Cuentos para ver

AURA - Iván Pujol

Cuando uno llega a Aura no la observa, la escucha. Aura es una ciudad que no puede ser observada con los ojos, solo puede ser percibida a través del oído. Aun así, esta es una de las ciudades que más imágenes ha plasmado en mi memoria. Las majestuosas entradas sonoras a la ciudad son reconocibles desde grandes distancias. Los ecos cristalinos de sus largos pórticos entrelazados cual cadenas de ácido desoxirribonucleico, emiten impulsos sónicos de frecuencias tan agradables, armoniosas y pacificadoras, que podrían confundirse con profundos aromas o lejanos suspiros. Estos arcos gigantescos forman un anillo que protege el interior de la ciudad, y lo hacen de una manera muy peculiar. El confort acústico que emana de estas grandes cadenas es tal, que aun a grandes distancias, el visitante empieza poco a poco a sentirse relajado. Toda su estructura corporal y las vibraciones de sus pensamientos van entrando poco a poco en una especie de hipnosis consciente; memorias de otros tiempos, recuerdos placenteros y una profunda sensación de bienestar, anidan en las estructuras fisiológicas y cognoscitivas de los visitantes. Una gran onda sonora que produce paz, empatía, bienestar con el yo... Y no es que Aura no tenga enemigos, pues en toda galaxia hay guerras, pero como nadie puede entrar a Aura sin cruzar el anillo sónico siendo víctima de sus favorables efectos, incluso los aguerridos viajeros de otras galaxias que quieren conquistar la ciudad para conocer sus secretos, son dominados por la onda

pacificadora. No hay protector auditivo que proteja de la onda, pues esta atraviesa también los músculos, los huesos, las neuronas. Aquel que cruza el anillo, está conscientemente en paz.

Una vez dentro, después de tal purificación sonora, uno no puede sino regocijarse de las maravillosas imágenes sónicas de su interior. Una sinestesia total. Colores, aromas, sabores y caricias se filtran por los oídos. Las conversaciones se vuelven formas

coloreadas y la ciudad parece estar sumida en una constante vibración.

Sus habitantes, los aurales, también conocidos como sónicos en otras latitudes, viven en el centro de la ciudad, en una esfera de sonido grave y profundo que les permite construir sus casas enraizando las ondas verticales y horizontales de sus frecuencias. El aural adulto emite frecuencias medias, el niño, agudas y el viejo, graves. Han logrado, después de muchos años de evolución, que la suma de estas tres frecuencias produzca silencio, material que utilizan los aurales para construir sus casas. Como podemos observar, o mejor dicho, escuchar, las casas son el sonido producido por sus habitantes.

Y hablando de habitantes, unos nuevos han llegado a Aura. Parece que tienen intenciones de quedarse un buen rato. Son difíciles de describir, pues son casi transparentes y se confunden con el entorno. A veces, parece que se iluminan intermitentemente, luego, se difuminan como el humo y su imagen se desvanece. Supongo que estos fílmicos, ya se han dado cuenta de que en Aura no tiene ningún sentido ser visto, sino escuchado.

Yo, de momento, partiré a conocer otras ciudades; quizás a mi regreso estos nuevos habitantes puedan darme nuevas impresiones sobre esta ciudad musical.

TU - Jorge Luis Borges

Un solo hombre ha nacido, un solo hombre ha muerto en la tierra.
Afirmar lo contrario es mera estadística, es una adición imposible. No menos imposible que sumar el olor de la lluvia y el sueño que anteanoche soñaste. Ese hombre es Ulises, Abel, Caín, el primer hombre que ordenó las constelaciones,el hombre que erigió la primer pirámide, el hombre que escribió los hexagramas del Libro de los Cambios, el forjador que grabó runas en la espada de Hengist,el arquero Einar Tamberskelver, Luis de León, el librero que engendró a Samuel Johnson,el jardinero de Voltaire, Darwin en la proa del Beagle, un judío en la cámara letal, con el tiempo, tú y yo. Un solo hombre ha muerto en Ilión, en el Metauro, en Hastings, en Austerlitz, en Trafalgar, en Gettysburg.
Un solo hombre ha muerto en los hospitales, en barcos, en la ardua soledad, en la alcoba del hábito y del amor. Un solo hombre ha mirado la vasta aurora. Un solo hombre ha sentido en el paladar la frescura del agua, el sabor de las frutas y de la carne.
Hablo del único, del uno, del que siempre está solo.

UN DIA GRIS - Mauro Cartasso

Hoy es un día gris, no tiene que ver con el sol que veo brillar desde mi ventana, es parte de uno, puro sentimiento y así se siente la vida, tratamos que el tiempo no avance, disfrutando el recorrido de ese camino largo que nos toca, porque sabemos que cuanto más adelantamos más lejos estamos del inicio y no hay vuelta atrás, progresamos esquivando atajos hasta que un día, sin darnos cuenta cruzamos la meta, el después..., quién lo sabrá?, hoy es un día gris.

EL VIAJE - Mauro Cartasso

-"Es posible viajar en el tiempo?" preguntó el joven aprendiz, y la respuesta del anciano no se hizo esperar.
- Por supuesto que si, o acaso crees que ahora el tiempo está detenido?, la vida es un viaje por el espacio y tiempo tan increíble y fugaz, que tan solo parpadear significa perderse de algo. Pero lo realmente fantástico, es viajar en sentido contrario; cuando lo intentes, quizá sí debas por un rato cerrar tus ojos y soñar.

EL ARBOL DE LA BUENA MUERTE - Héctor G. Oesterheld

María Santos cierra los ojos, afloja el cuerpo, acomoda la espalda contra el blando tronco del árbol.
Se está bien allí, a la sombra de las hojas transparentes que filtraban la luz rojiza del sol.
Carlos, el yerno, no pudo hacerle un regalo mejor para su cumpleaños.
María Santos sonrió agradecida; a la vista el tronco parece rugoso y áspero, pero en realidad es muelle, cede a la menor presión, como si estuviera relleno de plumas; es un placer recostarse contra él, pobre Carlos, ¿cuánto le habrá costado?, no cualquiera regala un árbol así.
Hasta María Santos llega ahora el zumbido apagado del tractor. Por entre los párpados apenas abiertos, la anciana mira a Marisa, la hija, sentada en la máquina, junto a Carlos. Hl brazo de Marisa descansa en la cintura del hombre, las dos cabezas se juntan: hacen planes, seguro, para la nueva casa que Carlos quiere construir. Buen marido, Carlos, suerte que Marisa no se casó con Larco, el ingeniero aquel; Carlos no es más que un agricultor, pero es bueno y sabe trabajar, y no les hace faltar nada. ¿No les hace faltar nada?
Se borra la sonrisa de María Santos.
Se nubla el rostro arrugado, viejo de tantos soles y tanto trabajo.
Carlos es bueno y gana bien y puede hacer felices a Marisa y a Roberto, el hijo, tan adelantado, sólo catorce años y ya estudia medicina por televisión.
Pero nunca, nunca podrá hacerla feliz a ella, a María Santos, la abuela…
María Santos no se adaptará nunca, hace mucho que renunció a hacerlo, a la vida en aquella colonia de Marte.
Se gana bien, no les falta nada, se vive mejor que en la Tierra, la vida es ahora tan dura allá, la familia toda tiene ahora un porvenir. Lástima que Marte sea tan, tan diferente…
Si ahora soplara un poco de viento, como en la Tierra. Un poco de viento con algún «panadero» volando alto…
—¿Duermes, abuela? —es Roberto, el nieto; le sonríe, tiene un libro bajo el brazo.
—No, Roberto. Un poco cansada, nada más.
—¿No necesitas nada?
—No, nada.
—¿Seguro?
—Seguro.
Curiosa la insistencia de Roberto. No suele ser tan atento; a veces se pasa días enteros sin acordarse de que la abuela existe.
Pero eso es de esperar, para eso es joven, la juventud tiene demasiado quehacer con eso, ser joven.
Aunque en verdad María Santos no tiene por qué quejarse; ahora que lo piensa, Roberto, el nieto, está desde hace un tiempo muy bueno con ella, se pasa las horas a su lado, la hace hablar de cuando vivía en la Tierra.
Claro, Roberto no conoce la Tierra, nació en Marte, y para él todo lo de la Tierra le resulta tan raro. No se cansa de preguntarle de cuando ella era chica, de cuando cazaba lagartijas entre las tunas, allá en el pueblito de Catamarca. Y de cuando llegó a Buenos Aires, de los tantos años que vivió en la casita de Saavedra, a siete cuadras de la estación. María Santos tenía que describir la casa ladrillo por ladrillo, nombrar las flores del jardincito de adelante, hablar de los charcos en la calle de tierra, antes de que la pavimentaran; del fútbol de los chicos, de los barriletes que siempre terminaban enredados en los hilos del teléfono, de los delantales blancos que todos usaban para ir al colegio, tres cuadras más allá.
Todo le interesaba a Roberto: el almacén del barrio, la librería, la lechería… Hasta una vez tuvo que explicarle cómo eran las moscas. Roberto quiso saber cuántas patas tenían, y María Santos se quedó muda, nunca se le había ocurrido de contarlas…
Pero hoy Roberto no tiene ganas de oírla recordar, claro, debe de ser la hora de la lección, por eso él se aparta casi de pronto, como apurado.
Pero ahí vuelve, le roza la mejilla con los labios, qué raro, hace tanto que no la besa, se va casi corriendo.
Otra vez el zumbido del tractor. Carlos y Marisa terminaron el surco, ya vuelven, da gusto verlos; ya no son jóvenes, pero están contentos. Es un contento profundo, sin sonrisas, pero con una gran placidez, como si ya tuvieran la nueva casa, o el helicóptero que Carlos dice que necesitan tanto.
El tractor llega hasta cerca del nuevo árbol, Marisa saluda con la mano, María Santos sólo sonríe, quisiera contestarle, pero no, hoy está muy cansada.
Hay rocas erizando el horizonte. María Santos no vio nunca rocas así en su Catamarca de hace tanto, por todas partes se estira el pasto amarillo, ese raro pasto de Marte que cruje al pisarlo. María Santos no se acostumbró nunca a él. Es como una alfombra rota que todo lo cubre. Por los lugares rotos afloran las rocas, siempre angulosas, siempre oscuras.
Algo pasa delante de María Santos.
Un golpe de viento quiere despeinarla.
María Santos parpadea, trata de ver lo que pasa delante.
Allí viene otro.
Delicadas, ligeras estrellitas de largos rayos blancos…
¡«Panaderos»!
¡Sí, «panaderos», semillas de cardo, iguales que en la Tierra!
¿Hace cuánto que María Santos no los ve? El gastado corazón se encabrita en el viejo pecho… ¡«Panaderos»!
No más pastos amarillos, no más rocas negras y erizadas; ahora hay una calle de tierra, huellones profundos, pasto verde en los bordes, zanjas, veredas de ladrillos torcidos, callecita de barrio cualquiera, callecita de recuerdo, chicos de guardapolvo jugando a la bolita, el esqueleto de un barrilete no terminando de morirse nunca, enredado en un hilo del teléfono.
María Santos está sentada en la puerta de su casa, en su silla de paja. A los lados se alza la hilera de casitas bajas, las más viejas con jardín al frente, las más modernas son muy blancas, con balcón cromado, el colmo de la elegancia.
«Panaderos» en el viento, viento alegre que parece bajar del cielo mismo, desde las nubes tan redondas, tan blancas en el azul.
«Panaderos», los mismos que perseguía en el patio de tierra del rancho, gallinas y ropa tendida, allá en la provincia.
¡«Panaderos»!
El pecho de María Santos es un gran tumulto gozoso, liebre feliz que quiere saltar y correr.
«Panaderos» en el aire, se van arriba, cada vez más arriba.
«Panaderos»…
Carlos y Marisa han detenido el tractor.
Roberto, el hijo, se les junta, y los tres se acercan a María Santos.
Se quedan mirándola.
—Ha muerto feliz… Mirá, parece reírse.
—Sí… ¡Pobre doña María!
—Fue una suerte que pudiéramos proporcionarle una muerte así.
—Sí… Tenía razón el que me vendió el árbol, no exageró en nada: la sombra mata en poco tiempo y sin dolor alguno, al contrario. Por algo el nombre, «el árbol de la Buena Muerte»…
Algo aparte, Roberto, el nieto, no dice nada. Sus padres están satisfechos, mejor así.
Que no piensen en todo lo que se les niega, en todo lo perdido. En tiempos de la Abuelita la gente se moría sabiendo, y había últimas palabras, dolor, agonía; la muerte era la muerte, la gente se moría de verdad.
Ni eso nos dejan ahora.
«El árbol de la Buena Muerte»… ¡bah!

EL DIOSERO - Héctor G. Oesterheld

En el planeta sin dioses, los neblines sueñan con tener cada uno su dios.
Hasta que llega un diosero con su gran muestrario de dioses.
Una enorme multitud de neblines, pálidas vejigas concéntricas, se apiña en torno al diosero. Todos se entenan, impacientes, bien desplegados los eleos.
Tres días más tarde, cuando ya no vienen más neblines, el diosero se esfera y comienza a vibrar:
–Todos mis dioses son de invisibilidad e incomprensión garantidas, son ajustables a todas las necesidades individuales. Mis dioses, neblines, son dioses a la medida.
Tiembla la multitud. En el fondo de los eleos hay lucecitas blancas, esperanza.
El diosero, esferado en todo su diámetro, elea con elocuencia de viejo difusor de dioses:
–Este dios, por ejemplo, te hermosea el mundo si le rezas con toda la melancolía que necesita, diáfano, sutil dios estético, ideal para seres con tendencias vegetales o impulsos al cristal. Este otro dios, también por ejemplo, es un dios de aire, aire más o menos físico o espiritual, según la calidad del creyente, es un dios bueno y necesario, de aroma femenino, frío y fuego, cambiante e inesperado como todo aire.
Silencio y niebla sobre la multitud, y nostalgia de dios, anhelo que duele. Los eleos casi se cierran.
–Este otro dios es lágrima y consuelo, por el dolor te lleva al amor y a la dicha, es ideal para sociedades nuevas, ricas en dolor. En los mundos viejos y bien organizados el dolor es escaso, y escaso es por lo tanto el amor. En esos mundos ya nadie se comunica ni se odia siquiera.
Luces de colores irisan los eleos de la multitud. Es como si quisiera nacer una felicidad, pero hay un neblín que se adelante con los eleos opacados:
–¡Charlatán! –asperiza el neblín–. ¿Por qué ofreces, diosero, lo que bien sabes que no sirve?
–Mis dioses...
–¡Contesta, diosero! –el neblín no le deja responder–. ¿Cuál es la forma última, la flor final de la materia-energía?
–¿La flor final de la materia-energía? Pues... la vida.
–Bien. ¿Y cuál es la flor final de la vida?
–El espíritu.
–¿Y la flor final del espíritu?
–Dios.
–Perfecto. Y ahora, diosero, ¿cuál es la forma última, la flor final del dios?
–Este... No hay... Ningún dios florece en flor final...
–¿Por qué mientes, diosero? –relámpagos sombríos en los eleos del neblín–. ¡Tú sabes cuál es la flor final del dios! Tráenos esa flor final y entonces sí cerraremos trato. ¿Para qué queremos todas estas mediocres caras del mismo dios con que intentas embaucarnos? ¡Llévate ya tu muestrario, diosero, que nadie aquí desea tus dioses! ¿No es así, neblines?
Pero ninguno le ha escuchado. La multitud ondula ya en medio del muestrario, se llena de dios los eleos, es el éxtasis, tan de atrás les viene el ansia.
Los neblines se dispersan, se van. Cada uno tiene su dios, ya ninguno estará solo, jamás hubo tanto gozo en planeta alguno.
El diosero ya sin dioses y el neblín de los eleos opacados tiritan de vacío. Todo es páramo alrededor.
–¡Es un fraude, diosero! Tú sabes que todos esos dioses...
–Silencio, amigo... ¿Quién sabe nada de nada? Te lo repito, no hay flor final del dios. Y no me atormentes más. Toma, quédate con este dios. No lo puse en el muestrario, suelo reservarlo para mí.
El diosero llena entonces los eleos del neblín con un dios cifra y cristal, los eleos se diáfanan, encienden luces vagas, frías pero dulcemente resignadas.
–Cuídalo, neblín... Con este dios alcanzarás la calma a través del número y la ecuación.
Innecesaria la advertencia. El neblín se aleja, sumido ya en un alto y errado cálculo que le consumirá la vida entera y le hará feliz.
El diosero queda solo. Como nunca nadie quedó solo en el Universo todo.
Mintió al neblín cuando negó la flor final del dios. ¿Para qué quebrarlo con el peso de tanta angustia?
Justamente él, el diosero, está en eso, en la flor final del dios.
Si todo dios es incomprensible, ¿cómo no lo será la flor final del dios? Soledad última, diosero: te usan pero no son para ti, pobre abeja en la flor, ni el aroma ni el color ni la liturgia vital en el secreto del ovario.