Cuentos para ver

FIAT MUNDUS - Carlos Gardini


Crear un mundo es una tarea enojosa y agotadora que exige la paciencia de un relojero y la perseverancia de un elefante (no sé por qué un elefante, quizá porque la palabra se me ha pegado, con esa «ele» inicial que si se deja caer coincide exactamente con la trompa de ese animal imposible, por cierto una de las obras maestras de mi padre), pero no hay nada tan satisfactorio, ni siquiera un buen jardín, como ver el conjunto casi terminado, cuando sólo necesita un par de golpes de cincel para despertar de una somnolencia precaria a la perfección de una vida ficticia.
Ahora bastará ese detalle, ese último retoque, para infundir un movimiento propio al mundo populoso y fantástico del que tras tantos esfuerzos me distanciaré con desdén y soberbia. Pero es injusto que yo, sólo por tener esa ocurrencia – magistral, por cierto, e imprescindible, quién podría negarlo – que dará impulso definitivo a una idea vastísima que hasta ahora sólo gozó de una vida potencial, encerrada dentro de sí misma como un feto en la membrana (pero la analogía es más que imperfecta; aunque mi abuelo añadiría, citando a uno de sus propios personajes, que toda analogía es imperfecta), sería injusto, digo, que por contar con ese involuntario privilegio yo negara u olvidara a quienes realizaron el trabajo más arduo y meticuloso. Es verdad que sin mi ocurrencia tantas invenciones serían casi cuerpos sin vida, pero tal vez yo la tuve precisamente porque carezco de imaginación o porque mi imaginación es limitada. Mi mente no está poblada por retablos multitudinarios a los que hay que pintar con diez, cien, mil colores y matices con la exquisitez de un artesano, pero el ojo de mi mente descubre en el acto, en ese mundo que yo sería incapaz de concebir por mi cuenta, el color desleído, el matiz que inevitablemente echa a perder el resto, y da con el tono preciso para volver armónico el conjunto.
¿Qué sería de esos geniales chispazos aislados sin una vocación de síntesis? Todo habría terminado como empezó, en un mero pasatiempo familiar.
La palabra inicial; la que sin duda desencadenó esta manía hogareña y dio el sello distintivo a esta pasión inaudita, fue indudablemente «estepa». Y fue mi abuelo, caminando frente a la nieve arenosa al caer la tarde (cuando cada ventanal de la casa, reflejando el poniente, arrojaba sobre la estepa destellos rosados) quien concibió estepas enormes y desoladas, apropiándose a tal punto de la palabra con ese sentido desfigurado que en nuestra familia pronto dejó de significar un humilde jardín nevado para identificarse, como quería mi abuelo, con la extensión, la soledad y la aridez. Pronto la sola mención de una «estepa» en las cenas familiares terminó evocando un país desmesurado donde campesinos ebrios se revolcaban con princesas lujuriosas, donde seres apasionados por interrogar el universo con preguntas inconcebibles morían congelados en el pescante de un trineo o mataban usureras a hachazos, más un alud de revoluciones y batallas, trenes solitarios humeando en la planicie blanca y campos de confinamiento donde gentes demasiado valerosas o estúpidas purgaban sus disensiones con regímenes políticos sanguinarios. Estepa, como digo, fue la palabra inicial, según las notas de mi abuelo, la palabra clave que por puro magnetismo fue congregando otras alrededor – reales, inventadas o transfiguradas, yo ya no sé distinguirlas porque ese léxico fantástico ha pasado a formar parte de mi lenguaje y mi pensamiento -, que a su vez fueron aglutinando nuevos racimos de palabras y modelando formas inexploradas. Así, un sonido tan simple como «lobo», dos globos de aire separados por una brisa entre los labios, adquirió por asociación con «estepa» los rasgos de un animal cruento que encarnaba todos los horrores de la noche del caos y a la vez se recortaba con un perfil melancólico contra la «luna» que plasmó a fuerza de aullidos y que luego transformamos en un astro también melancólico y estepario.
Mi abuelo empezó sus largas anotaciones una primavera de hace cuarenta años (esta palabra breve y obscena la inventó él, con el descabellado propósito de encapsular el tiempo de ese mundo), juntando en una voluminosa carpeta datos, dibujos, bocetos y reflexiones, uniendo y desmembrando palabras para crear nuevos idiomas o la ilusión de nuevos idiomas. Nuestra casa, Los Jardines (la llamábamos así porque cada parcela en que estaba dividido el terreno era un jardín de una especie completamente distinta del contiguo: los había exuberantes, populosos, despojados, lúgubres, coloridos; de arena, de flores, de rocas, de arbustos, de nieve, de animales pequeños; un síntoma, tal vez, de la predilección de mi familia por los mundos contrastantes y paralelos), estaba en medio de una llanura floreciente que en verano se cubría de hermosa nieve amarilla. En los senderos que separaban un jardín de otro, mi abuelo, caminando de sol a sol, fue perfeccionando la idea de ese mundo seductor y delirante, y también la de consagrarle toda la vida. Mientras él hacía crujir la grava, la estepa inicial se multiplicó en cosmogonías, religiones, imperios, batallas, poemas, eras geológicas, estrellas y cataclismos. Esa pasión demiúrgica literalmente lo consumió, y sé que mi abuela no le perdonó jamás haber descuidado jardines concretos para crear jardines imaginarios, y mucho menos que inculcara en el hijo esas ideas extravagantes. El daño sin embargo estaba hecho, pero mi padre, hombre de más temperamento, resistiría mucho mejor esta tarea agobiante, y nunca descuidó los jardines. En el atardecer, sentado frente al ventanal, tomaba del escritorio las notas de mi abuelo y las iba uniendo y ordenando, tramando una novela gigantesca, un mundo con leyes que después, por caprichos de su fantasía, borraba o alteraba de un plumazo. Una mañana de invierno, por ejemplo, observando la hoja verde y curva del cuna-de-rocío que había plantado en el centro del mayor jardín de la casa, se le ocurrió acabar con los mundos humanos de mi abuelo y crear otro poblado exclusivamente por dragones gigantescos y estúpidos. Luego se arrepintió y decidió extinguirlos, pero se empeñó en que alguien, muchos capítulos después, encontrara los restos de los dragones y hablara deslumbrado de los lagartos de trueno. En noches de embriaguez creó Marco Polos, Napoleones, Quijotes y Cenicientas, y en sobrios crepúsculos concibió Budas, Sócrates y Graham Bells.
A menudo comentaba conmigo cambios, alteraciones y extrapolaciones, y discutíamos los detalles de cada átomo de cada molécula de cada cuerpo de ese mundo antojadizo y ridículo que también a mí terminó por cautivarme, tanto que a menudo nos sorprendíamos hablando sin quererlo en alguno de los idiomas que habíamos inventado y que tal vez terminarían por adueñarse definitivamente de nosotros. Pasábamos noches enteras hablando y escribiendo, y mi padre dio a sus criaturas una consistencia y una solidez que mi abuelo no hubiera logrado jamás con su manía por las fichas y las notas arrevesadas.
Pero la gran idea de mi padre, la que volvió más atractivas a nuestras criaturas y les empezó a dar un primer grado de independencia, fue que sus vidas estuvieran escindidas entre la vida tal como la concebíamos y un segundo estado parecido a la muerte, una especie de sopor como el que precede a la agonía. «Vigilia» y «sueño» – como convinimos en llamar a esa espléndida pareja – se oponían y complementaban. Así volvíamos más complejos y extraños a nuestros homúnculos, capacitándolos para segregar en secreto lo que nosotros producíamos abiertamente: un mundo plagado de admoniciones y señales, en el que quizá – y éste fue uno de mis aciertos – percibían oscuramente nuestra presencia y se esforzaban en vano por comprender nuestros propósitos. Por lo tanto, dedicaban largas «horas» de la «vigilia» a interpretar los «sueños». Era como si llevaran adentro un animal extraño. Ese detalle enriquecía notablemente la trama y le daba un matiz exquisitamente irónico.
Cuando mi padre murió, prácticamente habíamos concluido con nuestro mundo de seres irrisorios, desvalidos, soberbios, poéticos y payasescos, de modo que él agonizó enteramente feliz, seguro de que yo sabría terminar dignamente esa obra vastísima y de que apenas faltaban unas pinceladas para completar lo que habíamos fraguado entre ansiedades y sonrisas cómplices.
Después viví años dedicado exclusivamente a los jardines, con la certeza de que esas pinceladas finales eran mínimas. No había nada más que inventar, bastarían unas pocas palabras para estampar ese trazo definitivo. Por último, en efecto, lo concebí, y lo increíble es que un solo retoque superficial alcance para poner en movimiento una maquinaria tan inverosímil e intrincada, pero hasta ahora inerte. Complicados mecanismos empezarán a chirriar con el impulso de la vida en cuanto yo haya completado esta criatura anónima y necesaria, la que dará a esta ficción el vuelo inspirado, el Adán que despertará con los ojos legañosos a un mundo de solidez sólo aparente. Sin duda ya has sospechado de quién se trata, aunque por cierto lo verás con toda claridad al iniciarse el párrafo siguiente, cuando el último golpe de cincel despierte tus facultades entumecidas, hasta ahora torpes y balbuceantes.
Y ahora, Lector, ahora que ya estás creado, recién nacido a un mundo caótico donde todo está dispuesto para que crezcas y te multipliques, puedo alejarme con infinito alivio.
Ahora seré yo quien se transforme en la ficción agazapada detrás de estas palabras que acaban de despertarte a la vida, llenándote de recuerdos, sensaciones y percepciones ficticias de cosas ficticias. Y si alguna vez estás desesperado no pierdas el tiempo rezándome porque no me encontrarás, no te oiré siquiera. No tengo nada que ver con ese odioso monosílabo que tanto te entusiasma y es sólo la más torpe, la menos acabada de mis invenciones.

EL AUGE DE LA BOSTA DE VACA - Damon Knight

El coche largo y reluciente frenó con un zumbido de turbinas, levantando una nube de polvo. El cartel sobre el puesto, en el borde de la carretera, decía: Cestos. Curiosidades. Un poco más adelante, otro cartel, sobre un rústico edificio con fachada de vidrio, anunciaba. Cafetería de Crawford. Pruebe Nuestros Churros. Detrás de ese edificio había un pastizal, con un granero y un silo a cierta distancia de la carretera.

Los dos extraterrestres miraron tranquilamente los carteles. Ambos tenían piel lisa y púrpura, y pequeños ojos amarillos. Llevaban trajes grises de tweed. Sus cuerpos tenían forma casi humana, pero no se les podía ver la barbilla, que cubrían con bufandas anaranjadas.
Martha Crawford se apresuró a salir de la casa para atender el puesto de cestos, secándose las manos en el delantal. Detrás apareció Llewellyn Crawford, su marido, masticando palomitas de maíz.
– ¿Señor, señora? – preguntó nerviosamente Martha. Con una mirada le pidió ayuda a Llewellyn, que le palmeó el hombro. Ninguno de ellos había visto jamás a un extraterrestre a tan poca distancia.
Uno de los extraterrestres, al ver a los Crawford detrás del mostrador, bajó despacio del coche. El hombre, o lo que fuera, fumaba un cigarro a través de un agujero en la bufanda.
– Buenos días – saludó la señora Crawford, nerviosa -. ¿Cestos? ¿Curiosidades?
El extraterrestre pestañeó con solemnidad. El resto de su cara no cambió. La bufanda le ocultaba la barbilla y la boca, si las tenía. Algunos decían que los extraterrestres no tenían barbilla, otros que tenían en su sitio algo tan repelente y atroz que ningún ser humano podría soportar el espectáculo. La gente los llamaba «hercus», porque venían de un sitio llamado Zera Herculis.
El hercu miró un rato los cestos y las baratijas que pendían sobre el mostrador, sin dejar de fumar su cigarro. Luego, con voz confusa pero comprensible, dijo:
– ¿Qué es eso?
Señalaba hacia abajo con una mano callosa, de tres dedos.
– ¿El indiecito? – preguntó Martha Crawford, con una voz que terminó en un chillido -. ¿O el calendario de cáscara de abedul?
– No, eso – dijo el hercu, volviendo a señalar hacia abajo. Esta vez los Crawford se asomaron por encima del mostrador y vieron que lo que indicaba era una forma grisácea, chata y redonda que había en el suelo.
– ¿Eso? – preguntó dubitativamente Llewellyn.
– Eso.
Llewellyn Crawford se sonrojó.
– Bueno… eso es una bosta de vaca. Una de las vacas se apartó ayer del rebaño, y debe haber hecho eso ahí sin que yo me diera cuenta.
– ¿Cuánto vale?
Los Crawford miraron al hombre, o lo que fuera, sin comprender.
– ¿Cuánto vale qué? – preguntó al fin Llewellyn.
– ¿Cuánto vale – gruñó el extraterrestre – la bosta de vaca?
Los Crawford se miraron entre sí.
– Yo nunca oí… – comenzó a decir Martha en voz baja, pero su marido la hizo callar.
Llewellyn carraspeó.
– ¿Qué le parece unos diez cen…? Bueno, no quiero engañarlos… ¿Qué le parece veinticinco centavos?
El extraterrestre sacó una enorme bolsa repleta de monedas y dejó veinticinco centavos sobre el mostrador, y le murmuró algo a su compañera.
Esta salió del coche con una caja de porcelana y una pala con mango de oro. Con la pala, la mujer – o lo que fuera – recogió cuidadosamente la bosta y la depositó en la caja.
Ambos extraterrestres entraron luego en su coche y arrancaron con un zumbido de turbinas y una nube de polvo.
Los Crawford vieron cómo se alejaban, luego miraron el brillante cuarto de dólar que había sobre el mostrador. Llewellyn lo recogió y lo hizo saltar en la palma de la mano.
– Bueno… ¿qué te parece? – sonrió.

Toda esa semana las carreteras estuvieron colmadas de extraterrestres con sus largos y relucientes automóviles. Iban a todas partes, lo veían todo, todo lo pagaban con monedas recién acuñadas y con billetes flamantes.
Había gente que hablaba mal del gobierno por haberles permitido entrar, pero beneficiaban el comercio y no causaban ningún problema. Algunos se proclamaban turistas, otros estudiantes de sociología en viaje de estudios.
Llewellyn Crawford fue hasta el pastizal vecino y recogió cuatro bostas para depositarlas cerca del mostrador. Cuando vino el próximo hercu Llewellyn pidió, y obtuvo, un dólar por cada una.
– ¿Pero para qué las quieren? – gemía Martha.
– ¿Qué nos importa? – decía su marido -. ¡Ellos las quieren y nosotros las tenernos! Si vuelve a llamar Ed Lacey, por ese asunto de la hipoteca, dile que no se preocupe.
Despejó el mostrador y exhibió en él la nueva mercadería. Subió el precio a dos dólares, luego a cinco.
Al día siguiente hizo preparar un nuevo cartel: BOSTAS.

Una tarde de otoño, dos años más tarde, Llewellyn Crawford entró en la sala, tiró el sombrero en un rincón y se dejó caer en una silla. Por encima de los anteojos miró el enorme objeto circular – exquisitamente pintado con anillos concéntricos de azul, naranja y amarillo – que había sobre la repisa. Un observador casual podía haberlo considerado una pieza de museo, una genuina bosta de concurso pintada en el planeta Herculis; pero en realidad la había pintado y armado la señora Crawford, siguiendo el ejemplo de muchas damas contemporáneas con pretensiones artísticas.
– ¿Qué te pasa, Lew? – preguntó la señora Crawford con aprensión. Llevaba un nuevo peinado, y lucía un vestido hecho en Nueva York, pero parecía alterada y ansiosa.
– ¡Qué pasa, qué pasa! – gruñó Llewellyn -. Ese viejo Thomas está loco, eso es lo que pasa. ¡Cuatrocientos dólares la cabeza! Ya no puedo comprar vacas a un precio decente.
– Pero Lew, ya tenemos siete rebaños, ¿no es así? Además…
– Necesitamos más para afrontar la demanda, Martha – dijo Llewellyn, incorporándose -. Dios mío, pensé que te darías cuenta. La bosta tipo reina se va a quince dólares, y no tenemos cantidades suficientes, y la emperador a mil quinientos. Si tenemos la suerte…
– Es raro, pero nunca se nos había ocurrido pensar que hubiese tantas clases de bostas – dijo Martha, nostálgicamente -. La emperador… ¿es ésa que tiene la doble espiral?
Llewellyn recogió una revista, con un gruñido.
– Quizá las podamos cambiar un poco v…
Los ojos de Llewellyn se iluminaron.
– ¿Cambiarlas? – exclamó -. No… ya lo intentaron. Lo leí aquí mismo, ayer.
Le mostró un ejemplar de El bostero norteamericano, y comenzó a pasar las satinadas páginas.
– Bostagramas – leyó en voz alta -. Cómo conservar las bostas. La lechería: un provechoso negocio lateral. No. Ah, aquí está. El fracaso de las bostas falsas. Mira, aquí dice que un tipo de Amarillo consiguió una emperador y fabricó un molde de yeso. Después metió en el molde un par de bostas comunes… aquí dice que eran tan perfectas que nadie veía la diferencia. Pero los hercus no las compraron. Ellos se daban cuenta.
Tiró la revista, y se volvió para mirar los establos por la ventana trasera.
– ¡Ahí está otra vez ese idiota en el patio! ¿Por qué no trabaja?
Llewellyn se incorporó, abrió la persiana y gritó:
– ¡Hey, Delbert! ¡Delbert! – y aguardó -. Además es sordo – refunfuñó.
– Le iré a avisar que quieres… – comenzó a decir Martha, quitándose el delantal.
– No, deja… voy yo. Hay que estarles encima todo el tiempo.
Llewellyn salió por la puerta de la cocina y cruzó el patio hasta donde estaba un joven delgaducho, sentado en una carretilla, comiendo lentamente una manzana.
– ¡Delbert! – dijo Llewellyn, exasperado.
– Ah… hola, señor Crawford – dijo el joven, sonriendo y mostrando el hueco de la dentadura. Dio un último mordisco y tiró el hueso de la manzana. Llewellyn lo siguió con la vista. Como le faltaban los dientes de delante, los huesos de manzana que arrojaba Delbert no se parecían a nada de este mundo.
– ¿Por qué no llevas bostas al mostrador? – preguntó Llewellyn -. No te pago para que te sientes en una carretilla, Delbert.
– Llevé algunas esta mañana – dijo el muchacho -. Pero Frank me dijo que las trajera de vuelta.
– ¿Frank qué?
Delbert hizo una seña afirmativa.
– Me dijo que sólo había vendido dos. Pregúntele si miento.
– Ahora mismo – gruñó Llewellyn. Giró sobre los talones, y volvió a cruzar el patio.
En la carretera se había detenido un coche largo, cerca del mostrador, detrás de una destartalada camioneta. Arrancó cuando Llewellyn se acercaba, y en ese momento llegó otro. Cuando Llewellyn estaba llegando al puesto, el extraterrestre regresó a su automóvil, que se alejó en seguida.
Sólo quedaba un cliente, un granjero de largas patillas con camisa a cuadros. Frank, que atendía el mostrador, se apoyaba cómodamente en un codo. A sus espaldas, los exhibidores estaban colmados de bostas.
– Buenos días, Roger – dijo Llewellyn con fingido placer -. ¿Cómo anda tu familia? ¿Qué te vendemos, una linda bosta?
– Bueno, no sé – dijo el hombre de las patillas, frotándose el mentón -. A mi mujer le gustaba ésa – señaló una enorme y simétrica que había en el estante del centro -. Pero a estos precios…
– Más barato no se puede, Roger. Es toda una inversión – dijo enfáticamente Llewellyn – Frank, ¿qué compró ese último hercu?
– Nada – dijo Frank. De la radio que tenía en el bolsillo salía un persistente zumbido musical -. Sacó una foto del puesto y se fue…
– Bueno, ¿y el anterior?
Se oyó un zumbido de turbinas, y un automóvil largo y reluciente frenó a sus espaldas. Llewellyn se volvió. Los tres extraterrestres del coche usaban sombreros rojos de fieltro, cubiertos de cómicos botones, y llevaban insignias de Yale. Tenían los trajes grises de tweed cubiertos de confetti.
Uno de los hercus salió y se acercó al puesto, fumando un cigarro por el agujero de la bufanda anaranjada.
– ¿Sí, señor? – dijo enseguida Llewellyn, uniendo las manos e inclinándose levemente hacia adelante -. ¿Una linda bosta?
El extraterrestre miró los objetos grisáceos que había detrás del mostrador; guiñó los ojos amarillos, e hizo un curioso ruido con la garganta. Tras un instante, Llewellyn decidió que eso era risa.
– ¿Qué hay de gracioso? – preguntó, mientras su propia sonrisa se desvanecía.
– Nada – respondió el extraterrestre -. Me río porque soy feliz. Mañana me voy a casa… nuestro viaje de estudios terminó. ¿Puedo sacarle una foto?
Alzó una pequeña cámara en una garra purpúrea.
– Bueno, creo que… – dijo Llewellyn con voz vacilante -. En fin, ¿dice usted que regresa? ¿Quiere decir que se van todos? ¿Y cuándo volverán por aquí?
– Nunca – respondió el extraterrestre; apretó la cámara, sacó la fotografía, la miró, murmuró algo y la guardó -. Les agradecemos esta interesante experiencia. Adiós.
Dio media vuelta y regresó al coche. El coche se alejó envuelto en una nube de polvo.
– Toda la mañana fue así – dijo Frank -. No compran nada… lo único que hacen es sacar fotos.
Llewellyn comenzaba a ponerse nervioso.
– ¿Crees que lo dijo en serio? ¿Que se van todos?
– Así lo anunció la radio – respondió Frank -. Y Ed Coon volvió de Hortonville, y anduvo por aquí esta mañana. Dijo que no había vendido ni una bosta desde anteayer.
– Bueno, no entiendo – dijo Llewellyn -. No pueden irse así como así… – Le temblaban las manos. Las metió en los bolsillos -. Oye, Roger – le dijo al hombre de las patillas -. ¿Cuánto pagarías por esa bosta?
– Bueno…
– Vale diez dólares, ¿sabes? – dijo Llewellyn, acercándosele. En su voz había ahora solemnidad -. Es una bosta de primera, Roger.
– Lo sé, pero…
– ¿Qué te parece siete y medio?
– En fin, no sé. Podría pagarte… digamos cinco dólares.
– Vendida. Envuélvesela, Frank.
Miró cómo el hombre de las patillas se llevaba su trofeo a la camioneta.
– Rebájalas, Frank – dijo con voz débil -. Saca lo que puedas.

El trajín del largo día casi había terminado. Abrazados, Llewellyn y Martha Crawford miraban cómo los últimos clientes se alejaban del puesto de bostas. Frank limpiaba los estantes. Delbert, reclinado contra el mostrador, comía una manzana.
– Es el fin del mundo, Martha – dijo Llewellyn, agobiado, con lágrimas en los ojos -. ¡Bostas de la mejor calidad vendidas por miserables centavos!
Las luces de un automóvil largo y chato perforaron la penumbra. Se detuvo junto al puesto: dentro se veían dos criaturas verdes con impermeables; por los agujeros de los sombreros chatos y azules les sobresalían unas plumíferas antenas. Una de ellas descendió y se acercó al puesto, con movimientos extraños y acelerados. Delbert, boquiabierto, dejó caer el hueso de la manzana.
– ¡Serpos! – susurró Frank, inclinándose hacia Llewellyn -. Escuché en la radio que. habían llegado. La radio dijo que eran de Gamma Serpentis.
La criatura verde examinaba los estantes a medio vaciar. Unos párpados callosos se movían sobre pequeños ojos brillantes.
– ¿Bostas, señor… señora? – preguntó nerviosamente Llewellyn -. Ya no nos quedan muchas, pero…
– ¿Qué es eso? – preguntó el serpo en un susurro señalando hacia el suelo con una garra.
Los Crawford miraron. EL serpo señalaba una cosa amorfa y nudosa tirada junto a la bota de Delbert.
– ¿Eso? – preguntó Delbert, empezando a revivir -. Eso es un hueso de manzana. – Miró a Llewellyn, y una luz de inteligencia pareció avivarle los ojos -. Renuncio, señor Crawford – dijo, pronunciando las palabras con claridad, y luego se volvió hacia el extraterrestre -. Es un hueso de manzana Delbert Smith – aclaró.
Llewellyn, estupefacto, vio como el serpo sacaba una billetera y daba un paso adelante. El dinero cambió de manos. Delbert tomó otra manzana y empezó, con todo entusiasmo, a trabajarla.
– Oye, Delbert – dijo Llewellyn, apartándose de Martha; le temblaba la voz, se aclaró la garganta -. Me parece que tenemos aquí un buen negocio. Si fueras listo alquilarías este puesto…
– No, señor Crawford – dijo Delbert con indiferencia, con la boca llena de manzana -. Imagínese: me voy a lo de mi tío, que tiene un huerto…
El serpo miraba y daba vueltas al hueso de manzana y emitía pequeños chillidos de admiración.
– Usted sabe, hay que estar cerca de la fuente de abastecimiento – dijo Delbert, meneando sabiamente la cabeza.
Llewellyn sintió que le tiraban de la manga. Se giró: era Ed Lacey, el banquero.
– ¿Qué pasa, Lew? Estuve tratando de hablar contigo toda la tarde, pero tu teléfono no contestaba. Es por ese asunto de tu garantía sobre los préstamos…

 

 

Damon Knight

PRISA - Jose Maria Merino

 Para Alvaro Pombo

Era una mañana de verano y el sol refulgía en los manillares, en los radios de las ruedas, en los guardabarros, en los cromados de colores diversos de los cuadros tubulares, enalteciendo el bullicio mecánico de los autociclos que circulaban por la carretera y los caminos.

El suave deslizamiento de los neumáticos y algunas voces infantiles era lo único que rasgaba el silencio, aunque con tanta dulzura que no conseguía perturbarlo. Los gritos de los niños mostraban un asombro gozoso ante la presencia del dirigible que atravesaba el espacio sobre nosotros. Detuve mi bicicleta, como hizo Konstanze, para contemplar el majestuoso aparato que nos sobrevolaba muy cercano. A juzgar por el número de ventanillas, debía de estar tripulado y movido por más de veinte personas, y se fue alejando hacia el estuario, donde navegaban algunos veleros y muchas lanchas también propulsadas por hélices accionadas a pedales, algunas con bastantes tripulantes.

Se lo señalé al pequeño Prudenz, acomodado en la trasera de la bici de Konstanze, y aunque todavía no tenía dos años, se echó a reír y lo saludó agitando sus manitas y piernas diminutas.

Eran los tiempos en que, a partir de esos mecanismos de palanca que son los pedales, que hace girar el esfuerzo humano, se había llegado al diseño de los autociclos contemporáneos: bicicletas, triciclos, tetraciclos, multiciclos…

Los avances en la combinación de sucesivos piñones y ruedas catalinas con ingeniosos engranajes de cadenas propulsoras y sistemas de frenado, habían permitido, no solo que los vehículos terrestres, aéreos y acuáticos alcanzasen diferentes velocidades, sino también que pudiesen ser conducidos incluso por personas ancianas.

Ya entonces había bastantes modelos, y los multiciclos —constituidos en aquel tiempo por dieciséis velocípedos ordenados en dos filas paralelas de ocho, unidos por los ejes, más una bicicleta ordinaria colocada en el centro de la parte delantera, manteniendo en el medio de ambas filas un espacio para equipajes y personas impedidas, y todo el conjunto protegido con una fina cubierta impermeable— empezaban a ser muy utilizados para cubrir trayectos regulares dentro de las poblaciones e incluso en algunos recorridos interurbanos.

El ferrocarril a vapor aseguraba los itinerarios largos, si eran por tierra, y si eran por mar, los barcos propulsados también mediante la máquina de vapor. Tal fuerza motriz no se había aplicado a ningún otro vehículo, como tampoco los generadores dinamoeléctricos habían tenido un destino diferente que el de asegurar la iluminación, la calefacción y la telefonía. Estos eran activados generalmente por la fuerza del viento en los grandes molinos dispersos por la superficie terrestre, aunque entonces había también enormes fábricas de electricidad generada con el pedaleo de cientos de obreros.

Los autociclos, en sus variados modelos, ya eran entonces el sistema habitual que tenía la gente para viajes a lugares cercanos, o para divertirse en alguna excursión, o para hacer deporte. Yo mismo había sido, en varias ocasiones, campeón del concurso anual que se celebraba en la universidad.

Pero estaba escribiendo sobre aquella mañana plácida de un domingo de hace cincuenta años, cuando yo tenía treinta.

De pronto, de la manera más inesperada, un ruido estridente llegó desde el fondo de la carretera, un ronquido que crecía sin cesar, y al cabo vimos acercarse a nosotros una especie de bicicleta monstruosa: carente de la estilización de las bicicletas comunes, aquella tenía una panza metálica instalada entre las piernas del conductor. El artilugio pasó a nuestro lado muy deprisa, sobresaltándonos, con un estrépito que era ya ensordecedor, mientras exhalaba una nube acre de humo negruzco.

El pequeño Prudenz se asustó tanto que se echó a llorar, y mi esposa Konstanze tuvo que cogerlo en brazos para calmarlo.

—¿Qué es eso tan horroroso? —preguntó, con la mirada llena de alarma.

No pude contestarle y me quedé contemplando el ruidoso vehículo que se alejaba con rapidez, mientras suscitaba una visible sacudida de estupor en todos los conductores de los autociclos que iba encontrando a su paso.

Enseguida sabríamos que a aquello lo llamaban motocicleta, y que su naturaleza provenía de propulsar una bicicleta mediante un tipo de motor recién inventado, muy diferente de la máquina de vapor y de la magnetoeléctrica, que funcionaba por medio de la explosión de cierta sustancia volátil, secreta, altamente combustible.

A la mayoría de la gente, la ocasional aparición de alguno de aquellos ruidosos, malolientes y al parecer carísimos vehículos le desazonaba, porque resultaba un artefacto impropio de nuestro mundo silencioso y apacible, pero en un par de meses apareció un tetraciclo que se movía mediante aquel tipo de artificioso motor y que alcanzaba una velocidad superior a la del ferrocarril, y el desasosiego se hizo mayor, como si tales artilugios fuesen señales de la inminencia de un futuro extraño, de mal agüero.

La fábrica de aquellos vehículos estaba en el mismo Hamburgo, donde yo residía por entonces, y los inventores eran tan celosos de su hallazgo, que la sustancia secreta necesaria para su funcionamiento —luego supimos que primero se llamó metilita y por fin benzina— solo podía adquirirse en la fábrica. Además, los fabricantes avisaban de que cualquier intento de desmontar el motor para conocer su funcionamiento llevaría aparejada una explosión que lo destruiría, con posible daño mortal para quien estuviese intentando manipularlo, de lo que no se hacían responsables.

Es comprensible que, entre los entusiastas del mundo del pedal, hubiese bastante consternación. Veíamos que, aunque muy lentamente, el número de aquellos vehículos iba aumentando en las carreteras y en los caminos, con todo lo que ello acarreaba de peligro de choque, molestia sonora y suciedad del aire. Aunque algunos de tales choques, o mejor atropellos, habían tenido consecuencias mortales para los ciclistas, en ciertos periódicos había quien vaticinaba que los nuevos vehículos acabarían desplazando a los que se movían mediante el esfuerzo humano y hasta al ferrocarril que accionaba la máquina de vapor. Otros, en cambio, encontraban absurdos tales vaticinios, no solo por el costo económico inimaginable que supondría para la mayoría de los ciudadanos adquirirlos, sino porque no parecía razonable, desde ningún punto de vista, sustituir el grácil, silencioso y limpio mundo de los autociclos por el de los motores ruidosos, hediondos, de velocidad disparatada y que no permitían hacer ningún ejercicio físico.

La verdad es que yo quería, necesitaba, ser optimista, pero la presencia de los autociclos motorizados continuaba en aumento.

A principios de otoño recibí un mensaje telefónico de Faustin Milde, mi antiguo profesor de Filosofía, con el que en mis cursos había hecho magníficas excursiones por la ribera del río Elba y que, además de introducirme en el gusto por el pensamiento de los clásicos y de enseñarme a utilizar mi mente para analizar la realidad desde la lógica formal, había sido uno de los principales inductores de mi afición a la bicicleta como disfrute y como deporte.

Me extrañó su llamada, porque únicamente solía verlo, con algunos de los antiguos compañeros, cuando se celebraban las reuniones amistosas que propiciaba el fin de cada año.

—¿Sucede algo, profesor Milde?

—Nada bueno. Por eso es urgente que nos veamos. Quiero tener una reunión contigo y otros compañeros, para analizar un asunto muy importante.

Me propuso para ello el sábado de la misma semana. Los sábados y los domingos eran mis días libres y se los dedicaba a mi mujer y a mi hijo.

—Profesor, el sábado es mi día familiar —repuse, con tono conciliador, pero intentando que reconsiderase la fecha.

—El asunto es de la mayor gravedad, Wilhelm, y el sábado es el único día disponible para todos los convocados. Tu familia deberá sacrificarse. —Repuso, sin titubeos ni excusas.

El profesor Milde vivía en una casita cercana al río, dotada de un generador eléctrico aéreo particular, con un jardín que él mismo cuidaba con esmero. Asistían a la reunión otros cinco antiguos compañeros y compañeras, además de cuatro que yo no conocía, y nos sentamos en el jardín, pues era una mañana soleada, utilizando todos los asientos de la casa.

—Os he convocado porque en estos momentos está creciendo ante nuestros ojos uno de los mayores peligros que ha conocido la humanidad —comenzó diciendo el profesor Milde, con ademán y voz muy graves.

A lo inusual de la convocatoria se unía el lugar y el momento, aquel jardín ya amenazado por los primeros fríos bajo la luz solar amarilla, poco calurosa, y creo que todos estaban tan expectantes y desasosegados como yo.

—Podemos ver cada día cómo nuevos de esos vehículos atronadores y asfixiantes, de velocidad absurda, recorren nuestras calles y carreteras. Tenemos que hacer algo para evitar que sigan proliferando —continuó el profesor.

Al profesor Milde le gustaba apoyar sus aseveraciones en argumentos sólidos, de manera que nos hizo una solemne exposición sobre la historia del autociclo, desde el celerífero que inventó Sivrac en 1790 —el biciclo con cuerpo de animal que se movía con ayuda de los pies— recordando luego el diseño de la rueda delantera movible y orientable por el barón von Drais, hasta el momento en que Michaux añadió pedales a las dos ruedas delanteras, y por fin la mudanza de los pedales a las ruedas traseras, la invención de la cadena y su conexión a los piñones, engranajes y ruedas catalinas por James Starley, en un proceso que, a lo largo de un siglo, fue acarreando innumerables y sucesivos refinamientos técnicos.

El profesor Milde estaba tan emocionado haciendo aquellas evocaciones históricas, que a mí me recordaba los momentos en que, con parecida solemnidad, nos recitaba de memoria el Discurso del Método de Descartes:

El sentido común es lo que mejor repartido está entre todo el mundo, pues cada cual piensa que posee tan buena provisión de él, que aun los más descontentadizos con cualquier otra cosa, no suelen apetecer más del que ya tienen…

Cuando concluyó su exposición, el profesor Milde hizo algunas afirmaciones tajantes:

—No podemos comprender los últimos cien años de la Historia en toda su dimensión pacífica sin los autociclos, que nos han permitido desplazarnos más cómoda y rápidamente, disfrutar de la naturaleza, hacer ejercicio, sin ruido, ni suciedad, ni graves accidentes. Esos artilugios que están apareciendo, atronadores e infectos, máquinas violentas, no sólo van a acabar con nuestros queridos vehículos, resultado de una refinada evolución técnica, sino que van a llenar las ciudades y los campos de ruido, a ensuciarlo todo con sus emanaciones, sin contar el peligro que supone su alta velocidad.

Nos miraba poniendo en sus ojos y en sus gestos la convicción segura de los profetas.

—Cuando ya hemos superado la mitad del siglo XX, la humanidad se enfrenta con uno de los enemigos más insidiosos de la Historia, porque no se trata de un invento más. Tras ese motor se oculta una idea perversa: la prisa.

Hizo una pausa angustiosa.

—Hablo de la prisa como idea base, nuclear, como filosofía, como nuevo concepto social. A través de esos artefactos, los padres del invento nefasto intentan introducir la prisa como un factor psicológico individual y colectivo ineludible, y si lo consiguen, nuestro mundo va a cambiar de un modo que apenas podemos imaginarnos. Todo será más rápido y más violento.

—Pero a veces necesitamos hacer cosas con rapidez —objeté yo, sobre todo por aguzar su reflexión.

—Puede que la rapidez consiga resolver ciertos asuntos en momentos muy concretos, pero la prisa como elemento de relación y comunicación banalizará nuestra existencia, aumentará nuestra angustia vital y deteriorará el mundo que nos rodea.

Todos lo mirábamos fascinados.

—Además, detrás de esa prisa con que el maldito motor de explosión va a transformar nuestra sociedad, solamente hay pura avaricia, el proyecto de un gigantesco negocio, que crecerá exponencialmente conforme nuestra mentalidad se adapte a ello y requiera nuevos productos, supuestamente necesarios, continuando con esa prisa inoculada el mismo proceso frenético.

Guardó silencio durante unos momentos.

—Hay que hacer algo, adoptar una postura firme, actuar con urgencia contra la terrible amenaza. Por eso os he convocado. No podemos perder más tiempo.

Aquel sábado ni siquiera almorcé con mi familia, y cuando llegué a mi casa, a media tarde, estaba muy preocupado y también conseguí inquietar a Konstanze cuando hablé con ella.

En el largo debate que había sucedido a las palabras iniciales del profesor Milde, en aquel jardín donde empezaban a caer las primeras hojas doradas, se debatieron muchos aspectos y hasta se hicieron propuestas criminales. Por ejemplo, uno de los asistentes que yo no conocía, un joven llamado Knut, dijo que la fábrica de los motores de explosión, por entonces la única que existía en todo el mundo, debía desaparecer. Él era químico, conocía la fórmula de la dinamita, que había inventado Alfred Nobel a mediados del siglo XIX y que tanta utilidad había reportado desde entonces a la minería, y estaba dispuesto a fabricar la cantidad necesaria para llevar a cabo la voladura de la fábrica, en un asalto que tendríamos que planear con sigilo y nocturnidad.

Aunque algunos de los presentes apoyaron la idea, la mayoría estuvimos en desacuerdo con ello, porque además de que podría causar víctimas humanas, lo cual nos horrorizaba, la desaparición de la fábrica no tenía que llevar consigo necesariamente la de los planos para construir nuevos motores.

—Además —había puntualizado el profesor Milde muy acertadamente—, ese ataque podría resultarnos desfavorable ante la opinión pública, que vería en el nuevo motor la víctima de un fanatismo intransigente.

Al final acordamos que debíamos movilizarnos nosotros, y llevar nuestras ideas a cuantas personas conociésemos, en un esfuerzo muy intenso, sin desfallecimiento, para difundir nuestra crítica sobre el absurdo de los nuevos vehículos desde la perspectiva de la higiene, el peligro social y el dispendio económico, y exigir a los poderes gubernamentales una actuación restrictiva frente a su proliferación.

A mí se me responsabilizó de una parte especial del programa, pues por mi profesión de dibujante, entonces vinculado a la industria textil, debía preparar los modelos de unos banderines que, con diversos lemas, se iban a distribuir de modo masivo —todo a cuenta de una colecta en la que los reunidos participamos, aunque el profesor Milde puso la mayor parte— de manera que cada autociclo llevase uno en el extremo de un ligero mástil. «No prisa. No ruido. No suciedad», «Autociclos = aire puro», «Carreteras peligrosas no»… fueron algunos de los lemas que mis compañeros me fueron proponiendo, aunque la más imaginativa en el asunto resultó Konstanze.

Para nuestra sorpresa, la iniciativa fue muy bien recibida por la gente, y al cabo de poco tiempo, en todos los autociclos ondeaba una banderita de colores muy llamativos donde se leían tales lemas y otros como: «No motor, sí ejercicio», «Por un silencio sin humos», «¿Para qué tanta prisa?».

A esa responsabilidad se unió la de colaborar en los preparativos de una manifestación que pretendíamos llevar a cabo ante el Parlamento de Berlín con motivo del 50o aniversario de la proclamación de la todavía vigente Constitución de Weimar. Para ayudar a que el asunto prosperase, tuve que aprovechar todos los momentos de mi tiempo libre, y nuestros días de asueto familiar se convirtieron en días de trabajo «al servicio de la causa», como decía con humor mi buena Konstanze, que también dedicaba a la lucha contra el motor de explosión todas las horas que podía.

A lo largo de este tiempo tuvimos a nuestro favor una suerte que no puedo calificar sino como tenebrosa. En Bremen, uno de aquellos tetraciclos de motor de explosión atropelló a unos escolares, causando la muerte de tres y dejando heridos a otros dos, y en Wedel, con dos días de diferencia, sendas motocicletas arremetieron contra ciclistas —en uno de los casos un joven repartidor de pan que llevaba un ciclocarro, en el otro la anciana conductora de un triciclo— causándoles también la muerte.

Los mortíferos atropellos indignaron a la opinión pública, los periódicos se hicieron eco de los sucesos con editoriales adversos a los nuevos vehículos, y al fin conseguimos una concentración ciclista de inimaginables proporciones, donde la gente se desgañitó mostrando su repulsa contra los vehículos movidos por el motor de explosión.

A partir de entonces, muchos políticos encontraron en la prohibición de los autociclos motorizados un motivo estimulante para sus campañas, y un año después, el gobierno de la república había confiscado los motores y la propia invención. Como en el resto del mundo no había comenzado aún su distribución, todos los países continuaron fieles a los autociclos, a las máquinas de vapor para los ferrocarriles, a los generadores de electricidad movidos por el viento o por el agua, y a la tracción animal en los usos agrícolas y en ciertos aspectos industriales y de movimiento de viajeros.

Sin embargo, hace quince años que, desde el poder público, empezó una política de recuperación de los motores de explosión para determinados usos: primero fueron los ferrocarriles, como alguien había vaticinado, luego los barcos y los dirigibles, por fin la propia producción de energía eléctrica en algunos lugares. Mi hijo Prudenz se especializó en una rama de la ingeniería relacionada con tales motores, a pesar de mi falta de simpatía por la materia.

Ahora, con el argumento de conseguir una mayor rapidez en ciertos aspectos de lo cotidiano, el gobierno proyecta apoyar la fabricación de multiciclos propulsados mediante el motor de explosión, para su uso público en el transporte de viajeros dentro de las grandes ciudades y entre ellas, y acompaña el proyecto con otro de ordenación del tráfico en el que se abre evidentemente la puerta a la presencia cada vez más fuerte de este tipo de vehículos en nuestro mundo.

Yo tengo ochenta años y hace ya muchos que falleció mi buen profesor Faustin Milde. La celebración de aquel triunfo nuestro fue inolvidable, en una reunión de miles de ciclistas cerca de los robledos de Berger, mientras Konstanze y yo nos sentíamos conmovidos y felices por el resultado de nuestros esfuerzos, y el pequeño Prudenz, que entonces empezaba a balbucear sus primeras palabras, mostraba también su alegría por el festejo. Recuerdo el ritmo apacible de la fiesta, el regreso a nuestra casa en tres jornadas.

A pesar de todo, de modo insidioso, esa prisa malévola que al profesor Milde tanto le preocupaba parece estar creciendo, invadiéndonos cada vez más. Y escribo este testimonio para que los jóvenes conozcáis lo que sucedió, y estéis advertidos. Cuando termina el siglo XX, hay que reconocer que los autociclos han conformado y conforman un estilo de vida y de sociedad. Si no estáis dispuestos a perderlo, luchad contra el motor de explosión y los cantos de sirena de la prisa, cada vez más presentes en las palabras de bastantes políticos y en los artículos de ciertos periódicos.


LOS TRIUNFOS DE UN TAXIDERMISTA - H.G. Wells

He aquí algunos de los secretos de la taxidermia. Me los contó un taxidermista en estado de euforia, entre el primero y el cuarto whisky, cuando se ha dejado de ser cauteloso y todavía no se está borracho. Estábamos sentados en su guarida, exactamente en la biblioteca, que era a la vez sala de estar y comedor. Una cortina de cuentas la separaba, por lo que al sentido de la vista se refiere, del maloliente rincón donde ejercía su oficio.

Estaba sentado en una hamaca y, con los pies, en los que llevaba puestas, a modo de sandalias, las reliquias sagradas de un par de zapatillas, daba golpecitos a los carbones que no ardían bien o los quitaba de en medio poniéndolos sobre la chimenea, entre la cristalería. Los pantalones, dicho sea de pasada pues no tienen nada que ver con sus triunfos, eran del más horrible amarillo de tela escocesa, de los que hacían cuando nuestros padres llevaban patillas y había miriñaques en el país. Además tenía el pelo negro, la cara rosada y los ojos de un marrón fiero, y su chaqueta consistía fundamentalmente en grasa sobre una base de pana. La pipa tenía una cazoleta de porcelana con las Tres Gracias, y llevaba siempre las gafas torcidas de forma que el ojo izquierdo, pequeño y penetrante, le fulminaba a uno desde su desnudez, mientras que el derecho aparecía oscuro, engrandecido y suave a través del cristal.

Se expresaba en los siguientes términos:

-No hubo jamás un hombre que disecara como yo, Bellows, jamás. He disecado elefantes, he disecado polillas, y todo lo que he disecado parecía mejor y más animado que al natural. He disecado seres humanos, principalmente ornitólogos aficionados, aunque también disequé una vez a un negro. No, no hay ninguna ley que lo prohíba. Lo hice con todos los dedos extendidos y lo utilicé como percha para sombreros, pero ese tonto de Homersby tuvo una pelea con él una noche, ya muy tarde, y lo estropeó. Fue antes de que nacieras. Es muy difícil conseguir pieles, si no haría otro.

»Desagradable? No lo creo. A mi entender, la taxidermia es una prometedora tercera alternativa a la inhumación y a la cremación. La gente podría mantener a su lado a los seres queridos. Chucherías de ese tipo distribuidas por la casa harían tan buena compañía como la mayor parte de la gente, y mucho más barata. Se les podría poner mecanismos para que hicieran cosas. Por supuesto habría que barnizarlos, pero no tendrían que brillar más de lo que mucha gente brilla por naturaleza. La cabeza calva del viejo Manningtree… De todos modos, se podría hablar con ellos sin que interrumpieran. Incluso las tías. La taxidermia tiene un gran futuro por delante, ya lo verás. Están también los fósiles…»

De repente se quedó en silencio.

-No, creo que no debería contarte eso -chupó pensativo la pipa-. Gracias, sí. No demasiada agua. Desde luego, se entiende que lo que te cuente ahora no saldrá de aquí. ¿Sabes que he hecho algunos dodos y una gran alca? ¡No! Evidentemente no eres más que un aficionado a la taxidermia. Mi querido amigo, la mitad de las grandes alcas que hay en el mundo son tan auténticas más o menos como el pañuelo de la Verónica, como la Sagrada Túnica de Tréveris. Los hacemos con plumas de somormujo y cosas así. ¡Y también los huevos de la gran alca!

-¡Santo cielo!

-Sí, los hacemos de porcelana fina. Te aseguro que merece la pena. Llegan a valer… uno llegó a trescientas libras justo el otro día. Ése era realmente auténtico, según creo, pero desde luego nunca se está seguro. Es un trabajo muy fino, y posteriormente hay que envejecerlos porque ningún poseedor de estos preciosos huevos comete jamás la temeridad de limpiarlos. Eso es lo bonito del negocio. Incluso cuando sospechan de un huevo no les gusta examinarlo demasiado detenidamente. En el mejor de los casos es un capital tan frágil…

»No sabías que la taxidermia alcanzara semejantes cimas. Pues, amigo mío, las ha alcanzado mayores. Yo he rivalizado con las manos de la mismísima Naturaleza. Una de las grandes alcas auténticas -su voz se convirtió en un susurro-… una de las auténticas, la hice yo.

»No. Tienes que estudiar ornitología y descubrirlo por ti mismo. Es más, una agrupación de comerciantes me ha planteado poblar con especímenes uno de los inexplorados islotes rocosos al norte de Islandia. Quizá lo haga… algún día. Pero en estos momentos tengo otra cosita entre manos. ¿Has oído hablar delDiornis?

»Es uno de esos grandes pájaros que se han extinguido recientemente en Nueva Zelanda. Comúnmente se les llamamoa, justo porque están extinguidos: no hay ningún moavivo. ¿Comprendes? Bueno, se conservan huesos, y en algunas marismas han aparecido incluso plumas y fragmentos secos de la piel. Pues bien, yo voy a… bueno, no hay por qué ocultarlo, voy a falsificar un moa disecado completo. Conozco a un tipo por ahí que pretenderá haberlo encontrado en una especie de ciénaga antiséptica y dirá que lo disecó inmediatamente porque amenazaba con hacerse pedazos. Las plumas son muy peculiares, pero he logrado un método sencillamente maravilloso de trucar trozos chamuscados de pluma de avestruz. Sí, ése es el nuevo olor que has notado. Sólo pueden descubrir el fraude con un microscopio y difícilmente se molestarán en hacer pedazos un bonito espécimen para eso.

»De esta manera, como ves, aporto mi empujoncito al avance de la ciencia. Pero todo esto es pura imitación de la Naturaleza. En mi carrera profesional he hecho más que eso. La he… vencido.»

Quitó los pies de la chimenea y se inclinó confidencialmente hacia mí.

-He creado pájaros -dijo en voz baja-. Pájaros nuevos. Mejoras. Pájaros jamás vistos.

En medio de un silencio impresionante recobró su postura. 

-Enriquecer el universo, realmente. Algunos de los pájaros que hice eran clases nuevas de colibríes, y eran animalitos muy bonitos, aunque alguno era simplemente raro. El más raro creo que fue el Anomalopteryx Jejuna. Del latín jejunus-a-um, vacío, se llamaba así porque realmente no tenía nada, era un pájaro totalmente vacío, salvo el disecado. El viejo Javvers es el que lo tiene ahora, y supongo que está casi tan orgulloso de él como yo mismo. Es una obra maestra, Bellows. Tiene toda la estúpida torpeza de tu pelícano, toda la solemne falta de dignidad de tu loro, toda la desgarbada delgadez de un flamenco con todo el extravagante conflicto cromático de un pato mandarín. ¡Qué pájaro! Lo hice con los esqueletos de una cigüeña y un tucán, y un montón de plumas. Para un verdadero maestro en el arte, querido Bellows, esa clase de taxidermia es puro gozo.

»¿Que cómo se me ocurrió? De manera bastante sencilla, como ocurre con todos los grandes inventos. Uno de esos jóvenes genios que nos escriben Notas Científicas en los periódicos se hizo con un folleto alemán sobre los pájaros de Nueva Zelanda, y tradujo parte de él a base de diccionario y de sentido común -con lo poco común que es este sentido-, y se hizo un lío con el Apteryx vivo y el Anomalopteryx extinto. Hablaba de un pájaro de cinco pies de altura que vivía en las selvas de la Isla del Norte, raro y asustadizo, cuyos ejemplares eran difíciles de obtener, y cosas así. Javvers, que incluso como coleccionista es una persona terriblemente ignorante, leyó esos párrafos y juró que conseguiría el ejemplar a cualquier precio. Acosó a los comerciantes con pesquisas. Eso muestra lo que puede hacer un hombre persistente, el poder de la voluntad. Ahí estaba un coleccionista de pájaros jurando que conseguiría un espécimen de un pájaro que no existía, que nunca había existido, y que a causa de la mismísima vergüenza de su propia y blasfema inelegancia probablemente no existiría en estos momentos de haber podido impedirlo. Y lo consiguió. Lo consiguió.

»-¿Un poco más de whisky, Bellows?» -preguntó el taxidermista despertándose de una pasajera contemplación de los misterios del poder de la voluntad y de las mentes de los coleccionistas. Y una vez llenados de nuevo los vasos, procedió a contarme cómo había montado la más atractiva de las sirenas, y cómo un predicador ambulante que no podía atraer a la audiencia por culpa suya la hizo pedazos en Burslem Wakes diciendo que aquello era idolatría o algo peor. Pero como la conversación de todas las partes implicadas en esta transacción, el creador, el presunto conservador y el destructor no es uniformemente adecuada para la publicación, este jocoso incidente debe permanecer sin imprimir.

El lector no familiarizado con los tortuosos procedimientos de los coleccionistas puede que se incline a dudar de mi taxidermista, pero por lo que respecta a los huevos de la gran alca y los falsos pájaros disecados me he encontrado con que tiene la confirmación de distinguidos escritores de ornitología. Y la nota sobre el pájaro de Nueva Zelanda ciertamente apareció en un periódico matinal de inmaculada reputación, pues el taxidermista tiene un ejemplar que me ha enseñado.