Cuentos para ver

EL LIBRO NEGRO DE ALSOPHOCUS - H.P.Lovecraft y Martin S. Warnes

Mis recuerdos son muy confusos. Casi no sé cuándo empezó en realidad todo; a veces tengo la impresión de que es como si contemplara visiones pertenecientes a un tiempo, a unos años que ya pasaron, y otras veces, sin embargo, me parece que el presente se diluye en un punto tan aislado como concreto, en medio de una difuminación informe y a la vez inabarcable por infinita. Tampoco sé cómo contar lo ocurrido. A medida que trato de expresarme tengo la sensación de que necesitaré aportar pruebas, no tan extrañas, por otro lado, como espantosas. Mi propia identidad parece diluida; es como si hubiera sufrido un fuerte golpe, recibido del advenimiento de un proceso realmente monstruoso que formó parte de los hechos de los que fui víctima.
Estas experiencias cíclicas tienen su origen, por supuesto, en aquel libro polvoriento. Recuerdo perfectamente dónde me hice con él. Apenas se veía el edificio, oculto en la margen del río más brumosa, por donde pasa el agua negra y densa. Era muy antiguo; sus inmensas estanterías contenían cientos de volúmenes a punto de hacerse polvo, que todo lo llenaban en aquellas dependencias en las que no había ni puertas ni ventanas. Había también montones de volúmenes en el suelo. Fue precisamente en uno de esos montones donde encontré el libro. A primera vista no supe ni cómo se titulaba, pues le faltaban las primeras páginas. Sin embargo, lo abrí por el final y de inmediato observé algo que no pudo por menos que llamar mi atención.
Era una especie de formulario, algo así como una relación de cosas que decir y hacer, cosas que parecían aludir a una prohibición, a un ocultamiento. Seguí leyendo y descubrí entonces unos párrafos que me resultaron por igual fascinantes y repelentes, tanto como aquellas páginas amarillentas y a punto de pulverizarse, antiguas y extrañas páginas que parecían atesorar el secreto del universo que yo ansiaba desentrañar. Era una guía que, como un ave, parecía conducir a puertas que llevaban más allá de las dimensiones conocidas, a esas regiones donde el hombre dio sus primeros pasos, siempre ansiadas por los magos de todas las edades, donde la vida y la materia eran extrañas.
Los hombres, durante muchos años, habían sido incapaces de reconocer su esencia vital; no sabían dónde hallarla; pero el libro era verdaderamente antiguo; en realidad no estaba impreso sino escrito a mano por algún monje loco que diera en transmitir a aquellas palabras latinas un conocimiento prohibido de la más espeluznante antigüedad.
El viejo que me lo vendió, lo recuerdo perfectamente, temblaba de miedo; hizo un gesto extraño con las manos cuando me lo llevé, no sé si de alivio o de terror; incluso se había negado a aceptar el dinero que le ofrecía por el libro. Pronto descubriría el porqué de todo ello.
Mientras me iba a través de las callejas estrechas del puerto y de los callejones laberínticos y brumosos, me asaltaba una sensación, no por vaga menos intensa, de que era seguido por unos pies que se arrastraban a mis espaldas. Unos pies invisibles. Las viejas casas que se levantaban a mi alrededor parecían, no obstante su miseria, animales en posesión de una existencia brutal, como alentados por una ráfaga de maligna iluminación inteligente. Era como si aquellos muros combados por la humedad, como si aquellas buhardillas infectas, como si aquellas construcciones, en fin, levantadas con ladrillo ahora cubierto de musgos, como si aquellas ventanas que parecían seguir mis pasos, fueran a aplastarme de un momento a otro o a cerrarme el paso. Todo eso, sólo con leer apenas unos párrafos de aquel libro, sólo con haber intuido cuáles eran los secretos que guardaba antes de cerrarlo y salir con el volumen bajo el brazo.
Después, lo recuerdo bien, leí ansiosamente el libro, notándome empalidecer a cada poco, encerrado en mi habitación de aquel ático que a menudo me servía de refugio para quedarme a solas con alguno de los extraños descubrimientos que hacía. Aún era cálido el ambiente de la casa, pues había salido de ella pasada ya la medianoche. Creo recordar que vivía con algún familiar, si bien no puedo aportar más detalles a este respecto, pues también estos recuerdos me resultan confusos, y me parece tener por seguro que había en aquella mansión muchos criados. No puedo decir con exactitud qué año era. Desde aquel entonces he conocido muchas edades y muchas dimensiones diferentes, por lo que la noción que poseía del tiempo, si es que alguna vez la tuve, se ha desvanecido ya por completo.
Sí sé que leía largo rato a la luz de las velas, pues recuerdo el incesante goteo de la cera mientras me llegaba como de muy lejos un tañido de campanas que se producía de tarde en tarde, no sé cada cuánto tiempo. Y sé igualmente que prestaba una especial atención al tañer de aquellas campanas, como si en cualquier momento fueran a llevarme un sonido muy especial, un tañido más extraño que los anteriores.
Fue entonces cuando percibí en los cristales de aquella ventana que daba a unos tejados laberínticos algo que parecía un leve golpe, o más bien una sucesión de arañazos. Ocurrió cuando había dicho en voz alta el verso noveno de un conjuro evidentemente importante, acaso primordial, y supe de inmediato cuál era su significado terrible. El que atraviesa el umbral siempre lleva su sombra consigo, ya no puede volver a estar solo. Yo la había invocado. El libro era cuanto había sospechado y temido. Aquella noche atravesé la puerta que da al abismo del tiempo y de las dimensiones cruzadas; cuando me sorprendió el amanecer en el ático descubrí en las paredes y en los anaqueles de mi habitación eso que nunca antes había contemplado.
El mundo ya no es para mí lo que fue antes de aquella noche. En el presente, hasta entonces, había siempre algo del pasado y algo, también, del futuro; ahora, todos los objetos que me habían sido familiares me resultaban extraños a la luz de la nueva y enfebrecida luz de mis ojos. Desde aquel instante me vi envuelto en un sueño fantástico poblado de formas desconocidas y que parecían silueteadas; cada vez que cruzaba un umbral nuevo me costaba en mayor medida reconocer los objetos de la estrecha esfera mundana a la que durante tanto tiempo había pertenecido. Nadie puede imaginar siquiera lo que llegué a descubrir acerca de mi propio yo. Después de aquella noche cada vez hablaba menos, me pasaba prácticamente todo el tiempo solo. Era consciente, sin embargo, de que la locura me rondaba. Los perros no se acercaban a mí, al contrario, huían… Pero continué leyendo libros de conocimiento oculto y prohibido; seguí explorando fórmulas, atravesando puertas espaciales y existencias y regiones que se abren más allá del universo, llevado de mi afán de conocer.
Recuerdo perfectamente la noche en que tracé los cinco círculos concéntricos de fuego en el suelo y después canté erguido en el círculo central aquella letanía monstruosa que era una invocación al mensajero de Tartaria. Las paredes se difuminaron y un viento tenebroso me arrastró a través de abismos fantasmagóricos y grises, en los que brillaban a infinidad de metros bajo mis pies los picos amenazantes de montañas cuya localización desconocía. Luego se hizo una oscuridad completa para dejar paso, al poco, al brillo de millones de estrellas que dibujaban las más raras constelaciones. Más tarde descubrí una verde llanura en la lejanía, siempre bajo mis pies, y avisté las altas torres de una ciudad construida con unos materiales por completo desconocidos en la tierra. A medida que me acercaba a esa ciudad me percaté de la presencia aterradora de un edificio que parecía de piedra, en mitad de un paraje desolado. Entonces sí experimenté una auténtica sensación de miedo. Grité espantado, pero tras un nuevo lapso de oscuridad me vi otra vez en mi buhardilla, caído en el suelo, sobre los cinco círculos concéntricos de fuego. Realmente, mi peregrinar de aquella noche no había sido más extraordinario ni fantástico que los de otras noches. Pero sí había experimentado un pánico que nunca antes sentí, debido a la completa certeza que tenía de haberme aproximado por primera vez a los abismos de un mundo exterior que hasta entonces desconocía.
Traté de ser más cauteloso en la formulación de aquellos conjuros después de aquella experiencia; temía perderme; no quería separarme de mi cuerpo ni del mundo que conocía; temía vagar por abismos de los que quizás jamás pudiera volver.
En cualquier caso, y dada la situación en la que me encontraba, mi capacidad de reconocimiento de los objetos que me rodeaban y de las escenas debidas a la vida normal desaparecía lentamente, cada día un poco más, a medida que me adentraba en aquellos conocimientos ocultos. Mi visión de la realidad circundante se volvía, así, fragmentada, inexacta, geométricamente distorsionada. También noté afectado mi sentido del oído. Aquel tañido de las campanas me parecía en cierto modo más ominoso, espantosamente deletéreo, como si su sonido me llevara a través de golfos y regiones desconocidas y lejanas donde las almas gritaran de angustia y dolor en mitad de su tormento. A medida que iban pasando los días me alejaba más de lo que me rodeaba materialmente, apartándome de los cánones terrestres para ocultarme, o diluirme, en lo que no tenía nombre. El tiempo pasó a convertirse para mí en un concepto incierto; mis recuerdos de los acontecimientos de otros días, de las gentes a las que había tratado antes de hacerme con el libro, se desvanecían o perdían en una nebulosa que todo lo tornaba irreal. Mis intentos por recuperar aquello que intuía iba perdiéndose resultaban desesperantemente vanos.
Recuerdo la primera vez que escuché aquellas voces. Eran inhumanas, sibilinas; parecían llegarme de las regiones más tenebrosas del espacio, de algún lugar habitado por seres amorfos que adorasen y dedicaran danzas a un ídolo repugnante y maloliente, creado en su monstruosidad por el paso de infinitos siglos de ignominia. Por el tiempo en que comencé a escuchar aquellas voces tuve también sueños de una espantosa intensidad, pesadillas funestas en las que soles negros y verdes lucían sólo para derramar su luz sobre grotescos monolitos y ciudades pérfidas e insanas que parecían querer huir de su propia condena. Aquellos sueños, sin embargo, poca cosa eran en comparación con el imponente y siniestro coloso que más tarde cobró una presencia impostergable en mi conciencia. Todavía hoy me resulta imposible recordar en toda su importancia y magnitud aquel horror, aunque, cuando lo intento, me aborda una desazonadora sensación de inmensidad desconocida y veo tentáculos que se proyectan ondulantes, que se tienden y distienden a latigazos, como si cada uno de ellos poseyera inteligencia propia, una intención vil.
Alrededor de aquel coloso hediondo danzaban seres monstruosos en su deformidad que entonaban este canto cacofónico y salvaje:
Mwlfgab pywfgbtagn Gh’tyaf nglyf lgbya.
Horrores que me acompañaban en todo momento, como la sombra del más allá.
A pesar de todo ello seguía estudiando libros y manuscritos, seguía atravesando los oscuros umbrales de esas puertas que abocan a dimensiones desconocidas, lugares en los que seres tenebrosos me instruían en artes tan infernales que hasta las más débiles mentes serían incapaces de soportar.
No puedo por menos de recordar la manera en que descubrí al fin cuál era el título del libro.
Era ya de noche, muy tarde, y hojeaba las polvorientas y frágiles páginas de aquel códice cuando descubrí un párrafo que al fin me desveló algo acerca de su origen:
«Nyarlathotep gobierna en Sharnoth, más allá del espacio y del tiempo; sumido en las sombras de su palacio de ébano espera su segundo advenimiento; en compañía de sus siervos y acólitos celebra impúdicos festines en las horas más profundas de la noche. Cuídese quien sea de importunarlo con sus conjuros y encantamientos, pues quedará atrapado en ellos sin remedio. Cuídese el ignorante de hacerlo, como previene el Libro Negro, pues nada en verdad tan terrible como la cólera de Nyarlathotep».
Había encontrado ya, en otro tiempo, referencias al Libro Negro en secretos códices. Pero el que ahora ocupaba mis horas había sido escrito siglos atrás por el gran hechicero Alsophocus, que vivió en las tierras de Erongil antes de que los hombres dieran sus primeros pasos inciertos sobre la tierra.
Ya había desvelado el primero de los misterios. Tenía en mis manos el blasfemo y vil Libro Negro. Saberlo me dio más fuerzas para aprehender las enseñanzas que contenía el libro. Supe así fórmulas para ocultar, invocar y crear seres; me sentía poderoso al saberme en posesión de tales secretos y por el dominio de aquellas fuerzas ocultas. Descubrí además nuevas puertas para acceder a diferentes dimensiones; tenía bajo mi férula a los demonios de las más ignotas regiones; pero aún, no obstante, había ante mí barreras que no podía salvar, negros abismos espaciales que se extienden más allá de Fomalhaut, donde acecha siempre el horror definitivo entre blasfemias más antiguas que las propias estrellas. Volví al De Vermis Mysteriis, de Ludvig Prinn, y al Cultes des Goules, del Conde de D’Erlette, en mi afán de aprehender los más antiguos secretos a la luz de lo que ahora sabía, mas descubrí que todos aquellos misterios no eran cosa de importancia relevante en su comparación con las enseñanzas esotéricas que contenía el Libro Negro, una obra en la que podían conocerse encantamientos de tan siniestro poder que incluso el mismo Alhazred habría temblado ante su sola lectura.
El Libro Negro hablaba de la llamada de Boromir, de los oscuros secretos del Trapezoedro luminoso —aquella ventana que se abría al espacio y al tiempo—, de la invocación de Cthulhu desde su palacio oceánico de la acuática ciudad de R’Iyeh… El libro contenía todos esos secretos, a la espera del valiente o del loco capaz de utilizarlos.
Estaba, pues, en la cima del poder; podía hacer que el tiempo se expandiese o contrajera a mi capricho; el universo no encerraba ya secretos que me fueran ajenos. Esos estudios secretos que hacía chocaron frontalmente con los conocimientos mundanos que había atesorado hasta entonces. Me sentí tan poderoso que llegué a intentar el acceso a lo más imposible, el paso del último umbral, el que se abre a las secretas regiones del más allá, donde los Primigenios esperan como presos el momento de su retorno a la tierra, de la que fueron expulsados por los dioses de la antigüedad. Vanidoso entonces, creí que yo —nada más que una diminuta mota de polvo en la vastedad cósmica del tiempo— podría atravesar los negros abismos del espacio, esos que se extienden más allá de las estrellas, donde imperan la anarquía y el caos más completo, y no obstante regresar con la mente inmaculada y libre de los horrores de cientos de eones de antigüedad que allí se contienen.
Tracé en el suelo, una vez más, los cinco círculos concéntricos de fuego; me situé en el centro, invoqué a los poderes inimaginables con un conjuro tan terrible, tan inconcebiblemente espantoso, que mis manos temblaban mientras lo decía al tiempo que hacía los misteriosos signos simbólicos. Las paredes se difuminaron y un viento oscuro y brutal me arrastró a través de abismos sin fondo, grises como regiones informes. Viajaba más veloz que el pensamiento, pasando sobre planetas sin luz y regiones que parecían hallarse a gran distancia. Las estrellas discurrían con tanta velocidad que formaban regueros de luz dibujando formas caprichosas en el espacio, haces luminosos que resaltaban contra la oscuridad deletérea, más negra que las fabulosas profundidades de Shung.
Pasó un minuto —o un siglo— y aún seguía en viaje vertiginoso. Las estrellas parecían entonces agruparse en pequeños montones, como si buscaran acompañarse en aquella desolación circundante. El resto seguía inmutable. Me sentía muy solo en mi viaje; me sentía como si estuviese colgado y suspendido en el espacio y en el tiempo, como si no me moviera de donde me encontraba, aunque estoy seguro de que la velocidad a la que iba era imposible. Mi espíritu se rebelaba contra la soledad, contra la quietud y el silencio de la nada; era yo un hombre sepultado en vida en una fosa tan inmensa como oscura. Pasaron los eones y vi cómo se desvanecía el último montoncito de estrellas, que eran las últimas luces de un espacio milenario. Más allá no había sino una oscuridad impenetrable, el final del universo. Grité horrorizado, pero fue en vano, una vez más; seguí mi búsqueda inacabable a través de algo que me parecía una sucesión de pasillos silenciosos, o muertos.
Mi viaje se extendió en una eternidad inacabable; nada cambiaba, si no era el ritmo de los latidos de mi corazón. Pero entonces comencé a percibir una luz tenue, de fulgor verdoso; supe que había pasado a través de una ausencia plena de tiempo y de materia; supe que había dejado atrás el Limbo. Estaba al fin más allá del universo, a inconcebible distancia del cosmos conocido racionalmente; había cruzado el último de los umbrales, la última de las puertas que se abrían al olvido. Ante mí brillaban los dos soles de mis visiones, entre los que fui conducido a una velocidad que ahora se me antojaba muy lenta. Alrededor de aquellos dos prodigiosos soles de color negro uno y verde el otro rotaba sólo un planeta. Me fue dado el don de adivinar su nombre: Shamoth.
Sentí que flotaba lenta y suavemente alrededor de aquella negra esfera; mientras me aproximaba, pude contemplar la verdosa llanura que se extendía bajo mí y en la que descansaba la gigantesca y laberíntica ciudad de mis pesadillas. Ahora parecía informe y desproporcionada bajo aquella luz.
Fui llevado sobre los tejados de la ciudad muerta mientras contemplaba los muros derruidos y los pilares devastados que resaltaban como cuchillos amenazantes contra la oscura línea del cielo. Nada se movía; no obstante, tenía la sensación de que allí moraba algo vivo, palpitante. Un ser corrompido, pleno de inmunda vileza; un ser maligno que ya sabía de mi presencia.
Al tiempo que descendía lentamente hacia la ciudad recobré mis sentidos físicos. Sentí frío, un frío helador que me entumecía los dedos. Bajé hasta una depresión abierta en cuyo centro se erguía un edificio enorme con una gran puerta en una de sus bóvedas que parecía bostezar tenebrosamente, como las fauces de algún temible animal de los orígenes. De aquel edificio emanaba un aura de palpable malignidad; me quedé petrificado y sin capacidad de respuesta física ante la sensación terrorífica que experimenté, ante la conciencia de mi indefensión desesperada. Mientras quedaba inmóvil ante el monstruoso edificio recordé lo que había leído en el Libro Negro:
«En un espacio abierto en el centro de la ciudad se alza el palacio de Nyarlathotep, en el que se puede acceder a todos los secretos, aunque el precio a pagar resulte espantoso».
Supe que estaba ante el palacio de Nyarlathotep. Aunque el solo pensamiento de entrar allí me repugnaba, caminé sin cuidarme de no hacerlo hasta atravesar la puerta en la bóveda, como si una mente que no era la mía guiase mis pasos. Atravesé aquel gran portalón en la bóveda, accediendo a una oscuridad tan profunda como la que había soportado antes en mi viaje espacial. Poco a poco la oscuridad impenetrable fue diluyéndose para dejarme ver la luz verdosa que iluminaba la superficie del planeta. Y en aquella tétrica luminosidad vi lo que jamás nadie debiera haber visto.
Estaba ante una larga sala con techo abovedado, sostenida por pilares de ébano; a cada lado de la sala se alineaban unas criaturas salidas de una pesadilla. Vi a Khnum y Anubis, con su cabeza de zorro, y a Taveret, su madre, asquerosamente gorda. Había otros seres de aspecto grotesco y maligno, que espiaban mis pasos; tenebrosas existencias que me observaban con furia. Allí, acechado por estas criaturas infernales, mi cuerpo luchaba contra las sensaciones trágicas de mi alma. Unas garras me asieron por los brazos y las piernas; el estómago me dio entonces un vuelco de asco, contraído al sentir mi cuerpo el contacto de aquella carne putrefacta. En el aire se oían gritos y aullidos como lejanos, mientras aquellas presencias danzaban obscenamente a mi alrededor, deleitándose en aquel ritual de blasfemia y depravación. Al final de la enorme sala, perdido en la distancia, se hallaba el terror último, el hediondo coloso negro de mis visiones, el amo y señor del palacio, Nyarlathotep.
Me observó atentamente. Su mirada quemaba mis entrañas, llenándome de un pánico tan insoportable que cerré los ojos para no seguir contemplando la más fiel imagen de la maldad. Mi ser se contrajo, desvaneciéndose al poco, como si fuera absorbido por una atracción tan feroz como irresistible. Perdí así la poca conciencia de mi propia identidad que tenía; mis poderes necrománticos, lo sabía bien entonces, no eran nada comparados con los del habitante de aquel submundo. Nunca los recuperé.
Bajo su mirada, mi mente y mi alma se llenaban de un espanto aterrador; no podía hacer nada mientras él siguiera absorbiendo mi existencia, quitándome la vida lentamente. Me sentí desesperar, me hallaba indefenso; no era capaz de hacer frente a la irresistible fuerza que me tenía atrapado. Apenas sin sentirlo, algo de mi ser se iba, algo insustancial, pero necesario para mi existencia futura; no podía resistirme; había llegado demasiado lejos y estaba pagando el error de hacerlo. Mi visión quedó nublada definitivamente por el refulgir de miles de rayos. Vi mi casa y mi familia flotando ante mis ojos. Después se desvanecieron como si nunca hubieran existido. Y al instante comencé a experimentar cómo cambiaba yo mismo, disolviéndome en la no existencia.
Aun sin cuerpo, me elevé sobre aquellos seres de pesadilla, atravesando la fría piedra del palacio que no ofrecía resistencia a mi vuelo, hasta que salí a la diabólica luz verdosa de la superficie del planeta. No estaba ni vivo ni muerto. Hubiera sido preferible la muerte. La ciudad se expandía por debajo de mí, mostrándome toda su asombrosa malevolencia; sobre aquel siniestro edificio que era el palacio de Nyarlathotep vi una masa amorfa que salía para desparramarse por toda la ciudad, una masa que se fue haciendo cada vez más grande hasta ocultar la ciudad a mi vista. Cuando hubo ocultado absolutamente todo, se contrajo, transformándose entonces en el negro coloso de mis visiones. Temblé aterrorizado. Mas a medida que me alejaba de la ciudad y a medida que ganaba altura, la escena fue reduciéndose y observé lo que pasaba con un gran sentimiento de alivio.
La masa comenzó a adquirir entonces una forma esférica. Yo me alejaba aún más, accediendo ahora a las negras profundidades del espacio. Suspendido, sin ver nada que se moviese a mi alrededor, incluso cuando llegué a las regiones del Primigenio, me aterrorizaba pensar en el último acto del drama que yo mismo había desatado. De la superficie del planeta brotó un rayo de energía hecha luz que atravesó el espacio, perdiéndose en su infinitud. Estaba seguro de que se dirigía al planeta en el que había vivido. Todo quedó sumido de inmediato en una calma completa. Volví a sentir el peso terrible de la soledad, más allá de las estrellas.
Mis recuerdos se iban desvaneciendo por momentos; tanto era así que pronto no tuve memoria de mi pasado. No quedaba mucho para que se esfumaran los vestigios de mi humanidad. Mas en ese instante, suspendido en el espacio y en el tiempo por toda la eternidad, experimenté un sentimiento difícil de explicar. Una enorme sensación de paz, mayor que la que procura la muerte. Sólo un recuerdo alteraba esa sensación de paz, un recuerdo que deseaba quedase borrado pronto de mi mente. No era capaz de decirme cómo lo sabía, pero estaba más seguro de ello que de mi existencia. Nyarlathotep ya no volvería a pisar la superficie de Sharnoth; jamás volvería a reunirse con su corte en aquel palacio negro, pues el rayo de luz que viajaba a través del espacio tenebroso llevaba consigo algo más que energía.
En una pequeña buhardilla, débilmente iluminada, un cuerpo se estiraba, poniéndose en pie lentamente. Sus ojos eran dos trozos de carbón incandescente; una diabólica sonrisa cruzaba su rostro. Mientras contemplaba los tejadillos laberínticos de la ciudad a través de la ventana, alzó los brazos en señal de triunfo.
Había atravesado las barreras creadas por los dioses de la antigüedad; era libre para seguir caminando por la tierra, libre para controlar la mente de los hombres y manipularla hasta esclavizarles el alma. Era ése al que yo había dado la oportunidad de escapar; yo, que, a causa de mis ansias de poder, le había procurado los medios para regresar a la tierra.
Nyarlathotep caminaba por la tierra con la forma de un hombre, pues cuando me robó mis recuerdos y mi ser se quedó también con mi físico. En mi cuerpo habitaba ahora la esencia inmortal de Nyarlathotep el Terrible.

EL GATO - Héctor Murena

¿Cuánto tiempo lleva encerrado?
 
La mañana de mayo velada por la neblina en que había ocurrido aquello le resultaba tan irreal como el día de su nacimiento, ese echo acaso más cierto que ninguno, pero que sólo atinamos a recordar como una increíble idea. Cuando descubrió, de improviso, el dominio secreto e impresionante que el otro ejercía sobre ella, se decidió a hacerlo. Se dijo que quizá iba obrar en nombre de ella, para librarla de una seducción inútil y envilecedora. Sin embargo, pensaba en sí mismo, seguía un camino iniciado mucho antes. Y aquella mañana, al salir de esa casa, después que todo hubo ocurrido, vio que el viento había expulsado la neblina, y, al levantar la vista ante la claridad enceguecedora, observó en el cielo una nube negra que parecía una enorme araña huyendo por un campo de nieve. Pero lo que nunca olvidaría era que a partir de ese momento el gato del otro, ese gato del que su dueño se había jactado de que jamás lo abandonaría, empezó a seguirlo, con cierta indiferencia, con paciencia casi ante sus intentos iniciales por ahuyentarlo, hasta que se convirtió en su sombra.

Encontró esa pensionsucha, no demasiado sucia ni incómoda, pues se preocupaba por ello. El gato era grande y musculoso, de pelaje gris, en partes de un blanco sucio. Causaba la sensación de un dios viejo y degradado, pero que no ha perdido toda la fuerza para hacer daño a los hombres; no les gustó, lo miraron con repugnancia y temor, y, con la autorización de su accidental amo, lo echaron. Al día siguiente, cuando regresó a su habitación, encontró al gato instalado allí; sentado en el sillón, levantó apenas la cabeza, lo miró y siguió dormitando. Lo echaron por segunda vez, y volvió a meterse en la casa, en la pieza, sin que nadie supiera cómo. Así ganó la partida, porque desde entonces la dueña de la pensión y sus acólitos renunciaron a la lucha.
  ¿Se concibe que un gato influya sobre la vida de un hombre, que consiga modificarla?
  Al principio él salía mucho; los largos hábitos de una vida regalada hacían que aquella habitación, con su lamparita de luz amarillenta y débil, que dejaba en la sombra muchos rincones, con sus muebles sorprendentemente feos y desvencijados si se los miraba bien, con las paredes cubiertas por un papel listeado de colores chillones, le resultaba poco tolerable. Salía y volvía más inquieto; andaba por las calles, andaba, esperando que el mundo le devolviera una paz ya prohibida. El gato no salía nunca. Una tarde que él estaba apurado por cambiarse y presenció  desde la puerta cómo limpiaba la habitación la sirvienta, comprobó que ni siquiera en ese momento dejaba la pieza a medida que la mujer avanzaba con su trapo y su plumero, se iba desplazando hasta que se instalaba en un lugar definitivamente limpio; raras veces había descuidos, y entonces la sirvienta soltaba un chistido suave, de advertencia, no de amenaza, y el animal se movía. ¿Se resistía a salir por miedo de que aprovecharan la ocasión para echarlo de nuevo o era un simple reflejo de su instinto de comodidad? Fuera lo que fuese, él decidió imitarlo, aunque para forjarse una especie de sabiduría con lo que en el animal era miedo o molicie.
  En su plan figuraba privarse primero de las salidas matutinas y luego también de las de la tarde; y, pese a que al principio le costó ciertos accesos de sorda nerviosidad habituarse a los encierros, logró cumplirlo. Leía un librito de tapas negras que había llevado en el bolsillo; pero también se paseaba durante horas por la pieza, esperando la noche, la salida. El gato apenas si lo miraba; al parecer tenía suficiente con dormir, comer y lamerse con su rápida lengua. Una noche muy fría, sin embargo, le dio pereza vestirse y no salió; se durmió en seguida. Y a partir de ese momento todo le  resultó sumamente fácil, como si hubiese llegado a una cumbre desde la que no tenía más que descender. Las persianas de su cuarto sólo se abrieron para recibir la comida; su boca, casi únicamente para comer. La barba le creció, y al cabo puso también fin a las caminatas por la habitación.
   Tirado por lo común en la cama, mucho más gordo, entró en un período de singular beatitud. Tenía la vista casi siempre fija en las polvorientas rosetas de yeso que ornaban el cielo raso, pero no las distinguía, porque su necesidad de ver quedaba satisfecha con los cotidianos diez minutos de observación de las tapas del libro. Como si se hubieran despertado en él nuevas facultades, los reflejos de la luz amarillenta de la bombita sobre esas tapas negras le hacían sombras tan complejas, matices tan sutiles que ese solo objeto real bastaba para saturarlo, para sumirlo en una especie de hipnotismo. También su olfato debía haber crecido, pues los más leves olores se levantaban como grandes fantasmas y lo envolvían, lo hacían imaginar vastos bosques violáceos, el sonido de las olas contra las rocas. Sin saber por qué comenzó a poder contemplar agradables imágenes: la luz de la lamparita -eternamente encendida- menguaba hasta desvanecerse, y, flotando en los aires, aparecían mujeres cubiertas por largas vestimentas, de rostro color sangre o verde pálido, caballos de piel intensamente celeste...
   El gato, entretanto, seguía tranquilo en su sillón.
   Un día oyó frente a su puerta voces de mujeres. Aunque se esforzó, no pudo entender qué decían, pero los tonos le bastaron. Fue como si tuviera una enorme barriga fofa y le clavaran en ella un palo, y sintiera el estímulo, pero tan remoto, pese a ser sumamente intenso, que comprendiese que iba a tardar muchas horas antes de poder reaccionar. Porque una de las voces correspondía a la dueña de la pensión, pero la otra era la de ella, que finalmente debía haberlo descubierto.
   Se sentó en la cama. Deseaba hacer algo, y no podía.
   Observó al gato: también él se había incorporado y miraba hacia la persiana, pero estaba muy sereno. Eso aumentó su sensación de impotencia.
   Le latía el cuerpo entero, y las voces no paraban. Quería hacer algo. De pronto sintió en la cabeza una tensión tal que parecía que cuando cesara él iba a deshacerse, a disolverse.
   Entonces abrió la boca, permaneció un instante sin saber qué buscaba con ese movimiento, y al fin maulló, agudamente, con infinita desesperación, maulló.

LOS GATOS DE ULTHAR - H.P. Lovecraft


Se dice que en Ulthar, que se encuentra más allá del río Skai, ningún hombre puede matar a un gato; y ciertamente lo puedo creer mientras contemplo a aquel que descansa ronroneando frente al fuego. Porque el gato es críptico, y cercano a aquellas cosas extrañas que el hombre no puede ver. Es el alma del antiguo Egipto, y el portador de historias de ciudades olvidadas en Meroe y Ophir. Es pariente de los señores de la selva, y heredero de los secretos de la remota y siniestra África. La Esfinge es su prima, y él habla su idioma; pero es más antiguo que la Esfinge y recuerda aquello que ella ha olvidado.
En Ulthar, antes de que los ciudadanos prohibieran la matanza de los gatos, vivía un viejo campesino y su esposa, quienes se deleitaban en atrapar y asesinar a los gatos de los vecinos. Por qué lo hacían, no lo sé; excepto que muchos odian la voz del gato en la noche, y les parece mal que los gatos corran furtivamente por patios y jardines al atardecer. Pero cualquiera fuera la razón, este viejo y su mujer se deleitaban atrapando y matando a cada gato que se acercara a su cabaña; y, a partir de los ruidos que se escuchaban después de anochecer, varios lugareños imaginaban que la manera de asesinarlos era extremadamente peculiar. Pero los aldeanos no discutían estas cosas con el viejo y su mujer; debido a la expresión habitual de sus marchitos rostros, y porque su cabaña era tan pequeña y estaba tan oscuramente escondida bajo unos desparramados robles en un descuidado patio trasero. La verdad era, que por más que los dueños de los gatos odiaran a estas extrañas personas, les temían más; y, en vez de confrontarlos como asesinos brutales, solamente tenían cuidado de que ninguna mascota o ratonero apreciado, fuera a desviarse hacia la remota cabaña, bajo los oscuros árboles. Cuando por algún inevitable descuido algún gato era perdido de vista, y se escuchaban ruidos después del anochecer, el perdedor se lamentaría impotente; o se consolaría agradeciendo al Destino que no era uno de sus hijos el que de esa manera había desaparecido. Pues la gente de Ulthar era simple, y no sabía de dónde vinieron todos los gatos.
Un día, una caravana de extraños peregrinos procedentes del Sur entró a las estrechas y empedradas calles de Ulthar. Oscuros eran aquellos peregrinos, y diferentes a los otros vagabundos que pasaban por la ciudad dos veces al año. En el mercado vieron la fortuna a cambio de plata, y compraron alegres cuentas a los mercaderes. Cuál era la tierra de estos peregrinos, nadie podía decirlo; pero se les vio entregados a extrañas oraciones, y que habían pintado en los costados de sus carros extrañas figuras, de cuerpos humanos con cabezas de gatos, águilas, carneros y leones. Y el líder de la caravana llevaba un tocado con dos cuernos, y un curioso disco entre los cuernos.
En esta singular caravana había un niño pequeño sin padre ni madre, sino con sólo un gatito negro a quien cuidar. La plaga no había sido generosa con él, mas le había dejado esta pequeña y peluda cosa para mitigar su dolor; y cuando uno es muy joven, uno puede encontrar un gran alivio en las vivaces travesuras de un gatito negro. De esta forma, el niño, al que la gente oscura llamaba Menes, sonreía más frecuentemente de lo que lloraba mientras se sentaba jugando con su gracioso gatito en los escalones de un carro pintado de manera extraña.
Durante la tercera mañana de estadía de los peregrinos en Ulthar, Menes no pudo encontrar a su gatito; y mientras sollozaba en voz alta en el mercado, ciertos aldeanos le contaron del viejo y su mujer, y de los ruidos escuchados por la noche. Y al escuchar esto, sus sollozos dieron paso a la reflexión, y finalmente a la oración. Estiró sus brazos hacia el sol y rezó en un idioma que ningún aldeano pudo entender; aunque no se esforzaron mucho en hacerlo, pues su atención fue absorbida por el cielo y por las formas extrañas que las nubes estaban asumiendo. Esto era muy peculiar, pues mientras el pequeño niño pronunciaba su petición, parecían formarse arriba las figuras sombrías y nebulosas de cosas exóticas; de criaturas híbridas coronadas con discos de costados astados. La naturaleza está llena de ilusiones como esa para impresionar al imaginativo.
Aquella noche los errantes dejaron Ulthar, y no fueron vistos nunca más. Y los dueños de casa se preocuparon al darse cuenta de que en toda la villa no había ningún gato. De cada hogar el gato familiar había desaparecido; los gatos pequeños y los grandes, negros, grises, rayados, amarillos y blancos. Kranon el Anciano, el burgomaestre, juró que la gente siniestra se había llevado a los gatos como venganza por la muerte del gatito de Menes, y maldijo a la caravana y al pequeño niño. Pero Nith, el enjuto notario, declaró que el viejo campesino y su esposa eran probablemente los más sospechosos; pues su odio por los gatos era notorio y, con creces, descarado. Pese a esto, nadie osó quejarse ante la dupla siniestra, a pesar de que Atal, el hijo del posadero, juró que había visto a todos los gatos de Ulthar al atardecer en aquel patio maldito bajo los árboles. Caminaban en círculos lenta y solemnemente alrededor de la cabaña, dos en una línea, como realizando algún rito de las bestias, del que nada se ha oído. Los aldeanos no supieron cuánto creer de un niño tan pequeño; y aunque temían que el malvado par había hechizado a los gatos hacia su muerte, preferían no confrontar al viejo campesino hasta encontrárselo afuera de su oscuro y repelente patio.
De este modo Ulthar se durmió en un infructuoso enfado; y cuando la gente despertó al amanecer ¡he aquí que cada gato estaba de vuelta en su acostumbrado fogón! Grandes y pequeños, negros, grises, rayados, amarillos y blancos, ninguno faltaba. Aparecieron muy brillantes y gordos, y sonoros con ronroneante satisfacción. Los ciudadanos comentaban unos con otros sobre el suceso, y se maravillaban no poco. Kranon el Anciano nuevamente insistió en que era la gente siniestra quien se los había llevado, puesto que los gatos no volvían con vida de la cabaña del viejo y su mujer. Pero todos estuvieron de acuerdo en una cosa: que la negativa de todos los gatos a comer sus porciones de carne o a beber de sus platillos de leche era extremadamente curiosa. Y durante dos días enteros los gatos de Ulthar, brillantes y lánguidos, no tocaron su comida, sino que solamente dormitaron ante el fuego o bajo el sol.
Pasó una semana entera antes de que los aldeanos notaran que, en la cabaña bajo los árboles, no se prendían luces al atardecer. Luego, el enjuto Nith recalcó que nadie había visto al viejo y a su mujer desde la noche en que los gatos estuvieron fuera. La semana siguiente, el burgomaestre decidió vencer sus miedos y llamar a la silenciosa morada, como un asunto del deber, aunque fue cuidadoso de llevar consigo, como testigos, a Shang, el herrero, y a Thul, el cortador de piedras. Y cuando hubieron echado abajo la frágil puerta sólo encontraron lo siguiente: dos esqueletos humanos limpiamente descarnados sobre el suelo de tierra, y una variedad de singulares insectos arrastrándose por las esquinas sombrías.
Posteriormente hubo mucho que comentar entre los ciudadanos de Ulthar. Zath, el forense, discutió largamente con Nith, el enjuto notario; y Kranon y Shang y Thul fueron abrumados con preguntas. Incluso el pequeño Atal, el hijo del posadero, fue detenidamente interrogado y, como recompensa, le dieron una fruta confitada. Hablaron del viejo campesino y su esposa, de la caravana de siniestros peregrinos, del pequeño Menes y de su gatito negro, de la oración de Menes y del cielo durante aquella plegaria, de los actos de los gatos la noche en que se fue la caravana, o de lo que luego se encontró en la cabaña bajo los árboles, en aquel repugnante patio.
Y, finalmente, los ciudadanos aprobaron aquella extraordinaria ley, la que es referida por los mercaderes en Hatheg y discutida por los viajeros en Nir, a saber, que en Ulthar ningún hombre puede matar a un gato.

LA CIUDAD MUERTA DE KORAD - Oscar Hurtado


La ciudad muerta refleja el frío de mi piel.
Su puerta, de verde bilis pintada,
es cadáver insepulto en tierra feroz de sonrisas.
Voy entre los grandes vientos de Marte
hacia la ciudad muerta de Korad.
La soledad del aire no responde a mi soliloquio.
Sabor de serrín y lengua hinchada.
Paso por el abismo de sus calles
con mi boca seca y mi inútil oficio de árbol grande.
Ellos quieren podarle su corona
a la hora en que sube la marea en los canales;
ahora y en la hora en que mi voz justa
te busca en esa torre
donde mi eco te nombra, Dejah Thoris.
Sirena de crepúsculos y de noches,
yo quiero engendrar en tu belleza
el fruto largo tiempo retenido;
y en la tibia medianoche de un estío
derretir el frío que siempre te devora.
Voy hacia ti, trenzando mis dedos en tu cabellera.
La mano se detiene suave en su seda;
pues más suave que el agua es tu cabello.
Me duermo y me abandono.
Blanco cementerio de guerreros
matados en noche de dos lunas
por vampiros hinchados como arañas.
Se alegran después del banquete y cantan:
"Somos la vieja secta del Cosmos
que con celo de vestales a la inversa
vigila el surgir de la llama votiva.
Aparecemos con nuevo nombre
en busca de la misma sangre.
No podemos vivir de nosotros mismos;
no producimos obras ni arrojamos sombra.
Incapaces de crear, destruimos con la lengua.
La lengua es nuestro prepucio a circuncidar."
Dos lunas, dos ojos tiene la noche de Marte.
Voy a luchar contra los vampiros que despiertan;
los vampiros de metano llegados de Júpiter.
Señorean la ciudad muerta de Korad;
ciudad suave de sombras y de frías colinas,
donde mi princesa refugia su soledad.
Mi memoria me lleva a los planetas.
Mientras recorro ciudades marcianas
al encuentro del rey de los vampiros
al encuentro de la noche y mi princesa
que aguarda en el centro de la cúpula
que se levanta en el centro de la torre
que está en el centro del laberinto.


Oscar Hurtado

AURA - Iván Pujol

Cuando uno llega a Aura no la observa, la escucha. Aura es una ciudad que no puede ser observada con los ojos, solo puede ser percibida a través del oído. Aun así, esta es una de las ciudades que más imágenes ha plasmado en mi memoria. Las majestuosas entradas sonoras a la ciudad son reconocibles desde grandes distancias. Los ecos cristalinos de sus largos pórticos entrelazados cual cadenas de ácido desoxirribonucleico, emiten impulsos sónicos de frecuencias tan agradables, armoniosas y pacificadoras, que podrían confundirse con profundos aromas o lejanos suspiros. Estos arcos gigantescos forman un anillo que protege el interior de la ciudad, y lo hacen de una manera muy peculiar. El confort acústico que emana de estas grandes cadenas es tal, que aun a grandes distancias, el visitante empieza poco a poco a sentirse relajado. Toda su estructura corporal y las vibraciones de sus pensamientos van entrando poco a poco en una especie de hipnosis consciente; memorias de otros tiempos, recuerdos placenteros y una profunda sensación de bienestar, anidan en las estructuras fisiológicas y cognoscitivas de los visitantes. Una gran onda sonora que produce paz, empatía, bienestar con el yo... Y no es que Aura no tenga enemigos, pues en toda galaxia hay guerras, pero como nadie puede entrar a Aura sin cruzar el anillo sónico siendo víctima de sus favorables efectos, incluso los aguerridos viajeros de otras galaxias que quieren conquistar la ciudad para conocer sus secretos, son dominados por la onda

pacificadora. No hay protector auditivo que proteja de la onda, pues esta atraviesa también los músculos, los huesos, las neuronas. Aquel que cruza el anillo, está conscientemente en paz.

Una vez dentro, después de tal purificación sonora, uno no puede sino regocijarse de las maravillosas imágenes sónicas de su interior. Una sinestesia total. Colores, aromas, sabores y caricias se filtran por los oídos. Las conversaciones se vuelven formas

coloreadas y la ciudad parece estar sumida en una constante vibración.

Sus habitantes, los aurales, también conocidos como sónicos en otras latitudes, viven en el centro de la ciudad, en una esfera de sonido grave y profundo que les permite construir sus casas enraizando las ondas verticales y horizontales de sus frecuencias. El aural adulto emite frecuencias medias, el niño, agudas y el viejo, graves. Han logrado, después de muchos años de evolución, que la suma de estas tres frecuencias produzca silencio, material que utilizan los aurales para construir sus casas. Como podemos observar, o mejor dicho, escuchar, las casas son el sonido producido por sus habitantes.

Y hablando de habitantes, unos nuevos han llegado a Aura. Parece que tienen intenciones de quedarse un buen rato. Son difíciles de describir, pues son casi transparentes y se confunden con el entorno. A veces, parece que se iluminan intermitentemente, luego, se difuminan como el humo y su imagen se desvanece. Supongo que estos fílmicos, ya se han dado cuenta de que en Aura no tiene ningún sentido ser visto, sino escuchado.

Yo, de momento, partiré a conocer otras ciudades; quizás a mi regreso estos nuevos habitantes puedan darme nuevas impresiones sobre esta ciudad musical.

TU - Jorge Luis Borges

Un solo hombre ha nacido, un solo hombre ha muerto en la tierra.
Afirmar lo contrario es mera estadística, es una adición imposible. No menos imposible que sumar el olor de la lluvia y el sueño que anteanoche soñaste. Ese hombre es Ulises, Abel, Caín, el primer hombre que ordenó las constelaciones,el hombre que erigió la primer pirámide, el hombre que escribió los hexagramas del Libro de los Cambios, el forjador que grabó runas en la espada de Hengist,el arquero Einar Tamberskelver, Luis de León, el librero que engendró a Samuel Johnson,el jardinero de Voltaire, Darwin en la proa del Beagle, un judío en la cámara letal, con el tiempo, tú y yo. Un solo hombre ha muerto en Ilión, en el Metauro, en Hastings, en Austerlitz, en Trafalgar, en Gettysburg.
Un solo hombre ha muerto en los hospitales, en barcos, en la ardua soledad, en la alcoba del hábito y del amor. Un solo hombre ha mirado la vasta aurora. Un solo hombre ha sentido en el paladar la frescura del agua, el sabor de las frutas y de la carne.
Hablo del único, del uno, del que siempre está solo.

UN DIA GRIS - Mauro Cartasso

Hoy es un día gris, no tiene que ver con el sol que veo brillar desde mi ventana, es parte de uno, puro sentimiento y así se siente la vida, tratamos que el tiempo no avance, disfrutando el recorrido de ese camino largo que nos toca, porque sabemos que cuanto más adelantamos más lejos estamos del inicio y no hay vuelta atrás, progresamos esquivando atajos hasta que un día, sin darnos cuenta cruzamos la meta, el después..., quién lo sabrá?, hoy es un día gris.

EL VIAJE - Mauro Cartasso

-"Es posible viajar en el tiempo?" preguntó el joven aprendiz, y la respuesta del anciano no se hizo esperar.
- Por supuesto que si, o acaso crees que ahora el tiempo está detenido?, la vida es un viaje por el espacio y tiempo tan increíble y fugaz, que tan solo parpadear significa perderse de algo. Pero lo realmente fantástico, es viajar en sentido contrario; cuando lo intentes, quizá sí debas por un rato cerrar tus ojos y soñar.

EL ARBOL DE LA BUENA MUERTE - Héctor G. Oesterheld

María Santos cierra los ojos, afloja el cuerpo, acomoda la espalda contra el blando tronco del árbol.
Se está bien allí, a la sombra de las hojas transparentes que filtraban la luz rojiza del sol.
Carlos, el yerno, no pudo hacerle un regalo mejor para su cumpleaños.
María Santos sonrió agradecida; a la vista el tronco parece rugoso y áspero, pero en realidad es muelle, cede a la menor presión, como si estuviera relleno de plumas; es un placer recostarse contra él, pobre Carlos, ¿cuánto le habrá costado?, no cualquiera regala un árbol así.
Hasta María Santos llega ahora el zumbido apagado del tractor. Por entre los párpados apenas abiertos, la anciana mira a Marisa, la hija, sentada en la máquina, junto a Carlos. Hl brazo de Marisa descansa en la cintura del hombre, las dos cabezas se juntan: hacen planes, seguro, para la nueva casa que Carlos quiere construir. Buen marido, Carlos, suerte que Marisa no se casó con Larco, el ingeniero aquel; Carlos no es más que un agricultor, pero es bueno y sabe trabajar, y no les hace faltar nada. ¿No les hace faltar nada?
Se borra la sonrisa de María Santos.
Se nubla el rostro arrugado, viejo de tantos soles y tanto trabajo.
Carlos es bueno y gana bien y puede hacer felices a Marisa y a Roberto, el hijo, tan adelantado, sólo catorce años y ya estudia medicina por televisión.
Pero nunca, nunca podrá hacerla feliz a ella, a María Santos, la abuela…
María Santos no se adaptará nunca, hace mucho que renunció a hacerlo, a la vida en aquella colonia de Marte.
Se gana bien, no les falta nada, se vive mejor que en la Tierra, la vida es ahora tan dura allá, la familia toda tiene ahora un porvenir. Lástima que Marte sea tan, tan diferente…
Si ahora soplara un poco de viento, como en la Tierra. Un poco de viento con algún «panadero» volando alto…
—¿Duermes, abuela? —es Roberto, el nieto; le sonríe, tiene un libro bajo el brazo.
—No, Roberto. Un poco cansada, nada más.
—¿No necesitas nada?
—No, nada.
—¿Seguro?
—Seguro.
Curiosa la insistencia de Roberto. No suele ser tan atento; a veces se pasa días enteros sin acordarse de que la abuela existe.
Pero eso es de esperar, para eso es joven, la juventud tiene demasiado quehacer con eso, ser joven.
Aunque en verdad María Santos no tiene por qué quejarse; ahora que lo piensa, Roberto, el nieto, está desde hace un tiempo muy bueno con ella, se pasa las horas a su lado, la hace hablar de cuando vivía en la Tierra.
Claro, Roberto no conoce la Tierra, nació en Marte, y para él todo lo de la Tierra le resulta tan raro. No se cansa de preguntarle de cuando ella era chica, de cuando cazaba lagartijas entre las tunas, allá en el pueblito de Catamarca. Y de cuando llegó a Buenos Aires, de los tantos años que vivió en la casita de Saavedra, a siete cuadras de la estación. María Santos tenía que describir la casa ladrillo por ladrillo, nombrar las flores del jardincito de adelante, hablar de los charcos en la calle de tierra, antes de que la pavimentaran; del fútbol de los chicos, de los barriletes que siempre terminaban enredados en los hilos del teléfono, de los delantales blancos que todos usaban para ir al colegio, tres cuadras más allá.
Todo le interesaba a Roberto: el almacén del barrio, la librería, la lechería… Hasta una vez tuvo que explicarle cómo eran las moscas. Roberto quiso saber cuántas patas tenían, y María Santos se quedó muda, nunca se le había ocurrido de contarlas…
Pero hoy Roberto no tiene ganas de oírla recordar, claro, debe de ser la hora de la lección, por eso él se aparta casi de pronto, como apurado.
Pero ahí vuelve, le roza la mejilla con los labios, qué raro, hace tanto que no la besa, se va casi corriendo.
Otra vez el zumbido del tractor. Carlos y Marisa terminaron el surco, ya vuelven, da gusto verlos; ya no son jóvenes, pero están contentos. Es un contento profundo, sin sonrisas, pero con una gran placidez, como si ya tuvieran la nueva casa, o el helicóptero que Carlos dice que necesitan tanto.
El tractor llega hasta cerca del nuevo árbol, Marisa saluda con la mano, María Santos sólo sonríe, quisiera contestarle, pero no, hoy está muy cansada.
Hay rocas erizando el horizonte. María Santos no vio nunca rocas así en su Catamarca de hace tanto, por todas partes se estira el pasto amarillo, ese raro pasto de Marte que cruje al pisarlo. María Santos no se acostumbró nunca a él. Es como una alfombra rota que todo lo cubre. Por los lugares rotos afloran las rocas, siempre angulosas, siempre oscuras.
Algo pasa delante de María Santos.
Un golpe de viento quiere despeinarla.
María Santos parpadea, trata de ver lo que pasa delante.
Allí viene otro.
Delicadas, ligeras estrellitas de largos rayos blancos…
¡«Panaderos»!
¡Sí, «panaderos», semillas de cardo, iguales que en la Tierra!
¿Hace cuánto que María Santos no los ve? El gastado corazón se encabrita en el viejo pecho… ¡«Panaderos»!
No más pastos amarillos, no más rocas negras y erizadas; ahora hay una calle de tierra, huellones profundos, pasto verde en los bordes, zanjas, veredas de ladrillos torcidos, callecita de barrio cualquiera, callecita de recuerdo, chicos de guardapolvo jugando a la bolita, el esqueleto de un barrilete no terminando de morirse nunca, enredado en un hilo del teléfono.
María Santos está sentada en la puerta de su casa, en su silla de paja. A los lados se alza la hilera de casitas bajas, las más viejas con jardín al frente, las más modernas son muy blancas, con balcón cromado, el colmo de la elegancia.
«Panaderos» en el viento, viento alegre que parece bajar del cielo mismo, desde las nubes tan redondas, tan blancas en el azul.
«Panaderos», los mismos que perseguía en el patio de tierra del rancho, gallinas y ropa tendida, allá en la provincia.
¡«Panaderos»!
El pecho de María Santos es un gran tumulto gozoso, liebre feliz que quiere saltar y correr.
«Panaderos» en el aire, se van arriba, cada vez más arriba.
«Panaderos»…
Carlos y Marisa han detenido el tractor.
Roberto, el hijo, se les junta, y los tres se acercan a María Santos.
Se quedan mirándola.
—Ha muerto feliz… Mirá, parece reírse.
—Sí… ¡Pobre doña María!
—Fue una suerte que pudiéramos proporcionarle una muerte así.
—Sí… Tenía razón el que me vendió el árbol, no exageró en nada: la sombra mata en poco tiempo y sin dolor alguno, al contrario. Por algo el nombre, «el árbol de la Buena Muerte»…
Algo aparte, Roberto, el nieto, no dice nada. Sus padres están satisfechos, mejor así.
Que no piensen en todo lo que se les niega, en todo lo perdido. En tiempos de la Abuelita la gente se moría sabiendo, y había últimas palabras, dolor, agonía; la muerte era la muerte, la gente se moría de verdad.
Ni eso nos dejan ahora.
«El árbol de la Buena Muerte»… ¡bah!

EL DIOSERO - Héctor G. Oesterheld

En el planeta sin dioses, los neblines sueñan con tener cada uno su dios.
Hasta que llega un diosero con su gran muestrario de dioses.
Una enorme multitud de neblines, pálidas vejigas concéntricas, se apiña en torno al diosero. Todos se entenan, impacientes, bien desplegados los eleos.
Tres días más tarde, cuando ya no vienen más neblines, el diosero se esfera y comienza a vibrar:
–Todos mis dioses son de invisibilidad e incomprensión garantidas, son ajustables a todas las necesidades individuales. Mis dioses, neblines, son dioses a la medida.
Tiembla la multitud. En el fondo de los eleos hay lucecitas blancas, esperanza.
El diosero, esferado en todo su diámetro, elea con elocuencia de viejo difusor de dioses:
–Este dios, por ejemplo, te hermosea el mundo si le rezas con toda la melancolía que necesita, diáfano, sutil dios estético, ideal para seres con tendencias vegetales o impulsos al cristal. Este otro dios, también por ejemplo, es un dios de aire, aire más o menos físico o espiritual, según la calidad del creyente, es un dios bueno y necesario, de aroma femenino, frío y fuego, cambiante e inesperado como todo aire.
Silencio y niebla sobre la multitud, y nostalgia de dios, anhelo que duele. Los eleos casi se cierran.
–Este otro dios es lágrima y consuelo, por el dolor te lleva al amor y a la dicha, es ideal para sociedades nuevas, ricas en dolor. En los mundos viejos y bien organizados el dolor es escaso, y escaso es por lo tanto el amor. En esos mundos ya nadie se comunica ni se odia siquiera.
Luces de colores irisan los eleos de la multitud. Es como si quisiera nacer una felicidad, pero hay un neblín que se adelante con los eleos opacados:
–¡Charlatán! –asperiza el neblín–. ¿Por qué ofreces, diosero, lo que bien sabes que no sirve?
–Mis dioses...
–¡Contesta, diosero! –el neblín no le deja responder–. ¿Cuál es la forma última, la flor final de la materia-energía?
–¿La flor final de la materia-energía? Pues... la vida.
–Bien. ¿Y cuál es la flor final de la vida?
–El espíritu.
–¿Y la flor final del espíritu?
–Dios.
–Perfecto. Y ahora, diosero, ¿cuál es la forma última, la flor final del dios?
–Este... No hay... Ningún dios florece en flor final...
–¿Por qué mientes, diosero? –relámpagos sombríos en los eleos del neblín–. ¡Tú sabes cuál es la flor final del dios! Tráenos esa flor final y entonces sí cerraremos trato. ¿Para qué queremos todas estas mediocres caras del mismo dios con que intentas embaucarnos? ¡Llévate ya tu muestrario, diosero, que nadie aquí desea tus dioses! ¿No es así, neblines?
Pero ninguno le ha escuchado. La multitud ondula ya en medio del muestrario, se llena de dios los eleos, es el éxtasis, tan de atrás les viene el ansia.
Los neblines se dispersan, se van. Cada uno tiene su dios, ya ninguno estará solo, jamás hubo tanto gozo en planeta alguno.
El diosero ya sin dioses y el neblín de los eleos opacados tiritan de vacío. Todo es páramo alrededor.
–¡Es un fraude, diosero! Tú sabes que todos esos dioses...
–Silencio, amigo... ¿Quién sabe nada de nada? Te lo repito, no hay flor final del dios. Y no me atormentes más. Toma, quédate con este dios. No lo puse en el muestrario, suelo reservarlo para mí.
El diosero llena entonces los eleos del neblín con un dios cifra y cristal, los eleos se diáfanan, encienden luces vagas, frías pero dulcemente resignadas.
–Cuídalo, neblín... Con este dios alcanzarás la calma a través del número y la ecuación.
Innecesaria la advertencia. El neblín se aleja, sumido ya en un alto y errado cálculo que le consumirá la vida entera y le hará feliz.
El diosero queda solo. Como nunca nadie quedó solo en el Universo todo.
Mintió al neblín cuando negó la flor final del dios. ¿Para qué quebrarlo con el peso de tanta angustia?
Justamente él, el diosero, está en eso, en la flor final del dios.
Si todo dios es incomprensible, ¿cómo no lo será la flor final del dios? Soledad última, diosero: te usan pero no son para ti, pobre abeja en la flor, ni el aroma ni el color ni la liturgia vital en el secreto del ovario.