Cuentos para ver

TIENE MENSAJES NUEVOS. PARA ESCUCHARLOS PULSE… - Angel Villan



«Mensaje recibido el día 22 de marzo a las 14 horas, 32 minutos»:

—¿Hijo? Sí, lo sé, no estás en casa. Llámame tonta, pero pensé que a lo mejor habías vuelto con antelación a casa y no habías avisado. Estoy preocupada por todo este tema del virus, mi pequeño. Parece que cada vez está en más países, y aunque tú aún estás lejos, estoy algo angustiada por ti. Espero que regreses pronto y puedas llamarme. Te quiero, hijo.

«Mensaje recibido el día 27 de marzo a las 21 horas, 49 minutos»:

—Hola, cariño. No estás aún en casa, ¿verdad? Estoy muy preocupada, de verdad. Hoy ha salido el rey por la televisión y ha dicho algo de un tal Marcial. Estaba tan nerviosa que no he entendido lo que quería decir. Tu padre me lo ha explicado: desde hoy está prohibido salir a la calle de noche. ¿Te lo puedes creer? También he oído noticias de que el virus se está extendiendo mucho por España, y también por Madrid. Aquí ya se habla de disturbios y gente desquiciada por la calle. Pienso que… Aunque sea exagerado, quizá no está de más el toque de queda. Espero que cuando llegues y te encuentres todo esto, sepas reaccionar a tiempo y no te hagan nada malo. Te dejo, que tengo que ir a hacer algo de cena. Adiosito, pequeño.

«Mensaje recibido el día 30 de marzo a las 12 horas, 3 minutos»:

—Hola. Esta vez sí es un mensaje importante, cielo. Nos vamos de casa. El gobierno ha creado unos puntos seguros en los centros de las ciudades para protegernos de la gente infectada. Hablan de que son muy agresivos y contagian a la gente normal con facilidad. Por lo que recuerdo, aún te quedan algunos días fuera. Espero que estés bien, cariño. No te preocupes por mí ni por papá, seguro que allí estamos bien. En cuanto lleguemos y sepamos exactamente adónde nos han enviado, te llamaremos y te dejaremos otro mensaje si aún no estás. Por cierto, los móviles empiezan a fallar, a si que te dejaremos algún teléfono fijo del lugar. ¡Ah, escucha!: tu hermana ha dicho que se quedará de momento en su casa; la muy cabezota no quiere atender a razones y prefiere quedarse con el chulo de su novio. Si las cosas se ponen feas, por favor, cuida de ella. Te quiero, mi niño, y cuídate tú también.

«Mensaje recibido el día 2 de abril a las 2 horas, 59 minutos»:

—¡Por fin! Escúchame, hijo: no te he podido llamar antes, llevo desde que llegamos haciendo cola para el teléfono público y mira qué horas son. Aquí hay miles de personas y apenas hay teléfonos, ¡todo el mundo quiere hablar! Óyeme, cielo, estamos aquí, en el estadio de fútbol del Getafe. Nos tienen durmiendo en tiendas de campaña como si fuera un campo de concentración. ¡Es tan indignante! Para hablar con nosotros no tengo ni idea de lo que puedes hacer, creo que lo mejor es que vengas directamente si seguimos aquí encerrados. Aunque los rumores hablan de que cada vez la cosa pinta peor ahí fuera. Se dice que Toledo es un caos, que nadie está a salvo allí y cosas así. Por favor, hijo, ten mucho cuidado cuando salgas de casa. Pienso que quizá sería mejor que te quedaras en el chalé, allí al menos estás apartado de toda esta gentuza y vivirás más dignamente. No abras la puerta a nadie y no te fíes de la gente. Si puedes, ve a buscar a tu hermana; acabo de hablar con ella y sigue encerrada en casa. Dice que hay infectados merodeando por su calle, pero que está bien. Tienen comida para algunos días y dice que no me preocupe… ¡Ah! No salgas por la noche, el toque de queda lo cumplen a tiros, mi hijo. ¡Espero que no te pase nada! Te tengo que dejar, la gente empieza a empujar y… ¡OIGA! ¡UN POQUITO DE RESPETO, ¿NO?! ¡Por favor!… Perdona, cielo, pero escúchame, ten cuidado, ¿sí? ¡Y mira bien antes de cruzar, que los militares van como locos! ¡Te quiero, hijo! ¡Pero bueno! ¡Quieren parar de emp…!

«Mensaje recibido el día 5 de abril a las 19 horas, 12 minutos»:

—Tate, ya sé que no estás, pero te dejo este mensaje porque ya no puedo hablar con papá y mamá. Estoy con Richi y esta tarde nos vamos de mi piso. Hay infectados en nuestra calle, así que Richi ha decidido que nos vayamos a su pueblo, a casa de sus padres. Ellos están bien, y el pueblo, aseguran, está libre del virus. No es mucho camino, es en Colmenar Viejo. La dirección es calle del Tinte, 8. Piso… ¿Qué piso era, Richi?… Ah, sí, tienes razón. Toma nota, calle del Tinte número 8, 4.º derecha. Cuando llegues a casa y escuches esto, si hablas con mamá, díselo, porque seguro que está preocupada. Si puedes ir a buscarlos al estadio, sería lo mejor, los rumores hablan de que las cosas se están poniendo cada vez más feas en los puntos seguros. Aunque no me hagas mucho caso porque la tele no funciona y la radio a duras penas. Sólo son mensajes de advertencia y cosas así, pero dijeron que no se acudiera a los puntos seguros, así que me imagino que no están muy bien. Richi tenía razón, ojalá la testaruda de mamá me hubiera hecho caso. Bueno, lo que sea, un besito y ten cuidado. Nos veremos pronto, hermanito.

«Mensaje recibido el día 6 de abril a las 5 horas, 45 minutos»:

—¿Hijo? Soy yo, tu padre. ¿Estás ahí? ¿Aún no has llegado a casa? Después de todo lo que ha pasado no recuerdo cuándo llegabas. Espero que aún estés fuera del país, lejos de todo este horror. Pero quiero que prestes mucha atención cuando oigas esto al llegar a casa. Tu madre y yo hemos conseguido escapar de la trampa del estadio. Todo se volvió una matanza, y sinceramente logramos salir por los pelos. Tu madre está en mitad de una crisis nerviosa y yo apenas consigo mantenerme sereno, pero debo hacerlo por ella. Escucha, estamos refugiados en un piso de una urbanización en las afueras de Getafe. No puedo decirte dónde exactamente, y no puedo salir precisamente al exterior para mirar la plaquita de la calle. Desde la ventana parece una amplia avenida, y, si no recuerdo mal, tenemos el estadio al este, no muy lejos. Quiero que me hagas caso, no sé si podremos volver a llamarte. Presiento que el teléfono va a durar menos o nada, es toda una suerte que aún esté en servicio y tú tengas corriente en casa… Al final tenías razón con lo de la energía solar.

»Bueno, escúchame: no vengas a por nosotros. Quédate en tu casa, en el chalé estarás más seguro. Tu madre te dijo que fueras a buscar a tu hermana, pero yo no sé qué decirte. Si puedes, hazlo. Lo último que supimos de ella es que estaba bien, pero ahora no coge el teléfono. Si se ha ido a algún lado, no nos lo ha podido decir, así que espero que te dejara a ti un mensaje. Tú sabrás qué es lo mejor que puedes hacer. Confío en ti.

»Nosotros no podemos salir de aquí de momento, hasta que venga “la caballería”. Hay decenas de infectados abajo y tú solo únicamente conseguirías que te atacasen. Quédate allí y protégete todo lo que puedas. Haz barricadas, lo que sea. Pero ni se te ocurra acercarte a un infectado, sea quien sea. Son altamente contagiosos y agresivos. Me duele no estar ahí para protegerte, pero ahora tengo que cuidar de mamá. Haz lo posible por sobrevivir, hijo. No te preocupes por nosotros, ya verás como todo se arregla y vienen a rescatarnos. Hemos colgado sábanas en las ventanas pidiendo ayuda. Nosotros estaremos bien, cuídate tú.

«Mensaje recibido el día 7 de abril a las 17 horas, 23 minutos»:

—¡¡Amor!! ¿Me oyes? ¡¡Aún funciona el teléfono!! ¡¡Le voy a dejar otro mensaje!!… Hola, cielo, me sorprende volver a poder dejarte un mensaje. Los últimos días han sido un infierno, ya me ha dicho tu padre que te lo contó por encima. Quiero que tengas en cuenta sus palabras y hagas caso a todo lo que te dijo, él sabe lo que hace. Estamos encerrados aquí en el piso, y aunque los infectados se las han ingeniado para colarse en la escalera, estamos bien, pues la puerta está cerrada y tiene una cadena de seguridad. Comida no tenemos mucha, pero bueno, siempre quise hacer dieta, ¿no?… Estoy muy preocupada por vosotros, tú ya deberías haber regresado a casa y haberme devuelto la llamada. No sé qué número es éste, pero míralo en tu teléfono. De tu hermana tampoco sé nada, no coge el teléfono… Espero que esté en algún lado escondida y cuando termine esta pesadilla por fin consigamos reunirnos todos. Cuando logremos salir de aquí, iremos para tu casa, ¿vale? Me gustaría que ése fuese nuestro punto de reunión. Díselo a tu hermana si consigues hablar con ella… Espero que llegues pronto a casa… Te quiero, hijo.

«Mensaje recibido el día 8 de abril, a las 23 horas, 12 minutos»:

—[Sollozos]… Mi niño… Mi niño, ¿estás ahí? Por favor… [Sollozos] Tengo mucho miedo, estoy asustada. ¡Los muertos saben dónde estamos! Llevan horas aporreando la puerta. ¡Me van a volver loca! Por los gemidos deben de ser muchísimos, estoy aterrorizada. Si… Si puedes… Ven a ayudarnos. Nadie ha aparecido… Tengo miedo… [Sollozos y golpes de fondo] Tu padre ha puesto muebles delante de la puerta, espero que no puedan entrar… He visto lo que hacen…: muerden a la gente… la despedazan… y están… Ellos están muertos, pero aun así andan, atacan a la gente… Por favor, mi hijo… ven en cuanto puedas… No sé hasta cuándo podremos aguantar así… Te quiero, mi pequeño… Ten… Ten mucho cuidado…

«Mensaje recibido el día 8 de abril, a las 23 horas, 48 minutos»:

—Perdóname, cariño. Olvida lo que dije antes. Estaba asustada… Es inútil que vengas. Lo he aceptado, y ahora… ahora simplemente quería despedirme. No… No sé por dónde empezar. Siempre has sido un buen hijo, cariñoso y respetuoso con tu familia. Te he querido desde el día en que supe que ibas a nacer, y te querré por siempre. Quiero que lo sepas y lo tengas clarísimo. Tu padre… [Silencio, golpes de fondo y sollozos ahogados]

»Tu padre también te quiso siempre. Ahora ya no está aquí… pero sin duda fue un gran padre. Cuidó de sus hijos y de su mujer durante toda su vida. Lo ha dado todo hasta su último aliento… quiero que lo sepas. Me encerró en este dormitorio y se quedó fuera luchando con esas bestias… [Sollozos y golpes] Ya sólo es cuestión de que echen la puerta abajo, cielo.

No te preocupes más por nosotros, ahora lo único que quiero es que sigas viviendo. Que lo hagas por nosotros y que busques a tu hermana. Cuida y protege lo que nosotros no pudimos… [Llora en silencio durante un par de minutos, mientras los golpes son cada vez más estruendosos]

»Lo siento, mis pequeñines… Recordad que siempre os quisimos, que os amamos desde lo más profundo de nuestro corazón, y mi alma espera… [Un gran crujido, golpes, muebles arrastrándose]… que aguantéis y resistáis hasta el final. Protege a tu hermana… y cuídate

»Te quiero.

[Golpes, forcejeos y durante unos segundos gemidos de dolor ahogados, resistiendo los gritos. Después, sonidos viscerales, para terminar en un silencio sólo roto por pies arrastrándose y algún que otro pequeño golpe, un objeto cayéndose o empujado, hasta que se acaba la cinta]



 


EL SEGUNDO ASNO DE SANCHO - Pedro Felix Novoa Castillo

Los espíritus vulgares no tienen destino”.
Platón.

Miró la pantalla y no quiso admitirlo. Siempre que tenía un discurso importante, solía desatar una infaltable burrada del hocico. ¿Acaso la condena de aquella absurda tarde en el café, se estaba cumpliendo? Desde luego que no. ¿Aceptar que un estúpido artefacto pueda determinar tu trascendencia? ¡Qué locura! Sería como tener a nuestro destino dentro de un cilindro girando hacia ningún lugar. 
 
El congresista X despegó la mirada de la computadora y no quedó gran cosa de él. Tenía una noche sin dormir debajo de los ojos y el rostro percudido de cinco cajetillas consumidas sin parar. Cogió el intercomunicador: cerebrito tienes que venir. Del aparato: un susurro distorsionado. Sacó de memoria un cigarrillo. Lo encendió.
Al cabo de unos minutos; un tipo de unos veinte, ingresaba con andar pausado. X ni bien lo vio, le señaló la computadora como culpándola de sus desgracias.
Cerebrito, lee esta página web –dijo masticando el humo del cigarrillo– no sé qué hacer, cof–cof–cof.
El joven leyó tan rápido que dio la impresión de no haberlo hecho. Ya lo sabía, dijo con la suficiencia que ya tenía acostumbrado al congresista.
Lo sabes todo, amigo; ojalá puedas ayudarme. La tos siguió ametrallando su garganta.
¿Ha leído el Quijote? –preguntó compasivamente.
¡Por supuesto! –respondió X, ofendido por la duda– Pero hace tiempo –aclaró.
La web es exacta –sentenció el joven, haciendo un gesto de misericordia al ver cuatro ceniceros bombardeados de colillas–. No se sienta mal, no es el primero. Casi todo el mundo atribuye ese refrán al Quijote. También dudé; por eso perseguí al refrán con mi sabueso electrónico por un centenar de libros digitalizados sobre el Quijote, y nada. Pero seguiré olisqueando más obras…
Eso ya no importa –interrumpió X, con su natural aversión a la erudición–. Ahora me interesa saber quién es ese sujeto; por qué diablos firma con esa estúpida herradura; y sobre todo, pedirle que vuelva a escribir su web sin poner mi nombre, sino a los congresistas en general. Ofrécele lo que sea; creo que pidió una reunión conmigo para hacerlo. Dile que acepto. 

–No es de la oposición, señor. Es un loco que cree ser un personaje inexistente del Quijote.
–¿Inexistente?
–Sí, dice ser un caballo llamado Rocinante. De ahí, el relinchante nombre de su web y la herradura a manera de rúbrica.
–Realmente está loco ese pobre idiota; porque todos sabemos que don Quijote no tuvo ningún caballo; sólo el rucio de Sancho.
–Así es. Pero en su delirio piensa que por culpa de su existencia real; su posibilidad literaria ha dejado de existir. Y que por esto, nadie recuerda a ese tal Rocinante.
–¡Qué tontería!
–Además dice que su vida real comparada con su posibilidad ficticia es demasiado intrascendente.
–Bueno, ¿Y qué más sabes de él?
–No mucho. Su verdadero nombre es Iván Paredes; y hace un tiempo estudió informática en la Católica.
–¿Terminó?
–No, porque lo expulsaron acusándolo de robar material informático para construir un artefacto.
–¿Un artefacto?
–Sí, uno rarísimo que emplea datos de la realidad y la ficción literaria. Está convencido de que la vida está regida por la búsqueda de la trascendencia; y que tenemos dos posibilidades para encontrarla: una real y otra ficticia. Afirma que su aparato asegura la gloria a través de un bucle que repetirá la historia indefinidamente hasta obtenerla... El sistema inicia identificando tu existencia y tu posibilidad; compara ambas y recomienda la más trascendente. Por ejemplo, dice que su existencia real es insignificante comparada con su posibilidad ficticia. Ya que como Iván Paredes, estudiante trunco de sistemas, es un don nadie; pero como Rocinante en cambio, podría llegar a ser un gran personaje de la literatura universal.
¡Qué locura!, hace unos años destruí un aparato similar; pensó X. Pero no estaba convencido. Era un recuerdo confuso y medio vacío.
–Cof–cof–cof. ¡Basta! podría quedar arrancándome los cabellos y seguir oyendo más disparates, pero tengo que irme; cof–cof–cof, ¿tendrás algo para esta torturante carraspera?
–Tengo un consejo: deje de fumar.
X salió de la sala. Lo esperaba otro discurso trascendente. Esta vez nada de refranes del Quijote, prometió.
Iván inició el ritual del encendido. Colocó los chips de memoria robados hace años y conectó la electricidad. Su artefacto comenzó a vibrar como un corazón reviviendo; se detuvo. En la pequeña pantalla un anuncio: TRASCENDENCIA 1.0 y como subtítulo en caracteres pequeños cargando electricidad y memoria.
Al minuto, un botón púrpura se activó. En la pantalla: Proceso completado. Iván rápidamente desconectó el aparato y lo guardó en uno de sus bolsillos.

–Mucho gusto, señor Paredes –dijo X estirando una mano tembleque y esforzando una mueca de amabilidad en el rostro.
–Rocinante, para usted –corrigió sin aceptar la mano ofrecida –y dentro de unos minutos para el resto del mundo.
Ambos, mecánicamente tomaron asiento. En la mesa, dos tazas de café se enfriaban y perdían consistencia.
–Bueno –dijo X con voz desprovista de cortesía –acabemos con esto, soy una persona de asuntos trascendentales.
Iván sacó su artefacto, para hacer una demostración previa. Digitó: Miguel de Cervantes Saavedra. De inmediato, en la pantalla: la posibilidad literaria de esta persona es la de un personaje de novela rosa que se escribirá en el 2006. Recomendación del sistema: no alterar, ya que la existencia real es mucho más trascendente que la posibilidad ficticia. Más abajo: Presione ENTER para confirmar el cambio o EXIT para cancelarlo.
Iván presionó EXIT. Los dos leyeron: la identidad no fue alterada.
Ahora observe.
Iván digitó su nombre completo. En la pantalla: la posibilidad literaria de esta persona es la del caballo Rocinante, un personaje de la saga del Quijote. Recomendación del sistema: alterar, ya que la posibilidad ficticia es mucho más trascendente que la existencia real. Abajo: las teclas ENTER y EXIT aguardaban. Iván tenía que decir algo antes.
El refrán que le trajo tantas burlas; podría decirlo el propio Quijote, si acepta adoptar su posibilidad literaria. Si entra en la ficción, se convertirá en un personaje del Quijote; y podrá dar vida a un pasaje ahora inexistente, donde de alguna manera contribuye para que se mencione el dichoso adagio. Si me permite, voy a grabar estas últimas palabras –apretó un botón del artefacto. Puso la reproducción automática para dentro de tres minutos–: Estimado congresista, digite su nombre y conozca su posibilidad literaria. Siga las instrucciones y acepte la recomendación del sistema. De no hacerlo, estará condenado a la intrascendencia.
Iván detuvo la grabación. Es hora de partir a la gloria, sentenció. Aquí dejo el artefacto, por si se anima a dejar su actual insignificancia histórica.
Presionó ENTER y una grieta temporal se abrió por encima de Iván engulléndolo. El artefacto cayó sobre la mesa, donde ahora sólo quedaba una taza de café. X olvidó a Iván Paredes. Al tiempo que el mundo, de golpe, tuvo cuatrocientos años de recuerdo de Rocinante. En la pantalla del artefacto: la identidad fue alterada satisfactoriamente.

Se inició la reproducción automática. X la escuchó sorprendido. ¡Qué absurdo! Era como estar dentro de un cilindro girando hacia ningún lugar. A pesar de lo delirante de la propuesta oída, se animó a utilizar el artefacto. ¿Qué personaje seré, un soldado, un cura o un simple pastor? Digitó su nombre completo. En la pantalla apareció: La posibilidad ficticia de esta persona es la del segundo asno de Sancho Panza perteneciente a la saga del Quijote. Recomendación del sistema: alterar, ya que la posibilidad ficticia es mucho más trascendente que la existencia real.
El artefacto, como una tostada, acabó sumergido en la taza de café. El congresista se levantó. Dentro de unas horas, tenía otro discurso trascendental. Iniciaré mi parlamento con un refrán, amenazó.
 

LA VENGANZA DE MATILDE UBALDO - Leopoldo de Trazegnies Granda

Era hombre a pesar de llamarse Matilde Ubaldo. Los timoratos lo llamaban Ubaldo a secas al tiempo que escudriñaban temerosos su burdo rostro, sólo los que le tenían confianza se atrevían a usar su nombre de pila.
Paradójicamente, este ser greñudo y malencarado de nombre Matilde poseía la virtud de ser invisible. Se volvía invisible a voluntad. La única forma en que perdía el don de invisibilidad era entrando en contacto con cualquier clase de líquido, el agua materializaba instantáneamente su organismo. A él no le sorprendía su extraña condición, había crecido acostumbrado a características similares de sus familiares. Su madre levitaba con facilidad y su padre era capaz de tragarse sables enteros hasta la empuñadura.
Había llegado con sus padres de un lugar lejano, él mismo desconocía su origen, a veces le asaltaba la idea de ser extraterrestre. Leía con avidez las historietas de Supermán porque se identificaba con el héroe del comic a pesar de reconocer su torpeza innata para la vida diaria. Al vestirse ni siquiera atinaba poniéndose la camisa con la segunda manga y metía la mano por un bolsillo, se caía al calarse los pantalones, se tropezaba en las escaleras mecánicas de los centros comerciales, perdía el equilibrio en los autobuses. Todo esto le hacía sentirse más cerca de la versión Clark Kent que de la del activo superhombre de la capa roja. Se reconocía como un incapaz pero fuerza no le faltaba, un día estuvo a punto de estrangular al compañero más robusto de la clase apretándole la garganta únicamente con el índice y el pulgar de una mano por haberlo llamado cabezón. Intentó jugar al fútbol pretendiendo algún día figurar en el equipo profesional de aquella pequeña ciudad donde vivía pero se lo negaron por patoso, lo expulsaban de cuanto grupo musical se apuntaba por desafinar con su hermosa guitarra eléctrica, lo esquivaban en el recreo de media mañana para no tener que compartir con él los bocadillos traídos de casa. Era indudable que la relación con sus compañeros estaba impregnada de desconfianza por parte de ellos hacia su extraña persona.
Su madre y él se hubieran podido dedicar a exhibir sus habilidades de levitación e invisibilidad y habrían ganado mucho dinero (no menciono al padre porque había fallecido siendo él muy pequeño atragantándose con una cimitarra persa, curvada, similar a la que portaba Simbad el marino) pero les repugnaba el espectáculo de exponer en público sus intimidades y prefirieron mantenerse en el anonimato y en la pobreza.
Al terminar sus estudios, aprovechando su invisibilidad y sin otro porvenir más factible a corto plazo, Matilde Ubaldo se hizo ladrón. Desvalijó sistemáticamente los bancos de la ciudad. Los empleados de las oficinas presenciaban atónitos cómo se movían las teclas de los ordenadores bajo dedos invisibles, se abrían las cajas de seguridad y desaparecían los billetes en una bolsa que volaba sola por los aires.
Cierta vez que huía de un atraco, empapado bajo la lluvia, su figura corporal se materializó de repente portando el botín en andas, algunos viandantes lo vieron pero nadie lo pudo reconocer debido a la oscuridad de la noche. Únicamente declaraban haber visto a
un hombre desnudo llevando una bolsa. Desde entonces los guardas de seguridad, sospechando el poderoso efecto del agua en el organismo del ladrón invisible, mantenían siempre a mano baldes de agua y por las mañanas los primeros clientes observaban los charcos en el suelo de las oficinas bancarias, restos de los combates nocturnos de los guardas contra espectros imaginarios. Pero jamás llegaron a atraparlo.
Matilde llegó a ser riquísimo mediante su frenética actividad delictiva, multimillonario, sin verse en ningún momento aquejado de remordimientos de conciencia. Muy al contrario, consideraba que los robos perpetrados a los bancos tenían cien años de perdón porque “quien roba a un ladrón…” ya se sabe. Los bancos utilizaban el dinero de sus clientes para lucrarse y encima les cobraban porcentajes de usura lo que constituía un robo legalizado en opinión de Matilde.
Empezó a emplear su inmensa fortuna, fruto de varios años de atracos, en generosos mecenazgos, actitud que lo acercaba a sus héroes justicieros como Supermán y Robin Hood. Entre otras cosas compró el colegio donde estudió y el equipo de fútbol profesional de su ciudad donde nunca llegó a jugar. Contrató profesores de reconocido prestigio internacional dándoles a los egresados de su centro escolar una formación de altísima calidad reconocida en las mejores universidades. Para su equipo de fútbol trajo al mejor entrenador del momento, un tal Simpson, australiano, y fichó a los mejores jugadores del mundo con lo que consiguió que su equipo, el humilde Sport Boys provinciano, ganara la liga nacional de ese año y las cinco siguientes, que disputara la Copa de Europa obteniéndola tres años consecutivos y que venciera al equipo nacional de Brasil todas las veces que se enfrentaron, catorce. Para colmo de sarcasmo dotó a la ciudad de una red pública de seguridad contra la delincuencia compuesta por miles de video-cámaras que captaban todos los movimientos de sus habitantes que no gozaban como él del don de la invisibilidad.
Durante varios años la ciudad fue una fiesta permanente. Matilde para los íntimos y Ubaldo para el resto había llegado a ser un héroe. En pleno apogeo popular creó una empresa de investigación de alta tecnología, la Grow Fitness & Co. que se constituyó como una de las principales sociedades anónimas del país, paradigma entre las empresas de su género. El precio de las acciones de su compañía llegó a niveles nunca alcanzados en la Bolsa nacional.
Matilde Ubaldo no gozaba con sus éxitos, se mantenía espectante ante la reacción servil de la gente hacia su persona. La junta directiva del colegio se arrastraba deshaciéndose en elogios, sus excompañeros escribían cartas laudatorias a los periódicos, su orgulloso y ya anciano profesor de deportes le pedía dinero, las monjitas rezaban por él, los agentes de cambio y bolsa le suplicaban consejos.
Pero un buen día Matilde para sus íntimos y Ubaldo para los demás desapareció. Abandonó la casa que se construyó en un lujoso barrio de la ciudad y nadie pudo dar acuerdo de su persona porque vivía solo. Los vecinos al ser interrogados levantaban los hombros con la misma perplejidad que si les dijeran que a Matilde Ubaldo se lo había comido un caballo. Mayor fue la decepción de los profesores del colegio que constataban que ese mes no habían ingresado sus nóminas en sus cuentas y daban las clases
desmotivados y con cierta furia por haber sido engañados, los alumnos se resentían y dejaban de asistir a clases. Los futbolistas sin cobrar salían a jugar los partidos con desgana y perdían los partidos bajo tribunas vacías. Las monjitas sin sus cuantiosas limosnas elaboraban los dulces entre suspiros y lágrimas y les salían agrios. Los miembros de los grupos musicales carentes de subvenciones se indisponían entre ellos y terminaban a guitarrazos. Las acciones de la compañía Grow Fitness & Co. tuvieron una caída estrepitosa que arrastró a la mayoría de inversores financieros y la Bolsa tuvo que suspender sus actividades. Conforme pasaban los días la vida de toda la ciudad se deterioraba aceleradamente.
Mientras tanto, Matilde Ubaldo, recluído en un lugar desconocido observaba en Internet lo que iba ocurriendo en la ciudad a través de todas las video-cámaras estratégicamente colocadas por él en calles, comercios e instituciones. Y se reía, se reía disfrutando de su venganza. 


EL FORASTERO PRODIGIOSO - Adriana Alarco de Zadra

Cuando desapareció la abuela, pensé que se había ido como sus pinturas que se desvanecían de un día para otro.
Pero no, luego supe que había fallecido y enterraron su cuerpo en el cementerio del pueblo en medio de los algarrobos, aunque siempre pensé que su espíritu vagaba por la vieja casona aconsejándonos al oído, sonriéndonos con bondad y haciéndonos descubrir secretos escondidos.
Después de la noticia, llegamos una tarde a la casona donde habíamos pasado tantos domingos felices en medio de la algarabía de los primos y de los regaños de la vieja negra Ignacia, manchada de hollín y de grasa en la oscura cocina cerca al gallinero. Todo era tristeza por la ausencia y ni el gallo cacareaba. Los tíos estaban taciturnos, las tías vestían de negro y no reinaba esa alegría ni ese pacto cómplice entre los primos que transformaba los domingos en casa de la abuela, en días de conspiración, confabulación e intriga.
Encontré los tubos de óleos y sus brochas de pelos de marta gastadas por el uso dentro de una caja de madera. También traía una tabla para mezclar los colores. Fue esa misma tarde que llegamos a repartir algunos objetos de recuerdo que pertenecieron a la abuela. Descubrí la caja de pinturas detrás de la enorme tina de metal esmaltado con patas de león donde me escondía de chiquilla. La misma que quedaba en el cuarto de baño de losetas blanquiazules y que nos parecía una piscina cuando nos bañábamos adentro. Allí estaba, envuelta en una tela, debajo de la tina.
Yo recordaba que aquella caja fue el regalo de un forastero que compartió la mesa dominical en la casa solariega de la abuela. Evoco esa mañana calurosa mientras aleteaba en los zaguanes el penetrante olor a jazmín que florecía en una esquina de la huerta.
Ponían en su casa, los domingos, el plato del forastero en una esquina de la mesa, pues pasaba por allí gente desconocida que tocaba a la puerta y nunca dejaron irse a nadie sin darle un plato de frijoles con arroz y algún chorizo hecho en casa.
Esa mañana fue especial pues a cierta hora empezó un eclipse que oscureció los alrededores como si fuera otra vez a anochecer, y la pálida luz que reflejaban las puertas con vidrios de colores era fantasmal.
Llegó el forastero cubierto con una capucha y la abuela lo hizo sentar en la mesa dominical. Los nietos estábamos callados pues el eclipse nos tenía a todos en expectativa, que si saldrá otra vez el sol, que si tendremos siempre niebla, que si la oscuridad aplastará con su silencio nuestras vidas...
El encapuchado comió sus frijoles sin descubrirse y no le veíamos la cara. Estábamos insólitamente inmóviles contemplando las velas prendidas en los candelabros. Sólo el menor lo observaba inquieto, de reojo, tratando de verle la cara pero sólo vio su mano de dedos increíblemente largos. El tenedor le temblaba por un miedo escondido y los ojos se llenaban de lágrimas y de mocos la nariz que se refregaba con el revés de la mano.
Yo, en cambio, me sorprendí que la abuela no le pidiera que se quitara la capucha, ya que veía que en general, nadie se sentaba a la mesa con la cabeza cubierta ni de sombreros, ni de chales ni de mantas. Ella, en cambio, le habló con consideración y simpatía contándole de sus muchos nietos, de sus hijos en el campo que cosechaban uva y algodón; del vino que era de la producción familiar así como también el pisco de antigua receta de aguardientes. No le molestó la capucha ni la intransigencia de dejársela puesta al momento de comer.
Al retirarse de la mesa, había terminado el eclipse y todo volvió a la normalidad. De debajo de su manto telar sacó el forastero una caja de madera y la entregó a la abuela, en agradecimiento. Contenía tubos de pintura al óleo y brochas. Vi pintar a la abuela muchas veces en la tela que tenía en la sala, pero nunca logré ver los cuadros terminados.
“Para que no te falte nada,” le dijo el encapuchado antes de enrumbar hacia el desierto. No era, pues, una mala persona. Era amable y agradecido, aunque misterioso. Por más que preguntamos y comentamos luego sobre el extraño color y la forma de sus manos, la abuela nos apostrofó y nos hizo guardar esos recuerdos en los sótanos de la memoria.
Aquella misma caja, regalo del forastero que había compartido la mesa dominical, fue la que encontré bajo la tina de patas de león en el cuarto de baño de la abuela, meses después de su fallecimiento. Me entregaron los tíos la caja, de recuerdo, así como una tela en blanco.
Además de los tubos y las brochas, encontré una fila de pequeños frascos con líquidos unos y otros con polvillos. Decidí probar las pinturas de la abuela. Cuando terminé mi primer cuadro estaba orgullosa. Era un vaso con rosas, lirios y azucenas.
Al día siguiente, el cuadro estaba en blanco y el vaso con flores se hallaba en la mesa adyacente.
No eran flores vivas, eran de un material plástico brillante. Me sorprendí muchísimo. Las mágicas pinturas hacían desprenderse a las imágenes del cuadro en todas sus dimensiones y tenía a mi lado un vaso con las flores que había plasmado en la tela el día anterior. Arreglé las hojas, pasé los dedos por los tallos, los pétalos y hasta las espinas eran suaves.
Quedé tan asombrada que esa tarde me apresuré a llenar la tela con otro dibujo y diseñé una mariposa que cubrí de colores de los más variados. Era tan bella que hasta parecía verdadera y que fuera a salir volando de su encierro.
Pero al día siguiente encontré la mariposa cerca al cuadro, con los mismos colores. La llevé afuera y estaba hecha de una tela plastificada tan diáfana y delicada que volaba con la brisa. Pero no estaba viva. No podía pintar la vida y los objetos saltaban fuera del cuadro pero no respiraban. Eran cosas y no seres.
De lo más intrigada con este misterio, seguí pintando en la tela con las pinturas de la abuela y continuaron apareciendo en la casa, una cantidad de cosas que se desprendían y revoloteaban igual a la mariposa, y eran objetos como botes, casitas en miniatura, arbolillos, montañas, casi todos de materiales plásticos de colores, diáfanos y brillantes.
Entonces, recordé que la abuela nos hacía jugar con los muñecos más extraños que podían imaginarse y que nunca habíamos visto en ningún otro lugar. Probablemente todos eran producto de su fantasía y de las pinturas mágicas del forastero. Muñecos que saltaban del cuadro en la noche y aparecían como objetos al día siguiente.
Seguramente, no eran de este mundo. Así tuve la certeza de que también aquel forastero del día del eclipse era un extraterrestre, como otros comensales que compartieron la mesa dominical y, probablemente, la abuela lo sabía.
Como seguí pintando, se fueron acabando los tubos de pintura y la casa se fue llenando de objetos brillantes y llenos de color. Con las últimas pinceladas de las brochas, quise hacer un cuadro memorable, y pinté a la abuela con el canario celeste en la mano, como estaba en la foto que tenía de ella de pie en la escalera de la entrada. Quise usar los polvos y mezclé las pinturas con los líquidos que quedaban en los frascos. Al terminar esparcí sobre el cuadro la arena granulada de los frascos y le dio un tono de pintura antigua y sobria.
Cuál no sería mi sorpresa cuando al día siguiente al despertar, me encuentro con la abuela que deambula por la casa con el canario celeste piando en su mano, igual como la había dibujado en el cuadro. Era más pequeña de lo que yo la recordaba, o quizás así había bajado del cuadro y, al verme, me sonrió.
“Gracias, me dijo, por haber liberado mi espíritu. Has hecho bien en usar los polvos mágicos. Ahora sé adonde debo dirigirme”. Y con paso leve, salió de la casa y se dirigió hacia el desierto hasta que la arena se levantó con el viento y no pude distinguir su silueta a lo lejos. Se desvanecía en medio de las dunas.
Nunca supe si fue un sueño o si había ocurrido realmente que la abuela del cuadro salió caminando de la casa, pero envolví lo que quedaba de la caja de pinturas, con los polvos y los líquidos y los enterré debajo del jazmín en flor que tengo yo también trepando por los muros, cuyo olor penetrante sigue aleteando por los corredores de maderos rechinantes. Y nunca supe más nada de aquel visitante encapuchado que llegó una tarde de eclipse, aunque, en recuerdo de la abuela, también en mi casa la mesa está puesta los domingos y el plato del forastero espera.
Quizás así algún día regrese a deshilvanar misterios ancestrales.






Adriana Alarco de Zadra

PUNTO FINAL - Gérard Klein

Esperaba, al extremo del corredor, con la nariz y las manos aplastadas contra el enorme cristal de cuarzo que intentaba filtrar el torrente negro del vacío. Esperaba, de pie, con los ojos desmesuradamente abiertos como un vigía de los antiguos tiempos sobre un buque de madera, y sus miradas abandonaban sin cesar las estrellas, rompían cordámenes de luz y descubrían nuevos sistemas perdidos con él, con la destelleante nave, el zumbido de millares de motores adormecidos, el olvido de los gestos repetidos y los suspiros de los hombres que añoraban la Tierra, en el océano sin bordes ni fin, con únicamente parpadeantes islas como pasteles de aniversario.

—Díganme, ¿han visto? Las estrellas se apagan.

Era cierto. Y después. Diez años, veinte años en el espacio, en busca de nuevos mundos, a la velocidad en que la luz de

los sistemas conocidos se pierde en un agujero negro, tras las toberas. Y las estrellas que se deslizan de un cuadrante a otro del enrejado grabado sobre el cristal de cuarzo.

—Las estrellas se apagan.

No solamente las estrellas. Las lámparas descendían también en intensidad, y los colores. Incluso el negro del vacío.

Pensaba en un verano en la Tierra, en una tarde de verano, a la hora en que todos los colores se vuelven grises y se funden y uno no sabe si va a despertarse muy pronto.

—Es cierto. Miren. Las estrellas empalidecen.

—No se inquieten, muchachos. Estamos en una nube. Nada más.

—¿Creen que alcanzaremos jamás las estrellas nuevas, si se apagan?

—No lo dudes. Siempre habrá demasiadas. Y otros cielos, y otras estrellas. Mundos desconocidos en profusión. Y pensar que hay quienes buscan perlas finas en las profundidades del mar... Escucha, incluso si nos quedamos allá abajo, nuestros hijos o los hijos de nuestros hijos irán hacia la oscuridad, hacia las regiones del cielo donde brillan otras constelaciones. Es imposible impedirlo.

Y viajarían, durante diez años, veinte años, en el espacio.

—No. Ya basta. De todos modos, no me quedaré en las estrellas. Volveré después a la Tierra. Continuad si el corazón os lo dicta, pero mis hijos vivirán en la Tierra.

—Todo el mundo dice eso. Siempre, y luego, cuando uno se siente hastiado en la Tierra, comienza a arrastrar sus botas al lado de los cohetes y a empinarse tras las alambradas cuando una nave se eleva escupiendo fuego, y a patalear, e imaginarse atado y aplastado en una silla, y de repente, crac, uno se encuentra en una nave, contento de volver a ver las mismas viejas estrellas.

Había la ventanilla de cuarzo, las líneas grabadas, las estrellas más pálidas y el vacío que vacilaba aún en ennegrecer, o en cambiar, y más allá el vacío, y mundos, pero ninguna nave.

Pero las habría, y tan lejos que los hombres, de un extremo a otro de su mancha de aceite, no volverían a encontrarse y se olvidarían, y continuarían sin saber, como pulgas insaciables saltando de una estrella a otra, y extendiéndose de galaxia en galaxia, sin poder volverse, hasta que no hubiera más que un hombre por planeta, después por sistema.

La nave practicaba el cabotaje entre las estrellas. Pero aquellos que eran lo bastante jóvenes como para atreverse a soñar con volver a ver la Tierra eran poco numerosos.

—Nunca he oído decir que todas las estrellas puedan palidecer. Jamás, ¿oís? Quizá lleguemos al extremo del universo.

Pero nadie le creía. Habría más hombres y más mundos. Sin límites posible.

Los detectores hundían sus largos tentáculos invisibles en el espacio. Las líneas trazadas en el cuarzo convergían en el vacío en pequeños cubos regulares. Los analizadores canturreaban:

—No hay nube de polvo. No hay nube. Causa desconocida. Causa desconocida.

El capitán no veía el vacío. No veía más que el montón de plaquitas metálicas, de gráficos, de ecuaciones psicológicas, y los paneles de cuadrantes.

—Me pregunto si es esto lo que atrae a la gente hacia el vacío —dijo—. Nada de polvo. Nada de polvo.

Se levantó, abrió la puerta, y remontó el corredor hasta la larga hendidura de vacío que se abría en la nave. Sus botas resonaban blandamente. Pero no le prestó atención.

—¿Las estrellas se apagan? —preguntó.

—Oh —hizo el hombre de guardia. El capitán era transparente. Veía a través del capitán la pared de la nave y, más allá, las cabinas, y después el vacío y las moribundas estrellas.

—¿Estoy soñando? —dijo el capitán. El hombre de guardia no era más que un fantasma.

Y vieron entre la bruma de los tabiques a los demás intranquilizarse, ir y venir, pero sin prisa, sin hacer sonar las puertas a causa de los cierres estancos, sin correr a causa de la pesantez, y sin tener miedo a causa del largo hábito y de los viejos reflejos que habían patinado y alisado las paredes de los aparatos y de las almas.

—No volveremos a ver la Tierra.

—No —dijo el capitán—. La Tierra ya no existe. Y nunca más habrá nuevas estrellas. Y nunca más nuevas naves.

Los olores se desvanecieron primero. Olor a ozono, olor a caucho, olor de pieles limpias y de sudor sano, de aire purificado, olor de vainilla de las materias plásticas. Después los sonidos. Después la nave se difuminó sin crujidos, se disolvió con la suavidad de un terrón de azúcar minuciosamente lamido.

Giraron durante un corto tiempo en el espacio, después se fundieron a su vez, como estatuas de azúcar, muy lentamente en el agua negra del vacío.

Y alguien sopló, una a una, todas las velas de los espléndidos pasteles de aniversario del Universo, más y más profundamente, en el cielo, hasta el sol y la Tierra.

Puso punto final a su historia, se levantó, descendió la escalera, se detuvo un instante en el último peldaño para que los granos de arena dejaran de crujir, un segundo, bajo su pie.

Flotaba, por encima de las baldosas rojas del corredor, un olor y una tibieza de desierto tal y como se ve en los sueños. Se sentía vacío, seco y ligero como el cartón de un cohete quemado. No estaba seguro de saber por qué continuaba. Normalmente, hubiera debido caer y desaparecer.

Olvidó la imagen del desierto, posó su mano sobre el pestillo frío, abrió la puerta, hizo estallar en, el interior de la inquieta casa el cielo, el sol, el exuberante reflejo de la hierba, de las hojas y de los blancos guijarros, y las pequeñas llamas regulares y redondas de los geranios.

Había un cojincillo de césped entre las geométricas losas del jardín. Dio dos pasos, lanzó un grito y dejó libres una multitud de moscas zumbantes y doradas que se abatieron por un segundo en su cabeza, colocó con circunspección y delectación sus dos pies en el espeso césped, y de pronto, en un instante, la hierba y las losas parecieron difuminarse, sumergirse en bloques de bruma, y olvidar su confortable fieltro de polvo seco.

Los muros vacilaron y se hundieron en resplandores brillantes y frágiles. Se hundieron muy suavemente en la nada.

Los ruidos se detuvieron. Los discos, las lámparas de los receptores, los labios que habían roto, laminado, fragmentado el silencio, ascendían en largos penachos de humo, muy rectos, muy puros. Ni un grito. Una gran paz, y el cuchicheo de preguntas sorprendidas.

Todo se marchaba, los postigos de las ventanas y después las ventanas, las piedras de las escalinatas, las huellas de neumáticos y los coches, las llamadas que se asfixiaban en un blando chapoteo, los brillos.

Todo se disolvía, los dorados frutos que jamás madurarían, las tejas en equilibrio en lo alto de las paredes de ladrillo, y el libro que había dejado sobre el banco, por la mañana, y cuyos caracteres danzaban como copos grises y emprendían el vuelo en cenizas invisibles como se pierde un perfume en un viento ligero.

Los techos lanzaron un último estallido rojo, entrechocaron, se deslizaron y se fundieron. ¿Habían gritado o gemido? Nada. Solamente, tras los muros, muebles irreales que descendían, lentamente, a través de los pisos vaporosos donde se deshilachaban sin moverse, con su sutil carga de bibelots, de colores, de vajilla y de ropa interior que temblaban como el aire calentado y que se reabsorbía en el espacio en pequeños braseros moribundos y apenas luminosos.

Se inclinó y tomó una piedra. Pero se deslizó entre las junturas de sus dedos, en finos chorrillos de gas, interminablemente, y no tocó jamás el suelo.

Todo terminaba. Los guijarros se volvían cada vez menos y menos verdaderos, las hojas enmascaraban aún un poco con su algodonoso verde los fantasmas de los árboles.

Los hombres se evaporaban en humaredas, al azar.

Empezó a caer nieve de niños.

—¿Qué es lo que pasa? ¿Una bomba? De todos modos han tenido éxito con sus condenadas experiencias. Esto se ha terminado, ¿eh?, se ha terminado.

No sufría. Ni siquiera sentía miedo. Volvió lentamente la cabeza hacia aquel que acababa de hablar, como si temiera romperse y escapar, él también, en fragmentos más y más pequeños, más y más dispersos. El otro tampoco estaba inquieto. Simplemente quería saber.

—Esto debía ocurrir, ¿eh?, esto debía ocurrir.

—Pues sí, ha ocurrido.

No sabía lo que había ocurrido. Buscaba en el fantástico amontonamiento de formas desapareciendo, que se consumían tan suavemente, tan claramente y tan totalmente como ardientes montañas de diamante.

—Quizá aún podamos huir.

—No. En todas partes ocurre lo mismo.

Reflexionaron.

No sentían realmente deseos de partir, sus pasados se había apilado alrededor de sus piernas en montones de polvo gris, y ya no recordaban nada, pero no llegaban a concebirse sin futuro.

—Actuar... sin salida... —pensaban.

La calle estaba dispuesta, se deslizaba sin ruido entre las aceras y conducía más allá de la plaza. Serpenteaba por allá donde se habían perdido ya los reverberos y las grandes fachadas planas. No había más que un desierto a ambos lados de la carretera, y un viento tímido removía la arena de las dunas.

En alguna parte en la rojiza niebla de su cerebro, germinaba una idea. Se preguntaba por qué todo terminaba así, incluso el sol, que adivinaba de cristal puro y desaparecía en el espacio, incluso las estrellas, incluso el vacío, sin contrastes. Todos los decorados que ardían, se fundían en mezcolanza y se sobreimprimían.

Hubiera deseado un prodigioso fuego de artificio. Se sintió frustrado. La idea se desarrolló, aumentó de tamaño. Lo único que tomaba afianzamiento en él...

—Sé lo que ha pasado.

Por todas partes caían esferas azules, esferas verdes, esferas rosas, y cuando le tocaban, estallaban sin ruido. Después los sueños de los hombres se fueron, hadas, dragones, viajes, muñecas maravillosas, montones de oro y de pedrería, una pieza teatral, y, algunas veces, hojas de libros jamás escritos. Había palacios, un cielo de los mares del sur, un patinete eléctrico, proclamas.

—Ah —dijo el otro. Aquello no le interesaba en absoluto. Acababa de comprender que todo estaba consumado. No sentía el secreto deseo de encontrar la solución.

—Es extraño que nadie se haya dado cuenta antes. Había un paralelismo tal entre esto y lo que hacíamos. El ha puesto Simplemente el punto final. Como yo. Como todas las demás pobres imágenes.

Mientras hablaba se desprendían de sus mejillas burbujas de jabón. Reía porque, en el fondo, aquello tenía la comicidad del más extraño de los sueños y, como un sueño, era sin alcance, ilusorio. Ni siquiera había la muerte de la humanidad que pudiera ensombrecer el delicado humor de aquel fin.

—Espere. ¿Quién ha puesto el punto? ¿Qué punto final? No comprendo.

—No sé quien. Alguien que acaba de terminar la historia del hombre y muchas otras historias, tal vez, que se terminan en otras regiones del espacio, y que jamás hemos conseguido descubrir. Y tal vez va a comenzar otras historias. Pero, con nosotros, ha terminado. Lo que sería extraordinario sería que nosotros continuáramos. ¿Acaso se ha visto esto nunca?

—Qué cochino... Hubiera podido preverlo. Hay montones de cosas que yo hubiera podido hacer aún. Ahora... Buenas tardes... No sentía verdadero odio. Estaba irritado porque juzgaba que hubieran podido muy bien continuar, antes que ahogarse allá y deslizarse en un océano sin fondo.

Nunca más las creaciones de los hombres y los castillos de arena de los niños, nunca más las casas apacibles y las plantas que se observan crecer en las horas vacías, y los cohetes ardientes y pesados que el cielo rodea con un halo de fuego.

Nunca más los hombres.

—¿Es que alguna vez ha pensado usted en la suerte de los héroes de un libro cuando el libro ha terminado?

Estaban casi solos. Ignoraban dónde se encontraban, pero debía de ser en un universo tan tenue que apenas podría existir durante algunos segundos más aún.

—Me pregunto si contaba nuestra historia, o si la soñaba, o si la escribía. Qué riqueza de imaginación, y qué precisa. Qué genio creador, incluso en los menores detalles. Tal vez hubiera podido de todos modos imaginar un argumento que nos fuera más favorable, a lo largo del tiempo.

Flotaban, ellos solos, los últimos, quizá porque pensaban intensamente.

—Nuestra desgracia es no haber acordado nuestro fin con el de la historia. Aunque no es demasiado grave.

—¿Pero quién es? —suplicó la sombra del otro.

La idea se extendía y crecía, con pequeñas ramificaciones de sueño y de razón que se hinchaban y se entrecruzaban. Contenía ya una vaga noción de la respuesta.

—Tal vez continúe nuestra historia. Dentro de algún tiempo. Quizá le quiera dar una continuación. ¿Puede ser que ya nos haya ocurrido esto? ¿No lo recuerda?

Una pausa.

—Creo que veo qué clase de ser es... Y si él, a su vez, fuera soñado, y así vez, y otra, hasta el infinito.

Sus dos penachos de bruma eran casi blancos. Se condensaron primero en manchas muy pálidas, alargadas. Se les hacía cada vez más difícil respirar. Y moverse,

—Adiós.

—Hasta la vista.

Una de las manchas se agitó un poco porque quería decir aún alguna cosa. Pero ya no había ni sonido ni olor.

Ni espacio. Un punto. Luego nada.



Gérard Klein