Cuentos para ver

ROOG - Philip K. Dick

ROOG! —Dijo el perro.
Apoyó las patas en el borde de la cerca y miró en torno suyo.
El Roog irrumpió corriendo en el patio.
Despuntaba la mañana y el sol aún no había salido. El aire era gris y frío, y las paredes de la casa estaban cubiertas de una película de humedad. Sin dejar de mirar, el perro entreabrió las fauces y clavó las garras negras en la madera de la cerca.
El Roog se detuvo junto a la puerta abierta del patio. Era pequeño, delgado y blanco, y las patas apenas parecían sostenerlo. El Roog parpadeó, y el perro le enseñó los dientes.
— ¡Roog! —repitió.
El eco repitió el sonido en la silenciosa penumbra matinal. Todo estaba callado y apacible. El perro se puso a cuatro patas y atravesó el patio en dirección a la escalera del porche. Se sentó en el primer peldaño y, miró al Roog. Éste le devolvió la mirada. Luego alargó el cuello hacia la ventana de la casa y la husmeó.
El perro cruzó el patio a la carrera. Golpeó la cerca y el portón tembló y crujió bajo la fuerza del impacto. El Roog se alejó a toda prisa por el sendero con un trotecillo ridículo. El perro se echó junto a los maderos de la cerca, con la respiración agitada y la lengua roja colgando fuera de la boca. Siguió contemplando al Roog mientras se alejaba.
El perro yació en silencio. Sus ojos negros brillaban. Amanecía. El cielo empezó a clarear. El aire de la mañana transportó los sonidos de la gente que despertaba. Las luces se encendieron detrás de los visillos. Una ventana se abrió al frío de la mañana.
El perro continuó inmóvil. Vigilaba el sendero.
La señora Cardossi vertió agua en la cafetera. Una nube de vapor la cegó por un instante. Dejó el pote en el borde de la cocina y entró en la alacena. Cuando salió, Alf estaba en la puerta poniéndose las gafas.
— ¿Tienes el periódico? —preguntó.
— Está fuera.
Alf Cardossi atravesó la cocina. Corrió el pestillo de la puerta trasera y salió al porche. Contempló la mañana húmeda y gris. Boris estaba echado junto a la cerca, negro y peludo, con la lengua fuera.
— Mete la lengua dentro —dijo Alf. El perro levantó la vista al momento. Golpeó la tierra con la cola—. La lengua. Mete la lengua dentro.
El perro y el hombre intercambiaron una mirada. El perro gimoteó. Tenía los ojos brillantes y enfebrecidos.
— ¡Roog! —dijo suavemente.
— ¿Qué? —Alf miró a su alrededor—. ¿Viene alguien? ¿El chico de los periódicos?
El perro le miró con la boca abierta.
— Hace unos días que te veo alterado —dijo Alf—. Deberías tranquilizarte. Ya somos demasiado viejos para estas excitaciones.
Entró en la casa.
Salió el sol. La calle se llenó de luz y color. El cartero hacía su ruta habitual, cargado de cartas y revistas. Los niños correteaban, riendo y charlando.
A eso de las once, la señora Cardossi barrió el porche delantero. Hizo una pausa y aspiró una bocanada de aire.
— Hoy huele bien —comentó—. Hará buen tiempo.
Cuando el sol de mediodía comenzó a castigar la tierra, el perro negro se estiró bajo el porche. Su pecho se movía al compás de la respiración. Los pájaros jugueteaban en el cerezo, graznando y parloteando entre sí. Boris levantaba la cabeza de vez en cuando y los miraba. Al cabo de un rato se levantó y trotó hacia el árbol.
Entonces fue cuando reparó en los dos Roogs sentados en la cerca. Tenían los ojos clavados en él.
— Es grande —dijo el primer Roog—, más que la mayoría de los Guardianes.
El otro Roog asintió con un balanceo de la cabeza. Boris, muy quieto, los vigilaba, con el cuerpo rígido. Los Roogs permanecían en silencio mientras contemplaban al enorme perro con la golilla de pelo blanco hirsuto que adornaba su cuello.
— ¿Cómo está la urna de las ofrendas? —preguntó el primer Roog—. ¿Está casi llena?
— Sí —confirmó el otro—. Casi a punto.
— ¡Eh, tú! —gritó el primer Roog—. ¿Me oyes? Esta vez hemos decidido aceptar las ofrendas. Recuerda que debes dejarnos entrar. No queremos más tonterías.
— No lo olvides —añadió el otro—. No durará mucho.
Boris no dijo nada.
Los dos Roogs saltaron de la cerca y fueron hasta el sendero. Uno de ellos sacó un mapa y ambos lo consultaron.
— Esta zona no es la más adecuada para un primer ensayo —dijo el primer Roog—. Demasiados Guardianes… En cambio, la zona norte…
— Ellos ya han decidido —dijo su compañero—. Hay tantos factores…
— Por supuesto.
Echaron una mirada a Boris y se apartaron un poco más de la cerca, El perro no pudo escuchar el resto de la conversación.
Después los Roogs guardaron el mapa y se alejaron por el sendero.
Boris se acercó a la cerca y olfateó los maderos. Cuando descubrió el olor enfermizo y hediondo de los Roogs se le erizó el pelo de la espina dorsal.
Cuando Alf Cardossi llegó a casa por la noche, el perro montaba guardia junto al portón, escudriñando el sendero. Alf entró en el patio.
— ¿Cómo estás? —preguntó, palmeando el costillar del perro—. ¿Continúas preocupado? Últimamente estás muy nervioso. No eras así antes.
Boris gimoteó y miró a su amo con insistencia.
— Eres un buen perro. Boris. Demasiado grande, sin embargo. Seguro que ya no te acuerdas de cuando eras un cachorrillo.
Boris se restregó contra la pierna del hombre.
— Eres un buen perro —volvió a repetir Alf—. Me gustaría saber qué te preocupa.
Entró en la casa. La señora Cardossi estaba preparando la mesa para cenar. Alf fue a la sala de estar y se quitó el sombrero y la chaqueta. Dejó la fiambrera sobre la mesa y volvió a la cocina.
— ¿Qué sucede? —preguntó la señora Cardossi.
— El perro debería dejar de ladrar y hacer ruidos. Los vecinos volverán a quejarse a la policía.
— Ojalá no tengamos que regalárselo a tu hermano —dijo la señora Cardossi con los brazos cruzados—. A veces parece que se haya vuelto loco, en especial los viernes por la mañana, cuando vienen los basureros.
— Quizá se le pase pronto —repuso Alf. Encendió su pipa y fumó con solemnidad—. Antes no era así. Espero que recobre la tranquilidad.
— Ya veremos —dijo la señora Cardossi.
El sol salió, frío y ominoso. La niebla colgaba de los árboles y se situaba en las partes más bajas.
Era el viernes por la mañana.
El perro negro estaba tendido bajo el porche, con el oído alerta y los ojos bien abiertos. Tenía el pelaje endurecido por el rocío y al respirar desprendía nubes de vapor que se mezclaban con el escaso aire que corría. De repente, ladeó la cabeza y se enderezó de un salto.
Un débil pero penetrante sonido llegaba desde la distancia.
— ¡Roog! —gritó Boris mirando alrededor.
Corrió hacia el portón, se alzó sobre las patas traseras y apoyó las delanteras en la cerca.
El sonido se repitió de nuevo, más fuerte, no tan lejano como antes. Era estridente y metálico, como si algo rodara o una gigantesca puerta se abriera.
— ¡Roog! —gritó Boris.
Escudriñó ansiosamente las ventanas oscurecidas que había por encima de su cabeza. Nada se movió. Nada.
Y entonces vio que los Roogs avanzaban por la calle. Los Roogs y su camión avanzaban bamboleándose, traqueteando sobre las piedras con gran estrépito.
— ¡Roog! —volvió a gritar Boris.
Sus ojos brillaban en las tinieblas. Luego se calmó. Se echó en el suelo y esperó, atento al menor sonido.
Los Roogs detuvieron el camión frente a la casa. Pudo oír cómo se abrían las puertas y bajaban a la calzada. Boris empezó a correr en círculos. Gimió y apuntó con el hocico hacia la casa.
El señor Cardossi se incorporó un poco en la tibia oscuridad del dormitorio y echó un vistazo al reloj.
— Maldito perro —murmuró—. Maldito perro.
Hundió el rostro en la almohada y cerró los ojos.
Los Roogs bajaban por el sendero. El primer Roog empujó la puerta hasta que cedió. Los Roogs entraron en el patio. El perro retrocedió.
— ¡Roog! ¡Roog! —gritó.
El horrible y acre olor de los Roogs le hizo salir huyendo.
— La urna de las ofrendas —dijo el primer Roog—. Creo que está llena. —Sonrió al aterrorizado perro—. Muy amable de tu parte.
Los Roogs se acercaron al cubo de metal; uno de ellos quitó la tapa.
— ¡Roog! ¡Roog! —gritaba Boris, acurrucado junto al primer escalón del porche.
Temblaba de miedo. Los Roogs levantaron el cubo y lo pusieron de costado. El contenido se desparramó sobre el suelo y los Roogs destrozaron las bolsas de papel. Eligieron las mondaduras de naranja, los trozos de pan tostado y las cáscaras de los huevos.
Uno de los Roogs se metió una cáscara de huevo en la boca y la destrozó con un crujido.
— ¡Roog! —gritó Boris casi para sí, perdida toda esperanza.
Los Roogs casi habían terminado de recoger las ofrendas. Hicieron una pausa y miraron a Boris.
Entonces, lenta y silenciosamente, alzaron la vista hacia la casa y examinaron las paredes, el estuco y la ventana con el visillo de color pardo todavía corrido.
— ¡ROOG! —chilló Boris, y avanzó hacia los intrusos con ágiles movimientos, enfurecido y asustado al mismo tiempo.
Los Roogs se apartaron de la ventana a regañadientes. Salieron por el portón y lo cerraron.
— Miradlo —dijo el último Roog con desprecio mientras levantaba el extremo de la manta hasta la altura del hombro.
Boris cargó contra la cerca, con las fauces abiertas y dispuestas a triturar. El Roog más grande agitó los brazos frenéticamente y Boris retrocedió. Se estiró al pie de la escalera del porche, con la boca aún abierta. Dejó escapar un terrible gemido de desdicha, un aullido que expresaba toda su tristeza y desesperación.
— Vámonos —dijo uno de los Roogs al que permanecía junto a la cerca.
Caminaron por el sendero.
— Bueno, excepto estos lugarejos custodiados por los Guardianes, la zona ha quedado despejada —dijo el Roog más grande—. Me alegraré cuando hayamos acabado con este Guardián en particular. Nos causa muchos problemas.
— No te impacientes —sonrió otro Roog—. Tenemos el camión repleto. Dejemos algo para la semana que viene.
Todos los Roogs rieron. Ascendieron el sendero transportando las ofrendas en la manta sucia que se hundía por el centro.

SACRIFICIO - Philip K. Dick

El hombre salió al porche delantero y contempló el día. Claro y fresco El rocío cubría la hierba. Se abrochó la chaqueta y hundió las manos en los bolsillos.
Mientras bajaba la escalera, las dos orugas que esperaban junto al buzón cuchichearon entre sí.
— Ahí va —dijo la primera—. Envía tu informe.
Cuando la otra empezó a girar sus antenas, el hombre se detuvo y dio media vuelta.
— Os oí —dijo.
Golpeó con el pie la pared, y las dos orugas cayeron sobre el pavimento. Las aplastó.
Después bajó corriendo por el sendero hasta la acera. Miró con recelo a su alrededor. Un pájaro daba saltitos en el cerezo, picoteando las cerezas. El hombre lo examinó. ¿Algún problema? El pájaro levantó el vuelo. No, ningún problema con los pájaros.
Siguió adelante. En la esquina tropezó con una telaraña que se extendía desde los matorrales al poste telefónico. Su corazón latió con violencia. Manoteó frenéticamente para abrirse paso. Luego miró por encima del hombro y comprobó que la araña se acercaba desde el matorral para inspeccionar los desperfectos de su obra.
Las arañas constituían un enigma. Necesitaba más hechos… Aún no se había producido ningún contacto.
Se detuvo en la parada del autobús. Golpeó el suelo con los pies para hacerles entrar en calor.
El autobús llegó y él subió a la plataforma, contento de sentarse entre la gente cálida y silenciosa que miraba al frente con indiferencia. Una vaga oleada de seguridad le invadió.
Rió entre dientes y se relajó, por primera vez en muchos días.
El autobús prosiguió su camino.
Tirmus agitó sus antenas, excitada.
— Votad, si ése es vuestro deseo —ascendió por el montículo—, pero antes de empezar dejadme que os recuerde lo que dije ayer.
— Ya lo sabemos —dijo Lala con impaciencia—. Pongámonos en marcha. Ya hemos trazado los planes. ¿Qué nos detiene?
— Más a mi favor. —Tirmus paseó la mirada por los dioses allí reunidos—. Toda la Colina está preparada para atacar al gigante en cuestión. ¿Por qué? Sabemos, sin ningún género de dudas, que no puede comunicarse con sus congéneres. El tipo de vibración, el lenguaje que utiliza, todo hace imposible que logre popularizar la idea que tiene de nosotros, de nuestros…
— Tonterías. —Lala se irguió—. Los gigantes se comunican muy bien.
— ¡No existe la menor noticia de que un gigante haya hecho pública ninguna información sobre nosotras!
El ejército se removió, inquieto.
— Adelante —dijo Tirmus—, pero es un esfuerzo vano. Es inofensivo…, está aislado. ¿Para qué perder el tiempo en…?
— ¿Inofensivo? —Lala la miró fijamente—. ¿Es que no lo comprendes? ¡Sabe lo que está ocurriendo!
Tirmus bajó del montículo.
— Me repugna la violencia innecesaria. Deberíamos guardar nuestras fuerzas para el día que las necesitemos.
Se procedió a la votación. Como era de esperar, el ejército se manifestó a favor de atacar al gigante. Tirmus suspiró y trazó un mapa sobre la tierra.
— Éste es el lugar donde vive. Es lógico suponer que volverá cuando termine la jornada. La situación, según mi punto de vista…
Siguió desarrollando su plan sobre el suave terreno.
Uno de los dioses se inclinó hacia su compañero hasta que las antenas se tocaron.
— Este gigante no tiene la menor oportunidad de salvarse. Por una parte, me da pena. ¿Por qué se le ocurrió entremeterse?
— Un accidente —sonrió el otro—. Ya sabes la manía que tienen de meter las narices en todo.
— Lo siento por él, a pesar de todo.
Anochecía. La calle estaba oscura y desierta. El hombre avanzaba por la acera, con el periódico bajo el brazo. Caminaba con rapidez, echando furtivas miradas a su alrededor. Rodeó el gran árbol plantado en la esquina y cruzó ágilmente la calle hacia la acera opuesta. Al girar la esquina se enredó con la telaraña, tejida desde el matorral al poste telefónico. Manoteó de forma automática para librarse del repelente contacto. Entonces escuchó un débil murmullo, metálico y agudo.
— …¡espera!
El hombre se detuvo.
— …cuidado…, dentro…, espera…
Su mandíbula colgó flojamente. Los últimos hilos se rompieron en sus manos y prosiguió su camino. La araña se deslizó detrás de él por los restos de la tela, esperando. El hombre volvió la vista atrás.
— Estás chiflada —dijo—. No me voy a arriesgar a quedarme ahí bien atadito.
Llegó al sendero que conducía a su casa. Lo subió, evitando aproximarse a los matorrales. Sacó la llave y la metió en la cerradura.
Se inmovilizó. ¿Dentro? Mejor que fuera, en especial de noche. Un período malo, la noche. Demasiado movimiento bajo los matorrales. Malo. Abrió la puerta y entró. La alfombra, un pozo de negrura, se extendía ante él. Al otro lado vislumbró la forma de una lámpara.
Cuatro pasos hacia la lámpara. Alzó un pie. Se detuvo.
¿Qué había dicho la araña? ¿Esperar? Esperó, y escuchó. Silencio.
Sacó el mechero y lo encendió.
Una alfombra de hormigas cayó sobre su cabeza, como un diluvio. Ganó el porche de un salto. Las hormigas se arrastraron con toda la velocidad de que eran capaces sobre el suelo, a la débil luz que entraba por las ventanas.
El hombre rodeó la casa. Cuando la primera oleada de hormigas se derramó en el porche, ya estaba girando la llave del agua, con la manguera preparada.
El chorro de agua dispersó las hormigas. El hombre ajustó la lanza de la manguera, forzando la vista para discernir en la oscuridad. Avanzó y disparó el chorro de un lado a otro.
— Malditas seáis —dijo con los dientes apretados—. Así que espera adentro…
Estaba aterrorizado. Dentro… ¡nunca antes! Un sudor frío le cubría la cara. Dentro. Nunca habían entrado antes. Alguna mariposa, y moscas, por supuesto. Pero eran inofensivas, ruidosas…
¡Una alfombra de hormigas!
Las roció salvajemente hasta que rompieron filas y fueron a refugiarse en la hierba, en los matorrales, bajo la casa.
Se sentó en la acera, sin dejar de aferrar la manguera, temblando de pies a cabeza.
Lo habían planeado a la perfección. No se trataba de un ataque rabioso, frenético y espasmódico, sino de una acción de guerra planificada en todos sus detalles. Le habían esperado. Un paso más.
Gracias a Dios por la araña.
Cortó el agua y se puso en pie. No se oía el menor ruido; silencio absoluto. Los matorrales se agitaron. ¿Un escarabajo? Algo negro surgió; lo aplastó con el pie. Un mensajero, probablemente. Un corredor de primera. Entró cabizbajo en la casa, iluminándose con el mechero.
Estaba sentado ante su escritorio, con el pulverizador de acero y cobre a mano. Acarició la fría superficie con los dedos.
Las siete. La radio sonaba con el volumen muy bajo. Se inclinó hacia adelante y movió la lámpara del escritorio para que iluminara el suelo.
Encendió un cigarrillo. Cogió papel y pluma. Reflexionó unos minutos.
Lo habían planeado todo para eliminarle. La desesperación se abatió sobre él como un torrente. ¿Qué podía hacer? ¿A quién iba a pedir ayuda? ¿Quién le iba a creer? Apretó los puños y se irguió en la silla.
La araña se dejó caer sobre el escritorio.
— Lo siento. Confío en que no te haya asustado, como en el poema.
El hombre la contempló sin pestañear.
— ¿Eres la misma? ¿Aquella de la esquina? ¿La que me avisó?
— No, ésa era otra. Una Hilandera. Yo, en concreto, soy una Masticadora. Observa mis mandíbulas. —Abrió y cerró la boca—. Me las como a puñados.
— Estupendo —sonrió el hombre.
— Desde luego. ¿Sabes cuántas de nosotras hay en, digamos, un acre de tierra? A ver si lo adivinas.
— Un millar.
— No. Dos millones y medio, de todas clases: Masticadoras, como yo, o Hilanderas, o Picadoras.
— ¿Picadoras?
— Son las mejores. Por ejemplo, la que llamáis viuda negra. Muy valiosa. Pero…
— ¿Qué?
— También tenemos nuestros problemas. Los dioses…
— ¡Dioses!
— Hormigas, como decís vosotros. Los líderes. Están por encima de nosotras. Es una pena. Tienen un sabor detestable…, me enferma. Vamos a abandonarlas en favor de los pájaros.
El hombre se puso en pie.
— ¿Los pájaros? ¿Son…?
— Bueno, hemos llegado a un acuerdo. Esto ya ha durado mucho tiempo. Te contaré la historia. Aún nos queda un poco de tiempo.
El corazón del hombre se contrajo.
— ¿Algo de tiempo? ¿Qué quieres decir?
— Nada. Un problemilla sin importancia que se suscitará más tarde. Deja que te cuente los antecedentes. Creo que no los conoces.
— Adelante, te escucho.
Empezó a pasear por la habitación.
— Ellas gobernaban la Tierra muy bien, hace un millón de años. Los hombres vinieron de otro planeta. ¿De cuál? Lo ignoro. Aterrizaron y decidieron apoderarse de la Tierra. Hubo una guerra.
— Así que somos nosotros los invasores —musitó el hombre.
— Pues sí. La guerra condujo a la barbarie a ambos bandos. Vosotros olvidasteis vuestros conocimientos, y ellas degeneraron en un sistema de clases sociales muy rígido, hormigas, termitas…
— Entiendo.
— El último grupo de hombres que recordaba la historia nos adiestró. Fuimos educadas —la araña rió entre dientes a su manera—, educadas en algún lugar para este propósito. Las mantuvimos a raya. ¿Sabes cómo nos llaman? Las Devoradoras. Desagradable, ¿verdad? Dos arañas más descendieron hacia el escritorio. Las tres se agruparon para conferenciar.
— Es mucho más serio de lo que pensaba —dijo la Masticadora —No sabía absolutamente nada. La Picadora…
La viuda negra se aproximó al borde del escritorio.
— Gigante —gritó con voz aflautada—, me gustaría hablar contigo.
— Adelante —dijo el hombre.
— Vamos a tener algunos problemas. Se acerca un ejército de hormigas. Nos quedaremos contigo un rato.
— Entiendo. —El hombre se mojó los labios y se alisó el pelo con dedos temblorosos—. ¿Crees que… hay alguna oportunidad de…?
— ¿Oportunidad? —La Picadora osciló pensativamente—. Bueno, hace mucho tiempo que nos dedicamos a esta tarea. Casi un millón de años. A pesar de los inconvenientes, pienso que les llevamos ventaja. Nuestros acuerdos con los pájaros y, por supuesto, con los sapos…
— Creo que podemos salvarte —interrumpió la Masticadora con optimismo—. De hecho, prevemos acontecimientos como éste.
Por debajo de las tablas del piso se oyó un sonido distante y rasposo, el ruido de una multitud de alas y garras diminutas que vibraban débilmente. Al oírlo, el hombre se puso a temblar.
— ¿Estáis seguras? ¿Podréis hacerlo?
Se secó el sudor que se agolpaba sobre el labio superior y cogió el pulverizador.
El sonido aumentaba de potencia, dilatándose bajo el suelo, bajo sus pies. Los matorrales cercanos a la casa se agitaron y varias mariposas volaron hacia la ventana. El sonido crecía en intensidad por todas partes, un ascendente murmullo de cólera y determinación. El hombre miró de un lado a otro.
— ¿Seguro que podéis hacerlo? —murmuró—. ¿Podéis salvarme?
— Oh —exclamó la Picadora, confundida—. No me refería a esto. Me refería a las especies, a la raza…, no a ti como individuo.
El hombre la miró boquiabierto y las tres Devoradoras se removieron, incómodas. Otras mariposas se estrellaron contra la ventana. El suelo bajo sus pies se combaba.
— Entiendo —dijo el hombre—. Lamento haber comprendido mal vuestras palabras.

CASI HUMANO - Paola Fuentes Claramonte

No hay dolor… no hay placer… Simplemente existo, ni siquiera me muevo… Pero ese olor… no puedo resistirme, no quiero resistirme. Mmmmm…

Lo primero que recuerdo es el frío. Comenzó en la nuca, que me dolía tremendamente, y se extendió con rapidez por todo el cuerpo, como una corriente eléctrica. Intenté moverme, pero mi cuerpo de alguna forma se encontraba atrapado. Algo me sujetaba de las muñecas y los tobillos, impidiéndome ponerme de pie y salir de aquel lugar gélido. Se escuchaba un pitido insistente, irritante. Abrí los ojos, casi sin aliento, ya que la temperatura de mi cuerpo no dejaba de descender.

Estaba en el interior de una habitación aparentemente vacía, únicamente ocupada por el aparato que emitía los pitidos —un monitor cardíaco, creo— y la especie de bañera enorme donde me encontraba, el cuerpo sumergido hasta el cuello en el agua llena de hielo. De los laterales colgaban las correas que mantenían sujetas mis extremidades, impidiéndome escapar. El ritmo que marcaba el monitor comenzó a aumentar a medida que el miedo me invadía y mi respiración se aceleraba. Iba a morir allí mismo de una hipotermia fatal. Un momento, ¿no había yo…?

La puerta se abrió, interrumpiendo mis pensamientos. Un hombre joven, con bata blanca, apareció en el umbral. Se quedó mirándome con expresión de asombro mientras yo trataba en vano de articular una petición de ayuda. Comenzó a gritar algo que no entendí. Me revolví en mi posición, tratando de liberarme, aunque los músculos apenas me respondían. Entonces llegaron unos cuantos más, hombres y mujeres, gritando entusiasmados y observándome con la boca abierta.

Finalmente, uno de ellos se acercó y comenzó a desabrochar las correas que me sujetaban. Me ayudaron a salir de la bañera helada, sujetándome entre varios, ya que era totalmente incapaz de mantenerme en pie. Me envolvieron en toallas y mantas. Yo temblaba violentamente, pero al menos iba recuperando la sensibilidad en mis extremidades agarrotadas. Quería hablar, preguntarles dónde estaba, cómo había llegado allí, pero no podía articular una palabra. Ni siquiera entendía las preguntas que me estaban haciendo…

Rápidamente, todos se enfrascaron en una actividad frenética. Uno de ellos se puso a examinar la herida de mi tobillo. Parecía limpia y bastante cicatrizada. No estaba así la última vez que la vi, entonces no se parecía en nada a… Oh, Dios.

En aquel momento recordé. Escuché el monitor reproduciendo mi pulso descontrolado mientras llegaban a mi memoria las imágenes más terribles que puedo recordar. Todo sucedió tan rápido que evocar aquellos instantes fue como ver una película a toda velocidad, un borrón terrorífico pasando ante mis ojos que encadenaba uno tras otro los acontecimientos de aquella noche fatídica. La barricada cayendo, la gente gritando, el olor a sangre y el miedo casi tangible que se respiraba, las manos heladas agarrándome de la ropa y del pelo, los golpes, las heridas, los dientes hundiéndose en mi carne, el dolor… La muerte. Casi un alivio, después de haber vivido durante meses con el miedo instalado en el cuerpo igual que un parásito. Pero no podía haber muerto: estaba allí, temblando de frío en la sala con aquella especie de médico examinando una herida casi curada.

Además, recordaba algo después de aquellas terribles horas de agonía. Una existencia vacía, guiada por un único impulso, en la que el tiempo no existía. Los tipos con los trajes de seguridad, que llegaron envueltos en el estruendo de un enorme vehículo y me introdujeron en su interior. Me rompieron algunos huesos al inmovilizarme y arrastrarme hasta la bañera de hielo, aunque yo no sentía ningún dolor. Y luego recordé que había alguien a mi espalda, alguien que tenía miedo de estar allí. El mismo que minutos después me inyectaba una sustancia fría directamente en la médula.

Y de repente, allí estaba de nuevo el impulso incontrolable, haciéndome volver bruscamente al presente. Los de las batas blancas se encontraban sumidos en una incansable actividad registrando variables y hablando a voz en grito de «la cura». El médico que atendía mi herida parecía no percatarse de la lucha que se estaba librando en mi interior, aunque se trataba de una batalla perdida de antemano. Probablemente, él pensaba que yo era otra vez como antes. Celebraba, junto a los demás, el gran hallazgo de haberme devuelto a la vida, porque volvía a respirar, mi cuerpo funcionaba, mis heridas se curaban, y al parecer todos creían que eso era suficiente. Y aunque era consciente del dolor que iba a causarle a aquel pobre incauto, no era capaz de actuar de otro modo. Liberando la profunda tensión que sentía, me lancé sobre él, directamente al cuello. No lo solté a pesar de los gritos y los golpes. El sabor de la sangre y la carne humana me enloquecía, exactamente del mismo modo que antes de que me «curaran». La única y crucial diferencia es que ahora puedo correr. Y pensar. Y no voy a permitir que nadie acabe con mi diversión…

EL ANSIA - Álvaro Fuentes

Abro los ojos.

¿Qué ha pasado? Me siento como al despertar de una larga siesta.

Recuerdo… gritos, miedo, dolor, después calma.

No noto nada, me cuesta pensar.

Lo intento. Pienso.

Un hombre corría hacia mí. Me tiró al suelo. Grité. Me mordió. Intenté escapar, no pude. Dolor. Grité más fuerte. Me comía. Más dolor. Más gritos… después calma.

Por último, oscuridad.

Ahora no hay dolor. No noto nada.

¿Qué ha pasado?

Me miro las manos. Están llenas de sangre. Me asusto.

¿Qué ha pasado?

Miro al suelo. Todo está teñido de rojo. Miro las paredes. Están salpicadas de sangre. Miro las escaleras. Un rastro escarlata las recorre.

¿Qué ha pasado?

Necesito calmarme. Intento respirar profundamente. Un momento. No estoy respirando.

No respiro.

Pánico.

¿Qué está pasando?

Me busco el pulso en la muñeca. Nada. Lo busco en el cuello. Mis dedos encuentran una herida enorme. Mis yemas rozan algo viscoso.

Pánico.

¿Qué está pasando?

No comprendo. Comienzo a temblar. No es miedo. Es otra cosa.

Noto algo. Voces.

Alguien habla. Es en el piso de abajo. No entiendo lo que dice.

Rugen mis tripas. La saliva inunda mi boca. Tengo hambre.

Alguien grita algo abajo. Noto un calor que me sube desde el estómago.

Pienso en comer. ¿Qué pasa? Intento pensar en otra cosa. No puedo. Sólo hay hambre.

Mi cuerpo se lanza escaleras abajo. Corro. Rápido. Más rápido.

Giro el rellano. Veo a un grupo de personas. Ellos me ven. Me paro en seco. Me gritan algo. No entiendo. «No nos hagas daño», grita una mujer. No la entiendo. No sé qué me dice.

Me fijo en su cuello. Me fijo en la vena que se marca en él. Me lanzo a por ella.

Grita. Todos huyen. Son rápidos. Ella ha sido lenta. Salto. Me abrazo a su cuerpo.

«¡Ayuda!», grita. No la entiendo. El resto huye. Gruño.

Grito. Me siento frenética.

Muerdo su cuello. Arranco piel, músculos y tendones. ¿Cómo es posible? ¿Cómo soy capaz de morder así? Un diente se me parte. No siento dolor.

La sangre salpica mi cara. La mujer grita. Se agita como una posesa. Yo gruño mientras arranco carne. Trago trozos enteros. No mastico. No saboreo. Sólo trago.

Con cada pedazo quiero más. Muerdo con más ansia. Trago. Muerdo. Arranco. Trago.

La mujer grita. Apenas se escucha su grito ya. Gruño más fuerte. Deja de moverse. Ya no grita.

Muerdo. Arranco. Trago. Escupo. Su sabor ahora es horroroso. No quiero más de ella.

Busco a los otros. No están. Han huido. Se han escondido detrás de algo. Un momento. Yo sé qué es eso detrás de lo cual se han escondido.

Pienso. Duele mucho. Cuesta. Pienso. La palabra se forma en mi cerebro. Lentamente. Gota a gota. «Puerta.» Recuerdo.

Es una puerta. Están detrás de una puerta.

Me tiro a ella. Golpeo. Araño. Grito. Aúllo. Golpeo. Están detrás. Los oigo. Me oyen. Quiero llegar a ellos. Quiero su carne. ¿Qué estoy pensando? Yo no soy así. Noto el hambre que me taladra. Sí, sí soy así. Ahora sí.

Pienso. El dolor es horrible. Cuesta más que antes. Pienso. Antes sabía cómo pasar por una puerta. Pienso. Una punzada de dolor atraviesa mi cerebro. Noto cómo llega el recuerdo. Dolor. Pienso. «El pomo.» Recuerdo. Hay que usar el pomo.

Lo busco. Ahí está. Lo agarro. Intento abrir. No puedo. Ira. Frustración. Grito. Aúllo. Golpeo la puerta. Araño.

Oigo cómo se me rompe un dedo. Lo miro. Está torcido. No duele. No me importa. Ellos están dentro. Yo estoy fuera. Quiero entrar. No sé cómo. Ira. Golpeo.

Escucho algo detrás. Me giro. Miro. Es la mujer. Se levanta. Pero no es igual. No me atrae.

Me mira. La miro. Su cuello está desgarrado. Se lo hice yo. No me importa. No siento pena. Sólo rabia. Ya no me interesa.

Escucho voces más abajo. Ella también. Duda. Yo no. Corro escaleras abajo. Mientras bajo, la escucho rugir. Ya lo sabe. Corre detrás de mí.

Los veo. Son varios. Van corriendo a la calle. Otro les persigue. Gritan. Aullamos. Corro más rápido. Corren más rápido. Noto el ansia. Rujo. Gritan.

Salgo a la calle. Veo movimiento por todos lados. Hay incendios. Hay humo.

Veo a otros como yo. Veo a otros como yo era antes. Me paro. No sé qué hacer. No sé a por quién ir. Demasiados. No me centro. Me cuesta.

Oigo gritos a mi lado. Una mujer con un niño. Corren. Sé lo que hacer. Corro tras ellos. Gritan. Rujo. Corren. Soy más rápida. El niño es un lastre.

Algo en mi interior me dice que sólo es un niño. Casi puedo sentir algo. Ya es tarde. No queda nada de lo que antes era.

No siento nada. No tengo dolor. No tengo miedo. No quiero pensar más. Sólo quiero comer.

El niño tropieza. La mujer se para. Duda. «Mamá, ayúdame», grita el niño. No entiendo lo que dice.

Va a ser mío. La madre lo mira. La madre me mira. Veo la duda en sus ojos. Veo pena en ellos. Veo la culpa apareciendo. «Lo siento, te quiero», dice, y se va corriendo. No la entiendo. Me da igual.

El niño es mío.

Me tiro encima de él. Grita. Llora. «Mamá», grita. Rujo. El ansia crece. La ira aumenta. Noto el hambre.

Busco su cuello. Se defiende. Mi boca encuentra su cuello. Muerdo. Él grita. Llora. Yo rujo. Arranco su carne. Trago.

Me cuesta pensar. Quiero comer. Muerdo. Desgarro. Arranco. Trago.

Me pierdo. No puedo pensar. Lucho. Intento pensar.

Muerdo. Desgarro. Arranco. Trago.

Me pierdo. Ya no quiero pensar más.

Nunca. Quiero pensar.

Muerdo. Desgarro. Arranco. Trago.

El sabor de la sangre me inunda. Me rindo. No quiero pensar. Quiero comer.

«Es sólo un niño», me dice algo en mi interior. Es el último intento.

No… lo… en… entiendo.

C… co… comer.

S… sólo co… commmmm… comer.

L… lo s… si… siennnnnn…

Lo siennnnn…

Lo siento.

AMANECIDA - Robert Bloch


En el cielo silbaron las cabezas de torpedo cargadas de explosivos, y el fragor de su paso hizo temblar a la montaña.

En las profundidades de su abovedado santuario, el hombre permanecía sentado, deifico e inescrutable, enterado de todo lo que estaba sucediendo. No tenía necesidad de salir de su refugio para contemplar el cielo.
Sabía lo que estaba sucediendo: lo había sabido desde aquella noche en que el sol parpadeó y se apagó. Un anunciante, embutido en la bata blanca símbolo de las artes curativas, había estado emitiendo un importante mensaje acerca del laxante más popular del mundo: el que la mayoría de la gente prefería, el que cuatro de cada cinco médicos usaban personalmente. En medio de su elogio de aquel nuevo y sorprendente descubrimiento, había hecho una pausa para advertir al auditorio que se dispusiera a escuchar un boletín especial.
Pero el boletín no llegó; un momento después, la pantalla ennegreció y rugió el trueno.
Durante toda la noche, la montaña tembló, y el hombre sentado tembló también; no por miedo al futuro, sino por miedo al presente. Había esperado aquello, por ese motivo se encontraba allí. Otros habían hablado del asunto durante años. Habían circulado rumores, advertencias solemnes y comentarios en las tabernas. Pero los que esparcían rumores, y los que hacían advertencias, y los que comentaban en los bares, no habían hecho ningún movimiento. Se habían quedado en la ciudad y sólo él había huido.
Algunos de ellos lo sabían, se habían quedado para aceptar el inevitable final del mejor modo posible, y él los admiraba por su valor. Otro habían tratado de ignorar el futuro, y él los detestaba por su ceguera. Y a todos compadecía.
Había comprobado, hacía mucho tiempo, que el valor no era suficiente, y que la ignorancia no representaba la salvación. Las palabras prudentes y las palabras estúpidas son idénticas en un sentido: no detienen la tormenta. Y cuando la tormenta se acerca, lo mejor es huir.
Él se había preparado aquel refugio montañoso, a mucha altura sobre la ciudad, y estaba a salvo, y estaría a salvo durante los años siguientes. Otros hombres de igual riqueza podían haber hecho lo mismo, pero fueron demasiado listos o demasiado estúpidos para enfrentarse con la realidad. De modo que mientras ellos esparcían sus rumores y pronunciaban sus advertencias y hacían sus comentarios, él se había construido su refugio; revestido de plomo, y aprovisionado de todo lo que podía necesitar durante muchos años, incluida una generosa provisión del laxante más popular del mundo.
Por fin llegó el alba y los ecos del trueno se apagaron, y el hombre se dirigió a un refugio especial, desde el cual podía enfocar su telescopio sobre la ciudad. Miró y remiró, pero allí no había nada que ver: nada, sino nubes en remolino que giraban cubriendo, con su negrura, el inflamado horizonte.
Se convenció de que tenía que bajar a la ciudad si quería ver, y efectuó los adecuados preparativos.
En primer lugar, un traje especial fabricado a base de tela aislante y láminas de plomo, difícil y costoso de obtener. El traje era un alto secreto; del tipo que sólo poseían los generales del Pentágono. No podían procurárselos a sus esposas, y tenían que robarlos para sus amantes. Pero él tenía uno. Y se lo puso.
Una plataforma móvil le ayudó a descender hasta la base de la montaña, donde había un automóvil esperándole. Lo puso en marcha, las puertas se cerraron automáticamente detrás de él, y emprendió el camino hacia la ciudad. A través de la mirilla de su casco aislante contempló la niebla amarilla, y condujo lentamente, a pesar de que no encontró ningún tránsito ninguna señal de vida.
Al cabo de un rato la niebla desapareció y pudo contemplar el paisaje rural. Árboles amarillos y hierba amarilla silueteándose contra un cielo amarillo en el cual grandes nubes negras giraban y giraban.
Un cuadro de Van Gogh, se dijo a sí mismo, sabiendo que era una mentira. Ya que ninguna mano de artista había destrozado los cristales de las granjas, arrancando la pintura de las paredes de los graneros ni estrujado el cálido aliento de los rebaños que pacían en los campos, dejándolos en pie, helados, muertos.
Condujo a lo largo de la ancha carretera que desembocaba en la ciudad; una carretera que habitualmente hervía de objetos multicolores, que eran vehículos a motor. Pero no había ningún automóvil en toda la longitud de la arteria.
No los vio hasta que se acercó a los suburbios. Al doblar una curva, estuvo a punto de chocar contra varios de ellos. Y le invadió el pánico y se detuvo.
La carretera, ante él, aparecía llena de automóviles hasta donde alcanzaba la vista: una masa sólida, guardabarros contra guardabarros, dispuesta a avanzar hacia él con chirriantes ruedas.
Pero las ruedas no giraban.
Los automóviles estaban muertos. Toda la carretera era un cementerio de automóviles. El hombre cruzó el lugar a pie, inclinándose reverentemente ante los cadáveres de los Cadillac, los cadáveres de los Chevrolet, los cadáveres de los Buicks. Delante de sus ojos tenía la evidencia de unas muertes violentas; los cristales destrozados, los guardabarros aplastados, retorcidos.
Las señales de la lucha eran lastimosas de ver; aquí había un diminuto Volkswagen, aplastado entre dos poderosos Lincolns; allí, un MG había muerto debajo de las ruedas de un impresionante camión. Pero ahora todo estaba inmóvil. Los Dodges, y los Hornets, y los Ramblers...
Resultaba duro para él comprobar la tragedia que había sorprendido a las personas que iban en el interior de aquellos vehículos: también estaban muertas, desde luego, pero su fallecimiento no era tan impresionante. Tal vez su pensamiento había sido afectado por la actitud de la época, en la cual un hombre tendía a ser cada vez menos identificado como un individuo, y cada vez más considerado de acuerdo con la valoración simbólica del automóvil que conducía. Cuando un desconocido conducía por la calle, rara vez se pensaba en él como en una persona; la inmediata reacción era: "Ahí va un Ford... ahí va un Pontiac... ahí va un Jaguar descapotable". Y los hombres se jactaban de sus automóviles, en vez de hacerlo de sus cualidades personales. De modo que, en cierto sentido, la muerte de los automóviles era más importante que la muerte de sus propietarios. No parecía que los seres humanos hubieran muerto en un frenético esfuerzo por huir de la ciudad; eran los automóviles los que habían efectuado un esfuerzo final para escapar, y habían fracasado.
Continuó andando por la carretera hasta que llegó a las primeras filas de los suburbios. Allí, las huellas de la destrucción eran más evidentes. Las explosiones habían hecho su efecto.. En el campo, la pintura había sido arrancada de las paredes, pero en los suburbios las paredes habían sido arrancadas de los edificios. No todas las viviendas estaban derruidas. Había muchas casa en pie, pero en su interior no se apreciaba la menor señal de vida. Los aparatos de radio y televisión estaban muertos.
Vio entorpecido su avance por montones de escombros. Al parecer, una de aquellas explosiones había afectado a aquella zona de un modo directo; su camino estaba bloqueado por un montón de los heterogéneos restos de Exurbia.
Pasó por encima o dio un rodeo alrededor de Cajas de Kleenex, cabezas artificiales que habían colgado de los escaparates de las tiendas, artículos para automóviles, arrugadas listas de compra y garabateadas notas de citas con el psiquiatra.
Se detuvo ante unos Grandes Almacenes, y sus pies se enredaron con los camisones de nylon, cajas de supositorios desodorantes y un montón de discos de Harry Belafonte.
Le resultaba difícil de avanzar con normalidad, ya que las calles estaban llenas de vehículos destrozados y las aceras aparecían bloqueadas por los trozos o las fachadas enteras de los edificios. Estructuras enteras habían sido arrancadas de cuajo, y, en algunas casas, había quedado al descubierto el interior de las habitaciones. Aparentemente, la explosión se había producido de un modo repentino, sin previo aviso, ya que había pocos cadáveres en las calles y los que se encontraban en el interior en el interior de los inmuebles indicaban que habían encontrado la muerte mientras desempeñaban sus ocupaciones habituales.
Continuó andando, y evitó deliberadamente mirar los cadáveres. Pero no podía evitar verlos, y con la costumbre la repugnancia se convirtió en simple aprensión. Que luego dejó paso a la curiosidad.
Al pasar por delante del patio de recreo de una escuela, se alegró de que el final se hubiera producido sin violencia. Probablemente, una ola de gas paralizante se había extendido a través de toda aquella zona.
El centro de la ciudad era un amasa de obra de albañilería, formando caprichosas figuras, como diseñadas por un arquitecto demente. Aquí y allí había diminutos capullos de llama brotando de los intersticios de enormes nubes.
El hombre vaciló, preguntándose si sería conveniente aventurarse más allá. Entonces vio la colina que servía de fondo a la ciudad, y la imponente estructura que era el nuevo Edificio Federal. Estaba allí, milagrosamente intacto, y a través de la niebla el hombre pudo ver la bandera que ondeaba todavía en su tejado. Allí podía haber aún vida, y el hombre sabía que no quedaría satisfecho si no lo comprobaba.
Pero, antes de alcanzar su objetivo, encontró otras pruebas de existencia. Mientras se movía entre los escombros se dio cuenta de que no estaba sólo en aquel caos central.
Dondequiera que las llamas ardían y parpadeaban, había figuras furtivas moviéndose cerca del fuego. Para espanto suyo, se dio cuenta de que estaban avivando los incendios; quemando barricadas que no podían ser apartadas de otro modo, para poder entrar a saquear en las tiendas. Algunos de los saqueadores estaban silenciosos y avergonzados, otros se mostraban petulantes; todos estaban condenados a muerte, definitivamente desahuciados.
El saber esto impidió al hombre intervenir. Que robaran y saquearan a su antojo; dentro de unas cuantas horas, o de unos cuantos días, la radiación produciría su inevitable final.
Nadie se interpuso en su paso. Tal vez el casco y el traje protectores parecían un uniforme oficial. Continuó andando y vio:
En el interior de una tienda de bebidas, un hombre descalzo, que llevaba un abrigo de visón, entregando botellas a una brigada formada por cuatro chiquillos...
Una anciana de pie junto a la derruida caja fuerte de un Banco, metiendo fajos de billetes en un saco. En un rincón yacía el cadáver de una mujer de pelo blanco, abrazada a un montón de monedas...
Un soldado y una mujer con el brazalete de la Cruz Roja, transportando una camilla hacia la bloqueada entrada de una iglesia parcialmente derruida. Imposibilitados de entrar, el soldado dio un puntapié a una de las ventanas laterales y por ella introdujeron la camilla...
Una mujer con el rostro de una modelo de Vogue, tendida en la calle. Al parecer, había sido sorprendida por la explosión mientras respondía a la llamada del deber, ya que una mano delgada, aristocrática, agarraba todavía el cordón de su caja de sombreros...
Un hombre delgado, saliendo de la tienda de un prestamista y cargado con una enorme tuba. Desapareció momentáneamente en una carnicería y volvió a salir, con la trompa de su tuba llena de salchichas...
Unos estudios de radio, casi destruidos, con su sala de sonido decorada con los carteles de las quince variedades distintas de los Cigarrillos Preferidos por los Norteamericanos, y de las veinte marcas de la Cerveza Preferida por los Norteamericanos...
Una mujer sentada en la calle, llorando sobre el cadáver de un gatito...
Un autobús aplastado contra un pared; los pasajeros empujándose para salir, incluso en el rigor mortis...
Los cuartos traseros de un león de piedra delante de lo que había sido la Biblioteca Pública; en la escalinata de la entrada, el cadáver de una anciana cuya bolsa de la compra se había desparramado por el suelo, junto a ella: dos novelas policíacas, un ejemplar de Peyton Place, y el último número del Reader’s Digest...
Un chiquillo que empuñaba una pistola de juguete y disparaba contra su hermanita, gritando: "¡Bang! ¡Estás muerta!"
(Y lo estaba).
El hombre andaba lentamente ahora, entorpecido por obstáculos materiales y espirituales. Se acercó al edificio de la colina dando un rodeo; evitando la repugnancia, la curiosidad morbosa, la piedad inútil, el horror indescriptible...
Sabía que había otros hombres allí, en el corazón de la ciudad, algunos entregados a actos de misericordia, otros a heroicos actos de pillaje. Pero él los ignoraba a todos, ya que todos estaban muertos. La misericordia carecía ya de significado, y no había posibilidad de rescate de las radiaciones. Algunos de los que pasaban junto a él le llamaban; pero él continuaba su camino haciendo oídos sordos, sabiendo que sus palabras eran simples estertores de moribundos.
Pero, de pronto, mientras trepaba por la ladera de la colina, notó que estaba llorando. Las lágrimas, cálidas y salobres, descendieron por sus mejillas y empañaron la superficie interior de su casco, de modo que ya no pudo ver nada con claridad. Y así fue como salió del círculo interior; del círculo interior de la ciudad, el círculo interior del infierno de Dante.
Sus lágrimas cesaron de fluir y su visión se aclaró. Delante de él se erguía la impresionante mole del Edificio Federal, intacto... o casi.
A medida que se acercaba a la enorme escalinata principal observó que había evidentes señales de cuarteamiento y de corrosión sobre la superficie de la estructura. La explosión sólo había dañado directamente a las esculturas que adornaban el gran arco que daba acceso al edificio; las estatuas simbólicas habían sido arrancadas de sus pedestales y estaban en el suelo, destrozadas. El hombre las contempló con cierto asombro.
Luego penetró en el interior del edificio. Los centinelas continuaban montando guardia, pero ninguno de ellos le impidió el paso, probablemente porque llevaba un traje protector todavía más complicado e impresionante que los suyos.
En el interior del edificio, un pequeño ejército de funcionarios de poca categoría y de oficiales de alta graduación hormigueaba por los pasillos, subía y bajaba las escaleras. No había ascensores, desde luego: habían cesado de funcionar cuando se cortó la corriente eléctrica. Pero el hombre podía subir a pie.
Sentía deseos de subir, ya que para eso había ido allí. Deseaba contemplar la ciudad desde las alturas del edificio. Embutido en su traje protector, parecía un autómata, y como un autómata subió escalera tras escalera hasta que llegó al piso más alto.
Pero allí no había ventanas, únicamente oficinas rodeadas de paredes. Avanzó por un largo pasillo hasta llegar al final. Allí se abría un gran cubículo cuadrado iluminado por la claridad que penetraba a través de la pared de cristal del fondo.
Un hombre estaba sentado ante un escritorio, empuñando un receptor telefónico y maldiciendo en voz baja. Miró con curiosidad al intruso, observó el uniforme aislante, y volvió a sus maldiciones.
De modo que era posible acercarse a la pared del fondo y contemplar la gran ciudad. Mejor dicho, el enorme cráter donde se había asentado la gran ciudad.
La noche se mezclaba con el apagado resplandor del horizonte, pero allí no había oscuridad. Las pequeñas bombas incendiarias habían ido extendiendo el fuego, al parecer empujado por el viento, y ahora el hombre contemplaba un inmenso océano de llamas. Todo estaba envuelto en unas inmensas olas rojizas. Mientras contemplaba aquel espectáculo, las lágrimas acudieron de nuevo a sus ojos, aunque sabía que no habría lágrimas suficientes para apagar aquellos incendios.
Se volvió hacia el hombre sentado ante el escritorio, notando por primera vez que llevaba uno de os uniformes reservados para los generales.
Por lo tanto, debía ser el comandante en jefe. Sí, ahora estaba seguro de ello ya que, alrededor del escritorio, el suelo estaba inundado de papeles. Tal vez eran mapas anticuados, tal vez eran tratados anticuados. Poco importaba ya lo que pudieran ser.
Detrás del escritorio, colgado de la pared, había otro mapa, y este importaba mucho. Estaba literalmente cubierto de banderitas negras y rojas, y al hombre le costó muy poco descifrar su significado. Las banderitas rojas significaban destrucción, ya que una de ellas se encontraba clavada sobre el nombre de aquella ciudad. Y había una sobre Nueva York, una sobre Chicago, Detroit, Los Angeles... sobre todos y cada uno de los centros importantes.
Miró al general, y finalmente fluyeron las palabras.
—Debe ser terrible.
—Sí, terrible —dijo el general.
—Millones y millones de muertos.
—Muertos.
—Las ciudades destruidas, el aire envenenado, y ninguna posibilidad de escape. Ninguna posibilidad de escape a ninguna parte del mundo.
—Ninguna posibilidad.
El hombre se volvió hacia la ventana y contempló el Infierno una vez más. Pensando: Este es el fin del mundo.
Miró de nuevo al general, y suspiró.
—Pensar que hemos sido derrotados —susurró.
El resplandor rojo creció, y a su luz vio el rostro del general, exultante de alegría.
—¿Qué está diciendo, hombre? —dijo orgullosamente el general, mientras las llamas crecían y crecían—. ¡Hemos ganado!.