Cuentos para ver

NEXO JOE - Elena Pujol

I



Soy un nexo. El último creo; algo así como el último samurai pero sin espada o lo que sea que utilicen los samuráis. No sé demasiado sobre eso. Ni siquiera hay metal en mi cuerpo. No llevo armas. Yo soy un arma. O lo era en un principio, esa era mi función. Pero mi nombre no es nexo. Es Joe. Lo de nexo lo copiaron de algún libro antiguo, hasta película hicieron, de aquellas que ya tenían color pero que se veían desde fuera de la pantalla. Sin que nadie se implicara, físicamente quiero decir. Bueno, eso era cuando había películas, ahora ya no queda nada de todo aquello. Ahora ya no queda nada de nada más que yo, Joe, el ¿último? nexo. Y si eso cuenta también queda lo que busco. Personas. He visto algunos mamíferos, ¿no iban a sobrevivir sólo las cucarachas?, pero no me sirven. Hay plantas, ratones, elefantes, peces, pero ni un maldito ser humano. Y tengo hambre. Aunque todavía no hay porqué desesperarse, puedo resistir bastante, unos meses, y bien pensado ¿si encuentro un ser humano de que me serviría? Sobreviviría un par de meses quizás ¿y luego? Tendría que buscar otro. Buscar y buscar, eso sería mi vida. Me convertiría en uno de ellos, buscando para nada, queriendo más y más para luego quedarme otra vez insatisfecho. Mi paz interior desaparecería.

Yo no soy como ellos. Ellos eran así desde el principio, buscando comida, buscando dioses, buscando explicaciones, buscando respuestas, buscando atención, fama, dinero, productos, artefactos, religiones..., es paradójico que fuesen ellos mismos los que me creasen a mí sin esas necesidades. Un planeta provisto de alimento, o por lo menos lo estaba cuando nací yo. Sentía, claro. Siento. El sol, la luz, el lento crecer de las plantas, si disminuyo mi ritmo hasta puedo sentir el movimiento de la tierra. Podría decir que escucho las piedras, que lo oigo todo y lo veo todo, en fin, tengo la capacidad de ponerme al ritmo de las cosas. Claro, eso fue un error. Algún líquido que se les cayó cuando experimentaban con el primero. Ese no soy yo. Yo soy el último, creo. Así que la cuestión del alimento no representaba ningún problema, al contrario, la población crecía y yo pasaba los días observando a los exquisitos manjares que caminaban ante mí. ¿Y, el resto?, dioses, ideologías, creencias, ansiedades, ideales, sueños..., la verdad me importan un pimiento. Y no es porque sea un nexo, como los primitivos, de aquellos que eran incapaces de sentir cualquier cosa. No. Simplemente mi vida es el sueño. No tengo sueños a futuro, quiero decir, los vivo constantemente. No entiendo cómo podían soportarlo los seres humanos. Lo de los sueños a largo plazo, quizás fuese su forma de mantenerse ilusionados. Yo tengo lo que tengo y me basto. Mi cuerpo contiene todos los elementos necesarios para sentirse en paz. O los tenía. Ahora tengo hambre.

He recorrido casi la ciudad entera. La ex ciudad. He caminado durante días entre estos montones de escombros. ¡¿Y el instinto de supervivencia?!, ¿no estaban en la cúspide?! Pero puedo tomarlo con calma. Tengo tiempo. Y si nada aparece puedo desacelerarme un poco, pasar miles y miles de años inmóvil viviendo al ritmo de las rocas. Pero, no, no puedo vivir para siempre en ese letargo, en algún momento tendría que comer, surgiría la necesidad de moverme, de cambiar de ritmo, de correr, de escuchar el lento crecer de las plantas, de moverme con el agua, de convertirme en agua... quizás he de reconocer que sí tengo algunas necesidades, no podría pasarme la eternidad totalmente quieto. Pero supongo que es normal, soy un nexo, no un Buda. Aunque parece que Buda tampoco soportó la quietud en exceso.


II



Desde aquí, desde esta ciudad perdida se ve el desierto ahora que los edificios están en el suelo. En cierta forma es una ventaja, para mí claro, ellos ya no pueden disfrutar de esta panorámica ahora que se han asesinado. ¿No tenían varias religiones que prohibían matar al hermano y todo eso?, aunque a pesar de la genética nunca parecieron asimilar que todos provenían del mismo lugar. Es increíble pensar que una especie tan salvaje me haya creado a mí. Bueno, en algo tenían que lucirse. Ahora por fin puedo estirar la vista y eso compensa un poco el hambre. Mirar hacia delante y ver el espacio libre, podría decir que veo el infinito, cosa bastante asombrosa cuando uno está acostumbrado a mirar al frente y encontrarse con un número indefinido de carteles repletos de letras, colores, fotografías. Es bonito el infinito. Un día conocí a un ser humano que quiso enseñármelo. A ése no podía zampármelo porque tenía neutralizador, pero no, a él no me lo hubiera comido aunque lo hubiese desconectado. Comía otro tipo de seres. Carroña, como los buitres. Soy un nexo buitre. A él, al del infinito y a los pocos, o quizás no tan pocos, pero a aquellos anónimos que no se notaban porque vivían en paz, confundidos entre las masas, no me los hubiera comido. Me gustaba esa pequeña parte de la especie. Siento lástima por ellos, lástima porque sus hermanos importantes los hayan matado en nombre de cuestiones que a todos aquellos desapercibidos les importaban un pepino. Pero sobre todo siento lástima de que no esté aquí él especialmente. Hubiera disfrutado esta vista.


Aquel día yo me sentía un poco triste. Supongo porque anticipaba, sin querer, lo que iba a suceder. El ambiente era tenso en toda partes, en todos los países, y él se acercó y me dijo “Joe, lo he encontrado, he visto el infinito. Ven, vamos.” Y nos subimos a un tren que nos llevó a las afueras de la ciudad y de ahí caminamos por un muelle y todo había quedado atrás. La ciudad, la gente, los ruidos, el humo, y delante nuestro sólo había mar y no veíamos siquiera la roca donde estábamos sentados. Sólo espacio inmenso hacía adelante. Pero su mirada se puso turbia y dijo “vaya, hoy no se ve. Está nublado”. “Pero sí”. Le dije. “Yo lo veo”. “¿Ah sí?”, preguntó sonriendo. Y ya no hablamos más. Unas horas le duró el descubrimiento, luego todo desapareció. No. No todo. Todos ellos. Y todas sus cosas han quedado por aquí esparcidas. Por lo menos ya no tapan desde aquí desde el suelo.


III



He de buscar otra ciudad. Una grande, de aquellas donde tenían laboratorios y refugios subterráneos para los importantes de la especie. Quizás ahí encuentre comida. Alrededor de esta ciudad no hay nada. Sólo desierto por un lado y mar por el otro. Tengo que atravesarlo entero, el desierto, eso me distraerá y me permitirá no pensar en mi amigo, en todo lo que puede verse ahora y que él no verá, él, que era uno de los pocos a los que la vista no se le había puesto enferma. Y el silencio. Si pudiera escuchar esto. Se puede oír. Sin interrupciones de motocicletas, bocinas, silbatos, motores, aviones, promociones. Se oye el viento y la arena, y poniendo mucha atención pueden oírse los cortos pasos de los pequeños insectos y el deslizarse de las serpientes.

Si acelero el ritmo de todo mi cuerpo puedo correr sin sentir una gota de cansancio durante horas, simplemente hago que todo mi cuerpo vaya a un mismo compás, el corazón, las piernas, la sangre recorriendo las venas, el aire de mis pulmones... existieron seres humanos que podían hacer eso, podían acompasarse y curarse las enfermedades y caminar sobre el fuego y provocarse un ataque al corazón y sobrevivirlo y paralizar totalmente su cuerpo y acelerarlo después, pero eran pocos. Seres un poco más evolucionados que los importantes que ponían las reglas, seres que vivían generalmente aislados, lejos del bullicio y de la rapidez desacompasada del resto. Yo tuve la suerte de conocer a aquel que podía ver el infinito. Yo puedo hacer todas esas cosas, claro. En el fondo a veces, pienso que a pesar de haberme llamado nexo no soy más que un ser humano del futuro. Lo que hubieran podido ser algunos dentro de unos cuantos años, si los importantes no se hubieran sentido tan aburridos.

El sol casi se está poniendo. Si empiezo a correr ahora, en unas horas quizás consiga llegar atrás de aquellas dunas, las más lejanas, y quizás aún sea de noche y pueda pasar unas horas allí, en medio de la nada, antes de que vuelva a amanecer, y olvidar que han existido estos escombros y que en medio de ellos está mi amigo. Quizás entre la arena y el cielo y la noche fría pueda experimentar otra vez esa sensación, esa que experimenté cuando miraba el infinito desde el muelle, de estar en casa.


He visto, mientras corría, a las estrellas moverse sobre mi cabeza y a la arena deslizarse suavemente bajo mis pisadas. He oído como pasaban a mi lado los fuertes vientos helados del desierto y he sentido el temor de algunos animales apartándose del camino y sus miradas asombradas posándose en mi cuerpo. He aspirado el frío de la noche y he bebido el agua dulce de los silenciosos cactus. He escuchado el concierto que el desierto da cada noche y en algún momento, un silencio corto. Me he tumbado, por fin, en medio de la noche, que no es tan oscura y he visto entonces las estrellas, ahora quietas, inmóviles y brillantes, y la luz blanca que cae desde el cielo y se refleja en la arena. Y he sumergido mi cuerpo en esa arena fría y he dormido en la tierra y podría decir, que esta ha sido la primera noche en que, de verdad, he dormido. Ahora ha amanecido otra vez y la luz natural se ha mezclado quizás con los reflejos de las partículas asesinas que han quedado en el aire, formando colores nunca antes vistos que cambiaban a cada momento de un azul violento a un rosa o violeta o naranja, no podría decirlo, a rojos demasiado brillantes, casi insoportables, verdes de cientos de tonalidades diferentes, hasta que poco a poco, el sol se ha levantado y ha impuesto su luz amarilla y blanca, y el desfile de colores ha terminado. Empiezo mi peregrinación a la ciudad.


IV



Me ha parecido verla otra vez, pero no puedo asegurarlo. Con esta, ya sería la quinta. A pesar de que mi vista es mucho mejor que la de cualquier ser humano no puede escapar a las jugarretas del desierto. Se divierte conmigo. Sin mala fe, sólo juega, por eso esta vez no voy a acelerar como las anteriores, no voy a correr emocionado pensando que ahí está, la gran ciudad, el centro de los importantes, que deben estar ahí, escondidos en alguna parte, en algún refugio; voy a seguir caminando despacio, a este nuevo ritmo que he aprendido, que aprendí el otro día observando a una especie de lagartija, a pasos cortos, deteniéndome a contemplar, a mirar a mi alrededor, a no perderme ni una gota de paisaje; ni un solo grano de arena escapará a mi mirada que no ha dejado de deleitarse desde que salí de los escombros, y ningún otro espejismo me hará acelerar y perder este nuevo ritmo que apenas estoy empezando a entender. Caminaré poco a poco y seguiré hacia el frente hasta que lo que mis ojos creen que están viendo se conviertan en otros escombros o desaparezca otra vez para dejar en su lugar a más desierto. Aunque, esta vez, he caminado más que las anteriores, y los escombros, lo que parecen escombros allí, muy adelante, no desaparecen. Casi podría decir que van tomando, a medida que me acerco, formas concretas. Formas que no tienen el aspecto devastado de la ciudad de dónde vengo. Como si algunos edificios aún se mantuviesen en pie. Si mis ojos no me están engañando otra vez, lo que divisan son los restos de una de las grandes. Los escombros y algunas sombras altas ocupan toda la línea del horizonte. Tapan el infinito.

Parece que esta vez he llegado, aunque aún estoy lejos, aún podría ser otro espejismo. Hay un animal que me sigue. No sé qué es, una especie de lagarto extraño, ¿desde cuándo los lagartos son amigos de los nexos? Será porque el otro día le preparé la cena. Un roedor. El lagarto estaba quieto haciendo cosas raras con sus patas, husmeando entre unas rocas, y yo me acerqué y él se apartó un poco; metí el brazo entre las rocas y saqué al roedor y cuando lo iba a soltar el lagarto se abalanzó sobre él y se lo zampó. No me gusta ver esas cosas, soy sensible y no he vuelto a ayudar al lagarto en sus cenas, pero ahí está el tonto pensando quién sabe qué, debo haberme convertido en un amuleto. Me fastidia ser el amuleto de un lagarto y para compensar lo he observado y he aprendido sus ritmos. A ratos me lo pongo en el hombro y mientras camino me siento como una especie de “Mad Max”, rudo y solo, caminado en el árido desierto con un lagarto al hombro. Y me hace compañía. Hablo con él. A los nexos también nos hace falta comunicarnos a veces.

Sigo caminando y lo que esta vez me había parecido un espejismo va adquiriendo cada vez formas más claras. “¿Qué te parece lagarto?, estamos llegando”. Realmente es una de las grandes, nunca había visto una así, fui de los últimos, así que nunca salí de mi zona. Ya no nos usaban, estábamos ahí solamente. Habíamos sido superados por una especie de máquinas guerreras a las que acabaron extrayéndoles aquel líquido que pareció ser el causante de nuestra extrema sensibilidad. Y la extrema sensibilidad no les servía para nada. Sólo les creó problemas, al final, cuando nos manifestamos defendiendo ciertos principios.

La veo. Enorme, gigantesca, la sede del mundo, o al menos eso me parece a mí que nunca había salido siquiera al desierto, más que aquella vez cuando fui al mar con mi amigo y me enseñó el infinito. Empiezo a salivar. Cada vez tengo más hambre. Aún podría aguantar mucho. Mucho más, pero no es lo mismo con esta sensación. Tampoco es muy bueno para el estómago de un nexo pasar tanto tiempo sin comer y luego comer de golpe.


V



Hemos llegado. Esta vez era verdad. El lagarto parece confundido, igual que yo parece que nunca había salido de su hábitat. Husmea por todas partes, quizás encuentre a las personas antes que yo. He de localizar los grandes. Los edificios de los importantes, son fáciles de distinguir, ocupan mucho espacio y están, estaban construidos con otro tipo de materiales. He recordado al ver todo esto los escombros de mi ciudad y el mar que me enseñó mi amigo y me ha fastidiado no poderle mostrar lo que he visto en el desierto. A él que hubiera mirado. Al entrar aquí, al estar otra vez rodeado de escombros se me ha escapado un poco la paz.

Al fin lo vi. Ahí estaba ante nosotros el edificio, aún se mantenía en pie, tenía que ser, así que entramos y buscamos hasta que encontramos el túnel. Me lo había imaginado de otra manera, gris, de metal, como todas sus construcciones modernas, pero no, era un túnel de tierra y piedra, húmedo y oscuro, parecía una cueva natural subterránea y, por unos momentos, pensé que quizás no los encontraríamos allí, que aquello no sería más que una extensión del alcantarillado, pero el lagarto avanzó y yo tras él y al cabo de un tiempo la encontramos. Una cámara gigantesca vacía y otro pasillo y otra cámara y más pasillos. Dimos vueltas durante horas hasta que encontramos la grieta. El lagarto la encontró, una grieta pequeña en la pared. Se deslizó y yo metí la mano para detenerlo y al apoyarme encontré un pequeño aparejo con un botón. ¿Y si era una especie de bomba de última hora? Lo apreté de todas formas. Esperé. La pared empezó a moverse un poco y se abrió de pronto, lentamente, como la montaña de Alí Babá, dejando al descubierto, ante mis ojos ansiosos, todas las riquezas que escondía tras ella. Allí estaban, tumbados en sus cajas de hielo, dormidosplácidamente. Los importantes. Con fechas a un lado, las fechas del nuevo despertar, supongo, en un mundo que creían que iba a ser para ellos. ¡Ja!

Había de todo allí. Una cantidad de equipo alucinante. Soy un nexo. Puedo usar cualquier computadora, entrar a cualquier sistema, descifrar cualquier código. Me lleva un tiempo, pero justo eso me sobraba. Así que aprendí como se abrían las cajas y las abrí, un par, y comí por fin, y luego desconecté las otras. Menos una. Una siguió funcionando. Había tenido una idea, ya no necesitaba reservas. Llevarla a cabo me tomaría un poco más de tiempo, quizás mucho más pero ya no tenía hambre, me sentía bien. Busqué, buscamos el lagarto y yo por la ciudad, por los zoológicos. Muchos animales permanecían encerrados en las jaulas que quedaban en pie. Necesitaba un simio. Lo encontré al final, cuando ya empezaba a pensar que mi idea, al fin y al cabo, no había sido tan buena y que quizás aquella especie, tan parecida al humano habría desaparecido también del planeta. Pero ahí estaba, un pequeño simio, vivo y confundido, famélico en su jaula, y a su lado, algunos restos, quizás sus hermanos de especie, devorados. Abrir la jaula no fue fácil pero soy un nexo. La abrí y llevé al simio conmigo al laboratorio. Ahí estaba, intacto ¿el último? ser humano. Tuve que aprender más cosas, todos los programas, biología, genética y al fin la operación. Le inyecté al simio lo que le faltaba. Ese soplo. Aquello que requería un cerebro para evolucionar. Ahora el simio lo tiene y yo sólo tengo que esperar unos cuantos millones de años. He soltado al simio y he tomado el riesgo. Ahora sólo queda esperar. Permaneceré así, en este ritmo, el de las rocas, durante millones de años. A este ritmo no consumo energía, el sol me basta. Me aburro a veces, pero tengo fe en el simio. Si resulta, si sobrevive y se procrea y su estirpe continua, los humanos volverán a poblar el planeta y yo tendré comida. Y podré moverme libremente y vivir sin ansia y..., echo de menos al lagarto ahora que estoy aquí quieto, esperando. Durante un tiempo se quedó inmóvil a mi lado, pero un día desapareció. Un día. Quién sabe, ya no tengo noción del tiempo, todo se mueve muy rápido. Quizás todo esto haya sido una tremenda tontería.


VI


He visto la tierra mutar y he percibido el constante movimiento de sus placas tectónicas. He sentido las olas del mar deslizarse por mi piel y el frío de la roca instalarse en mi cuerpo. He oído las tormentas y he percibido los temblores provocados por meteoros caídos del cielo. He aspirado el aroma de la tierra húmeda y he visto como la hierba crecía a velocidades vertiginosas. He sentido fríos extremos y calores nunca antes experimentados. He visto romperse los hielos y praderas extenderse y ocupar su lugar. He sentido dolor y nostalgia, pesadez y aburrimiento. He sentido a veces el deseo de la renuncia, de desaparecer y olvidar la espera, demasiado larga. He olvidado casi el movimiento demis músculos y he dejado de oír como lentamente mi sangre sigue moviéndose imperceptiblemente por mis venas. He sentido de nuevo esperanza al ver girar al sol rápidamente. Y he sentido soledad y tristeza, ira y desesperación.

Y hoy por fin ha llegado ese olor esperado y he percibido su movimiento. El aroma, aún lejano, que traía el viento, inconfundible; ahí estaban otra vez. Y he despertado y he aspirado fuerte y he sentido como la hierba dejaba de crecer y el sol dejaba de moverse y se convertía en un punto fijo ante mis ojos. Y he dejado de sentir el girar de la tierra y he extendido mi vista al frente y los he visto pasar, a caballo, por el valle, robustos y rosados.

Y he sentido, otra vez, después de tanto tiempo, hambre.




UN ARBOL EN EL JARDIN - Ana María Moix




Un hombre triste, se dice mientras apoya la escalera de mano en el tronco del árbol, es caldo de cultivo para toda clase de vilezas, es el antecesor del hombre ruin, del hombre que vuelve contra el mundo y contra los demás sus propias carencias.


Lucila nunca se lo perdonará, piensa, alejándose unos metros del árbol, el más frondoso y robusto del jardín, para considerar la conveniencia de, envuelto ya el tronco con papel de plata, proceder a la misma operación con las ramas.
     No, Lucila no se lo perdonará. Pero un hombre no puede vivir con esa nostalgia de sí mismo apuñalándole el estómago. Y la suya es una hemorragia constante, lenta, que no se ve, pero que lo va vaciando de vida.
     Duda entre envolver sólo algunas ramas, las más visibles, o mejor, quizá, envolver más de la mitad de las ramas del árbol. Lo sabe: Lucila nunca le perdonará esta última e inesperada ofensa. Bastante hizo con perdonarle su grande pero inútil amor. Hace tiempo que se lo perdonó. Hace tiempo que aceptó a un hombre que es sólo la sombra de un hombre. O, al menos, es así como se piensa a sí mismo: como un hombre que es sólo la sombra de un hombre. Y es inútil que Lucila, y también él mismo cuando él mismo es la parte racional que de sí mismo conserva, se empeñen en intentar convencerle de que un hombre no deja de ser un hombre por el hecho de haber perdido la capacidad de desear. Inútil. Porque cada vez se siente más privado de raciocinio, cada vez se siente más abandonado por su antigua facultad de razonar, prácticamente inexistente ya, pero que le duele terriblemente en el fondo inconcreto de la mente, como sigue doliendo un miembro amputado. Incapaz de reflexión, es ahora un ser reducido a la emotividad, a una emotividad enferma y sombría, a una emotividad mórbida, cuyo corrosivo poder anula cualquier esfuerzo mental encaminado a aferrarse a su antigua convicción —compartida por Lucila, pues no en balde fue ella quien la inspiró —de que un hombre o una mujer son algo más que la mera capacidad para llevar a cabo la traducción fisiológica de sus deseos.
     ¡La traducción fisiológica del deseo! Al recordar dicha frase, y las bromas amorosas de Lucila respecto a la imposibilidad de la traducción perfecta, se siente invadido por una ternura que le encoge el alma y acaba por brotarle de los ojos en forma de lágrimas que el viento helado de primera hora de la tarde en el jardín seca cortante.
     Frente al árbol que, por fin, empieza a cobrar aspecto navideño, tras haber logrado forrar con papel de plata y dorado una cuarta parte de sus ramas, se dice que quizá no espere a las doce de la noche para proceder a la entrega de regalos.
     ¿Para qué? ¿Para qué esperar a las doce? Él, que convirtió la espera casi en arte, está ahora poseído por la prisa, por una urgencia crispante, que le tensa los músculos y las articulaciones del cuerpo. Siente brazos y piernas entumecidos, y tiene que hacer un doloroso esfuerzo para lograr mover los dedos de las manos, prácticamente agarrotados pero cuyo servicio sigue necesitando para acabar con la decoración del árbol.
     No es el frío la causa de ese entumecimiento del cuerpo: el jardín está cubierto por la nieve recién caída, pero él se siente acalorado. Tanto subir y bajar de la escalera de mano que ha apoyado en el tronco del árbol para proceder a la decoración de las ramas superiores le ha hecho entrar en calor. Su cuerpo siempre ha reaccionado de manera positiva al medio; ha sido una persona sana, sorprendentemente sana si se tiene en cuenta su execrable deficiencia. Aunque los médicos a los que en tiempos acudieron Lucila y él insistieron en que no había por qué sorprenderse: el tipo de insuficiencia que él padecía no guardaba relación alguna con el hecho de poseer un cuerpo sano o insano. Insuficiencia. Lucila, al principio, odiaba oírle pronunciar esta palabra que él se empeñaba no sólo en no excluir al referirse a su vida matrimonial sino en incorporarla voluntariosamente a sus conversaciones íntimas, procurando cargarla del tono de lúdica complicidad propio del léxico habitual utilizado entre ambos. Pero, poco a poco, a medida que él fue desengañándose del recurso a la «naturalidad» como medida terapéutica, fue Lucila quien adoptó el método: «En contra de lo que suele decirse, el mejor remedio para ahuyentar fantasmas es, precisamente, nombrar la soga en casa del ahorcado», decía como preámbulo a lo que fue convirtiéndose en consabido consuelo: «un hombre, una mujer o cualquier ser vivo no deja de ser un hombre, una mujer o el ser vivo que fuere por el hecho accidental de verse incapacitado para hacer el amor». ¿Creía Lucila, realmente, en sus propias palabras? Y él, ¿compartía él la opinión de su mujer? Quizá durante los primeros años, alentado por la esperanza que supuso el nacimiento de Alice, su única hija, resultado de quién sabe por qué motivada resurrección de su marchita virilidad. Un efímero resurgimiento que, tras revelar posteriormente, noche tras noche, su naturaleza fugaz, acaso significó el punto de partida de su falta de fe en las sentencias de Lucila: un hombre, una mujer o cualquier ser vivo sí deja de ser un hombre, una mujer o el ser vivo que fuere por el hecho de estar incapacitado para el acto amoroso. O, más exactamente, para compartir el acto amoroso, matiza para sí mismo al tiempo que decide dar por terminada la decoración del árbol del jardín de la casa donde, desde los primeros tiempos de su matrimonio, pasan las vacaciones de verano y en la que, este año, insistió él en celebrar la Navidad.
No sabe exactamente cuándo, en qué momento de su vida en común con Lucila, empezó a cobrar conciencia de que al contemplar a su mujer y a su hija, sentadas a la mesa durante el almuerzo, o frente al televisor o en cualquier momento de la vida cotidiana, las veía como de lejos, envueltas en una bruma que sólo podía ser efecto de esa malsana nostalgia que, bien lo sabía él, crea la imaginación pervertida del individuo anímicamente enfermo. ¿Fue repentino el descubrimiento de la distancia existente entre él y el mundo circundante, o, por el contrario, fue una sensación de la que cobró conciencia paulatinamente? En cualquier caso, sí tiene la certeza de que la sensación de ver el mundo y a sus seres queridos como inmovilizados en una imagen que la memoria hubiera recuadrado en el tiempo y teñido de esa neblina lechosa propia de las fotografías antiguas, coincidió con su desacuerdo con Lucila: en contra de lo que ella decía, la incapacidad para sentir y compartir el placer del acto amoroso convierte al ser humano en una especie de vegetal. Será un ser vivo, puesto que podrá seguir respirando y realizando sus funciones menores; pero no será un ser humano. Porque, por ser humano, entiende él un ser dotado de vida en movimiento, es decir, capacitado para el movimiento o de la ilusión de movimiento que sólo puede crear el deseo. El alma, el pensamiento, el ímpetu, la energía o como se quiera denominar a la capacidad del hombre para moverse, para salir de sí mismo, es el deseo. Un alma, una mente, una conciencia de vida privada de deseo está condenada a la inmovilidad. Un alma quieta, paralítica, un alma que no desea es un alma condenada a muerte.
     Contempla su obra desde el interior de la casa, donde ha entrado para conectar la iluminación del árbol del jardín, instalada por el electricista esta misma mañana. Llamar al electricista es lo primero que hizo cuando llegó, muy temprano, de la ciudad, adelantándose a Lucila y a la pequeña Alice para preparar la cena de Nochebuena. A través de los cristales empañados de la ventana, contempla el árbol elegido para la celebración: el más exuberante y potente del jardín, aunque no es propiamente un abeto. El que ha dispuesto en la sala, más pequeño, sí es un abeto: lo ha adornado con bolas de todos los colores, con guirnaldas y estrellas, con copos de nieve artificial. Es el arbolito de Alice, un abeto de su mismo tamaño, sólo para sus regalos. Para Lucila y, también para él en cierto modo, ha adornado el árbol más vistoso y fuerte del jardín. Perfecto, piensa mientras lo observa, detrás del cristal de la ventana, y levanta ligeramente, en dirección al árbol del jardín, la copa de champagne que acaba de servirse de la botella recién abierta —¿para qué esperar?, se ha envalentonado a sí mismo—, en un brindis íntimo y —es aún capaz de dictaminar— decididamente demencial.
     Copa en mano, revisa el abeto de Alice para comprobar haber colgado todos los regalos destinados a la pequeña, y, tras verificar que no ha olvidado ninguno, sale al jardín para asegurarse de que no hay ningún fallo en el árbol de Lucila. Falta colgar el regalo importante de la noche, por supuesto. Y a eso se dispone, aunque no es fácil. De ahí que se dirija hacia el árbol con copa y botella de champagne en mano: los anonadantes efectos del espumoso pueden poner alas a su entorpecido ánimo, alas gaseosas que lo eleven a la acción deseada. ¿Se lo perdonará Lucila? ¿Lo comprenderá, algún día, la pequeña Alice? No ha sido un pusilánime, no ha sido un hombre que haya intentado inspirar compasión: eso es lo que le gustaría que Lucila, y sobre todo Alice, comprendieran algún día. Y que, precisamente, para evitar llegar a serlo en el futuro hará lo que se dispone a hacer. No quiere un padre triste para Alice. No quiere un marido, un compañero o como se quiera llamar al hombre que convive con una mujer, triste para Lucila. No quiere pensarse, no quiere seguir pensándose a sí mismo como un hombre triste. Un hombre triste, es decir, un hombre contentadizo con sus propias limitaciones. Un hombre negado para el movimiento sublime capaz de arrancarlo de sí mismo y lanzarlo al exterior.
     Un hombre triste, se dice mientras apoya la escalera de mano en el tronco del árbol, es caldo de cultivo para toda clase de vilezas, es el antecesor del hombre ruin, del hombre que vuelve contra el mundo y contra los demás sus propias carencias. Y no quiere para Alice un padre receloso de la felicidad ajena, un padre al que, herido por el espectáculo de una humanidad capaz de derrochar aquello de lo que él carece, sorprenda un día afeando, con su mirada llena de rencor, el mundo en el que ella se dispone a entrar. Ni quiere para Lucila un marido, un compañero (o como se quiera llamar al hombre con quien una mujer sigue conviviendo por respeto al recuerdo del extinguido amor) que, en nombre del amor muerto por la asfixia del paso de los años y de la falta de deseo, se permita algún día el abominable derecho de acusar de traición la natural necesidad de llenar con otras presencias vitales los vacíos creados —pero no abandonados— por un cónyuge a quien la pérdida del deseo ha reducido a mera presencia física. No, no quiere llegar a convertirse en el verdugo de lo que amó, en vengador de sus propias carencias en persona ajena. No quiere envilecerse, o, se corrige a sí mismo, seguir por el camino del envilecimiento que está a punto de emprender haciendo lo que se dispone a hacer: llevar a la práctica un hecho absolutamente necesario para él, pero imperdonable, a buen seguro durante un tiempo, para Lucila: morir deseando. Al menos, así ha planeado su despedida de este mundo: con un adiós que, absolutamente despojado de cualquier connotación de renuncia o de fracaso, enarbole la señal de la reconciliación. Morirá, espera, mostrando al mundo la prueba física del deseo. Como dicen que mueren los ahorcados, con el sexo en erección, debido a no sabe él qué acto reflejo desencadenado en el organismo masculino por la presión estranguladora de una soga en el cuello. Así lo encontrará Lucila, cuando llegue para celebrar Nochebuena: colgado de una de las ramas del árbol del jardín, con su sexo en una posición que la vida no le permitió adoptar pero que la muerte facilita a quienes la esperan con el cuerpo balanceándose en el vacío, pendiendo de una soga, y con la lengua, hinchada, morada y tumefacta colgando, como un trapo nauseabundo, de una boca abierta que, ante la potente erección del pene en el aire helado del anochecer, ya no puede pronunciar el deseado «por fin lo conseguí».

UNA CURIOSA EXCURSIÓN DE PLACER - Mark Twain

ADVERTENCIA

Sirva ésta para informar al público que en sociedad con el señor Barnum he arrendado el cometa por un número de años; y deseo también solicitar el favor del público para una empresa benéfica que estamos proyectando. Nos proponemos instalar en el cometa cómodos y hasta elegantes asientos para todas las personas que nos honren con su favor, y realizar una prolongada excursión por entre los cuerpos celestes. Prepararemos 1.000 camarotes en la cola del cometa (con agua fría y caliente, gas, mirador, paracaídas, sombrilla, etc., en cada uno), y construiremos más si el favor del público así lo exige. Habrá salas de billar, de cartas, de música, boleras y muchos teatros espaciosos, así como bibliotecas gratis; y en la estructura principal nos proponemos instalar un parque para coches, con más de 15.000 kilómetros de carretera. Publicaremos, asimismo, periódicos todos los días.

PARTIDA DEL COMETA. El cometa saldrá de Nueva York a las diez de la noche del día 20, y por tanto es conveniente que los pasajeros se hallen a bordo a las ocho como máximo, para evitar confusiones de última hora. Se ignora si serán necesarios o no los pasaportes, pero es mejor que los señores pasajeros los lleven consigo, para prevenir toda contingencia. A bordo no se permitirá tener perros. Esta exigencia es una deferencia a los sentimientos existentes respecto a tales animales, y será aplicada con todo rigor. Se vigilará con todo celo la seguridad de los pasajeros. En torno al astro se colocará una barandilla de hierro y no se permitirá a nadie llegar hasta el borde y asomarse, a menos que sea en compañía de mi socio o de mí mismo.

SERVICIO POSTAL. El servicio postal será lo más completo posible. Naturalmente, sólo se utilizará el telégrafo; en consecuencia, los amigos que ocupen camarotes alejados entre sí 30 millones o hasta 50 millones de kilómetros, podrán enviar y recibir mensajes en el término de once días. Los mensajes nocturnos pagarán media tarifa. Todo el sistema postal estará bajo la supervisión del intendente de personal, señor Hale, de Maine. Servicio de comidas a todas horas. Las comidas servidas en el camarote sufrirán, como es habitual, un leve aumento en el precio.

Que se sepa, no hay hostilidad en ninguno de los grandes planetas, pero preferimos jugar sobre seguro y, por tanto, hemos adquirido cierta cantidad de morteros, cañones y picos de abordaje. La historia enseña que las comunidades pequeñas y aisladas, como las de las islas remotas, pueden mostrarse hostiles a los extranjeros, y éste podría ser el caso de los HABITANTES DE LAS ESTRELLAS de décima o vigésima magnitud. En ninguna ocasión ofenderemos a tales habitantes, sino que los trataremos con urbanidad y cortesía, sin comportamos nunca con un asteroide como no podemos comportarnos con Júpiter o Saturno. Repito que no ofenderemos a nadie de las estrellas, pero, al mismo tiempo, rechazaremos cualquier injuria que puedan hacernos, cualquier insolencia que nos demuestren los partidos o los gobiernos residentes en cualquier estrella del firmamento. Aunque contrarios a verter sangre, nos mantendremos firmes y valientes en esta postura, no sólo con respecto a las estrellas aisladas, sino también a las constelaciones, Deseamos dejar a nuestro paso por cada nación que visitemos, desde Venus a Urano, una buena impresión de América, Y a pesar de todo, sí no podemos inspirar amor, al menos trataremos de inspirar respeto hacía muestra patria. Llevaremos con nosotros, totalmente gratis, UN GRAN EJÉRCITO DE MISIONEROS, los cuales derramarán la verdadera luz sobre todos los cuerpos celestes que, físicamente esplendentes, todavía vivan en las tinieblas. Se establecerán escuelas dominicales siempre que sea posible. También se introducirá la educación compulsiva.

El cometa visitará primero Marte, para continuar hacia Mercurio, Júpiter, Venus y Saturno. Las personas relacionadas con el gobierno del Distrito de Columbia y con el antiguo gobierno de la ciudad de Nueva York que deseen inspeccionar los anillos, gozarán del tiempo necesario, otorgándoseles todas las facilidades. Se visitará cada estrella de magnitud prominente, con excursiones a los puntos interiores de mayor interés.

Se ha tachado de nuestro programa la ESTRELLA DEL CAN. Pasaremos mucho tiempo en la Osa Mayor y en cada constelación de importancia. Lo mismo cabe decir del Sol, la Luna y la Vía Láctea, aparte de la Corriente del Golfo del firmamento. Será conveniente llevar trajes adecuados para la visita al Sol. Hemos programado el viaje de forma que no se recorran más de 100.000.000 kilómetros de un solo trecho sin parar en alguna estrella. Esto hará que las paradas sean frecuentes y conserven alto el interés de los turistas. Se revisará el equipaje en cada alto de la ruta. Las personas que sólo deseen tomar parte en los primeros trayectos del viaje, ahorrándose gastos, podrán apearse en la estrella que elijan y aguardarnos hasta el viaje de retomo.

Después de visitar las estrellas y las constelaciones más famosas de nuestro sistema, e inspeccionar personalmente las más remotas chispas que ni siquiera los telescopios más potentes han detectado en el firmamento, continuaremos de todo corazón con UN ESTUPENDO VIAJE de exploración entre los innumerables mundos que giran en torbellino por las inmensidades del espacio que extiende sus solemnes soledades, sus inimaginables vastedades de billones y billones de kilómetros más allá del límite visual de cualquier telescopio, como un destello fosforescente de lentejuelas al que la hazaña de un viajero tropical dio vida por un instante, y que quince mil kilómetros de mares fosforescentes y un monótono lapso de tiempo han disminuido desde entonces a un incidente sumamente trivial en sus recuerdos. Los niños que ocupen asientos en la primera mesa pagarán el precio completo.

Los BILLETES DE PRIMERA CLASE desde la Tierra a Urano, incluyendo visitas al Sol y la Luna y todos los planetas principales de la ruta, se cobrarán al precio mínimo de 2 dólares por cada 100.000.000 kilómetros de viaje. En billetes de ida y vuelta habrá una gran reducción de precios. El cometa es nuevo y totalmente reconstruido, siendo éste su primer viaje. Es el más veloz de la línea. Hace 30 millones de kilómetros al día, con sus mecanismos actuales; pero con una tripulación americana y buen tiempo, confiamos en llegar a los 60 millones. Sin embargo, nunca aceleraremos hasta una velocidad peligrosa, quedando prohibidas las carreras con otros cometas. Los pasajeros que deseen desviarse hacia otros puntos o regresar a la Tierra podrán enlazar con otros cometas. Tenemos enlaces con todos los puntos principales de las mejores líneas. Los pasajeros pueden confiar en nuestras medidas de seguridad. No puede negarse que el cielo está infestado de COMETAS VIEJOS Y DESVENCIJADOS que no han sido inspeccionados o examinados en 10.000 años, y que ya deberían estar destruidos o convertidos en barcazas, pero con éstos no tenemos enlaces ni relación alguna. Los pasajeros de la antecámara no deberán abrir la escotilla principal.

Se han entregado billetes complementarios de ida y vuelta al mayordomo general, señor Shepherd, al señor Richardson y a otros eminentes caballeros cuyos servicios públicos les dan derecho al descanso y la relajación de un viaje de esta clase. Las personas que deseen el billete de ida y vuelta gozarán de una instalación extra. Se completará todo el viaje y los pasajeros aterrizarán de nuevo en Nueva York el 14 de diciembre de 1991. Esto significa una rapidez de al menos cuarenta años mayor que la de cualquier otro cometa. Casi todos los miembros prominentes del país desean realizar el viaje de ida y vuelta, si sus constituyentes les permiten unas vacaciones. A bordo estarán permitidas todas las diversiones inocentes, pero no se permitirán apuestas durante el viaje del cometa, ni ninguna clase de juego con dinero. Respetaremos todas las estrellas fijas, pero fijaremos aquellas que al parecer lo necesiten. Si esto causa perturbaciones lo lamentaremos, pero lo haremos.

Como el señor Coggia nos ha arrendado el cometa, éste no ostentará su antiguo nombre sino el de mi socio. Los pasajeros N-B, pagando doble precio, tendrán derecho a una participación en todas las nuevas estrellas, soles, lunas, cometas, meteoros y almacenes de truenos y relámpagos que descubramos. Los agentes de patentes medicinales deberán observar que LLEVAMOS TABLAS DE ANUNCIOS y un pincel para usarlos en las constelaciones, todo lo cual estará a su disposición a un precio módico. Se recuerda a los cremacionistas que iremos directamente a lugares calientes, con precios sumamente reducidos. Para los pasajeros en general, nuestra empresa es sólo una excursión de placer, pero individualmente es un negocio.

Volaremos con nuestro cometa para sacarle el jugo.

PARA MÁS DETALLES, o para carga y pasajes, solicitarlos a bordo a mi socio, pero no a mí, puesto que no me haré cargo del cometa hasta que esté bien cargado. Y es necesario, en tales momentos, que mi mente no esté preocupada por los pequeños detalles comerciales.


 Mark Twain
 

FAHRENHEIT.COM - Andres Neuman

El día que los terroristas delicados habían elegido para actuar, el cielo amaneció trágicamente soleado. Los ciudadanos autómatas reiniciaban con placidez sus conciencias, actualizaban los programas de café y activaban sus bostezos como cualquier otra mañana. Los perros digitales movilizaban sus rabos, los teleféricos solares atravesaban el horizonte y las tiendas virtuales comenzaban a contestar los pedidos. Nada nuevo, nada viejo. Preparados para sembrar la desgracia, agazapados en línea, emboscados en sus nicks, los terroristas delicados sonreían acariciando sus ratones. La cuenta atrás corría como un veneno.

De repente, sin demora, sin prisa, sin estruendo, las luces se apagaron. Se apagaron simultáneamente en cada comunidad económica, en cada ciudad flotante, en cada hogar del planeta. Los monitores anochecieron con un leve clic. Las comunicaciones bursátiles se interrumpieron abortando todas las operaciones. Los portales bancarios quedaron congelados. Las cuentas personales se borraron. Los microteléfonos extraviaron las señales. Los niños autómatas suprimieron todos sus juegos. Los amantes, comprimidos, cesaron sus descargas. Los transportes, viendo suspendidos sus radares, tuvieron que frenarse o arriesgar aterrizajes de emergencia. Los puentes entre mares se llenaron de gritos.

Sin estruendo, sin prisa, sin demora, el planeta entero quedó tendido al viento igual que ropa limpia.

Las diversas células gubernamentales podrían, por supuesto, deliberar con carácter de urgencia en reuniones con presencia física. Las centrales intercomunicativas podrían empezar a reinstalar muy lentamente sus recursos, en espera de los rescates técnicos. Las unidades policiales podrían recuperarse como pudieran y emprender exhaustivas exploraciones criminales. Pero el daño inmediato, la catástrofe global, ya estaban consumados. Tarde o temprano los causantes del mal serían detectados, analizados y quizás eliminados en el acto. De poco iban a servir las represalias: milésimas después de cometer su pulcra fechoría, los terroristas delicados habían desconectado sus propios órganos, entregando sus cuerpos al vacío monóxido.

El resto de la historia es probablemente conocida. Las federaciones de autómatas fueron refundadas una por una con un orden distinto. Las reservas alimentarias fueron salvajemente subastadas al mejor postor, provocando la gigantesca hambruna que exterminó («seleccionó», matizaría al año siguiente el coordinador general de las federaciones unidas) a casi dos tercios de las capas inferiores («débiles», las llamaría el coordinador) de la población mundial. Para cuando los núcleos hospitalarios lograron controlar la veloz cadena de epidemias virales, eran contadas las familias autómatas que no tuviesen bajas que lamentar. Los foros científicos acordaron celebrar el histórico simposio único en A-8, ciudad equidistante de las grandes capitales, trasladándose hasta ella de las maneras más insospechadas.

El destino de la cultura global, según narran los códices, no corrió una suerte menos drástica. Incapaces de leer un solo archivo, despojados de toda escritura, todos y cada uno de los autómatas supervivientes, incluidos los más eruditos, debieron enfrentarse a una inédita certeza: ahora, en términos prácticos, volvían a ignorarlo todo. Se habían quedado, por así decirlo, sofisticadamente en blanco. Por eso, cuando los comités de alerta emitieron mediante obsoletos comunicados radiofónicos las estimaciones oficiales (al menos una década para reconstruir las bases tecnológicas mínimas, dos décadas o acaso tres para alcanzar un rendimiento óptimo), los más clarividentes comprendieron que la humanidad no podía esperar tanto.

Fue así, y no de otro modo, como aquel inolvidable grupo de poetas concibió la luminosa idea a la que hoy tanto le seguimos debiendo. Y fue entonces como seis o siete audaces decidieron peregrinar a los desguaces, depósitos y plantas de reciclaje más cercanos. Juntaron maderas, hierros, plásticos, engranajes. Reunieron desechos orgánicos, sobrantes químicos, líquidos tóxicos. Trabajaron día y noche como obreros, como náufragos, para ofrecerle un pequeño salvavidas al mundo. Al cabo de unas semanas obtuvieron la extraña maravilla, el ingenio que cambiaría para siempre nuestra historia. Lo llamaron imprenta.

EL GAUCHO INVISIBLE - Ricardo Piglia

El Tape Burgos era un troperito que se había conchabado en Chacabuco para un arreo de hacienda hasta Entre Ríos. Salieron a la madrugada y a las pocas leguas se les vino encima una tormenta. Burgos trabajó a la par de todos para que no se desparramaran los animales y al final salvó a un ternero guacho que se había quedado clavado en un costado, con las patas abiertas en medio del viento y de la lluvia. Lo levantó sin bajarse del caballo y lo acomodó en la montura. El animal se debatía y Burgos lo sujetó con una sola mano y después se metió entre la tropa y lo dejó a salvo en el piso. Lo hizo para mostrar su destreza, casi como una compadrada, y enseguida se arrepintió porque ninguno de los hombres lo miró ni hizo el menor comentario. Olvidó el incidente, pero lo fue ganando la extraña sensación de que los otros tenían algo contra él. Solo le hablaban si tenían que darle una orden y nunca lo incluían en las conversaciones. Actuaban como si él no estuviera. A la noche se iba a dormir antes que nadie y tirado entre las mantas los veía reír y hacer chistes cerca del fuego; le parecía vivir un mal sueño. En sus dieciséis años de vida no se había encontrado nunca en una situación igual; había sido maltratado, pero no ignorado y desconocido. La primera parada larga fue en Azul, adonde llegaron bien entrada la tarde de un sábado. El capataz dijo que iban a pasar la noche en el pueblo y que seguirían viaje a mediodía. Metieron los animales en un campito, al que todos llamaban el corral de la iglesia, en la entrada del pueblo. Se decía que antiguamente se levantaba una capilla en ese lugar, pero que los indios la habían destruido en el malón grande de 1867. Quedaban unas paredes al aire que servían de tapia para el corral donde se encerraba a los animales. A Burgos le pareció ver la forma de una cruz entre los ladrillos donde crecían los yuyos. Era un hueco de luz en la pared, marcado por la claridad del sol. Se la mostró entusiasmado a los otros, pero ellos siguieron de largo como si no lo hubieran oído. La cruz se veía nítida en el aire mientras caía la noche. Burgos se santiguó y se besó los dedos cruzados. En el almacén de la estación había baile. Burgos se acomodó en una mesa aparte y vio a los hombres reírse juntos y emborracharse y los vio salir para la pieza del fondo con las mujeres que estaban sentadas en fila cerca del mostrador. Hubiera querido elegir una él también, pero tuvo miedo de que no le hicieran caso y no se movió. Igual imaginó que elegía a la rubia vistosa que tenía enfrente. Era alta y parecía la mayor de todas. La llevaba a la pieza y cuando estaban tendidos en la cama le explicaba lo que le estaba pasando. La mujer tenía una cruz de plata entre los pechos y la hacía girar mientras Burgos le contaba su historia. A los hombres les gusta ver sufrir, le dijo la mujer, lo vieron al Cristo porque los atrajo con su sufrimiento. Si la historia de la Pasión no fuera tan atroz, dijo la mujer, que hablaba con acento extranjero, nadie se hubiera ocupado del hijo de Dios. Burgos escuchó que la mujer le decía eso y se movió para sacarla a bailar, pero pensó que ella no lo iba a ver y fingió que se había levantado para pedir una ginebra. Esa noche los hombres se acostaron al alba y todos durmieron hasta bien entrada la mañana; cerca del mediodía empezaron a arrear los animales del corral para volver al camino. El cielo estaba oscuro y Burgos no vio la cruz en la pared de la iglesia. Galoparon hacia la tormenta; las nubes bajas se confundían con el campo abierto. Al rato empezaron a caer unas gotas pesadas como monedas de veinte. Burgos se cubrió con el poncho encerado y cabalgó al frente de la tropa. Sabía hacer su trabajo y ellos sabían que él sabía hacer su trabajo. Ese era el único orgullo que le quedaba, ahora que era menos que nada. La tormenta arreció. Arrimaron los animales a una hondonada y los mantuvieron ahí toda la tarde, mientras duró la lluvia. Cuando aclaró, los paisanos salieron a campear animales perdidos. Burgos vio que un ternero se estaba ahogando en la laguna que se había formado en un bajo. Debía de tener rota una pata, porque no alcanzaba a trepar la ladera y se volvía a hundir. Lo enlazó desde arriba y lo sostuvo del cogote en el aire. El animal se retorcía y pateaba el vacío con desesperación. Se le soltó y cayó al agua. La cabeza del ternero boyaba en la laguna. Burgos volvió a enlazarlo. El ternero agitaba las patas y boqueaba. Los otros peones se habían acercado al pie de la barranca. Esta vez Burgos lo sostuvo un buen rato colgado y después lo dejó caer. El animal se hundió y tardó en salir. Los paisanos hacían comentarios en voz alta. Burgos lo enlazó y lo levantó en el aire y cuando el ternero estaba arriba lo volvió a soltar. Los otros hombres festejaron la ocurrencia con gritos y risas. Burgos repitió varias veces la operación. El animal trataba de eludir el lazo y se hundía en el agua. Nadaba queriendo escapar y los hombres incitaban a Burgos para que volviera a pescarlo. El juego duró un rato, entre bromas y chistes, hasta que por fin lo enlazó cuando estaba casi ahogado y lo levantó despacio hasta las patas de su caballo. El animal boqueaba en el barro, con los ojos blancos de terror. Entonces uno de los paisanos se largó del caballo y lo degolló de un tajo.
       —Hecho, pibe —le dijo a Burgos—, esta noche comemos asado de pez. —Todos se largaron a reír y por primera vez en mucho tiempo Burgos sintió la hermandad de los hombres.
       Macedonio siempre estaba recopilando historias ajenas. Desde la época en que era fiscal en Misiones había llevado un registro de relatos y de cuentos. «Una historia tiene un corazón simple, igual que una mujer. O que un hombre. Pero prefiero decir igual que una mujer», decía Macedonio, «porque pienso en Sherezade». Recién mucho tiempo después, pensó Junior, entendieron lo que había querido decir. En esos años había perdido a su mujer, Elena Obieta, y todo lo que Macedonio hizo desde entonces (y ante todo la máquina) estuvo destinado a hacerla presente. Ella era la Eterna, el río del relato, la voz interminable que mantenía vivo el recuerdo. Nunca aceptó que la había perdido. En eso fue como Dante y como Dante construyó un mundo para vivir con ella. La máquina fue ese mundo y fue su obra maestra. La sacó de la nada y la tuvo años en la parte de abajo de un ropero en una pieza de pensión cerca de Tribunales, tapada con una frazada. El sistema era sencillo y surgió por casualidad. Cuando transformó «William Wilson» en la historia de Stephen Stevensen, Macedonio tuvo elementos para construir una ficción virtual. Entonces empezó a trabajar con series y variables. Primero pensó en los ferrocarriles ingleses y en la lectura de novelas. El género se expandió en el siglo
XIX, unido a ese medio de transporte. Por eso muchos relatos suceden en un viaje en tren. A la gente le gustaba leer en un tren relatos sobre un tren. En la Argentina, el primer viaje en ferrocarril de la novela está por supuesto en Cambaceres. En una sala, Junior vio el vagón donde se había matado Erdosain. Estaba pintado de verde oscuro, en los asientos de cuerina se veían las manchas de sangre, tenía las ventanillas abiertas. En la otra sala vio la foto de un viejo coche del Ferrocarril Central Argentino. Ahí había viajado la mujer que huyó a la madrugada. Junior la imaginó dormitando en el asiento, el tren cruzando la oscuridad del campo con todas las ventanillas encendidas. Esa era una de las primeras historias.

LA GRANJA EXPERIMENTAL - Francisco Lezcano Lezcano

El taxi se elevó para evitar el gran edificio de Laser-Comunicación.
Thork y Sthark miraron hacia abajo. Comprobaron que se habían desviado un poco de la ruta. Thork indicó en alta voz la dirección exacta que deseaba tomar.
El auto-antigravedad recogió la orden. En el centro de la ciudad el cerebro electrónico encargado del control cibernético recibió el deseo de los clientes. Al instante corrigió la anomalía y transmitió la rectificación al taxi que, acelerando su carrera, partió hacia su destino exacto.
Thork y Sthark admiraron esta precisión. Reconocían que la línea de transportes era perfecta.
El taxi descendió suavemente hasta menos de treinta centímetros sobre el suelo. Automáticamente se abrieron las portezuelas y los dos pasajeros salieron.
– Se puede retirar. Vuelva dentro de una hora, si puede hacernos ese favor – dijo Thork al auto.
– Como guste, señor – respondió el vehículo a través de un altavoz disimulado. Y casi instantáneamente saltó hacia lo alto, perdiéndose entre las nubes.

– Y bien, amigo Sthark, hemos llegado. He aquí la explotación. Los animales son pacíficos. Difíciles de criar. Pero puedo asegurarle que el esfuerzo compensa. Ahora es el momento. Luego, cuando la competencia aumente, los precios. bajarán. El alimento que segregan es abundante y suculento. Se lo arrebatarán de las manos…
Sthark se quedó admirado ante la extrema limpieza de las instalaciones. En la llanura, cinco gigantescas esferas de metal pulido brillaban como lunas.
– ¿Y bien, señor Thork?
– Mire: en la esfera del lado derecho se encuentran las hembras solteras prestas para el apareamiento. La comida llega hasta ellas automáticamente. Es necesario mezclarle vitaminas, hormonas sexuales y tranquilizantes. Es importante para mantenerlas en forma. Todos estos animales son muy propensos a la claustrofobia. Hay que tener un extremo cuidado, si no, se mueren o se matan. Por tanto, las drogas son vitales.
»Estamos seguros de que, después de dos generaciones, se habrán adaptado perfectamente a la cautividad…
»Esta esfera, a la izquierda, es el recinto de los machos, con los que ocurre lo mismo… Machos y hembras ponen en las mismas celdas que ocupan. El delicado manjar que producen desciende por un conducto hasta la pequeña esfera central. Allá abajo, las centrifugadoras separan el elemento sólido del líquido… ¡Inspire con fuerza!… El olor que llega hasta aquí es muy agradable. Al fondo los acoplamos cada siete meses, haciendo combinaciones para que los nacimientos no se interrumpan. Son muy prolíficos. Las crías son colocadas en incubadoras desde su nacimiento, en aquella bola verde.
Thork y Sthark se aproximaron a una mirilla. Sthark miró.
No pudo evitar un gesto de temor y de aprensión.
– Tienen un aspecto muy desagradable. Son monstruosos… ¡Sobre qué horrible y lejano planeta han podido nacer estas cosas!…
Thork rió divertido:
– ¡Vamos! Le voy a hacer probar el líquido y la pasta.
Los dos penetraron en una de las pequeñas esferas donde se embotellaba automáticamente el producto.
Thork pidió lo que deseaba a una pequeña máquina rodante apropiada para hacer de sirviente.
– Dos vasos con extracto líquido y sólido.
Sthark lo probó con cierta desconfianza. Pero se vio obligado a reconocer que tenía muy buen gusto. Y repitió varias veces el suculento bocado. Enseñando sus bellos dientes, preguntó:
– Dígame, por curiosidad, ha conseguido usted averiguar cómo se llaman estas bestias?
Thork movió dubitativamente sus patas de arácnido:
– No lo sabemos con exactitud. Escrutando en su espíritu nos ha parecido comprender que se llaman HOMBRES…

Francisco Lezcano Lezcano


DERIVA GÉNICA - Jorge De Abreu

“Hay algo aquí abajo…”
Holly


Grog volvió a golpear el rostro tumefacto. Era metódico y sus nudillos velludos habían recorrido cada centímetro cuadrado de aquel humano. Al fondo de la habitación el doctor Vezius tenía cinco minutos aguardando con paciencia y no había dicho una palabra. Grog volvió a golpear y le pareció escuchar, en el momento en que su puño aplastaba una mejilla agrietada, un leve carraspeo a sus espaldas. Entorno los ojos y se dio la vuelta.
–¿Alguna respuesta? –preguntó Vezius.
Grog miró unos instantes el cuerpo semiinconsciente del hombre atado a la silla y sonrió.
–No, pero ya lo he ablandado bastante. Creo que solo falta macerarlo.
–Para eso estoy aquí. El problema con sus protocolos es que se complican con eventos cerebro-vasculares que no facilitan las respuestas.
Grog emitió un gruñido sordo y se apartó a un lado.
–Como quiera, doctor. Ya usted sabe, la carne es débil… y la del humano es extremadamente débil.
–En mi experiencia, señor Grog, toda carne es débil.
El doctor Vezius le hizo una seña al guardia que estaba al lado de la puerta.
–¿Me acerca la mesilla?
El guardia lo miró con indiferencia hasta que Grog le hizo una seña en silencio, luego Grog se hizo a un lado conservando la sonrisa torcida que se había petrificado en su cara. El guardia tomó la mesilla y la arrastró hasta donde le indicaba Vezius, al lado del prisionero.
–Gracias. Es un placer observar cómo nuestras castas colaboran con tanto entusiasmo. ¿No lo cree así, señor Grog? –preguntó Vezius con cierta ironía.
–Así es. Lo que siempre le digo a mis simios: confíen en su fuerza, pero no olviden el respaldo del intelecto de nuestros científicos. Uno no sabe con qué nueva ocurrencia van a venir para resolver nuestras batallas. ¿No lo cree así, doctor Vezius?
Vezius no dijo nada. Personalmente la actitud de los militares lo cansaba pronto, eso sin contar que este trabajo le era menos reconfortante que el del laboratorio. En realidad lo que quería era comenzar antes de que una jaqueca le arruinara el día o el prisionero comenzara a mostrar signos de lesión cerebral, lo que también le arruinaría el día.
Colocó su maletín sobre la mesilla, lo abrió y comenzó a sacar sus instrumentos y fármacos. Tomó la hipodérmica y con la aguja perforó el septo de goma de uno de los viales. Lentamente llenó la inyectadora con la solución amarillenta, golpeó las paredes de cristal para retirar las burbujas y empujó el émbolo hasta que saltó un fino chorro de líquido.
–Me hará el favor de sostenerle el brazo. Esto terminará pronto.

***

El sudor resbalaba, helado, por mi espalda. Tuve que detenerme tras un muro mientras me pasaba el brazo por la frente para enjugarme el exceso de humedad pegajosa que me cubría la cara. Era la endemoniada combinación de actividad física y estrés, que es todo lo que necesita un buen soldado para vivir, o mejor aún, para no morir en el cumplimiento del deber.
Estos pasillos se retorcían en las entrañas del antiguo edificio, recuerdo de la época en que la guerra era joven y la humanidad aún tenía esperanzas. Mi enclenque patrulla había tenido suerte, las alucinadas instrucciones de nuestro ratón de biblioteca aparentemente eran acertadas. Habíamos dado con las escaleras y bajamos unos cinco niveles hasta encontrarnos con este laberinto subterráneo. Lamentablemente, las instrucciones solo cubrían hasta las escaleras, a partir de allí había sido territorio desconocido. Manoteos imprecisos buscado la diana por pura casualidad. Únicamente oscuridad y silencio, desde hacía un tiempo que se me antojaba extremadamente largo. Solo el torpe ruido de nuestros pasos y la soledad de la noche del subsuelo.
Una luz débil me encandiló momentáneamente, era Luigi que se acurrucó a mi lado. No me miró, asomó la cabeza hacia el pasillo e iluminó el corto trecho del mismo que se extendía adelante y que era vuelto a engullir en un nuevo cruce a la izquierda. Se levantó y se lanzó el par de metros adelante hacia la otra pared. Escuché el chirriar de sus zapatos contra las piedras sueltas que cubrían el suelo. Se recostó contra la pared. Me preparé para seguirlo.
Algo me detuvo:
“Espera, Martín, hay algo que no está funcionando”.
Esas son las cosas que más me gustan de ti, entrañable compañero. Tu claridad, tu concisión. ¡Cómo coño quieres que te entienda si eres tan ambiguo! ¿Qué quieres decirme con que esto no está funcionando, perdón, con que algo de esto no está funcionado? ¿Claro que te hago caso, no me grites, ¡me detuve!, ¡me detuve! Estoy quieto y esperando. ¿No lo ves? Si no te tomara en cuenta hace tiempo te hubiera mandado a la mierda.
Alcé el brazo para ordenar a la patrulla que se detuviera y mantuviera sus posiciones, pero no tuve tiempo para más nada. Algo veloz, una silueta simiesca, semidesnuda, surgió de la oscuridad e incrustó un garrote en el muro donde estaba Luigi. Fue un movimiento rápido, silencioso, casi quirúrgico, sino fuera por la violencia implícita en la acción y el hecho de que entre el mazo y el muro se encontraba la cabeza de Luigi.
Aquello fue el principio del fin de nuestra cordura. Mientras abría fuego, aquel horror no paraba de golpear lo que quedaba de Luigi. Gustav, nuestro técnico de reparaciones, comenzó a lanzar alaridos histéricos. Disparé cinco veces sobre aquella cosa, creo haber acertado tres tiros. Aún así el ser no cayó y huyó hacia las tinieblas de los túneles que se extendían adelante. Los gritos de Gustav se cortaron bruscamente cuando Arturo se abalanzó sobre él y le cubrió la boca con ambas manos. Me aproximé al cuerpo de Luigi. Era pulpa de carne, sangre y astillas de huesos. Me volteé hacia la oscuridad: no había rastro del ser que le había dado muerte, ni un solo sonido.
A veces los consejos son bendiciones, sabias indicaciones que aclaran el panorama y orientan en la toma de decisiones correctas; otras son errores irreparables. Eso decía mi abuelo, aunque nadie nunca le hizo caso. Lo que sucedió entonces se repite una y otra vez en mi cabeza y no lo he podido resolver todavía, ni explicar por qué lo hice. Mi mente se quedó atascada como una película en una escena, sin posibilidades de alteración, inevitable destino.
“¡Persíguelo!”.
¿Qué? ¿Que lo persiga? ¿Y la misión? Sí ya sé, venganza, Compañero, también me revienta la muerte de Luigi, pero tenemos una misión. No, ni lo pienses. No estoy rehuyendo mi deber, al contrario. ¿Cómo dices? ¿No puedo creerlo, eso piensas? ¡Tanto tiempo juntos, Compañero, y me sales con esto! No puedo creer que me lo hayas dicho. Mira, estamos aquí con otro objetivo. La muerte de Luigi es de las cosas que pasan en este oficio. No estamos para venganzas. Así es, Compañero, no sé qué era esa criatura. Puede que tengas razón y eso sea una amenaza para nuestro equipo. Sí, es verdad, yo no lo escuché venir y nos sorprendió. Sí, tú me lo advertiste, fuiste el único que se dio cuenta. Podría sorprendernos de nuevo y las consecuencias serían lamentables. ¡Claro que confío en ti! Es posible que si no cazamos a ese ser estemos vulnerables a otro de sus ataques. Cuento contigo para localizar y acabar con ese monstruo, por el bien de la patrulla. ¡Por el bien de la patrulla! No te quito la razón, Compañero. Vamos a hacer esto, ¿estás conforme? ¿Bien…? ¡Bien!
Apenas le dediqué unos segundos de estudio a los restos de Luigi, ya había tomado una decisión. Me di la vuelta y le di una orden a Arturo:
–Reagrúpense y continúen. Nos encontraremos más adelante. Yo me encargo de este bicho y luego los busco a ustedes. –No esperé por una respuesta y me lancé por la boca negra que estaba a mi izquierda.

***

No sé cuánto tiempo ha pasado. La batería de mi linterna tiene tiempo que se agotó. Me arrastro, ciego, por estos túneles sin forma. A veces me detengo y espero que mi respiración se sosiegue, con la vana esperanza de lograr oír algo o quizás conseguir que mi visión se aclare y logre penetrar en esta oscuridad perenne. En esos momentos he creído escuchar ruidos apagados, susurros de piel rozando arena. Murmullos de labios resecos musitando cánticos obscenos. En una ocasión escuché disparos, como truenos lejanos, distantes, de otra vida. Al final he caído agotado, me he acurrucado, con el deseo de desaparecer, de hacerme una piedra y ser indiferente a los horrores de la noche. Presiento a los seres que deambulan en silencio, que buscan el calor de los cuerpos de sus presas. Dejo de respirar un instante cuando me parece sentir el ramalazo de calor de algo pasando a mi lado.
Mis dedos hurgan en el suelo, entre las piedras sueltas y la arena perenne, arañando el suelo de concreto o de roca. Buscando una pista que guíe mi camino. De vez en cuando escucho el eco de unos pasos rápidos que se detienen en algún lugar de este laberinto para proseguir de nuevo, sin descanso. Ignoro si esa humedad que se desliza por mi nuca es el sudor pegajoso de mi cuerpo o la baba de una de esas criaturas hambrientas.
Un ulular de pronto irrumpe a toda velocidad por el pasillo como un viento desatado. Me aplasto contra la pared y ruego por ser invisible. Aprieto mi arma y hago un nuevo repaso de mis municiones, las que tengo en el cargador y las que llevo en mi canana. Presiento que el arma tal vez sea inútil en esta negrura, que mejor servicio me brindaría el cuchillo. No lo pienso dos veces y dejo colgado del hombro mi fusil y empuño el cuchillo. Me levanto con dificultad y trato de ser silencioso, pero la cascada de piedras que se precipitan bajo mis zapatos me revelan que fallo miserablemente.
En ese momento escucho un rápido sonido de pasos y un cuerpo nervudo me arroja contra el suelo. Siento la pestilencia de un aliento que se aferra con violencia a mi antebrazo, mi cuchillo queda atrapado e inútil en medio del lancinante forcejeo. Lanzo un alarido y giro mi cuerpo hacia el muro del túnel, aplastando al ser con mi peso. Empujo mi brazo contra su boca abierta que en silencio solo muerde. Lo único que escucho es el jadeo de mi respiración y el sordo retumbar de mis tímpanos. Gruño y muerdo, pero sobre todo presiono a aquella criatura con mi cuerpo y aferro su delgado cuello con mi mano libre. Aprieto sin descanso y siento un regusto salobre en mi boca que también aprieta sin descanso. Estoy ungido de barbarie.

***

El doctor Vezius le echa una mirada a su reloj de pulsera y musita algo en voz baja.
–¿Disculpe? –pregunta Grog en tono brusco.
–¿Oh? Nada, que pronto hará efecto. Es solo cuestión de observar sus reacciones y hacer las preguntas correctas… sin tantos pescozones. –Vezius sonríe.
Grog se limita a gruñir mostrando sus enormes caninos.
De pronto, el humano abre desmesuradamente los ojos y se agita en la silla. Sus músculos se tensan bajo los amarres:
–¡Maldito! Te dije que no era una buena idea, Compañero. Son cientos, son miles. Huelen a estiércol y sangre. Ahora soy parte de ellos, he probado su carne. Mi patrulla también está presente en esta cueva, su sangre, sus huesos, su sabor… ¡Maldito seas, Compañero!
Grog abre la boca para decir algo, pero calla.
Vezius mira el rostro amoratado del humano que se agita en la silla. Una imperceptible mueca de comprensión deforma su boca y musita en voz baja:
–Ya sabemos dónde estuvo y le aseguro que no nos interesa volver allá.
El guardia en la puerta entona una antigua letanía simia, exorcizando fantasmas:
–Hermanos simios que estáis en las cuevas…