Cuentos para ver

EL RACISTA - Isaac Asimov

El cirujano alzó la cabeza; su rostro era inexpresivo.
―¿Está preparado? ―preguntó.
―Preparado es un término relativo ―dijo el ingeniero médico―. Nosotros estamos preparados. Él está quieto.
―Bueno, siempre lo están… Al fin y al cabo se trata de una operación importante.
―Importante o no, el paciente debe estar agradecido. Se le ha elegido entre una enorme cantidad de candidatos y, francamente, no creo que…
―No lo diga ―interrumpió el cirujano―. No nos corresponde a nosotros tomar la decisión.
―La aceptamos; pero, ¿acaso tenemos que mostrarnos de acuerdo?
―Sí ―repuso vivamente el cirujano―. Tenemos que aceptarla totalmente y de buen grado. Es una intervención tan enormemente complicada que no podemos realizarla con ninguna clase de reservas mentales. Este hombre ha demostrado sus méritos en numerosos aspectos, y sus características resultan adecuadas para la Junta de Mortalidad.
―Está bien ―dijo el ingeniero médico.
―Le veré aquí mismo ―declaró el cirujano―. Me parece que la ocasión no se presta demasiado a palabras de aliento.
―Tampoco servirían de mucho. Está bastante nervioso, y ya ha tomado una decisión.
―¿Lo ha hecho?
―Sí. Quiere metal, como todos.
El semblante del cirujano continuó imperturbable. Se miró las manos y dijo:
―A veces se puede tratar con ellos acerca de ese asunto.
―¿Para qué preocuparse? Si quiere metal, que sea metal.
―¿A usted no le importa?
― ¿Por qué habría de importarme? ―manifestó el ingeniero médico casi con brutalidad―. Al fin y al cabo, se trata de un problema de ingeniería médica, y yo soy ingeniero médico. Sea como sea, tengo que resolver el problema. No veo motivos para inquietarme por nada más.
No obstante, el cirujano declaró con firmeza:
― Para mí es un asunto de correcto proceder.
― No puede usted utilizar ese argumento. ¿Qué le importa al paciente el correcto proceder?
― A mí si me importa.
― Usted integra una minoría. La tendencia general va en contra suya. No tiene ninguna posibilidad.
― Debo intentarlo.
El cirujano hizo un ademán al ingeniero médico para que guardase silencio. No era un gesto impaciente, sino simplemente apresurado. Ya había informado previamente a la enfermera, y le indicaron que ésta se acercaba al quirófano. El cirujano oprimió un botón y las dos hojas de la puerta se corrieron. El paciente entró en su silla de motor acompañado por la enfermera, que avanzaba ágilmente a su lado.
― Puede retirarse, enfermera ― dijo el cirujano ―. Pero aguarde fuera. La llamaré más tarde.
Luego hizo una seña con la cabeza al ingeniero médico, que salió con la enfermera, y la puerta se cerró detrás de ellos.
El hombre de la silla miró por encima de un hombro y los vio marcharse. Tenía el cuello muy delgado y unas finas arrugas en torno a los ojos. Estaba recién afeitado, y los dedos, que aferraban con fuerza los brazos de la silla, mostraban unas uñas manicuradas. Era un paciente de alta categoría, y en su rostro se apreciaba un gesto displicente.
― ¿Vamos a empezar hoy? ― preguntó.
― Esta misma tarde, senador ― repuso el cirujano asintiendo con la cabeza.
― Tengo entendido que esto llevará varias semanas.
― La operación en sí misma no, pero existe una serie de asuntos secundarios que deben tenerse en cuenta. Habrá que realizar una transfusión de sangre y ciertos ajustes hormonales. Se trata de cuestiones delicadas.
― ¿Es peligroso…? ― inquirió el enfermo, y luego, como si sintiera la necesidad de establecer una relación amistosa, pero evidentemente en contra de su voluntad, añadió: ― ¿doctor?
Al cirujano le pasaron desapercibidos aquellos matices expresivos, y dijo escuetamente:
― Todo resulta peligroso. Le dedicamos suficiente tiempo para que sea lo menos arriesgado posible. Ese tiempo, junto con la capacidad de muchos especialistas agrupados y el instrumental adecuado, hacen que tales operaciones sólo estén al alcance de muy pocos.
― Lo sé ― afirmó el paciente, algo inquieto ―. Y me niego a sentirme culpable por eso. ¿O es que insinúa que le estoy presionando?
― En absoluto, senador. Las decisiones de la Junta nunca han sido discutidas. Sólo menciono la dificultad y complejidad de la intervención con el fin de poner de manifiesto mi deseo de llevarla a cabo del mejor modo posible.
― Bien, hágalo así, entonces. Ése es también mi deseo.
― En tal caso, debo pedirle que tome una decisión. Es posible aplicarle un ciber-corazón de una de estas dos clases: de metal, o bien…
― ¡O de plástico! ― le interrumpió, irritado, el paciente ―. ¿No es ésa la alternativa que me ofrece, doctor? Plástico barato. Yo no quiero eso. Ya he hecho mi elección, y quiero que sea de metal.
― Pero…
― Escúcheme. Me han dicho que la elección tengo que tomarla yo solo. ¿Es eso cierto?
El cirujano asintió, y dijo:
― Cuando dos posibilidades son del mismo valor desde el punto de vista médico, la elección recae en el enfermo, aún cuando las posibilidades no sean iguales, como ocurre en este caso.
Los ojos del paciente brillaron.
― ¿Pretende usted decirme que el corazón de plástico es superior? ― inquirió.
― Eso depende del paciente. En mi opinión, a usted no le conviene el metal. Y preferimos no utilizar la palabra plástico. Se trata de un ciber-corazón fibroso.
― Por lo que a mí respecta, es plástico.
― Senador ― dijo el cirujano con infinita paciencia ―, el material no es plástico en el sentido ordinario de la palabra. Es un polímero, ciertamente, pero mucho más complejo que el plástico corriente. El material es una fibra proteínica compuesta, con la que se ha conseguido imitar hasta donde ha sido posible el tejido natural del corazón humano, el mismo que tiene usted dentro del pecho en este momento.
― Exactamente; y el corazón humano que tengo en el pecho ya está gastado a pesar de que no he cumplido todavía los sesenta años. Yo no quiero nada parecido a esto, muchas gracias. Yo quiero algo mejor.
― Todos queremos algo mejor para usted, senador. El ciber-corazón fibroso será mejor. Posee una vida potencial de varios siglos. Es totalmente antialérgico…
― ¿No lo es el corazón metálico, acaso?
― Sí, lo es ― repuso el cirujano ―. El ciber-corazón metálico está formado por una aleación de titanio que…
― ¿Y no es cierto que no se desgasta y que es más fuerte que el plástico, o la fibra, o como usted quiera llamarle?
― El metal resulta físicamente más resistente, en efecto; pero la fortaleza mecánica no es lo único que debe tenerse en cuenta. Dicha resistencia no es indispensable mientras el corazón esté bien protegido. Cualquier agente capaz de llegar a su corazón podrá matarle por otras razones, aunque sea un corazón metálico.
El paciente se encogió de hombros y manifestó:
― Entonces, cuando me rompa una costilla, haré que también me la pongan de titanio. La sustitución de huesos resulta fácil. Todo el mundo puede conseguir que le hagan eso en cualquier momento. Yo seré todo lo metálico que quiera, doctor.
― Está usted en su derecho, si así lo prefiere. Sin embargo debo hablarle con franqueza y decirle que si bien ningún ciber-corazón metálico ha fallado mecánicamente, sí han fallado algunos electrónicamente.
― ¿Qué significa eso?
― Eso significa que todo ciber-corazón posee un pulsarregulador como parte integrante de su estructura. En el caso de la variedad metálica se trata de un mecanismo electrónico que mantiene el ritmo cardíaco. Ello implica que hay que colocar todo un equipo en miniatura que altere el ritmo del corazón de acuerdo con el estado emotivo y físico del individuo. En ocasiones, esto ha fracasado, y la persona ha muerto antes de que se pudiera corregir el defecto.
― Nunca he oído hablar de tales casos.
― Yo le aseguro que han ocurrido.
― ¿Y sucede a menudo?
― De ningún modo. Sólo muy raras veces.
― Bien, entonces correré ese riesgo. ¿Y qué me dice del corazón de plástico? ¿No lleva también un pulsarregulador?
― En efecto, senador. Pero la estructura química del ciber-corazón fibroso es mucho más parecida a la del tejido cardíaco del hombre. Puede responder mejor a los estímulos iónicos y hormonales del organismo. El elemento a insertar es, en este caso, mucho más sencillo que en el del ciber-corazón metálico.
― ¿No escapa nunca al control hormonal el corazón de plástico?
― Hasta ahora nunca ha ocurrido.
― Porque no han trabajado con él un tiempo lo bastante largo, ¿no es así?
El cirujano vaciló un momento, y luego respondió:
― Bueno, es cierto que el corazón fibroso lleva en uso menos tiempo que el metálico…
― ¿Lo ve usted? ¿Qué teme, doctor, que quiera convertirme en un robot, en un metalo, como los llaman desde que se les otorgó la ciudadanía?
― No tiene nada de malo el metalo. Como bien dice usted; se trata de ciudadanos. Pero usted no es un metalo, sino un ser humano. ¿Por qué no seguir siendo un ser humano?
― Porque deseo lo mejor, y eso es el corazón metálico, entiéndalo bien.
― Perfectamente ― contestó el cirujano ―. Se le pedirá que firme los correspondientes permisos, y luego le colocaremos un corazón de metal.
― ¿Y quién será el cirujano que me intervenga? Me han dicho que usted es el mejor.
― Seré yo mismo. Haré lo posible para que el trasplante tenga éxito.
Se abrió la puerta, y el paciente salió en su silla acompañado por la enfermera.
Luego entró el ingeniero médico, que permaneció mirando hasta que la puerta se hubo cerrado a espaldas del paciente. Entonces se volvió al cirujano y dijo:
― Bueno, no puedo adivinar lo que ocurrió. Dígame, ¿cuál fue su decisión?
El cirujano se inclinó sobre su escritorio y perforó las instrucciones finales para los registros.
― La que usted predijo. Quiere un ciber-corazón metálico.
― Después de todo, son los mejores.
― No siempre. Llevan más tiempo usándose, eso es todo. Es la manía que tiene la humanidad, desde que los metalos han adquirido la ciudadanía. El hombre tiene el singular anhelo de hacer de sí mismo un metalo. Suspira por la fuerza física y por la resistencia que se les atribuye.
― Ellos no son los únicos, doctor. Usted no trabaja con metalos, pero yo sí, de modo que sé lo que ocurre. Los dos últimos que ingresaron para someterse a reparaciones me pidieron elementos fibrosos.
― ¿Se los proporcionó?
― En un caso, sí; se trataba tan sólo de colocar tendones. No había demasiada diferencia entre insertar metal o fibra. El otro, en cambio, deseaba un aparato circulatorio o su equivalente. Yo le dije que no podía hacerlo. Para ello se hubiera tenido que modificar totalmente la estructura de su organismo, aplicando material fibroso… Es de suponer que algún día llegaremos también a eso. Habrá metalos que no sean totalmente de metal, sino una especie de combinación metálica de carne y sangre.
― ¿No le preocupa esa idea?
― ¿Por qué? Análogamente, habrá seres humanos metalizados. Hoy poseemos dos variedades de seres inteligentes en la Tierra, y es absurdo que nos estemos preocupando por las dos. Dejemos que se acerquen la una a la otra, y al fin no existirá diferencia alguna. ¿Para qué queremos que la haya? Entonces tendremos lo mejor de ambas formas de vida: las ventajas del hombre combinadas con las del robot.
― El resultado entonces sería un ser híbrido ― contestó el cirujano, con un tono que se acercaba a la agresividad ―. Se habría llegado a una criatura que no sería ambas cosas, sino ninguna de las dos. ¿Es lógico suponer que un individuo no esté lo bastante orgulloso de su estructura orgánica y de su identidad como para desear transformarse en algo extraño? ¿Sería deseable ese mestizaje?
― Así hablan los racistas.
― Pues no me importa ― dijo el cirujano, con sereno énfasis ―. Yo creo que uno debe ser lo que es. No cambiaría ni una partícula de mi organismo por ninguna razón. Si se requiere forzosamente hacerme algún cambio, exigiría que el material fuera lo más parecido posible a mis propios órganos. Yo soy “yo mismo”. Y estoy muy satisfecho con ser quien soy, y no pretendo ser ninguna otra cosa.
El cirujano, terminado su alegato, se preparó para iniciar la operación. Introdujo sus fuertes manos en el horno y las dejó para que se calentaran al rojo hasta que se esterilizasen completamente. A pesar de ser la primera vez que levantaba la voz y se apasionaba de tal modo, en su bruñido rostro metálico, como siempre, no existía el menor vestigio de expresión.

UNA MUERTE - Héctor G. Oesterheld

Yo andaba investigando la muerte del Jon.
Las huellas, luego de contornear todo el pueblo, me llevaron hasta la pequeña casa junto al río, casi perdida entre los juncos.
No hacía frío, pero igual me subí las solapas del abrigo y hundí las manos en los bolsillos.
Subí cinco escalones no muy seguros, empujé las puertas, entré.
Jaulas, pajareras por todas partes. De fabricación casera.
Pájaros de colores: cotorras, cardenales, pechos colorados,canarios. Pájaros grises, pájaros marrones. Grandes y chicos.
Avancé; fue como entrar en una nube de píos, trinos, gorjeos.
Y de olor denso, cálido.
De entre dos pajareras salió el hombre. Tricota agujereada, cabeza blanca. Ojos curiosamente grandes y claros en el rostro ceniciento, lleno de arrugas; un rostro muy gastado, pero abierto, cordial.
–Hace tres días... –empecé. Y me detuve.
Me miró por un momento. Miró al piso, volvió a mirarme.
Ya nos estábamos entendiendo.
–¿Amigo suyo?
Asentí.
–¿Sabe lo que..., lo que le pasó?
–Me lo imagino. Sé que estaba muy enfermo.
Me acercó una silla de paja. Él se sentó en un cajón
vacío.
–Ahora que lo pienso –se rascó la cabeza–, quizás debí decírselo a la policía. Pero cuando sucedió no me pareció necesario.
No hubieran comprendido nada; usted me entiende.
–Por supuesto.
–Ya todos me creen loco, sin necesidad de un cuento semejante
–sacudió la cabeza, tenía las manos sobre las rodillas flacas; manos de dedos largos, delicados–. Además, ¿por qué habría de elegir mi casa para morir? El comisario no lo entendería nunca. Claro, podía haber ido al médico. O a ver al cura. Pero no, tuvo que caminarse toda la distancia hasta aquí.
Yo solo sabía que el Jon estaba muerto. Lo dejé hablar.
–Aunque creo saber por qué me eligió a mí, al “Churrinche”, el loco “Churrinche”, el pajarero... Él adivinó que yo era el único en todo el pueblo capaz de dejarlo morir tranquilo y sin preguntas.
De tanto andar con animales uno termina por amigarse, por entender a todo lo vivo, venga de donde venga...
Me miró con los ojos claros: tenían algo de charcos de agua quieta. Yo hubiera hecho lo mismo que el Jon, me hubiera confiado en él.
–Claro, al principio me tomó por sorpresa; yo no estaba preparado para verlo –continuó el hombre–. Llegó del lado del río, lo sentí chapotear en el juncal. Cuando subió los escalones creí que era José, o el Negro, o cualquiera de los vagabundos de siempre. Tardó en entrar, el último escalón le costó mucho trabajo; pensé que estaría borracho, no le hice caso. Pero al llegar a la puerta se apoyó en el marco, y recién entonces me di cuenta, al verle la mano, tan verde y con los siete dedos.
Se levantó, fue hasta un brasero donde temblaba una pava.
–¿Un matecito?
Dije que sí con la cabeza.
–Estaba que se caía –mientras hablaba puso yerba en un jarrito enlozado–. Me di cuenta de que se moría, pero no quiso que lo acostara; insistió en sentarse ahí, donde está usted. Y se quedó medio caído, los ojos cerrados.
”–Sé que eres amigo–me dijo de pronto, marcando mucho las letras–. Por eso hice toda la distancia hasta aquí... Sé que cuidas pájaros... Por eso vine.
”–¿Por los pájaros? –le pregunté.
”–Sí... Quiero pedirte un favor... ¿Podrás prestarme uno, uno cualquiera, hasta... hasta que no lo necesite más?
”Contesté que sí y le traje a la Manolita, la cotorra; es la más mansita de todas. Se la ofrecí.
”–Gracias... –la mano le tembló cuando le puse el pájaro.
Y Manolita se quedó tan quieta, tan cómoda entre los siete dedos–. Gracias... No tienes idea, pajarero, cómo tus pájaros se parecen a los sícalos nuestros... Son tan iguales...
”Le costó levantar la mano, pero igual se tomó el trabajo, quería ver bien a Manolita.
”–Si uno sabe mirar, un solo pájaro..., un solo sícalo..., resume todas las bellezas de los mundos...
”Yo no decía nada. Me daba tanta pena verlo respirar tan mal; además, cuando uno anduvo mucho entre animales sabe enseguida cuándo alguno se muere, así sea un perro o una persona o...”
El pajarero me tendió el humeante jarrito. Lo tomé con cuidado, para no quemarme.
–Su amigo apoyaba ahora la mano en la mesa, y no dejaba de mirar la cotorra. Y volvió a hablar:
”–El pájaro..., el sícalo..., es los días perdidos, es la infancia...
Cuidar un pájaro es revivir la infancia... Por eso tú, pajarero, cuidas pájaros... No quieres desprenderte de la infancia...
”–No lo sé –le dije por decir algo–. Pero... ¿y los chicos que cuidan pájaros?
”–Los chicos que cuidan pájaros... Tienes razón... Los chicos no pueden recordar la infancia... –hizo una pausa, se quedó mirando largamente la cotorra, que seguía quietecita en su mano; y de pronto agregó–: Los chicos que cuidan pájaros están también recordando, están también reviviendo, sin saberlo, los días perdidos, la infancia de la especie...
”Su amigo volvió a callar, siguió mirando a Manolita. Y mirando, también, vaya uno a saber qué imágenes de otros tiempos, de otros lugares.
”–¿Quiere agua? –le pregunté–. ¿Está realmente cómodo?
”No me contestó.
”Afuera se acababa la tarde, igual que ahora.
”Pensé que alguno podría venir… La sorpresa que se llevaría al verlo allí.
”Manolita se alborotó de pronto, aleteó, se me vino hasta el hombro...
”La mano verde seguía igual, apoyada sobre la mesa.
”No tuve que tocarlo para saber que ya estaba muerto.
”Cavé una fosa en el albardón, lo enterré en el mismo lugar donde entierro a los pájaros que se me mueren.
”Y allí está ahora. Pensé ponerle una cruz, pero no... ¿Qué mejor cruz para él que la misma cruz de los pájaros, el sol de cada día?”
Me levanté. Ya sabía todo lo que quería sobre la muerte del Jon.
–Gracias –le devolví el jarrito enlozado.
El Jon, después de todo, había tenido una muerte buena.
El pajarero se levantó también.
–¿Eran muy amigos?
–Mucho.
Me tendió la mano.
Vacilé un momento, le tendí la mía.
Sonrió al sentir la presión de los siete dedos. Me dio una
palmada en el hombro, me acompañó hasta la puerta.
Bajé los escalones, me fui por el juncal.
Ya había estrellas. Pero no, el Gelo no se veía. Demasiado distante.
Aunque no está tan lejos, pensándolo bien.
Un pájaro nocturno pasó volando bajo, en vuelo silencioso.
¿Un pájaro o un sícalo?

EL POZO - Santiago Roncagliolo

Debería verlo antes de partir -me dijo Wordsworth- Es algo que no se puede perder… Si se atreve, claro.
Wordsworth solía ponerse pedante a ciertas horas de la madrugada, cuando ya sólo quedábamos los solteros y los decididamente alcohólicos en el bar del Grand Hotel des Wagons Lits. En realidad, yo detestaba a ese tipo. Me molestaban su arrogancia y sus aires de superioridad. Pero en el Pekín de 1937, no había mucha gente más con quién compartir una noche de copas. Los japoneses acampaban a pocas millas de la ciudad, preparando la invasión. El gobierno había trasladado la capital. Los occidentales se marchaban. Los pocos que quedábamos vivíamos encerrados en el barrio de las legaciones. Salir de noche se consideraba un suicidio. Aún así, le dije:
-Lléveme. Vamos ahora.
-No me haga sacar el coche si luego va a echarse atrás -dijo Wordsworth, tras una pantalla de humo de cigarrillos.
-¿No me ha oído? He dicho que nos vamos.
En esos tiempos, todo el mundo hablaba del club del Loto. Supuestamente era el más exclusivo de Pekín, pero por eso mismo, nadie admitía ser miembro. Era tal la leyenda del club que yo pensaba que no existía en realidad. Pero Wordsworth, con su enorme boca y su borrachera, acababa de admitir que era socio, y se había ofrecido a llevarme.
-Sólo hay una condición -advirtió-: debe jurar que no contará a nadie lo que ocurra ahí.
-¿Por qué? -preguntaba yo- ¿Qué pasa ahí que sea tan importante?
-He jurado no contarlo -respondía Wordsworth, enigmáticamente.
-¿Y qué pasa si un socio traiciona el juramento?
-A nadie se le ocurriría -sonrió.
Yo también me marchaba. Al día siguiente. Acababa de vender todos los negocios de mi familia en la ciudad. En Londres me esperaba mi prometida Mina, cuya familia poseía un patrimonio considerable. Me preparaba para una vida cómoda pero aburrida. Echaría de menos los fumaderos de opio contrabandeado de Manchuria, las brochetas de alacranes y las prostitutas coreanas. Así que esa noche, no quería dormir. Quería saborear cada segundo en Pekín. Quería aventuras. Y acepté su condición.
-Está bien, lo llevaré -dijo Wordsworth ahora, aplastando su colilla contra un ostentoso cenicero de porcelana-. Será un regalo de despedida. Supongo que se lo ha ganado.
Montados en su Voisin blanco, abandonamos el barrio de las legaciones y penetramos en la China real, entre lámparas rojas de papel y patrullas militares. Wordsworth condujo hasta los hutongs cercanos a la Ciudad Prohibida y se detuvo en uno de ellos, ante una construcción gris y silenciosa.
-¿Está usted seguro? -me dijo mientras apagaba el motor.
Yo asentí con la cabeza.
Nos internamos por un callejón miserable lleno de curvas y bifurcaciones. La luna brillaba intensamente esa noche, y avanzábamos sin dificultad. En algunas esquinas había mendigos durmiendo. Uno de ellos se sacudió bruscamente cuando nos acercamos, y descubrí que estaba lisiado, pero no trató de impedirnos el paso. También escuché el ladrido de algunos perros salvajes, y el sonido de sus mandíbulas cerrándose sobre algo, aunque no conseguí verlos.
Wordsworth se detuvo frente a una puerta, que parecía la más miserable de todo el callejón. Temí que el club fuese un fiasco, un fumadero sórdido para millonarios aburridos. Pero no dije nada. Mi acompañante tocó cinco veces con los nudillos y esperamos mientras el tiempo se congelaba a nuestro alrededor. Tras una breve eternidad, alguien abrió una rejilla del otro lado. A mis oídos llegó un ruido de copas y risas apenas perceptibles. Wordsworth no dijo nada, pero hizo un gesto con la mano, una especie de contraseña visual. Y la puerta se abrió.
Entramos en la sala más lujosa que he visto en mi vida. Arañas de cristal colgaban de los techos, que contra todo pronóstico, eran muy altos, como si la casa fuera más grande por dentro que por fuera. Las paredes estaban cubiertas de mármol y espejos enmarcados en pan de oro. En ese escenario espectacular se celebraba un cóctel. Los caballeros presentes sostenían copas de champán y las damas relucían, forradas en diamantes y terciopelos. Reconocí al embajador francés, al director de la policía, a varios generales del Kuomintang y a algunos rusos blancos adinerados. Si el propio Chang Kai Shek hubiese dado una fiesta, los invitados serían los mismos.
Wordsworth y yo nos mezclamos entre los invitados. Algunos se sorprendían al verme y se alegraban de darme la bienvenida. Pero a mí no me impresionaban especialmente. En cuestión de veinticuatro horas, ellos ya no significarían nada para mí.
-¿Esto es todo? -le pregunté a Wordsworth al oído- ¿El gran club del Loto? Hay fiestas mejores en nuestro barrio.
-Usted no tiene paciencia ¿verdad? -me regañó. Y luego, volviéndose hacia un camarero con una bandeja de whisky, le preguntó-. Mi amigo quiere ver el pozo ¿lo puedes llevar?
El camarero asintió. Dejó la bandeja en una mesa y me guió hacia un patio central, y luego a través de otro salón ricamente decorado con jarrones y dragones de porcelana. Finalmente se detuvo ante una habitación y abrió la puerta. Me invitó a pasar.
Adentro de la habitación, no había muebles. Sólo una lámpara de papel roja colgaba en medio del techo. Y abajo de ella, un pozo.
Me arrodillé en el suelo para asomarme. El pozo tenía unos cinco metros de profundidad  y en el fondo, había un hombre, sentado con las manos y pies atados. Pensé que sería un japonés capturado, al que exhibían por morbo y por decadencia. Estaba sollozando. Lo llamé:
-¡Eh! ¿Quién lo ha metido ahí?
El hombre pareció revivir. Alzó las manos y la cabeza, haciendo sonar las cadenas.
-¡Por favor, sáqueme de aquí! ¡Sálveme de esta gente! ¡Están locos!
La voz tenía acento londinense, y de hecho me sonaba familiar. Mis ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad del pozo. Y sólo entonces lo vi con claridad. Y con horror.
Era yo.
-¡Vendrán en cualquier momento! -siguió rogando. Iba vestido con mi misma ropa, y tenía mi rostro y mi pelo. Era yo, cada centímetro de mí, como en un espejo infernal- ¡Por favor, sáqueme! Le pagaré.
No quise seguir escuchando. Salí corriendo de esa habitación. Atravesé de vuelta el patio, y la reunión. Me perdí en el laberinto hasta que encontré la salida. Y seguí corriendo, mientras amanecía, hasta llegar a mi hotel.
Dos días después, los japoneses entraron en Pekín.
Yo nunca volví a esa ciudad.

EL ÁRBOL-GLOBO - Edward Page Mitchell

I

El coronel dijo:

Durante varias horas cabalgamos directamente desde la costa hacia el corazón de la isla. Cuando abandonamos la embarcación, el sol declinaba en el oeste. No habíamos sentido la más ligera brisa de aire, ni en el agua, ni en la tierra. El resplandor lo cubría todo. Sobre la baja cadena de las colinas que se alzaban a varias millas de distancia pendían unas cuantas nubes cobrizas. «El viento», dijo Briery, pero Kilooa sacudió la cabeza.

La variada vegetación exhibía los efectos de la prolongada y continua sequía. La vista vagaba sin alivio desde el enfermizo color bermejo de la maleza, tan seca en algunos sitios que las hojas y los tallos crujían bajo los cascos de los caballos, hasta el castaño amarillento de los árboles sedientos que bordeaban el camino de herradura por el que marchábamos. Nada era verde, salvo los cactus de punta de campana, adecuados para florecer en el cráter de un volcán en actividad.

Kilooa se inclinó sobre la montura y arrancó la copa de una de estas plantas, grande como una pera californiana y saturada de jugo. Aplastó la campana con el puño y, dándose vuelta, nos arrojó unas deliciosas gotas de agua a los rostros ardientes.

El guía comenzó entonces a hablar velozmente en su lengua de vocales y consonantes líquidas. Briery me hizo el bien de traducirlo.

El dios Lalala amaba a una mujer de la isla. Llegó bajo el aspecto del fuego. Ella, acostumbrada a la temperatura de ese clima, sólo sintió escalofríos ante sus avances. Luego, él la cortejó como un aguacero y conquistó su corazón. Kakal era una deidad mucho más poderosa que Lalala, pero muy maliciosa. Él también codiciaba a esta mujer, quien era muy hermosa. La porfía de Kakal fue en vano. Despechado, la convirtió en un cactus y la dejó arraigada a la tierra bajo el sol ardiente. El dios Lalala era impotente para impedir esta venganza, pero decidió vivir con la mujer-cactus, en forma de aguacero, y nunca la abandonó, ni siquiera en las estaciones más secas. Por esta razón, el cactus se ha convertido en un depósito infalible de agua fresca y pura.

Mucho después de la caída de la noche, llegamos al curso de un río sin agua; Kilooa nos condujo entonces varias millas a lo largo de su lecho seco. Cuando nuestra fatiga era extrema, el guía nos indicó que desmontáramos. Ató los animales jadeantes y luego corrió hacia lo más denso de la espesura sobre aquella ribera. Después de trepar trabajosamente un centenar de metros, llegamos a una miserable choza de techo de paja. El nativo alzó los brazos sobre su cabeza y emitió una nota de falsete, no muy diferente del yodel de los tiroleses. El llamado atrajo la atención de la ocupante de la vivienda, a quien Briery iluminó con su linterna. Era una vieja, más horrible que el producto de un sueño enfermizo.

—¡Omanana gelaal! —exclamó Kilooa.

—¡Salud, mujer sagrada! —tradujo Briery.

Se inició entonces un largo coloquio entre Kilooa y la santona, respetuoso por parte de aquél y sentencioso e impaciente por parte de ésta. Briery escuchaba con avidez. Varias veces tuvo que asirme el brazo, como si no pudiera dominar su ansiedad. La vieja parecía persuadida por los argumentos de Kilooa o conquistada por sus súplicas. Por último, señaló el sudoeste con la mano, al mismo tiempo que pronunciaba lentamente unas palabras que aparentemente satisficieron a mis camaradas.

La santona había señalado las colinas, pero veinte o treinta grados a la izquierda del rumbo que habíamos seguido desde que dejamos la costa.

—¡En marcha! ¡En marcha! —gritó Briery—. No podemos perder más tiempo.

II

Cabalgamos durante toda la noche. A la salida del sol hicimos un alto de diez minutos escasos, para tomar el frugal desayuno que proveían nuestras mochilas. Montamos nuevamente enseguida y empezamos a abrirnos paso a través de la espesura, que se hacía poco a poco más y más densa, bajo un sol a cada momento más intenso.

—Tal vez —observé por fin a mi taciturno compañero— no tengas inconveniente en decirme ahora por qué dos personas civilizadas y un amistoso salvaje están internándose en esta selva infernal, como si tuvieran una misión de vida o muerte.

—Sí —dijo—, es mejor que lo sepas.

Briery extrajo de un bolsillo interior una carta que parecía haber sido leída y releída hasta el punto en que los dobleces comienzan a ajarse.

—Es una carta —continuó— del Profesor Quakversuch, de la Universidad de Upsala. La recibí en Valparaíso.

Echando un vistazo cauteloso a su alrededor, como si temiera que cada helecho arborescente de aquella soledad tropical fuese un espía, o que las espatas parecidas a capuchas de los gigantescos caladios que pendían sobre nuestras cabezas fueran oídos ansiosos por absorber algún portentoso secreto de la ciencia, Briery leyó en voz muy baja la carta del gran botánico sueco:

"En estas islas tendrán una oportunidad única —escribía el profesor— de investigar ciertos relatos extraordinarios que años atrás me refiriera el misionero jesuita Buteaux con respecto al Árbol Migratorio, el cerens regrans, citado por Jansenia y otros fisiólogos especulativos.

"Spohr, el explorador, sostiene haberlo contemplado; pero sabe usted que existen fundadas razones para aceptar con cierta reticencia las afirmaciones de Spohr.

"No resulta lo mismo con las aseveraciones de mi valioso corresponsal, el ya fallecido misionero jesuita. El Padre Buteaux era un botánico erudito, un observador minucioso y uno de los hombres más piadosos y conscientes que he conocido. Él nunca vio al Árbol Migratorio; pero durante su largo período de trabajos en aquella región del mundo acumuló, de fuentes ampliamente diversas, una gran cantidad de testimonios de su existencia y sus costumbres.

«¿Es totalmente inconcebible, mi estimado Briery, que en los límites de una naturaleza exista una organización vegetal tan superior al repollo, en complejidad y potencialidad como el mono en relación con un pólipo? La naturaleza es un continuo. No encontramos en sus esquemas ni vacíos ni lagunas. Pueden existir eslabones perdidos en nuestros volúmenes, clasificaciones y gabinetes, pero no los hay en el mundo orgánico. ¿No es propio de todos los elementos inferiores de la naturaleza luchar para llegar al punto de auto-conciencia y volición? ¿Qué impediría que una planta alcance este punto en un proceso incesante de evolución, de diversificación y perfeccionamiento llegando así a sentir, a desear y a actuar, en pocas palabras, a poseer y ejercer las características del animal verdadero?».

La voz de Briery temblaba de entusiasmo mientras leía estas palabras.

"No me cabe duda alguna —continuaba el Profesor Quakversuch— que si tuviera usted la gran fortuna de encontrar un espécimen del Árbol Migratorio descrito por Buteaux, hallaría que posee un sistema de verdaderos nervios y ganglios perfectamente definidos, constituyentes, de hecho, de la sede de la inteligencia vegetal. Le encarezco el mayor de los cuidados en sus disecciones.

"Según las indicaciones que me suministró el jesuita, este árbol extraordinario debería pertenecer al orden de las Cactaceae. Se debería desarrollar sólo en condiciones de extremo calor y aridez. Sus raíces deberían ser poco más que rudimentarias, permitiéndole una precaria vinculación con la tierra. El árbol debería ser capaz de separarse de su vinculación a voluntad, elevándose en el espacio y trasladándose a otro lugar seleccionado por él mismo, tal como un pájaro muda su nido. Deduzco que estas migraciones se logran gracias a su propiedad de secretar gas hidrógeno con el cual, cuando así lo desea, infla un órgano de tejido altamente elástico parecido a una vejiga, remontándose del suelo y dirigiéndose a una nueva morada.

«Buteaux agregó que el Árbol Migratorio recibía invariablemente la adoración de los nativos, como si fuera un ser sobrenatural, y que el misterio con que los salvajes rodean su culto era el mayor obstáculo en el camino del investigador».

—¡Eso es todo! —exclamó Briery, doblando la carta del Profesor—. ¿No es esta una búsqueda que merezca arriesgar y aún sacrificar la vida misma? Aumentar los archivos de conocimientos de la morfología vegetal con la existencia comprobada de un árbol que se traslada de un lado a otro, un árbol que posee voluntad propia, un árbol, tal vez, que piensa… ¡esta es la gloria que se debe ganar a cualquier costo! El lamentado Decandolle de Ginebra…

—¡Al diablo con el lamentado Decandolle de Ginebra! —grité, cansado del excesivo calor y sintiendo que habíamos emprendido una búsqueda inútil.

III

Cerca de la puesta del sol del segundo de nuestro viaje, Kilooa, quien cabalgaba a varios metros delante de nosotros, lanzó un breve y repentino grito, saltó de la silla y se agachó en el suelo.

Briery estuvo a su lado en un instante. Yo los seguí con menos agilidad; mis articulaciones estaban entumecidas y no poseía entusiasmo científico para lubricarlas. Briery se agachó, examinando con ansiedad un lugar en el suelo que mostraba las señales de una reciente remoción. El salvaje estaba postrado, frotando el polvo con su frente, como si se encontrara en éxtasis religioso, y emitía el mismo falsete que habíamos oído en la choza de la santona.

—¿Descubrieron los rastros de alguna bestia? —demandé.

—No es el rastro de una bestia —contestó Briery, casi con enojo—. ¿Ves esta raspadura grande y redonda en el suelo? Aquí se ha depositado un gran peso. ¿Ves estos pequeños canales en la tierra fresca, que irradian del centro como las puntas de una estrella? Son las cicatrices dejadas por las finas raíces arrancadas de sus lechos. ¿Ves el histérico comportamiento de Kilooa? Te aseguro que estamos sobre la huella del Árbol Sagrado: Estuvo aquí, y no hace mucho tiempo.

Continuamos la caza a pie, de acuerdo con las excitadas instrucciones de Briery. Kilooa se dirigió hacia el este, yo hacia el oeste, y Briery tomó hacia el sur.

A fin de cubrir exhaustivamente el terreno, convenimos en avanzar en un zigzag que se ampliaba gradualmente, comunicándonos a intervalos regulares por medio de disparos de pistola.

El convenio no podía haber sido más tonto. En un cuarto de hora había perdido la calma y me encontraba extraviado en la espesura. Descargué repetidas veces mi pistola durante otro cuarto de hora, sin recibir respuesta alguna desde el este o el sur y pasé el resto del día intentando regresar al lugar donde estaban los caballos. Luego el sol se puso, dejándome súbitamente a oscuras y abandonado, en una desolación de cuya extensión y naturaleza no tenía la menor idea.

Les ahorraré la historia de mis sufrimientos durante toda esa noche y el día siguiente y la noche siguiente y el otro día. Cuando caía la noche vagaba sin rumbo y con ciega desesperación, deseando que volviera la luz del día, falto de valor para dormir o aun detenerme, permanentemente aterrorizado por los peligros desconocidos que me rodeaban. Durante el día añoraba la noche, pues el sol lograba atravesar la densa techumbre que conformaba el follaje exuberante, conduciéndome al borde de la demencia. Las provisiones de mi mochila se habían agotado. Mi cantimplora se encontraba en la montura y habría muerto de sed si no hubiera sido por los cactus acampanados que encontré en dos ocasiones. Pero ni la tortura del hambre y la sed, ni la tortura del calor, fueron en aquella horrible experiencia comparables al dolor de pensar que mi vida iba a ser sacrificada a la ilusión de un botánico loco que había soñado con lo imposible.

¿Lo imposible?

La segunda tarde, tambaleándome aún sin rumbo a través de la jungla, agoté las últimas energías que me quedaban y me desplomé en el suelo. Ya hacía mucho tiempo que la desesperación y la indiferencia habían dado lugar a un anhelante deseo de que todo terminara de una vez. Cerré los ojos con indescriptible alivio; el sol ardiente parecía placentero en el rostro mientras el sentido me abandonaba.

¿Acudió a mí una mujer hermosa y gentil mientras yacía inconsciente e hizo reposar acaso mi cabeza en su regazo? ¿Me rodeó con sus brazos y apretó su rostro contra el mío, rogándome que tuviera valor en un susurro? Esa fue la imagen que colmaba mi mente cuando trabajosamente volví a recuperar el sentido durante un instante; me aferré a los brazos cálidos y suaves y volví a desvanecerme.

No intercambien miradas ni sonrían, caballeros; en aquella cruel desolación, en mi estado de desesperanza, hallé piedad y una ternura benigna. Cuando recobré nuevamente el sentido, vi que algo se inclinaba sobre mí, algo majestuoso si no hermoso, humanitario si no humano, lleno de gracia si no femenino. Los brazos que me sostenían y me atraían estaban húmedos y latían con el pulso de la vida. Se podía percibir un aroma débil y dulce, semejante al del cabello perfumado de una mujer. Aquel contacto era una caricia y aquel gesto era un abrazo.

¿Puedo acaso describir su forma? No, no con la claridad que dejaría satisfecho a un Quakversuch o a un Briery. Noté que el tronco era macizo. Las ramas que me levantaban del suelo y sostenían con cuidado y gentileza eran flexibles y dispuestas de manera simétrica. Una guirnalda de llamativo follaje colgaba sobre mi cabeza y en su centro relucía una encandilante esfera escarlata. El globo color escarlata se agrandaba a medida que yo lo observaba, pero aquel esfuerzo rebasó mis posibilidades.

Tengan presente, por favor, que en aquel entonces el agotamiento físico y la tortura mental me habían llevado a un punto en el que transitaba de la conciencia a la inconsciencia con la misma facilidad y frecuencia con que una persona fluctúa entre el sueño ligero y tranquilo y el desvelo durante una noche de fiebre. Resultaba lo más natural del mundo que en mi extrema debilidad un cactus me amara y me cuidara. No traté de buscar una explicación de mi buena suerte ni intenté analizarla; la acepté, simplemente, como un hecho natural, como un niño acepta un regalo de un desconocido. La única idea que me dominaba era la de haber encontrado una amiga desconocida, animada de sentimientos femeninos e inconmensurablemente generosa.

Y cuando sobrevino la noche me pareció que el bulbo escarlata crecía enormemente, llegando casi a cubrir el cielo. ¿Me mecían suavemente brazos flexibles que me retenían? ¿Flotábamos juntos en el aire? Ni lo sabía ni me importaba. Me parecía imaginar en ese momento que estaba en mi litera a bordo del barco, acunado por el oleaje; compartía a veces el vuelo de un pájaro enorme o bien era transportado con prodigiosa rapidez a través de la oscuridad, por mi propia voluntad. La sensación de movimiento incesante afectaba todos mis sueños. Cada vez que me despertaba, sentía que una fresca brisa golpeaba constantemente contra mi rostro… la primera bocanada de aire desde que habíamos desembarcado. Caballeros, me sentía feliz sin saber por qué. Había cedido todas mis responsabilidades en cuanto a mi propia suerte. Había ganado la protección de un ser de poderes superiores.

IV

—¡Tráeme el frasco de coñac, Kilooa!

Era pleno día. Me encontraba acostado en el suelo y Briery me sostenía por los hombros. Había en su cara una expresión de asombro que jamás olvidaré.

—¡Dios mío! —exclamó—, ¿cómo llegó hasta aquí? Hace dos días que abandonamos la búsqueda.

El coñac me ayudó a recuperarme. Me puse de pie tambaleante y miré a mi alrededor. De un solo vistazo pude comprender la causa del asombro de Briery. Ya no estábamos en la selva, sino en la costa. Podía ver la bahía, y el barco anclado a medio kilómetro de distancia. Estaban arriando un bote para venir por nosotros.

Y hacia el sur se veía un brillante punto rojo en el horizonte, poco más grande que el lucero del alba… el Árbol-Globo que regresaba a las regiones agrestes. Yo lo vi, así como Briery y el salvaje Kilooa. Lo seguimos con la mirada hasta que desapareció. Distintas emociones nos embargaban: a Kilooa, la supersticiosa reverencia, a Briery el interés científico y una intensa desilusión, a mí una plenitud de admiración y gratitud.

Me tome la frente con las manos. Entonces, no era un sueño. El Árbol, las caricias, el abrazo, la pelota escarlata, el viaje nocturno por el aire, no eran creaciones y episodios del delirio. Llámenlo árbol, o animal-planta…, ¡pero allí estaba! Que los hombres de ciencia discutan la cuestión de su existencia en la naturaleza; pero yo sé esto: él me había encontrado moribundo y me había trasladado a una distancia de más de cien millas directamente hasta el barco donde debía estar. Enviado por la Providencia, señores, ese organismo vegetal dotado de conciencia e inteligencia me había salvado la vida.

En este punto el coronel se puso de pie y abandonó el club. Estaba visiblemente conmovido. Poco después, entró Briery, de prisa como siempre. Recogió un ejemplar nuevo de los «Viajes en la Tierra de Kerguellon» de Lord Bragmuch y se acomodó en una mecedora junto al fuego.

El joven Traddies se acercó tímidamente al veterano trotamundos.

—Disculpe, señor Briery —dijo—, pero me gustaría hacerle una pregunta acerca del Árbol-Globo. Existían razones científicas para creer que su sexo era…

—Ah —lo interrumpió Briery, con evidente aburrimiento—, ¿el coronel lo ha obsequiado con su extraordinario relato? ¿Me ha vuelto a honrar haciéndome participar en él? ¿Si? Bien, ¿cazamos a nuestra presa esta vez?

—Oh, no —dijo el joven—. La última vez que vio usted al Árbol, éste era un punto escarlata en el horizonte.

—¡Demonios, un nuevo error! —dijo Briery, severamente comenzando a cortar los bordes de las hojas de su libro.