Cuentos para ver

LA CONTINUIDAD DE LOS PARQUES - Julio Cortázar

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

LA SALIDA - Mauro Cartasso

Infinitas horas, tal vez días... encerrado en esta prisión, no entiendo como sigo aún en pie, la luz, las ausencias, mi cuerpo mutilado. Esas cuatro paredes que no me permiten siquiera fallecer. El blanco de mis recuerdos...

En cierto momento noté algo, fue como un parpadeo, una falla en la prisión que me encierra desde quien sabe cuando, esto me dió nuevas esperanzas. Comencé a vigilar, de a poco fui notando, una casi imperceptible secuencia. Primero una pared, luego otra y así sucesivamente. Pero qué era el fenómeno que observaba? a qué obedecía?.

Fui haciendo dentro de mis posibilidades el seguimiento, una línea, una luz, tal vez una sucesión de píxeles de la pantalla de un ordenador diminutos, reales, o simplemente eso quería pensar. Mis manos se apresuraban al detectarlos tan solo quería tocarlos, atraparlos, sentirlos, los seguí por todas las paredes, una y otra vez. No logré nada, otro sin sentido, como todo lo que vivo desde que estoy aquí encerrado.

Mi insistencia en seguir el reflejo llevó a darme cuenta que siempre en el mismo vértice del cubo se apagaba, el brillo se ocultaba entre la unión de las paredes y perdido por perdido allí puse atención. El brillo se acercaba apenas visible para el ojo humano pero a esta altura hasta dudaba si yo lo era... Justo en el momento de atravesar el punto de unión atiné tocar apenas la luz y con sorpresa sentí que mis dedos atravesaron la dura pared. Inmediatamente volví hacia atrás mi mano, por temor, pero temor de qué?... necesito salir de este lugar. De a poco fui tomando coraje, calculé cada centímetro del recorrido de esa luz misteriosa, verifiqué que el fenómeno de desaparecer solo sucedía en uno de los vértices, me preparé y esperé paciente. La primera vez que lo intenté no resultó, el golpe, rebotar y caer me dejaron marcas en el hombro, el brazo y una pierna dolorida, sin embargo no me detendría. Ya lo había probado todo, otras opciones no había,  y me abalancé con todas mis fuerzas en el momento justo para abandonar de una vez mi claustro.

Era de noche, poca luz iluminaba el lugar, miré a ambos lados... nada. Respiraba libertad, estaba con el corazón a mil, casi saliendo de mi pecho, cerré los ojos me tomé la cabeza y lloré, podía hacerlo, el cabello se sentía grasiento y la ropa eran unos harapos malolientes, pero era yo, estaba vivo. De repente una ambulancia que se acercaba a cierta velocidad con su sirena y todas las luces encendidas, tanto que iluminaron lo suficiente como para ver una línea de luz que se perdía en el vértice de la pared con el dibujo de un sifón, venían otra vez por mi.



EL OTRO DUELO - Jorge Luis Borges

Hace ya tantos años que Carlos Reyles, hijo del novelista, me refirió la historia en Adrogué, en un atardecer de verano. En mi recuerdo se confunden ahora la larga crónica de un odio y su trágico fin con el olor medicinal de los eucaliptos y la voz de los pájaros.
Hablamos, como siempre, de la entreverada historia de las dos patrias. Me dijo que sin duda yo tenía mentas de Juan Patricio Nolan, que había ganado fama de valiente, de bromista y de pícaro. Le contesté, mintiendo, que sí. Nolan había muerto hacia el noventa, pero la gente seguía pensando en él como en un amigo. Tuvo también sus detractores, que nunca faltan. Me contó una de sus muchas diabluras. El hecho había ocurrido poco antes de la batalla de Manantiales; los protagonistas eran dos gauchos de Cerro Largo, Manuel Cardoso y Carmen Silveira.
¿Cómo y por qué se gestó su odio? ¿Cómo recuperar, al cabo de un siglo, la oscura historia de dos hombres, sin otra fama que la que les dio su duelo final? Un capataz del padre de Reyles, que se llamaba Laderecha y "que tenía un bigote de tigre", había recibido por tradición oral ciertos pormenores que ahora traslado sin mayor fe, ya que el olvido y la memoria son inventivos.
Manuel Cardoso y Carmen Silveira tenían sus campitos linderos. Como el de otras pasiones, el origen de un odio siempre es oscuro, pero se habla de una porfía por animales sin marcar o de una carrera a costilla, en la que Silveira, que era más fuerte, había echado a pechazos de la cancha al parejero de Cardoso. Meses después ocurría, en el comercio del lugar, una larga trucada mano a mano, de quince y quince; Silveira felicitaba a su contrario casi por cada baza, pero lo dejó al fin sin un cobre. Cuando guardó la plata en el tirador, agradeció a Cardoso la lección que le había dado. Fue entonces, creo, que estuvieron a punto de irse a las manos. La partida había sido muy reñida; los concurrentes, que eran muchos, los desapartaron. En esas asperezas y en aquel tiempo, el hombre se encontraba con el hombre y el acero con el acero; un rasgo singular de la historia es que Manuel Cardoso y Carmen Silveira se habrán cruzado en las cuchillas más de una vez, en el atardecer y en el alba, y que no se batieron hasta el fin. Quizá sus pobres vidas rudimentarias no poseían otro bien que su odio y por eso lo fueron acumulando. Sin sospecharlo, cada uno de los dos se convirtió en esclavo del otro.
Ya no sé si los hechos que narraré son efectos o causas. Cardoso, menos por amor que por hacer algo, se prendó de una muchacha vecina, la Serviliana; bastó que se enterara Silveira para que la festejara a su modo y se la llevara a su rancho. Al cabo de unos meses la echó porque ya lo estorbaba. La mujer, despechada, quiso buscar amparo en lo de Cardoso; éste pasó una noche con ella y la despidió al mediodía. No quería las sobras del otro.
Fue por aquellos años que sucedió, antes o después de la Serviliana, el incidente del ovejero. Silveira le tenía mucho apego y le había puesto Treinta y Tres como nombre. Lo hallaron muerto en una zanja; Silveira no dejó de maliciar quién se lo había envenenado.
Hacia el invierno del 70, la revolución de Aparicio los encontró en la misma pulpería de la trucada. A la cabeza de un piquete de montoneros, un brasilero amulatado arengó a los presentes, les dijo que la patria los precisaba, que la opresión gubernista era intolerable, les repartió divisas blancas y, al cabo de ese exordio que no entendieron, arreó con todos. No les fue permitido despedirse de sus familias. Manuel Cardoso y Carmen Silveira aceptaron su suerte; la vida del soldado no era más dura que la vida del gaucho. Dormir a la intemperie, sobre el recado, era algo a lo que ya estaban hechos; matar hombres no le costaba mucho a la mano que tenía el hábito de matar animales. La falta de imaginación los libró del miedo y de la lástima, aunque el primero los tocó alguna vez, al iniciar las cargas. El temblor de los estribos y de las armas es una de las cosas que siempre se oyen al entrar en acción la caballería. El hombre que no ha sido herido al principio ya se cree invulnerable. No extrañaron sus pagos. El concepto de patria les era ajeno; a pesar de las divisas de los chambergos, un partido les daba lo mismo que otro. Aprendieron lo que se puede hacer con la lanza. En el curso de marchas y contramarchas, acabaron por sentir que ser compañeros les permitía seguir siendo rivales. Pelearon hombro a hombro y no cambiaron, que sepamos, una sola palabra.
En el otoño del 71, que fue pesado, les llegaría el fin.
El combate, que no duraría una hora, ocurrió en un lugar cuyo nombre nunca supieron. Los nombres los ponen después los historiadores. La víspera, Cardoso se metió gateando en la carpa del jefe y le pidió en voz baja que si al día siguiente ganaban, le reservara algun colorado, porque él no había degollado a nadie hasta entonces y quería saber cómo era. El superior le prometió que si se conducía como un hombre, le haría ese favor.
Los blancos eran más, pero los otros disponían de mejor armamento y los diezmaron desde lo alto de un cerro. Al cabo de dos cargas inutiles que no llegaron a la cumbre, el jefe, herido de gravedad, se rindió. Ahí mismo, a su pedido, lo despenaron.
Los hombres depusieron las armas. El capitán Juan Patricio Nolan, que comandaba a los colorados, ordenó con suma prolijidad la consabida ejecución de los prisioneros. Era de Cerro Largo y no desconocía el rencor antiguo de Silveira y Cardoso. Los mandó buscar y les dijo:
— Ya sé que ustedes dos no se pueden ver y que se andan buscando desde hace rato. Les tengo una buena noticia; antes que se entre el sol van a poder mostrar cuál es el más toro. Los voy a hacer degollar de parado y después correrán una carrera. Ya sabe Dios quién ganará.
El soldado que los había traído se los llevó.
La noticia no tardó en cundir por todo el campamento. Nolan había resuelto que la carrera coronaría la función de esa tarde, pero los prisioneros le mandaron un delegado para decirle que ellos también querían ser testigos y apostar a uno de los dos. Nolan, que era hombre razonable, se dejó convencer; se cruzaron apuestas de dinero, de prendas de montar, de armas blancas y de caballos, que serían entregados a su tiempo a las viudas y deudos. El calor era inusitado; para que nadie se quedara sin siesta, demoraron las cosas hasta las cuatro. (Les dio trabajo recordar a Silveira.) Nolan, a la manera criolla, los tuvo esperando una hora. Estaría comentando la victoria con otros oficiales; el asistente iba y venía con la caldera.
A cada lado del camino de tierra, contra las carpas, aguardaban las filas de prisioneros, sentados en el suelo, con las manos atadas a la espalda, para no dar trabajo. Uno que otro se desahogaba en malas palabras, uno dijo el principio del Padrenuestro, casi todos estaban como aturdidos. Naturalmente, no podían fumar. Ya no les importaba la carrera, pero todos miraban.
— A mí también me van a agarrar de las mechas — dijo uno, envidioso.
— Sí, pero en el montón — reparó un vecino.
— Como a vos — el otro le retrucó.
Con el sable, un sargento marcó una raya a lo ancho del camino. A Silveira y a Cardoso les habían desatado las muñecas, para que no corrieran trabados. Un espacio de más de cinco varas quedaba entre los dos. Pusieron los pies en la raya; algunos jefes les pidieron que no les fueran a fallar, porque les tenían fe y las sumas que habían apostado eran de mucho monto.
A Silveira le tocó en suerte el Pardo Nolan, cuyos abuelos habían sido sin duda esclavos de la familia del capitán y llevaban su nombre; a Cardoso, el degollador regular, un correntino entrado en años, que para serenar a los condenados solía decirles, con una palmadita en el hombro: "Ánimo, amigo; más sufren las mujeres cuando paren".
Tendido el torso hacia adelante, los dos hombres ansiosos no se miraron.
Nolan dio la señal.
Al Pardo, envanecido por su actuación, se le fue la mano y abrió una sajadura vistosa que iba de oreja a oreja; al correntino le bastó con un tajo angosto. De las gargantas brotó el chorro de sangre; los hombres dieron unos pasos y cayeron de bruces. Cardoso, en la caída, estiró los brazos. Había ganado y tal vez no lo supo nunca.

CARTELES - Sergio Gaut vel Hartman


Tanto fastidiamos con la manía de verbalizar, colocando etiquetas, reduciéndolo todo a signos que algo, en algún sitio, se dio por enterado y contestó.
Despertamos porque los relojes sonaron a la hora de costumbre, pero el cielo seguía tan negro como cuando nos habíamos acostado. Los que salieron de la intimidad del dormitorio y miraron por la ventana descubrieron un cartel escrito con grandes letras amarillas. El cartel asomaba por el este y decía: amanecer.
Encendí la radio. Había música en todas las emisoras, seguramente emitida por equipos automáticos. Era estúpido suponer que los locutores y operadores estarían en mejores condiciones que el ciudadano común para superar el espanto producido por un comienzo de día tan anómalo.
Yo no encendía la radio en el momento de levantarme para hacerme cargo de los muertos de un accidente aéreo ocurrido en Tanzania o de un terremoto en Japón. Lo único que me importaba era la temperatura, la humedad, el viento, el pronóstico. Me disgusta salir a la calle sin saber qué ropa debo usar.
Así que decidí nadar a contracorriente y aprovechar las luces de nuevos carteles que se filtraban a través del aire puro de la madrugada.
Me asomé y leí: nublado—frío—probabilidad de lluvias.
Me puse un par de botas y un impermeable amarillo, tomé un paraguas y salí a la calle.
Comprobé que los carteles se desplegaban por toda la bóveda celeste: brillaban con una intensidad desusada, y uno de ellos anunciaba lluvia inminente, un asunto que el servicio meteorológico suele manejar con escasa precisión.
Caminé un par de cuadras sin apartar los ojos de los carteles. No era el único que caminaba mirando hacia arriba. Los transeúntes tropezaban en la penumbra, una peregrinación de desgraciados que morirían sin alcanzar la Meca, pensé.
Según mi reloj ya eran las siete y los carteles volvieron a cambiar: llueve, decían las letras amarillas. Abrí el paraguas instintivamente, y sonreí al notar el error. No cayó una sola gota. Sin embargo el cartel insistía con obstinación: llueve. No cerré el paraguas. Tampoco hacía frío (o no se sentía), a pesar de que uno de los carteles marcaba 6 grados 2 décimas. No me pareció sensato desafiar a los elementos ahora que se expresaban con tanta claridad y sin intermediarios por primera vez. Me levanté las solapas del impermeable y eché a andar hacia la estación.
Había muy poca gente esperando, y yo no tenía razones para pensar que el tren fuera ajeno al caos y pudiese entrar a la hora debida. Un cartel insólito colgaba del cielo sobre la estación. El cartel decía: ahora viene lo mejor.
Lo que fuera que se estaba a cargo de todo el asunto parecía estar acopiando fuerzas para un lance decisivo. Miré a las personas que compartían mi suerte: me devolvieron expresiones de impotencia. Entonces estallaron las luces.
Fue como un escenario que pasa a recibir toda la intensidad de todos los reflectores del teatro después de haber estado en la penumbra, apenas iluminado por un foco testigo.
Todo se esfumó, y en el lugar de cada objeto desaparecido se materializó un cartel: cielo, nubes, suelo, estación, vías, y aún carteles más chicos y específicos (pero en letras rojas). Porque había un cartel para las vías que bajaban y otro para las que subían y hasta uno para el riel norte y otro para el riel sur. También había carteles para cigarrillos, boletos, salivazos, celofán. Había carteles microscópicos (que uno no podía leer) y carteles dentro de carteles.
—Ahora ¿qué va a pasar? —dijo una mujer mirándome a los ojos. Quizás eligió mis ojos porque no estaban invadidos por el terror, y daban una cierta impresión de inmunidad.
—¿No se imagina?
La mujer retrocedió un paso y se tapó la boca abierta con el dorso de la mano. No creo que imaginara lo que vendría a continuación pero adivinó que no se trataba de algo bueno.
Empezó con una oscuridad total. Ahora que ya no había cielo, suelo, boletos y salivazos, la ausencia de carteles daba a la escena un hálito letal. Ningún cartel podía sustituir el aire que respirábamos sin matarnos. Así que sólo quedaban unos pocos pasos. Se encendió el cartel que decía fin de la vieja realidad y otro: aquí empieza el nuliverso.
No tardé en ser un cartel hecho y derecho. Sentí que la lluvia golpeaba con intensidad mi impermeable amarillo y la brisa fría hacía temblar las letras azules de la palabra que desde ahora sería todo mi cuerpo: hombre.
Acomodé el paraguas de tal modo que la lluvia no mojara mis bordes y busqué el tren con los ojos.




fuente: Breves no tan breves

QUIRAMIR - Eduardo Abel Giménez (Revista Axxon)

"Vivimos en los bordes,
buscando el centro.
Vivimos en el aire,
al que llamamos tierra.
Vivimos al revés,
en la ciudad del sueño."
Un poema de Quiramir.

La ciudad es un témpano del que nueve décimas partes están escondidas. Y la parte visible es diferente para cada viajero: el que llega a Quiramir ve primero lo que la ciudad quiere mostrarle, según espere gustarle o no, según espere retenerlo en su interior o echarlo enseguida; y después lo que él mismo quiere ver, ya sea para quedarse o salir en el próximo vehículo que cruce el borde. Algunos no llegan a ver ni siquiera ese décimo, otros no oyeron hablar jamás de la ciudad, y unos pocos conocemos tanto de ella que sus secretos apenas suman algo más que lo que sabemos. Con esto quiero decir que yo también puedo guiarte por Quiramir para que encuentres lo que esperabas y lo que no esperabas, pero por encima de todo para mostrarte lo que yo quiero que veas.
Por ejemplo, podemos encontrarnos junto a la Puerta Norte. El viajero viene lleno de polvo, a menos que sea muy rico y pueda pagarse un transporte cubierto. Si el viajero no es tan rico, aparece montado en su caballo, y si es poco más que pobre, a pie. Los pobres del todo no suelen venir a Quiramir por la Puerta Norte: cuando llegan, no los dejan pasar.
Cuando el viajero anda a pie, sé que ese día no haré un negocio brillante, pero no puedo esperar a otro: a veces pasa mucho tiempo entre la llegada de un viajero y el siguiente, y hay muchos cambios de guardia antes de que se vea bajar por los caminos de las montañas una comitiva, un jinete o un vagabundo.
El viajero, entonces, llega a pie, y en cuanto consigue pasar los controles de la puerta me ve a mí. Estoy echado junto a la fuente que surge en la plaza de entrada, sin tocarla porque la ley no me lo permite. El piso está duro, pero yo también y quedamos a mano. El viajero no puede dejar de verme: llevo años estudiando el lugar más apropiado para ponerme a su vista. En cuanto cruza la puerta, el viajero mira a lo lejos, por encima de las primeras casas, tratando de orientarse. En la curva que describe su mirada se interpone la torre de la catedral, que está lejos pero asoma entre los techos y llama la atención por su brillo, y enseguida el viajero se da cuenta de que justo por debajo de la torre hay un chorro de agua: la fuente. Cuando se fija en la fuente, se fija en mí, una mancha oscura contra el fondo de mármol blanco. Entonces, aunque no le guste mi apariencia, se acerca a preguntar:
—¿Dónde puedo pasar la noche?
Apenas me mira, porque tengo la cara llena de granos y estoy vestido con trapos sucios. Pero no hay nadie más cerca, salvo alguna mujer que se asoma a un balcón, y los guardias. Ni los guardias ni las mujeres contestan preguntas a los viajeros.
—Depende —digo, y el viajero hace un gesto; quiere terminar pronto con los preliminares de su llegada a la ciudad, y no está dispuesto a escuchar los delirios de un mendigo. Me apuro a seguir, procurando mostrarle la pureza de mi acento y mi buena dicción. —Si el señor desea una habitación magnífica por menos dinero del que pensaba gastar, tal vez yo lo guíe al lugar correcto.
El viajero no está muy interesado en aceptar mi propuesta, pero tengo argumentos para insistir:
—También es posible que sepa dónde está lo que obligó al señor a venir.
Ahora el viajero me mira directamente, pero esto sólo dura dos segundos. No cree que yo sepa tanto: ¿cómo un mendigo va a conocer su secreto?
—El comercio de Hafah se encuentra a poca distancia del lugar que le estoy ofreciendo —sigo—. ¿Quiere venir conmigo?
El viajero no puede contener su sorpresa, pero consigue esconderla para cualquiera que no sea yo. Yo conozco a muchos viajeros: los que vienen por la Puerta Norte, a pie, y llevan botas de cuero y una gran bolsa a la espalda buscan el comercio de Hafah. Apenas uno de cada cinco niega conocer a Hafah; de éstos, casi todos mienten. Cuando ocurre algo así, no tengo otro remedio que reconocer mi error y dejar escapar el negocio. Pero esta vez no ocurre; el viajero mira alrededor para asegurarse de que nadie escucha y simula aceptar mi oferta con desagrado.
De modo que me pongo de pie, con dificultad, y empiezo a arrastrar mis trapos hacia el interior de la ciudad. No intento que el viajero me siga: si no se preocupa por hacerlo, más tarde conseguiré poco de él. Entonces, lo que hago es apurar el paso todo lo que puedo entre callejones y senderos empedrados; sigo un camino sinuoso, me escondo entre las paredes y dejo que él se cuide de no perderme en medio del tumulto de gente que de golpe aparece y llena las calles cuando nos acercamos al mercado.
Nadie lleva los trapos que yo llevo, ni tiene la cara llena de granos. Todos me conocen, aunque si me saludan es cuando nadie más puede ver: en cierto modo, les avergüenza conocerme; lo que ocurre es que también sacan ventajas.
Entonces llegamos, el viajero y yo, a la casa de mi amigo Ju, y entro sin golpear a la puerta. El viajero vuelve a dudar, de modo que no puedo hacer lo que hacía un tiempo atrás: ordenarle que espere afuera. Al contrario, lo empujo con cuidado al interior de la casa de Ju, y cuando encontramos al mismo Ju en la sala, el viajero está pensando en escapar. No se atreve, sin embargo, a usar la fuerza, y yo estoy de pie a sus espaldas mientras Ju se incorpora frente a él. Tal vez no tenga miedo de mí, el viajero, pero sí de Ju: es alto y muy fuerte. Durante un tiempo fue guardia en la Puerta Norte, hasta que nos hicimos amigos. Con paciencia y sin apuro llegué a contarle una parte de mis asuntos, cuidando que lo que él supiera no fuese suficiente para encarcelarme, hasta que estuve seguro de su fidelidad.
Ahora Ju cumple con su papel: convencer al viajero de las bondades del alojamiento, y explicar lo bajo del precio. El viajero da la impresión de estar aceptando, pero yo sé que jamás aceptaría si no fuera por la continuación de nuestra puesta en escena.
Ju señala una puerta abierta al fondo de la sala, y los tres caminamos hacia ella. Pasamos a un corredor amplio lleno de ventanales, donde la cara del viajero cambia de color según el color de cada vidrio, y de allí a una habitación lujosa, la que el viajero habría querido encontrar de no estar tan nervioso. Ahora más que nunca se arrepiente de haber aceptado mi compañía: éste es el momento más difícil del trato. Tengo que actuar con el máximo de precaución.
Le hago una seña a Ju, que se corre a un costado de la puerta, y consigo que el viajero entre a la habitación. Yo apenas necesito entrar lo suficiente para que el viajero se dé cuenta de que Ju no puede vernos: es importante que no nos crea cómplices. Entonces levanto uno de los trapos que me cubren y dejo que el viajero vea un seno redondo, blanco y firme. La sorpresa del viajero, en este momento, no le permite decir una palabra. Mira mi pecho, mira mi cara, y yo sé que se está preguntando qué significa todo esto. Con la uña del dedo meñique corro una parte del maquillaje, de manera que el viajero empiece a comprender que los granos son falsos, y durante medio segundo me paro bien derecho y aprieto los trapos contra mis costados, para que el viajero tenga una visión mejor de mi segundo disfraz, el de mujer, y entienda el mensaje que le quiero transmitir: no soy lo que parezco. Una expresión muy estudiada de mi cara significa: le estoy pidiendo ayuda. Luego Ju entra de golpe, y me apuro a volver a mi posición anterior.
El viajero acaba de comprender que ya no está solo, que ha establecido una especie de compromiso. La ciudad empieza a atraparlo, pero él no se da cuenta. El viajero está decidido a cerrar trato por el alquiler de la habitación, aunque sea para enterarse de lo que se esconde tras mi pedido de auxilio, y cuando Ju se va me quedo con él, haciéndole señas para que no hable. El comercio de Hafah ocupa una pequeña parte de su mente, mucho menor que la que ocupaba antes.
Cerramos la puerta, me quito el maquillaje y me pongo a llorar. El viajero trata de consolarme, sin saber hasta qué punto le pertenezco, sin imaginarse quién pertenece a quién, y no pierde una sola palabra cuando empiezo a contarle mi historia.

Pero ese es un caso especial. No todos los viajeros llegan por la Puerta Norte, ni me encuentran a mí, ni ven en mí el mendigo que se transforma en dama. Algunos viajeros llegan con el ruido de los jets, aterrizan en el aeropuerto y se mueven a través de mostradores y salones con tanta rapidez que apenas tengo tiempo de verlos. Sin embargo, conozco sus portafolios y sus valijas hasta poder decir cuándo tengo ante mí un hombre de negocios, un turista, un ladrón, un traficante de drogas, cuándo es alguien que escapa y cuándo es alguien que persigue. Entonces deduzco si tomará un taxi, si encontrará un amigo, si mirará a su alrededor con la mezcla de alegría y desorientación de quien ve una ciudad por primera vez, si llamará por teléfono o empezará a hacer preguntas.
Para ellos, la ciudad es un laberinto de calles y edificios superpoblados donde hay lugar para perderse y para asombrarse; donde se puede contratar un tour diseñado especialmente para los turistas tontos; donde existe un solo lugar seguro, el sótano de cierta casa en cierto barrio apartado; donde todos son buenos o malos como en las películas; donde cada vista panorámica, cada rincón pintoresco, cada lugar histórico tiene dos dimensiones y cabe en una fotografía; donde los habitantes son extras que cumplen su papel por la comida.
Casi nunca tengo una relación directa con ellos, porque casi nunca tienen relación directa con nada. Pasan por encima de todo, como si estuvieran interesados sólo en las nubes, y así se los ve caminar por las calles: nubes con valijas y bolsos. Pero mi influencia aparece cuando menos lo esperan; uno compra una lata de comida en mal estado que yo deslicé a través del control de calidad de cierta fábrica: se intoxica, va a un hospital donde ya se puede considerar fuera de la ciudad, y en cuanto consigue moverse sale de Quiramir para no volver nunca más; otro encuentra a la amiga de una de las amigas de algún pariente mío, se enamora de ella y decide quedarse a vivir en Quiramir para siempre, o se va y un tiempo después ella le escribe para decirle que está embarazada; otro se pierde en los ascensores del hotel, y cuando supone que encontró la salida cae por la escalera de emergencia; otro entrega su mercadería y descubre que el comprador es policía; otro supone que Quiramir es la ciudad de sus sueños, hasta que entra a un bar donde espera alguien que yo conozco.
Esto demuestra que hay diferencias entre los que llegan a Quiramir en jet y los que entran por la Puerta Norte. Estos vienen a la ciudad por sus propios medios, siguiendo sus propios fines; los del jet vienen por promesas, encuentran más promesas y se van o se quedan entre promesas. A los de la Puerta Norte hay que hacerles olvidar el objetivo de su viaje para conseguir algo de ellos; los del jet están siempre dispuestos a dejarse vencer. Los de la Puerta Norte traen consigo algo de su propia ciudad y, tarde o temprano, modifican la nuestra; los del jet son intercambiables, piezas de un juego que alguien como yo puede jugar a sus espaldas sin que se den cuenta. Con los de la Puerta Norte debo actuar siempre en persona, corriendo riesgos; los del jet no ven que ando detrás.
Cuando me encuentro con ellos personalmente, casi siempre por casualidad, tengo que portarme de otro modo. No puedo encariñarme con ellos: por impersonales, por ruidosos o demasiado silenciosos, por haber llegado en un avión que agujereó el aire de Quiramir y despertó a los animales, por lo que sea. A veces, los motivos para odiarlos son contradictorios, pero nadie es perfecto: cuando amo a alguien también me contradigo.
Al principio, entonces, les sonrío, mientras muevo los hilos a su alrededor de manera que nadie me los pueda quitar. Me presento como un músico ambulante que toca el violín junto a su mesa en un restaurante típico, y lo que toco es esa canción que ellos justo habrían querido escuchar. Un poco más tarde soy el vendedor de entradas del teatro que encuentra dos plateas reservadas que nadie vendrá a ocupar, y se las ofrece sin gastos adicionales. Después soy el comerciante que les avisa que este whisky tan caro no es digno de crédito, que prefiere perder una venta antes que engañar a la gente que le cae bien. Al día siguiente, soy el taxista que se ofrece a guiarlos por las ruinas sin cargo, y aquí viene la mejor parte.
Cuando llegamos a las ruinas, espero que el viajero saque sus fotografías del Arco de Karavarán, del Obelisco Egipcio (que tiene de obelisco todo lo que le falta de egipcio), del Palacio de las Armas. En ese momento el viajero está entusiasmado, piensa que Quiramir es una de las ciudades más hermosas que ha visto en su vida, y que su gente es admirable. A mí me gusta que piense así de mi ciudad y me alegra saber que fui yo mismo quien consiguió esa opinión tan favorable. Cuando enfoca la cámara sobre el Monolito de Hilsa saco el cuchillo.
A veces les robo lo que tienen, dejo que escapen y luego cambio de disfraz. A veces los lastimo, o los obligo a hacer algo que no les guste. A veces llego un poco lejos, y no vuelven a viajar nunca más.
Haga lo que haga, me entristece, porque el contacto que tiene lugar a través del cuchillo es menos reconfortante que, por ejemplo, el que establezco con los viajeros de la Puerta Norte. Pero no puedo elegir.

Cuando una persona importante y extranjera viene a verme a mi oficina de Intendente de Quiramir, generalmente ordeno que pongan sobre mi escritorio alguna pieza artesanal del país de origen de mi visitante. Es un modo de ganarle antes de empezar, aunque tengo otras ventajas: Quiramir es mi ciudad, y sé de ella más que cualquiera que venga a mi oficina. Esto tal vez no parezca una ventaja cuando se trata de hablar de asuntos ajenos a Quiramir, pero lo es; cualquiera sea el tema de conversación, puedo hacer entrar en ella algunas referencias a lugares de Quiramir, a personas de Quiramir, a sentimientos de Quiramir.
Además, sé que el viajero no verá jamás otra cosa que la que yo quiero que vea, y eso me da una superioridad decisiva. Pero estos viajeros son los menos interesantes, porque apenas ofrecen resistencia.

Los que llegan del espacio ven Quiramir recién cuando bajan de la nave: la ciudad está construída en una serie de túneles subterráneos, un recuerdo de las guerras que borraron la superficie. Ahora, el techo de Quiramir es un bosque con arroyos y lomas, donde corren los ciervos y apenas pueden entrar algunos privilegiados. Todo es artificial: la naturaleza habría tardado algunos miles de años más que nosotros en restablecer el equilibrio.
Entonces Quiramir es una red de líneas, para el que llega a ella en una nave espacial. Los corredores, las aceras móviles, los rieles, las paredes y los techos iluminados jamás llegan a unirse en una totalidad. Él va conociendo caminos, va descubriendo que por aquí se llega al consulado y que por allá se sube al mirador, y es capaz de recorrer diez kilómetros más de los necesarios para ir del hotel al teatro. Cuando se apoya en una pared, siente que el mundo termina allí: no sabe ni puede imaginarse qué hay del otro lado, a veinte centímetros de distancia. Si un viajero se atreviese a abrir agujeros en las paredes se llevaría grandes sorpresas: Quiramir fue construida en tiempos de guerra, y la disposición de las instalaciones no responde a las necesidades de la paz. Junto a la mejor habitación de un hotel está el caño maestro de las cloacas; detrás de la avenida que lleva a los ascensores del mirador hay cárceles y manicomios; entre tu baño y tu dormitorio alguien tuvo la idea de poner un dispositivo antimisiles.
Todas las paredes de la ciudad son aislantes; no podrías oír una explosión a través de ninguna de ellas.
La ciudad misma está construida de modo que cada uno de los doscientos sectores diferentes pueda autoabastecerse, y por eso hay tanta mezcla. Durante la guerra fueron destruidas grandes partes de la ciudad: las cicatrices todavía se ven en algunos lugares; ningún viajero del espacio comprende cuánto agradecemos la división de la ciudad y su distribución caótica.
La situación es diferente para los viajeros que llegan en el tren subterráneo: ellos vienen de ciudades como Quiramir (aunque ninguna ciudad es exactamente como Quiramir), y están habituados a los túneles y las paredes. Se orientan tan bien en un espacio cerrado y aislado como el viajero estelar en sus ciudades abiertas y amplias.
Esto no necesariamente es una ventaja. Hace falta orientarse en Quiramir cuando uno vive aquí, pero la falta de orientación le da un encanto especial que yo perdí de vista hace mucho tiempo y sólo conozco gracias a mis contactos con los viajeros.
En cuanto aterrizan y van al hotel, los viajeros del espacio quieren visitar el mirador. Muchos habitantes de Quiramir no comprenden esta necesidad de ver el único lugar de la ciudad que puede recordar sus planetas natales: si se toman el trabajo de viajar tantos años luz, piensan, por lo menos deberían conocer los lugares más típicamente quiramirenses de Quiramir; las minas, los depósitos de misiles, el equipo de reciclaje, el sistema de ventilación. Estas, dicen, son las auténticas maravillas de Quiramir.
Los comprendo, pero también comprendo a los viajeros. Desde el momento en que ellos habitan paisajes abiertos y verdes, lo que más desean conocer es otro paisaje abierto y verde; y, en segundo lugar, cómo es esa extraña ciudad donde la gente vive enterrada y encerrada, pero no sus instalaciones; si el equipo de reciclaje de Quiramir es una maravilla, ¿qué se puede decir del equipo que transformó los planetas de los viajeros en lugares agradables?
Por supuesto, el mirador no sería suficiente para atraer turistas a Quiramir. Sin el resto, el mirador es un lugar triste. Deja de serlo por contraste, según el modo de ver de los viajeros. Hasta cierto punto, van al mirador para juntar un poco de aire puro antes de meterse en las catacumbas de la ciudad. Nadie les dice, y yo tampoco, que el aire de la superficie es el mismo de las profundidades.
Hay que admitir que el parque es impresionante, y el mirador fue construido para verlo desde el mejor ángulo posible. En cuanto se detiene el ascensor, empiezan los suspiros y las exclamaciones. Al frente está la cima nevada de la Montaña 1, con sus laderas verticales. Luego, los viajeros encuentran el bosque a sus pies, y descubren que lo están viendo desde una altura de trescientos metros. A muy pocos asombra que los habitantes de Quiramir sólo vivamos en las profundidades o en las alturas; ni les preocupa que a ellos mismos los llevemos directamente de los —100 a los +300. ¿Qué queda en medio?, podrían preguntar, ¿por qué no se puede pisar la superficie?
Lo que no saben, aunque tampoco sea un secreto, es que los árboles son de plástico; la Montaña 1 es una pila de desperdicios, convenientemente adornada para que a lo lejos parezca una verdadera montaña (ya casi tenemos el material suficiente para la Montaña 2); los arroyos son desagües cloacales que van al mar, que no es visible desde el mirador. Los ciervos de que hablaba antes son traídos en ciertas ocasiones de reservas distantes, para que los privilegiados puedan cazar, y los viajeros ni siquiera los ven desde tan arriba.
El parque es una hazaña de la ingeniería, pero estoy seguro de que los viajeros no lo entenderían así. Los viajeros preguntarían por qué no dejamos que los arroyos se llenen de agua pura (yo contestaría que no vale la pena desperdiciar agua pura en arroyos, y que por algún lado deben pasar los desagües); por qué no traemos árboles de verdad (¿y tierra de verdad, para que crezcan?, contestaría yo); por qué no eliminamos los desperdicios de la Montaña 1, y dejamos que el terreno sea llano (para tener que ver lo que hay al otro lado, diría yo). Por suerte, los guías nos encontramos pocas veces con gente realmente curiosa. Los turistas se creen curiosos, pero no lo son: se conforman con ver la pantalla que nosotros ponemos para ellos, y ni siquiera piensan en mirar qué hay detrás.
Los viajeros que llegan de otras ciudades subterráneas, en cambio, ni se preocupan por ir al mirador. En general, vienen al balneario. Me aburro con ellos, porque hay que tener mucha menos imaginación para mostrar el balneario que para mostrar el mirador, aunque los guías tenemos ciertas ventajas en el balneario que en el mirador faltan. Por ejemplo, en el mirador está el asunto de la cúpula: cuando algún turista se entera de que la cúpula existe, todo el grupo se desmoraliza, a pesar de que es totalmente invisible desde nuestra posición. Para ellos, el saber que siguen encerrados, tanto como si estuvieran en las profundidades, significa que no hay dónde respirar aire verdadero. A veces quisiera proponerles que vayan a respirar fuera de la cúpula, para ver cómo es su bendito aire verdadero.
La gente que va al balneario, en cambio, está acostumbrada a vivir en túneles, y le alcanza con las piscinas cubiertas y la lámpara, que son únicas en toda la Tierra. Los viajeros del espacio no visitan el balneario, porque vienen de playas auténticas y de soles auténticos. Muchos de ellos están bronceados, y hasta a mí me cuesta creer que jamás se hayan echado bajo una lámpara.
Pero lo mejor de todo no está en el mirador ni en el balneario. Lo mejor es llegar a la Sala de Anticipos. Elegí el trabajo de guía por la posibilidad de ver la Sala con ojos de extranjero. Todavía ahora, después de tantos años, consigo asombrarme frente a cada Idea Nueva, aunque se trate de las mismas Ideas Nuevas de mi infancia.
La Sala de Anticipos es un fraude para todo habitante de Quiramir: sabemos que su contenido no tiene nada de anticipo, porque lo que muestra no llegará jamás. Pero el viajero espacial es capaz de tomarla en serio, y se pone tan feliz al ver las Ideas Nuevas relucientes y fantásticas que me contagia el entusiasmo, y empezamos a charlar sobre las virtudes de una Idea o de otra como viejos amigos.
El desgaste que sufro es enorme, porque fuera de la Sala de Anticipos me espera la realidad de siempre. Sin embargo, prefiero morir joven y seguir soñando.
Además, hay otro tipo de compensación. Al salir de la Sala de Anticipos, el viajero cree que me debe algo por haberle mostrado tantas cosas importantes; yo insisto en que no me debe nada, y no acepto dádivas, pero el viajero siente que queda en deuda conmigo y, de un modo sutil, confirmo esa sensación. Mucho después, cuando el viajero ha vuelto a su casa, empiezo a recibir los regalos: bienes inapreciables, porque vienen de mundos que no han sido contaminados. Dedico por lo menos veinte minutos a contemplar cada uno de los regalos, agradezco de corazón la suerte que me ha permitido estar en contacto con ellos, tocarlos, comprobar que me pertenecen. Después los pongo en algún lugar de mi habitación donde pueda verlos bien, y los miro un rato todos los días, durante una semana, hasta tenerlos grabados en la memoria. Finalmente, los vendo en el mercado negro. El que llega en ómnibus ve primero una sucesión de ciudades satélite más pequeñas y pobres, donde la ruta se hace angosta y da vueltas. Luego aparece el cartel que dice "Quiramir: 80 km". El viajero todavía no comprende que ésa es la distancia al centro de la ciudad, y que en realidad ya está en ella. Los árboles dejan ver algunas casas, y después aparecen las primeras calles pavimentadas que cruzan la ruta. Quiramir no tiene una frontera clara, un punto donde se pueda decir "aquí empieza" o "aquí termina". Las casas se transforman en manzanas edificadas, todavía queda algún campo pero es pequeño, parece que a lo lejos se está nublando pero es el smog, y finalmente surgen los miles de autos y motocicletas y personas que se mueven por Quiramir como si ésta no tuviera ninguna de las maravillas que el viajero le encuentra. "Quiramir: 20 km", y cuando el viajero cree que jamás llegará, la ciudad lo ha capturado.
El viajero vive en una ciudad idéntica a Quiramir, pero él nota diferencias. Aquí la gente habla de otro modo; hay más palomas, o menos; las plazas son más oscuras; no se puede entrar al puerto. Casi todas las diferencias pertenecen menos a la ciudad que a sus habitantes, pero el viajero confunde una cosa con otra. Para él Quiramir es la suma de todas sus partes; no comprende que la suma de las partes, bien hecha, da una cantidad mayor que Quiramir misma. Quiramir es algo pequeño, miserable, inventado por quienes necesitamos sentirnos dueños del lugar que habitamos, que con esa necesidad conseguimos que siga viviendo. Si nosotros, los dueños de Quiramir, perdiéramos esa costumbre, la ciudad desaparecería.
Es que todo lo hacemos nosotros, y con esto quiero decir que no soy el único responsable. Si cada punto de Quiramir fuera mío, no sé si sería mejor o peor, pero seguramente sería diferente. A veces, cuando no puedo dormir, hago proyectos en el aire: construir un puerto nuevo, presentar la ciudad a orillas de un río muy ancho lleno de puentes, hacer una aldea de casas de barro, importar árboles gigantes de Hubla y levantar hoteles en su interior, instalar una red de subterráneos, levantar un templo a Júpiter y otro a Afrodita, reformar la ciudad de tal modo que ella misma guíe al viajero por su interior, meter la ciudad en un solo edificio que se apoye en un punto y se abra en lo alto como un abanico, hacer una ciudad rodante que se mueva por el mundo siguiendo el sol, levantar una muralla que nos proteja de los bárbaros.
Si todos nos pusiéramos de acuerdo, estoy seguro de que habría lugar para cada proyecto, no sólo para los míos sino para los que elaboran los demás. Pero perdemos las energías en luchar: luchamos por levantar o demoler un edificio, por poner nubes o quitarlas, por crear un río o secar el que ya existe. Así pretendemos aumentar nuestras esferas de influencia, pero el espacio y el tiempo a repartir son siempre los mismos, y el único modo de conseguir más es que uno de nosotros muera. Cuando esto ocurre, una parte de Quiramir se pierde para siempre, aunque el vencedor descuide sus otras posesiones para ocuparla.
Las luchas son lamentables, pero no podemos vivir sin ellas. Si nadie me persiguiera, si nadie me pisara los talones tratando de robar mi parte de la creación, me echaría a dormir, y los viajeros encontrarían un desierto donde yo pongo torres y pájaros. Es cierto que una vez estuve a punto de perder la ciudad subterránea y parte de los caminos de acceso para ómnibus, pero también he ganado la Puerta Norte, y tengo el placer de haberla perfeccionado: mi predecesor la llamaba puerta a secas, y no había pensado en la fuente ni en la vista de la catedral.
¿Por qué hacemos todo esto?, preguntarás. Cualquiera de nosotros te daría la misma respuesta: porque queremos que lo vean los viajeros. Entonces, dirás, ¿por qué los atacamos, a los viajeros? No es que los ataquemos, si bien hay algunos que sí lo hacen. Yo, por lo menos, los absorbo; mi objetivo es adquirir sus conocimientos, sus ideas y su fuerza para mejorar los míos. Cada vez que un viajero muere a mis pies siento que su poder entra en mí; pero no es necesario que muera: tengo otros métodos, algunos de los cuales he contado aquí.
Te estarás preguntando por qué nos tomamos el trabajo de construir Quiramir para los viajeros, si después los absorbemos. Es un círculo: cuanto mayor sea la capacidad y la imaginación de un viajero, mayor es su poder, y mayor el beneficio que obtenemos al absorberlo; por lo tanto, mayor será nuestra creatividad en el momento de seguir perfeccionando la ciudad. Por otra parte, cuanto más perfecta sea Quiramir, mejores serán los viajeros que la conozcan, porque no es lo mismo el viajero que ve cualquier pueblo de provincia que el que llega a Quiramir, y ya expliqué por qué necesitamos buenos viajeros, de primera clase.
Seguramente pensarás que me contradigo al describir la ciudad, que no hablo de una sola ciudad, sino de muchas, pero no es así. Podría darte varias explicaciones, aunque no aceptarías ninguna. Podría decirte, por ejemplo, que esa impresión tuya demuestra que sólo te es posible ver un décimo de la ciudad; si vieras toda la ciudad, comprenderías que no hay contradicciones. Pero creerías que pretendo convencerte de que la ciudad consiste en varios universos diferentes, superpuestos de alguna manera en el tiempo o en el espacio, y que yo puedo atravesar la barrera que separa un universo del otro. Y eso es mentira.
También podría decirte que Quiramir no es nada de lo que te estoy describiendo, sino un lugar vacío, un papel en blanco, donde se puede escribir lo que uno quiera con la seguridad de que, dentro de ese marco, todo será cierto, aunque no más concreto que los proyectos de un insomne. Pero pensarías que te hago perder el tiempo, y no es esa mi intención.
En caso de necesidad, admitiría que el equivocado soy yo. Pero al admitirlo Quiramir quedaría incluida en mi equivocación, y no sólo descubrirías que te faltan datos veraces sobre ella sino que ni siquiera existe. Puede ser tu propia ciudad la que pretendo mostrarte, cuando te encuentro en medio del Puente de los Artesanos y te saludo levantando la visera de mi casco, mientras los caballos se impacientan.



Ilustración: Wkowalsky


EN LAS ROCAS - Elvio E. Gandolfo




a Osvaldo Soriano

Era muy gordo: debía pesar cerca de doscientos kilos. Después de tanto tiempo al Sol y al viento la piel se le había puesto como cuero, casi como coraza, y era difícil imaginar que abajo hubiera carne, órganos digestivos. Hacía tanto que estaba junto al mar, sentado, que pocos recordaban la primera vez que lo habían visto a las afueras del balneario, donde terminaba la playa y comenzaban las rocas. Nunca se movía: cuando llovía bajaba un poco la cabeza y las cejas espesas desviaban el agua y la hacían caer en un fino chorrito al costado del ojo izquierdo o del derecho, según de qué lado inclinara la cabeza. Se alimentaba con los cangrejos que traía el mar hasta las rocas. En la marea alta el agua le llegaba a unos cinco centímetros de la cintura. Entonces elegía tranquilamente los ejemplares más gordos y jugosos, y a veces sumergía de pronto la mano, con una velocidad imprevisible en semejante cuerpo, y la sacaba con un pez plateado agitándose ya en la agonía.

En el balneario era una costumbre, como el faro, el Cerro o la capilla. Una especie de monumento. Hasta los turistas se sentían aliviados cuando volvían a verlo cada verano, como un fiel punto de referencia. Al atardecer un grupo de niños venía a burlarse de él. Le tiraban piedras, le cantaban estribillos monótonos, insultantes. Así como él era una costumbre para el pueblo, la bandada de niños era una costumbre para él. Para entretenerlos un poco, gritaba, como queriendo asustarlos. Sólo los que venían por primera vez salían disparados por las rocas. Los veteranos, que llegaban para burlarse desde hacía años, los frenaban y les explicaban que era inofensivo, que no podía moverse.

Hablar hablaba: pero sólo si empezaba otro. Así podía estar horas explicando en qué momento del día se sacaban los mejores cangrejos, o la época del año en que eran más sabrosos o más gordos. Lo hacía con una voz un poco confusa, gruesa, que le salía a duras penas de la garganta. Los ojos eran grises y opacos y no permanecían inmóviles un instante: saltaban del que escuchaba a las rocas, de allí al horizonte tenso y azul, volvían al visitante, trepaban la barranca de roca roja y se quedaban fijos un segundo en la Virgen blanca que la coronaba para luego seguir su recorrido. Muchos se aburrían enseguida de oírlo. Otros eran más curiosos y querían enterarse de cómo había llegado, si tenía problemas con las autoridades y cómo era posible vivir a la intemperie. Sobre lo primero era evasivo: vagas referencias acerca de que hacía mucho que estaba allí (todos lo sabían) o decía que "una vez me caí sentado y ya no pude levantarme". Con las autoridades no tenía problemas. Lo único que les preocupaba era que no diera un espectáculo indecente: venían una vez al mes y le cambiaban dificultosamente un pantalón de lona azul y fuerte, que resistía la corrosión del agua. Le habían ofrecido también una campera, construirle una carpa alrededor, pero rechazó la idea: se le había "curtido el cuero" y era insensible a las temperaturas o los cambios de tiempo. Uno de los curiosos le preguntó con tacto si la humedad no le pudría "la parte de abajo, la que no daba al Sol". Le explicó que no, que en la bajamar la roca se calentaba tanto que era como tener otro Sol bajo el cuerpo, y que la piel de esa zona estaba tan dura y caliente como el resto.


Viniendo por la rambla, se lo veía como una pirámide de rocas redondeada por las aguas. Acercándose más se iba definiendo, el tronco, los brazos gruesos (pero no exagerados la pesca y la recolección de cangrejos los mantengan elásticos) y las piernas, encogidas o estiradas, formando siempre un basamento grande, sólido. Se había puesto de acuerdo con algunos pescadores para juntarles cangrejos. Lo único que aceptaba como pago eran atados de cigarrillos, y, la primera vez, una caja de lata con tapa, para impedir que la lluvia, o la marea los mojaran.

Con el tiempo el grupo de niños cambiaba de integrantes. Pero siempre llegaban á la misma hora, como una aguja de reloj: gritaban, se asustaban, a veces hasta intercambiaban algunas palabras tranquilas con el gordo, y se iban. A menudo lo saludaban levantando un brazo.

Cuando fumaba, un penacho de humo surgía de la punta de la pirámide, largo y fino. Si el día era muy calmo, el humo flotaba un poco alrededor de la cabeza, sobre el pelo color acero, que era recortado periódicamente por una cuadrilla municipal.

También habían colocado una caja de madera, chata y amplia, con fondo de alambre tejido, donde el mar desmenuzaba y tragaba los restos de cangrejos y los esqueletos de pescado.

Una vez había creído ver una mancha sobre el mar y avisó al primer turista que apareció. La mancha resultó ser un porteño que se había construido un barco y había naufragado a un par de kilómetros de la costa. Cuando se repuso vino a visitarlo. Le agradecía infinitamente, alababa su capacidad visual y al fin le preguntaba qué quería, porque estaba dispuesto a darle cualquier cosa, incluso reintegrarlo a la civilización, emplearlo, "ubicarlo nuevamente". "Qué tipo lamentable", pensó el gordo, y le pidió varias cajas de cigarrillos importados, una marca demasiado costosa para los pescadores. Le dijo que se las dejara a ellos, que le irían entregando los paquetes regularmente.

Algunos de los niños desaparecían con el paso del tiempo. Otros, muy pocos, seguían visitándolo, generalmente con la excusa de pescar en las rocas. Les ofrecía desinteresados consejos sobre los mejores lugares, pero no resultaban provechosos. Y no sabían si era simple idiotez del gordo o si se vengaba de las antiguas burlas.

Cada tanto las revistas de información le dedicaban una nota. Lo que decían era tonto y sin sentido. Pero le gustaban las fotos, verse de distintos ángulos y alturas y, a veces, en colores, proyectando su silueta sobre un horizonte rojo o anaranjado. Arrancaba las hojas ilustradas y regalaba o tiraba al mar el resto de la revista.

Se rascaba el pelo continuamente, echándole agua de mar. Se le había puesto duro, firme, bien aferrado al cráneo. Si le picaba mucho lo rascaba con una concha vacía.

En el balneario había personas que no lo soportaban. Decían que era un objeto sucio, dañino, rodeado de desperdicios y vicioso incurable. Se trataba casi siempre de mujeres ancianas y pulcras, que no odiaban solo al gordo sino a los cangrejos en general, y sobre todo al mar que traía una especie de baba hasta la orilla y en los días de tormenta ensuciaba el aire de paja, arena y cascarones molidos.

Imaginaban tan inmóvil al gordo que cuando luego de una tormenta fuerte lo encontraron a unos cien metros del lugar habitual, tranquilo y fumando, no podían creerlo. Tampoco advirtieron el momento de la noche en que volvió a arrastrarse hasta el sitio de costumbre.

Una mañana lo sorprendió la escasa cantidad de turistas. Eran mediados de enero, la época crucial de la temporada, y sin embargo sólo había visto una pareja de ingleses pelirrojos, con la piel como hervida, que intentaron infructuosamente comunicarse con él en una incomprensible mezcla de idiomas. La llegada de los niños al atardecer lo tranquilizó un poco.

Pero al día siguiente no solo no vino nadie del pueblo, sino que los pescadores, cuando llegaron a cambiar las cestas llenas por las vacías, casi no le dirigieron la palabra, y hasta le explicaron brevemente que se habían olvidado de traerle el paquete de importados, algo que nunca había ocurrido.

Al atardecer, los niños no aparecieron.

Se sentía mal. Se dejó adormecer por el ruido de las olas mucho antes que de costumbre.

Al otro día lo único que se movió a su alrededor fueron las gaviotas y un coche deportivo negro y enorme, sin capota, que surgió a una velocidad increíble, tomando las curvas en dos ruedas, en dirección al pueblo. Dejó de verlo cuando giró alrededor de la barranca roja. Luego oyó un estrépito formidable, sin poder distinguir si era una frenada violenta o un choque.

Cuando llegó la marea alta, notó que la cantidad de cangrejos era notablemente inferior a la de los días anteriores, y que el agua estaba caliente como un caldo. Al atardecer tampoco vinieron los niños. Esa noche no durmió en absoluto y al amanecer pudo ver que el Sol nacía entre un cúmulo de nubes verdosas.

No llegó nadie en todo el día. No tuvo ganas de pescar y comió de las cestas llenas, seguro ya de que los pescadores no irían a retirarlas. La marea duró más que de costumbre y el culo no se le secó del todo. A la noche estaba incómodo; por primera vez sintió trastornos digestivos. También por primera vez trató de recordar cómo era su vida antes de sentarse, sin conseguirlo.

Se alzó el Sol y nuevamente nadie vino ni pasó nada. Ahora la certeza era aún más negra: los días se sucederían uno tras otro con él sentado allí, comiendo cangrejos con desgano, haciendo saltar la mirada del mar a las rocas, a la barranca, a la Virgen blanca que la coronaba, y otra vez al mar, al horizonte tenso. Podría subsistir indefinidamente, hasta que un día no se despertaría y quedaría allí como dormido, con la cabeza inclinada sobre el pecho. Llovería y el agua correría por las cejas y saldría despedida como por una canaleta; habría Sol y su sombra se proyectaría girando lentamente con el paso de las olas. Y se iría corrompiendo porque, a pesar del grosor y la dureza de la piel, era perecedero. Y no habría vuelto a fumar un cigarrillo importado, ni a embromar con los niños, ni a conversar con los pescadores, ni a ver su imagen repetida en una revista.

Ya se había resignado a ese futuro de piedra, de vegetal, de alga, y a la noche durmió bien.

A la mañana siguiente, cuando el Sol estaba alto, el mar estrelló un gran lobo marino contra las rocas, en el lugar donde la costa se hundía a pico hasta unos veinte metros de profundidad. Era enorme y brillante, con un bigote espeso. Trató de recordar a qué se parecía. Al fin lo asoció con uno de los pescadores, que venía muy rara vez pero que se destacaba justamente por parecerse a un lobo marino.

Un par de horas después del mediodía ocurrió algo que lo sacudió. Estaba haciendo girar la mirada una y otra vez, con una regularidad que llegó a marearlo, cuando la Virgen, en una fracción de segundo y en el preciso instante en que fijaba los ojos en ella, se desmenuzó en innumerables fragmentos. Estaba allí, como siempre, con el manto blanco rodeándola de pliegues rectos y fríos, enmarcándole el rostro sonriente, una mano caída a un costado y la otra levantada tenuemente hacia el mar, como invitando a acercarse a la costa, cuando se partió de arriba abajo y hacia los costados, convertida en un ridículo montón de trozos blancos. Algunos, entre ellos una mano, rodaron por la barranca roja hasta detenerse en una saliente o un manojo de hierba. Fue tan repentino que sintió como si la mano blanca le retorciera con fuerza el corazón.

Y así pasaron los días. Era como ser un objeto extraño al mar y a las rocas que lo rodeaban. Porque ya no estaba la Virgen, y el continuo embate de las olas había destrozado gran parte del camino, y estaba seguro de que también el pequeño puerto de pescadores (lo único anterior a sentarse que recordaba) estaría deshecho tras la barranca, desmenuzado, comido por la sal y el agua.

Dormía, comía, volvía a dormir. De vez en cuando pescaba, o se rascaba el pelo cada vez más largo, o arrancaba los jirones del pantalón que más le molestaban.

Una madrugada creyó oír el ruido de un carro que se aproximaba por la ruta, y sacudió la cabeza, porque sólo podía ser una alucinación. Pero después de mediodía volvió a oírlo y esta vez apareció: era uno de los viejos carros de pescadores, con altas ruedas de madera y un despintado cartel de "pescado fresco" en el costado. Lo conducía una mujer muy vieja, pura arruga, vestida con un chal de colores restallantes, envuelto cuidadosamente alrededor del cuerpo pequeño.

Cuando avistó al gordo mirándola, comenzó a reírse a carcajadas. El gordo también rió, muy suavemente, temiendo asustarla. La vieja había detenido el caballo. a unos doscientos metros y no parecía dispuesta a moverse.

Diez minutos después pensó que quizás estaba loca, porque seguía riéndose con la misma intensidad, lo señalaba con el dedo, y solo se interrumpía para gritar, con el mismo tono, que le habían contado que había un gordo sentado junto al mar, más allá del puerto, pero que nunca había creído que alguien podía ser tan idiota, imbécil, e ignorante como para pasarse la vida comiendo cangrejos y con el culo mojado. Pero ahora lo tenía enfrente -seguía después de reírse un rato-, y veía que sí, que era posible, pero que tampoco nunca había imaginado que sería un tipo -qué un tipo: un animal- tan repugnante, obsceno y repelente como lo que estaba mirando.

Y así continuó durante una hora, hilvanando series de insultos que apenas se diferenciaban entre sí, unidos por risas histéricas, sin bajar del carro ni moverlo un centímetro. Al fin el gordo se sintió tan agotado que añoró la soledad anterior, terrible y sin sentido, pero menos enloquecedora que el grito chirriante y estriado de la vieja llenándole la cabeza. Se dio vuelta y abrió un cangrejo con las uñas. Esto provocó un aumento considerable de la voz y los insultos de la vieja. Lo tiró antes de que llegara a la boca, y esperó. Cerca de media tarde la vieja hizo dar una vuelta completa al caballo y se alejó, sin cesar de reírse e insultar, parándose o sentándose con bruscos impulsos, hasta que el sonido se perdió, mucho después que la imagen, detrás de la piedra roja.

Al mediodía siguiente el carro reapareció con la vieja gritando aún antes de girar por la barranca. El gordo adivinó que iba a ser un hecho tan cotidiano y regular como el grupo de niños, y se dispuso a soportarlo, con la esperanza de que a través de los días la visita sufriera cambios suficientes como para convertirse en un hecho vivo dentro de la sucesión idéntica y giratoria de las mareas, los cangrejos y las gaviotas. En efecto: esta vez la vieja intercaló en la serie de insultos una amenaza: iba a comer delante de él manjares exquisitos, para que sufriera horriblemente, ya que sabía que nadie en su sano juicio podía conformarse con cangrejos y pescados.

Cruzó detrás suyo con una bolsa y se sentó en el esqueleto pelado del lobo marino. Sacó un pollo asado y ensalada rusa. Levantó los dos platos en el aire y largó una carcajada. El gordo se sentía desorientado. Aquello le parecía absurdo. Estuvo a punto de añorar otra vez la soledad, pero se dijo que aguantaría un poco más. Dejó que la vieja comiera ostentosamente sus comidas, sin inmutarse y aguantando las ganas de abrir un cangrejo para no espantarla. Cuando terminó de comer, el rostro arrugado, pequeño, donde apenas si se veían los ojos como un par de luces movedizas, permaneció en silencio por primera vez, mirando fijamente al gordo. Este ya iba a empezar a hablar, a preguntarle, cuando la vieja estalló en una hilera tan alta e insoportable de insultos que sintió dolor en las raíces de las muelas, en el fondo del tímpano, directamente en el cerebro golpeado. ¿Así que simulaba no importarle lo que ella comiera? ¿Así que prefería aquellos repugnantes cangrejos? Bueno, maldito fuera y por la puta que lo parió, ya vería lo que vendría a comer mañana. Subió al carro, siguió gritando, se perdió gritando tras la barranca, animada por movimientos espasmódicos, como si la tabla de pronto se pusiera caliente, y tuviera que pararse, y volver a sentarse hasta que el calor de la tabla la obligaba a pararse otra vez, y así sucesivamente.

El gordo quedó tan exhausto que se durmió a pleno rayo de Sol. Cuando despertó pensó que lo aguantaría mejor si pudiera fumar, pero desde hacía quince días le quedaba un solo cigarrillo importado, que utilizaría cuando llegara a sentirse cerca de la muerte, si alcanzaba a darse cuenta de su cercanía. También pensó que no conocía a la vieja, no podía decidir si era una loca que siempre había estado encerrada en el pueblo y ahora andaba libre y sola, o si se trataba de una anciana común trastornada por la soledad. De todos modos la hubiera preferido muda. A la noche durmió también profundamente.

Al día siguiente todo se repitió con exactitud, esta vez con carne asada y tomates. Cuando la vieja ya estaba terminando le preguntó de dónde sacaba la comida. Las arrugas se estiraron hacia atrás y empezó a reírse a carcajadas. Nunca le diría, jamás. ¿Así que al maldito le gustaría saber de dónde sacaba la comida? ¿Así que estaba harto de sus cangrejos y pescado? Bueno, no sería ella la que le diría de qué heladera de qué bar frente al mar retiraba la comida todos los días. Y continuó, monótona, insistente, hasta recoger los restos, tirarlos al mar, subirse al carro e irse gritando.

Y así durante dieciséis días, uno tras otro. Hubo un momento crítico en que el gordo tomó una roca grande y afilada y calculó la distancia, el viento, la forma de darle en un punto vital y acallar para siempre aquel agujero chillón y devorante. Pero se imaginó otra vez solo, sin posibilidades de que alguien viniese y fijó una fecha límite, a dos o tres meses de distancia, sabiendo de antemano que no la cumpliría.

En el día número diecisiete hubo algo extraño. Oyó sólo los ejes desengrasados del carro, aproximándose despacio. La tensión de oír el comienzo de los gritos y las carcajadas casi lo volvió loco. Pero el carro giró alrededor de la barranca y se aproximó, con la vieja encorvada y silenciosa sobre la tabla. Dejó el carro más cerca que otras veces, bajó y se sentó en una roca, mirando fijamente al mar.

Se animó a hablar.

-Se acabó la comida -le dijo a la vieja.

La mujer asintió moviendo la cabeza. Estuvo un rato sentada y el gordo volvió a hablar.
-Se murieron todos -dijo.

La vieja volvió a asentir. Después se paró y fue hasta el carro. Demoró mucho en subir y alejarse, sin dar el menor salto, sentada rígida sobre la tabla.

Temió que no volviese, pero a la hora de siempre el chirrido de los ejes se aproximó. La vieja se sentó en la misma roca y el gordo empezó a hablarle obsesivamente de los cangrejos, las mareas, la forma en que se había roto la Virgen, como si la hubiera matado con la mirada, todo lo que pudo recordar, sin importarle, sin detenerse, sin fijarse si la vieja lo atendía o no. Y al fin, cuando ya los cangrejos y todo lo demás se habían convertido en una especie de estribillo sin sentido, y la vieja se balanceaba al compás de la voz hipnótica del gordo, éste hundió la mano en el agua salobre, sacó un cangrejo gordo, lo abrió con las uñas y se lo tendió delicadamente, rogándole que comiera porque si no se iba a morir de hambre y él quería preguntarle muchas cosas.

La vieja sorbió la carne fresca y jugosa y empezó a contarle.


Elvio E. Gandolfo