Cuentos para ver

TLÖN, UQBAR, ORBIS TERTIUS - Jorge Luis Borges

Debo a la conjunción de un espejo y de una enciclopedia el descubrimiento de Uqbar. El espejo inquietaba el fondo de un corredor en una quinta de la calle Gaona, en Ramos Mejía; la enciclopedia falazmente se llama The Anglo-American Cyclopaedía (New York, 1917) y es una reimpresión literal, pero también morosa, de la Encyclopaedia Britannica de 1902. El hecho se produjo hará unos cinco años. Bioy Casares había cenado conmigo esa noche y nos demoró una vasta polémica sobre la ejecución de una novela en primera persona, cuyo narrador omitiera o desfigurara los hechos e incurriera en diversas contradicciones, que permitieran a unos pocos lectores -a muy pocos lectores- la adivinación de una realidad atroz o banal. Desde el fondo remoto del corredor, el espejo nos acechaba. Descubrimos (en la alta noche ese descubrimiento es inevitable) que los espejos tienen algo monstruoso. Entonces Bioy Casares recordó que uno de los heresiarcas de Uqbar había declarado que los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres. Le pregunté el origen de esa memorable sentencia y me contestó queThe Anglo-American Cyclopaedia la registraba, en su artículo sobre Uqbar. La quinta (que habíamos alquilado amueblada) poseía un ejemplar de esa obra. En las últimas páginas del volumen XLVI dimos con un artículo sobre Upsala; en las primeras del XLVII, con uno sobre Ural-Altaic Languages, pero ni una palabra sobre Uqbar. Bioy, un poco azorado, interrogó los tomos del índice. Agotó en vano todas las lecciones imaginables: Ukbar, Ucbar, Ookbar, Oukbahr… Antes de irse, me dijo que era una región del Irak o del Asia Menor. Confieso que asentí con alguna incomodidad. Conjeturé que ese país indocumentado y ese heresiarca anónimo eran una ficción improvisada por la modestia de Bioy para justificar una frase. El examen estéril de uno de los atlas de Justus Perthes fortaleció mi duda.
Al día siguiente, Bioy me llamó desde Buenos Aires. Me dijo que tenía a la vista el artículo sobre Uqbar, en el volumen XXVI de la Enciclopedia. No constaba el nombre del heresiarca, pero sí la noticia de su doctrina, formulada en palabras casi idénticas a las repetidas por él, aunque -tal vez- literariamente inferiores. Él había recordado: Copulation and mirrors are abominable. El texto de la Enciclopedia decía: Para uno de esos gnósticos, el visible universo era una ilusión o (más precisamente) un sofisma. Los espejos y la paternidad son abominables (mirrors and fatherhood are hateful) porque lo multiplican y lo divulgan. Le dije, sin faltar a la verdad, que me gustaría ver ese artículo. A los pocos días lo trajo. Lo cual me sorprendió, porque los escrupulosas índices cartográficos de la Erdkunde de Ritter ignoraban con plenitud el nombre de Uqbar.
El volumen que trajo Bioy era efectivamente el XXVI de la Anglo-American Cyclopaedia. En la falsa carátula y en el lomo, la indicación alfabética (Tor-Ups) era la de nuestro ejemplar, pero en vez de 917 páginas constaba de 921. Esas cuatro páginas adicionales comprendían al artículo sobre Uqbar; no previsto (como habrá advertido el lector) por la indicación alfabética. Comprobamos después que no hay otra diferencia entre los volúmenes. Los dos (según creo haber indicado) son reimpresiones de la décima Encyclopaedia Britannica. Bioy había adquirido su ejemplar en uno de tantos remates.
Leímos con algún cuidado el artículo. El pasaje recordado por Bioy era tal vez el único sorprendente. El resto parecía muy verosímil, muy ajustado al tono general de la obra y (como es natural) un poco aburrido. Releyéndolo, descubrimos bajo su rigurosa escritura una fundamental vaguedad. De los catorce nombres que figuraban en la parte geográfica, sólo reconocimos tres -Jorasán, Armenia, Erzerum-, interpolados en el texto de un modo ambiguo. De los nombres históricos, uno solo: el impostor Esmerdis el mago, invocado más bien como una metáfora. La nota parecía precisar las fronteras de Uqbar, pero sus nebulosos puntos de referencias eran ríos y cráteres y cadenas de esa misma región. Leímos, verbigracia, que las tierras bajas de Tsai Jaldún y el delta del Axa definen la frontera del sur y que en las islas de ese delta procrean los caballos salvajes. Eso, al principio de la página 918. En la sección histórica (página 920) supimos que a raíz de las persecuciones religiosas del siglo trece, los ortodoxos buscaron amparo en las islas, donde perduran todavía sus obeliscos y donde no es raro exhumar sus espejos de piedra. La sección idioma y literatura era breve. Un solo rasgo memorable: anotaba que la literatura de Uqbar era de carácter fantástico y que sus epopeyas y sus leyendas no se referían jamás a la realidad, sino a las dos regiones imaginarias de Mlejnas y de Tlön… La bibliografía enumeraba cuatro volúmenes que no hemos encontrado hasta ahora, aunque el tercero -Silas Haslam: History of the Land Called Uqbar, 1874-figura en los catálogos de librería de Bernard Quaritch.1 El primero, Lesbare und lesenswerthe Bemerkungen über das Land Ukkbar in Klein-Asien, data de 1641 y es obra de Johannes Valentinus Andreä. El hecho es significativo; un par de años después, di con ese nombre en las inesperadas páginas de De Quincey (Writings, decimotercero volumen) y supe que era el de un teólogo alemán que a principios del siglo XVII describió la imaginaria comunidad de la Rosa-Cruz -que otros luego fundaron, a imitación de lo prefigurado por él.
Esa noche visitamos la Biblioteca Nacional. En vano fatigamos atlas, catálogos, anuarios de sociedades geográficas, memorias de viajeros e historiadores: nadie había estado nunca en Uqbar. El índice general de la enciclopedia de Bioy tampoco registraba ese nombre. Al día siguiente, Carlos Mastronardi (a quien yo había referido el asunto) advirtió en una librería de Corrientes y Talcahuano los negros y dorados lomos de la Anglo-American Cyclopaedía… Entró e interrogó el volumen XXVI. Naturalmente, no dio con el menor indicio de Uqbar.
II
Algún recuerdo limitado y menguante de Herbert Ashe, ingeniero de los ferrocarriles del Sur, persiste en el hotel de Adrogué, entre las efusivas madreselvas y en el fondo ilusorio de los espejos. En vida padeció de irrealidad, como tantos ingleses; muerto, no es siquiera el fantasma que ya era entonces. Era alto y desganado y su cansada barba rectangular había sido roja. Entiendo que era viudo, sin hijos. Cada tantos años iba a Inglaterra: a visitar (juzgo por unas fotografías que nos mostró) un reloj de sol y unos robles. Mi padre había estrechado con él (el verbo es excesivo) una de esas amistades inglesas que empiezan por excluir la confidencia y que muy pronto omiten el diálogo. Solían ejercer un intercambio de libros y de periódicos; solían batirse al ajedrez, taciturnamente… Lo recuerdo en el corredor del hotel, con un libro de matemáticas en la mano, mirando a veces los colores irrecuperables del cielo. Una tarde, hablamos del sistema duodecimal de numeración (en el que doce se escribe 10). Ashe dijo que precisamente estaba trasladando no sé qué tablas duodecimales a sexagesimales (en las que sesenta se escribe 10). Agregó que ese trabajo le había sido encargado por un noruego: en Rio Grande do Sul. Ocho años que lo conocíamos y no había mencionado nunca su estadía en esa región… Hablamos de vida pastoril, de capangas, de la etimología brasilera de la palabra gaucho (que algunos viejos orientales todavía pronuncian gaúcho) y nada más se dijo -Dios me perdone- de funciones duodecimales. En setiembre de 1937 (no estábamos nosotros en el hotel) Herbert Ashe murió de la rotura de un aneurisma. Días antes, había recibido del Brasil un paquete sellado y certificado. Era un libro en octavo mayor. Ashe lo dejó en el bar, donde -meses después- lo encontré. Me puse a hojearlo y sentí un vértigo asombrado y ligero que no describiré, porque ésta no es la historia de mis emociones sino de Uqbar y Tlön y Orbis Tertius. En una noche del Islam que se llama la Noche de las Noches se abren de par en par las secretas puertas del cielo y es más dulce el agua en los cántaros; si esas puertas se abrieran, no sentiría lo que en esa tarde sentí. El libro estaba redactado en inglés y lo integraban 1001 páginas. En el amarillo lomo de cuero leí estas curiosas palabras que la falsa carátula repetía: A First Encyclopaedia of Tlön. vol. XI. Hlaer to Jangr. No había indicación de fecha ni de lugar. En la primera página y en una hoja de papel de seda que cubría una de las láminas en colores había estampado un óvalo azul con esta inscripción: Orbis Tertius. Hacía dos años que yo había descubierto en un tomo de cierta enciclopedia práctica una somera descripción de un falso país; ahora me deparaba el azar algo más precioso y más arduo. Ahora tenía en las manos un vasto fragmento metódico de la historia total de un planeta desconocido, con sus arquitecturas y sus barajas, con el pavor de sus mitologías y el rumor de sus lenguas, con sus emperadores y sus mares, con sus minerales y sus pájaros y sus peces, con su álgebra y su fuego, con su controversia teológica y metafísica. Todo ello articulado, coherente, sin visible propósito doctrinal o tono paródico.
En el “onceno tomo” de que hablo hay alusiones a tomos ulteriores y precedentes. Néstor Ibarra, en un artículo ya clásico de la N. R. F., ha negado que existen esos aláteres; Ezequiel Martínez Estrada y Drieu La Rochelle han refutado, quizá victoriosamente, esa duda. El hecho es que hasta ahora las pesquisas más diligentes han sido estériles. En vano hemos desordenado las bibliotecas de las dos Américas y de Europa. Alfonso Reyes, harto de esas fatigas subalternas de índole policial, propone que entre todos acometamos la obra de reconstruir los muchos y macizos tomos que faltan: ex ungue leonem. Calcula, entre veras y burlas, que una generación de tlönistas puede bastar. Ese arriesgado cómputo nos retrae al problema fundamental: ¿Quiénes inventaron a Tlön? El plural es inevitable, porque la hipótesis de un solo inventor -de un infinito Leibniz obrando en la tiniebla y en la modestia- ha sido descartada unánimemente. Se conjetura que este brave new world es obra de una sociedad secreta de astrónomos, de biólogos, de ingenieros, de metafísicos, de poetas, de químicos, de algebristas, de moralistas, de pintores, de geómetras… dirigidos por un oscuro hombre de genio. Abundan individuos que dominan esas disciplinas diversas, pero no los capaces de invención y menos los capaces de subordinar la invención a un riguroso plan sistemático. Ese plan es tan vasto que la contribución de cada escritor es infinitesimal. Al principio se creyó que Tlön era un mero caos, una irresponsable licencia de la imaginación; ahora se sabe que es un cosmos y las íntimas leyes que lo rigen han sido formuladas, siquiera en modo provisional. Básteme recordar que las contradicciones aparentes del Onceno Tomo son la piedra fundamental de la prueba de que existen los otros: tan lúcido y tan justo es el orden que se ha observado en él. Las revistas populares han divulgado, con perdonable exceso, la zoología y la topografía de Tlön; yo pienso que sus tigres transparentes y sus torres de sangre no merecen, tal vez, la continua atención de todos los hombres. Yo me atrevo a pedir unos minutos para su concepto del universo.
Hume notó para siempre que los argumentos de Berkeley no admiten la menor réplica y no causan la menor convicción. Ese dictamen es del todo verídico en su aplicación a la tierra; del todo falso en Tlön. Las naciones de ese planeta son -congénitamente- idealistas. Su lenguaje y las derivaciones de su lenguaje -la religión, las letras, la metafísica- presuponen el idealismo. El mundo para ellos no es un concurso de objetos en el espacio; es una serie heterogénea de actos independientes. Es sucesivo, temporal, no espacial. No hay sustantivos en la conjetural Ursprache de Tlön, de la que proceden los idiomas “actuales” y los dialectos: hay verbos impersonales, calificados por sufijos (o prefijos) monosilábicos de valor adverbial. Por ejemplo: no hay palabra que corresponda a la palabra luna, pero hay un verbo que sería en español lunecer o lunarSurgió la luna sobre el río se dice hlör u fang axaxaxas mlö o sea en su orden: hacia arriba (upward) detrás duradero-fluir luneció. (Xul Solar traduce con brevedad: upa tras perfluyue lunó. Upward, behind the onstreaming it mooned.
Lo anterior se refiere a los idiomas del hemisferio austral. En los del hemisferio boreal (de cuya Ursprache hay muy pocos datos en el Onceno Tomo) la célula primordial no es el verbo, sino el adjetivo monosilábico. El sustantivo se forma por acumulación de adjetivos. No se dice luna: se dice aéreo-claro sobre oscuro-redondo o anaranjado-tenue-de1 cielo o cualquier otra agregación. En el caso elegido la masa de adjetivos corresponde a un objeto real; el hecho es puramente fortuito. En la literatura de este hemisferio (como en el mundo subsistente de Meinong) abundan los objetos ideales, convocados y disueltos en un momento, según las necesidades poéticas. Los determina, a veces, la mera simultaneidad. Hay objetos compuestos de dos términos, uno de carácter visual y otro auditivo: el color del naciente y el remoto grito de un pájaro. Los hay de muchos: el sol y el agua contra el pecho del nadador, el vago rosa trémulo que se ve con los ojos cerrados, la sensación de quien se deja llevar por un río y también por el sueño. Esos objetos de segundo grado pueden combinarse con otros; el proceso, mediante ciertas abreviaturas, es prácticamente infinito. Hay poemas famosos compuestos de una sola enorme palabra. Esta palabra integra un objeto poéticocreado por el autor. El hecho de que nadie crea en la realidad de los sustantivos hace, paradójicamente, que sea interminable su número. Los idiomas del hemisferio boreal de Tlön poseen todos los nombres de las lenguas indoeuropeas y otros muchos más.
No es exagerado afirmar que la cultura clásica de Tlön comprende una sola disciplina: la psicología. Las otras están subordinadas a ella. He dicho que los hombres de ese planeta conciben el universo como una serie de procesos mentales, que no se desenvuelven en el espacio sino de modo sucesivo en el tiempo. Spinoza atribuye a su inagotable divinidad los atributos de la extensión y del pensamiento; nadie comprendería en Tlön la yuxtaposición del primero (que sólo es típico de ciertos estados) y del segundo -que es un sinónimo perfecto del cosmos-. Dicho sea con otras palabras: no conciben que lo espacial perdure en el tiempo. La percepción de una humareda en el horizonte y después del campo incendiado y después del cigarro a medio apagar que produjo la quemazón es considerada un ejemplo de asociación de ideas.
Este monismo o idealismo total invalida la ciencia. Explicar (o juzgar) un hecho es unirlo a otro; esa vinculación, en Tlön, es un estado posterior del sujeto, que no puede afectar o iluminar el estado anterior. Todo estado mental es irreductible: el mero hecho de nombrarlo –id est, de clasificarlo- importa un falseo. De ello cabría deducir que no hay ciencias en Tlön -ni siquiera razonamientos. La paradójica verdad es que existen, en casi innumerable número. Con las filosofías acontece lo que acontece con los sustantivos en el hemisferio boreal. El hecho de que toda filosofía sea de antemano un juego dialéctico, una Philosophie des Als Ob, ha contribuido a multiplicarlas. Abundan los sistemas increíbles, pero de arquitectura agradable o de tipo sensacional. Los metafísicos de Tlön no buscan la verdad ni siquiera la verosimilitud: buscan el asombro. Juzgan que la metafísica es una rama de la literatura fantástica. Saben que un sistema no es otra cosa que la subordinación de todos los aspectos del universo a uno cualquiera de ellos. Hasta la frase “todos los aspectos” es rechazable, porque supone la imposible adición del instante presente y de los pretéritos. Tampoco es lícito el plural “los pretéritos”, porque supone otra operación imposible… Una de las escuelas de Tlön llega a negar el tiempo: razona que el presente es indefinido, que el futuro no tiene realidad sino como esperanza presente, que el pasado no tiene realidad sino como recuerdo presente.2 Otra escuela declara que ha transcurrido ya todo el tiempo y que nuestra vida es apenas el recuerdo o reflejo crepuscular, y sin duda falseado y mutilado, de un proceso irrecuperable. Otra, que la historia del universo -y en ellas nuestras vidas y el más tenue detalle de nuestras vidas- es la escritura que produce un dios subalterno para entenderse con un demonio. Otra, que el universo es comparable a esas criptografías en las que no valen todos los símbolos y que sólo es verdad lo que sucede cada trescientas noches. Otra, que mientras dormimos aquí, estamos despiertos en otro lado y que así cada hombre es dos hombres.
Entre las doctrinas de Tlön, ninguna ha merecido tanto escándalo como el materialismo. Algunos pensadores lo han formulado, con menos claridad que fervor, como quien adelanta una paradoja. Para facilitar el entendimiento de esa tesis inconcebible, un heresiarca del undécimo siglo3 ideó el sofisma de las nueve monedas de cobre, cuyo renombre escandaloso equivale en Tlön al de las aporías eleáticas. De ese “razonamiento especioso” hay muchas versiones, que varían el número de monedas y el número de hallazgos; he aquí la más común:
El martes, X atraviesa un camino desierto y pierde nueve monedas de cobre. El jueves, Y encuentra en el camino cuatro monedas, algo herrumbradas por la lluvia del miércoles. El viernes, Z descubre tres monedas en el camino. El viernes de mañana, X encuentra dos monedas en el corredor de su casa. El heresiarca quería deducir de esa historia la realidad –id est la continuidad- de las nueve monedas recuperadas. Es absurdo (afirmaba) imaginar que cuatro de las monedas no han existido entre el martes y el jueves, tres entre e1 martes y la tarde del viernes, dos entre el martes y la madrugada del viernes. Es lógico pensar que han existido -siquiera de algún modo secreto, de comprensión vedada a los hombres- en todos los momentos de esos tres plazos.
El lenguaje de Tlön se resistía a formular esa paradoja; los más no la entendieron. Los defensores del sentido común se limitaron, al principio, a negar la veracidad de la anécdota. Repitieron que era una falacia verbal, basada en el empleo temerario de dos voces neológicas, no autorizadas por el uso y ajenas a todo pensamiento severo: los verbos encontrar y perder, que comportan una petición de principio, porque presuponen la identidad de las nueve primeras monedas y de las últimas. Recordaron que todo sustantivo (hombre, moneda, jueves, miércoles, lluvia) sólo tiene un valor metafórico. Denunciaron la pérfida circunstancia algo herrumbradas por la lluvia del miércoles, que presupone lo que se trata de demostrar: la persistencia de las cuatro monedas, entre el jueves y el martes. Explicaron que una cosa es igualdad y otra identidad y formularon una especie de reductio ad absurdum, o sea el caso hipotético de nueve hombres que en nueve sucesivas noches padecen un vivo dolor. ¿No sería ridículo -interrogaron- pretender que ese dolor es el mismo?4 Dijeron que al heresiarca no lo movía sino el blasfematorio propósito de atribuir la divina categoría de ser a unas simples monedas y que a veces negaba la pluralidad y otras no. Argumentaron: si la igualdad comporta la identidad, habría que admitir asimismo que las nueve monedas son una sola.
Increíblemente, esas refutaciones no resultaron definitivas. A los cien años de enunciado el problema, un pensador no menos brillante que el heresiarca pero de tradición ortodoxa, formuló una hipótesis muy audaz. Esa conjetura feliz afirma que hay un solo sujeto, que ese sujeto indivisible es cada uno de los seres del universo y que éstos son los órganos y máscaras de la divinidad. X es Y y es Z. Z descubre tres monedas porque recuerda que se le perdieron a X; X encuentra dos en el corredor porque recuerda que han sido recuperadas las otras… El Onceno Tomo deja entender que tres razones capitales determinaron la victoria total de ese panteísmo idealista. La primera, el repudio del solipsismo; la segunda, la posibilidad de conservar la base psicológica de las ciencias; la tercera, la posibilidad de conservar el culto de los dioses. Schopenhauer (el apasionado y lúcido Schopenhauer) formula una doctrina muy parecida en el primer volumen de Parerga und Paralipomena.
La geometría de Tlön comprende dos disciplinas algo distintas: la visual y la táctil. La última corresponde a la nuestra y la subordinan a la primera. La base de la geometría visual es la superficie, no el punto. Esta geometría desconoce las paralelas y declara que el hombre que se desplaza modifica las formas que lo circundan. La base de su aritmética es la noción de números indefinidos. Acentúan la importancia de los conceptos de mayor y menor, que nuestros matemáticos simbolizan por > y por <, Afirman que la operación de contar modifica las cantidades y las convierte de indefinidas en definidas. El hecho de que varios individuos que cuentan una misma cantidad logran un resultado igual, es para los psicólogos un ejemplo de asociación de ideas o de buen ejercicio de la memoria. Ya sabemos que en Tlön el sujeto del conocimiento es uno y eterno.
En los hábitos literarios también es todopoderosa la idea de un sujeto único. Es raro que los libros estén firmados. No existe el concepto del plagio: se ha establecido que todas las obras son obra de un solo autor, que es intemporal y es anónimo. La crítica suele inventar autores: elige dos obras disímiles -el Tao Te King y las 1001 Noches, digamos-, las atribuye a un mismo escritor y luego determina con probidad la psicología de ese interesante homme de lettres
También son distintos los libros. Los de ficción abarcan un solo argumento, con todas las permutaciones imaginables. Los de naturaleza filosófica invariablemente contienen la tesis y la antítesis, el riguroso pro y el contra de una doctrina. Un libro que no encierra su contralibro es considerado incompleto.
Siglos y siglos de idealismo no han dejado de influir en la realidad. No es infrecuente, en las regiones más antiguas de Tlön, la duplicación de objetos perdidos. Dos personas buscan un lápiz; la primera lo encuentra y no dice nada; la segunda encuentra un segundo lápiz no menos real, pero más ajustado a su expectativa. Esos objetos secundarios se llaman hrönir y son, aunque de forma desairada, un poco más largos. Hasta hace poco los hrönir fueron hijos casuales de la distracción y el olvido. Parece mentira que su metódica producción cuente apenas cien años, pero así lo declara el Onceno Tomo. Los primeros intentos fueron estériles. El modus operandí, sin embargo, merece recordación. El director de una de las cárceles del estado comunicó a los presos que en el antiguo lecho de un río había ciertos sepulcros y prometió la libertad a quienes trajeran un hallazgo importante. Durante los meses que precedieron a la excavación les mostraron láminas fotográficas de lo que iban a hallar. Ese primer intento probó que la esperanza y la avidez pueden inhibir; una semana de trabajo con la pala y el pico no logró exhumar otro hrön que una rueda herrumbrada, de fecha posterior al experimento. Éste se mantuvo secreto y se repitió después en cuatro colegios. En tres fue casi total el fracaso; en el cuarto (cuyo director murió casualmente durante las primeras excavaciones) los discípulos exhumaron -o produjeron- una máscara de oro, una espada arcaica, dos o tres ánforas de barro y el verdinoso y mutilado torso de un rey con una inscripción en el pecho que no se ha logrado aún descifrar. Así se descubrió la improcedencia de testigos que conocieran la naturaleza experimental de la busca… Las investigaciones en masa producen objetos contradictorios; ahora se prefiere los trabajos individuales y casi improvisados. La metódica elaboración de hrönir (dice el Onceno Tomo) ha prestado servicios prodigiosos a los arqueólogos. Ha permitido interrogar y hasta modificar el pasado, que ahora no es menos plástico y menos dócil que el porvenir. Hecho curioso: los hrönir de segundo y de tercer grado -los hrönir derivados de otro hrön, los hrönir derivados del hrönde un hrön– exageran las aberraciones del inicial; los de quinto son casi uniformes; los de noveno se confunden con los de segundo; en los de undécimo hay una pureza de líneas que los originales no tienen. El proceso es periódico: el hrön de duodécimo grado ya empieza a decaer. Más extraño y más puro que todo hrön es a veces el ur: la cosa producida por sugestión, el objeto educido por la esperanza. La gran máscara de oro que he mencionado es un ilustre ejemplo.
Las cosas se duplican en Tlön; propenden asimismo a borrarse y a perder los detalles cuando los olvida la gente. Es clásico el ejemplo de un umbral que perduró mientras lo visitaba un mendigo y que se perdió de vista a su muerte. A veces unos pájaros, un caballo, han salvado las ruinas de un anfiteatro.
Salto Oriental, 1940.
Posdata de 1947. Reproduzco el artículo anterior tal como apareció en la Antología de la literatura fantástica, 1940, sin otra escisión que algunas metáforas y que una especie de resumen burlón que ahora resulta frívolo. Han ocurrido tantas cosas desde esa fecha… Me limitaré a recordarlas.
En marzo de 1941 se descubrió una carta manuscrita de Gunnar Erfjord en un libro de Hinton que había sido de Herbert Ashe. El sobre tenía el sello postal de Ouro Preto, la carta elucidaba enteramente el misterio de Tlön. Su texto corrobora las hipótesis de Martínez Estrada. A principios del siglo XVII, en una noche de Lucerna o de Londres, empezó la espléndida historia. Una sociedad secreta y benévola (que entre sus afilados tuvo a Dalgarno y después a George Berkeley) surgió para inventar un país. En el vago programa inicial figuraban los “estudios herméticos”, la filantropía y la cábala. De esa primera época data el curioso libro de Andreä. Al cabo de unos años de conciliábulos y de síntesis prematuras comprendieron que una generación no bastaba para articular un país. Resolvieron que cada uno de los maestros que la integraban eligiera un discípulo para la continuación de la obra. Esa disposición hereditaria prevaleció; después de un hiato de dos siglos la perseguida fraternidad resurge en América. Hacia 1824, en Memphis (Tennessee) uno de los afiliados conversa con el ascético millonario Ezra Buckley. Éste lo deja hablar con algún desdén -y se ríe de la modestia del proyecto. Le dice que en América es absurdo inventar un país y le propone la invención de un planeta. A esa gigantesca idea añade otra, hija de su nihilismo:5 la de guardar en el silencio la empresa enorme. Circulaban entonces los veinte tomos de la Encyclopaedia Britannica; Buckley sugiere una enciclopedia metódica del planeta ilusorio. Les dejará sus cordilleras auríferas, sus ríos navegables, sus praderas holladas por el toro y por el bisonte, sus negros, sus prostíbulos y sus dólares, bajo una condición: “La obra no pactará con el impostor Jesucristo.” Buckley descree de Dios, pero quiere demostrar al Dios no existente que los hombres mortales son capaces de concebir un mundo. Buckley es envenenado en Baton Rouge en 1828; en 1914 la sociedad remite a sus colaboradores, que son trescientos, el volumen final de la Primera Enciclopedia de Tlön. La edición es secreta: los cuarenta volúmenes que comprende (la obra más vasta que han acometido los hombres) serían la base de otra más minuciosa, redactada no ya en inglés, sino en alguna de las lenguas de Tlön. Esa revisión de un mundo ilusorio se llama provisoriamente Orbis Tertius y uno de sus modestos demiurgos fue Herbert Ashe, no sé si como agente de Gunnar Erfjord o como afiliado. Su recepción de un ejemplar del Onceno Tomo parece favorecer lo segundo. Pero ¿y los otros? Hacia 1942 arreciaron los hechos. Recuerdo con singular nitidez uno de los primeros y me parece que algo sentí de su carácter premonitorio. Ocurrió en un departamento de la calle Laprida, frente a un claro y alto balcón que miraba el ocaso. La princesa de Faucigny Lucinge había recibido de Poitiers su vajilla de plata. Del vasto fondo de un cajón rubricado de sellos internacionales iban saliendo finas cosas inmóviles: platería de Utrecht y de París con dura fauna heráldica, un samovar. Entre ellas -con un perceptible y tenue temblor de pájaro dormido- latía misteriosamente una brújula. La princesa no la reconoció. La aguja azul anhelaba el norte magnético; la caja de metal era cóncava; las letras de la esfera correspondían a uno de los alfabetos de Tlön. Tal fue la primera intrusión del mundo fantástico en el mundo real. Un azar que me inquieta hizo que yo también fuera testigo de la segunda. Ocurrió unos meses después, en la pulpería de un brasilero, en la Cuchilla Negra. Amorim y yo regresábamos de Sant’Anna. Una creciente del río Tacuarembó nos obligó a probar (y a sobrellevar) esa rudimentaria hospitalidad. El pulpero nos acomodó unos catres crujientes en una pieza grande, entorpecida de barriles y cueros. Nos acostamos, pero no nos dejó dormir hasta el alba la borrachera de un vecino invisible, que alternaba denuestos inextricables con rachas de milongas -más bien con rachas de una sola milonga. Como es de suponer, atribuimos a la fogosa caña del patrón ese griterío insistente… A la madrugada, el hombre estaba muerto en el corredor. La aspereza de la voz nos había engañado: era un muchacho joven. En el delirio se le habían caído del tirador unas cuantas monedas y un cono de metal reluciente, del diámetro de un dado. En vano un chico trató de recoger ese cono. Un hombre apenas acertó a levantarlo. Yo lo tuve en la palma de la mano algunos minutos: recuerdo que su peso era intolerable y que después de retirado el cono, la opresión perduró. También recuerdo el círculo preciso que me grabó en la carne. Esa evidencia de un objeto muy chico y a la vez pesadísimo dejaba una impresión desagradable de asco y de miedo. Un paisano propuso que lo tiraran al río correntoso. Amorim lo adquirió mediante unos pesos. Nadie sabía nada del muerto, salvo “que venía de la frontera”. Esos conos pequeños y muy pesados (hechos de un metal que no es de este mundo) son imagen de la divinidad, en ciertas religiones de Tlön.
Aquí doy término a la parte personal de mi narración. Lo demás está en la memoria (cuando no en la esperanza o en el temor) de todos mis lectores. Básteme recordar o mencionar los hechos subsiguientes, con una mera brevedad de palabras que el cóncavo recuerdo general enriquecerá o ampliará. Hacia 1944 un investigador del diario The American (de Nashville, Tennessee) exhumó en una biblioteca de Memphis los cuarenta volúmenes de la Primera Enciclopedia de Tlön. Hasta el día de hoy se discute si ese descubrimiento fue casual o si lo consintieron los directores del todavía nebuloso Orbís Tertius. Es verosímil lo segundo. Algunos rasgos increíbles del Onceno Tomo (verbigracia, la multiplicación de los hrönir) han sido eliminados o atenuados en el ejemplar de Memphis; es razonable imaginar que esas tachaduras obedecen al plan de exhibir un mundo que no sea demasiado incompatible con el mundo real. La diseminación de objetos de Tlön en diversos países complementaría ese plan…6 El hecho es que la prensa internacional voceó infinitamente el “hallazgo”. Manuales, antologías, resúmenes, versiones literales, reimpresiones autorizadas y reimpresiones piráticas de la Obra Mayor de los Hombres abarrotaron y siguen abarrotando la tierra. Casi inmediatamente, la realidad cedió en más de un punto. Lo cierto es que anhelaba ceder. Hace diez años bastaba cualquier simetría con apariencia de orden -el materialismo dialéctico, el antisemitismo, el nazismo- para embelesar a los hombres. ¿Cómo no someterse a Tlön, a la minuciosa y vasta evidencia de un planeta ordenado? Inútil responder que la realidad también está ordenada. Quizá lo esté, pero de acuerdo a leyes divinas -traduzco: a leyes inhumanas- que no acabamos nunca de percibir. Tlön será un laberinto, pero es un laberinto urdido por hombres, un laberinto destinado a que lo descifren los hombres.
El contacto y el hábito de Tlön han desintegrado este mundo. Encantada por su rigor, la humanidad olvida y torna a olvidar que es un rigor de ajedrecistas, no de ángeles. Ya ha penetrado en las escuelas el (conjetural), “idioma primitivo” de Tlön; ya la enseñanza de su historia armoniosa (y llena de episodios conmovedores) ha obliterado a la que presidió mi niñez; ya en las memorias un pasado ficticio ocupa el sitio de otro, del que nada sabemos con certidumbre -ni siquiera que es falso. Han sido reformadas la numismática, la farmacología y la arqueología. Entiendo que la biología y las matemáticas aguardan también su avatar… Una dispersa dinastía de solitarios ha cambiado la faz del mundo. Su tarea prosigue. Si nuestras previsiones no erran, de aquí a cien años alguien descubrirá los cien tomos de la Segunda Enciclopedia de Tlön.
Entonces desaparecerán del planeta el inglés y el francés y el mero español. El mundo será Tlön. Yo no hago caso, yo sigo revisando en los quietos días del hotel de Adrogué una indecisa traducción quevediana (que no pienso dar a la imprenta) del Urn Burial de Browne.


1. Haslam ha publicado también A General History of Labyrinths.
2. Russell. (The Analisis of Mind, 1921, página 159) supone que el planeta ha sido creado hace pocos minutos, provisto de una humanidad que “recuerda” un pasado ilusorio.
3. Siglo, de acuerdo con el sistema duodecimal, significa un período de ciento cuarenta y cuatro años.
4. En el día de hoy, una de las iglesias de Tlón sostiene platónicamente que tal dolor, que tal matiz verdoso del amarillo, que tal temperatura, que tal sonido, son la única realidad. Todos los hombres, en el veniginoso instante del coito, son el mismo hombre. Todos los hombres que repiten una línea de Shakespeare, son William Shakespeare.
5. Buckley era librepensador, fatalista y defensor de la esclavitud.

6. Queda, naturalmente, el problema de la matesia de algunos objetos.

SEPARE A SU HIJO CON POLARIS, INC - Mariano Rodríguez (Revista Axxon)

–Quisiera ofrecerles café, pero lo han vuelto a poner en la lista de substancias prohibidas.
–Oh, ¿cuándo?
–Ayer, a última hora.
–¡Y yo que compré una bolsa de Polaris Moka! ¡Seré estúpida!
–Siempre puede canjearla por puntos de amor.
–Ya la he abierto.
–Bueno, en ese caso le conviene refrigerarlo y esperar al próximo anuncio. Tal vez lo remuevan.
Carraspeó, separando el cuello húmedo de su camisa.
–Entonces, ¿han encontrado el edificio sin problemas?
–Sí, tomamos una plataforma de reserva.
–Bien, bien.
–De único destino. La estábamos guardando.
–Para una ocasión especial, supongo.
–Exacto.
El representante de Polaris regaló una sonrisa suavizante a la pareja. Los analistas habían hecho un informe previo sobre esta captación que lo tenía excitado. Alto riesgo de fracaso y muerte prematura. En caso de éxito hay probabilidades de cepa desconocida. Ofertar sin límites.
Si concretaba esta adquisición dejaría de ser un captador raso. Para eso debía concentrarse en el trabajo y olvidar la denuncia de exterminio exprés que había puesto contra su propia esposa el día anterior. No tenía respuesta en el correo. Seguramente la entrevistaran a ella antes de tomar una decisión, hasta entonces seguía casado.
Se concentró en la pareja al otro lado del escritorio.
La señora llevaba seis días de embarazo y moría por hablar. Su marido permanecía en silencio, con las manos sobre las piernas y mirando hacia el sol intermitente, a través del ventanal. Aún no había abierto la boca.
–Si les molesta la intermitencia puedo nublar las ventanas. Se suponía que hoy íbamos a tener luz regular.
–Por mí está bien. Yo siempre le digo a mi esposo, “Cariño, debes instalar ventanas inteligentes”, pero él dice que no le molesta. La intermitencia me parece vulgar.
Silencio.
–Bueno, entonces, han decidido separar a su hijo. Permítanme felicitarlos.
–No hemos decidido nada. Primero quisiera saber más sobre el tema.
–Tú siempre quieres saber más. Tomamos una plataforma de reserva, logré que me autoricen tres de mis jefes y este caballero fue tan amable como para colocarnos primeros en la lista, pero tú necesitas saber más.
–Tal vez quieran hacerle daño al niño.
–¿Qué sabes tú si es un niño?
–Lo sé.
–Pamplinas, eso es lo que tú sabes. Aún no tienes un niño, tienes un nada. A estos señores les interesa separar sus micro… celuloides o lo que sea y hacer dos criaturas. Nos van a pagar una buena cantidad, más de lo que tú puedas ganar en diez años con tus semillas rancias. ¿Qué quieres saber?
–Señora, permítame. Su esposo tiene razón. Antes de tomar una decisión debería saberlo todo sobre el procedimiento. No me gustaría que firmen un acuerdo sin escucharme, no permitiría que lo hagan. Primero vamos a charlar, ni siquiera tengo un contrato redactado.
El contrato, con una suma en blanco, estaba minimizado en su escritorio. Sólo necesitaba un escaneo digital para cerrarlo y apoderarse del embrión.
–Estoy aquí por ella, pero sospecho que se trata de algo que me va a resultar horroroso y diré que no.
–No me avergüences, no lo hagas. No en Polaris, no frente a este caballero.
–Una vez más, señora, déjeme decirle que su marido está en lo correcto. Es natural sentir rechazo por un proceso de separación, nada más natural, déjeme que se lo diga. Pero con su permiso, puedo despejar cualquier duda.
El representante calló, dibujando una sonrisa expectante.
–Por supuesto, lo escucho. Y disculpe si fui grosero.
–No se preocupe –el representante respondió con sinceridad.
Salió inadvertidamente del personaje. Los ojos del hombre habían brillado de un modo especial, invadiéndolo con una sensación inexplicable de vergüenza. Se sobrepuso, aún no llegaba el día en que fuera a perder el control durante una captación.
–Imagino que el nombre Ari Polscher les resulta familiar.
–¡Un héroe!
–Ciertamente, señora. Como sabrán, luego de regalarnos el sistema de plataformas magnéticas y calles móviles, Ari Polscher se dedicó a la industria alimenticia. A él le debemos el acelerador de crías, la bacteria multiplicadora de hortalizas y…
–¡El helado Polaris de chocolate con chocolate!
–Jajá, es verdad, es verdad. Bueno, si han leído algo de historia sabrán que el sol estaba en pleno declive. Ari Polscher recién terminaba de diseñar el cinturón de ajuste temporal y,
–Junto a Lee Freeman y Rico González.
–¡Bien! El señor ha leído, se nota. Ciertamente, los doctores González y Freeman tuvieron su aporte. Pero fue Polscher quien llevó adelante la titánica (y onerosa) tarea de perimetrar la estrella con satélites de ajuste temporal. Gracias a eso tenemos un sol que debería durarnos otros seis mil millones de años.
–Siempre me pregunté, si me permite…
–Adelante.
–¿Qué sucede con el sol moribundo?
–Me temo que no entiendo.
–Se supone que el sol está entrando en nova y por eso lo hemos reemplazado con su versión del pasado, seis mil millones de años más joven, ¿es así?
–Sí.
–Entonces, ¿a dónde va el sol moribundo?
–¡A ningún lado, hombre! Vaya pregunta.
–Discúlpelo, se pasa el día rumiando estas idioteces. No mira ni una teleserie. ¡Ni una!
–Entiendo que esa es la versión oficial, pero la ley de conservación de la materia…
–Usted sabe que no aplica en este caso, nos lo enseñan en el primer grado. ¿Puedo seguir?
El hombre calló. La mujer y el representante lo observaban. El primero sonreía, la segunda lo detestaba.
–Por supuesto, disculpe.
–No hay problema, pero déjeme terminar sin que nos desviemos hacia teorías alucinantes.
Retomó el discurso.
–Bien, entonces Ari Polscher materializó un sol que titilaba, una anomalía visual, pero estable en cualquier otro sentido. Pusimos una base de monitoreo solar, que en un principio estaba operada por robots, cien por ciento automatizada, y pronto notamos que algo freía sus circuitos. El paso siguiente fue probar con científicos. Al igual que con los androides, todo fue bien al comienzo, pero en poco tiempo fue claro que estas mentes brillantes se estaban debilitando. ¡Si vieran los mensajes que enviaban! Habían caído en un sopor de imbecilidad. Por suerte, al alejarse de la estrella los síntomas aminoraban hasta desaparecer por completo.
–En ese momento idearon la separación.
–Nuevamente correcto, señor, aunque no del todo. Antes hubieron días de maniática desesperación en Polaris (que aún no se llamaba así). Las mediciones del perímetro solar, por muy rápido que llegaran a nuestros ordenadores planetarios, eran mediciones viejas, de minutos; sí, pero viejas. Era necesario tener un equipo ubicado cerca de la estrella que pudiera hacer ajustes en segundos y esto, como les he dicho, resultaba imposible.
Nuevamente fue Ari Polscher, quien analizando escaneos cerebrales de los científicos idiotizados, notó que sólo una mitad de sus cerebros fallaba. La mitad izquierda para ser exactos. Y no sólo eso, el análisis arrojó que la otra mitad operaba al tope de sus capacidades.
–Entonces nació el ordenador intuitivo.
–Vaya –dijo con sincera admiración– creo que usted podría contar la historia tan bien como yo. Efectivamente, de esa crisis nació una de nuestras herramientas más valiosas, el ordenador intuitivo. Sólo que una vez ensamblado, nadie sabía operarlo.
Verán, en el día once de gestación un embrión se encuentra dividido en dos. Podríamos identificar a cada parte con una corriente eléctrica, negativa–positiva o más bien activa–pasiva. Para el día doce se encuentran fusionadas y así permanecen por el resto de nuestra existencia biológica.
Ari Polscher, sin mencionarlo, utilizó a su esposa y primogénito para la primera experiencia de separación. Extrajo las partes embrionarias del útero de Moira Polscher y usando un acelerador de crías, las hizo madurar por separado. El resultado: dos seres totalmente opuestos y puros. Uno de ellos, el celeste, el flotador, se acercó al ordenador intuitivo sin que nadie se lo pidiese y comenzó a manipularlo con éxito.
–Y desde ese día la base de monitoreo solar está llena de ellos.
–También los hay aquí. Son valiosos líderes espirituales y apaciguadores de conflictos.
–¿Qué hay de los rojos? Los vampiros.
–¡Vampiros! Tienen incisivos prominentes, pero es sólo una…
–¿Anomalía visual?
–Veo que tiene sentido del humor, bien. En fin, ya conoce a los rojos. Estrellas del deporte, generales implacables, ingenieros sociales. También valiosos.
–Ha sido una interesantísima explicación, le agradezco la paciencia que me ha tenido.
–Por favor, gracias a usted por escucharme.
–Y mi respuesta es no, nadie va a hacerle eso a mi hijo.
–¡Cállate, tú no tienes un hijo, yo lo tengo! Y no es nada, es un… un minúsculo, un menos que nada, un…
–Un niño.
–¡Tú eres un niño!
–Por favor, no discutan. Señor, voy a poner las cartas sobre la mesa. Necesitamos todas las separaciones que podamos tener. Observe.
El representante manipuló una interfaz aérea. La puerta de la oficina se desvaneció. Del otro lado había una sala de espera, empapelada de amarillo pastel y con sillones ergonómicos Polaris. Vacía.
–Ustedes son mis únicos clientes, no sólo de hoy, sino del mes. Nos gusta promover la idea de que una separación es mera cuestión de engendrar y ponerse en contacto con nosotros, pero la realidad es que rechazamos al noventa y seis por ciento de los solicitantes. Se tienen que dar ciertas condiciones para que resulte fructífera y ustedes reúnen dichas condiciones.
–¡Somos especiales!
–Sí, señora, lo son.
–Entonces –agregó enseguida–, también valemos una cantidad especial de dinero.
–Sí –suspiró el representante–, lo valen.
–¿Cien mil adquisiciones?
–¿Es ese el precio que desea?
–Dios mío…
–Estoy autorizado a negociar libremente.
–Cien mil… ¡un millón de adquisiciones!
–¿Es ese el precio que desea?
–Ni cien mil adquisiciones ni cuarenta millones de puntos de amor. Prefiero mantener a mi hijo entero. Disculpe si le hice perder el tiempo.
–Un millón de adquisiciones… eres un…
El hombre ya estaba saliendo hacia el elevador y la zona de plataformas.
–¡Eres un necio!
–Señora…
–¡Un millón! Dios… sí, disculpe –dispuesta a llorar, se puso de pie.
–Su marido parece un hombre muy original.
–¿Original? Estúpido, nada más.
–Tal vez peligrosamente original.
El representante sonreía. La señora volvió a sentarse.
–¿Peligrosamente?
–Sí, quiero decir, si alguien le pusiera una denuncia de exterminio exprés, por digamos… comportamiento anti progreso, usted quedaría viuda y única dueña del embrión.
Silencio. La señora sonrió cruzando las piernas. El representante no pudo evitar mirarlas, calificaban como sanas.
–Sí, he notado una actitud preocupantemente anti progreso de su parte. Me gustaría saber con quién puedo hablar para hacer esta denuncia.
–Da la casualidad que soy captador multipropósito.
El escritorio del representante se llenó con un archivo en grandes letras rojas: DENUNCIA DE EXTERMINIO EXPRÉS. La señora sonrió inclinándose. El representante no pudo evitar mirar su escote. Sano.
–¿Dos millones de adquisiciones?
–¿Ese es el precio que desea?
–Dios mío…
Presionó su pulgar contra el archivo. La pantalla brilló, luego el representante apoyó su pulgar y el documento desapareció con una simpática animación.
–Un entrevistador irá esta misma tarde a charlar con su marido. Le enviaré una copia de nuestro contrato, cuanto antes lo firme mejor. Gracias por haber venido y lamento que las cosas se hayan dado de este modo.
–Yo no.
Se puso de pie y caminó embriagada hacia el elevador, con una gran sonrisa.
El representante abrió una interfaz aérea. Tenía correo nuevo.
–¿Qué dijo tu marido?
–Se opuso, el muy imbécil.
–Nunca vi las oficinas de Polaris, ¿cómo son?
–Hermosas, todo es nuevo.
–¿Cuánto dinero te ofrecieron?
–No hablaron de dinero.
–Pero debe ser mucho.
–No lo sé.
Estaban acostados. En el techo corría una película sobre políticos siameses que se postulaban a presidentes, el uno contra el otro. Ella se montó sobre sus caderas.
–No puedo ver la película.
–Puse una denuncia de exterminio exprés contra él.
Silencio.
–Qué pasa.
–Maldición, digo… sé que es un tipo raro, pero vaya, eso es pesado.
–No lo soporto más, hace mi vida miserable.
–Ayer dijiste que era un buen sujeto.
–¡Porque tengo un gran corazón! Pero lo siento, he llegado a mi límite. No me dejaré arrastrar por su fiebre anti progreso.
Ella empezó a moverse, apretando los muslos contra las piernas bronceadas de su compañero.
–No creo que acepte la separación. Entonces será adiós dinero.
–¿Mmm?
–Si la denuncia de exterminio exprés no funciona, quiero que lo mates.
–¿¿Mmm??
–Quiero que pongas un generador de vacío contra su asquerosa cabeza, quites el seguro y aprietes el gatillo, ¡swoosh!
–¡Oh!
Las piernas del otro se aflojaron, cesó el movimiento. La mano que apretaba el pecho de la mujer seguía ahí.
–¿Matarlo?
–Pensé que no habías oído.
–Vaya, matarlo…. no sé, eso es muy pesado.
–Podremos cumplir nuestros sueños. Comprar aquella cabaña en Playa Valeria.
–Valkiria.
–Playa Valkiria, por supuesto. Olas como edificios y nada qué hacer. Podrías enseñarme a surfear. Podríamos ver el atardecer en Playa Valkiria, tú, yo y nadie más.
–¿Cuánto dinero te ofrecieron?
–Te he dicho que no hablaron de dinero.
–El sol sale por Playa Valkiria, tendríamos que ver el amanecer.
–¡A quién demonios le importa! ¡¿Vas a matar a ese imbécil o qué?!
–¡Wow, desfibrílate, amorcito!
–Lo siento, cariño. Sólo quiero dejar de esconder nuestro amor.
–Matar… lo tendré que pensar. Nunca he matado a nadie. Pero te advierto una cosa…
–¿Qué?
–Todo esto es muy pesado.
–¿A qué se dedica?
–Soy restaurador florigenético. ¿Quiere sentarse?
–No. Por favor, elabore un poco más acerca de su trabajo.
–Voy a las zonas letales buscando especies petrificadas que no hayan mutado, a veces a pedido, a veces por especulación. Luego intento descifrarlas y en el mejor de los casos replicar una semilla.
–Tiene un permiso para eso, imagino.
–Sí.
–Tiene un… ¿cómo lo llaman? Un rodillo ambi…
–Rodador anfibio.
–Estaba por decirlo.
–En el taller.
–¿Qué sucedió?
–Unos gnomos del brócoli se divirtieron con él.
–¿Gnomos del Bro…? ¿Usted vio un Gnomo del Brócoli?
–Varios.
–Son mi criatura favorita, sépalo. ¿Dan miedo?
–Tienen mala fama. Una vez que les expliqué lo que estaba haciendo me dejaron en paz. Desafortunadamente la antena auxiliar y el tubo de desechos ya estaban destruidos.
–Ah, que suerte. Espere, ¿usted habla sulfúrico?
–Aprendí para entrar en la zona letal. Voy desarmado.
–No conozco a nadie que hable sulfúrico.
–El hombre que me enseñó lo hablaba como nativo, yo me hago entender. De todos modos no es tan difícil.
–¿Es verdad que cambia con el clima? No puede ser cierto.
–Es poco común. Cuando la temperatura desciende a cero grados, un Helecho Tigre sólo entiende sulfúrico invernal, pero como le digo, es poco común.
–Ahora me va a decir que ha visto Helechos Tigre.
–Un cliente me pagó por conseguir té de Lapsang.
–No sé qué es.
–Estoy preparando, le invito una taza.
–No, gracias.
–Como quiera.
–Helechos Tigre, por favor elabore.
–Cierto. Bueno, no existen muestras petrificadas de aquel té. Pasé tanto tiempo buscándolo que anocheció, el rodador estaba demasiado lejos y comenzó a nevar. Según mis cálculos había una aldea de Helechos Tigre cerca. La encontré y pedí asilo por la noche. Eso es todo.
–Ah.
–No, perdón, eso no es todo. Estaban bebiendo té de Lapsang. Es una tradición de los Helechos tigre. Me regalaron semillas.
–Usted tiene suerte.
–A veces, sí.
El entrevistador cavilaba observando al techo, perdido en una fantasía mítica vegetal. Suspiró.
–¿Señor, entiende por qué estoy aquí?
–Supongo que por una denuncia de exterminio exprés.
–Se lo toma demasiado bien, ¿sabe de quién?
–No me interesa.
–No le puedo decir.
–Bien.
–Fue su esposa. Las denuncias entre parejas son comunes, no solemos atenderlas enseguida. Esta vino recomendada. Exceso de evidencia, aparentemente.
–Entiendo.
–¿No va a decir nada?
–¿Qué puedo decir?
–Algo, defenderse.
–¿De qué?
El entrevistador entrecerró los ojos. ¿Era este hombre un imbécil? ¿Entendía que se jugaba el pescuezo?
–Tengo un cuestionario personalizado.
–Bien.
–Comencemos. Dígame sus cinco teleseries favoritas.
–No veo teleseries.
–¿Virtuales?
–De ningún tipo.
–¿Es alérgico?
–No, no me gustan.
–Pero, ¿por qué?
–Son estúpidas.
–Vamos, hombre, usted sabe que no lo dice en serio.
–Lo digo en serio.
–A ver, yo no soy uno de esos telefreaks subvencionados, pero al menos tres o cuatro teleseries disfruto. Lo hago por mi salud y para no incomodar al prójimo. No me puede decir que le parecen estúpidas, todas.
–Lo son.
–¿Sexo Judicial?
–Estúpida.
–¿Licencia para fumar?
–Estúpida.
–¿Virginio Sanders, perseguido por amar?
–No la vi, pero: estúpida.
–Usted es insalvable.
–Si usted lo dice.
–Su esposa y yo. ¿A dónde va?
–A servir el té.
El entrevistador quitó la mano de su desintegrador. El hombre le entregó una taza donde el humo subía en remolinos. Los ojos del entrevistador se abrieron, también sus fosas nasales.
–Huele muy bien, pero no debo.
–Siéntese y tome una taza de té.
–Está bien, pero no debería.
–Si le gusta voy a regalarle una planta. En otra época era un té muy exclusivo, lo consumían sólo las personas más pudientes. Ahora es lo mismo, sólo que… ¿por qué llora?
–No estoy… llorando.
–Sí que está.
–Es el té… ¡maldición! Lo siento.
–No se preocupe.
–Es la mejor cosa que olí en mi vida y sabe igual de bien, lo siento, de verdad. No debería desperdiciarlo de este modo.
–Vaya, hombre, es sólo un té. Me alegro que le guste.
–Gracias.
El entrevistador dio otro sorbo. Una lágrima rodó por su pómulo, luego un par más.
–Mire, le diré lo que vamos a hacer.
Se sonó la nariz con una servilleta.
–Yo soy un entrevistador terriblemente ocupado. Hay ocasiones en que, por mucho que duela, debo perderme mis teleseries… ¿entiende? Venturosamente hay ciudadanos que tienen la gentileza de publicar, ejem, resúmenes de cada episodio. Por supuesto, dichas publicaciones son ilegales, imagine que si fomentáramos esta costumbre, cualquiera podría… decir que ve una teleserie y estar mintiendo.
–Entiendo.
–Quisiera poner su sentencia en suspenso.
–Bien.
–Y sugerirle alguna de estas publicaciones. Tal vez cuando vuelva en quince días, usted tenga otra respuesta para darme sobre sus teleseries favoritas.
–Lo voy a pensar.
–Señor, no estoy bromeando.
Se acabó el té con dos sonoros tragos, luego entregó la taza vacía al hombre pero cuando este intentó agarrarla, el entrevistador se negó a soltarla.
–Voy a sugerirle alguna de estas publicaciones y cuando regrese en quince días, usted tendrá otra respuesta para darme sobre sus teleseries favoritas. Ahora, las próximas palabras que saldrán de su boca serán: Sí, señor, gracias.
–Ziuuz–lek.
–¿Qué fue eso?
–”Sí, señor, gracias”. Sulfúrico invernal.
El entrevistador soltó la taza con una sonrisa. Cuando abandonó la unidad, llevaba una maceta con té de Lapsang.
La mujer entró al departamento. Su sector quedaba al final del pasillo. El silencio era un buen augurio, comenzó a sonreír. Colgaban de las paredes plantas fosilizadas, dibujos de huertas y viejos alfabetos. Todo eso volaría, basura desintegrada. El departamento entero volaría, no pensaba quedarse en esa pocilga una vez que cobrara.
Giró hacia la cocina del hombre. 
Ahí estaba él. 
Vivo, libre, tomando esa asquerosidad y leyendo un obsceno libro de papel.
–Sigues aquí.
–Claro.
–Quiero que firmes la separación de mi embrión y luego voy a divorciarme de tu culo apestoso.
–Quisiera cocinarte algo, en tu sector y charlar.
–¿Qué pasa con tu cocina?
–Nada, pero quisiera cocinarte algo en tu sector.
–Me acostumbré a muchas cosas tuyas. Nunca a tu sordera. Repito: vamos a divorciarnos, no a compartir un guiso de repollo nuclear.
–Si quieres divorciarte lo haremos, no puedo oponerme. Pero preferiría que el niño tuviese padre y madre.
–Métete esto en tu cabeza de patata enmohecida: ¡NO TIENES UN NIÑO!
–Lo tendremos, pronto.
–Tú tendrás una sorpresa y yo un depósito bancario, eso es todo.
Con dos campanillas, una interfaz aérea se materializó. Salía del bolso de ella: Nuevo Mensaje de Voz.
El archivo flotó hacia la interfaz de la cocina, seteada en autoplay. La mujer se apuró a desactivar sus preferencias de reproducción automática, pero ya era tarde, el mensaje sonaba por todo el ambiente.
Ey, piernas de cangrejo, ¿qué onda? Bien, jejé… vaya, estuve pensando y no voy a matar a tu marido. Quiero decir, no voy a hacer eso que me pediste, piernas de cangrejo. Pero si tú lo matas, digo si haces eso, cuenta conmigo para lo otro. ¡Buenas olas!
El hombre sorbió su té. La mujer estaba ruborizada, enfurecida.
–Vamos a separar a esta criatura.
–No, mi hijo nacerá entero, luego puedes hacer lo que quieras… piernas de cangrejo.
–No me dejas opción.
Rebuscó en su bolso y extrajo un aparato azul. Parecía un alisador de cabello. La punta se bifurcaba en dos barras de electrodos. Por debajo del mango sobresalía un gatillo rojo.
Lo encendió, el aparato ronroneó eléctricamente.
–¿Sabes qué es esto?
–Un Stop inalámbrico.
–¿Sabes para qué sirve?
–Por supuesto, y no te dejaré usarlo.
La mujer deslizó el aparato hacia su abdomen, apoyando el dedo sobre el gatillo.
El hombre avanzó la mitad del cuarto con un salto.
–No, no. Quieto ahí. Si no tengo mi dinero voy a freír a esta porquería.
El hombre no dijo nada. La miró con intensidad.
–Ahórrame tus truquitos de feria. Lo único que me generan tus ojos son ganas de ponerlos en una brocheta.
En la interfaz principal se desplegó el contrato de separación embrionaria. La suma había sido rellenada: Dos millones de adquisiciones. Tenía el pulgar de ella y el del representante, sólo faltaba el del hombre.
–Firma.
Dio otro paso. Ella no retrocedió y quedaron a un brazo de distancia. La mujer presionó suavemente el gatillo, una nube de estática azul comenzó a formarse entre los electrodos. Delante del hombre flotó una nueva interfaz con el contrato. La mujer presionó el gatillo y los electrodos vibraron.
No estaba jugando.
El hombre entregó el pulgar resignado. Con una alegre melodía de cuatro notas, el archivo simuló volar a través de la ventana del departamento.
–Permiso, tengo que chequear mi estado de cuenta y ponerme una bata.
La mujer salió hacia su sector, caminaba con aplomo. El hombre miró por la ventana. Bajo la luz intermitente se acercaban dos patrullas aéreas Polaris, escoltando a un módulo ambulancia.
Nuevamente el hombre permanecía en silencio mirando por el ventanal, aunque ahora esto no podría importarle menos al representante.
La oficina había escalado cincuenta pisos.
Nada más bello para un representante que observar los brazos mecánicos de su despacho encastrar en las guías de ascensión y moverse hacia la cima. Estaba justo por sobre los cubículos de captadores en pasantía. También le habían habilitado un suelo transparente.
No se engañaba, su techo seguía siendo invisible para alguien más, pero así era la cosa. Había comenzado archivando adquisiciones en el piso cero, con toda la central Polaris sobre su cabeza. Millones de empleados. Ahora aquellos que podían ver las cuidadas formas de su peinado, no superaban los mil.
Era un representante feliz, y acababa de hacer historia.
–Hubo complicaciones, graves.
–¿Pero mis adquisiciones siguen siendo mías, verdad?
–Sí, señora, no se preocupe.
–¿Está el… los niños bien? No sé como llamarlos.
–Sí, señor, están bien, ya le diré como llamarlos. Aunque por poco mueren. Sucedió algo… extraño. Más bien todo lo que sucedió fue extraño.
Tras retirar el embrión del útero de su señora, notamos que las mitades estaban unidas por un pequeño filamento. Pensamos que el proceso de fusión había comenzado, aunque claro, las fechas lo contradecían. Intentamos separarlos. Cuanto más se tensionaba el tejido, más bajaban los signos vitales de ambos.
Nuestro ordenador intuitivo sugirió esperar. Es la primera vez que dos mitades se cocinan (perdón el término) en un mismo acelerador de crías.
Aquí va un secreto: La separación es, al menos en un sentido estricto, falsa. Las mitades son codependientes por el resto de sus vidas. Una no puede existir si la otra muere, así de simple. Resulta imposible medir o siquiera percibir dicho vínculo, sin embargo es tan innegable como esta mesa.
Bien, para el momento en que sus medio embriones alcanzaron el estado de madurez, sólo el rojo mostraba signos vitales. Nuestro pequeño flotador yacía inerte, la lógica indicaba que su compañero debía estar igual. Sin embargo parecía cada vez más despierto.
–¿Qué sucedió con el filamento?
–¡Excelente pregunta! Escuche esto: El rojo lo devoró.
–Que asco. Pensar que esa cosa estaba dentro de mí… ¡yak!
–Temíamos que a continuación intentará comerse al inerte flotador y los íbamos a separar, pero entonces el pequeño celeste cobró vida. Casi nos desmayamos cuando se activaron los monitores. Sus signos vitales saltaron de inexistentes a normales y como si nada, el pequeñuelo comenzó a flotar sobre su hermano.
–¡Que picarón!
–Bien, ¿ya nos podemos ir?
–En un segundo. Hay más. Aún no sabemos la razón, pero estas no son criaturas puras. Es la primera vez que sucede, y no se preocupe, señora, sus adquisiciones está a salvo.
–No he dicho nada.
–Ambos conservan un pequeño porcentaje del otro en su composición orgánica. De hecho este principio es parte de la ecuación que hace funcionar a los ordenadores intuitivos, pero hasta hoy no era más que una abstracción matemática. Se podría decir que estas criaturas son parte de una profecía electrónica, pero bueno, creo que es sólo mi gusto por buscarle títulos pegadizos a las cosas, algo que mi mujer siempre criticó.
–Ella se lo pierde. A mí me parece un rasgo encantador.
–Gracias, señora. De todos modos enviudé ayer.
–¿Y ahora qué sucede con los niños?
–Los primeros seis años son vitales y claro, deben estar acompañados.
–¿Por quiénes?
–Por sus padres, ¿quién más? De ellos se alimentan.
–¡¿Cómo?!
–¿No leyó el contrato, señora? Durante los próximos seis años usted es tutora exclusiva de nuestro pequeño flotador.
–¡Por supuesto que no!
–Me temo que no es negociable.
–Con un… ¿una de esas cosas? ¿dónde?
–Ahí arriba.
–¿Ahí arriba, junto a la estrella? La gente se vuelve idiota ahí arriba.
–Probablemente no lo note.
–No iré.
–Lo hará. Observe sus pechos, están listos para alimentar.
–No se atreva, asquerosa rata burócrata. ¡Le atravesaré los ojos!
La señora se lanzó contra el representante. Sus muñecas se petrificaron, pesaban cien kilos. Cayó sobre su trasero, muda.
Luego de rociarla con esposas de Steelastic los silenciosos guardias de Polaris la pusieron de pie, visto que no podía moverse, y comenzaron a arrastrarla con el mayor recato. La etiqueta era una parte muy observada en sus entrenamientos.
Ella echaba espuma por la boca.
–¡Voy a cortar tus bolas y ponerlas a freír! ¡Ahorcaré a esa inmundicia flotadora en la primera oportunidad que tenga!
–No lo hará. Por favor, llévensela. Corran un programa de ajuste, he dejado las especificaciones listas.
“Tal vez luego vaya a visitarla” pensó.
–¿Qué le harán?
–Nada, van a explicarle que ama a su criatura y debe cuidarla. Van a explicárselo químicamente. Podemos hacer lo mismo con usted si gusta.
Dos nuevos guardias habían reemplazado a los anteriores con el mismo recato y sigilo. Estaban a centímetros del hombre.
–Ustedes nunca pierden, ¿verdad?
–Tampoco ganamos, simplemente Polarisamos. Hablemos de la otra criatura. Su nombre es Az. En seis años vuelve a nosotros, hasta entonces es responsabilidad suya.
–¿Qué debo que hacer?
–Cuidarla, alimentarla, ver que no muera.
–¿Alimentarla con qué?
–Con tu sangre, tipo listo. Tenías razón cuando lo llamaste vampiro. Polaris te desea buena paternidad.
La Zona Letal tiene infinitos puntos de fácil acceso. Todos garantizan una muerte desagradable. Nogales desolladores, pantanos violadores replicantes o uvas mil-dientes son sólo algunos de los ejemplos de bienvenida que ofrece al idiota promedio, quien, armado hasta los dientes, ignora conceptos tan básicos como “Si tu reflejo te saluda desde el fondo de un estanque, no es mala educación darse vuelta y empezar a correr” o “Si esa babosa gigante se vuelve más gigante cada vez que le disparas, deja de dispararle”.
El hombre conocía las entradas correctas y tenía trabajo que hacer. Sobre el asiento de su rodador anfibio descansaba una cuna. Az ya caminaba y no lo hacía nada mal, también se escondía bajo la tierra y cazaba roedores. Era un escurridizo demonio escarlata, con una minúscula decoloración celeste en la nuca.
Dos pequeñas marcas supuraban bajo el pezón izquierdo del hombre. Aún no se acostumbraba.
Az aulló de hambre. Un par de ardillas–batata huyeron de regreso a la oscuridad de la Zona.
El hombre apretó al niño contra su pecho. Sintió los incisivos penetrando la blanda cicatriz. Succionaba con fiereza. Por el mentón sonriente de Az bajaban gotas de sangre.
“Nuestra sangre” pensó el hombre, y puso el rodador en marcha.

Fuente: Axxon

Ilustración Pedro Bel