Cuentos para ver

EL VAMPIRO - John William Polidori

Ocurrió durante las fiestas que se celebraron en Londres durante el invierno. En diferentes salones de la sociedad que concedía fama de nobleza, comenzó a aparecer alguien muy peculiar. Se limitaba a cumplir el papel de observador, dando idea de que era incapaz de participar del bullicio. Pronto se advirtió que le llamaba la atención la sonrisa de las mujeres más hermosas, a las que dejaba sin habla con el simple hecho de contemplarlas, como si quedaran sumidas en un cierto temor combinado con un inusitado aturdimiento. Quienes sufrían esta situación, tan cercana al pánico, no sabían explicar con claridad la causa real: algunas la localizaban en unos ojos de un gris apagado que, al lijarse en ellas, actuaban como un rayo que presionaba la piel sin llegar a atravesarla. Esto provocó que se le invitara en todas partes, al querer tenerle cerca. Pero los acostumbrados a las fuertes emociones terminaban sintiéndose indefensos ante aquel extraño.

Todos aceptaban que era atractivo, pese a la palidez cadavérica de su cara, la cual nunca se había visto iluminada por el rubor de la pasión, la vergüenza o las fuertes emociones. Como varias de las perseguidoras de notoriedad pretendieron atraer su interés, para conseguir alguna prueba de lo que consideraban afecto, le salieron al encuentro. Una de éstas fue lady Mercer, que al convertirse en una mujer casada parecía haberse dedicado a coleccionar amantes de lo más originales. No obstante, fracasó rotundamente, a pesar de que únicamente le faltó disfrazarse de payaso… En el momento que tuvo delante al desconocido, llegó a la conclusión de que no la veía a pesar de estarla mirando. Por este motivo, abochornada, debió retirarse.

No obstante, aunque la pecadora fuese incapaz de despertar la atención de aquel personaje, se pudo comprobar que trataba a las mujeres. Hablaba lo mismo con la esposa fiel que con la soltera virginal, sin avanzar más allá del simple diálogo. Esto no impidió que se le concediera la fama de ser un excelente conversador. Es posible que hubiese terminado por desaparecer el miedo que al principio pudo despertar, o acaso a las mujeres les emocionaba comprobar que era enemigo de cualquier vicio. El hecho es que se le empezó a estimar. Tanto que se le perdonó que, sin dejar de seguir charlando con las damitas más virtuosas, dedicara su interés a las adúlteras.

Por aquellas fechas regresó a Londres un caballero que se apellidaba Aubrey. Se sabía que era huérfano, y que había heredado, siendo un niño, la gran fortuna de sus padres, la cual compartía con su única hermana. Como hasta sus tutores le dieron plena libertad, al preocuparles nada más que administrar el dinero, quedó bajo la tutela de unos profesores, que se cuidaron de cultivarle la imaginación, sin fijarse demasiado en la razón. Quizá a esto se debiera que terminara transformado en un romántico empedernido, amigo de la verdad y del honor. Creía erróneamente que las gentes eran virtuosas, y que la maldad nada más que respondía a un juego de la Providencia para amenizar la vida. Su ignorancia llegaba al extremo de considerar que la pobreza de una choza sólo era cuestión de estética. Y estaba convencido, además, de que las fantasías de los poetas constituían los cimientos de la existencia. Las mujeres le consideraban un hombre atractivo, extravertido y millonario. Gracias a estos méritos, al aparecer en los salones resplandecientes de la sociedad londinense, se vio atendido por las madres con hijas casaderas, para rivalizar a la hora de destacar los dones de su «posible esposa». Como las jovencitas le alentaban, al sonreírle cuando le veían pasar a su lado, terminó por asumir que era dueño de un gran talento y de unas cualidades que nunca pudo suponer. Y al encontrarse tan unido a las novelescas fantasías de su anterior vida solitaria, le sorprendió comprobar que, excepto las velas de sebo o de cera que alumbraban las estancias, la realidad no coincidía con las ilustraciones y los textos de los libros que había estudiado. Precisamente, cuando empezaba a sentir el deseo de abandonar sus fantasías, fue a encontrarse con el personaje extraordinario que hemos descrito anteriormente. El mismo que tanta expectación despertaba allí donde aparecía.

Al principio se conformó con observarlo. Luego, no pudiendo reconocer la auténtica personalidad de quien no dejaba de permanecer encerrado en sí mismo, terminó por transformarle en un héroe novelesco. Algo que le impulsó a continuar la investigación. Consiguió ganarse su amistad, le rodeó de atenciones y llegaron a intimar hasta el extremo de asistir a las mismas fiestas. Lentamente, fue sabiendo las intenciones que movían a lord Ruthven, al estar soportando una situación bastante crítica. Pronto conoció que se hallaba a punto de emprender un viaje, dado que se estaban realizando los preparativos en la calle. Queriendo disponer de una mayor información, ya que hasta ese momento sólo lo había conocido superficialmente, informó a sus tutores que se hallaba dispuesto a salir de Londres, lo que llevaba años deseando como una forma de convertirse en un adulto licencioso. Dado que recibió la autorización, corrió a entrevistarse con lord Ruthven, el cual le sorprendió gratamente al proponerle que viajasen juntos. Entusiasmado por esta muestra de amistad de un personaje tan indiferente, aceptó al momento. Unas semanas más tarde, los dos se vieron en un barco atravesando el mar para llegar al continente europeo.

Puede decirse que Aubrey no había contado con la posibilidad de analizar el proceder de lord Ruthven. Sin embargo, a partir de ese momento tuvo la ocasión de hacerlo. Para quedar anonadado ante un comportamiento tan absurdo: atendía a todos los vagos, pordioseros y miserables que le solicitaban una limosna o un favor, siempre que fueran gentes maliciosas o perversas. No sólo les daba unas monedas, sino una cantidad de dinero para que cubriesen los gastos de varias semanas. Pero despedía materialmente a patadas a todos los que parecían buenos, honrados o virtuosos.

Con el paso del tiempo, Aubrey terminó por enterarse que varios de los mendigos que habían sido ayudados por lord Ruthven acabaron sus días en el patíbulo o hundidos en la más repugnante de las degradaciones. Se diría que al recibir el dinero cayó sobre ellos una especie de maldición.

Una vez llegaron a Bruselas, el romántico quedó sorprendido al darse cuenta de que su acompañante prefería visitar los lugares del pecado elegante a los salones donde se encontraba la alta sociedad. Arriesgaba grandes sumas en las mesas de juego, y casi siempre ganaba, excepto cuando su rival era un reconocido tahúr. Se diría que no le importaba perder todas sus ganancias anteriores, ya que su expresión ni se alteraba. Claro que se resarcía ampliamente en el momento que tenía delante a un joven imprudente o a un padre de familia, ya que los esquilmaba. Para ello superaba su natural ensimismamiento, al mismo tiempo que le resplandecían los ojos a la manera del gato dispuesto a dar caza mortal al ratoncillo indefenso.

En todas las ciudades donde llegaban, se cuidaba de empobrecer hasta la miseria al infeliz que se había atrevido a jugar con él a las cartas, lo mismo que hacía con los nobles caballeros que se dejaban arrastrar por el vicio del juego. No le importaba ganarles hasta el último céntimo o verles encarcelados por haber apostado un dinero o unas propiedades que no tenían. Sin embargo, esas cuantiosas ganancias permanecían en la mesa, hasta que lord Ruthven las perdía con los tramposos o los tahúres.

Aubrey estuvo en muchas ocasiones dispuesto a hablar con su amigo, para aconsejarle que cambiara la forma de proceder; no obstante, en el último momento temió ser tachado de entrometido… Confiaba en que cualquier día se presentara la ocasión de hablar del tema. Algo que no ocurría nunca.

En el interior del carruaje, lord Ruthven jamás cambiaba su comportamiento, por hermoso que fuera el paisaje agreste o fluvial: se mostraba parco en palabras, sin que sus ojos dejaran de mostrar indiferencia. Mientras tanto, Aubrey luchaba tenazmente por descubrir el gran misterio; y ante sus reiterados fracasos, terminó por convertir a aquel personaje en un ser sobrenatural.

Cuando llegaron a Roma, Aubrey dejó de ver a su acompañante durante bastantes horas del día, porque estaba asistiendo a las reuniones que organizaba una condesa italiana. Por eso decidió ir a visitar los monumentos que le interesaban, sin olvidarlos de algunas ciudades próximas. Hasta que una mañana recogió varias cartas de Inglaterra. La primera era de su hermana, que le enviaba todo su afecto; y las otras provenían del despacho de sus tutores. Éstas le llenaron de preocupación, porque trataban sobre lord Ruthven. Una vez las hubo leído, si antes llegó a pensar que en su compañero de viaje había un poder maligno, en sus manos tenía las pruebas más contundentes. Al parecer la humillación que infringió a lady Mercer, la adúltera, provocó que ésta se hundiera más en el vicio. Respecto a todas las jóvenes virtuosas a las que dirigió la palabra, la mayoría no tardaron en descubrir públicamente sus pecados ocultos o las debilidades que las atormentaban. Toda una exhibición que supuso el comienzo de unas vidas licenciosas.

Aubrey tomó la decisión de separarse de tan nefasta compañía. Pero antes pensó en el pretexto que podía alegar. Debía ser algo creíble. Al mismo tiempo, se cuidó de extremar la vigilancia, con el fin de no perderse ni un solo detalle. Llegó a visitar los mismos lugares que lord Ruthven; y en seguida pudo comprobar que éste andaba detrás de una jovencita inexperta, que era hija de una de las damas más famosas de la ciudad. En Roma resultaba muy extraño que a una soltera se le permitiera asistir a las fiestas de sociedad, por eso el perverso inglés debía actuar en secreto. Llevando continuamente a su vigilante detrás. No tardó éste en saber que la pareja había concertado una cita, que seguramente concluiría con la ruina física y espiritual de la inocente italiana.

Sin más pérdida de tiempo, Aubrey decidió entrar en los aposentos de lord Ruthven. Le preguntó qué pretendía hacer con la joven, a la vez que reconocía estar al tanto de que los dos se iban a ver aquella misma noche. El aludido replicó que pretendía comportarse como en él era habitual. Y al escuchar que si estaba dispuesto a contraer matrimonio con ella, soltó unas carcajadas burlonas. Esto trajo consigo que el romántico se marchara. Luego escribió una carta para comunicar que consideraba rota la amistad. El paso siguiente fue encargar a sus servidores que le buscasen otro domicilio.

No satisfecho con todo lo anterior, fue a la casa de la madre de la joven imprudente, para informarle lo que lord Ruthven pretendía. Acompañó las acusaciones con las cartas que había recibido de sus tutores. De esta forma se anuló la cita. A la mañana siguiente, el perverso noble comunicó, a través de uno de sus criados, a Aubrey que daba por cancelado el compromiso de viajar juntos. Sin embargo, no le acusó de haber sido el culpable de la cita malograda.

Después de salir de Roma, el decidido inglés llegó a Grecia. Atravesó la península con la mayor celeridad, para buscar alojamiento en Atenas, donde compartió la casa con un viejo amigo. Las semanas siguientes las pasó viendo ruinas: esos monumentos levantados por hombres libres que vivían rodeados de esclavos, pero que en aquellos tiempos sólo eran restos cubiertos por los líquenes y la tierra.

Cierto día advirtió que en el mismo edificio vivía una criatura tan bella y delicada, que invitaba a proponerle la misión de modelo de un pintor dispuesto a reflejar en un cuadro el Edén mahometano. Bien es verdad que los ojos femeninos reflejaban una espiritualidad, que difícilmente podía ser comparada con una mujer desprovista de alma. Cuando la veía bailar en el campo o ascender por las pendientes callejeras, creía tener delante a una gacela provista de una gracia y una hermosura casi irreales.

Sin embargo, ¿qué le podía estar ocurriendo para haber cambiado su antigua mirada curiosa, pura, por aquella otra cargada de la lujuria propia del epicúreo? Con frecuencia Ianthe le acompañaba, con sus pasos ligeros, por medio de las ruinas. Unas veces queriendo dar caza a una mariposa de Cachemira y otras flotando en el viento, con lo que mostraba inocentemente todo el deseable esplendor de su cuerpo. Llegaba a tales extremos la fascinación del inglés, que terminaba por olvidar las escrituras que acababa de descifrar en una tablilla borrosa. Con frecuencia, al ver los mechones del cabello femenino revoloteando al aire, junto a esas brillantes tonalidades que adquirían bajo el sol, dejaba marchar sus pensamientos por los derroteros más sensuales. En aquella criatura se veían representados todos los dones de la inocencia, la juventud y la hermosura no deteriorada por los salones repletos de gentes sometidas a los bailes más agobiantes.

En el momento que Aubrey estaba realizando dibujos, que se llevaría como recuerdo de las antigüedades, ella se quedaba sentada muy cerca. Siguiendo el trazo del lápiz, que estaba copiando la magia de aquellos lugares. Luego, Ianthe le mostraba cómo se bailaba en círculo o le hablaba de las bodas a las que había asistido siendo una niña. Más tarde, recordando los sucesos que mayor impresión le habían causado, recordaba las historias que le contaba su niñera.

Entonces se ponía muy seria, como si pretendiera que Aubrey entrara en situación. Uno de estos relatos se refería a un vampiro, el cual vivió algunos años en el seno de una familia normal; sin embargo, a escondidas se estaba alimentando de la sangre de una joven bellísima, a la que terminó por dar muerte al cabo de unos meses. El inglés intentó replicar con sus bromas y risas, aunque en su interior notaba el hielo del terror. Mientras tanto, Ianthe pronunciaba los nombres de los ancianos que, al fin, lograron encontrar vivo a uno de los Vampiros, después de comprobar que algunos de sus hijos y nietos llevaban en el cuello las marcas dejadas por el apetito del engendro.

Al observar Ianthe que el inglés parecía no creer lo que estaba oyendo, le rogó que no la tomase por una mentirosa. Quizá con ánimo de asustarle, se cuidó de recordar que todos aquellos que habían dudado de la existencia de los vampiros terminaron, irremisiblemente, siendo víctimas de los mismos. Le describió la famosa primera aparición de esos engendros; y el pánico de Aubrey se incrementó al escuchar una descripción exacta de lord Ruthven. No obstante, mantuvo su fingida incredulidad, al decirse que sólo podrían ser simples coincidencias. Una postura que terminó por verse debilitada al recordar el comportamiento tan perverso de lord Ruthven.

Aubrey acabó sintiendo un gran afecto por Ianthe. Su candor, tan diferente a las engañosas virtudes de las mujeres a las que él había pretendido dar una identidad novelesca, consiguió robarle el corazón. A pesar de considerar absurdo pensar que un joven inglés de su clase pudiera contraer matrimonio con una jovencita ateniense inculta, comenzó a sopesar la idea, ya que se encontraba muy a gusto junto a tan grácil figura. En ocasiones se notaba muy triste al separarse de ella. Quiso entregarse a la arqueología, y hasta soportó varios días entre las ruinas; pero, finalmente, se dijo que le resultaba insufrible permanecer ni un minuto más lejos de la mujer que era dueña de todos sus pensamientos.

Como Ianthe desconocía que era amada, siguió actuando como la misma chiquilla sincera y espontánea de siempre. En el instante de la despedida, los dos se separaban con cierto disgusto. El inglés atribuyó la reacción de ella a que no contaba con un acompañante en sus frecuentes paseos arqueológicos. Mientras él estaba dibujando o localizando alguna antigüedad, Ianthe recordaba las historias de vampiros. Un día buscó el apoyo de sus padres, los cuales confirmaron, junto a la mayoría de los presentes, cada una de las palabras de la joven. Pero se pusieron pálidos al pronunciar el nombre de los nomuertos.

Aquella misma tarde, Aubrey se dispuso a realizar una excursión por cierto lugar que le habían recomendado. Pero olvidó que se le había aconsejado que no llegara durante la noche, debido a que necesitaría atravesar un bosque que ningún griego se atrevería a visitar a esas horas. Le advirtieron que allí acostumbraban a reunirse los vampiros, para celebrar sus orgías. Era un lugar prohibido a todo ser humano, ya que en el mismo acechaban las más terribles calamidades. El inglés se burló de estos temores supersticiosos. Sin embargo, al comprobar que todos se estremecían al ver su falta de respeto a las tradiciones, tuvo que enmudecer y ponerse serio.

No obstante, nadie pudo quitarle la idea de partir a la mañana siguiente. A la vez que preparaba la montura y el equipo, le intranquilizó las miradas temerosas que le dedicaban sus anfitriones. Llegó a pensar que se sentía aterrorizado. Cuando iba a partir, Ianthe se acercó para suplicarle que regresara antes de que se hiciera de noche, porque con la oscuridad aparecerían los vampiros. Aubrey prometió que sería prudente. Aunque se entregó con tanto entusiasmo a sus exploraciones, que tardó en advertir que estaba agonizando la tarde. En el cielo ya sólo quedaban una o dos manchas que, en zonas más cálidas, acostumbraban a fundirse en un conjunto impresionante, para dejar caer la ira de los elementos sobre los campos más desgraciados.

Por último, se dispuso a cabalgar lejos del bosque, con la idea de recuperar el tiempo perdido. Pero se dio cuenta de que ya era muy tarde. Como en los parajes meridionales apenas hay crepúsculos, el sol había llegado a su ocaso muy de prisa y a él ya le envolvía la noche. No había recorrido más de una legua, cuando la tormenta le cayó encima. Todo se convirtió en un fragor de relámpagos y truenos. La densa lluvia parecía dispuesta a aplastar el follaje, formando grandes charcos; a la vez, los rayos caían con sus sesgados trazos azulados, amarillos y rojos.

Súbitamente, la montura se encabritó, lanzándose en una veloz carrera en medio del bosque, donde las ramas de los árboles eran muy bajas y se enmarañaban igual que unas trampas mortíferas. Al final, la bestia se quedó inmóvil, exhausta. En aquel momento, Aubrey pudo descubrir, ayudado por el resplandor de varios relámpagos, una cabaña que sobresalía dificultosamente entre las montañas de hojarascas y arbustos.

No dudó en descabalgar para aproximarse a pie, diciéndose que acaso encontrara a alguien que le pudiera indicar la mejor ruta para volver a la ciudad o, al menos, contaría con un refugio. Mientras caminaba, creyó estar escuchando, en medio de la vorágine de truenos y desgajamientos de árboles y ramas por culpa de los rayos, unos gritos aterradores de mujer junto a unas estruendosas carcajadas de burla que se producían de una forma casi interrumpida.

Sin embargo, agobiado por los truenos que no dejaban de retumbar sobre su cabeza, decidió abrir la puerta de la cabaña. Tuvo que realizar un gran esfuerzo para conseguirlo. En seguida se encontró en medio de la más absoluta oscuridad. Se oían unas voces, que tomó como referencia al moverse luego de pedir permiso. Nadie le respondió… De repente, tropezó con un cuerpo y, al instante, se vio atrapado por unas manos muy fuertes. Una voz tronó en sus oídos: «¡De nuevo te has entrometido!». Siguió una carcajada alucinante, que le forzó a luchar frente a las tenazas de unos dedos que poseían un vigor sobrehumano. Convencido de que debía luchar por su supervivencia, intentó hacerlo, sin conseguir otra cosa que alguien le levantase en vilo y, después, le tirase contra el suelo. El misterioso enemigo saltó sobre él, para apretarle el pecho con sus piernas y rodearle el cuello con las dos manos…

Repentinamente, la luz de un gran número de antorchas, que estaban junto a la cabaña, confirió al lugar la claridad del día. Esto provocó que el rival misterioso quedase deslumbrado, hasta el punto de que se incorporó, después de soltar a Aubrey, y escapara de allí para perderse en la espesura del bosque, no sin dejar testimonio de su veloz carrera con el crujir de las ramas.

La tormenta ya era una simple lluvia. Los gemidos del inglés, que no podía levantarse, fueron escuchados por los que estaban fuera. Cuando entraron en la cabaña, el resplandor de las antorchas descubrió las paredes de adobe y la techumbre de paja, en la que colgaban pegotes de hollín. Después de escuchar al extranjero, intentaron localizar a la dama que le había arrastrado hasta allí con sus gritos. Esto supuso que el lugar se quedara a oscuras; no obstante, al volver las gentes de las antorchas, Aubrey quedó horrorizado. Estaba contemplando la grácil figura de su hermosísima cicerone, que era portada como se merecía el más delicado cadáver.

Tuvo que cerrar los ojos, negándose a aceptar la realidad. Por unos momentos se dijo que estaba sufriendo la alucinación propia de una mente enfebrecida, sin embargo, al abrirlos pudo contemplar el mismo cuerpo, que estaba muy cerca del suyo. Carecía de color aquel rostro tan bien modelado, y los labios eran unas líneas blanquecinas. Lo que no habían podido arrebatarle era la belleza, que a pesar de carecer de vida resultaba tan fascinante como cuando bailaba junto a las ruinas. En su cuello y pecho se veían unas manchas de sangre, y en su garganta destacaban las heridas de los dientes que habían perforado sus venas. Entonces los hombres la señalaron con sus dedos, al mismo tiempo que gritaban llenos de pánico:

—¡Ha sido un vampiro!

En seguida prepararon una litera, en la que echaron al inglés y el cuerpo de Ianthe, la que horas antes había sido la visión más radiante y hermosa de la ciudad, pero que en aquellos momentos sólo representaba el trágico recuerdo de un suceso diabólico. Aubrey no sabía qué pensar, debido a que la impresión le había dejado la mente en blanco. Pareció querer hundirse en el vacío, en la nada donde no se reflexiona. Sin embargo, había procurado guardarse una daga que encontró en el suelo de la cabaña.

A la salida del bosque, el grupo se detuvo al irse encontrando con las gentes que habían salido en busca de Ianthe, después de que su madre diera la voz de alarma al advertir la desaparición. Como fueron muchos los que empezaron a llorar, sin dejar de hacerlo cuando se aproximaban a la ciudad, los padres de la víctima adivinaron lo que acababa de suceder. Resultaría imposible describir su angustia. Y al saber que la chiquilla estaba muerta, después de mirar a Aubrey y ver el cadáver, fallecieron juntos con el corazón partido por el dolor.

Al encontrarse en el lecho, el inglés fue víctima de una fiebre muy alta, que le obligó a delirar. En ocasiones parecía estar llamando a lord Ruthven y a Ianthe, como si pretendiera rogar al primero que tuviese piedad con la joven a la que él amaba. Pero la mayoría de las veces lo que brotaba de su boca eran infinidad de maldiciones, todas ellas dedicadas a quien consideraba su peor enemigo.

Por aquellas fechas llegó lord Ruthven a Atenas. Al conocer la situación por la que Aubrey estaba pasando, se cuidó de hospedarse en la misma casa. Con el paso de los días se convirtió en uno de los más asiduos visitantes del enfermo. En el momento que éste comenzó a recuperarse, hasta el punto de poder reconocer a quien estaba a su lado, sintió un horror repentino al ver a la persona que consideraba un vampiro.

No obstante, el noble supo utilizar las más hábiles palabras de disculpa, al suplicar perdón por haberle abandonado cuando los dos tanto se necesitaban. Como a esto añadió un trato exquisito, Aubrey se vio consintiendo su presencia. Terminó por decirse que podía estar equivocado, ya que su ex amigo parecía una persona muy distinta a la que él trató en Bélgica y en Roma.

La situación dio un cambio brusco, definitivo, la mañana que Aubrey abandonó la cama, debido a que su compatriota volvió a comportarse con la perversión de aquellas fatídicas semanas. Además, le miraba atentamente, entreabriendo los labios con una sonrisa diabólica que, a la vez, encerraba una especie de maligno deleite. Y esta sonrisa se convirtió en la pesadilla del convaleciente.

A lo largo de la última fase de su restablecimiento, vio cómo lord Ruthven parecía más pendiente de las olas del mar o de disfrutar de la brisa que suavizaba el ambiente en los amplios jardines y terrazas. También se detenía a contemplar el revoloteo de las gaviotas. Es posible que sólo estuviera evitando las miradas de quienes le rodeaban.

El cerebro de Aubrey estaba bastante debilitado por culpa de la conmoción sufrida, y se diría que le faltaba la agilidad de espíritu que antes le había caracterizado. Llegó a desear tanto el silencio y el aislamiento como lord Ruthven; sin embargo, estas dos condiciones era imposible hallarlas en Atenas. Porque las veces que se le ocurrió volver a las ruinas, comprobó que el recuerdo de la figura de Ianthe le sumía en el pesar más angustioso. También la veía aparecer en las colinas y en los jardines. Las veces que pretendió atrapar aquella imagen fantasmagórica, lo único que terminó por contemplar fue el rostro pálido y el cuello herido por los dientes del vampiro.

No le quedó más remedio que aceptar la idea de que debía alejarse de aquellos lugares, donde en cada rincón surgían tan dolorosas evocaciones. Por eso dijo a lord Ruthven, al que se hallaba unido como agradecimiento a los cuidados que le había brindado durante la larga enfermedad, que debían conocer otras zonas de Grecia. Salieron de viaje, para recorrer cada uno de los sitios más famosos; sin embargo, en seguida se dieron cuenta de que se desplazaban con tanta prisa que ni prestaban atención a lo que tenían ante sus ojos.

De repente, comenzaron a tener noticias de la presencia de unos bandidos. Al principio creyeron que eran fábulas de los nativos, los cuales pretendían obtener algún dinero por la información. No haciendo caso a las advertencias, siguieron avanzando sin llevar la escolta que se les había aconsejado.

Cuando estaban recorriendo un desfiladero, en cuyo fondo fluía un estrecho riachuelo, y que era atravesado por un sendero rodeado de enormes rocas desprendidas de las paredes más próximas, comprendieron su error, porque comenzaron a silbar las balas por encima de sus cabezas, a la vez que escuchaban el estampido de varias armas. En seguida reaccionaron sus guías, al buscar protección tras unas enormes piedras, desde las cuales comenzaron a disparar contra el enemigo. Pronto fueron imitados por lord Ruthven y Aubrey.

Minutos después, sintiéndose humillados por los insultos que les estaban dedicando los bandidos, al mismo tiempo que les ordenaban que se rindieran, tomaron la decisión de entrar en acción. Realmente se hallaban a merced de quienes se decidieran a atacarlos por la espalda, ya que la falda del monte ofrecía todas las ventajas en este sentido.

Sin embargo, nada más abandonar las grandes rocas, lord Ruthven fue alcanzado en el hombro por una bala y se desplomó en el suelo. Aubrey acudió en seguida a socorrerle, olvidando que podía correr la misma suerte. De repente, se vio ante los asaltantes…, debido a que los guías, después de conocer lo sucedido a uno de sus amos, alzaron los brazos y se rindieron.

Aubrey terminó convenciendo a los bandidos para que transportaran al herido a un lugar seguro. Para ello debió prometer que les entregaría una fuerte suma de dinero. Después de acordar el rescate, uno de los malhechores fue a cobrar lo acordado, ya que llevaba un pagaré firmado por Aubrey, y lord Ruthven pudo ser atendido en una cabaña. Sin embargo, se debilitaba por momentos. Dos días más tarde sufrió el ataque de la gangrena, hasta el punto de quedar al borde de la muerte.

Lo más singular fue que su semblante no cambio en nada, como tampoco se lamentaba. Es posible que su estado febril le impidiera sentir el dolor. En las proximidades del amanecer, comenzó a dar muestras de intranquilidad. Su mirada se quedó fija en el rostro de Aubrey, que nunca se había separado de su lado.

—¿Verdad que deseas ayudarme, amigo mío? —preguntó con un hilo de voz—. Puedes hacer más: salvarme… No me preocupa mi vida, pues lo que me quita el sueño es la muerte de mi persona como si fuera un día condenado a finalizar. Deseo marcharme con el honor a salvo. ¡Protege mi honor!

—¿Cómo? Dime lo que debo hacer, pues estoy dispuesto a afrontar lo que sea necesario —dijo Aubrey.

—Es poco lo que voy a pedirte… Mi existencia se escapa con rapidez. No dispongo de tiempo para contártelo todo; pero si callas lo que sabes, mi honor quedará a salvo ante los ojos de quienes me trataron. Nadie en Inglaterra debe saber que he muerto… Debe ser un secreto entre tú… y yo… ¡Júralo! —exigió el agonizante, luego de incorporarse con una inusitada energía—. Júramelo por todo aquello que más quieres, teniendo en cuenta lo que más te asusta de la existencia… Júrame que en el plazo de un año y un día no contarás mis pecados ni mi muerte… Lo harás a pesar de lo que puedas ver y escuchar…

En ciertos momentos pareció que los ojos se le iban a salir de las órbitas.

—¡Te lo juro! —prometió Aubrey con la mayor solemnidad.

Entonces lord Ruthven dejó caer su cabeza en el almohadón, para fallecer con un gesto que pareció una sonrisa apagada.

Aubrey intentó dormir un rato; pero no lo consiguió. Recordada todos los amargos instantes vividos junto a aquel maligno personaje. Súbitamente, le dominaron un sinfín de escalofríos, porque estaba adquiriendo conciencia de la responsabilidad asumida con el juramento que acababa de formular. Un hondo presentimiento comenzó a advertirle de que le esperaban sucesos terribles.

Dejó el tosco lecho al llegar la madrugada. Se disponía a entrar en la cabaña donde había quedado el cadáver de lord Ruthven, cuando uno de los bandidos le informó que ya no lo encontraría allí. Al parecer lo habían llevado a la cima de un monte cercano, obedeciendo a una promesa hecha al moribundo. Como éste pidió que dejasen su cuerpo a merced de los primeros rayos de la luna, así lo habían hecho.

Esto sorprendió a Aubrey muchísimo. Por eso decidió marchar hasta allí en compañía de varios hombres. Le movía el deseo de enterrar a su compañero. Sin embargo, al llegar al sitio donde los bandidos habían depositado el cadáver, comprobaron, atónitos, que allí no había nada: ni restos del cuerpo o algunas de sus ropas. A pesar de que aquellos malhechores juraron que podían reconocer la piedra, al no haber otra igual en la zona, donde tendieron al muerto, todos dijeron que no podían entender que alguien hubiese robado el cuerpo.

Aubrey estuvo a punto de dar validez a la idea de que estaban tratando de un asunto de vampiros; sin embargo, al cabo de un rato terminó por convencerse que el cuerpo de su compañero había sido enterrado en cualquier otra parte, después de robar su cara vestimenta.

Ya nada le quedaba por hacer. Se sentía hastiado de la Grecia que le había sometido a tantas desgracias, donde cada paisaje o persona se diría que conspiraba supersticiosamente contra él. Días más tarde, llegó al puerto de Esmirna, donde esperaría un barco que iba a llevarle a Nápoles o a Otranto. Como disponía de tiempo, se encargo de examinar el equipaje de lord Ruthven, para comprobar lo que merecía la pena conservar. Entre todos los objetos, le llamó la atención un estuche, en el que se guardaban varias armas mortíferas: algunas dagas y yataganes.

Comenzó a mirarlas más detenidamente, ya que todas poseían unas empuñaduras muy bien trabajadas, hasta que vio una vaina que tenía idénticos adornos que la daga que él encontró en la cabaña donde trajeron el cadáver de Ianthe. Este descubrimiento le estremeció. Después de buscar desesperadamente nuevas pruebas, terminó localizando el arma. Por eso su terror alcanzó niveles demenciales, después de comprobar que encajaba perfectamente en la vaina. Ya no era preciso realizar más comprobaciones… Mientras tanto, ese arma parecía haberle hipnotizado. Se negaba a creer que fuese cierto, a pesar de las coincidencias de los dibujos y las filigranas que cubrían la empuñadura de la daga y de la vaina. Además, las dos tenían unas manchas de sangre.

Nada más alejarse de Esmirna, Aubrey llegó a Roma. Le apremiaba conocer la suerte de la joven a la que libró de la cita con lord Ruthven. Cuando se presentó allí, encontró a unos padres hundidos en la miseria. Habían perdido toda su fortuna a partir de aquella noche, con el añadido de que jamás volvieron a ver a su hija, debido a que ésta escapó en busca de su amante y nada se conocía de su destino desde entonces.

El inglés a punto estuvo de enloquecer al comprobar que la cadena de horrores cada vez se hacía más grande. Esto le entregó a una vida llena de silencio, que sólo rompía para suplicar a los postillones que se dieran prisa. De esta manera llegó a Calais y, a merced de una brisa favorable, el barco le dejó en las costas de su país de origen. Corrió en busca de la casa paterna.

En medio de estas paredes, nada más recibir los cariñosos abrazos de su hermana, creyó que estaba a salvo. No tardó en advertir que ella había dejado de ser una chiquilla, para convertirse en una mujercita muy decidida, capaz de transmitir los sentimientos más entrañables.

En realidad la señorita Aubrey no hubiese destacado demasiado en los ambientes sociales de Londres, al carecer de una personalidad artificial o de esa gracia entrenada tan necesaria en los ambientes más sofisticados. Nunca se le iluminaban los ojos azules por culpa de la frivolidad. La suya era una belleza sosegada, propia de los seres humanos que esperan mucho de la vida, aunque temen excederse en sus pretensiones. Cuando recorría los jardines, sus pasos eran propios de una mujer adulta que observa y analiza, en lugar de revolotear como hacían las jóvenes de su posición social.

Pocas veces se la veía sonreír; no obstante, cuando observaba a su hermano preocupado, con el simple hecho de envolverle en una de sus tranquilas miradas conseguía recuperarle. Se diría que su carácter había sido educado para reconfortar a quienes le rodeaban. Como acababa de cumplir los dieciocho, sus tutores decidieron presentarla en sociedad, siempre que su hermano hubiese regresado a Inglaterra, pues iba a cumplir el papel de protector.

Ya nada podía impedir que se celebrara este acontecimiento. Bien es cierto que Aubrey hubiese preferido quedarse en la mansión paterna, rumiando la pena que no le dejaba de herir; sin embargo… Le costó aceptar su papel de anfitrión, al odiar la falsedad de la vida. Si se sacrificó fue por el bien de su hermana. Semanas más tarde, los dos viajaron a la ciudad, dispuestos a resolver los últimos preparativos del día siguiente, que era el elegido para la fiesta de presentación en sociedad de la señorita Aubrey.

Horas después, pudieron comprobar que en aquellos salones se había reunido demasiada gente. Al parecer hacía tanto tiempo que no se organizaba un acontecimiento de esas características, digno de recibir a la misma realeza, por eso la nobleza de Londres no había querido perdérselo. Los anfitriones eran Aubrey y su hermana; sin embargo, terminaron encontrándose en un rincón, a solas.

De pronto, él se dio cuenta de que se hallaba en el mismo lugar donde vio a lord Ruthven por vez primera… Entonces notó que una mano le agarraba por el brazo y, después, una voz imposible de olvidar le susurró: «Ten presente el juramento que me hiciste».

El infeliz fue incapaz de volverse, acaso temeroso de que el espectro que se hallaba a su lado pudiera fulminarle con el simple hecho de cruzar las miradas. Pero terminó por hacerlo, para comprobar que aquel monstruo ofrecía idéntico aspecto que el primer día que le conoció. Estuvo unos segundos contemplándole, hasta que las piernas le flaquearon y debió buscar el apoyo del brazo de un amigo que pasaba cerca.

Seguidamente, avanzando entre la masa humana que formaban sus invitados, salió de allí. Subió a su carruaje y dio órdenes para que le llevasen a casa. Nada más encontrarse en sus aposentos, comenzó a pasear intranquilo, sin dejar de apretarse las sienes con las dos manos, acaso para impedir que le estallase el cerebro. De nuevo lord Ruthven se hallaba cerca. Los recuerdos le volvieron en una sucesión encadenada… Intentó reaccionar: no podía creer… ¡que los muertos resucitaran!

Como lo sucedido le parecía tan inconcebible, terminó por aceptar que acababa de sufrir una pesadilla estando despierto. Se hallaba demasiado obsesionado con el recuerdo de lord Ruthven, por eso su propia mente había dado forma a una alucinación tan engañosa como un espejismo en el cálido desierto. Esto le decidió a investigar. Pero le costó pronunciar el nombre de su enemigo. Cuando lo logró, quienes le escucharon no pudieron ayudarle ya que no conocían a ese noble.

Varias noches después, Aubrey asistió con su hermana a una fiesta organizada por un familiar. Procuró dejar a la joven bajo el cuidado de una matrona y, acto seguido, se encerró en una estancia apartada, donde no llegaba el bullicio de la gente. Necesitaba mortificarse con sus pensamientos culpables. Horas después, al creer que la casa estaba siendo desalojada, decidió salir. Pronto vio a su hermana charlando con algunas personas. Todas reían y bromeaban. Pidió a un desconocido que le dejase pasar; y cuando éste se volvió, pudo reconocer al engendro que tanto odiaba…

Reaccionó salvajemente, saltando hacia delante. Sujetó a su hermana por un brazo y, con la mayor rapidez, la llevó hacia la calle. Pero el camino se veía cerrado por una gran masa de servidores, todos los cuales llevaban las ropas de sus señores. Al mismo tiempo que luchaba por abrirse paso, le llegó al oído la voz susurrante del engendro: «¡No olvides tu juramento!». Se negó a replicar y a darse la vuelta, porque le importaba más llevar a su hermana a casa.

Puede decirse que Aubrey perdió materialmente el juicio. Si había estado obsesionado con una sola idea, que creyó fruto de unas tragedias irrepetibles, al tener que reconocer su equivocación, debido a que la amenaza acababa de adquirir carta de naturaleza, quedó sumido en un estado de indiferencia absoluta. Ni siquiera su hermana consiguió recuperarle, como las otras veces, por mucho que insistió en preguntarle a qué obedecía un cambio tan repentino.

Como él sólo respondía con palabras sin sentido, ella terminó asustándose muchísimo. La verdadera losa que los separaba estaba en el juramento. Pese a que Aubrey no cesaba de preguntarse: «¿Voy a consentir que ese engendro vuelva a destruir la vida y la fortuna de infinidad de familias inocentes?». Es posible que su propia hermana se convirtiera en la víctima siguiente… Sin embargo, en el caso de que no respetase su juramento, ¿habría alguien que le creyese?

Llegó a pensar que podía encargarse de matar al monstruo, idea que abandonó por inútil, al recordar cómo le había visto burlarse de este destino. Dejándose llevar por el pesimismo se aisló del mundo. Nada más que comía lo que le traía su hermana, la cual, sin dejar de llorar, le suplicaba que reaccionase aunque sólo fuese por ella.

Finalmente, Aubrey decidió vagar por las calles de Londres, al no poder aguantar tanta inactividad. Pero se abandonó, tanto en el plano físico como en el espiritual. Se le vio caminando sin un rumbo fijo bajo la lluvia o bajo un sol de castigo. Durante los primeros días regresaba a casa con la llegada de la noche, hasta que prefirió echarse a descansar allí donde le vencía el cansancio.

Su hermana pagó a varias personas para que le vigilasen; pero Aubrey terminaba por despistarlas, al echar a correr en el momento más inesperado, sobre todo cuando estaban recorriendo las callejas más intrincadas de Londres.

De pronto, su comportamiento volvió a cambiar radicalmente, porque comenzó a pensar que con su actitud huidiza lo que estaba consiguiendo era dejar a quienes amaba indefensos ante la amenaza del monstruo. Esto le devolvió a su casa, para reintegrarse a la sociedad. Quería alertar a todas las personas con las que lord Ruthven mantuviese trato.

No obstante, mientras asistía a una fiesta, se mostró tan tenso y desconfiado, que su hermana le suplicó que dejase de acechar como si de cualquier rincón pudiera surgir el demonio. Como no logró que cambiase de actitud, pidió ayuda a sus tutores. Y éstos creyeron oportuno, al temer que Aubrey se hubiera vuelto loco, asumir el papel que los padres de los jóvenes les impusieron en su testamento.

Por este motivo contrataron los servicios de un médico, que permanecería constantemente en la casa. Así podrían ser aliviados los sufrimientos que Aubrey soportaba en sus continuos vagabundeos. La novedad no sirvió para modificar las costumbres del obseso, debido a que su mente únicamente podía centrarse en un objetivo: evitar el próximo ataque del engendro.

Dado que seguía actuando de una forma tan incoherente, se le encerró en sus habitaciones. Pero él no lo consideró un castigo, al estar sumido a una postración que parecía definitiva. Su rostro se veía demacrado, su mirada era vidriosa y nada más mostraba algún atisbo de comportamiento racional ante su hermana.

Aunque lo hacía para coger las manos femeninas, a la vez que le dedicaba estas frases que ella consideraba inteligibles: «¡Jamás se te ocurra tocarle! ¡Si de verdad me quieres, no consientas que se te acerque!». Cuando la señorita Aubrey le preguntaba a quién se refería, la única respuesta que recibía era ésta: «¡Tienes que creerme! ¡Por favor, no dejes de estar alerta!». Acto seguido, volvía a caer en un ensimismamiento del que nadie era capaz de sacarle.

Esta situación se prolongó durante varios meses. Al cabo del año, comenzó a sufrir menos arrebatos de locura, como si le estuviera desapareciendo la melancolía. Lo más singular fue que había adquirido una manía: contar con los dedos un número misterioso, sin dejar de sonreír. Esta acción la repetía tres o cuatro veces al día.

Cuando ya estaba a punto de concluir el plazo de tiempo comprometido por el juramento, Aubrey recibió la visita de uno de sus tutores y del médico. En un momento de la conversación, estos dos hombres se lamentaron de que la señorita Aubrey no pudiera ser del todo feliz a pesar de estar en las vísperas de su boda. Entonces el «loco» reaccionó, queriendo saber quién era el novio de su hermana. Como acababa de dar una muestra de equilibrio, le contestaron que el conde de Marsden.

El rostro del joven se animó con una sonrisa, al creer que era un noble al que había conocido recientemente en uno de los bailes de sociedad. Y al indicar que estaba dispuesto a asistir a los esponsales, los que le escuchaban quedaron sorprendidos muy gratamente.

A los pocos minutos, ella apareció en los aposentos de su hermano. Los dos se estrecharon las manos, y el pasado más esperanzador pareció haber vuelto a aquel lugar. Aubrey la abrazó con fuerza, la besó en la mejilla cubierta de lágrimas dichosas y comenzaron a hablar apasionadamente. Sin dejar de alegrarse por el próximo acontecimiento.

De pronto, él se dio cuenta de que ella llevaba un medallón en el cuello. Le pidió autorización para abrirlo y… ¡El terror volvió de nuevo a su mente, a su alma y a todo su cuerpo al ver el rostro del monstruo!

Por este motivo arrancó el medallón en un arrebato de cólera, y lo pisoteó en el suelo como si estuviera aplastando a una cucaracha. Y al querer saber su hermana el motivo de tan insólita conducta, Aubrey se quedó sin habla… Como si hubiera supuesto que ella lo entendería. Tardó demasiado tiempo en replicar. Cuando lo hizo fue para apretar las manos femeninas, al mismo tiempo que sus ojos expresaban la mayor angustia. Superior fue el fuego que incendió sus palabras al exigirle el juramento de que jamás se casaría con ese engendro infernal…

Sin embargo, no pudo seguir hablando, al hallarse maniatado por el juramento que hizo a su mortal enemigo. Se dio la vuelta, acaso temiendo que lord Ruthven se encontrara allí mismo, y quedó indefenso al comprobar que no había nadie. En aquel instante aparecieron los tutores y el médico. Lo habían escuchado todo, por lo que trataron al supuesto enfermo como si ya fuera un loco sin posibilidad de cura: le separaron de la señorita Aubrey, y luego a ésta le aconsejaron que abandonara la estancia.

La víctima del más cruel compromiso de honor cayó de rodillas, con las manos juntas y rogando que la boda fuese aplazada un día, ¡nada más! Pero aquellos hombres no le hicieron caso, porque tomaron cada una de las palabras como otra demostración de locura. Se limitaron a intentar calmarlo, y al comprobar que no lo lograban, decidieron marcharse de allí.

A la mañana siguiente, lord Ruthven se presentó en la mansión para comprobar cómo iban los preparativos de la boda. Nada más conocer que Aubrey estaba sufriendo una crisis nerviosa, entendió que él era el causante de la misma. Sin embargo, al oír que su ex compañero de viaje era tratado como un demente incurable, formó una sonrisa diabólica. Pese a sentirse satisfecho, quiso asegurarse del todo. Para ello recurrió a su joven prometida, a la que supo envolver con sus palabras seductoras, al decirle que necesitaba ver a su futuro cuñado, ya que aunque no le conociese por el hecho de llevar la misma sangre que la mujer a la que amaba él estaba obligado a quererle como a un hermano.

Las palabras del monstruo poseían el magnetismo hipnótico de las serpientes. Una fuerza demoníaca que terminó por envolver a la joven, hasta convencerla. Lo mismo que semanas antes lo había conseguido, al contarle que acababan de ofrecerle el cargo de embajador en un país europeo, por lo que debían acelerar al máximo la boda.

Mientras tanto, Aubrey estaba intentando sobornar a los servidores, sin lograrlo debido a que estaban muy bien aleccionado por los tutores y el médico. Como si le dieron pluma, tinta y papel, se cuidó de escribir todo lo relacionado con lord Ruthven. Después, redactó una nota para su hermana, en la que le suplicaba que aplazase la boda un solo día. Debía hacerlo por el cariño que siempre se habían profesado o por todos sus familiares muertos, que conocían la verdad de las conductas de los simples mortales. Además, esa boda sería, de celebrarse, maldita hasta el fin de los tiempos.

Cuando entregó la nota a los criados estaba convencido de que le complacerían. No obstante, nada más leerla el médico decidió romperla por considerarla el desvarío de una mente enloquecida, cuya influencia atormentaría todavía más a la señorita Aubrey.

En la mansión nadie pudo dormir en toda la noche, debido al ajetreo de sus moradores. Quedaban tantas cosas por hacer, ya que la ceremonia debía ser un gran acontecimiento. A la salida del sol, el ruido de los primeros carruajes que llegaban provocó que Aubrey se mostrara más frenético que nunca. Esto no impidió que supiera aprovechar el descuido de sus vigilantes, ya que sólo le habían dejado bajo el cuidado de una vieja doncella. Escapó de sus aposentos y, a los pocos minutos, llegó al gran salón en el que se encontraban la mayoría de los invitados.

Lord Ruthven fue el primero en advertir la presencia del enemigo. Corrió a su encuentro y, después de agarrarle por un brazo, le obligó a salir de allí, con tanta rapidez que no pudo pronunciar ni una sola palabra. En el momento que llegaron a una de las escaleras, le dijo al oído: «¿Es que has olvidado tu juramento? Te diré, al ver tu disposición a impedir mi boda con tu hermana, que ésta hace tiempo que perdió la virginidad… ¡Las mujercitas de hoy son tan débiles!».

Nada más soltar estas horribles palabras, empujó con fuerza al aterrorizado para que fuese recogido por los criados, los cuales acababan de llegar después de ser alertados por la anciana doncella. Aubrey opuso una escasa resistencia, ya que su furia llegó a tales extremos que se le reventó una vena. Debieron llevarle a la cama; sin embargo, nada de esto se le contó a la hermana —no se hallaba en el salón en el momento que él hizo su aparición—, siguiendo los consejos del médico. La boda se celebró, y el nuevo matrimonio salió de Londres.

Al mismo tiempo, Aubrey agonizaba. Una nueva hemorragia de sangre vino a indicar que estaba muy cercana la muerte. Con sus últimas voces rogó que viniesen sus tutores, a los que contó, nada más que sonaron las doce de la noche —instante en el que vencía el compromiso de honor sellado con su juramento—, lo que los lectores acaban de conocer. Luego expiró.

En esta ocasión sí fue creído; además, se encontraron los escritos. Los tutores marcharon con la mayor celeridad a proteger a la joven; sin embargo, al llegar a la casa junto al puerto, pudieron comprobar que lord Ruthven, o el conde de Marsden, había desaparecido, ¡no sin antes servirse de su esposa, la infeliz señorita Aubrey, para satisfacer su sed de sangre de VAMPIRO!

ASFALTO - Carlos Buiza

El intenso brillo del sol reverberaba en las calles y en las blancas fachadas de las casas; el hombre deambulaba, sudando, bajo el calor del verano.

—¡Dios, debe hacer mil grados!

Debía andar, sin embargo; el médico le había dicho que cinco o seis kilómetros diarios, por lo menos. Era, quizá, la primera vez que lamentara la corta distancia entre su casa y el trabajo. Veía de vez en cuando algunas personas apresuradas que huían del calor de la calle, visiones fugaces que desaparecían por cualquier esquina. La goma del bastón y la guarda metálica de su pierna derecha, escayolada, establecían un ritmo de percusión, lleno también de calor y abotargamiento. El sombrero de esterilla le protegía, pero hacía bajar por su frente gotas de sudor que él enjugaba de vez en cuando, deteniéndose.

«Es un día agobiante…, un día de infierno», pensaba el hombre.

Después de haber recorrido algunas manzanas procurando mantenerse siempre al resguardo de la sombra, emprendió, como todos los días, el regreso a su casa.

Un perro sin collar, vulgar y feo, le asustó al salir inesperadamente de una esquina. Alargó el bastón para ahuyentarle, y el perro cambió de dirección, cruzando la calle. A su vez, el hombre se dispuso a cruzarla. Miró a ambos lados, inútilmente, pues no pasaba ningún vehículo. Apoyó el bastón en el caliente asfalto y adelantó una pierna; pero el bastón permaneció rígido en el mismo punto y casi le hizo perder el equilibrio. El hombre juró entre dientes. Tiró de él. Estaba bien fijo en el reblandecido alquitrán. Bajó de la acera, sintiendo cómo la guarda metálica de la pierna se hundía también en la pastosa mezcla.

—¡Maldita sea, debo ser imbécil! —dijo en voz alta.

Apoyándose en su pierna sana hizo presión con el pie. Pero el hierro se había clavado rígidamente y parecía no querer salir de allí. Se ayudó con las manos, tirando de la escayola y, a cada intento, la cara se le ponía más colorada; después se dio cuenta que el zapato también se había hundido un poco, privando a la pierna sana de movimiento.

Comprendió que se había clavado en el asfalto, sin posibilidad de salir, a no ser que recibiese ayuda.

Miró a ambos lados de la calle, pero no pasaba nadie.

—Tendré que esperar…

Había transcurrido una hora y el hombre continuaba en su prisión. La calle seguía solitaria. En una ocasión creyó ver a alguien; después comprobó que se trataba del perro que él mismo había espantado momentos antes.

Había hecho algunos intentos para desasirse de la negra pasta, sin resultados. Ahora esperaba, simplemente. «Esto, pensaba, me pasa por estúpido; ¿quién me manda pasear a estas horas?… Aunque la culpa no es mía…, el alquitrán no debería derretirse por mucho calor que haga. Por lo menos no de esta forma.» Pero, fuese como fuese, estaba allí encerrado y tenía que salir.

Miró hacia sus pies. La guarda de hierro se había hundido más y la escayola rozaba el asfalto. La otra pierna también había descendido; el zapato comenzaba a desaparecer. El calor continuaba siendo insoportable y el sol brillaba con una intensidad aterradora. El hombre miraba de vez en cuando hacia las ventanas situadas a su alrededor, intentando ver a alguien que pudiera ayudarle. Pero las ventanas estaban cerradas. Descubrió nuevamente al perro, no muy lejos de él. El hombre silbó y el perro se detuvo, interesado; el hombre fijó sus ojos en los almendrados ojos del animal, que le observaban atentos.

—Hola…

El perro, inesperadamente, dejó de prestarle atención y emprendiendo un corto trote desapareció, definitivamente, detrás de una esquina.

Eran las cuatro de la tarde. El asfalto pasaba seguramente por el momento de mayor recalentamiento. Los pies del hombre se habían hundido más y estaban casi enterrados. Por fin, después de otra media hora, vio a un hombre que se dirigía hacia él. Al descubrirlo lo llamó con todas sus fuerzas.

—¡Venga, por favor, venga! —Le hizo señas con la mano—; ¡estoy prisionero en el asfalto, ayúdeme a salir, por favor!…

El otro se acercó despacio, mirando extrañado, como si no entendiese lo que le decían. Cuando estuvo más cerca, el hombre comprobó que se trataba de un viejo de unos setenta años, con el pelo gris y una barbita del mismo color. Sus ropas eran blancas y estaban muy usadas.

—¡Mire, mire lo que me ha pasado! ¡Me he quedado pegado en el alquitrán y no puedo moverme!… ¿Sería tan amable de echarme una mano?

—¿Una mano? Sí…, por supuesto. Pero no sé si podré. Estoy bastante débil, ¿sabe?… Pero, ¿por qué no?

Se acercó a él y se colocó a su lado.

—¡Cuidado, no haga eso!… ¡Se pegará también!

—¿Pegarme? —contestó el viejo—; oh, no, no se preocupe, yo peso muy poco.

Debía pesar muy poco, efectivamente; los huesos de la espalda se le clavaban en la chaqueta y sus pómulos sobresalían, rodeados de tirante pellejo.

—Vamos a ver… ¡ah!, tiene una pierna escayolada. ¿Qué le parece si intento tirar de ella? Me parece que será la mejor forma.

Los dos tiraron del yeso. El cuerpo del anciano temblaba por el esfuerzo y la cara del hombre volvió a ponerse roja, pero la pierna no se elevó ni un milímetro.

—No…, no me parece que sea la mejor forma… —el viejo jadeaba—. ¿Sabe qué voy a hacer?… Voy a ir a mi casa, y con la ayuda de mi nieto y una cuerda, probaremos de nuevo. Yo…, ya soy viejo… ¡Vivo aquí al lado y no tardaré ni cinco minutos!

El viejo se alejó con pasos apresurados.

«Qué tonto he sido en dejarle partir», pensó el hombre; «he debido decirle que avisase a casa.»

Pasó el tiempo y el viejo no aparecía. El hombre pensó si se habría olvidado o si viviría más lejos. Desconfiaba que volviese cuando, a lo lejos, creyó verlo. Sí, debería ser él… Pero mucho antes de llegar, se dio cuenta que el viejo había marchado en dirección contraria.

Las piernas, ahora, se le habían dormido y las plantas de los pies estaban llenas de hormigas.

¡Es horrible estar aquí…, esperando a alguien que no pasa!… Fue en este momento cuando vio lo absurdo de su situación. ¡Clavado en el asfalto!… Era ridículo, una ridicula tontería. Muy bien pudiera llamarme Mickey, Gooffy o Tom…

El guardia apareció inopinadamente y el hombre lo vio, alto y fornido. Cuando estuvo a su lado comprobó que era bajo y no muy gallardo, con la cara en forma de pera y cicatrices de alguna enfermedad antigua. Le contó su caso atropelladamente y su necesidad de salir.

—A lo mejor si llamamos a los bomberos, lo sacarán en seguida —le dijo el guardia—. Está demasiado hundido en el asfalto para tirar de usted… Se rompería, ¿comprende? Creo que deberán recortar a su alrededor y extraerlo con todo el bloque y después quitárselo poco a poco…, o algo así. ¡Sí, señor!, voy a por los bomberos, ¿le parece?

—¡Sí…, sí! ¡Es una estupenda idea! Pero por favor, dese prisa… Estoy molido…

—No se preocupe, no se preocupe. Estaré de vuelta en cinco minutos.

¡Cinco minutos! El mismo tiempo que el viejo… Claro, que un guardia no es un viejo cualquiera y los bomberos no se andan con chiquitas cuando se trata de salvar a alguien.

Pronto sonarían las sirenas…

Vio a los niños. Mantenía los ojos cerrados, agobiado por tanto calor y tanta espera. Al enterrarse los tobillos, los pantalones habían descubierto parte de la pierna y parte de la escayola. Los niños le miraban. Eran tres y se escondían; volvían a aparecer; le miraban fijamente, parados. Cuchicheaban entre ellos.

—¡Niños, venid!…

La niña desapareció para volver al momento con tres niñas más. El hombre oyó risitas contenidas y una exclamación de silencio. ¿Qué estarían haciendo? Ciertamente, el espectáculo de un hombre clavado en el asfalto, al lado de un bastón como una antena, no se veía todos los días. Pero los niños parecían mantener cierta precaución.

Uno de ellos, una niñita de cinco o seis años, vestía sólo unas braguitas azules y la piel de todo su cuerpo estaba morena de sol. Era como un pequeño insecto marrón, con un lunar azul.

Por fin se paró. Todos se pararon. Habían llegado a un acuerdo con respecto al hombre.

En fila india se le acercaron, pegados a las casas, y se detuvieron a cierta distancia. Las palabras no le hicieron daño. En realidad no sintió rabia por su impotencia ni odio contra los niños. Fue un desgarro interior que nunca había conocido.

—¡Estás-ahí-pegado-por-cabrón!

—¡Estás-ahí-pegado-por-cabrón!

—¡Estás-ahí-pegado!…

El hombre chilló.

—¡Fuera! ¡Fueraaaaaa!…

El grito le salió sin proponérselo. Fue una especie de alarido con el que se produjo una catarsis liberadora que le tranquilizó. Incluso el sol ya no calentaba tanto y tampoco se dio cuenta que se había hundido varios centímetros más.

Eran dos jóvenes de unos veinte años. Uno con una guitarra, el otro con unos libros.

El hombre los vio llegar hacia él. A unos quince metros lo descubrieron y se le acercaron.

—Señores, por favor… Vienen oportunamente. ¡Miren, miren qué me ha pasado! ¡Ayúdenme…, no puedo salir por mis propios medios! Podrían… ¿Podrían ayudarme?

Los dos jóvenes se miraron y volvieron a mirar al hombre.

—¿Queda muy lejos el circo? —dijo el de la guitarra.

El otro rió la broma, como una rata.

—No…, no me han entendido: estoy prisionero, ¡prisionero del asfalto! Se ha reblandecido por el calor y no puedo salir. ¿Querrían ayudarme?… Por favor, señores…

—Seguramente a Louis Armstrong o Duke Ellington se les ocurriría algo. ¿Por qué no pruebas?

—¡Sí!… ¿por qué no?

—No se trata de ningún circo, de ninguna prueba; es la verdad. ¡No puedo moverme!… Dejen la guitarra, amigos, y ayúdenme…

—Deja los libros, tú.

El otro dejó los libros sobre el asfalto. El hombre, mecánicamente, leyó los títulos: El Hombre Ilustrado, El Jardín de Epicuro, Pensamientos, de Pascal, Un Mundo Feliz…

El de la guitarra apoyó un pie en el libro de arriba y rasgueó las cuerdas. Un acorde en tono menor y, después, una séptima disminuida, que puso el contrapunto. La mano derecha estableció el ritmo. Un ritmo sincopado, duro. La mano izquierda recorría el mástil de la guitarra lentamente, con seguridad, introduciendo un prólogo machacante y repetido.

—No… no me han entendido…

—Cállate, imbécil; ¿no ves que está tocando?

Los acordes eran ahora declamatorios, iniciadores de la improvisación. El joven cantó con voz de barítono:

En el mundo no hay justicia: este hombre se pegó…

… Oh, oh, oh, y se quedará pegado.

Si alguien pasa por su lado de su facha se reirá… ah, ah, ah, y en asfalto morirá…

… Ah, ah, ah.

¡Pobre hombre desgraciado!…

—¡Pero, pero!…

—¡Calla, estúpido!

¿Por qué no se acerca nadie?

¿Por qué nadie le hace caso?

¿No veis su cara implorante?…

La melodía crecía en ritmo, insistente, pesada. El joven tocaba y cantaba, con los ojos cerrados. Su compañero sonreía, admirado, sin mirar al hombre, como en éxtasis.

… Se está muriendo.

Sólo reclama una ayuda…;

pero su color es negro.

—¡Bravo, bravo…, bravo!

La música terminó con un gorgoteo agónico. Los jóvenes respiraron hondo. Recogieron los libros. El compositor recibió las felicitaciones del otro.

—¡Eres fenomenal!… Termínala y preséntala a un concurso. ¡Qué jazz, qué registro, qué patetismo!

Se alejaban.

El hombre les chilló.

—¡No…, no; no se vayan! ¡Esperen un momento!…

—Señor…, señor… ¿está bien?

Era una vieja, pero el hombre no podía oírla ni verla: se había quedado dormido. La vieja se acercó y le tocó en un brazo.

—¿Está bien, señor?

El hombre dio un respingo, despertando bruscamente. Miró fijamente a la vieja, sin un gesto en el sudoroso rostro, quieto. La vieja retrocedió, tropezando con el bordillo de la acera y estuvo a punto de caer. Huyó asustada.

No sabía cuánto tiempo había pasado antes que se durmiera, ni tampoco le interesaba. El asfalto le llegaba hasta las rodillas. En esta posición soportaba mucho mejor el peso de su propio cuerpo. Su lecho no estaba caliente, como era de esperar: el asfalto envolvía sus piernas suavemente, como una manta.

El gran coche negro se paró a su lado. El sol se estrellaba en la brillante carrocería y una polícroma bandera se alzaba orgullosamente en la aleta derecha. Dentro iba un ministro, el cual preguntó al hombre y al cual el hombre contestó.

—¡No puede ser! ¡Es increíble! El presupuesto para vías municipales fue suficientemente holgado como para que… como para que ocurran estas cosas… ¡Insólito, es insólito! Qué materiales… ¡Qué materiales habrán empleado!… ¡La Ley, señor mío, es la Ley!… Pero me van a oír, sí. ¡Me van a oír!

—¡Sí, excelentísimo señor!

—¡Desde luego que sí! ¡Vámonos!… Y usted no se preocupe. En seguida lo sacarán… lo sacará alguien… no se preocupe. Adiós.

Y el ministro, su coche y su chófer, se alejaron a gran velocidad, 

—¡pero cómo quiere que lo saque si está enterrado hasta la cintura! ¡Ni que fuese una levantadora de pesos!

—¡Pero puede llamar a alguien, avisar a alguien!… Tal vez a su marido.

—A mi marido… ¡ja! No digas gansadas, hombre; ¿es que tengo pinta de tener marido? ¡Y no pongas esa cara!, ni que te fueses a morir… Esto…, ¿quieres que te encienda un pitillo?

—No, gracias, es muy amable.

—Bueno, pichón, como quieras. Tú te lo pierdes. Adiós.

El hombre estaba llorando. Mantenía la barbilla hundida en el pecho y las lágrimas abrían limpios surcos en su rostro, ennegrecido por el sudor y el polvo. Lloraba mansamente, casi en silencio. Su cuerpo se movía como el dé un monigote. Los cabellos le caían hacia adelante y estaban pegados a la frente.

Cuando advirtió las sombras y alzó los ojos, un chico y una chica le miraban, algo asustados. Ella tendría dieciséis años, el pelo rubio, los ojos inocentes; él no le llevaría mucha edad. Iban de la mano.

Los ojos del hombre pasaban de uno a otro, silenciosamente.

Los chicos miraban esos ojos tristes, sin comprenderlos bien, y se interrogaban a su vez. Pero no ignoraban la angustia del hombre, su imagen era bien expresiva.

—¿Podemos?… Tenemos prisa…

—Sí, podéis. Sólo…, solamente quiero salir de aquí. Llevo más de seis horas enterrado y nadie… Quiero salir, ¿entendéis? ¡Salir!

El chico miró a su acompañante. Ésta afirmó con la cabeza.

Extendió un brazo al hombre. El hombre aproximó su mano. Cuando las dos manos iban a encontrarse, la muchacha le hizo retroceder y cuchicheó a su oído.

—No le toques… Tiene las manos sucias… todo él está sucio. Te manchará.

—Pero…

—No, que vamos a llegar tarde.

El muchacho miró nuevamente al hombre, que mantenía aún su brazo extendido. Su expresión era desolada, increíble.

Ella tiraba de él y él no dejaba de mirar al hombre.

—Tenemos prisa, ¿sabe? Vamos a un guateque y…

El hombre bajó los ojos y hundió nuevamente la barbilla en el pecho. Pero ya no lloraba. Ya no esperaba nada.

La calle estaba cada vez más transitada. La tarde había refrescado y se llevó el calor del día. El hombre estaba hundido hasta las axilas. Casi todos le miraban al pasar por su lado, con mayor o menor intensidad, desde la rápida mirada hasta el gesto cómico de la risa contenida. El hombre no los veía, no veía a nadie: eran visiones calidoscópicas. Sólo sentía el asfalto, el asfalto que estaba terminando de engullirle. Estaba dentro de un pequeño cerco formado por sillas de madera de un bar vecino; un agente de circulación las había puesto preventivamente.

—Pasarán muchos coches después, ¿sabe? —le había dicho—; y algunos van sin ver. Podrían… Bueno, usted ya me entiende.

El mutismo del hombre no se vio roto para responder las preguntas que le dirigían algunos transeúntes:

—¿Qué le ha pasado? ¿Es una apuesta? ¿Se va a estar muchas horas? ¿Por qué está ahí? ¿Eres un enano? ¿Me deja que le haga una foto? ¡Talidomídico! ¡Estos pobres ya no saben qué hacer para inspirar lástima! ¿Es alguna protesta política? ¡Qué tío imbécil! ¿Le hace gracia llamar la atención? ¿Quiere agua? ¿Quiere vino? ¡Mira, un gamberro!

Una vez murmuró:

—¡Me encuentro solo… solo!… ¡Sáquenme, por favor!…

Pero nadie pudo comprenderle, nadie se le acercaba.

Y al día siguiente unos hombres quitaron las sillas y repararon el suelo, poniendo una nueva capa de asfalto.


JUVENTUD RETRATADA - Ariel Ferrer

El anuncio le resultó tentador “joven de buena presencia entre veinte y veinticinco años para modelar, muy buena remuneración”, para Ezequiel que tenía veinte recién cumplidos y más sueños en su cabeza que billetes en su bolsillo no había mucho más que pensar, desde temprana edad era halagado por las chicas de su entorno, e incluso, por las propias madres de las chicas que veían en él un futuro sex symbol. Tomó el anuncio y lo guardó en su billetera junto a las habituales cosas que contenía… documentos… alguna tarjeta y a veces… algo de dinero. A la vuelta de la facultad llego presuroso al departamento que compartía con otro estudiante varios años mayor que él y conocido de sus padres, esa confianza le había permitido obtener el permiso para venir a estudiar tan lejos de casa, el pueblo natal de Ezequiel quedaba a poco más de mil doscientos km de la gran urbe donde hoy pasaba sus días y las remesas de dinero que con grandes esfuerzos mandaba su padre alcanzaban “a gatas” para el alquiler y la comida. Después de un saludo cariñoso y breve a su compañero, Ezequiel tomo el teléfono y llamo al remitente de dicho anuncio, por el tono cálido de su voz, Lucio (tal era el nombre de su compañero), percibió enseguida que se trataba de una mujer… no charlaron mucho y Lucio apenas logro escuchar que se ponían de acuerdo en una dirección y un horario y que la suma de dinero era importante por el salto que dió Ezequiel y la alegría incontenible que ostentaba y sobre el final le escucho decir “adiós señora Cavallieri”. Ezequiel se dirigió rápidamente a su habitación a preparar la ropa que iba a ponerse pues el horario de encuentro era próximo y Lucio solo le preguntó si la propuesta venía de una antigua profesora de pintura que el mismo había tenido en sus primeros años de estudio… no se...  respondió Ezequiel, pero por la voz no creo que lo sea… no debe tener mas de treinta años… Lucio meditó un segundo y pensó… imposible que lo sea, la señora Cavallieri contaba ya más de cuarenta cuando él la tenía en su clase y eso había sido unos cinco años antes. No me esperes a cenar ni a dormir dijo Ezequiel, la señora Cavallieri tiene todas las comodidades para que yo me quede allí y me aclaró que cuando está inspirada no le gusta dejar de pintar y retomar al otro dia… ok dijo Lucio, se estrecharon en un abrazo cómplice, seguros ambos que las intenciones de Ezequiel eran mucho más divertidas que solo estar parado posando para una artista. La casa de la señora Cavallieri era inmensa, lo que llamaríamos… un caserón, de tres plantas y enclavada en una esquina de palermo viejo, era la típica construcción de los años veinte o treinta, con sus volutas añejas sosteniendo balcones en desuso, con sus maderas curtidas y roídas por el tiempo y la falta de amor. Carecía de timbre, en su lugar la pesada puerta de hoja y media contaba con un llamador de bronce que claramente no brillaba desde hacía largo, largo tiempo; un llamador que Ezequiel ni siquiera llego a tocar porque un instante previo a eso la puerta se abrió y la señora Cavallieri mirándolo a los ojos le exclamo “que puntual Ezequiel, me gusta esa virtud en mis hombres"… El muchacho pidió permiso y entró en el acogedor e inmenso living mientras la saludaba cortésmente, ella no era ni de cerca la cincuentona que por un momento el imaginó lo que motivó una sonrisa pícara y ella inquirió acerca de esa sonrisa, él pasó a explicarle la confusión sobre la posible edad de ella, era muy obvio que, al menos esta señora Cavallieri, no pasaba los treinta años, ella se limitó a escuchar sin emitir palabra alguna. Bebieron algo de vino, se contaron diversas historias de ambos, cenaron y ella lo llevó al “atelier” privado que poseía… este ocupaba todo el segundo piso de la casona, era realmente estremecedor, amplio y sin columnas, con un piso de parqué francés impecablemente lustroso, y un techo alto coronado por una araña de más de cuatrocientas piezas, solo eso y las paredes, las paredes con sus cuadros, decenas de ellos, y una sola característica hermanándolos, todos y cada uno de esos cuadros era un retrato, un retrato de un hombre joven y ninguno de esos rostros se repetía, mismos fondos, misma araña… solo cambiaba la cara y la ropa del modelo en cuestión, algunos vestidos con ropa de época, era obvio que algunos de esos cuadros tenían ya más de cuatro o cinco décadas de pintados. Ella le pidió a Ezequiel que se pusiera cómodo mientras preparaba el lienzo y todos los menesteres para retratarlo, el buscó su copa de vino y se sentó en un taburete alto que se mostraba justo en el centro del salón… siguieron riendo y ella empezó a pintar, él, que nunca había modelado estaba inquieto y movedizo, hablaba y pedía reiteradas disculpas por no poder quedarse quieto, ella lo tranquilizaba y solo lo miraba a los ojos mientras pintaba, Ezequiel no sabía nada de pintura pero le era inevitable no entender como ella podía seguirlo pintando si solo lo miraba a los ojos y el cambiaba constantemente de posición… ella seguía pintando… la señora Cavallieri le pregunto sobre la “otra” señora Cavallieri, sobre la charla con Lucio y si él le había dicho algo más sobre este trabajo… Ezequiel le dijo la poca verdad que se podía decir… Lucio había tenido una profesora de pintura del mismo nombre pero que hoy contaría con unos cincuenta años y que obviamente no era ella, aprovecho para recalcar lo hermosa que era y el hecho de que le excitaba sobremanera estar posando, ella le pidió que se recostara sobre un gran sillón porque tanto tiempo parado lo cansaría con seguridad y se vería reflejado en su rostro, Ezequiel se recostó, reconoció sentirse algo cansado y culpo al profesor de básquet que le había exigido más de la cuenta. Ella se acercó al sillón y paso su mano por el rostro de Ezequiel sin retirarle la mirada de los ojos ni por un segundo, se inclinó y le dio un beso… susurrándole al oído "puedes dormir un rato, seguiré pintando de memoria… descansa que mañana sera un dia duro". El cerró sus ojos y realmente sintió que estaba cansado, casi abatido. Algunos rayos de un sol naciente de primavera golpeaban las gotas de la araña y se descomponían en cientos de pequeños arcoíris, cansado aún Ezequiel abrió los ojos y vió a la señora Cavallieri sentada frente al lienzo, con la mirada aun entrecerrada no pudo evitar que de mañana y bañada por esos arcoíris ella se viera espléndida, radiante, aún más joven que la noche anterior, ella lo vio despertar y se apresuró a seguir pintando, movía sus manos rápida y nerviosamente, él intentó reincorporarse pero no logró hacerlo y cayó , desplomado, sobre el piso de parqué, sus brazos temblaban, sus piernas no le respondían, la señora Cavallieri le dijo “no intentes levantarte, estás muy débil, recuéstate nuevamente que ya estoy por terminar”, Ezequiel empezó a lagrimear entendiendo que algo malo estaba por ocurrir… Ella cambió de pincel y empezó a firmar su obra, Ezequiel sentía como su alma era arrancada de su cuerpo, antes de poner las últimas letras de su apellido ella exclamó “no llores!!! compórtate como un hombre!!! acaso no ves que todos han venido de gala a recibirte!!!”. En su último esfuerzo Ezequiel miró los muchos retratos de la pared y con los ojos salidos de sus órbitas vió que todos y cada uno de esos jóvenes, lucían hoy, un traje negro…, un traje negro… para su funeral.

Ariel Ferrer

EL DEVORADOR DE CALCIO - Herbert W. Franke

Propiamente lo tendría que haber notado antes. Porque hasta donde alcanza mi memoria, siempre sentí el afán de ayudar a los demás. Pero no me di cuenta hasta la semana pasada. Y mis colegas lo ignoran todavía…

Yo mismo lo descubrí al verme en una situación extraordinaria. Regresábamos de Psi 16 y habíamos hecho ya, sin novedad, dos terceras partes del viaje. Nadie pensaba en nada malo. ¿Qué es una de las cosas peores que le pueden ocurrir a un astronauta? Sin duda, un fallo en la renovación de aire.

¡Y justamente a nosotros tuvo que sucedernos!

No había posibilidad de reparación, además. El catalizador de calcio pulverizado desaparecía. De hora en hora iba empequeñeciéndose ante nuestros ojos, sin que halláramos una explicación para ello. Sin calcio no es posible la reducción del dióxido de carbono, y a bordo no llevábamos repuesto. ¿Quién iba a contar con tan absurda avería?

Nuestra provisión de oxígeno duraría, como mucho, tres días.

Willy no se apartaba del termodetector, pero la probabilidad de hallar un sistema planetario era prácticamente nula, y mucho menos uno con aire respirable.

Todos lo sabíamos. El capitán no nos ocultaba nada. Para eso había demasiada confianza entre nosotros. Y debo decir que la conducta de la tripulación fue ejemplar. Cada cual volvió a su sitio en silencio.

De pronto resonó en toda la nave el grito de Willy. Quien en aquel instante pudo permitírselo, corrió a la cámara de derrota.

—¡Tenemos algo delante! —exclamó—. ¡Y muy cerca!

En efecto, la pantalla mostraba un pequeño disco pálido que oscilaba entre los astros inmóviles. Todos respiramos con alivio, pero el capitán moderó en seguida nuestras esperanzas.

—¿Qué ayuda nos va a llegar de ese cuerpecito celeste? —dijo—. Calculo que no medirá más de un kilómetro cúbico. Debe ser un fragmento de roca desierta.

Nos aproximábamos a gran velocidad. Pronto distinguimos incluso la superficie.

—¡Qué cosa más rara! —comentó Jack—. ¡Ni siquiera tiene forma quebrada!

Su observación era acertada, porque tales cuerpos errantes suelen presentar una superficie muy escabrosa y desigual, y aquél era distinto. Tampoco era esférico ni elipsoidal, ya que esas formas aparecen cuando una masa metálica ha llegado a fundirse.

—¡Ahí veo una señal! —chilló entonces el grueso Smoky, cuya protuberante barriga temblequeó de excitación.

Era cierto. Tres flechas blancas señalaban hacia un punto central. Willy corrigió el rumbo. Todos seguimos la maniobra con la máxima atención.

—¡Chicos! —exclamó el capitán—. ¡Es una nave espacial! Un verdadero monstruo de nave…

Efectivamente todos vimos las escotillas y la baranda de una rampa de entrada. ¿Qué puedo decir? Nos detuvimos, ayudamos a Willy a ponerse el traje espacial y, una vez fuera, observamos cómo manejaba la escotilla, que no tardó en abrirse para dar paso a nuestro compañero. Apenas tuvimos que poner a prueba la paciencia, pues Willy reapareció casi en seguida y sólo nos envió una palabra a través de la emisora:

—¡Aire!

Pasamos a la otra nave y quedamos boquiabiertos. Aquello sobrepasaba todas nuestras imaginaciones. No sólo era el aire respirable lo sorprendente, sino que nos hallábamos rodeados de un lujo que jamás pudimos soñar. El conjunto estaba dividido en incontables habitaciones de diversas dimensiones, pero todas ellas decoradas como las de una fastuosa residencia de Hollywood. Había allí cómodas tumbonas, mullidas alfombras y armarios empotrados. Llamó nuestra atención, sin embargo, el hecho de que los peces de los acuarios estaban muertos y las plantas aparecían extrañamente mustias y amarillentas. Todo lo demás tenía un aspecto impecable, ordenado y limpio, aunque no encontramos a ningún ocupante.

Yo observé que el capitán no estaba tan contento como hubiera sido lógico después de la suerte que habíamos tenido.

—Permanezcamos juntos —ordenó—. De momento nos instalaremos en algunos cuartos cercanos a la entrada, y que nadie se separe de los demás sin autorización.

Fuimos en busca de parte de nuestras provisiones y nos acomodamos lo mejor posible. Al día siguiente el capitán comenzó sus exploraciones, siempre en compañía de dos hombres que se turnaban, de modo que todos tuvimos ocasión de ir con él.

Al principio ocurrió poca cosa. No hacíamos más que descubrir nuevas estancias que no se distinguían en nada de las anteriores. Exceptuando la ausencia de seres vivos, todo parecía en orden. Cierto es que algunos detalles llamaron nuestra atención, pero no les dimos gran importancia: algunos recipientes se habían convertido en polvo, aunque podía distinguirse su forma primitiva. En varios espejos, la lámina de cristal estaba transformada en una masa opaca y resquebrajada, y raro era el cuadro que no presentaba partes descoloridas. En conjunto, un extraño mosaico de impresiones.

Ya al segundo día encontró el capitán la cabina de mandos y la cámara de derrota. El sistema era fácil de descifrar. Los constructores de la nave debían ser semejantes a los humanos, si bien probablemente más adelantados. Conny comprobó que quedaba suficiente combustible, y Willy calculó y fijó el rumbo.

En mi primera ronda recorrí con el capitán y Smoky la parte más alejada, es decir, los aposentos situados al otro lado de nuestra entrada. Acabábamos de pisar una especie de balcón en el que había varias hileras de cactos secos, cuando el capitán se detuvo en seco. El gesto de su mano hizo que también nosotros nos paráramos…

—¿Lo habéis notado? —preguntó.

—¿Se refiere a… a una sensación como si algo nos succionara? —repuso Smoky.

—Exactamente —dijo el jefe, y ambos me miraron esperando con ansia mi opinión.

—Yo no he sentido nada —tuve que confesar.

—Pues a mí me recorrió todo el cuerpo —explicó el capitán—. Lo describiría como una impresión de ser absorbido. Y lo raro es que ni siquiera resultaba desagradable.

No obstante, la experiencia debía haber sido peor de lo que mis dos compañeros quisieron reconocer, porque el capitán ordenó la retirada.

Estábamos ya cerca de nuestras habitaciones cuando ocurrió un percance: Smoky se rompió una pierna. Fractura lisa de la arcada maleolar. Tuvimos que improvisar una camilla y transportarle a su cuarto.

Ni él mismo sabía cómo le había sucedido. Admitía la posibilidad de haber tropezado. Pero no era así. Yo, que iba detrás de él, había visto que, sin más, la pierna había cedido bajo el peso de su cuerpo, doblándose. Hay que decir que Smoky, con sus noventa kilos a cuestas, no era precisamente un peso gallo, pero eso no era motivo para que los huesos se le rompieran de repente.

Y no fue ése el único problema. Algunos miembros del equipo empezaron a quejarse de cansancio, falta de apetito y dolores musculares. El médico sacudió la cabeza. No se explicaba aquellos síntomas. Se produjo un nerviosismo general, los hombres se chillaban unos a otros, y justamente Jack, a quien normalmente nada hacía perder la calma, acabó de estropearlo todo. El capitán riñó al cocinero porque la comida no le gustaba, y lo hizo con una violencia que tampoco venía a cuento, y el bueno de Jack quiso salvar la situación.

Con forzada animación exclamó:

—¡Más vale mala comida que falta de aire!

Y dio al jefe un amistoso golpecillo. Yo estaba presente, y puedo asegurar que sólo fue un ligero puñete. Sin embargo, el capitán se encogió con gesto dolorido. Primero creímos que se trataba de una broma, pero pronto comprendimos que la cosa iba en serio. Llamamos al médico, y éste comprobó que el jefe tenía tres costillas fracturadas.

Privado en adelante de dirigir la expedición, fácil es imaginar el mal humor con que cedió su puesto a Willy.

En su segunda ronda, éste descubrió unas cintas perforadas, el primer indicio de una especie de escritura. El capitán, que no podía moverse, se dedicó a estudiar los signos, cosa que logró con bastante rapidez, y por fin nos enteramos del significado de la sorprendente nave.

—Aún no lo entiendo todo, pero algunos puntos quedan aclarados —dijo—. El aparato en que nos encontramos pertenece a una gran flota que participaba en una operación de emigración. Viajaba en él casi un millón de seres. Durante el desplazamiento enfermaron todos, por lo que fueron trasladados a otras naves. No acabo de descifrar la causa, aunque aquí dice algo… La traducción literal sería «calciófago» o «calciófagos».

Todos debimos poner cara de desconcierto. El médico, sin embargo, se levantó de un salto, tomó su instrumental y corrió a visitar a Spike, sin duda el que estaba en peores condiciones. Yacía éste en una habitación individual destinada a enfermería. El doctor le extrajo sangre y desapareció con ella en su improvisado laboratorio. Al cabo de un rato salió con un tubo de ensayo en la mano, que nos mostró excitado.

—¡Aquí tienen la respuesta! —declaró.

En la probeta danzaba un sedimento blanco y grumoso que a nosotros, desde luego, nada nos decía.

—¡Falta de calcio! —jadeó el médico—. El nivel de calcio se halla muy por debajo de lo normal. Ahora comprendo por qué se nos rompen los huesos y se nos mueven los dientes.

—¿Calcio? —repitió el capitán, pensativo—. Precisamente, nuestro catalizador se componía de calcio…

—¡Bah! —replicó el doctor—. Eso tiene que ser casualidad. En adelante confeccionaré yo el menú, para que la comida contenga suficiente calcio. Además, todos tomaremos pastillas…

—Pero, ¿qué son calciófagos? —quise saber yo.

—Tal vez unas bacterias —indicó el facultativo—. Ahora mismo haré un frotis y me sentaré ante el microscopio.

Teníamos, pues, una pista a seguir, aunque no puedo afirmar que nos sintiéramos muy seguros en nuestra piel.

Al día siguiente, una de las patrullas no regresó. De momento no nos preocupamos, ya que era fácil extraviarse y sufrir retraso en tan gigantesca nave. Pero cuando fueron pasando las horas sin que volviesen los compañeros, el capitán nos envió a Cyril y a mí en su busca.

Sabíamos, más o menos, qué parte del vehículo habían proyectado explorar, y hacia allí nos encaminamos sin vacilación. Hasta entonces, cada salida había constituido una diversión: algo semejante a un paseo por un hermoso paisaje. Ahora, en cambio, los maravillosos aposentos nos resultaban inquietantes. Imperaba en ellos un silencio aterrador. Cada vez que abría una puerta, necesitaba sobreponerme… No podía evitar la sensación de algo que nos acechaba al otro lado.

Habíamos avanzado ya bastante, cuando Cyril empezó a quejarse de un extraño dolor en todos los miembros. Yo no sentía nada, pero estaba dispuesto a proponer a mi compañero el regreso, dado que éste se encontraba cada vez peor, cuando les hallamos…

A pocos pasos de nosotros yacía Fatty, que se movió débilmente al oírnos. Algo más allá descubrimos los cuerpos de los otros muchachos, tendidos en el suelo como si una extraña fuerza les hubiera derribado, y al arrodillarnos junto a Fatty observamos que tenía el rostro deformado y fofo. Sus brazos pendían faltos de vida. Con los ojos entornados, nuestro amigo trató de formar unas palabras.

—Un… ser, un… un animal… que…

Y se hundió como si la última energía hubiese abandonado su cuerpo.

Cyril y yo nos miramos horrorizados. De pronto percibí un ruido en la habitación contigua. Saqué la pistola y abrí la puerta de golpe… Delante de mí se extendía una sala alargada, una especie de invernadero lleno de plantas completamente secas. Al fondo de todo, sin embargo, se arrastraba y serpenteaba algo. Algo que sólo vi en parte, ya que el resto desapareció en un rincón: una maraña de patas o tentáculos de color gris plateado, que se retorcían incesantemente y se movían de un lado a otro en un intento de busca.

Un grito de Cyril me hizo retroceder. Le hallé apoyado en la pared, lívido. Poco le faltaba para desmayarse.

—Estoy cada vez peor —musitó—. ¡Sácame de aquí…!

Apenas podía andar, de modo que tuve que sostenerle durante casi todo el camino.

Cuando logramos reunimos con los demás, nos aguardaba otra noticia terrible: el médico había comprobado que buena parte de las provisiones estaba descompuesta. Lo estropeado era justamente lo más rico en calcio.

Un grupo de voluntarios fue a recoger a los compañeros accidentados y, si bien no tropezaron con el repugnante animal, a su regreso se sentían totalmente agotados. Los hombres que acababan de rescatar permanecían sumidos en un extraño sopor.

El capitán convocó a una reunión, pero su resultado fue desconsolador. Llegamos a la conclusión de que el animal que yo había visto se alimentaba de calcio y tenía, además, la facultad de absorber esa sustancia de todo cuanto le rodeaba. Estudiamos la posibilidad de tomar algunas medidas extremas: unos propusieron volar aquella parte de la nave en que se hallaba el monstruo; otros querían colocar complicadas trampas…

Yo sólo prestaba atención a medias. Vi la palidez de mis camaradas, hundidos con evidente dejadez en los cómodos sillones, contemplé el pecho vendado del capitán y la figura inerte de Spike. Diversos pensamientos cruzaron mi mente. Yo seguía encontrándome bien como siempre, sin sentir las molestias propias de la pérdida de calcio. Nadie más que yo había visto el horrible animal y, sin embargo, no sufría consecuencia alguna. Todas mis deducciones conducían, pues, a un punto…

Si mis sospechas eran ciertas, la pena sería muy profunda. Pero esa circunstancia podía significar la salvación de nuestro grupo.

Me retiré con disimulo, desaparecí tras una rejilla cubierta de enredadera y salí de la estancia sin ser visto.

Necesitaba tener la certeza… En el laboratorio del médico encontré lo que buscaba. Una aguja intracardíaca. Desabroché mi camisa y me clavé la aguja debajo del esternón, introduciéndola poco a poco en diagonal, hacia arriba. Sabía exactamente el punto que debía tocar. Me costó un terrible esfuerzo. Mi corazón latía con violencia, y el sudor resbalaba por mi frente. Reaccionaba como un hombre normal…

Y entonces tuve la certeza. La aguja chocó —a unos cinco centímetros de profundidad— contra algo duro, impenetrable, metálico.

No vacilé ni un instante más. Mi vida no tenía importancia alguna. Tomé una pistola ametralladora del depósito y corrí hacia las profundidades de la nave. Nunca me había resultado tan insoportable el olor de las plantas muertas, ni tan sobrecogedora la falta de vida en aquellos lujosos aposentos. Pero tampoco había estado nunca tan seguro de lo que debía hacer.

Largo rato busqué en la zona más profunda del vehículo. ¿Dónde estaría ese maldito calciófago? No veía más que preciosas salas en las que reinaba la muerte… Plantas secas, acuarios con peces putrefactos, sofás, mesas de juego, columpios de jardín, surtidores, esculturas, brillantes bolas que eran fuentes de luz y adorno a la vez…

De pronto observé algún desorden. Sillas corridas de sitio, floreros volcados… ¿Y no había oído un ruido…?

Me detuve a escuchar. Algo se arrastraba. Levanté la pistola de impulsión y avancé. Con toda cautela. Allí estaba el monstruo. Un gigantesco ovillo plateado, todo él cubierto por centenares de patas o antenas que en un punto se ladearon para que me enfocara una especie de espejo parabólico. Yo, sin embargo, no experimenté nada. Y es que, a mí, nadie puede quitarme el calcio. Oprimí el gatillo del arma, pero no se produjo la impulsión. Lo intenté otra vez y nada…

Entonces comprendí que la pistola funcionaba mediante un cátodo de germanio y sulfuro de calcio, por lo que ya no servía para nada.

Una ira horrible se apoderó de mí. De cualquier forma, mi plan no podía fallar. Arrojé al suelo la pistola, agarré una silla, corrí hacia el animal y me lancé sobre él, golpeándole tremendamente con la silla.

Apenas encontré resistencia y casi me vi envuelto en el repelente monstruo. Una masa porosa se desparramó, pulverizada, por el suelo. Los tentáculos y las antenas vibraron, pero yo pasé la mano bruscamente por encima y todos aquellos apéndices cayeron quebrados. El cuerpo del animal, que apareció desnudo al ir perdiendo sus serpenteantes miembros, se hinchó y revolcó furioso. Pero unos cuantos golpes más le dejaron sin vida. Todo había sido muy fácil y, no obstante, yo me sentía agotado. La tensión nerviosa y la excitación fueron demasiado grandes.

Necesité cuatro horas para volver junto a mis compañeros. El capitán me recibió indignado, pero calló cuando le anuncié que el animal estaba muerto, y todos corrieron a ver su cuerpo destrozado.

Sólo a su regreso me di cuenta de la dicha que su salvación significaba para mí. Había logrado conservar la vida de Spike, el físico silencioso y siempre dispuesto a ayudar; del regordete Smoky; de Willy, siempre ansioso de adquirir nuevos conocimientos, y de todos los demás, del formidable equipo de eficientes astronautas al que tengo el orgullo de pertenecer; de Jack, que acababa de descubrir capullos llenos de protóxido de calcio, en suficiente cantidad para cargar de nuevo nuestro catalizador; del doctor, que apareció con restos del animal en unos frasquitos, y no en último lugar la del capitán, que se acercó a mí y dijo:

—¡Maldita sea…! Nunca me supo tan mal tener que castigar a un hombre. Pero debes reconocer que no puedo actuar de otra manera. Quedas arrestado durante tres días. Te alejaste de nosotros sin permiso.

El castigo poco me importa. Lo fundamental es que no se enteren de la realidad. Porque les quiero a todos, y deseo que ellos también sientan afecto hacia mí. Y eso… no sé si sería posible, si se enteraran que llevo una célula positrónica en la fosa epigástrica… De que soy un robot.

MILAGRO EN LA LUNA - Kurt Karl Doberer

Hacía algunos minutos que la antena direccional instalada en las anchas espaldas de mi termocoraza no recibía las señales…

Comprobé el paso de los minutos en el cronómetro, para girar en círculo. Pero el zumbador permaneció mudo. El campamento ocho no enviaba la acostumbrada serie de ondas intermitentes.

Preocupado, moví la cabeza dentro de la escafandra de plástico y acerqué la boca al micro. El leve crujido de la membrana me demostró que la ligera presión había sido suficiente para conectar debidamente el emisor… ¡Al menos me tenían que oír!

—Hallo, hallo! —dije, sin duda de manera algo brusca y excitada—. Hallo, hallo! ¡Aquí habla Dalton!

Pero todo parecía estar en orden. Apenas transcurridos unos segundos, me contestó una voz grave y tranquila:

—¡Hallo, aquí el campamento! Le oímos, Dalton.

Como de costumbre, no logré distinguir si era Mellton, el jefe, o nuestro técnico Maier. Supuse que sería este último.

—¿Qué ocurre con…?

—¿La señal? Ya vuelve a funcionar —me cortó Maier, contra todas las reglas. Él era así—. Hubo una interrupción en el contacto —agregó luego—. Y es que, automáticamente…

Tatiitiitií…, intervino entonces la señal. Esa sí que podía permitírselo. La señal era siempre lo primero. Me sentí satisfecho.

—Aquí todo marcha bien. ¿Quién habla?

—Soy Maier.

—Pues dile a Mellton que venga y se traiga el quemador de choque. Es mejor ir prevenidos. ¡Sabe Dios lo que nos espera en el fondo del cráter!

—Okay! —repuso Maier, arrastrando las vocales como hacía Mellton, de quien se le había pegado.

¡Tatiitiitií!, sonó de nuevo la señal.

Ya calmado, proseguí mi camino por encima de la vítrea rocalla. El chorro de luz de mi linterna, que se hundía cortante en la oscuridad, tanteaba el sendero que debía seguir. Yo lo había hecho ya juguetear un par de veces por la empinada ladera, y siempre parecían saltar miles de chispas, destellos de los más variados colores, en el lugar donde la luz rozaba el suelo.

De pronto pisé una superficie lisa como un espejo o, con más exactitud, como el acero. En mi lucha por mantener el equilibrio dirigí la linterna hacia abajo. Un cristal octaédrico despedía todos los tonos del arco iris. Cegado, intenté aferrarme en el vacío. Mis pies resbalaron y caí. Mientras me desplomaba, pensé: «Ese cristal…»

Lo primero que recuerdo con claridad es que, al seguir adelante, tambaleándome, tropezaba a cada momento con cantos prismáticos. Volví a encender la linterna, pero todo se me antojó extraño e irreal. Tuve la sensación de haber abandonado el campamento años antes.

Entonces comprendí lo que me había hecho perder el equilibrio. Era ridículo que en la Luna me hubiera sorprendido tal cosa. ¡Diamantes! Diamantes del tamaño de calabazas, nacidos en forma de octaedros de un río de carbono líquido y ardiente… Miles de toneladas de cristal yacían bajo el cielo nocturno como un mágico laberinto. Donde penetraba el fino rayo de luz, todo estallaba en mil reflejos.

Y allí permanecían esparcidas las piedras. De ser más pequeñas, cabrían en los bolsillos. Con la punta de tungsteno de mi calzado golpeé una de las caras de un diamante. Ésta no se astilló ni quedó tan siquiera señalada por un arañazo. La dura punta metálica se deslizaba suave por encima.

Apagué mi linterna. Las cinco mil relucientes estrellas del cielo negro llamaban a sus diez mil hermanos surgidos de un petrificado caudal de carbono. Una pálida luz bañaba la ladera. Una luz no separada de las tinieblas, como la que debió imperar antes de la creación del mundo…

El sistemático tic-tac del cronómetro me sacó de mis sueños. Con gesto mecánico miré la esfera del instrumento. Las veintitrés treinta. Pocos minutos más, y el sol pondría fin a esa descolorida noche. Por entre las cadenas de cristales busqué mi senda hacia arriba.

Las veintitrés treinta y cuatro. Una franja de fuego asomó al horizonte. Bastaron unos segundos para transformar la noche en día. Diez, veinte mil focos perforaron la negrura que me rodeaba. Rutilantes haces de rayos se arrojaron sobre el borde del mar de lava, y allí chocaron contra el río de nítidos cristales. Saltaron los rayos en astillas y se multiplicaron, formaron cintas de increíbles colores y se levantó impetuoso un castillo de fuegos artificiales. El sol seguía enviando nuevos ejércitos de rayos. Miles de millones de refulgentes haces se dividían en mil veces más espigas deslumbradoras, volcándose en loca orgía de chispas sobre aquellas grandiosas cataratas de luz.

Poco antes me había permitido sonreír con cierto desprecio ante la abundancia de unos diamantes que, dadas las circunstancias, no tenían valor alguno. Ahora, sus gavillas de chispas se lanzaban contra mí y deslumbrantes vorágines de colores me dejaron casi sin sentido. Aunque protegidos por los cristales de cuarzo, mis ojos parecían clavados en aquellos frenéticos remolinos de luz. Unos puntos rojos empezaron a formar palpitantes círculos en grandes aros verdes. Creí hallarme en un indescriptible paraíso infernal. Súbitamente cayó sobre mi cuerpo una lluvia de rayos blancos, de modo que tuve la impresión de haberme secado y apergaminado. Algo me quemaba, ahogaba y estrangulaba. Y ese algo penetró en las ranuras de mis ojos como un solo rayo perturbador, y allí quedó clavado como un cuchillo. Lleno de angustia quise llevarme las manos al rostro, pero caí de bruces.

Tuve la suerte de quedar de cara al suelo. Cuando recobré el conocimiento, palpé el terreno con las manos. Despacio. A través de la delgada coraza térmica que las protegía, noté las cortantes aristas de los cristales.

Recordé entonces las secas y claras instrucciones de Mellton: «Cuando el sol oscila encima del horizonte, los diafragmas iris de las ranuras visuales deben quedar reducidos al máximo.» Y me pareció escuchar de nuevo una advertencia especial: «¡Lo mejor, Dalton, es conectar en seguida los filtros de luz!»

Mi propia experiencia acababa de dar la razón al consejo del jefe. Poco había faltado para que el aprendizaje me saliera caro. Era de esperar que, en adelante, realizara esos movimientos de forma automática.

Cuando me levanté, pude soportar mejor la luz. Pero desde donde yo estaba no tenía vista alguna. La cresta de la pared del cráter quedaba más alta. Me dispuse, pues, a trepar en diagonal la cuesta que me faltaba.

Con fatigosa respiración vi, por fin, el borde del gigantesco y ovalado cráter. Era el primer hombre, el primer habitante de la Tierra que lo alcanzaba caminando hacia el sur desde el campamento. Ahora se demostraría si los astrónomos estaban acertados en sus observaciones o no.

Mis ojos siguieron la cresta, vacilantes, y después se deslizaron hacia un extenso campo de lava, cráter adentro, para quedar prendidos en el juego de los coloreados gases que brotaban en el fondo de la enorme cuenca.

Lo que otros habían creído ver a través de los telescopios especiales de los observatorios, aquellos velos de vapor producidos por los gases arrojados, no eran, pues, alucinación de sus ojos cansados.

Allí arriba reinaba un silencio aterrador. Rocas y trozos de lava yacían ardientes, llenos de luz. Y encima de mí el inmenso vacío, sin aire, sin gas. Abajo, en cambio, en el fondo del cráter, había pulsante vida y nieblas en constante girar.

Lentamente comencé el descenso. Como en los géiseres de Islandia, ascendían de la infernal boca borboteantes vapores que, después, se extendían sobre la llanura cual jirones de gasa blanquecina. Las altas paredes del cráter formaban una especie de cuenco de leche colosal, cuyo contenido hervía amenazador.

Mi altímetro marcaba ya cuatrocientos metros de descenso. El termómetro colocado en la parte exterior de la coraza térmica había rebasado ya a la mitad de los grados que indicara arriba, en el borde del cráter, cuando estaba expuesto al calor blanco despedido por el sol. Donde me encontraba ahora, su fuerza era quebrada por tenues nubes.

Pude ver, finalmente, las partes más profundas del multicolor fondo del cráter. Sus tonalidades constituían una excepción entre la gris monotonía de la piedra lunar. Pero lo que de súbito apareció ante mis ojos me paralizó durante unos instantes. Así fue, en realidad. Un imponente géiser saltaba del fangoso y oscuro suelo, y alrededor del chorro serpenteaban y se retorcían unos horribles seres verdes.

Me apoyé en un bloque de lava para restablecer mi equilibrio. A través de mi telescopio observé aquellas criaturas. Desde luego eran asquerosas y feas, pero no era belleza lo que esperábamos encontrar en la Luna. Estudié sus detalles hasta que me dolieron los ojos, y tuve que cerrarlos sin haber podido familiarizarme con los extraños bichos.

Éstos balanceaban la cabeza ligeramente levantada y sus rojos y redondos ojos estaban clavados en el humeante manantial. Se revolcaban con placer y dejaban que el líquido ardiente cayera sobre sus largos cuerpos. Allí donde el azulado chorro les tocaba, se hinchaban pletóricos de vida, y su viscosa piel verde lanzaba metálicos destellos.

El salto dado desde la última plataforma de lava me hubiera costado los huesos en la Tierra. También los gusanos debieron percibir la ligera sacudida, pues sus cuerpos se enderezaron en actitud de expectación.

Para acercarme al borde del cráter interior, de menor tamaño, tuve que rodear el lodazal donde se movían los monstruosos animales, que con sus largos cuerpos de babosa y sus lisas cabezas de reptil resultaban cada vez más repelentes. Me dije que aquellos ojos rojizos y planos, con su aspecto turbio, no podían tener una vista aguda. Pero también era posible que yo no interesara a los verdes habitantes del fango por considerarme bocado poco apetitoso. De momento, al menos, no se metieron conmigo.

El segundo cráter, no tan extenso y más profundo, se hallaba en el centro de la gran elipse del primero, y sin duda también tenía un diámetro de mil metros. No obstante, en medio de la gigantesca boca parecía el resto de una pequeña burbuja ya reventada. Desde donde yo estaba, era fácil bajar hasta su llano suelo.

Una y otra vez apliqué cuidadosamente el telescopio a las ranuras de mi escafandra. Acababa de descubrir otra cosa. Allí abajo vivían unos seres bulbosos que formaban una dilatada colonia y permanecían quietos como bejines o estrellas de mar.

Bastante lejos de mí, un desagradable gusano verde se disponía a devorar uno de esos bulbos. En un par de saltos aterricé en el fondo del cráter interior. Avancé poco a poco a la vez que graduaba mi anteojo. La colonia de bulbos se extendía a mi alrededor, en amplio círculo.

El gusano había atacado a un tubérculo que crecía sólo en la parte alta de la pendiente. Vi perfectamente cómo le arrancaba un trozo del costado. Pero, entonces, el bulbo cobró súbita vida. De su masa parda brotaron unos tentáculos que, primero, confundí con antenas de caracol, aunque en seguida observé que la diminuta punta redonda se abría como la corola de una flor, para dar paso a algo brillante, en forma de gancho o, mejor dicho, de garra.

Esos brazos avanzaron tanteando hacia el cuerpo de la alimaña verde y se clavaron en su liso vientre. Ahora, el bulbo pareció separarse también del suelo. El gusano se combó furioso y empezó a retorcerse en todas direcciones. Su córnea o espumajeante boca mordía el tubérculo y le arrancaba pedazos.

De repente se oyó un grito salvaje y desconocido. Los gases y vapores transportaron aquella voz, que llegó hasta mí a través de la niebla. Horrible, débil y, al mismo tiempo, estridente. Inmediatamente supe que aquello era un grito de muerte.

Tubérculo y gusano se habían convertido en una sucia maraña verdegrís. Imposible distinguir quién estaba agotado y quién había sucumbido.

La angustiosa voz de muerte desató un eco horrísono. En el borde del cráter se alzó una ola de sonidos chillones y extrañamente gorjeantes. Debía ser la respuesta de los seres verdes del géiser. ¿Acaso iban a acudir en ayuda de su congénere?

También en las colonias de tubérculos se produjo un zumbido que iba aumentando de tono. Me pareció que los bulbos se apretaban unos contra otros. Con sumo cuidado me aproximé a un grupo de esas gelatinosas bolas de color castaño y tan redondas como raros y caprichosos hongos. Allí donde el sol las tocaba, se adelantaban unos brazos, apéndices de carne roja y veteados de gris. Entonces, los bulbos parecían pulpos o asteroideos gigantes.

¡Y de nuevo un sonido agudo, estridente! Procedía de dos tubérculos que, hinchados y rebosantes de energía, yacían al sol. Uno de ellos parecía que acabara de arrancarse del suelo. De un lado, de su vientre, salía un líquido espeso y amoratado. El sorprendente ser avanzaba hacia el otro bulbo sobre sus tentáculos enrollados, torpe como una tortuga.

Yo estaba muy cerca. Súbitamente, en la parte más alta de su espalda verrugosa, se abrió un singular ojo que hundió en mí su mirada de maldad, surgida de un cristal amarillo y refulgente. Un tentáculo se alzó amenazador y se disparó hacia el vacío. Retrocedí tambaleándome. Después de una breve vacilación, aquella criatura indescriptible volvió a dedicarse a su congénere.

Ambos tubérculos emitían constantemente unos chillidos agudos, que aturdían. Se arrimaron todavía más y montaron uno sobre el otro. De los extremos de los cinco tentáculos, que se contraían convulsivamente a intervalos, goteaba viscosa la sangre rojiazul, que llegó a formar un charco. Pegada al liso suelo de lava, se secaba temblorosa. Un centelleante estremecimiento recorrió los cuerpos de aquella especie de celentéreos lunares. Su piel tersa y tirante se tornó áspera y rugosa. Por doquier aparecieron profundas grietas, de las que brotaron humeantes surtidores amarillentos. En un mar de vapor distinguí, entre la informe masa, unos bultos transparentes que se iban cristalizando. Una pastosa y aglutinante capa celular los recubría poco a poco.

Todo volvía a pulsar de manera regular, contrayéndose para dilatarse otra vez. Una vida nueva parecía penetrar en las jóvenes formas. Con bruscas sacudidas y misterioso sonido se creaban asteroideos, cubiertos en seguida por una azulada piel protectora que empezaba a secarse en seguida.

Detrás de mí oí el ruido de algo que se arrastraba. Me volví lentamente, y me hallé ante algo que hizo congelar mi sangre en las venas y me agarrotó la garganta.

Los gusanos habían percibido el grito de muerte de su congénere. Y venían. Se acercaban en ancho frente. De las repugnantes bocas de sus oscilantes cabezas de reptil rezumaba una saliva verdosa.

Las colonias de bulbos parecieron despertar de un sueño. Vigilantes párpados se abrieron sobre ojos de amarillo cristal. Miles de tentáculos se adelantaron captatorios para levantarse luego amenazadores. Al cortante y ensordecedor grito de guerra de los gusanos, respondieron los bulbos con el agudo y monótono zumbido propio de los mosquitos.

Me vi metido en pleno campo de batalla. Apresado entre la fila de los furiosos gusanos y el tenso semicírculo de bulbos. Sentí desconcierto y horror. Y la locura se apoderaría de mí antes de que me llegara la muerte en medio de aquella viscosa vorágine de baba y venenosa saliva. Un frío sudor bañó todo mi cuerpo.

Con las últimas fuerzas logré conectar el radiogoniómetro y sintonizar la emisora.

—¡Mellton! —chillé—. ¡¡Mellton…!!

Luego perdí el conocimiento y me derrumbé en mi coraza metálica.






Kurt Karl Doberer