemplando algo que no tenía equivalente en la antigüedad de mi propia raza. Aquello no era un edificio, sino una máquina, que se protegía con fuerzas que habían desafiado a la eternidad. Aquellas fuerzas, cualesquiera que fuesen, operaban aún, y quizá me había acercado ya demasiado. Pensé en todas las radiaciones que el hombre había capturado y dominado durante el pasado siglo. Podía muy bien ser que estuviese ya tan irrevocablemente condenado como si hubiese entrado en el aura silenciosa y mortífera de una pila atómica sin protección. Recuerdo que entonces me volví hacia Garrett, quien se me había reunido y estaba de pie e inmóvil a mi lado. Parecía haberse olvidado de mi, de modo que no le perturbé, sino que me dirigí hacia el borde del acantilado, esforzándome por ordenar mis pensamientos. Allá abajo estaba el Mare Crisium, extraño y misterioso para la mayoría de los hombres, pero tranquilizadoramente familiar para mí. Levanté los ojos hacia la media Tierra, yacente en su cuna de estrellas, y me pregunté qué habrían cubierto sus nubes cuando esos desconocidos constructores habían terminado su trabajo. ¿Era la jungla llena de vapores del Carbonífero, la desolada costa sobre la cual debían trepar los primeros anfibios para conquistar la Tierra, o, antes aún, la larga soledad precursora de la llegada de la vida? No me preguntéis por qué no adiviné antes la verdad, la verdad que ahora parece tan obvia. En la primera exaltación de mi descubrimiento había asumido sin titubear que aquella aparición cristalina había sido construida por alguna raza perteneciente al remoto pasado de la Luna, pero de repente y con avasalladora fuerza, se hizo en mí la certeza de que era tan extranjera a la Luna como yo mismo. En veinte años no habíamos encontrado otros vestigios de vida sino unas cuantas plantas degeneradas. Ninguna civilización lunar, cualquiera que hubiese sido su fin, podía haber dejado no más que un solo testimonio de su existencia. Miré nuevamente a la brillante pirámide, y me pareció aún más remota que todo lo que se relacionaba con la Luna. Y de repente sentí que me estremecía con una risa alocada e histérica, ocasionada por la exaltación y el exceso de fatiga; pues me había imaginado que la pequeña pirámide me hablaba diciéndome: «Lo siento, pero yo tampoco soy de aquí. » Hemos tardado veinte años en quebrantar aquella invisible coraza y en llegar a la máquina del interior de aquellas paredes de cristal. Lo que no podíamos comprender, lo rompimos al fin con la salvaje fuerza de la energía atómica, y ahora he visto los fragmentos de aquella hermosa y resplandeciente cosa que encontré en la montaña. Carecen de sentido. Los mecanismos - si es que en realidad son mecanismos - de la pirámide, pertenecen a una tecnología que se encuentra mucho más allá de nuestro horizonte, quizá a la tecnología de las fuerzas parafísicas. El misterio nos obsesiona tanto más ahora que los otros planetas han sido alcanzados, y que sabemos que solamente la Tierra ha sido el hogar de la vida inteligente. Ni tampoco ninguna civilización perdida de nuestro propio mundo pudo nunca haber construido aquella máquina, pues el espesor del polvo meteórico sobre la meseta nos ha permitido calcular su edad. Estaba ya allí, sobre su montaña, antes de que la vida hubiese emergido de los mares de la Tierra. Cuando nuestro mundo tenía la mitad de su presente edad, algo procedente de las estrellas pasó a través del Sistema Solar, dejó aquella señal de su paso, y prosiguió su camino. Hasta que la destruimos, aquella máquina seguía cumpliendo la misión de sus constructores; y en cuanto a esa misión, he aquí lo que yo presumo: Hay cerca de cien mil millones de estrellas en el circulo de la Vía Láctea, y hace mucho tiempo que otras razas en los mundos de otros soles deben haber alcanzado y superado las alturas que nosotros hemos alcanzado. Pensad en tales civilizaciones, lejanas en el tiempo, en el resplandor mortecino que siguió a la Creación, dueñas de un Universo tan joven que la vida había llegado solamente a un puñado de mundos. De ellas hubiese sido una soledad que no podemos imaginarnos, la soledad de dioses que buscan a través del infinito, y que no encuentran a nadie con quien compartir sus pensamientos. Debieron de haber estado buscando por los racimes de estrellas del modo que nosotros rebuscamos por entre los planetas. Debía de haber mundos por todas partes, pero debían de estar vacíos, o poblados de cosas rastreras y sin mente. Tal era nuestra propia Tierra, con el humo de sus grandes volcanes que manchaba aún su cielo, cuando aquella primera nave de los pueblos de la aurora llegó desde los abismos de más allá de Plutón. Pasó los helados mundos externos, sabiendo que la vida no podría desempeñar parte alguna en sus destinos. Se detuvo entre los planetas interiores, calentándose al calor del Sol y esperando que comenzasen sus historias. Aquellos vagabundos debieron de haber contemplado la Tierra, que giraba en la estrecha zona entre el hielo y el fuego, y debieron de adivinar que era el favorito entre los hijos del Sol. Aquí habría inteligencia; pero tenían incontables estrellas delante de sí, y quizá nunca más volviesen por aquí. Y así fue que dejaron un centinela, uno de los millones que han dispersado por todo el universo, para que vigilen los mundos con promesa de vida. Era un faro que a través de las edades ha venido señalando pacientemente el hecho de que nadie lo había descubierto. Quizá comprenderéis por qué colocada aquella pirámide de cristal sobre la Luna en lugar de sobre la Tierra. A sus constructores no los interesaban las razas que estaban aún luchando por salir del salvajismo. Solamente les interesaría nuestra civilización si demostramos nuestra aptitud para sobrevivir al espacio y escapándonos así de nuestra cuna, la Tierra. Ese es el reto con que todas las razas inteligentes tienen que enfrentarse, mas tarde o más temprano. Es un reto doble, pues depende a su vez de la conquista de la energía atómica y de la ultima elección entre la vida y la muerte. Una vez hubiésemos superado aquella crisis sería solamente cuestión de tiempo el que encontrásemos la pirámide y la abriésemos. Ahora habrán cesado sus señales y aquellos cuyo deber sea éste estarán dirigiendo sus mentes hacia la Tierra. Quizá deseen ayudar a nuestra joven civilización. Pero deben de ser muy, muy viejos, y los viejos tienen can frecuencia una envidia loca de los jóvenes. No puedo nunca mirar la Vía Láctea sin preguntarme de cuál de aquellas compactas nubes de estrellas vendrán los emisarios. Si me perdonáis un símil tan prosaico, diré que hemos roto el cristal de la alarma de bomberos, y no nos queda más que hacer sino esperar. Y no creo que tengamos que esperar mucho.
EL EXTRAÑO CASO DEL SR. VALDEMAR - Edgar Allan Poe
El momento ha llegado de que yo dé a conocer los hechos -en la medida en que me es posible comprenderlos-. Helos aquí sucintamente:
Durante los últimos años el estudio del hipnotismo había atraído repetidamente mi atención. Hace unos nueve meses, se me ocurrió súbitamente que en la serie de experimentos efectuados hasta ahora existía una omisión tan curiosa como inexplicable: jamás se había hipnotizado a nadie in articulo mortis. Quedaba por verse si, en primer lugar, un paciente en esas condiciones sería susceptible de influencia magnética; segundo, en caso de que lo fuera, si su estado aumentaría o disminuiría dicha susceptibilidad, y tercero, hasta qué punto, o por cuánto tiempo, el proceso hipnótico sería capaz de detener la intrusión de la muerte. Quedaban por aclarar otros puntos, pero éstos eran los que más excitaban mi curiosidad, sobre todo el último, dada la inmensa importancia que podían tener sus consecuencias.
Pensando si entre mis relaciones habría algún sujeto que me permitiera verificar esos puntos, me acordé de mi amigo Ernest Valdemar, renombrado compilador de la Bibliotheca Forensica y autor (bajo el nom de plume de Issachar Marx) de las versiones polacas de Wallenstein y Gargantúa. El señor Valdemar, residente desde 1839 en Harlem, Nueva York, es (o era) especialmente notable por su extraordinaria delgadez, tanto que sus extremidades inferiores se parecían mucho a las de John Randolph, y también por la blancura de sus patillas, en violento contraste con sus cabellos negros, lo cual llevaba a suponer con frecuencia que usaba peluca. Tenía un temperamento muy nervioso, que le convertía en buen sujeto para experiencias hipnóticas. Dos o tres veces le había adormecido sin gran trabajo, pero me decepcionó no alcanzar otros resultados que su especial constitución me había hecho prever. Su voluntad no quedaba nunca bajo mi entero dominio, y, por lo que respecta a la clarividencia, no se podía confiar en nada de lo que había conseguido con él. Atribuía yo aquellos fracasos al mal estado de salud de mi amigo. Unos meses antes de trabar relación con él, los médicos le habían declarado tuberculoso. El señor Valdemar acostumbraba referirse con toda calma a su próximo fin, como algo que no cabe ni evitar ni lamentar.
Cuando las ideas a que he aludido se me ocurrieron por primera vez, lo más natural fue que acudiese a Valdemar. Demasiado bien conocía la serena filosofía de mi amigo para temer algún escrúpulo de su parte; por lo demás, no tenía parientes en América que pudieran intervenir para oponerse. Le hablé francamente del asunto y, para mi sorpresa, noté que se interesaba vivamente. Digo para mi sorpresa, pues si bien hasta entonces se había prestado libremente a mis experimentos, jamás demostró el menor interés por lo que yo hacía. Su enfermedad era de las que permiten un cálculo preciso sobre el momento en que sobrevendrá la muerte. Convinimos, pues, en que me mandaría llamar veinticuatro horas antes del momento fijado por sus médicos para su fallecimiento.
Hace más de siete meses que recibí la siguiente nota, de puño y letra de Valdemar:
Estimado P…:
Ya puede usted venir. D… y F… coinciden en que no pasaré de mañana a medianoche, y me parece que han calculado el tiempo con mucha exactitud.
Valdemar
Recibí el billete media hora después de escrito, y quince minutos más tarde estaba en el dormitorio del moribundo. No le había visto en los últimos diez días y me aterró la espantosa alteración que se había producido en tan breve intervalo. Su rostro tenía un color plomizo, no había el menor brillo en los ojos y, tan terrible era su delgadez, que la piel se había abierto en los pómulos. Expectoraba continuamente y el pulso era casi imperceptible. Conservaba no obstante una notable claridad mental, y cierta fuerza. Me habló con toda claridad, tomó algunos calmantes sin ayuda ajena y, en el momento de entrar en su habitación, le encontré escribiendo unas notas en una libreta. Se mantenía sentado en el lecho con ayuda de varias almohadas, y estaban a su lado los doctores D… y E..
Luego de estrechar la mano de Valdemar, llevé aparte a los médicos y les pedí que me explicaran detalladamente el estado del enfermo. Desde hacía dieciocho meses, el pulmón izquierdo se hallaba en un estado semióseo o cartilaginoso, y, como es natural, no funcionaba en absoluto. En su porción superior el pulmón derecho aparecía parcialmente osificado, mientras la inferior era tan sólo una masa de tubérculos purulentos que se confundían unos con otros. Existían varias dilatadas perforaciones y en un punto se había producido una adherencia permanente a las costillas. Todos estos fenómenos del lóbulo derecho eran de fecha reciente; la osificación se había operado con insólita rapidez, ya que un mes antes no existían señales de la misma y la adherencia sólo había sido comprobable en los últimos tres días. Aparte de la tuberculosis los médicos sospechaban un aneurisma de la aorta, pero los síntomas de osificación volvían sumamente difícil un diagnóstico. Ambos facultativos opinaban que Valdemar moriría hacia la medianoche del día siguiente (un domingo). Eran ahora las siete de la tarde del sábado.
Al abandonar la cabecera del moribundo para conversar conmigo, los doctores D… y F… se habían despedido definitivamente de él. No era su intención volver a verle, pero, a mi pedido, convinieron en examinar al paciente a las diez de la noche del día siguiente.
Una vez que se fueron, hablé francamente con Valdemar sobre su próximo fin, y me referí en detalle al experimento que le había propuesto. Nuevamente se mostró dispuesto, e incluso ansioso por llevarlo a cabo, y me pidió que comenzara de inmediato. Dos enfermeros, un hombre y una mujer, atendían al paciente, pero no me sentí autorizado a llevar a cabo una intervención de tal naturaleza frente a testigos de tan poca responsabilidad en caso de algún accidente repentino. Aplacé, por tanto, el experimento hasta las ocho de la noche del día siguiente, cuando la llegada de un estudiante de medicina de mi conocimiento (el señor Theodore L…l) me libró de toda preocupación. Mi intención inicial había sido la de esperar a los médicos, pero me vi obligado a proceder, primeramente por los urgentes pedidos de Valdemar y luego por mi propia convicción de que no había un minuto que perder, ya que con toda evidencia el fin se acercaba rápidamente.
El señor L…l tuvo la amabilidad de acceder a mi pedido, así como de tomar nota de todo lo que ocurriera. Lo que voy a relatar ahora procede de sus apuntes, ya sea en forma condensada o verbatim.
Faltaban cinco minutos para las ocho cuando, después de tomar la mano de Valdemar, le pedí que manifestara con toda la claridad posible, en presencia de L…l, que estaba dispuesto a que yo le hipnotizara en el estado en que se encontraba.
Débil, pero distintamente, el enfermo respondió: «Sí, quiero ser hipnotizado», agregando de inmediato: «Me temo que sea demasiado tarde.»
Mientras así decía, empecé a efectuar los pases que en las ocasiones anteriores habían sido más efectivos con él. Sentía indudablemente la influencia del primer movimiento lateral de mi mano por su frente, pero, aunque empleé todos mis poderes, me fue imposible lograr otros efectos hasta algunos minutos después de las diez, cuando llegaron los doctores D… y F…, tal como lo habían prometido. En pocas palabras les expliqué cuál era mi intención, y, como no opusieron inconveniente, considerando que el enfermo se hallaba ya en agonía, continué sin vacilar, cambiando, sin embargo, los pases laterales por otros verticales y concentrando mi mirada en el ojo derecho del sujeto.
A esta altura su pulso era imperceptible y respiraba entre estertores, a intervalos de medio minuto.
Esta situación se mantuvo sin variantes durante un cuarto de hora. Al expirar este período, sin embargo, un suspiro perfectamente natural, aunque muy profundo, escapó del pecho del moribundo, mientras cesaba la respiración estertorosa o, mejor dicho, dejaban de percibirse los estertores; en cuanto a los intervalos de la respiración, siguieron siendo los mismos. Las extremidades del paciente estaban heladas.
A las once menos cinco, advertí inequívocas señales de influencia hipnótica. La vidriosa mirada de los ojos fue reemplazada por esa expresión de intranquilo examen interior que jamás se ve sino en casos de hipnotismo, y sobre la cual no cabe engañarse. Mediante unos rápidos pases laterales hice palpitar los párpados, como al acercarse el sueño, y con unos pocos más los cerré por completo. No bastaba esto para satisfacerme, sin embargo, sino que continué vigorosamente mis manipulaciones, poniendo en ellas toda mi voluntad, hasta que hube logrado la completa rigidez de los miembros del durmiente, a quien previamente había colocado en la posición que me pareció más cómoda. Las piernas estaban completamente estiradas; los brazos reposaban en el lecho, a corta distancia de los flancos. La cabeza había sido ligeramente levantada.
Al dar esto por terminado era ya medianoche y pedí a los presentes que examinaran el estado de Valdemar. Luego de unas pocas verificaciones, admitieron que se encontraba en un estado insólitamente perfecto de trance hipnótico. La curiosidad de ambos médicos se había despertado en sumo grado. El doctor D… decidió pasar toda la noche a la cabecera del paciente, mientras el doctor F… se marchaba, con promesa de volver por la mañana temprano. L…l y los enfermeros se quedaron.
Dejamos a Valdemar en completa tranquilidad hasta las tres de la madrugada, hora en que me acerqué y vi que seguía en el mismo estado que al marcharse el doctor F…; vale decir, yacía en la misma posición y su pulso era imperceptible. Respiraba sin esfuerzo, aunque casi no se advertía su aliento, salvo que se aplicara un espejo a los labios. Los ojos estaban cerrados con naturalidad y las piernas tan rígidas y frías como si fueran de mármol. No obstante ello, la apariencia general distaba mucho de la de la muerte.
Al acercarme intenté un ligero esfuerzo para influir sobre el brazo derecho, a fin de que siguiera los movimientos del mío, que movía suavemente sobre su cuerpo. En esta clase de experimento jamás había logrado buen resultado con Valdemar, pero ahora, para mi estupefacción, vi que su brazo, débil pero seguro, seguía todas las direcciones que le señalaba el mío. Me decidí entonces a intentar un breve diálogo.
-Valdemar…, ¿duerme usted? -pregunté.
No me contestó, pero noté que le temblaban los labios, por lo cual repetí varias veces la pregunta. A la tercera vez, todo su cuerpo se agitó con un ligero temblor; los párpados se levantaron lo bastante para mostrar una línea del blanco del ojo; moviéronse lentamente los labios, mientras en un susurro apenas audible brotaban de ellos estas palabras:
-Sí… ahora duermo. ¡No me despierte! ¡Déjeme morir así!
Palpé los miembros, encontrándolos tan rígidos como antes. Volví a interrogar al hipnotizado:
-¿Sigue sintiendo dolor en el pecho, Valdemar?
La respuesta tardó un momento y fue aún menos audible que la anterior:
-No sufro… Me estoy muriendo.
No me pareció aconsejable molestarle más por el momento, y no volví a hablarle hasta la llegada del doctor F…, que arribó poco antes de la salida del sol y se quedó absolutamente estupefacto al encontrar que el paciente se hallaba todavía vivo. Luego de tomarle el pulso y acercar un espejo a sus labios, me pidió que le hablara otra vez, a lo cual accedí.
-Valdemar -dije-. ¿Sigue usted durmiendo?
Como la primera vez, pasaron unos minutos antes de lograr respuesta, y durante el intervalo el moribundo dio la impresión de estar juntando fuerzas para hablar. A la cuarta repetición de la pregunta, y con voz que la debilidad volvía casi inaudible, murmuró:
-Sí… Dormido… Muriéndome.
La opinión o, mejor, el deseo de los médicos era que no se arrancase a Valdemar de su actual estado de aparente tranquilidad hasta que la muerte sobreviniera, cosa que, según consenso general, sólo podía tardar algunos minutos. Decidí, sin embargo, hablarle una vez más, limitándome a repetir mi pregunta anterior.
Mientras lo hacía, un notable cambio se produjo en las facciones del hipnotizado. Los ojos se abrieron lentamente, aunque las pupilas habían girado hacia arriba; la piel adquirió una tonalidad cadavérica, más semejante al papel blanco que al pergamino, y los círculos hécticos, que hasta ese momento se destacaban fuertemente en el centro de cada mejilla, se apagaron bruscamente. Empleo estas palabras porque lo instantáneo de su desaparición trajo a mi memoria la imagen de una bujía que se apaga de un soplo. Al mismo tiempo el labio superior se replegó, dejando al descubierto los dientes que antes cubría completamente, mientras la mandíbula inferior caía con un sacudimiento que todos oímos, dejando la boca abierta de par en par y revelando una lengua hinchada y ennegrecida. Supongo que todos los presentes estaban acostumbrados a los horrores de un lecho de muerte, pero la apariencia de Valdemar era tan espantosa en aquel instante, que se produjo un movimiento general de retroceso.
Comprendo que he llegado ahora a un punto de mi relato en el que el lector se sentirá movido a una absoluta incredulidad. Me veo, sin embargo, obligado a continuarlo.
El más imperceptible signo de vitalidad había cesado en Valdemar; seguros de que estaba muerto lo confiábamos ya a los enfermeros, cuando nos fue dado observar un fuerte movimiento vibratorio de la lengua. La vibración se mantuvo aproximadamente durante un minuto. Al cesar, de aquellas abiertas e inmóviles mandíbulas brotó una voz que sería insensato pretender describir. Es verdad que existen dos o tres epítetos que cabría aplicarle parcialmente: puedo decir, por ejemplo, que su sonido era áspero y quebrado, así como hueco. Pero el todo es indescriptible, por la sencilla razón de que jamás un oído humano ha percibido resonancias semejantes. Dos características, sin embargo -según lo pensé en el momento y lo sigo pensando-, pueden ser señaladas como propias de aquel sonido y dar alguna idea de su calidad extraterrena. En primer término, la voz parecía llegar a nuestros oídos (por lo menos a los míos) desde larga distancia, o desde una caverna en la profundidad de la tierra. Segundo, me produjo la misma sensación (temo que me resultará imposible hacerme entender) que las materias gelatinosas y viscosas producen en el sentido del tacto.
He hablado al mismo tiempo de «sonido» y de «voz». Quiero decir que el sonido consistía en un silabeo clarísimo, de una claridad incluso asombrosa y aterradora. El señor Valdemar hablaba, y era evidente que estaba contestando a la interrogación formulada por mí unos minutos antes. Como se recordará, le había preguntado si seguía durmiendo. Y ahora escuché:
-Sí… No… Estuve durmiendo… y ahora… ahora… estoy muerto.
Ninguno de los presentes pretendió siquiera negar ni reprimir el inexpresable, estremecedor espanto que aquellas pocas palabras, así pronunciadas, tenían que producir. L…l, el estudiante, cayó desvanecido. Los enfermeros escaparon del aposento y fue imposible convencerlos de que volvieran. Por mi parte, no trataré de comunicar mis propias impresiones al lector. Durante una hora, silenciosos, sin pronunciar una palabra, nos esforzamos por reanimar a L…l. Cuando volvió en sí, pudimos dedicarnos a examinar el estado de Valdemar.
Seguía, en todo sentido, como lo he descrito antes, salvo que el espejo no proporcionaba ya pruebas de su respiración. Fue inútil que tratáramos de sangrarlo en el brazo. Debo agregar que éste no obedecía ya a mi voluntad. En vano me esforcé por hacerle seguir la dirección de mi mano. La única señal de la influencia hipnótica la constituía ahora el movimiento vibratorio de la lengua cada vez que volvía a hacer una pregunta a Valdemar. Se diría que trataba de contestar, pero que carecía ya de voluntad suficiente. Permanecía insensible a toda pregunta que le formulara cualquiera que no fuese yo, aunque me esforcé por poner a cada uno de los presentes en relación hipnótica con el paciente. Creo que con esto he señalado todo lo necesario para que se comprenda cuál era la condición del hipnotizado en ese momento. Se llamó a nuevos enfermeros, y a las diez de la mañana abandoné la morada en compañía de ambos médicos y de L…l.
Volvimos por la tarde a ver al paciente. Su estado seguía siendo el mismo. Discutimos un rato sobre la conveniencia y posibilidad de despertarlo, pero poco nos costó llegar a la conclusión de que nada bueno se conseguiría con eso. Resultaba evidente que hasta ahora, la muerte (o eso que de costumbre se denomina muerte) había sido detenida por el proceso hipnótico. Parecía claro que, si despertábamos a Valdemar, lo único que lograríamos seria su inmediato o, por lo menos, su rápido fallecimiento.
Desde este momento hasta fines de la semana pasada -vale decir, casi siete meses- continuamos acudiendo diariamente a casa de Valdemar, acompañados una y otra vez por médicos y otros amigos. Durante todo este tiempo el hipnotizado se mantuvo exactamente como lo he descrito. Los enfermeros le atendían continuamente.
Por fin, el viernes pasado resolvimos hacer el experimento de despertarlo, o tratar de despertarlo: probablemente el lamentable resultado del mismo es el que ha dado lugar a tanta discusión en los círculos privados y a una opinión pública que no puedo dejar de considerar como injustificada.
A efectos de librar del trance hipnótico al paciente, acudí a los pases habituales. De entrada resultaron infructuosos. La primera indicación de un retorno a la vida lo proporcionó el descenso parcial del iris. Como detalle notable se observó que este descenso de la pupila iba acompañado de un abundante flujo de icor amarillento, procedente de debajo de los párpados, que despedía un olor penetrante y fétido. Alguien me sugirió que tratara de influir sobre el brazo del paciente, como al comienzo. Lo intenté, sin resultado. Entonces el doctor F… expresó su deseo de que interrogara al paciente. Así lo hice, con las siguientes palabras:
-Señor Valdemar… ¿puede explicarnos lo que siente y lo que desea?
Instantáneamente reaparecieron los círculos hécticos en las mejillas; la lengua tembló, o, mejor dicho, rodó violentamente en la boca (aunque las mandíbulas y los labios siguieron rígidos como antes), y entonces resonó aquella horrenda voz que he tratado ya de describir:
-¡Por amor de Dios… pronto… pronto… hágame dormir… o despiérteme… pronto… despiérteme! ¡Le digo que estoy muerto!
Perdí por completo la serenidad y, durante un momento, me quedé sin saber qué hacer. Por fin, intenté calmar otra vez al paciente, pero al fracasar, debido a la total suspensión de la voluntad, cambié el procedimiento y luché con todas mis fuerzas para despertarlo. Pronto me di cuenta de que lo lograría, o, por lo menos, así me lo imaginé; y estoy seguro de que todos los asistentes se hallaban preparados para ver despertar al paciente.
Pero lo que realmente ocurrió fue algo para lo cual ningún ser humano podía estar preparado.
Mientras ejecutaba rápidamente los pases hipnóticos, entre los clamores de: «¡Muerto! ¡Muerto!», que literalmente explotaban desde la lengua y no desde los labios del sufriente, bruscamente todo su cuerpo, en el espacio de un minuto, o aún menos, se encogió, se deshizo… se pudrió entre mis manos. Sobre el lecho, ante todos los presentes, no quedó más que una masa casi líquida de repugnante, de abominable putrefacción.
Trad, J. Cortázar
EL VIAJE - Mauro Cartasso
DAGÓN - H.P. Lovecraft
Fue en una de las zonas más abiertas y menos frecuentadas del anchuroso Pacífico donde el paquebote en el que iba yo de sobrecargo cayó apresado por un corsario alemán. La gran guerra estaba entonces en sus comienzos, y las fuerzas oceánicas de los hunos aún no se habían hundido en su degradación posterior; así que nuestro buque fue capturado legalmente, y nuestra tripulación tratada con toda la deferencia y consideración debidas a unos prisioneros navales. En efecto, tan liberal era la disciplina de nuestros opresores, que cinco días más tarde conseguí escaparme en un pequeño bote, con agua y provisiones para bastante tiempo.
Cuando al fin me encontré libre y a la deriva, tenía muy poca idea de cuál era mi situación. Navegante poco experto, sólo sabía calcular de manera muy vaga, por el sol y las estrellas, que estaba algo al sur del ecuador. No sabía en absoluto en qué longitud, y no se divisaba isla ni costa algunas. El tiempo se mantenía bueno, y durante incontables días navegué sin rumbo bajo un sol abrasador, con la esperanza de que pasara algún barco, o de que me arrojaran las olas a alguna región habitable. Pero no aparecían ni barcos ni tierra, y empecé a desesperar en mi soledad, en medio de aquella ondulante e ininterrumpida inmensidad azul.
El cambio ocurrió mientras dormía. Nunca llegaré a conocer los pormenores; porque mi sueño, aunque poblado de pesadillas, fue ininterrumpido. Cuando desperté finalmente, descubrí que me encontraba medio succionado en una especie de lodazal viscoso y negruzco que se extendía a mi alrededor, con monótonas ondulaciones hasta donde alcanzaba la vista, en el cual se había adentrado mi bote cierto trecho.
Aunque cabe suponer que mi primera reacción fuera de perplejidad ante una transformación del paisaje tan prodigiosa e inesperada, en realidad sentí más horror que asombro; pues había en la atmósfera y en la superficie putrefacta una calidad siniestra que me heló el corazón. La zona estaba corrompida de peces descompuestos y otros animales menos identificables que se veían emerger en el cieno de la interminable llanura. Quizá no deba esperar transmitir con meras palabras la indecible repugnancia que puede reinar en el absoluto silencio y la estéril inmensidad. Nada alcanzaba a oírse; nada había a la vista, salvo una vasta extensión de légamo negruzco; si bien la absoluta quietud y la uniformidad del paisaje me producían un terror nauseabundo.
El sol ardía en un cielo que me parecía casi negro por la cruel ausencia de nubes; era como si reflejase la ciénaga tenebrosa que tenía bajo mis pies. Al meterme en el bote encallado, me di cuenta de que sólo una posibilidad podía explicar mi situación. Merced a una conmoción volcánica el fondo oceánico había emergido a la superficie, sacando a la luz regiones que durante millones de años habían estado ocultas bajo insondables profundidades de agua. Tan grande era la extensión de esta nueva tierra emergida debajo de mí, que no lograba percibir el más leve rumor de oleaje, por mucho que aguzaba el oído. Tampoco había aves marinas que se alimentaran de aquellos peces muertos.
Durante varias horas estuve pensando y meditando sentado en el bote, que se apoyaba sobre un costado y proporcionaba un poco de sombra al desplazarse el sol en el cielo. A medida que el día avanzaba, el suelo iba perdiendo pegajosidad, por lo que en poco tiempo estaría bastante seco para poderlo recorrer fácilmente. Dormí poco esa noche, y al día siguiente me preparé una provisión de agua y comida, a fin de emprender la marcha en busca del desaparecido mar, y de un posible rescate.
A la mañana del tercer día comprobé que el suelo estaba bastante seco para andar por él con comodidad. El hedor a pescado era insoportable; pero me tenían preocupado cosas más graves para que me molestase este desagradable inconveniente, y me puse en marcha hacia una meta desconocida. Durante todo el día caminé constantemente en dirección oeste guiado por una lejana colina que descollaba por encima de las demás elevaciones del ondulado desierto. Acampé esa noche, y al día siguiente proseguí la marcha hacia la colina, aunque parecía escasamente más cerca que la primera vez que la descubrí. Al atardecer del cuarto día llegué al pie de dicha elevación, que resultó ser mucho más alta de lo que me había parecido de lejos; tenía un valle delante que hacía más pronunciado el relieve respecto del resto de la superficie. Demasiado cansado para emprender el ascenso, dormí a la sombra de la colina.
No sé por qué, mis sueños fueron extravagantes esa noche; pero antes que la luna menguante, fantásticamente gibosa, hubiese subido muy alto por el este de la llanura, me desperté cubierto de un sudor frío, decidido a no dormir más. Las visiones que había tenido eran excesivas para soportarlas otra vez. A la luz de la luna comprendí lo imprudente que había sido al viajar de día. Sin el sol abrasador, la marcha me habría resultado menos fatigosa; de hecho, me sentí de nuevo lo bastante fuerte como para acometer el ascenso que por la tarde no había sido capaz de emprender. Recogí mis cosas e inicié la subida a la cresta de la elevación.
Ya he dicho que la ininterrumpida monotonía de la ondulada llanura era fuente de un vago horror para mí; pero creo que mi horror aumentó cuando llegué a lo alto del monte y vi, al otro lado, una inmensa sima o cañón, cuya oscura concavidad aún no iluminaba la luna. Me pareció que me encontraba en el borde del mundo, escrutando desde el mismo canto hacia un caos insondable de noche eterna. En mi terror se mezclaban extraños recuerdos del Paraíso perdido, y la espantosa ascensión de Satanás a través de remotas regiones de tinieblas.
Al elevarse más la luna en el cielo, empecé a observar que las laderas del valle no eran tan completamente perpendiculares como había imaginado. La roca formaba cornisas y salientes que proporcionaban apoyos relativamente cómodos para el descenso; y a partir de unos centenares de pies, el declive se hacía más gradual. Movido por un impulso que no me es posible analizar con precisión, bajé trabajosamente por las rocas, hasta el declive más suave, sin dejar de mirar hacia las profundidades estigias donde aún no había penetrado la luz.
De repente, me llamó la atención un objeto singular que había en la ladera opuesta, el cual se erguía enhiesto como a un centenar de yardas de donde estaba yo; objeto que brilló con un resplandor blanquecino al recibir de pronto los primeros rayos de la luna ascendente. No tardé en comprobar que era tan sólo una piedra gigantesca; pero tuve la clara impresión de que su posición y su contorno no eran enteramente obra de la Naturaleza. Un examen más detenido me llenó de sensaciones imposibles de expresar; pues pese a su enorme magnitud, y su situación en un abismo abierto en el fondo del mar cuando el mundo era joven, me di cuenta, sin posibilidad de duda, de que el extraño objeto era un monolito perfectamente tallado, cuya imponente masa había conocido el arte y quizá el culto de criaturas vivas y pensantes.
Confuso y asustado, aunque no sin cierta emoción de científico o de arqueólogo, examiné mis alrededores con atención. La luna, ahora casi en su cenit, asomaba espectral y vívida por encima de los gigantescos peldaños que rodeaban el abismo, y reveló un ancho curso de agua que discurría por el fondo formando meandros, perdiéndose en ambas direcciones, y casi lamiéndome los pies donde me había detenido. Al otro lado del abismo, las pequeñas olas bañaban la base del ciclópeo monolito, en cuya superficie podía distinguir ahora inscripciones y toscos relieves. La escritura pertenecía a un sistema de jeroglíficos desconocido para mí, distinto de cuantos yo había visto en los libros, y consistente en su mayor parte en símbolos acuáticos esquematizados tales como peces, anguilas, pulpos, crustáceos, moluscos, ballenas y demás. Algunos de los caracteres representaban evidentemente seres marinos desconocidos para el mundo moderno, pero cuyos cuerpos en descomposición había visto yo en la llanura surgida del océano.
Sin embargo, fueron los relieves los que más me fascinaron. Claramente visibles al otro lado del curso de agua, a causa de sus enormes proporciones, había una serie de bajorrelieves cuyos temas habrían despertado la envidia de un Doré. Creo que estos seres pretendían representar hombres… al menos, cierta clase de hombres; aunque aparecían retozando como peces en las aguas de alguna gruta marina, o rindiendo homenaje a algún monumento monolítico, bajo el agua también. No me atrevo a descubrir con detalle sus rostros y sus cuerpos, ya que el mero recuerdo me produce vahídos. Más grotescos de lo que podría concebir la imaginación de un Poe o de un Bulwer, eran detestablemente humanos en general, a pesar de sus manos y pies palmeados, sus labios espantosamente anchos y fláccidos, sus ojos abultados y vidriosos, y demás rasgos de recuerdo menos agradable. Curiosamente, parecían cincelados sin la debida proporción con los escenarios que servían de fondo, ya que uno de los seres estaba en actitud de matar una ballena de tamaño ligeramente mayor que él. Observé, como digo, sus formas grotescas y sus extrañas dimensiones; pero un momento después decidí que se trataba de dioses imaginarios de alguna tribu pescadora o marinera; de una tribu cuyos últimos descendientes debieron de perecer antes que naciera el primer antepasado del hombre de Piltdown o de Neanderthal. Aterrado ante esta visión inesperada y fugaz de un pasado que rebasaba la concepción del más atrevido antropólogo, me quedé pensativo, mientras la luna bañaba con misterioso resplandor el silencioso canal que tenía ante mí.
Entonces, de repente, lo vi. Tras una leve agitación que delataba su ascensión a la superficie, la entidad surgió a la vista sobre las aguas oscuras. Inmenso, repugnante, aquella especie de Polifemo saltó hacia el monolito como un monstruo formidable y pesadillesco, y lo rodeó con sus brazos enormes y escamosos, al tiempo que inclinaba la cabeza y profería ciertos gritos acompasados. Creo que enloquecí entonces.
No recuerdo muy bien los detalles de mi frenética subida por la ladera y el acantilado, ni de mi delirante regreso al bote varado… Creo que canté mucho, y que reí insensatamente cuando no podía cantar. Tengo el vago recuerdo de una tormenta, poco después de llegar al bote; en todo caso, sé que oí el estampido de los truenos y demás ruidos que la Naturaleza profiere en sus momentos de mayor irritación.
Cuando salí de las sombras, estaba en un hospital de San Francisco; me había llevado allí el capitán del barco norteamericano que había recogido mi bote en medio del océano. Hablé de muchas cosas en mis delirios, pero averigüé que nadie había hecho caso de las palabras. Los que me habían rescatado no sabían nada sobre la aparición de una zona de fondo oceánico en medio del Pacífico, y no juzgué necesario insistir en algo que sabía que no iban a creer. Un día fui a ver a un famoso etnólogo, y lo divertí haciéndole extrañas preguntas sobre la antigua leyenda filistea en torno a Dagón, el Dios-Pez; pero en seguida me di cuenta de que era un hombre irremediablemente convencional, y dejé de preguntar.
Es de noche, especialmente cuando la luna se vuelve gibosa y menguante, cuando veo a ese ser. He intentado olvidarlo con la morfina, pero la droga sólo me proporciona una cesación transitoria, y me ha atrapado en sus garras, convirtiéndome irremisiblemente en su esclavo. Así que voy a poner fin a todo esto, ahora que he contado lo ocurrido para información o diversión desdeñosa de mis semejantes. Muchas veces me pregunto si no será una fantasmagoría, un producto de la fiebre que sufrí en el bote a causa de la insolación, cuando escapé del barco de guerra alemán. Me lo pregunto muchas veces; pero siempre se me aparece, en respuesta, una visión monstruosamente vívida. No puedo pensar en las profundidades del mar sin estremecerme ante las espantosas entidades que quizá en este instante se arrastran y se agitan en su lecho fangoso, adorando a sus antiguos ídolos de piedra y esculpiendo sus propias imágenes detestables en obeliscos submarinos de mojado granito. Pienso en el día que emerjan de las olas, y se lleven entre sus garras de vapor humeantes a los endebles restos de una humanidad exhausta por la guerra… en el día en que se hunda la tierra, y emerja el fondo del océano en medio del universal pandemonio.
Se acerca el fin. Oigo ruido en la puerta, como si forcejeara en ella un cuerpo inmenso y resbaladizo. No me encontrará. ¡Dios mío, esa mano! ¡La ventana! ¡La ventana!
UN DRAMA VERDADERO - Guy de Maupassant
Boileau, Art poétique, III, 48