Cuentos para ver

LA ESPERANZA - Villiers de l’Isle-Adam

El venerable Pedro Argües, sexto prior de los dominicos de Segovia, tercer Gran Inquisidor de España, descendió a los calabozos seguido de un fraile redentor (encargado de los tormentos) y precedido por dos familiares del Santo Oficio que portaban unas linternas. Estaba cayendo la tarde. Chirrió la cerradura de una puerta maciza, para que el Inquisidor entrase en un hueco mefítico, donde un triste destello de día, cayendo desde lo alto, dejaba adivinar, entre dos argollas fijadas en las paredes, un caballete ensangrentado, una hornilla y un cántaro. Encima de un camastro de paja sujeto con grilletes, una argolla de hierro en el cuello, se encontraba sentado, sin expresión, un hombre andrajoso, de edad indefinida.

Este prisionero era el rabí Abarbanel, un judío aragonés que —odiado por sus préstamos usureros y su desprecio a los pobres— diariamente había venido siendo sometido a la tortura durante todo un año. Su fanatismo «duro como su piel» había rechazado continuamente la abjuración que le ordenaban sus carceleros.

Orgulloso al provenir de una raza milenaria —porque todos los judíos dignos de este nombre son celosos de su sangre—, descendía talmúdicamente de la esposa del último juez, de Israel. Circunstancia que había mantenido su entereza en lo más duro de los continuos suplicios.

Con los ojos llorosos, pensando que la tenacidad de este alma hacía imposible la salvación, el venerable Pedro Argües, aproximándose al tembloroso rabino, pronunció estas palabras:

—Hijo mío, alégrate. Tus trabajos van a tener fin. Si en presencia de tanta obstinación me he resignado a permitir el empleo de tantos rigores, mi tarea fraternal de corrección tiene límites. Eres la higuera reacia, que por su contumaz esterilidad está condenada a secarse…; pero sólo a Dios toca determinar lo que ha de suceder a tu alma. ¡Tal vez la infinita clemencia lucirá para ti en el supremo instante! ¡Debemos esperarlo! Hay ejemplos… ¡Así sea! Reposa, pues, esta noche en paz. Mañana participarás en el auto de fe; es decir, serás llevado al quemadero, cuya brasa premonitoria del fuego eternal no quema, ya lo sabes, más que a distancia, hijo mío. La muerte tarda por lo menos dos horas (a menudo tres) en venir, a causa de las envolturas mojadas y heladas con las que preservamos la frente y el corazón de los holocaustos. Seréis cuarenta y dos solamente. Considera que, colocado en la última fila, dispondrás del tiempo necesario para invocar a Dios, para ofrecerle este bautismo de fuego, que es el del Espíritu Santo. Confía, pues, en la Luz y duerme.

Dichas estas palabras, el Inquisidor ordenó que desencadenaran al desdichado y le abrazó tiernamente. Le abrazó luego el fraile redentor y, muy bajo, le rogó que le perdonara los tormentos. Después le abrazaron los familiares, cuyo beso, ahogado por las cogullas, fue silencioso. Terminada la ceremonia, el prisionero se quedó solo, en las tinieblas.


El rabí Abarbanel, seca la boca, embotado el rostro por el sufrimiento, miró sin atención precisa la puerta cerrada. «¿Cerrada?…». Esta palabra despertó en lo más íntimo de sus confusos pensamientos un sueño. Había entrevisto un instante el resplandor de las linternas por la hendidura entre la pared y la puerta. Una esperanza mórbida le agitó. Suavemente, deslizando el dedo con suma precaución, atrajo la puerta hacia él. Por un azar extraordinario, el familiar que la cerró había dado la vuelta a la llave un poco antes de llegar al tope, contra los montantes de piedra. El pestillo, enmohecido, no había entrado en su sitio y la puerta había quedado abierta.

El rabino arriesgó una mirada hacia afuera.

A favor de una lívida oscuridad, vio un semicírculo de muros terrosos en los que se habían labrados unos escalones; y en lo alto, después de cinco o seis peldaños, una especie de pórtico negro que daba a un vasto corredor del que no le era posible entrever, desde abajo, más que los primeros arcos.

Se arrastró hasta el nivel del umbral. Era realmente un corredor, pero casi infinito. Una luz pálida, con resplandores de sueño, lo iluminaba. Lámparas suspendidas de las bóvedas azulaban a trechos el color deslucido del aire; el fondo estaba en sombras. Ni una sola puerta en esa extensión. Por un lado, a la izquierda, troneras con rejas, troneras que por el espesor del muro dejaban pasar un crepúsculo que debía ser el del día, porque se proyectaba en cuadrículas rojas sobre el enlosado. Quizá allá lejos, en lo profundo de las bramas, una salida podía dar la libertad. La vacilante esperanza del judío era tenaz, porque debía considerarse la última.

Sin titubear se aventuró por el corredor, sorteando las troneras, tratando de confundirse con la tenebrosa penumbra de las largas murallas. Se arrastraba con lentitud, conteniendo los gritos que pugnaban por brotar cuando le martirizaba una llaga.

De repente un ruido de sandalias que se aproximaba le alcanzó en el eco de esa senda de piedra. Tembló, la ansiedad le ahogaba, se le nublaron los ojos. Se agazapó en un rincón y, medio muerto, esperó.

Era un familiar que se apresuraba. Pasó rápidamente con una tenaza en la mano, la cogulla baja, terrible, y desapareció. El rabino, casi suspendidas las funciones vitales, estuvo cerca de una hora sin poder iniciar un movimiento. El temor de una serie de tormentos, si le apresaban, le hizo pensar en volver a su calabozo. Pero la vieja esperanza le murmuraba en el alma ese divino tal vez, que reconforta en las peores circunstancias. Un milagro le favorecía. ¿Cómo dudar? Siguió, pues, arrastrándose hacia la evasión posible. Extenuado de dolor y de hambre, temblando de angustia, avanzaba. El corredor parecía alargarse misteriosamente. No acababa de avanzar; miraba siempre la sombra lejana, donde debía existir una salida salvadora. La última esperanza, a la que debía aferrarse con la desesperación del condenado a la última pena.

De nuevo resonaron unos pasos, pero esta vez más lentos y más sombríos. Las figuras blancas y negras, los largos sombreros de bordes redondos, de dos inquisidores, emergieron de lejos en la penumbra. Hablaban en voz baja y parecían discutir algo muy importante, porque accionaban las manos con viveza. Ya cerca, los dos inquisidores se detuvieron bajo la lámpara, sin duda por un azar de la discusión. Uno de ellos, escuchando a su interlocutor, se puso a mirar al rabino. Bajo esta incomprensible mirada, el rabino creyó que las tenazas mordían todavía su propia carne; muy pronto volvería a ser una llaga y un grito.

Desfalleciente, sin poder respirar, las pupilas temblorosas, se estremeció bajo el roce espinoso de la ropa. Pero, cosa a la vez extraña y natural; los ojos del inquisidor eran los de un hombre profundamente preocupado por lo que iba a responder, absorto en las palabras que escuchaba; estaban fijos y miraban al judío, sin verlo.

Al cabo de unos minutos los dos siniestros discutidores continuaron su camino a pasos lentos, siempre hablando en voz baja, hasta la encrucijada de donde venía el rabino. No le habían visto. Esta idea atravesó su cerebro. ¿No me ven porque estoy muerto? Sobre las rodillas, sobre las manos, sobre el vientre, prosiguió su dolorosa fuga, y acabó por entrar en la parte oscura del espantoso corredor.

De pronto sintió frío sobre las manos que se apoyaban en el enlosado; el frío venía de una rendija bajo una puerta hacia cuyo marco convergían los dos muros. Sintió en todo su ser como un vértigo de esperanza. Examinó la puerta de arriba abajo, sin poder distinguirla bien, a causa de la oscuridad que la rodeaba. Tentó: nada de cerrojos ni cerraduras. ¡Un picaporte! Se levantó. El picaporte cedió bajo su mano y la silenciosa puerta giró.



La puerta se abría sobre jardines, bajo una noche de estrellas. En plena primavera, la libertad y la vida. Los jardines daban al campo, que se prolongaba hacia la sierra, en el horizonte. Ahí estaba la salvación. ¡Oh, huir! Correría toda la noche, bajo esos bosques de limoneros, cuyas fragancias le buscaban. Una vez en las montañas, estaría a salvo. Respiró el aire sagrado, el viento le reanimó, sus pulmones resucitaban. Y para bendecir otra vez a Dios, que le proporcionaba esta misericordia, extendió los brazos, levantando los ojos al firmamento. Fue un éxtasis.

Entonces creyó ver la sombra de sus brazos retornando sobre él mismo; creyó sentir que esos brazos de sombra le rodeaban, le envolvían, y tiernamente le oprimían contra un pecho que le pertenecía. Una alta figura estaba, en efecto, junto a la suya. Confiado, llevó la mirada hacia esta figura, y se quedó jadeante, enloquecido, los ojos sombríos, hinchadas las mejillas y balbuceando de espanto. Estaba en brazos del Gran Inquisidor, del venerable Pedro Argües, que le contemplaba, llenos los ojos de lágrimas y con el aire del pastor que encuentra la oveja descarriada.

Mientras el rabino, los ojos sombríos bajo las pupilas, jadeaba de angustia en los brazos del inquisidor y adivinaba confusamente que todas las fases de la jornada no eran más que un suplicio previsto, el de la esperanza, el sombrío sacerdote, con un acento de reproche conmovedor y la vista consternada, le murmuraba al oído, con una voz debilitada por los ayunos:

—¡Cómo, hijo mío! ¿En vísperas, tal vez, de la salvación, querías abandonarnos?

EL PLANETA OSCURO - Herbert W. Franke

Se hallaron en medio de un paisaje desolador, vestidos con los deformes trajes espaciales. El suelo llano y calizo estaba surcado de impactos de meteoritos. Algunos de los pozos, rodeados como heridas de costrosos bordes, alcanzaban profundidades indeterminadas. A cada paso que intentaban dar con rodillas temblorosas, se producía un crujido bajo sus pies. Ellos apenas lo oían, pero notaban el roce y la trituración.

Brock fue el primero en hablar.

—¡Eh, Culler! ¿Me escuchas?

No obtuvo respuesta. El compañero no se movía, sino que parecía tener los ojos clavados en la lejanía… En la llanura, en los tremendos cráteres.

—¡Eh, tú, Culler! —repitió Brock al recordar que, para hablar, debía pulsar el botón situado en su guante.

La respuesta no se hizo esperar.

—¿Por fin estás despierto, viejo? ¿Cómo te sientes? Yo sigo bien, aunque con cierta confusión en la cabeza. Algo así como si estuviera borracho.

—A mí me ocurre lo mismo. Una sensación rara, ¿verdad? Y nada agradable, pero tal vez nos acostumbremos a ella.

No se extendió más, de momento, pero una ola de simpatía inundó todo su ser. Era bueno poder comunicarse con alguien.

Como si estuvieran de previo acuerdo, ambos hombres se dirigieron a la caja gris que había a su lado, sostenida por tres patas. Culler preparó el ingenio para la emisión y buscó la sintonía. Se cerró el verde anillo de luz y se agitaron un par de manecillas.

—Ahora sólo nos resta esperar —dijo Brock, consultando el reloj de pulsera visible a través del puño transparente de su manga—. Faltan tres horas.

En alguna parte del cielo flotaba el planeta. No podían verlo, ya que quedaba demasiado apartado del sol oscuro que parecía pegado al horizonte como un gigantesco disco. Incluso allí, en su proximidad, su luz no era capaz de producir más que un tenue crepúsculo. Superficies de roca tapizadas de terciopelo encarnado, sombras negruzcas y huidizas. En conjunto, un cuadro misterioso y amenazador.

—¡Que precisamente haya vida ahí! —murmuró Culler, señalando vagamente con el dedo hacia arriba—. ¿Cómo se alimentan sus habitantes? ¿Cómo pudieron crear una civilización? Porque son seres cultivados…, ¿o no?

—Con un poco de suerte lo sabremos pronto… Dentro de un par de horas —contestó Brock.

El tiempo transcurría con lentitud. Los astronautas se habían sentado en una especie de peldaño petrificado en forma de flan; probablemente una masa de lava escupida por un volcán o arrancada a las entrañas de la tierra por el impacto de un meteorito y caída luego, adoptando al enfriarse la curiosa postura que tenía ahora.

30 grados de temperatura absoluta.

El doble y medio de fuerza de gravitación.

Los dos hombres estaban cansados. Habían pasado por un entrenamiento duro. Y por una extraordinaria tensión nerviosa.

—¿Qué recuerdas tú aún, viejo? —preguntó Culler, que llamaba así al compañero pese a ser sólo dos años menor que él.

—Pues… no lo sé exactamente… —respondió éste, escudriñando en su cerebro.

Sí, recordaba palabras, manipulaciones, maneras de comportarse. Conocía cifras, fechas, fórmulas, sabía manejar una emisora y programar el comunicador. También era capaz de pensar con lógica, sabía a qué debía atenerse para actuar con acierto y estaba al corriente de las señales de alarma y de las indicaciones de peligro. Tenía grabado en la memoria el mensaje que debía transmitir, del mismo modo que le habían inculcado las proposiciones para un intercambio de conocimientos técnicos, y se hallaba en condiciones de realizar gestiones. Y, naturalmente, conocía a su amigo Culler, pero… ¿qué sabía en realidad de él? Era un muchacho simpático y siempre dispuesto a ayudar, pero… ¿de dónde procedía, qué habían vivido juntos? Brock se dio cuenta, consternado, que Culler era poco más que un extraño.

¿Y él mismo? ¿Quién era? ¿Dónde residía? ¿Tenía amigos y familia? De pronto tuvo la impresión de que le arrancaban el suelo bajo sus pies. Su memoria estaba vacía, hueca… Una creciente inseguridad se apoderó de él. Una espantosa sensación de mareo. Tuvo que aferrarse con los rígidos guantes a la dura roca, para no caer.

—¿Qué te sucede? —la voz de Culler sonó desde lejos—. Respiras con fatiga. ¿Te encuentras mal?

«No quiero que note nada —se dijo Brock—. Quizá él no experimente lo mismo que yo, y probablemente sea mejor así. Tengo que ser fuerte. Pronto habrá pasado todo…»

La redonda escafandra del compañero Culler apareció ante sus ojos, y a través del centelleante cristal distinguió la ancha cara del amigo.

—¿No habías caído hasta ahora en que estamos completamente separados del resto del mundo? He estado pensando en eso. Es algo que siente uno de repente. Pero yo lo compararía con la ingravidez… Unas horas sin apoyo, y luego volverá a ser todo como antes. Yo he recobrado ya la tranquilidad. No es que recuerde nada de mi existencia, pero una cosa sí que conservo en la mente: ¡que tú y yo nos alegrábamos de poder llevar a cabo esta misión!

Brock pensó que el compañero tenía razón. Habían sentido ilusión y, sí, incluso se habían presentado voluntarios. ¿Lograría exprimir algún otro recuerdo? El joven se esforzó hasta que a su frente asomaron perlas de sudor. Inútilmente. Su cabeza estaba vacía. El pasado había muerto.

—Quizá consigamos llegar a un acuerdo —continuó Culler—. Imagínate que por vez primera vamos a enfrentarnos con inteligencias no humanas. ¡Qué posibilidades para el futuro!

—Tienes razón —admitió Brock.

Trataba de convencerse a sí mismo y comprendía que las palabras del compañero le animaban. Poco a poco superó la crisis de angustia y logró concentrarse de nuevo: existían las señales de radio procedentes del espacio, los diversos signos transmitidos y el eco que captaban, la localización del planeta oscuro, los progresos en la comunicación…

Brock se dio cuenta de que el pasado no había muerto. Sólo una parte de él, y eso tenía su motivo. Los científicos habían ideado con la máxima sutileza la estrategia a emplear en el contacto con inteligencias desconocidas. Y el primer precepto consistía en la prudencia.

—No deja de ser peligroso eso de borrar la memoria de los mediadores. De momento, nos causa desventaja en las negociaciones. ¿Cómo saber si actuamos debidamente?

—Tú te declaraste conforme —le recordó Culler—. Si en realidad es necesario, nadie lo sabe. De cualquier forma, nosotros debemos proceder con cuidado. No debemos suponer, de antemano, que los seres extraños nos esperan con sentimientos amistosos.

—Tal vez sí —replicó Brock—. Los seres que han alcanzado un cierto nivel de civilización no pueden albergar instintos destructores, porque saben que, a la larga, un conflicto perjudica a todos los que intervienen en él. Las reflexiones cibernéticas demuestran que…

—¡Viejo! —le interrumpió Culler—. Te olvidas que la teoría quedó atrás. Nos hallamos ante la realidad. Si tú estás en lo cierto, tanto mejor. En ese caso, mañana mismo volveremos a saber adónde pertenecemos.

—Es verdad —contestó Brock—. Perdona. Estaba un poco nervioso, pero ya pasó…

Los dos hombres guardaron silencio nuevamente.

De vez en cuando miraban al cielo. La débil claridad no tapaba las estrellas. En la inmensa cúpula gris, los tristes puntos de luz parecían pegados sobre un papel. No había irradiación ni fulgor impulsados por una atmósfera en movimiento. Brock echó de menos algo en el extraño firmamento, pero no supo decir qué era.

Culler se levantó y dio unos pasos por el agujereado suelo. Tomó un par de cascajos y los volvió a tirar.

—Ni rastro de vida —gruñó—. Todo muerto. Rocas eruptivas. Estratos de sínter. Esto tuvo que ser algún día zona de lagunas. Pero no de agua. Más bien diría que abundaron aquí los pantanos de lava.

Su voz llegaba clara y potente al casco de Brock. La regulación del amplificador funcionaba a la perfección.

—¿Cómo te los imaginas? —preguntó Brock.

Culler supo en seguida a quiénes se refería.

—No acierto a imaginármelos. Supongo que serán totalmente diferentes a nosotros. Sólo pensando en la fuerza de gravitación…, ¡5 g!, supongo que deben ser bajos y rechonchos, y no creo que caminen erguidos. Quizá se arrastren. Lo más probable es que se trate de unos seres forzudos y pesados.

—Pero… ¿y de qué materia se componen? ¿Cómo es su metabolismo? ¿Basado en el carbono? Imposible. El planeta es radiactivo. Para nosotros, un infierno. Insisto en su metabolismo. No reciben luz del sol… Debe ser horrible vivir a oscuras. Quizá se orienten por medio de ruidos, más o menos como los murciélagos.

—Si poseen otros sentidos, es posible que también piensen de manera distinta. El mundo de la imaginación queda determinado por la facultad de perfección. Tal vez no encontremos base alguna para un entendimiento.

—No será fácil. Por ahora no hemos pasado del intercambio de fórmulas matemáticas y físicas. Sin embargo, ya nos han proporcionado algunas sorpresas considerables: el teorema de Fermat, la dependencia del tiempo de la constante de gravitación. Y su concepto de la teoría de la relatividad… ¡Caramba, hay que descubrirse ante ellos!

—Más importante es el hecho de que nunca mencionaran el agua ni el metano ni el amoníaco. En cambio, parecen expertos en la física de los cuerpos sólidos.

Culler apartó con su pie un trozo de piedra pómez. Luego regresó lentamente.

También Brock se puso de pie, estirando sus miembros. El aumento de peso molestaba más al estar sentado que de pie.

—Todo eso es digno de consideración, pero más interesante sería conocer su psicología, su estructura social. ¿Cómo se comportarán con nosotros?

Brock buscó puntos de apoyo. ¿No existía información alguna sobre la postura espiritual de los extraños seres? Habían contestado con prontitud, sí, y habían correspondido a todos los estímulos para un entendimiento. Eran seres inteligentes, pero… Brock notó que crecía en él una cierta desazón. ¿No encerraba todo ello algo inquietante, amenazador? Ahora, al lograr revivir un fragmento de recuerdo, fue teniendo una idea menos confusa… Se había hablado de un problema muy serio… Y… antes que ellos, ¿no lo habían intentado ya…?

Culler se acercó de nuevo al comunicador. Comprobó la tensión, la emisión y el sistema receptor: a través del auricular sonaron desagradables murmullos, como si en alguna parte hubiera una cascada y, más lejos, se oyesen voces humanas. Pero era sólo una ilusión, porque el transformador vocal no estaba conectado.

Brock pulsó el botón.

«… En este momento no hay recepción, no hay recepción. Sólo ruidos de fondo, no hay recepción…»

Aquello sonaba tan impersonal como un anuncio… ¿Y dónde? Brock lo ignoraba, y movido por el disgusto desconectó nervioso el aparato.

—Seguramente llegarán pronto —comentó Culler después de consultar su reloj.

A lo lejos se extendía la superficie destinada al aterrizaje. Las coordenadas habían sido establecidas con exactitud. La tosca roca relucía con tonalidades rojiblancas. Ni siquiera esa parte estaba libre de desigualdades y agujeros, pero al menos no presentaba cráteres y grietas grandes. Una sonda había elegido el lugar, y sin duda alguna era el más adecuado.

La nave espacial debía posarse a quinientos metros de distancia de ellos, que aguardarían en su sitio hasta recibir la señal. Una señal transmitida por radio.

—La visibilidad no es buena —observó Culler—. Quisiera saber por qué debemos aguardar precisamente aquí. Allí enfrente, desde aquella colina plana, podríamos presenciar mejor el aterrizaje. ¿Quieres que vayamos? No nos perjudicaría obtener una visión de conjunto sobre la pista.

Los hombres partieron, uno tras otro. No tenían prisa. Avanzaban pesadamente sobre las quebradizas costras, salvaban las grietas, no sin dificultad, pero de manera segura y esquivaban los socavones del suelo. Se daban cuenta de lo bien entrenados que estaban, aunque no hubieran podido decir de dónde procedían sus experiencias. El tratamiento a que fueran sometidos sus cerebros tenía que haber sido realizado con extraordinaria minuciosidad, porque conservaban sus facultades y los conocimientos generales, mientras que se habían borrado totalmente de su memoria los datos históricos y personales. ¿O se trataba de un psicobloqueo, de una barrera? Brock no lo creía. Una altamente desarrollada biotécnica podría disponer de métodos para extraer información de las moléculas acumuladoras, aunque se hallara interceptado el camino de la conciencia. Pero… ¿no significaba eso que debían empezar desde un principio… a aprender y a encontrar amigos? ¿Y a adquirir confianzas? ¡Ojalá valiese la pena la prueba en verdad!

Los dos compañeros llegaron a la colina y treparon por una inclinada pared de roca. Por fin vieron a sus pies el campo de aterrizaje, semejante a un blanco con incontables impactos. Más allá se extendía una sierra negra y dentada bajo una orla de contraluz.

—¡Ven, viejo! —gritó de pronto Culler—. ¡Fíjate en eso!

Había dado unos pasos más y se encontraba ante una hondonada que hasta entonces había quedado oculta a sus ojos. Sujeto a una peana de hormigón se alzaba un cuerpo metálico, una especie de cápsula de la cual partía un tubo de poca longitud que, colocado de cara a la llanura, señalaba hacia arriba en sentido diagonal.

—¿Qué es eso?

Ninguno de los dos lo sabía, pero el hallazgo hizo vibrar en ambos la cuerda de la desconfianza. Culler se encaramó a un punto más alto y siguió la dirección del cañón. Señalaba éste con exactitud el campo de aterrizaje de la nave procedente del planeta oscuro.

Culler y Brock retornaron a su emisora sin cruzar palabra.

—¡Mira, allá vienen! —exclamó Culler, levantando el brazo.

La misteriosa nave se aproximaba. No se la distinguía como cuerpo, aunque cubría las estrellas. Una tras otra desaparecían a lo largo de una inmensa curva para volver a ser visibles. A continuación apareció una sombra delante de aquel cielo de un gris polvoriento. Y, poco a poco, la sombra descendió.

Brock echó una rápida mirada a su reloj. Los desconocidos acudían puntuales. El hombre conectó el receptor.

«… Dentro de cinco minutos aterrizaremos… Dentro de cuatro minutos y cincuenta segundos… Cuarenta segundos…»

—Les esperamos —contestó Brock.

Ambos permanecieron en la ancha plataforma de roca y contemplaron el aterrizaje. La nave era plana; un cuerpo poco esbelto y rodeado de algo semejante a un doble aro. Nada permitía adivinar que detrás de esas paredes existiera vida, porque no se observaba movimiento alguno. Ni sistema de propulsión a chorro, ni luz. La nave perdía altura con rapidez, pero no se posó en tierra, sino que quedó flotando —según parecía— a escasa distancia del suelo.

«… Terminado el aterrizaje… Listos para la toma de contacto… Rogamos el acercamiento acordado…»

Lo acordado: avanzar hacia la nave espacial, detenerse a cien metros del aparato, realizar una prueba de entendimiento a través del comunicador de los seres desconocidos y, por fin, si todo se producía tal como estaba previsto, la subida al aparato y el vuelo al planeta oscuro.

Brock y Culler iniciaron la marcha, de nuevo uno tras otro. Brock delante y, detrás, Culler. El primero no experimentaba ya nerviosismo alguno. Todo en él era frialdad y decisión. Detrás de la rígida envoltura de su traje espacial oía latir su corazón, quizá algo más rápidamente que de costumbre, pero con fuerza y regularidad. Su mirada no se apartaba de la oscura sombra de la nave que parecía suspendida en el aire. En ella seguía sin verse movimiento alguno. Los astronautas caminaban a buen paso, pero sin prisa. Avanzaban con serenidad y cautela, vigilando lo que sucedía a su alrededor. Ya estaba la acción en marcha, y nada les detendría. ¿Reuniría la nave las condiciones indispensables para la vida humana? Lo comprobarían. Sus trajes llevaban incorporados todos los aparatos necesarios para hacerlo. ¿Qué tenían que temer, propiamente? Los demás sabían que ellos precisaban una aceleración de la gravedad de 1 g y que no soportarían una temperatura absoluta muy superior a los 300 grados Celsio. Otros posibles problemas los solucionarían los propios equipos espaciales.

La nave era mayor de lo que habían supuesto. Cuando alcanzaron la indicada distancia de cien metros, el aparato se alzaba muy por encima de ellos. Y descubrieron que no flotaba, sino que descansaba sobre una amplia corona de muelles en forma de S y delgados como hilos de telaraña.

Brock y Culler se detuvieron.

«¡Prueba de entendimiento…! Pueden acercarse. Nosotros les oímos bien… Preparamos la subida.»

Todo seguía a oscuras, pero los hombres vieron —aunque sólo en forma de vagos contornos—, que se desenrollaba una cinta y se extendía hasta pocos pasos delante de ellos. ¿Una escalera? ¿Una vía de transporte?

«Suban a la cinta. Abrimos la escotilla.»

Había llegado el instante que tanto ansiaran. Y ahora tuvieron que hacer un esfuerzo para arrancar…

Entonces vino lo que, en el subconsciente, los dos habían temido…

Los contadores Geiger se dispararon. No subieron poco a poco, sino saltando de golpe hasta casi rozar el límite de medición. Fue una lluvia mortífera de rayos la que les azotó, y si bien el forro de plomo de los trajes espaciales aminoró sus efectos, los hombres sabían que sólo podrían resistir aquello durante unos segundos o, como mucho, medio minuto.

¡Alarma!

Brock notó que la conciencia del ataque rompía en él una barrera. Había recibido una orden poshipnótica… Su cuerpo se encorvó… y su brazo se alargó para establecer contacto entre la adaptación metálica situada en el dorso de su mano y la placa que llevaba en la corva, a fin de disparar el arma escondida en el interior del traje, cuando…, de súbito, un pensamiento cruzó su mente y una película de lógicas deducciones pasó momentáneamente por ella: espacio vital radiactivo…, espacio vital…, adaptación…, aprovechamiento de las circunstancias…, órganos sensoriales…, percepción… Era su medio de percepción: ¡esos seres veían gracias a los rayos gamma que brotaban del interior de su planeta! Y… lo que pretendían era iluminarles el camino. ¡Habían conectado la luz!

—¡Suprimid la radiación! ¡En seguida! ¡Sería mortal para nosotros! ¡Desconectadla!

Brock permanecía agachado, la mano a la altura de la rodilla, dispuesto a hacer fuego.

Comenzó a contar los segundos… Les concedió diez…

Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis…

De repente cesó el crepitar del contador Geiger. ¡Los del planeta oscuro le habían comprendido! No se trataba de un ataque por su parte, no. Había sido sólo un error, un descuido. Les aguardaban con sentimientos amistosos… Seguramente se producirían otros malentendidos y habría equivocaciones, pero de todo ello extraerían enseñanzas. Unos y otros.

Brock respiró con alivio. El aire sofocante del purificador le pareció, de pronto, limpio y vivificador. Apoyó brevemente la mano en el brazo de Culler y ambos pisaron la cinta. Una ligera sacudida, y los dos astronautas empezaron a deslizarse hacia arriba.

No tardaron en verse en una cámara oscura.

—Bien venidos a bordo —dijo una voz a través del amplificador.

Momentos después sintieron una insignificante opresión. La astronave había despegado.

LA OTRA LUNA - Jorge Campos

El brillante aparato metálico se balanceó sobre un punto de la superficie lunar, antes de dejarse caer. Luego hizo salir unas aceradas mandíbulas que se abrieron y cerraron, arrancando un pedazo de suelo. Se ocultó de nuevo aquel conjunto de dientes y articulaciones metálicas. Vibró con irritada arritmia. Se elevó otra vez y emprendió el viaje de regreso. Los técnicos y periodistas que habían presenciado el lanzamiento desde nuestro planeta pudieron ya revelar el nuevo triunfo en la conquista del espacio, el paso inmediato del traslado del hombre al satélite de la tierra: la extracción de un fragmento de la corteza lunar, para poder estudiar su composición.

Todo el mundo vivió la sacudida de la noticia. La prensa, la radio, las cadenas de televisión, las conversaciones en la calle o los lugares de trabajo no tuvieron otro eje durante una temporada, que parecía no acabar. Mientras los científicos sometían a toda clase de análisis unos fragmentos separados de la gran muestra, se colocó el trozo de luna en un parque público, al lado del aparato que lo había desprendido y transportado. Ante la multitud y junto al maravilloso pedrusco se dieron conferencias divulgadoras y se exaltó el porvenir del hombre en el Universo. A cualquier hora del día la muchedumbre cubría el despejado espacio que se había abierto en los jardines. Los macizos próximos se habían convertido en un erial bajo los pies que no respetaban jardinillos ni platabandas. Llegaban turistas de países lejanos. El trozo de Luna era la noticia más noticia de la historia del mundo para los periódicos norteamericanos, el mayor desafío del hombre a la llamada ordenación del Cosmos, para otros pueblos; hasta un desacato a la voluntad de los dioses para algunas mínimas y oscuras religiones del mundo culturalmente subdesarrollado. Todos los problemas pequeños, de atmósfera para abajo, quedaron olvidados ante el acontecimiento.

Los jardineros del parque fueron los primeros en observarlo. Pero como su concepto de las cosas es más bien limitado, y su influencia escasa, no tuvo trascendencia su preocupación. Era el caso que la extensión de tierra baldía aumentaba a pesar de que el círculo de visitantes no crecía, e incluso había comenzado a disminuir. El intento de repoblar los macizos chocó con una fuerza extraña que agostaba los planteles al día siguiente. Entre ellos —el pueblo inculto es muy dado a las supersticiones, regidas por oscuros atavismos— empezaron a pensar si no tendría algo que ver con el asunto la piedra aquella. Después observaron que la tierra que rodeaba el pedestal se había agrisado y que la sucia mancha que se extendía a sus pies cada vez era mayor, como una ceniza que los pasos de los visitantes extendían y mezclaban con la arena de los senderos.

Las observaciones de los jardineros podrían haber llegado hasta los hombres de ciencia, pero no dio tiempo. No tardaron éstos en apreciar un efecto destructor que emanaba de los fragmentos recogidos hacia cuanto los rodeaba. Primero fueron las paredes de los laboratorios que se cubrían de verrugas y descascarillaban, como sometidas a una inmersión en agua y luego a un fuerte calor. Después, la madera de los muebles, que se corroía, resecaba y astillaba como atacada por termitas o carcomas. Uno de los científicos recordó un aspecto semejante en las tablas procedentes de un enterramiento egipcio. El metal se oxidaba y pulverizaba. Todo, los vidrios, la goma, los materiales plásticos, se iba convirtiendo en polvo, en un proceso impalpable, pero incontenible y rápido, cada vez más rápido. También advirtieron que los líquidos de matraces y tubos de ensayo se desecaban vertiginosamente y apenas dejaban un poso gris en su fondo. Un polvo ceniciento que la destrucción mezclaría al propio polvo en que no tardaría en convertirse la vasija.

La alarma, aguda y conturbadora, no salió de los medios científicos y se guardó como un secreto de Estado. Se tomaron medidas tajantes e inmediatas. El fragmento de luna se retiró del parque para continuar realizando importantes estudios, según se dijo; los jardineros fueron trasladados a otra ciudad y un crucero realizó una secreta operación: la de arrojar al centro del océano el trozo de luna, mientras laboratorios blindados iniciaban investigaciones en un nuevo sentido: el que llevaba a localizar y dominar las radiaciones que emanaban de los minúsculos fragmentos conservados.

La epidemia convirtió en secundarias las noticias relativas al fragmento lunar y hasta hizo que se le olvidara. En una ciudad; en otra alejada miles de kilómetros, en otra más próxima… morían individuos aislados, de un mal que la Medicina no podía emparentar con ninguno de los conocidos anteriormente. Era una consunción sin fiebre, sin proceso infeccioso, sin dolores, con veloz disminución de peso, de toda actividad viva y, finalmente, del ritmo circulatorio. Se hubiera pensado en cáncer, en leucemia, si no fuera característica una resecación de todos los tejidos, y entre ellos el sanguíneo. De hecho, la muerte se producía en muchos casos por la solidificación de la escasa sangre que iba quedando en las venas y arterias del enfermo. Como en un terreno asolado por la sequía concluía la vida cuando desaparecía la última sombra de humedad.

El terror comenzó a cundir y envolver el mundo, sobre todo en las capas altas de la sociedad, en los medios científicos, diplomáticos o de gobierno a que pertenecían muchos de los primeros afectados. Las gentes se espiaban los rostros temerosos de ver aparecer un matiz grisáceo en el color de la piel, que se tenía por uno de los primeros síntomas.

Sólo el país que lograra el gran triunfo de recoger el fragmento de luna estaba invadido de modo total. En los demás se trataba de brotes individuales que producían, si era posible, aún más pavor. Por esa razón lo relacionaron algunos con la muestra del satélite, pero la asociación de hechos era demasiado rudimentaria y no faltaron los ejemplos de atacados que no se habían acercado a ella. El abisal terror brotaba de lo desconocido de la enfermedad y la inevitabilidad del contagio. Un contagio inexorable para cuantos se habían acercado al enfermo, que amenazaba con volver a los peores espantos de la Edad Media en un mundo niquelado, plastificado, esterilizado.

Alguien logró un éxito al bautizar la epidemia de «mal de la luna» por el aspecto entre grisáceo y azulenco y la rugosa piel cubierta de cráteres, como de pequeñas viruelas que mostraban los cadáveres. Quizá faltó poco para que se llegara a la evidencia de que el nombre era exacto y la epidemia había venido con la roca lunar. Pero tampoco dio tiempo.

No lo dio porque se produjeron nuevos hechos, lejanos y fuera de la preocupación que envolvía al mundo. En las playas de algunas islas del Pacífico las limpias arenas se ensuciaron hasta convertirse en algo parecido a polvo de lava. Los corales y peñas se transformaban en unas rocas porosas semejantes a la piedra pómez. Si se hubiera dibujado en un mapa el contorno de las cosas afectadas por el cambio se vería que rodeaban el punto marino en que había sido arrojado el pedazo de Luna. Pero no cesaba en el litoral la extraña modificación del suelo. Las arenas negruzcas avanzaban hacia el interior, retrocedía la vegetación y desaparecía toda señal de vida. Fue lástima que no se pudiera estudiar este nuevo fenómeno. También fue lástima que tampoco pudieran estudiarse los sucesivos mapas que fue dibujando el descenso del nivel del mar, que empezó pausado para ganar progresivamente en rapidez. Comenzaron a surgir islas. A descubrirse un maravilloso paisaje de corales y pólipos ennegrecidos. A unirse los continentes y a quedar reducidos los océanos a mares interiores que se desecaban humeantes por la velocidad de la evaporación. Apenas si nadie pudo poner atención en ello. No dio tiempo. En pocos días la Tierra era una esfera gris y arrugada como la piel de cualquiera de los cadáveres que se convertían en polvo tendidos sobre ella. Había desaparecido toda vida de la careada y cenicienta superficie.

Así fue como dos lunas, satélite la una de la otra, siguieron girando en torno al Sol.



ALUMBRAMIENTO CÓSMICO - Jörg Weigand

El ser estaba inquieto. El acostumbrado ciclo se había interrumpido. Una nueva vida debía despertar. Una vida sin cuerpo. Vida energética. Sólo dos veces, durante la existencia del energetón, era posible el proceso del nacimiento. Condición indispensable para ello era que hubiera suficiente energía, tanto en forma de calor como de radiación.

Ya el tiempo de preparación para el extraordinario acontecimiento requería una fuerza incrementada a lo largo de siglos, aunque eso, para el energetón, fuera únicamente un período breve, sin importancia. Para conseguir la cantidad de energía necesaria, el ser se veía forzado a extraer más potencia del doble astro, del mismo modo que, sistemáticamente, le había sacado «alimento» a través de los milenios.

Cuando el doble sol se oscureció por tercera vez en este período, el planeta sufrió algo semejante a un estremecimiento. Ni siquiera los más ancianos habitantes del planeta Vanda, del sistema binario de Berthes, recordaban un fenómeno parecido.

Tales eclipses aparecían generalmente una vez durante cada período e iban acompañados de tremendas tormentas y tempestades de arena, que todo lo arrasaban. Si un ser viviente no lograba refugiarse a tiempo en lugar seguro cuando sobrevenía el temporal, su muerte era segura.

La desaparición de la humedad del aire, que coincidía con impresionantes descargas eléctricas en la atmósfera, no daba posibilidad de supervivencia al hombre indefenso.

Sobre todo al principio, durante el primer período de colonización, los inmigrantes habían sufrido espantosas pérdidas. En la primera tormenta sucumbió una tercera parte de los desprevenidos pobladores.

Desde entonces, al cabo de casi dos siglos de la colonización de Vanda, sus habitantes estaban ya preparados para enfrentarse con tales fenómenos. Sólidas casas de roca ofrecían enérgica resistencia a las tempestades, y altos mástiles de acero, colocados en el centro de la doble población, desviaban hacia el suelo la peligrosa electricidad de la atmósfera. Grandes depósitos de agua proporcionaban a los edificios la seguridad que el aire conservaría el grado de humedad necesario.

En el transcurso de las tres últimas generaciones se había producido dos veces la repetición del eclipse del doble astro dentro de un mismo período. Apenas repuesto el planeta de las consecuencias del primer oscurecimiento, se había visto azotado de nuevo por las tormentas anunciadoras del segundo. Las devastaciones fueron terribles, y también hubo que lamentar desgracias personales.

El nuevo energetón iniciaba su existencia. Ansioso absorbía ya las energías, para que el nacimiento fuera más fácil. En ese instante debía separarse de su madre en una difícil y agotadora operación.

En consecuencia, el energetón madre recurrió por tercera vez en un solo período al doble sol, con objeto de tener preparado suficiente alimento para el descendiente.

Cuando en el horizonte comenzaron a dibujarse las primeras señales, Pierre se hallaba trabajando en los campos de mengo. Este sustituto de la patata terrestre era uno de los principales productos alimenticios del planeta. Pierre hundió con brío su pala en el fangoso suelo, sin observar que Lyra corría a su encuentro.

Desde lejos ella gritó sin aliento:

—¡Date prisa, Pierre! Tenemos que avisar a los demás y ayudarles…

—¿Cómo? ¿Y por qué?

—¡Vuelven a empezar las descargas azules!

—Pero eso significaría que…

—¡… Sí, que viene un tercer eclipse! —la muchacha terminó la frase.

—¡Corramos al pueblo, y hagamos lo que podamos!

Los dos jóvenes se tomaron de la mano y salieron a escape hacia la cercana aldea. Allí reinaba una actividad angustiosa. La gente actuaba presa del pánico.

Había que acondicionar al ganado, preparar las provisiones y llenar los depósitos de agua hasta los bordes.

Cuando Lyra llegó a la granja de sus padres, seguida del jadeante Pierre, chocó contra los brazos de su madre. Aquella mujer, normalmente tan serena y enérgica, estaba a punto de perder el control de sus nervios. La tormenta que se aproximaba iba a frustrar todas las esperanzas de una buena cosecha.

Lyra intentó consolarla.

—¡Ánimo, madre, que el mundo no se hundirá por eso! Con las provisiones que tenemos, de sobra resistiremos también el año próximo, aunque la tempestad arrasara todos los campos.

—Sí, pero…

La pobre mujer rompió en sollozos y tardó en poder agregar:

—Buscad a George… Seguro que está otra vez con sus aparatos, en vez de ayudarnos…

Al oír que llamaban a la puerta, George movió la cabeza malhumorado. ¡Precisamente ahora tenía que venir alguien a molestarle! ¿Es que no podían dejarle en paz? ¿No se habían reído todavía bastante de él y de su afición? Le llamaban el «escucha-estrellas», sólo porque se había construido un pequeño radiotelescopio —conectado a un aparato emisor y receptor— con el cual se dedicaba a buscar desconocidas fuentes de radio en el ámbito de la galaxia.

Claro que, hasta el momento, no había conseguido grandes éxitos. Pero él no era hombre que capitulara tan pronto ante un problema. ¡Que la gente se burlara de él cuanto quisiera! ¿Qué le importaba, al fin y al cabo, la falta de comprensión de los demás?

George se concentró nuevamente en su aparato. Hoy parecía tener suerte. Llevaba un rato percibiendo un extraño gemido entrecortado que, de vez en cuando, se veía dominado por un sonido sordo y constante. El joven no se explicaba tal fenómeno.

En aquel instante trataba de ajustar exactamente la fuente con ayuda de la antena del tejado. Lo había intentado ya varias veces, pero la radiación se le escapaba una y otra vez. Por consiguiente, se molestó mucho cuando la llamada a la puerta se repitió.

—¡Adelante, cuerno!

La cabeza ensortijada de Lyra asomó por el resquicio de la puerta. La muchacha hizo una mueca.

—¡Aquí está nuestro sabio incomprendido! —exclamó—. ¿Qué, ya estás escuchando la inmortal música de las esferas celestiales?

—¡Déjame tranquilo! ¿Qué queréis ahora? No tengo tiempo…

—Calma, George —intervino Pierre, apartando a Lyra al mismo tiempo que se acercaba al receptor—. Oye, ¿qué significa ese piar en el aparato?

—¡Eso no tiene importancia ahora! —protestó Lyra—. George, has de saber que nos espera un tercer eclipse. Tienes que ayudarnos a prepararlo todo.

—¡Imposible! Sería la primera vez que eso ocurre.

—Pues llegó esa primera vez —señaló Pierre con cierto aire de condescendencia—. Pero no me dijiste aún qué son esos ruidos tan raros que hace tu receptor.

Inmediatamente, los dos jóvenes se enfrascaron en una viva discusión. Tras repetidos intentos de interrumpir su conversación, Lyra comprendió que nada conseguiría, por lo que abandonó la estancia sin hacer ruido y se reunió con su madre para acabar con ésta los preparativos.

Pronto llegó el momento. El nuevo ser comenzó a moverse. Como una esponja iba chupando las energías extraídas del doble sol. El energetón madre se veía obligado a proporcionarle cantidades cada vez mayores.

Poco a poco se inició la separación del cuerpo original. El ser materno cayó en unas ligeras convulsiones para facilitar el proceso. De una densidad electromagnética increíblemente escasa por naturaleza, estas convulsiones produjeron una retracción. El energetón se espesó. Si antes era invisible a causa de la delicada distribución —incluso había sido inútil la radiación procedente del doble sol—, la nueva conglomeración produjo una suave luminosidad azul y fosforescente.

En su acalorada discusión, los dos muchachos no se dieron cuenta, de momento, que la fuente de radio había vuelto a desaparecer. Fue la súbita falta de señales lo que les hizo reaccionar.

—No lo entiendo en absoluto —dijo George con el ceño fruncido—. No puede existir una fuente que varíe de lugar con tanta rapidez.

—Quizá se trate de una nave espacial.

—No, Pierre. Eso no es posible, pero…

Pensativo, George tomó las anotaciones que tenía sobre su mesa de trabajo y, después de reflexionar con esfuerzo durante un par de minutos, corrió a la ventana.

—¡Perthes! —gritó—. ¡Esa tiene que ser la solución! Sal conmigo. Creo que lo descubrí.

Lleno de curiosidad, Pierre siguió a su amigo al exterior. Una vez fuera, George contempló caviloso el doble sol. Una súbita ráfaga de viento había desgarrado el velo de polvo, de modo que los dos astros quedaban perfectamente visibles.

Pierre apoyó una mano en el hombro del compañero.

—No creerás que… —comenzó a decir.

—Pues es la única posibilidad. Y dime, Pierre: ¿no observas nada especial?

Pero Pierre no descubrió nada raro, por mucho que se esforzara, y sacudió la cabeza.

—¡Mira bien los dos soles!

Fue entonces cuando Pierre notó que el doble astro aparecía rodeado de un halo de un azul fosforescente, fenómeno que no acertaba a explicarse. Nunca había visto nada semejante.

Por eso prestó escasa atención a lo que al respecto decía el amigo hasta que, de pronto, una de sus frases le arrancó de su estupor.

—¡No irás a afirmar que se trata de un ser viviente! ¿Ese resplandor azulado…? ¡Pero eso es absurdo!

—¿Ves como nunca escuchas? Acabo de exponerte por qué ese gemido o ese modo de piar, como prefieras llamarlo, tiene que ser la expresión de una forma u otra de vida. A mí me recuerda algo así como…, como los ladridos de un perro…

Por fin le comprendió Pierre.

—¡Los de una perra, querrás decir!

Ahora fue George el asombrado.

—¿Cómo…? ¿Qué…?

—Supongamos que una perra va a tener cachorros. ¿Qué hace entonces?

—Pues… muchas cosas. Gemir quedamente, por ejemplo —respondió George.

—¿Te das cuenta? En consecuencia, si tu teoría es cierta, pudiera tratarse aquí de un alumbramiento. Y para tal operación hace falta una cosa: ¡energía! La energía que pueden suministrar en cantidad suficiente nuestros dos soles…

—Son gemidos, en efecto —comprobó George muy pensativo—. Y en ese caso… ¡lo tengo, lo tengo…! —gritó el muchacho, volviendo a la casa a todo correr.

Impulsado por el deseo de terminar cuanto antes el proceso de separación, el energetón madre recurría cada vez con mayor frecuencia al abastecedor de energía. Era una feliz casualidad que la poderosa fuente se hallara tan cerca. Por regla general, el parto se producía mucho más despacio y solía acabar en un total agotamiento del cuerpo materno.

Las convulsiones adquirieron mayor intensidad y el calor azul se puso más denso. Pronto tendría efecto el nacimiento.

Pierre había seguido lentamente a George a la casa. El primero estaba manejando ya el ajuste de frecuencia del aparato, pero no el de recepción, sino el de emisión.

—¿Qué significa eso? ¿Acaso vas a emitir?

—Sí, claro.

—No lo entiendo.

—Fuiste tú, precisamente, quien me dio la idea. ¿Qué hace un perrito pequeño cuando tiene miedo y se siente amenazado?

—Gimotea y aúlla.

—¿Cómo?

—Pues… con voz aguda. Yo… Ahora ya sé lo que quieres hacer, pero… ¿crees que tendremos éxito?

—Hay que intentarlo. Cuando el cachorro llora, la madre procura ayudarle. Aquí no se trata de verdaderos aullidos, sino de algo que se manifiesta como señales de radio. Si ahora, yo emito en ultrasonido, y lo hago de manera entrecortada, entonces…

—… Entonces pudiera suceder que ese algo de allí arriba lo tomara por una expresión de angustia y comprendiese, quizá, que la excesiva extracción de energía de nuestros soles amenaza otras vidas.

—Exactamente.

Y George empezó a emitir.

La población de Vanda estaba al borde de la desesperación. Ráfagas cada vez más furiosas reventaban el suelo de los campos de cultivo, y las cuidadas plantaciones de frutales existían ya sólo en el recuerdo de los que fueran sus propietarios.

Las descargas eléctricas alcanzaron un nuevo punto culminante. Tremendos rayos hicieron tambalearse los mástiles de acero, que se veían envueltos en un loco fuego de San Telmo. La gente permanecía apretujada en sus viviendas, en espera de lo peor.

De repente, la oscura capa que cubría el cielo se abrió. La tempestad de arena iba cediendo. Tampoco se repitieron las descargas eléctricas.

¿Un milagro? El doble astro brillaba con su antigua fuerza. Los habitantes de Vanda se lanzaron al exterior con un inmenso alivio.

¿Un milagro?

Aunque todo el mundo creyera en un hecho maravilloso, George y Pierre estaban convencidos de lo contrario. Para ellos no existía duda de que habían sido testigos de un entendimiento entre el hombre y la vida cósmica.

Claro que George hubiera dado cualquier cosa por saber qué había entendido aquel ser de su mensaje, y qué había sido de su cuerpo…

EL PRÍNCIPE ALCOUZ Y EL HECHICERO - Clark Ashton Smith

Alcouz Khan era hijo único de Yakoob Ullah, sultán de Balkh. Persona disipada y viciosa por naturaleza, se enorgullecía del lujo y el poder que le otorgaba su posición. Creció autoritario, cruel y disoluto, y con el paso de los años y la llegada de la madurez sus vicios no hicieron más que incrementarse. Era todo lo contrario de su padre, un gobernante justo y sabio que supo granjearse el cariño de sus súbditos.

El príncipe pasaba el tiempo entregado a deportes censurables y disipados, en unión de malas compañías. Su padre se lo recriminaba con frecuencia, pero sin resultado alguno. Se entristecía al pensar en el día, no muy lejano ya pues se estaba haciendo viejo, en el que Alcouz se encaramaría al trono. El príncipe heredero era, desde luego, universalmente temido, pues la gente sabía muy bien qué clase de sultán sería aquel joven cruel y disipado.

Entonces llegó a Balkh un hechicero que procedía de la India y cuyo nombre era Amaroo. Pronto se hizo famoso por sus habilidades a la hora de predecir el futuro. Sus clientes eran muchos y de todas las condiciones, ya que el deseo por descorrer el velo que oculta el futuro es algo universal.

Alcouz, siguiendo el impulso común, acudió a visitarle. El hechicero, un hombre pequeño, de ojos brillantes y fieros, que vestía una túnica amplia y suelta, se levantó del sofá en el que había estado sentado meditando e hizo una profunda reverencia.

—He venido a ti —dijo Alcouz—, para que me desveles los caminos ocultos e insondables del destino.

—En tanto me lo permitan mis habilidades, haré todo lo posible por complacerle —contestó el hindú.

Rogó al visitante que se sentara y procedió con sus preparativos. Pronunció varias palabras en una lengua que Alcouz no pudo entender y la habitación se oscureció, quedando iluminada tan sólo por la luz fluctuante y débil de los carbones que ardían en un brasero. Amaroo arrojó al fuego algunas maderas perfumadas que llevaba en la mano. Un humo espeso y negro surgió de las brasas, y su figura, medio oculta entre los vapores, pareció hacerse más alta y poderosa mientras recitaba encantamientos en una lengua extraña y desconocida.

La habitación se iluminó y, envuelta en el vapor negro, pareció ensancharse indefinidamente. Alcouz ya no podía ver las paredes y la estancia era como una enorme caverna que se perdía en la distante oscuridad. El humo se retorcía sobre sí mismo, dibujando fantásticas formas que rápidamente fueron tomando una apariencia humana. Al mismo tiempo, los muros de oscuridad se contrajeron hasta dibujar los límites de la sala del trono del sultán. Del brasero salieron nuevos vapores que fueron tomando la forma de los pilares y la tarima donde se hallaba el trono. Una figura en sombras estaba sentada en el trono ante la que otras figuras más se reunían e inclinaban. Pronto se hicieron más nítidas y claras, y Alcouz pudo reconocerlas.

Se encontraban en el recinto del trono real, y la figura sentada era él mismo. El resto eran oficiales de la corte y sus amigos personales. Alcouz portaba sobre su cabeza una corona y sus cortesanos se arrodillaban en pleitesía. La escena se mantuvo durante un tiempo y luego las figuras se disolvieron de nuevo en el vapor negro.

Amaroo permaneció a su lado.

—Lo que has visto sucederá algún día —dijo—. Ahora podrás ver otros acontecimientos.

Se irguió otra vez delante de la columna ondulante de humo y comenzó a recitar encantamientos, y el vapor dibujó de nuevo las columnas y el trono ocupado por la figura solitaria de Alcouz. Estaba sentado con la mirada perdida, absorto en sus pensamientos. Anon, un esclavo, entró y pareció hablar con él, retirándose acto seguido.

Luego apareció una nueva figura que Alcouz reconoció como la de Amaroo, el hechicero hindú. Se arrodilló delante del trono y asemejó pedir algo. La figura sentada iba a responder algo, cuando el hindú, poniéndose repentinamente en pie, sacó un largo cuchillo de su túnica y le asestó una puñalada.

Justo en ese instante, Alcouz, que estaba mirando horrorizado la escena, emitió un grito terrible y cayó muerto, acuchillado en el corazón por el hechicero, que se había acercado a su espalda sin ser visto.