Cuentos para ver

LUZ ESTELAR. LUZ ESTELAR - Isaac Asimov


Arthur Trent oyó claramente las palabras que escupía el receptor.
—¡Trent! No puedes escapar. Interceptaremos tu órbita en un par de horas. Si intentas resistir, te haremos pedazos.
Trent sonrió y guardó silencio. No tenía armas ni necesidad de luchar. En menos de un par de horas la nave daría el salto al hiperespacio y jamás lo hallarían. Se llevaría un kilogramo de krilio, suficiente para construir sendas cerebrales de miles de robots, por un valor de diez millones de créditos en cualquier mundo de la galaxia, y sin preguntas.
El viejo Brennmeyer lo había planeado todo. Lo había estado planeando durante más de treinta años. Era el trabajo de toda su vida.
—Es la huida, jovencito —le había dicho—. Por eso te necesito. Tú puedes pilotar una nave y llevarla al espacio. Yo no.
—Llevarla al espacio no servirá de nada, señor Brennmeyer. Nos capturarán en medio día.
—No nos capturarán si damos el salto. No nos capturarán si cruzamos el hiperespacio y aparecemos a varios años luz de distancia.
—Nos llevaría medio día planear el salto, y aunque lo hiciéramos a tiempo la policía alertaría a todos los sistemas estelares.
—No, Trent, no. —El viejo le cogió la mano con trémula excitación—. No a todos los sistemas estelares, sólo a los que están en las inmediaciones. La galaxia es vasta y los colonos de los últimos cincuenta mil años han perdido contacto entre si.
Describió la situación en un tono de voz ansioso. La galaxia era ya como la superficie del planeta original —la Tierra, lo llamaban en los tiempos prehistóricos—. El ser humano se había esparcido por todos los continentes, pero cada uno de los grupos sólo conocía la zona vecina.
—Si efectuamos el salto al azar —le explicó Brennmeyer— estaremos en cualquier parte, incluso a cincuenta mil años luz, y encontrarnos les será tan fácil como hallar un guijarro en una aglomeración de meteoritos.
Trent sacudió la cabeza.
—Pero no sabremos dónde estamos. No tendremos modo de llegar a un planeta habitado.
Brennmeyer miró receloso a su alrededor. No tenía nadie cerca, pero bajó la voz:
—Me he pasado treinta años recopilando datos sobre todos los planetas habitables de la galaxia. He investigado todos los documentos antiguos. He viajado miles de años luz, más lejos que cualquier piloto espacial. Y el paradero de cada planeta habitable está ahora en la memoria del mejor ordenador del mundo.
—Trent enarcó las cejas. El viejo prosiguió—: Diseño ordenadores y tengo los mejores. También he localizado el paradero de todas las estrellas luminosas de la galaxia, todas las estrellas de clase espectral F, B, A y O, y los he almacenado en la memoria. Después del salto, el ordenador escudriña los cielos espectroscópicamente y compara los resultados con su mapa de la galaxia. Cuando encuentra la concordancia apropiada, y tarde o temprano ha de encontrarla, la nave queda localizada en el espacio y, luego, es guiada automáticamente, mediante un segundo salto, a las cercanías del planeta habitado más próximo.
—Parece complicado.
—No puede fallar. He trabajado en ello muchos años y no puede fallar. Me quedarán diez años para ser millonario. Pero tú eres joven. Tú serás millonario durante mucho más tiempo.
—Cuando se salta al azar, se puede terminar dentro de una estrella.
—Ni una probabilidad en cien billones, Trent. También podríamos aparecer tan lejos de cualquier estrella luminosa que el ordenador no encuentre nada que concuerde con su programa. Podríamos saltar a sólo un año luz y descubrir que la policía aún nos sigue el rastro. Las probabilidades son aún menores. Si quieres preocuparte, preocúpate por la posibilidad de morir de un ataque cardiaco en el momento del despegue. Las probabilidades son mucho más altas.
—Podría sufrir un ataque cardiaco. Es más viejo.
El anciano se encogió de hombros.
—Yo no cuento. El ordenador lo hará todo automáticamente.
Trent asintió con la cabeza y recordó ese detalle. Una medianoche, cuando la nave estaba preparada y Brennmeyer llegó con el krilio en un maletín —no tuvo dificultades en conseguirlo, pues era hombre de confianza—, Trent tomó el maletín con una mano al tiempo que movía la otra con rapidez y certeza.
Un cuchillo seguía siendo lo mejor, tan rápido como un despolarizador molecular, igual de mortífero y mucho más silencioso. Dejó el cuchillo clavado en el cuerpo, con sus huellas dactilares. ¿Qué importaba? No iban a aprehenderlo.
Una vez en las honduras del espacio, perseguido por las naves patrulla, sintió la tensión que siempre precedía a un salto. Ningún fisiólogo podía explicarla, pero todo piloto veterano conocía esa sensación.
Por un instante de no espacio y no tiempo se producía un desgarrón, mientras la nave y el piloto se convertían en no materia y no energía y, luego, se ensamblaban inmediatamente en otra parte de la galaxia.
Trent sonrió. Seguía con vida. No había ninguna estrella demasiado cerca y había millares a suficiente distancia. El cielo parecía un hervidero de estrellas y su configuración era tan distinta que supo que el salto lo había llevado lejos. Algúnas de esas estrellas tenían que ser de clase espectral F o mejores aún. El ordenador contaría con muchas probabilidades para utilizar su memoria. No tardaría mucho.
Se reclinó confortablemente y observó el movimiento de la rutilante luz estelar mientras la nave giraba despacio. Divisó una estrella muy brillante. No parecía estar a más de dos años luz, y su experiencia como piloto le decía que era una estrella caliente y propicia. El ordenador la usaría como base para estudiar la configuración del entorno. No tardará mucho, pensó Trent una vez más.
Pero tardaba. Transcurrieron minutos, una hora. Y el ordenador continuaba con sus chasquidos y sus parpadeos. Trent frunció el ceño. ¿Por qué no hallaba la configuración? Tenía que estar allí. Brennmeyer le había mostrado sus largos años de trabajo. No podía haber excluido una estrella ni haberla registrado en un lugar erróneo.
Por supuesto que las estrellas nacían, morían y se desplazaban en el curso de su existencia, pero esos cambios eran lentos, muy lentos. Las configuraciones que Brennmeyer había registrado no podían cambiar en un millón de años.
Trent sintió un pánico repentino. ¡No! No era posible. Las probabilidades era aun más bajas que las de saltar al interior de una estrella.
Aguardó a que la estrella brillante apareciera de nuevo y, con manos temblorosas, la enfocó con el telescopio. Puso todo el aumento posible y, alrededor de la brillante mota de luz, apareció la bruma delatora de gases turbulentos en fuga.
¡Era una nova!
La estrella había pasado de una turbia oscuridad a una luminosidad fulgurante, quizá sólo un mes atrás. Antes pertenecía a una clase espectral tan baja que el ordenador la había ignorado, aunque seguramente merecía tenérsela en cuenta. Pero la nova que existía en el espacio no existía en la memoria del ordenador porque Brennmeyer no la había registrado. No existía cuando Brennmeyer reunía sus datos. Al menos, no existía como estrella brillante y luminosa.
—¡No la tengas en cuenta! —gritó Trent—. ¡Ignórala!
Pero le gritaba a una máquina automática que compararía el patrón centrado en la nova con el patrón galáctico sin encontrarla, y quizá continuaría comparando mientras durase la energía. El aire se agotaría mucho antes. La vida de Trent se agotaría mucho antes.
Trent se hundió en el asiento, contempló aquella burlona luz estelar e inició la larga y agónica espera de la muerte.
Si al menos se hubiera guardado el cuchillo...

LA SOSPECHA - Mario Alberto Gonzalez Resquin


Él salía a caminar todas las mañanas. Bueno, no todas, pero casi. No tenía ningún afán en particular. Solo era una rutina. Bueno, un acto rutinario tiene un objetivo, la repetición conspicua de un acto. Además, parecía hacerle bien. La distracción al caminar, el no saber hasta donde se puede llegar caminando, el observar los rostros émulos de la desidia como de la desesperación, la angustia, cada tanto uno inocente, feliz. Las hojas que simulaban la pelotita de plástico, esa que se hacia con el jugo de naranjas que venia en una bochita de plástico con un pico, que, valga decirlo, era intomable. Desde ya, el objetivo de los fabricantes era proveer a los chicos de un símil pelota de fútbol, en un tamaño reducido, ya que el juego hasta se podía compartir, incluso desecharlo, para llenarlo de hojas de cuaderno, o de carpeta, y ahí si, convertirse en la estrella de futbol del momento, en cada recreo del colegio. Eso imaginaba, cuando el pateaba las hojas al caminar. Incluso le pegaba a alguna de que justo iba cayéndose recién de algún árbol insolente, que en ese preciso momento le arrojaba la hoja como buscando molestar su interacción, su paso. Pero también estaba su mirada. Observar era parte de lo lúdico de caminar. A veces eran caras, no siempre abyectas. A veces la gente reía, a veces también discutía, lloraba. También, claro, había odio, frustración, resentimiento. La angustia quizá era un descripción solemne para las diferentes expresiones con las que podía encontrase en la caminata. Solía, según la época del año, cruzarse con personas en bicicleta, otros caminando, corriendo también. Personas paseando perros, con collar, sin collar. Y muchos comercios, bueno no tantos últimamente, y según la dirección del camino. Las calles céntricas eran mucho más pobladas, de todo, personas, perros, comercios, y también los que jugaban al fútbol, pero con su mentón, o con sus genitales. Los hay quienes con pasión menos futbolera, se patean hasta un incisivo, imagínense los genitales. La situación era endeble, patearse los genitales el mentón (como por un chicle en los zapatos o un desodorante desagradable) era quizá el deporte de moda, aunque no siempre se veía en concreto a las personas hacerlo, pero uno podía imaginar que en algún momento lo irían hacer. La postura cabizbaja del “pateador” hacia preveer que era inevitable. 

Había músicas variadas. La música de los calzados, deportivos, de trabajo, en oficina, en una obra en construcción. La de los vehículos, con sampleado machacante de una percusión interminable, con un acento caribeño que poco tenia que ver con todo ese paisaje. Pero era algo del momento. Los transportes, el tren a lo lejos, o no tanto, que el viento parecía a veces acercar más, a veces menos. Los “bondis” lleno de gente, que murmuraban mas que el motor de ese desvencijado vehículo. La música de lo insultos, tanto para los que usan vehículos, como para los párvulos caminantes. Aunque tuvieras la mejor de las intenciones posibles, o vengas de un by pass cardíaco, el “apúrate pelotudo, la concha de tu madre” era casi el estribillo predilecto, en una esquina, a mitad de cuadra, o a 80 Km. por hora sobre la sombra de su cuerpo. Todo ese ambiente, atravesaba el camino. Y todo se repetía casi siempre, como en Moebius.


Pero no siempre parecía ser algo tan asequible, ni saludable. A veces era algo insólito, mal visto, pretencioso, irresponsable. No se podía caminar. Para que? Ninguna condición iba a mejorar caminando, no era necesario. Todo seguiría como siempre, incluso él. Estaba impedido de hacer algo que le diera algún tipo de satisfacción. Su placer, el que él sentía al reconocer esos diverso paisajes, sonoros, naturales, menos naturales, mas urbanos, no solía ser bien visto. Comenzó a tener la sospecha que su ambición, la de un mero observador de otros paisajes, además de aferrarse a una condición física, y mental, un tanto mejor de lo que justamente observaba, era contradictoria con estar bien realmente. Siempre tuvo esa inquietud, de que era realmente lo que era “realmente”. Como todo juego que involucra dos términos, realmente, parecía ser la conjunción de dos que podían ser contradictorios, pero también no serlo. Real y mente. Que es real? Que era la mente? Lo real produce la mente? La mente produce lo real?


Lo concreto era, que comenzó a tener la sospecha que todo esto, parecía afectarle a alguien, que poco conocía estos placeres, sonoros, visuales, o tan solo, el del ejercicio de poner cada día un pie delante de otro, tal vez sin un marcado sentido, de lo realmente concebido como sentido.
La sospecha comenzó a carcomerlo. Se sentía inquieto, se pasaba horas pensando sobre ello. Incluso de que cosa era realmente que podía irrumpir tanto en la vida de alguien, en la cual, todo esto fuera un inconveniente, un mal que no podía llevarse a cabo.
Desde ya que la sospecha, no lo condujo a ningún lugar en particular. Mucho menos a reconocer en alguien, el basamento de esa sospecha. Sin embargo, no dejaba de abrumarlo. No dejó de sospechar que alguien se regodeaba con su hábito convirtiéndolo en un acto réprobo, innoble, soterrado de irresponsabilidad, de descuido, de olvido, de……. tantas cosas. No entendía como él, lentamente se convertía en la sospecha misma. Cada célula de su cuerpo iba siendo sospecha de algo. Su vida fue siendo tan trémula, que lentamente la sospecha que turbaba su andar, su viaje, su paseo, se convirtió en algo difícil de realizar.

Hoy lo vi. corriendo para alcanzar la otra vereda, como si fuera a estar entrenando para salto en largo para los próximos JJ.OO. Parecía abrumado. Creo ya sabía a donde lo había llevado la sospecha. Después alcancé a ver que caminó mas tranquilo, en su andar al menos, no se si él se sentía así. Lo dudo. Mientras, se perdía dando vuelta la esquina. Yo tenía que salir apurado para el camino opuesto, pateándome el mentón, los genitales, masticando el chicle del piso.

¿SUEÑAN LAS HEROINAS CON MUJERES QUE ARRASTRAN CAJAS? Begoña Pérez Ruiz

Reguló el sensor de su muñequera sobre la marcha, sin dejar de correr ansiosa tras su objetivo. Acababa de abatir a cuatro miembros del F.A.L.O, aunque no se atrevía a asegurar si aquellas bajas habían sido más producto de la suerte que de su pericia sobrada como tiradora. Al fin y al cabo los había encontrado reunidos comiendo en mitad de aquel campamento secreto en medio del bosque, todos ellos relajados y sin poder pensar que estaban a punto de ser cazados. La sorpresa había jugado a su favor, aunque era innegable que su subfusil láser había ejecutado a aquellos tipos con una precisión y rapidez absoluta.
  Pero uno de los componentes de aquella célula terrorista había salido de entre unos arbustos en plena refriega y se había vuelto a escabullir, sin que ella pudiera abatirle en ese momento. Así que, tras reponerse de aquel segundo de conmoción, ella le siguió a la carrera a través de aquel bosque que se le presentaba como un escenario desconocido y, presumiblemente, repleto de trampas. No se sentía cómoda, pero la adrenalina de su cuerpo le servía para dejar que esa sensación quedara en una parte muy escondida de su cerebro y no le hiciera perder el ritmo.
  Por ello se le hacía tan necesario regular el flujo de información del sensor de su muñequera. Bajó el visor de su casco y se dispuso a recibir todos los datos. Se encontraba en una situación peligrosa, aunque eso no suponía algo que no hubiera afrontado ya, lo que se esperaba de ella. Le hubiera sido fácil pedir apoyo aéreo y dejar que los deslizadores robóticos terminaran la misión sin más. Pero entonces ella no sería nombrada como la Heroína del Invierno. Un apodo que se había ganado cuando, tiempo atrás, se había hecho pasar por insurgente y se había introducido así en un importante grupo de rebeldes. Y todo para rescatar a cinco jóvenes y traerlas de regreso a Ciudad Señorial.
Todo eso había ocurrido hacía apenas dos años, en un invierno que atacó con frío extremo y de manera virulenta a la parte sur de la capital. Nadie se atrevió a culpar a la Gobernadora por la falta de suministro eléctrico en aquella zona. Nadie levantó una voz indicando que en los centros gubernamentales y en las residencias de las Principales existieran sistemas de calor que evitaban aquella penurias. Ni siquiera cuando una facción del F.A.L.O aprovechó los cortes de energía y raptó subrepticiamente a las cinco muchachas de las clases más altas.
Como solía ocurrir con sus técnicas de guerrillas, su rastro se perdió en los pasadizos subterráneos exteriores, aquellos que aún existían como recuerdo de las últimas Guerras de la Desolación. Nadie podía saber en qué parte del bosque se encontraban, y a nadie, ni siquiera a las fuerzas especiales, le apetecía o le parecía buena idea tratar de encontrarlos en pleno frío invernal. Pero Miranda Lima aceptó el reto de internarse en el bosque haciéndose pasar por renegada para encontrar al grupo de raptores insurrectos.
Entonces apenas era una cadete policial recién licenciada de la academia O.M.S, pero tenía suficiente valor para desafiar las bajas temperaturas de aquel momento e internarse en lo más profundo de las zonas boscosas, alejadas de cualquier reducto de la civilización y plagadas de grupúsculos diversos y opuestos de rebeldes, todos enemigos del gobierno de la Gobernadora. Por no mencionar a los mutantes que se alzaban más como monstruos espantosos que como enemigos del sistema.
Miranda Lima soportó todas las inclemencias y dificultades de adentrarse sola en la zona boscosa más inexplorada, sin apoyo logístico alguno, sin armas y sin uniforme blindado de ningún tipo. Tenía que parecer una paria, una desertora de Ciudad Señorial.
Cuando regresó con las cinco jóvenes recién rescatadas, fue recibida como si fuera la protagonista de una gesta temeraria. Así se encargaron de ensalzarla las altas autoridades, aunque poco se filtró de la historia real de dicha aventura.
Aún no había comenzado la primavera a su vuelta a la civilización, así que Miranda Lima recibió el calificativo de la Heroína del Invierno, junto con un montón de condecoraciones diversas y uno de los lujos más preciados, un aire acondicionado con bomba de calor. Algo que, dadas las situaciones climáticas cada vez más extremas había pasado de ser una comodidad a un verdadero reconocimiento.
Ahora su pecho le pesaba, pero no por la carga de medalla alguna, sino por la agobiante trabazón de la nueva armadura blindada que soportaba aquel día. Odiaba estrenar nuevo equipo policial, más cuando le tocaba afrontar una misión como esa, en la que al final tenía que andar corriendo en pleno entorno hostil. Pero no podía negar que aquel traje avanzado tenía sus ventajas ofensivas y menos cuando la pulsera le notificó que su objetivo enemigo estaba encima de ella.
El aviso le llegó apenas unos segundos antes de una ráfaga de disparos que esquivó en el último momento, aunque su nueva armadura podía protegerla de ese tipo de munición anticuada. Tras sortear el ataque, llegó la respuesta de Miranda. Ella no erró en el disparo y su objetivo cayó contra el suelo, desde la copa del árbol donde se ocultaba,  como si se tratara de un simple fardo y no de un ser humano.
Cuando acudió para verificar que aquel estaba muerto, comprobó que su última captura era una mujer joven. Aquello no le resultaba inesperado, pero sí infrecuente de encontrar entre los grupos del F.A.L.O. Y aunque no suponía su primera experiencia de ese tipo, no dejaba de desconcertarla y cargarla con un sentimiento extraño de culpa, como si de alguna manera hubiera estado en su mano evitar la muerte de esas mujeres que se obstinaban en abandonar la protección de la Ciudad y convertirse en rebeldes a la causa de la Gobernadora. Intentar entenderlas se le antojaba siempre como algo peligroso y su mente prefería sufrir como si no entendiera un complicado rompecabezas del que ella misma formaba parte.
Miranda Lima fue recogida por una unidad aérea en cuanto comprobó que la zona estaba limpia. Ella misma se encargó de llamar al transporte aéreo. Estaba agotada, algo habitual últimamente, un estado que parecía no querer abandonarla, le gustaba engañarse pensando que solo suponía una condición física pasajera, pero era consciente, en su fuero interno, que aquello no tenía nada de transitorio. Hubiera deseado pedir ser llevada directamente a su apartamento para descansar sin más, pero tenía que obedecer las ordenanzas e ir a reportar a su superiora.
—Otra gran misión de la Heroína del Invierno— comentó su superiora, Ditrina Mila en cuanto Miranda le relató cómo había ido todo con su última batida contra el F.A.L.O.
Miranda sonrió tratando de que su poca convicción no se notara y suplicando en su cerebro porque aquello no se alargara.
—Sin duda la Gobernadora volverá a tenerte en cuenta para la entrega de medallas especiales de este trimestre.
—No creo que merezca una nueva condecoración, la misión de hoy era bastante rutinaria…
Ditrina le dedicó una mirada mezcla de reprobación y recelo que alertó a Miranda. No debía nunca cuestionar las posibles distinciones de las que era protagonista, porque así se lo había dejado claro hacía tiempo la Gobernadora. Ella siempre sería una heroína para la Ciudad, no podía dejar de serlo, y su deber sería honrar ese papel. Que Miranda se sintiera extenuada con su papel no era algo admisible,  ni debía preocupar a nadie. Miranda había perdido su derecho a ser una persona libre e individual, porque se manifestaba como demasiado importante para el gobierno de la Ciudad, no podía disfrutar de una existencia más vulgar e ignorada. Cada ciudadana debía cumplir con su deber, más o menos sencillo, de otra forma la Ciudad se desmoronaría.
—En realidad quería decir que quizá otra compañera merezca esa condecoración más que yo misma.
La corrección de Miranda evaporó al momento la sombra de fastidio de los ojos de su superiora. Todo se calmó para alivio de Miranda, que solicitó al instante poder retirarse a descansar.
—Sí, será mejor que des tu turno por finalizado hoy. Vete a tu casa, mañana puedes reportar el informe final en la computadora matriz.
Miranda llegó a su pequeño apartamento totalmente extenuada, ni se preocupó en prepararse algo para comer, no sentía apetito. Se duchó para quitarse el sudor del uniforme de batalla y se marchó a dormir con la esperanza de soñar con ella, con aquella mujer que tanto le atraía y con la vida ordinaria y tranquila que tenía.

Esa mujer soñada, Lola Muse, no era nadie especial en su mundo, ella misma se lo decía cada mañana ante el espejo. Ni su ocupación, ni sus aficiones, nada se salía de lo normal, de lo más ordinario. Ni siquiera su físico la convertía en singular, sino que la marcaba como una mujer más, con escaso atractivo. De haber estado al lado de Miranda Lima incluso hubiera sido calificada de fea, comparativamente. Y desde luego su cuerpo rollizo estaba muy alejado del fibroso y atlético de Miranda. Pero ella y Miranda vivían en dos realidades diferentes y distantes, dos mundos alejados en el espectro del espacio y del tiempo. Así que se hacía imposible que ambas fueran comparadas a la vez, la una en frente de la otra. Solo compartían sus sueños.
Miranda soñaba con Lola Muse y esta última lo hacía con la Heroína del Invierno. Separadas por sus existencias, no compartían ni físico, ni profesión similar.
Lola trabajaba como una sencilla dependienta en un establecimiento de comida rápida.
A sabiendas de lo poco llamativa que era, había trabajado su saludo habitual, aquel con el que atendía a los clientes que se agolpaban a diario en el mostrador para pedir hamburguesas. Lola les sonreía con una opulencia que estaba fuera de lugar en un sitio tan anodino como aquel, donde ni siquiera primaba la calidad de la comida, sino la rapidez del servicio. Pero Lola se empeñaba en que la consideraran una persona y no una simple apuntadora de comandas. Aunque su esmero en saludar y en dar un trato simpático nunca era apreciado por nadie. Y menos aún por su propia jefa.
—Lola, deja que Claudio se ocupe de atender a los clientes y ve al almacén a colocar las cajas que hemos recibido esta mañana.
Lola nunca se quejaba a la hora de mover y colocar cajas, aunque solía ser su trabajo habitual y terminaba siempre con la espalda cargada y las piernas agarrotadas. Puro cansancio físico. Se había acostumbrado a ello, como se había habituado a sufrir calambres cada noche por aquellas sobrecargas musculares. Incluso cuando llegaba el verano y no podía disfrutar del frescor que emitía el aire acondicionado en el interior del local, alejado del almacén y de sus cajas.
Su amiga Susan siempre le recomendaba que tomara al menos un plátano al día para evitar los calambres en las piernas. Claro que su amiga Susan era la misma que le aconsejaba que mandara a su despótica jefa a la mierda y se marchara de aquel apestoso trabajo. Aunque Susan se lo podía recomendar dada la tranquilidad de su propia existencia. Ella era una joven extremadamente atractiva, algo que le había ayudado en su curriculum a la hora de conseguir un buen trabajo como administrativa. Mientras, Lola tenía que conformarse con un trabajo horrible y confiar en que la crisis económica terminara y sus conocimientos académicos de filóloga fueran apreciados por alguien.
Lola odiaba su trabajo, en realidad eso suponía lo único que la unía con la lejana Miranda Lima. Ambas detestaban sus ocupaciones, ambas ansiaban, sin saberlo, la vida de la otra, intercambiar sus papeles. Dos almas conectadas y desdichadas en su desemejanza.
Cuando Lola terminaba de trabajar, no solía tener compromisos sociales que atender, sin casi amigos que esperaran su presencia y sin muchas ganas de tratar de sentirse esperada por su parte. La soledad de su vida más allá del trabajo no la asfixiaba, no si podía escaparse en sus sueños y viajar a mundos distantes.
Lo habitual era que se refugiara en su piso, aquel que compartía con su madre y una gata, ambas viejas, obesas y apáticas. Allí, en su habitación, acostumbraba a encerrarse a leer y a disfrutar evadiéndose, transportándose a lugares lejanos e inexistentes a través de las páginas de sus libros. Solía leer de todo tipo de literatura, aunque su favorita era la de Ciencia Ficción.
Y luego, cuando finalmente se iba a dormir, lo que más ansiaba era poder soñar con Miranda Lima, su adoraba e intrépida heroína. Esa que no temía a nada, ni a nadie. La Miranda Lima que, aunque Lola no lo supiera, se temía y odiaba a sí misma y ansiaba ser una simple vendedora de hamburguesas y cargadora de cajas. Una Lola Muse.

—Acabo de revisar los sistemas de aerotermia por si sufren algún fallo, pero todo está correcto. Todos los aparatos de ventilación y soporte vital marchan a la perfección y era lo último que teníamos por comprobar. No hay fallo alguno en las temperaturas de las vainas. Estaba seguro de ello, pero los humanos no son como nosotros, ellos no pueden mantenerse bien aquí sin el sistema de aerotermia, y si la temperatura que este regula falla sus organismos sufren o incluso pueden estropearse. Debía de comprobar esa última opción para explicar qué está pasando, pero, como te digo, no hay problema alguno en nuestros aparatos de atmósfera estimulada. Así que no puedo entenderlo, ni siquiera procesarlo por más datos que me des de ambas individuas. Las cápsulas de sueño inducido permanente están en perfecto estado operativo.
Kar7 ajustó su visión biónica al máximo fijándose en cada detalle de los mostrados por el computador. Su compañera de turno, una ginoide recién llegada que respondía al nombre de Avar14, le miró como si su naturaleza fuera capaz de sentir una sincera curiosidad. Ella tampoco acababa de comprender la extraña relación entre las vainas de sueño X458 y la B207, las humanas que las ocupaban nada tenían en común. Pero en ese momento su fría lógica tampoco le permitía comprender que su androide compañero, Kar7, se esforzara en regular sus ojos robóticos como si fuera posible que el error estuviera en ellos y no en las mujeres durmientes.
—Los datos son los que son, carece de sentido que puedas pensar que la computadora muestra mal o desvirtúa los sueños de ambas individuas. Y tiene menor sentido aún que puedas pensar que algo incorrecto en nosotros hace que interpretemos mal lo que se ve a simple vista.
Kart7 dibujó en su frío rostro un gesto de molestia al procesar las palabras de su compañera.
—No dudo de nuestro perfecto funcionamiento, ni del de el ordenador central. Pero esta atípica conexión de sueños me es incomprensible. Y desde luego no quiero que nuestros amos yamiths crean que no estamos haciendo bien aquello para lo que se nos programó. Los durmientes eternos de las cápsulas criogénicas no deberían compartir así sus sueños, estos son sólo compartidos y recogidos por el ordenador central, no es admisible ni verosímil un contacto entre individuos desparejos sin previa programación establecida.
—Recogemos los sueños de todos los sujetos de esta célula de durmientes como ellos quieren. No hemos dejado de hacerlo en ningún momento. Cumplimos con nuestra misión. Dos sujetas humanas durmientes andan soñando la una con la otra. Pero yo no entiendo porqué eso debería ser un error en nuestra labor.
—Esta debe ser la primera célula de durmientes a la que te asignan, sin duda. De lo contrario notarías en tus procesadores la misma presión que yo tengo. Me reitero al decirte que nunca había visto una conexión de sueños entre dos ocupantes de vainas desvinculadas, sin relación alguna familiar, de amistad, ni siquiera geográfica o temporal. Esas dos mujeres humanas me desconciertan, tan distintas y tan unidas entre sí.
—¿No son los humanos esa raza animal que presume de poseer alma? Quizá su extraño nexo proceda de ese órgano—. Kart7 la dedicó una mueca burlona, tanto como le era posible a su semblante metálico.
—No seas ilógica. El alma no existe. Es pura mitología, incluso los humanos actuales han desechado un concepto tan pueril y disparatado.
—Y aún así, los humanos siguen siendo una de las razas más extrañas de este universo— replicó Avar14 con un tono duro, tratando de fingirse molesta, pese a su naturaleza robótica y artificial—. Muchos de sus comportamientos son chocantes si aplicamos la lógica. Quizá estas durmientes solo sean un caso más de singularidad humana.
Las pupilas anaranjadas de Kar7 se iluminaron al momento tras escuchar las últimas palabras de su compañera.
—Quizá la singularidad de esas dos durmientes y sus sueños compartidos sea lo que los yamiths anden buscando con esta célula de criaturas tan diversas adormecidas y congeladas.
—Puede ser. Al fin y al cabo desconocemos el propósito del experimento de los durmientes, el porqué del registro de sus sueños y el mantenerlos eternamente inconscientes—. Kart7 la miró como si acabara de decir algo irracional, impropio de su naturaleza robótica.
—Los yamiths son los amos y señores no sólo nuestros, sino de todo el espacio-tiempo, ¿crees racional que compartan sus propósitos y pensamientos con siervos como nosotros?
Avar14 no contestó nada, el sentido de la prudencia que tenía programado así se lo dictó. Pero algo en su interior, que no obedecía a programación alguna, le hizo pensar en Miranda Lima, la vaina X458 y Lola Muse, la B207, en cómo ambas estaban unidas en sus sueños, desesperación y anhelos más íntimos. Y meditó también en cómo le gustaba el sonido de la palabra alma y todo el peculiar concepto que esta englobaba. Y, sólo por un microsegundo, su cerebro artificial ambicionó poder soñar.

fuente: Ficción Científica 

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