Cuentos para ver

LAS BOTAS MAGICAS - Viktor Saparin

Todo empezó con una nadería. Al ponerse Petja una bota, su madre notó que la suela tenía un agujero del tamaño de una monedita, tapado sólo por la plantilla. Otra «monedita», un poco más grande, aparecía también en la suela del otro pie. Petja había observado que, quién sabe por qué, la bota derecha se desgastaba más de prisa que la izquierda, por lo que el descubrimiento no le sorprendió en absoluto.

Sin embargo, su madre endureció la mirada.

—Imagínese, Iván Ivanovic —a falta de otros, la mujer se dirigía a un huésped de sus vecinos, una persona venida de lejos, que en aquel momento había entrado en la cocina—. Este chico se come las botas. Se las he comprado hace un mes y mire. ¿Ha visto alguna vez algo semejante?

Iván Ivanovic dejó sobre la mesa la tetera que tenía en la mano y miró a Petja.

—Es un chico como otro cualquiera —dijo—. No tiene importancia…

—¡Un chico como otro cualquiera! —La madre de Petja alargó los brazos—. ¿Dónde ha visto algo parecido? Es un desastre. ¡Se come los zapatos!

—Yo también era así —repuso Iván Ivanovic, conciliador. Volvió a coger la tetera y la puso bajo el grifo— Mire, no ha pasado nada, he llegado a ser profesor… Sólo es un chico nervioso…

—Pero las botas las hacen para chicos normales —continuó la madre de Petja—. No hay zapatos especiales para los que no se están nunca quietos.

—Es verdad —contestó Iván Ivanovic, en tono serio—. Es verdad. Los futbolistas, los deportistas, disponen de botas especiales, y nadie piensa en acusarles de correr demasiado. Sin embargo, para los chicos no hay nada. Y es natural que corran… Habría que proporcionarles también botas adecuadas…

—No sé dónde encontrar botas que le duren más de un mes —exclamó la mujer, sacudiendo la cabeza—. ¡Sería un milagro!

Petja, ofendido, arrugó la nariz. ¡Qué culpa tenía él de ser un chico nervioso! ¿Debía, entonces, quedarse sentado siempre, con las piernas cruzadas? En vez de afrontar el problema específicamente, como hacía su profesor, su madre las tomaba siempre con él. Como si gastara las suelas adrede.

Iván Ivanovic dejó la tetera sobre la plancha del hornillo y se dirigió hacia la puerta. En el umbral se detuvo, mirando otra vez a Petja como para examinarlo.

—Le enviaré un par de botas mágicas —prometió, con sencillez—. El muchacho me parece adecuado, siempre que sea verdad todo cuanto me ha dicho acerca de él. Se las mandaré, pero con una condición: que el chico se ponga las botas todos los días y le deje hacer todo lo que quiera. Y no se preocupe, Antonina Ignatevna, ya verá cómo mis botas no se gastan nunca.

A pesar de la cólera, Antonina Ignatevna no pudo por menos de sonreír. Era una buena persona ese Iván Ivanovic…

—Ojalá fueran mágicas…

Petja estaba convencido de que Iván Ivanovic había inventado todo aquello para calmar a su madre. No tenía, realmente, aspecto de mago…

¿Dónde estaba el cucurucho que Petja recordaba haber visto sobre la cabeza del malabarista del circo? ¿Y aquella mirada penetrante o aquel modo de mover las manos, propio de los magos? Iván Ivanovic era un hombrecillo de chaqueta gris, con gafas, de barbita puntiaguda. Se parecía mucho a Sereza, el zapatero del segundo piso. Nadie habría dicho al verlo que de joven fue un muchacho nervioso.

Sin embargo, dos semanas después de la partida de Iván Ivanovic llegó un paquete. Su remitente era el hombrecillo.

Petja pensó que contendría un par de botas claveteadas con refuerzos metálicos, tal vez un par de botas de montaña semejantes a las que en una ocasión vio en un escaparate. Pero en el paquete había un par de zapatos negros vulgares, de corte sencillísimo. Petja se los probó. Le iban de perilla. —En seguida se ve que es un hombre… —murmuró la madre—. Con toda su inteligencia, Iván Ivanovic no sabe que a los chicos se les debe comprar todo un poco grande. Y aseguraba que le durarían mucho tiempo… Venga, póntelos. A caballo regalado…; pero las gastarás pronto. Recuérdalo…

Aquel día comenzó la extraordinaria historia de las botas.

Contra todas las leyes de la naturaleza, las botas siguieron intactas.

Al principio, Petja caminó despacio, con cautela. Llevaba botas mágicas y nunca se sabe… Luego, poco a poco, se acostumbró a la novedad hasta que no pensó más en ello. Volvió a correr como antes y a jugar al fútbol cuanto quiso.

Una tarde, cuando Petja ya se había metido en la cama, la madre cogió las botas y se puso a observarlas. «Ya las has llevado bastante —dijo para sí—, y… ¡Pero si están nuevas! Y pensar que… La suela está como nueva. Entonces, si quiere, sabe cuidarlas…»

Aquella noche la mujer dio a Petja el beso de despedida con cariño especial, pero Petja tenía la vaga sensación de no haber merecido enteramente el agradecimiento de su madre.

«Bah —se dijo, al dormirse—, dependerá mucho de las botas. También María Petrovna se lamentaba muchas veces de la calidad de sus botas. No se me puede echar la culpa a mí…»

María Petrovna habitaba en el apartamento de enfrente y era una mujer conocida por su escepticismo con respecto a todo y a todos. A los chicos, nerviosos o no, los había clasificado tiempo atrás en la categoría de los fenómenos absolutamente negativos.

Por eso, cuando Antonina Ignatevna le contó las alabanzas de Petja, explicando que se había vuelto formal y que ya no gastaba las botas, no vaciló en desilusionarla.

—Mire, María Petrovna, son realmente botas mágicas —insistió la madre de Petja—, o mi Petja ha cambiado. Hace seis meses que las lleva, sin quitárselas nunca, y aún no se han gastado.

—No tiene nada de extraordinario —le replicó María Petrovna, tras haber echado una mirada a las suelas—. ¿Ve estas bolitas? No se gastan nunca. Pero a mí no me gustan; producen reuma.

—¿Qué dice? ¡La suela de esparto deja pasar el aire! —objetó Antonina Ignatevna,

—Bueno, son de goma —admitió María Petrovna.

—No pueden ser de goma —disintió Antonina Ignatevna—. ¡Son tan ligeras! ¡Pruebe!

A regañadientes, María Petrovna cogió las botas.

—No pesan casi nada —dijo, con desprecio—. Se ve que están hinchadas.

—¿Por qué hinchadas?

—Sencillísimo. ¿Sabe cómo se hace? Se hinchan las burbujas de aire de la goma. Por eso es ligera.

Dejó las botas en el suelo, limpiándose los dedos.

Antonina Ignatevna sabía perfectamente que el procedimiento de obtener el crepé era muy distinto, pero, como siempre, María Petrovna había dicho la última palabra.

Pasaron los meses… Las botas no se gastaban, como si de verdad fuesen mágicas. Antonina Ignatevna empezó a mirarlas con cierto temor. Sabía que el profesor no era Mefistófeles, sino un hombre normal, pero en aquel regalo suyo había algo sobrenatural. Y no se trataba únicamente de la resistencia extraordinaria de las botas, había algo más.

En una ocasión, Antonina Ignatevna descubrió un arañazo en la punta de la bota izquierda. Sin duda, al jugar con otros chicos, Petja le había dado un golpe. Sin embargo, unos días después el arañazo había desaparecido sin dejar la menor huella. ¿Y cómo explicar el hecho de que las botas pareciesen siempre nuevas, aunque Petja no se preocupaba nunca de limpiarlas?

Por otra parte, seguían ajustándose exactamente a la medida del pie de Petja; pese al transcurso del tiempo, no se habían deformado.

Es cierto que, en general, el zapato de piel cede y se adapta al pie, pero al propio tiempo envejece. En cambio, aquellas botas parecían ser nuevas de trinca.

María Petrovna, incapaz de estarse callada, le echó un día un pequeño sermón a Antonina Ignatevna:

—Exagera usted con su pequeño. ¡Cada día, un par de zapatos nuevos! Debería gastar mejor el dinero. ¡Ya se arrepentirá!

—Por favor —le contestó Antonina Ignatevna—. ¡Si hace un año que lleva los mismos zapatos!

—¿Cree que soy tonta? —María Petrovna parecía ofendida—. Estas madres… ¡Pierden la cabeza por los hijos! No saben qué hacer por ellos… Pero así solo los malcrían…

Dicho esto, empezó a acusar a Antonina Ignatevna de mentirosa. De no saber educar a su hijo. De comprar cada día a «su Petenfza» un par de zapatos nuevos, mientras ella seguía usando los mismos, viejos y aun desfondados.

La pobre Antonina Ignatevna intentó explicarle la verdad, pero, ¿qué explicaciones podía dar?

Por culpa de las botas, la vida de Antonina Ignatevna se complicó de una forma increíble. ¿Decir la verdad? Nadie la creería. ¿Admitir que compraba a Petja un par de zapatos nuevos todos los días? Era absurdo.

Pasaron otros dos meses, pero los zapatos no envejecían. Antonina Ignatevna fue presa de la consternación.

—Ven —dijo un buen día e Petja—. Deja que estas botas descansen un poco. Ponte las viejas.

Y le volvió a dar las botas que en su tiempo provocaron su conversación con el profesor. El zapatero Sereza les había puesto medias suelas.

—Hice muy bien al comprarlas un número mayor —observó la mujer—. Las debes llevar, se te quedarán pequeñas. Estas las guardaré en el armario.

¿Quería convencerse de que su hijo había aprendido a cuidar las botas? ¿O bien aquellas botas eternas empezaban a asustarla? Es difícil decir lo que la madre de Petja tenía en la mente, pero cuando el chico se calzó las botas viejas, lanzó un suspiro de alivio.

Acostumbrado a las botas del profesor, tan ligeras que parecía que no las llevaba, Petja sentía ahora pesados sus pies. No pasó mucho tiempo sin que Antonina Ignatevna no tuviese que llevarlas de nuevo al zapatero. Por lo tanto, Petja seguía siendo el chico inquieto de antes, y el secreto de la larga duración de las botas regaladas por el profesor no dependía de sus cuidados. Pero Antonina Ignatevna continuó testarudamente haciendo arreglar las botas viejas hasta que, por fin, el bueno de Sereza le dijo:

—Ya es hora de echarlas a la basura. Cómprele al chico un par de botas nuevas…

¡Comprar unas botas nuevas cuando en el armario tenía un par más de nuevo!

A regañadientes, abrió el cajón donde las había puesto. Hacía ya varios meses que no las veía.

—Tienen un poco de polvo —suspiró, dándoselas a su hijo—. Pruébatelas, quizá te estarán estrechas.

Petja cogió las botas que, como en el pasado, alegraban la vista con su limpieza.

Y como en aquel lejano día en que Petja se las puso por primera vez, también ahora le sentaban como un guante.

Pero esto no fue lo que más sorprendió a Antonina Ignatevna. Ahora estaba en cierto modo acostumbrada a cosas semejantes. Pero no a aquello. Recordaba perfectamente que, al meter las botas en el armario, las suelas parecían ligeramente gastadas; entonces se había alegrado, porque las rozaduras y los arañazos venían a confirmar que se trataba de botas normales, de objetos de este mundo sometidos al desgaste de las fuerzas de la naturaleza. Hecho extraño, ahora se alegraba de algo que un tiempo atrás la enfurecía…

Pues bien, al echar una mirada a las suelas, Antonina Ignatevna vio, con asombro, que estaban absolutamente nuevas.

Y no sólo eso. Mirándolas de costado, examinando el espesor de las suelas, hizo un descubrimiento aún más increíble.

La pobre mujer se puso las gafas, se las quitó y, finalmente, las acercó de nuevo a sus ojos. ¿Sería posible? ¡Las suelas eran aún más gruesas que antes! Nunca había conseguido comprender cómo Petja no conseguía desgastar unas suelas tan delgadas, pero ahora… ¡habían crecido!

Antonina Ignatevna se quedó sin aliento. Era absurdo. ¿Pueden existir en el mundo zapatos que crecen?

Casi tuvo miedo de darle a Petja botas tan extraordinarias. ¿Pero qué podía hacer? ¿Tirarlas?

El dilema fue resuelto por la casualidad. Aquel día, Petja no pudo utilizar las botas del profesor, porque se puso enfermo. Por fortuna, sólo se trataba de un ligero catarro, que lo retuvo, sin embargo, en el lecho durante una semana. Durante aquel tiempo, las famosas botas no quedaron sin usar. Su fama se había extendido por todo el caserío y los amigos de Petja, cuyas respectivas madres tampoco les escatimaban los coscorrones a causa de los zapatos rotos, se las pidieron prestadas para jugar a la pelota. ¿Qué les importaba a ellos que la eterna duración de aquellas botas no tuviese una explicación científica? El caso más bien excitaba su fantasía, y muchos defendían las versiones más increíbles, demostrando una fe ilimitada en las posibilidades en la técnica, mientras otros, los más pequeños, que aún no habían salido del mundo de la fantasía, creían que las «botas del profesor» eran verdaderamente mágicas.

Así, las botas de Petja empezaron a ser usadas por turno. Con ellas jugaban a la pelota muchachos enloquecidos que a veces se dislocaban una rodilla o un tobillo, pero no se rompían nunca. Aguantaban bastantes pruebas duras, pero realmente no parecía existir ninguna fuerza en el mundo capaz de estropearlas.

Llegó así un día en que Antonina Ignatevna ya no pudo más y, tras preguntar a la vecina su dirección, escribió una carta a Iván Ivanovic.

Esta fue la respuesta del profesor:

«…Sí, crecen, Y en esto, querida Antonina Ignatevna, no hay nada milagroso. Comprendo su asombro e intentaré explicarle el motivo.

»¿Por qué crecen? ¿Ha oído hablar alguna vez de las epifitas? Son plantas que no viven sobre la tierra, sino en el aire. No tienen raíces y pueden vivir sobre una empalizada, incluso sobre un hilo del telégrafo, sin tocar la tierra. ¿Cómo se nutren? No de telegramas, naturalmente, y perdóneme la broma. Toman todo lo preciso para su desarrollo del aire. En el aire siempre hay humedad, siempre hay polvo que contiene partículas minerales. Y nuestras plantas se adaptan a este tipo de alimentación, digamos “aérea”.

»Desde hace varios años, nuestro instituto estudia estos minúsculos organismos vegetales, que viven en grandes colonias como los corales. Estas dan lugar a una masa compacta, ligera, flexible como la goma, pero que deja pasar el aire. Las botas que se obtienen con esa masa no son en nada inferiores a la piel, incluso tienen una propiedad de la que la piel carece: crecen. ¿Recuerda la piel de zapa de Balzac? Aquélla disminuía. Pero la nuestra crece continuamente, porque vive. Las células vegetales de que está formada se multiplican con rapidez, alimentándose, como todas las epifitas, a través del aire. Para las suelas hemos preparado una piel que crece de modo particularmente rápido, porque esta parte del zapato se gasta más. Le diré también que la suela puede alimentarse mejor que las demás partes de la bota, porque se halla en contacto con la tierra, donde la humedad y las sustancias minerales son más numerosas. La alimentación más sustanciosa contribuye a hacer que la suela se regenere más de prisa. Es un proceso imperceptible para el ojo del hombre; si no llega usted a tener las botas encerradas en el armario durante cuatro meses enteros, es probable que nunca habría descubierto que éstas crecen realmente. Como es natural, también las botas que crecen tienen sus inconvenientes. No se pueden conservar almacenadas largo tiempo porque su número variaría. Un adulto que se compra hoy un par, un tiempo después las encontraría demasiado grandes. En los zapatos de los adultos sólo puede aplicarse en la suela. Y no es poco; en efecto, hemos recibido muchas cartas de agradecimiento de carteros y de personas cuya profesión les obliga a caminar mucho, entre los cuales hemos distribuido un cierto número de pares, a título de prueba.

»Pero las botas de los chicos se pueden fabricar todas ellas con piel creciente. Creemos haber resuelto un problema que preocupa a todos: la confección de botas que puedan ser llevadas durante varios años seguidos. En nuestros experimentos hemos sometido ya a desgaste artificial varios pares, calculando un consumo normal de cinco años, pero una cosa es la experimentación y otra la prueba práctica. Por esta razón me interesa muchísimo saber el fin que tendrán las botas de Petja. Escríbame, por favor, si no le molesta demasiado, al menos una vez cada seis meses. Tenemos bajo nuestro “patrocinio” muchos escolares que usan nuestras botas, pero las de Petja forman, parte de la primera partida y todas las noticias al respecto nos son particularmente preciosas. Yo ya le he escrito dos veces, pero debo haber confundido la dirección, porque tampoco mis parientes me han contestado.

»Para nuestros experimentos no escogemos a los chicos especialmente inquietos, pero eso no significa que nuestras botas sean tratadas de la peor manera. Como en todas las demás cosas, también con ellas es necesario un cierto cuidado.

»Al probar una nueva marca de bicicleta, se la somete a las pruebas más difíciles, pero al usarlas normalmente, es bueno observar todas las normas prescritas de mantenimiento. Nuestras botas están destinadas a los adultos obligados por su profesión a caminar mucho y a los chicos, pero no a las personas descuidadas. Dígaselo a Petja. Cuidar un objeto significa doblar su vida. Si Petja quiere convertirse en un ejemplo en materia de botas, no como destructor, sino por saberlas conservar y sacarles rendimiento, deberá observar estas sencillas normas, que adjunto a la carta. Esto también es un experimento y le ruego que colabore. Antes era un caso desesperado de descuido, pero hoy, sin embargo, se me cita como ejemplo de orden. Quisiera saber precisamente lo que duran nuestras botas cuando se las cuida bien. Escríbame.

»P. S.: Dentro de unos días entrará en servicio la primera fábrica experimental para la producción en serie de las “botas mágicas”.»

Una semana más tarde, Petja y su madre asistieron en un cine a la proyección de un documental sobre la fábrica de «suelas autor regeneradoras», como las llamaba el locutor.

—Tenemos «sierras auto afiladas» —decía el locutor—, existen relojes de cuerda automática, relojes para los distraídos que, una vez se les ha dado cuerda, ya no se paran nunca. Ahora nos llega la suela que no se gasta nunca. Ahí está, ante vuestros ojos.

En la pantalla aparecieron enormes tinas poco profundas que contenían un caldo nutritivo en el que se cultivaban pequeñísimos organismos vegetales que, vistos al microscopio, parecían minúsculas estrellas amarillas.

El documental mostraba cómo estos organismos, al crecer, formaban una delgada hoja, tan ligera que flotaba sobre el caldo. La hoja seguía creciendo, haciéndose poco a poco más espesa.

—Con el desarrollo de los microorganismos —explicaba el locutor—, el material resulta cada vez más compacto. Ahora, la piel ya está lista. Puede ser enviada al corte.

En un departamento cerrado, numerosas máquinas automáticas recortaban, en la «piel» artificial que allí llegaba, miles de suelas de varias dimensiones.

—Y la suela sigue creciendo —añadió el locutor. Se vio una enorme suela que ocupaba toda la pantalla. La toma en acelerado proporcionaba una rápida visión del crecimiento. El espesor de la suela aumentaba a ojos vistas.

—El tiempo transcurrido es, en realidad, de dos meses —explicó el locutor—. La suela ha crecido tanto, que ha compensado el desgaste producido por un uso prolongado y constante. Y seguirá creciendo indefinidamente, como los hongos que quizá alguno de ustedes cultiva. ¡Gastarán los zapatos, pero esta suela no se desgastará jamás!

—¡Menos mal! —Apenas salió del cine Antonina Ignatevna lanzó un suspiro de alivio—. Ahora todo está claro…

Al encontrarse a María Petrovna, se enfrentó con ella sin miedo:

—¡Vaya al cine! —le aconsejó—. Verá cómo se hacen los zapatos de Petja. ¡Ya no podrá decir que le compro un par nuevo cada mes!

—Ya sé lo que hacen en el cine —replicó la vecina—. Un montón de trucos. Tengo un sobrino que estudia en el Instituto de Cinematografía y precisamente estos días han dado una clase especial sobre ilusiones ópticas.

—Pues estas botas existen —replicó la madre de Petja, acercando su hijo a María Petrovna—. Y Petja, también. No son ninguna ilusión óptica.

—Bueno. Supongamos que sea verdad —concedió la vecina, con superioridad—. Pero todos los chicos son unos mentirosos. Y el suyo no es mejor que los demás. No comprendo por qué lo mima así. ¿Qué necesidad tenía de hacerle esas botas especiales?… ¿No le basta con las botas corrientes?

Viktor Saparin

PLANETA «CASI» HABITABLE - Robin Scott

Supondría para el planeta Garyon un largo período de estrecheces y pobreza. Un largo período… tal vez dos generaciones, pero tenían que hacerlo.

Los garyoni eran una raza joven y fuerte y su proliferación había sido demasiado rápida. Solamente su reciedumbre y amor por la lucha personal, causa de numerosísimas bajas, evitó que su población sufriera una explosión demográfica y acabara en la inanición y la miseria. Incluso este feroz encarnizamiento iba perdiendo terreno entre las nuevas generaciones de jóvenes garyoni. La raza iba degenerando a causa de la deficiente alimentación y los habitantes de Garyon ya no eran los bravos guerreros que habían sido.

El Consejo Supremo había comisionado a un equipo de especialistas para que hallasen la solución. Garyon debía expansionarse. O moriría. Los técnicos llegaron a una conclusión: se mandaría alrededor de mil sondas automáticas dirigidas a las lejanas estrellas en busca de alguna que ofreciese garantías de vida para los garyoni. Se necesitaba una especial combinación de radiación solar, agua y atmósfera.

Se proveyó a las sondas de suficiente cantidad de combustible con el mandato de agotarlo en busca de sus objetivos. Más de novecientas sondas terminaron el combustible y, tras remitir un débil informe negativo, acabaron en la inhóspita zona de gravedad de alguna estrella desconocida.

Pero al fin llegó un comunicado positivo. El equipo de telemedición de Garos, la capital de Garyon, captó un tono diferente. Los técnicos comisionados en la empresa, se dedicaron inmediatamente a la tarea de descifrar el mensaje. Al fin pudieron dar la buena noticia: de los tres planetas que presentaban características de radiación y magnitud negativa idénticas al sol, uno de ellos proporcionaba, además, una esperanzadora evidencia espectrográfica, agua abundante y una atmósfera que guardaba gran semejanza con la atmósfera de dióxido de carbono-oxígeno-nitrógeno que había permitido tal exuberante vida en Garyon.

Las calles de Garos, capital de Garyon, desbordaban alegría tras estas noticias. El Consejo otorgó el Honorífico Aro de Oro al jefe máximo del programa de pruebas. Se facilitó a todos los ciudadanos una tarjeta complementaria de raals o raciones de alegría. (El placer y el regocijo estaban racionados en Garyon.) Con todo, para contrarrestar los efectos «adversos» de esta dádiva, el Consejo procedió a reducir el precio de las armas de fuego a la mitad y redobló las pruebas de análisis en las bebidas tóxicas expendidas en tabernas bajo control directo del Consejo.

Las buenas noticias pusieron en marcha las sucesivas etapas del programa de investigación. Fundamentándose en la gran posibilidad de que existiese un planeta con características semejantes a Garyon, sus técnicos habían previsto ya la existencia en él de una vida indígena propia. En consecuencia, el Alto Mando ordenó un fuerte incremento en la producción de armas de destrucción en masa, y asimismo la organización y adiestramiento de escuadrones expedicionarios para la investigación planetaria. Se eligieron jovencísimos garyoni y solamente aquellos que habían demostrado una elevada aptitud en el manejo de las armas.

Los expedicionarios elegidos debían ser jóvenes. Pasarían mucho tiempo adiestrándose antes de poder actuar. La prueba siguiente, que consistía en posar la sonda automática en el nuevo planeta y realizar el análisis definitivo, tardaría siete años en llegar a su destino. Su informe tardaría otros siete años hasta ser recibido en Garyon. Y la fuerza expedicionaria emplearía otros siete años en acudir a su objetivo.

La prueba definitiva estuvo pronto en marcha y Garyon se vio envuelto en una marea de vida, muerte y ansiedad.

La sonda dirigida entró en órbita solar confirmando el halagüeño informe de los datos recibidos anteriormente. Se desplazó hacia el interior con la misión de interceptar al tercer planeta en su ruta orbital. Las noticias positivas fueron causa de nuevas muestras de alegría en las calles de Garos. Se facilitó una nueva ración complementaria de raal, y Gehazil, un joven y valioso colaborador de la empresa, fue ascendido al cargo máximo: Director Jefe del Programa de Pruebas.

Por fin se alcanzó la órbita planetaria. Llegaba el momento culminante. Fueron dispuestos los mandos de modo que la sonda tomase tierra en el planeta objeto de estudio. Una vez disparado el retropropulsor, la cápsula de pruebas con todo su instrumental atravesó silbando la atmósfera al mismo tiempo que frenaba para posarse con suavidad en la superficie.

La superficie resultó ser una zanja que corre paralela a la Carretera Federal 47, justo en el punto que inicia el ascenso a las zonas industriales de la margen del río Passaic. En Nueva Jersey era una hora punta y el ruido que produjo la llegada de la cápsula experimental quedó ahogado por el traqueteo de una hilera de camiones diesel que subían la cuesta, lanzando por sus tubos de escape los desechos de la mala combustión de sus motores. A esta serie de camiones, se añadía la de los vehículos particulares, que en aquella hora acostumbraban a abarrotar el trayecto hasta el puente.

La cápsula quedó unos momentos en silencio, el tiempo necesario para ordenar sus mandos internos y organizar el resto del programa previsto. Una vez todo a punto, elevó una pequeña antena y lanzó su breve mensaje al detector que se encontraba en órbita y que habría de servir de enlace transmisor con el planeta base. Siete años más tarde, las noticias de su afortunada llegada fueron motivo de condecoraciones y felicitaciones para su diseñador y constructor.

El programa seguía su curso. La cápsula desplegó su instrumental para pruebas atmosféricas, empezó a tomar muestras del aire circundante dando a conocer sus informes al mismo tiempo que los iba obteniendo:

«Presión: 97 grugs por klinz cuadrado», leyó en los ordenadores Gehazil, el Director del Programa siete años después.

—¡Magnífico, perfecto! —gritaron a coro los técnicos y hombres del Consejo, congregados junto al panel de lecturas. Zingal, diseñador de la cápsula de pruebas atmosféricas, asió tan fuertemente a su ayudante y con tanta alegría, que allí mismo tuvo que arrancar un cupón de su racionamiento de raal.

«Composición atmosférica» —leyó Gehazil.

«Oxígeno: 734.954 partes por millón.»

«Nitrógeno: 240.758 partes por millón.»

«Vapor de agua: 10.602 partes por millón.»

«Argón: 9.103 partes por millón.»

La lectura de los informes era más lenta y pausada a medida que los elementos compuestos aparecían más complejos. En Garos remaba casi el histerismo. Los resultados, era patente, demostraban que la composición del planeta desde el punto de vista atmosférico, se asemejaba muchísimo a la de Garyon. Si los informes anunciaban una pequeña cantidad de dióxido de carbono, la atmósfera sería perfecta. Solamente una ínfima cantidad de este producto supondría la presencia de complejos hidrocarbonados y, algo muy importante: la existencia de ambiente para subsistir.

La cápsula prosiguió emitiendo lentamente:

«Dióxido de carbono: 300 partes por millón.»

Las calles de Garos semejaban centros de verdaderas orgías. Las cartillas de racionamiento de raal revoloteaban como hojas caídas en otoño.

De repente sucedió lo imprevisto:

«Monóxido de carbono: 250 partes por millón…»

La alegría de la multitud enmudeció. Una fuerte emoción se adueñó de Garos. Intentando reponerse, el viejo Saankel, Jefe del Consejo de la Comisión para la atmósfera, doblegó sus tentáculos en un gesto de esperanza y habló de la posibilidad de los filtros, de los milagros de la ingeniería atmosférica… Unos pocos tentáculos se alzaron en ademán de protesta. Tal vez sería peor…

Más lentamente, a medida que la complejidad del análisis aumentaba, seguía el informe:

«Helio: 4 partes por millón.»

«Cripton: 3 partes por millón.»

«Neón y Xenón: 2 partes por millón, cada uno de ellos.»

Tras la conmoción inicial, los técnicos empezaron a hacerse cargo de la situación. Iban alzándose más tentáculos e incluso algunos optimistas distraídos, como si tuvieran que celebrar algo, empezaron a tomar su racionada parte de alegría. Se dictaron órdenes para que la fuerza expedicionaria que estaba embarcando en la terminal de Garos, fuera equipada con aparatos de filtro y caretas antigás. Era muy improbable la evolución de cualquiera forma de vida agresiva en un planeta con tanto monóxido de carbono. Sin embargo, nunca se podía asegurar, quizá existiera algún sistema de filtración natural…

La cápsula, junto a la ruta nacional, siguió transmitiendo elementos constitutivos más complejos todavía…

«Etileno: 2 partes por millón.»

«Dióxido de nitrógeno: 1,75 partes por millón.»

«Sulfito de hidrógeno: 17 partes por millón…»

Zingal, diseñador del complejo analizador atmosférico, fue el primero en comprender que nada podía esperarse. Atravesó las cuarenta plantas del edificio donde sé encontraba la sala de lecturas y se lanzó a la calle entre la desorientada multitud que circulaba en todas direcciones. Gehazil dio una nueva orden. Aquellas muchedumbres alegres y callejeras fueron presa de la más total decepción. El problema de la superpoblación de Garyon quedaba en suspenso por el momento.

En las afueras de Garos, el Jefe del Estado Mayor anuló la orden de los filtros y mandó que fuese retirada la fuerza expedicionaria interplanetaria. Su ayudante le preguntó con un último destello de esperanza:

—¿No podríamos construir unos filtros para las restantes materias que se encuentran en esa atmósfera, señor?

El Jefe del Estado Mayor afirmó pesadamente con un movimiento de su cabeza:

—Quizá sí, pero no se puede colonizar un planeta si no se cuenta con una atmósfera básicamente no tóxica, o al menos una atmósfera que tolere ciertas especies de vida comestibles. En tal ambiente no podría cultivarse ni el más encanijado tameel.

* * *

La cápsula había finalizado su análisis atmosférico. Prescindiendo del hecho de que ya nadie se interesaba por el resto de su información, prosiguió su tarea. La última fase consistía en desplegar un tubo flexible y blindado en cuyo extremo se hallaba adherido un sistema de conducción acuosa. El tubo se arrastró automáticamente por el suelo recorriendo las zonas circundantes, hasta llegar al sector del rió Passaic y acabar sumergiéndose en su lecho. Se abrieron las válvulas e iniciaron su movimiento unas bombas aspiradoras. El agua del río entró en la cápsula para ser analizada.

Hubo una precipitada absorción de residuos industriales y diversos elementos mal disueltos. La cápsula se elevó a continuación y desapareció en un abrir y cerrar de ojos. El ruido del despegue quedó ahogado entre los que producían los camiones y las industrias.

Nadie más en Garyon volvió a preocuparse del asunto.



LA CUEVA - Yevgeny Zamyatin

Glaciares, mamuts, yermos. Negros farallones nocturnos semejantes a casas; y en los declives, cuevas. Y nadie sabe quién trompetea por la noche en el rocoso sendero que corre entre los escarpes, quién alza el polvillo de nieve al escarbar en el camino. Quizá sea un mamut de trompa gris o quizá el viento. ¿O no será, el propio soplo helado del mugir del rey de los mamuts? Una cosa es cierta: estamos en invierno. Y hay que apretar los dientes para evitar que choquen entre sí, hay que partir leña con un hacha de piedra, y todas las noches hay que llevar el fuego de cueva en cueva cada vez a mayor profundidad. También es preciso envolverse cada vez mejor en pieles de animales muy peludos.

Un mamut de trompa gris vagaba por las noches entre los escarpes donde hacía muchos siglos había estado San Petersburgo. Y los cavernícolas, envueltos en pieles, mantas y harapos de toda clase, se retiraban de cueva en cueva. En la fiesta de la Intercesión de la Virgen, Martín Martinych y Masha cerraron el estudio. Semanas más tarde, huyeron del comedor y se alojaron en el dormitorio. No había más lugares adonde retirarse. Allí tendrían que resistir el sitio o morir.

En la cueva dormitorio de San Petersburgo, las cosas aparecían tan revueltas y sucias como pudieron estarlo los animales en el arca de Noé refugiados allí por causa del reciente diluvio. Una mesa de estudio, de nogal, libros, mondaduras que parecían hechas con arcilla de alfarero, Scriabin-Opus 74, una plancha, cinco patatas tan repeladas, que parecían de marfil, jergones, un hacha, un chiffonier, leña… y en el centro de este universo, su dios, el voraz dios de la cueva, un dios de patas cortas y oxidadas; la estufa de hierro fundido.

El dios zumbaba poderosamente. Un gran milagro cálido en la oscura cueva. La gente… Martín Martinych y Masha, silenciosamente, con adoración, agradecidos, tendían sus manos hacia el dios.

Durante una sola hora fue primavera en la cueva. Durante una hora, las pieles de animales, garras y colmillos quedaron a un lado, y los brotes verdes…, los pensamientos…, lucharon por abrirse paso en la corteza de hielo del cerebro.

—Mart, ¿has olvidado que mañana…? Sí, veo que lo has olvidado.

En octubre, cuando amarillean las hojas, se marchitan y caen, algunas veces hay días de ojos azules; en estos días se echa hacia atrás la cabeza para no ver la tierra, y casi se puede creer que la alegría y el verano aún están ahí. Lo mismo ocurre ahora con Masha. Si se cierran los ojos y solamente se escucha su voz, todavía se puede creer que ella es la misma, la vieja Masha. En un momento dado se echará a reír, saltará de la cama y le rodeará a uno el cuello con ambos brazos. Y lo que has oído hace una hora —un cuchillo raspando sobre un cristal— no era su voz, no era ella…

—Mart, Mart… Ahora como siempre. Nunca solías olvidarlo. El día 29, día de Santa María, día de mi santo.

El dios de hierro fundido todavía zumbaba. Como de costumbre, no había luz. La luz llegaba a las diez. Las feas y desiguales bóvedas de la cueva parecían oscilar en la altura. Martín Martinych, sentado sobre los talones, toda su persona tensa, ¡tensa!, todavía miraba, con la cabeza echada hacia atrás, el cielo de octubre para no ver los labios marchitos y deslucidos. Y Masha…

—¿Sabes, Mart? ¿Y si encendemos la estufa por la mañana como primera labor del día? Para que la jornada sea como ahora mismo. ¿Qué? ¿Cuánto tenemos? Todavía debe de quedar un cordel en el estudio.

Había pasado mucho, mucho tiempo, desde que Masha podía llegar por sí sola hasta el estudio helado; ya no sabía cuánto. Pero ¡ata el nudo con más fuerza, con mucha más fuerza!

—¿Un cordel? ¡Mucho más! Creo que debe de haber…

De repente, la luz. Las diez en punto. Y, estremeciéndose, Martín Martinych cerró los ojos y giró la cabeza hacia otro lado. Era más duro en la luz que en la oscuridad. En la luz podía distinguirse claramente. Su propio rostro estaba arrugado como si fuese de arcilla (muchas personas tenían entonces rostros de arcilla…, retrocediendo incluso hasta Adán). Y Masha…

—¿Sabes, Mart? Lo intentaría, quizá podría levantarme si encendieras la estufa por la mañana.

—Desde luego, Masha, desde luego. En un día así… Por supuesto, será lo primero que haga por la mañana.

El dios de la cueva se agotaba, empezaba a crujir. En aquel momento se mostraba pacífico, lamentándose con débiles chisporroteos. Abajo, en casa de los Obertyshev, un hacha de piedra partía los nudosos troncos de una vieja gabarra. Otra hacha de piedra estaba partiendo en pedazos a Martín Martinych. Un trozo de Martín Martinych dirigió una arcillosa sonrisa a Masha y molió peladuras secas de patatas en el molinillo de café para freirlas luego.

Otro pedazo, como un pájaro que entrase en una habitación desde el exterior, se lanzó ciegamente, estúpidamente, contra el techo, las ventanas y las paredes: «¿Dónde puedo encontrar leña…, algún trozo de leña?»

Martín Martinych se puso la chaqueta, se abrochó un cinturón de cuero (existe un mito entre los cavernícolas que asegura que de ese modo se mantiene más caliente el cuerpo) e hizo ruido con el cubo, en un rincón, cerca del chiffonier.

—¿Adónde vas, Mart?

—Es sólo un momento. Abajo, a buscar un poco de agua.

En la oscura escalera donde el agua vertida de los cubos se había convertido en hielo, Martín Martinych permaneció un rato inmóvil, oscilante, suspirando hondo. Después, haciendo sonar el cubo como si fuera la cadena de un presidiario, bajó a casa de los Obertyshev. Disponían aún de agua corriente. El propio Obertyshev abrió la puerta, ataviado con un abrigo que ceñía a su cintura con una soga. Rostro sin afeitar, un rostro parecido a un desierto en el que sólo creciesen polvorientos hierbajos. A través de la maraña de hierbajos, una dentadura amarillenta y el relampagueante movimiento de la cola de una lagartija…, un sonrisa.

—¡Ah, Martín Martinych! ¿Un poco de agua? ¡Entra, entra!

Imposible girar sobre los talones con el cubo, en el estrecho espacio que quedaba entre la puerta exterior y la interior, porque el lugar estaba lleno de leña. Martín Martinych se golpeó dolorosamente una cadera al chocar con la leña, que ocupaba un profundo hoyo en la arcilla de la pared.

En la cocina, Obertyshev abrió el grifo, sonriendo.

—Bien, ¿y cómo está la esposa? ¿Cómo está?

—Lo mismo, Alexei Ivanych, lo mismo. Y mañana es el día de su santo y no tengo más leña.

—Usa las sillas, Martín Martinych, y los cajones. También los libros. Los libros hacen un fuego excelente, excelente.

—Pero tú sabes que todo el mobiliario del apartamento es del propietario. Todo, excepto el piano.

—Comprendo, comprendo. ¡Mala cosa, mala cosa!

En la cocina, en aquel mismo instante, el pájaro extraviado empezó a volar locamente, lanzándose de un lado a otro. De pronto, con terrible desesperación, su pecho chocó contra la pared.

—Alexei Ivanych, yo deseaba solamente cinco o seis trozos.

Los amarillentos dientes aparecieron de nuevo entre la maraña de hierbajos. Los dientes pedregosos y amarillos que saltaban desde los ojos. Todo en Obertyshev era una dentadura protuberante, unos dientes que se hacían más y más largos.

—Martín Martinych, ¿cómo puedes pedirme eso? No tenemos bastante para nosotros. Sabes cómo están las cosas, lo sabes, lo sabes muy bien.

¡Apretar más el nudo! ¡Todavía más fuerte! Martín Martinych alzó el cubo y volvió a atravesar la cocina, el oscuro vestíbulo y el comedor. En el umbral de este último, Obertyshev extendió una mano resbaladiza y rápida como una lagartija.

—Bien, adiós. No olvides cerrar la puerta, Martín Martinych. Las dos puertas. De lo contrario, es muy difícil mantener la casa caliente.

Afuera, en el oscuro y helado rellano, Martín Martinych dejó el cubo en el suelo y cerró la primera puerta. Escuchó, pero solamente oyó el seco temblor de sus miembros y su agitada respiración.

En el estrecho pasadizo que separaba ambas puertas, extendió una mano y tocó un tronco, otro y otro más. ¡No! Rápidamente salió al rellano y empezó a cerrar la puerta. Sólo tenía que hacer un poco de fuerza para que la cerradura funcionara por sí sola.

Pero no pudo hacerlo. No tenía fuerza para cerrarla sobre Masha al día siguiente. Lucharon dos Martín Martinych en mortal combate: el viejo que había amado a Scriabin y sabía que no debía hacerlo, y el nuevo, el cavernícola, que sabía que debía hacerlo. Apretando los dientes, el cavernícola estranguló al viejo, y Martín Martinych, rompiéndose las uñas con la prisa, abrió la puerta y extendió una mano hacia la pila de leña. Un trozo, un cuarto, un quinto bajo su abrigo, otro prendido en el cinturón y uno más en el cubo. Cerró la puerta y subió las escaleras a saltos. Cuando se hallaba a mitad de su ascensión, se detuvo de repente sobre un helado escalón y arrimó la espalda a la pared. Acababa de sonar otra vez la cerradura de la puerta, más abajo, y se oyó la voz de Obertyshev, preguntando:

—¿Quién es? ¿Quién está ahí…?

—Soy yo, Alexei Ivanych. Yo… olvidé cerrar la puerta. Quería… regresé para cerrarla mejor.

—¿Tú? ¡Vaya! ¿Cómo has podido olvidarlo? Hay que tener más cuidado. Ya sabes que hoy día hay mucho ladrón. ¿Cómo pudiste olvidarlo?

Día 29. Desde muy temprano, por la mañana, un cielo bajo, algodonoso. Pero el dios de la cueva había llenado su vientre a primera hora y comenzó a zumbar alegremente. No importaba el cielo tormentoso, no importaba Obertyshev contando sus leños. Nada importaba. Todo era igual. «Mañana» era una palabra desconocida en la cueva. Tendrían que transcurrir siglos para que los hombres supiesen lo que significaban «mañana» y «pasado mañana».

Masha se levantó y, vacilante bajo un invisible viento, se peinó como en los viejos días, el pelo a los costados con raya en el medio. Era como una última hoja marchita que cae revoloteando desde su árbol ya desnudo. Del cajón central de su cómoda, Martín Martinych extrajo papeles, cartas, un termómetro, un pequeño frasco azul (lo ocultó apresuradamente para que Masha no lo viera), y, finalmente, del más oculto rincón, una caja de negra laca. En su interior había, ¡sí!, verdadero té. Inclinando hacia atrás la cabeza, Martín Martinych escuchó la voz, muy parecida a la de antaño:

—¿Recuerdas, Mart? Mi cuarto azul, el piano con su cubierta y el pequeño caballo de madera; el cenicero también sobre el piano. Yo tocaba y tú te acercabas a mi por detrás.

Aquella misma tarde se había creado el universo, la asombrosa máscara prudente de la luna y el sonar de la campanilla del vestíbulo que cantaba como un ruiseñor.

—¿Recuerdas, Mart? La ventana abierta, el cielo verdoso y, más abajo, como de otro mundo, el gaitero.

El gaitero, milagroso gaitero, ¿dónde estás?

—Y en el muelle, ¿recuerdas? Las ramas de los árboles todavía desnudas, el agua rosada y un último témpano de hielo flotando a la deriva, como un ataúd muy blanco. Y el ataúd nos hizo reír porque nosotros jamás moriríamos. Nunca. ¿Lo recuerdas?

Abajo comenzaron a partir leña con un hacha de piedra. De repente se detuvieron. Alguien corría y gritaba. Y, dividido en dos, Martín Martinych vio con una de sus mitades al inmortal gaitero, al inmortal caballo de madera y al eterno témpano de hielo; y con su otra mitad, jadeante, se vio en compañía de Obertyshev contando los troncos de madera. Ahora, Obertyshev había dejado de contar. Ahora se estaba poniendo el abrigo. Sus dientes eran enormes. Furiosamente golpeaba la puerta y…

—Espera, Masha, creo que hay alguien en la puerta.

No. Nadie. Todavía no. Aún era posible respirar, inclinar la cabeza hacia un lado y escuchar la voz… muy parecida a la de antaño.

Crepúsculo. Estaba envejeciendo el 29 de octubre, atisbando con los ojos opacos y atentos de una vieja arrugada, y todo parecía encogerse y hundirse bajo la insistente mirada.

Cada vez eran más bajas las bóvedas del techo, el armario, la mesa de despacho, Martín Martinych, la cama. Todo se aplastaba, se alisaba, y en la cama Masha, como un papel.

En el crepúsculo llegó Selikhov. Era el jefe de la casa. En otro tiempo había pesado más de cien kilos. Ahora pesaba la mitad, y embutido en su abrigo se parecía mucho a una rata cogida en un cepo; pero aún conservaba su tonante risa.

—Bien, bien. En primer lugar, Martín Martinych, felicidades a tu esposa en su onomástica. ¡Desde luego, desde luego! Obertyshev me contó…

—¿Un poco de té? Un momento, sólo un momento… Hoy tenemos auténtico té. Ya sabes lo que significa, ¡verdadero té!

—¿Té? Muy bien, preferiría champaña. ¿No tienes ninguna botella? ¡No me digas! El otro día un amigo mío y yo lo pasamos muy bien bebiendo un poco de Hoffman. Bueno, la cosa fue que nos emborrachamos. «¡Soy Zinoviev! —me dijo a voz en grito en un momento dado—. ¡De rodillas!» ¿Te das cuenta qué borrachera? Y después, cuando me iba a casa atravesando el campo de Martian, me encontré con un hombre que no llevaba encima más que la camiseta, como lo estás oyendo. Me detuve y le pregunté: «¿Qué es lo que ocurre?» Y él respondió: «¡Oh, no mucho! Acaban de dejarme desnudo unos granujas. Me voy corriendo a casa de Vasilievsky.» ¿Te das cuenta de que también estaba borracho?

Aplastada como un papel, Masha reía sobre la cama. Tenso como un nudo, Martín Martinych rió a carcajadas más y más fuertes, para alimentar a Selikhov con más combustible, para arrojar más leña a su fuego. Si no dejara de hablar, si continuara diciendo algo más…

Pero Selikhov se estaba agotando. Guardó silencio tras emitir un breve gruñido. Se agitó en el interior de su enorme abrigo y se puso en pie.

—Bien, mi querida señora, por favor, su mano. ¡Suyo siempre! ¿No lo sabías, Martín Martinych? Ahora se dice así: ¡Suyo siempre!

El suelo oscilaba bajo los pies de Martín Martinych. Se apoyó en el quicio de la puerta, sonriendo. Selikhov se ajustó sus botas de nieve y el abrigo.

Luego, silenciosamente, tomó a Martín Martinych por un codo, abrió sin hacer el menor ruido la puerta del helado estudio y, también silenciosamente, tomó asiento en el sofá.

El pavimento del estudio estaba helado. El hielo crujió suavemente, se apartó de la orilla y sus pedazos flotaron río abajo con Martín Martinych. Desde la distancia, desde la orilla, la voz de Selikhov apenas era audible.

—En primer lugar, mi querido señor, debo decírtelo: aplastaría a este Obertyshev como a un piojo, lo juro por Dios. Pero ya me entiendes, si se queja oficialmente, si dice: «Mañana informaré a la policía.» ¡Semejante piojo! Sólo puedo aconsejarte. Ve hoy mismo a su casa y mete todos esos troncos en su garganta.

El pequeño témpano se deslizaba cada vez más velozmente. Diminuto, no más grande que un alfiler, Martín Martinych respondió, hablando consigo mismo y no acerca de la leña. ¿Qué significa esa palabra «leña»?

—Sí, muy bien. Hoy. Ahora mismo.

—¡Excelente! ¡Excelente! ¡Maldito piojo!

La cueva aún estaba oscura. Frío, ciego, hecho de arcilla, Martín Martinych tropezó torpemente contra la pila de cosas amontonadas de cualquier manera por la inundación. Durante un instante se sobresaltó. Una voz que sonaba como la de Masha, una voz del pasado:

—¿Qué hablabas con Selikhov? ¿De qué? ¿Tarjetas de racionamiento? Y yo tendida ahí, Mart, y pensando; «Si pudiese reunir alguna energía y luego irme a alguna parte, dejar que el sol…» ¡Oh, gritas! Como si me escupieras. Sabes muy bien que no puedo soportarlo… ¡No puedo! ¡No puedo!

Como un cuchillo sobre el cristal. Pero ahora ya no importaba. Sus manos y pies se habían convertido en mecánicos. Para alzarlos y bajarlos, Martín Martinych necesitaba cadenas y cabrestantes. Y un hombre no podía hacer girar un cabrestante, porque se necesitaban tres. Haciendo fuerza sobre las cadenas, Martín Martinych puso en el fuego una tetera y una sartén. Echó al fuego el último leño de Obertyshev.

—¿Oyes lo que te estoy diciendo? ¿Por qué no respondes? ¿Me escuchas?

Por supuesto, aquélla no era Masha, aquélla no era su voz. Martín Martinych se movió más y más lentamente, hundiendo los pies en la movediza arena, y cada vez se le hacía más difícil hacer girar el cabrestante. De repente, la cadena se deslizó del cepo, el brazo cayó tropezando torpemente con la tetera y la sartén. Todo se estrelló contra el suelo. El dios de la cueva siseó como una serpiente. Y desde la distante orilla una voz extraña y aguda se hizo oír:

—¡Lo estás haciendo a propósito! ¡Fuera! ¡Sal de aquí en seguida! ¡No necesito a nadie!

Había muerto el 29 de octubre, el inmortal gaitero. Los témpanos flotantes en el agua rosada y Masha. Era correcto y necesario. No habría un imposible mañana, ni un Obertyshev, ni un Selikhov, ni Masha, ni Martin Martinych. Todo debía morir.

El autómata y lejano Martín Martinych tendría que realizar algunos movimientos. Atender al fuego de la estufa, recoger la sartén y poner a hervir, una vez más, la tetera. Quizá Masha dijera alguna cosa más. Probablemente ya lo había dicho, pero Martín Martinych no lo había oído. No quedaba nada, excepto el monótono dolor de las abolladuras en la arcilla, hechas por las palabras, por las esquinas del chiffonier, por las sillas, por la mesa de trabajo.

Martín Martinych, lentamente, extrajo de los cajones de la cómoda paquetes de cartas, el termómetro, un trozo de cera de sellar, la caja del té y más cartas.

Finalmente, de algún lugar recóndito en uno de los cajones, extrajo el frasco de color azul oscuro.

Las diez en punto. La luz continuó encendida. Eléctrica, dura, fría como la vida y la muerte en la cueva. Y junto a la plancha estaban el Opus 74, las mondaduras y el pequeño frasco azul.

El dios de hierro fundido zumbaba con benignidad, devorando el papel de las cartas, el pergamino amarillo, azulado, blanco. La tetera hacía sonar su tapa llamando la atención sobre sí misma. Masha se volvió.

—¿Está hirviendo el té? Mart querido, dame…

Entonces ella lo vio. Un instante, perforado por la luz eléctrica cruel, clara, desnuda: Martín Martinych agachado ante la estufa. Las cartas brillando en rosa como las aguas del río bajo el sol poniente, y allí, el frasco. El frasco azul.

—¡Mart! Tú… tú quieres… ya…

Silencio. El dios de hierro devoraba con fantástica indiferencia las palabras blancas, tiernas, amargas, inmortales. Y Masha, con la misma sencillez que había pedido té:

—¡Mart, querido! ¡Mart, dámelo!

Martín Martinych sonrió desde lejos.

—¡Pero si ya lo sabes, Masha! Sólo hay para uno.

—Mart, pero si de mí ya no queda nada, de todos modos… Esto ya no soy yo, porque de todas maneras pronto estaré… Mart, ya me entiendes. Mart, ten piedad de mí. ¡Mart!

¡Ah, la misma voz de antaño! Y si se inclinaba la cabeza…

—Te mentí, Masha. No tenemos ni un solo trozo de leña en el estudio. Fui a casa de Obertyshev, y allí, entre las puertas, robé, ¿lo comprendes? Y Selikhov dijo: «Bien, debes devolverlo en seguida.» ¡Pero lo he quemado todo, todo! No me refiero a la leña. ¿Qué significa eso de «leña»? ¿Me comprendes?

El dios de hierro dormitaba con indiferencia. Casas, escarpes, mamuts. Masha, como vacilante llama, se apagaba.

—Mart, si todavía me amas, ¡recuerda, Mart! Mart querido, dámelo.

El inmortal caballo de madera, el gaitero, el témpano de hielo. Y aquella voz. Martín Martinych se incorporó lentamente, tomó de la mesa el frasco azul y se lo entregó a Masha.

Masha arrojó la manta a un lado y se levantó, sonrosada, vivaz, inmortal, como el río bajo la puesta de sol, hacía largo tiempo. Cogió el frasco y se echó a reír.

—Bien, verás… No ha sido por nada por lo que estuve tendida aquí, soñando con irme. Enciende otra lámpara, ésa, la que está sobre la mesa. Así. Ahora pon algo más en la estufa. Quiero fuego…

Sin mirarla, Martín Martinych tomó unos cuantos papeles de la mesa y los arrojó en el interior de la estufa.

—Ahora, ve a dar un paseo. Me parece que debe de haber salido la luna, mi luna, ¿lo recuerdas? No olvides coger la llave, porque cerrarás la puerta y no habrá…

No, no había luna. Las nubes parecían bajas, espesas y oscuras, como un techo abovedado, como una enorme cueva silenciosa.

Estrechos e interminables pasillos entre las paredes y escarpes helados, negros como casas, y en los escarpes huecos profundos, iluminados en rojo. Allí, en aquellos agujeros, la gente se sentaba junto al fuego. Una ligera corriente gélida alzaba el polvillo blanco bajo los pies, y sobre el blanco polvo las formaciones rocosas, las cuevas, los hombres en cuclillas. Y sin que nadie los oyera, sonaban los formidables pasos de algún desconocido y monstruoso mamut.







Yevgeny Zamyatin

PUNTO DE INFLEXIÓN - Arthur Porges

Sucedió durante aquel tiempo desgraciado en que la Tierra era gobernada por el Imperio de las Ratas.

De Polo a Polo, la palabra de la Rata Emperador era ley que no podía ser discutida ni eludida por ninguna otra rata ni por ningún hombre.

A lo largo de toda la historia anterior de la humanidad, las ratas, junto con los insectos, habían sido los principales rivales del hombre en la lucha por el dominio del planeta.

No tenían ni la inteligencia de los animales más próximos al hombre, como los primates superiores, ni la avasalladora fertilidad de los insectos, pero poseían ambas cualidades en cierta proporción. Sus patas delanteras no eran tan hábiles como los dedos de un mono, pero sin duda mucho más que los cascos o las pezuñas de otros animales. Y sus camadas, aunque no pudieran compararse con las puestas de huevos de los mosquitos, por ejemplo, eran numerosas y constantes en todo el globo.

Pequeñas en un principio, de dos a cuatro centímetros en el caso de los ratones y de más de treinta en algunas de sus especies tropicales, como las ratas de caña, y aún mayores en otras de sus variantes como el capibara, las ratas se han aprovechado siempre de la misma combatividad del hombre y de sus actitudes implacables. Y de su ciencia pervertida.

La guerra atómica iniciada en 1992 acabó prácticamente con el noventa por ciento de la vida existente en la superficie terrestre. La humanidad volvió a sus primitivos comienzos, organizándose en pequeñas tribus bárbaras desparramadas que buscaban su supervivencia en los rincones más perdidos del globo.

Los insectos salieron mejor librados numéricamente, pero no tenían la fuerza genética suficiente para sacar provecho de su temporal situación de privilegio.

Las ratas, diezmadas pero mucho más resistentes que el hombre a la radiactividad, fueron favorecidas por la naturaleza, siempre inescrutable y caprichosa en sus avatares.

Los roedores sufrieron una gran mutación, desarrollándose no sólo en tamaño, sino también mentalmente, hasta alcanzar un gran poder de abstracción mental. Fue entonces cuando una rata genial llegó a comprender la relación existente entre dos madrigueras y la idea del par. El relato en que se explicaba este acontecimiento estaba escrito en las paredes para cualquiera que quisiese leerlo. Pero quedaban ya pocos profetas entre los restos de la civilización humana que pudieran interpretar el presagio.

Con sus frecuentes camadas y sus generaciones enteras que llegaban y desaparecían por centenares antes de que un hombre se hiciese viejo, las ratas mantuvieron su delantera vital. Antes de que pasase mucho tiempo eran ya capaces de leer, y utilizaban los mismos escritos de los hombres, una buena proporción de los cuales se había salvado de la destrucción de la guerra.

Las escasas comunidades humanas que aún conservaban unos cuantos conocimientos técnicos lucharon duro por defenderse, valiéndose de rifles, veneno, llamas y gases; pero fueron vencidas por el enemigo, que estaba dispuesto a morir por millares con tal de matar o capturar a un solo ser humano.

La situación resultante no estuvo exenta de una cierta ironía. Las ratas, a causa de sus recuerdos raciales sobre el hombre, experimentaban hacia él sentimientos ambivalentes. Por una parte, recordaban con furia las trampas, los cepos y los productos exterminadores del pasado. Por otra, también recordaban, de una extraña manera sentimental, que ninguna rata parda había conseguido nunca vivir feliz en la espesura lejos de la proximidad del hombre. Y esto no era sólo una cuestión de refugio y alimento, sino que a las ratas pardas les gustaba en realidad tener seres humanos cerca. Incluso cuando el hombre se convirtió en su subordinado, en una raza animal conquistada, las ratas siguieron sintiendo lo mismo.

Como es natural, los humanos no mostraban la misma tolerancia. Siempre habían odiado y temido a las ratas; y no habían cambiado en esto. Otra ironía más de la situación era el tratamiento relativamente piadoso que el Imperio de las Ratas daba a los hombres. Se les permitía vivir en sus propias comunidades, con tal de que las ratas tuviesen acceso libre a ellas en cualquier momento.

También mantenían una estrecha vigilancia para estar seguras de que el hombre no inventaba o reconstruía ningún arma peligrosa. Y sobre todo se controlaba estrictamente la reproducción: el número de la población humana había sido fijado de manera absoluta e irrevocable en diez mil individuos.

Las ratas sabían muy bien que si se permitía al hombre multiplicarse libremente, volvería a recuperar con su bravura y su inteligencia la hegemonía que había perdido con la guerra atómica.

Y gracias a las enseñanzas de sus libros de historia, las ratas habían incluso creado una válvula de, seguridad para anular determinadas presiones sociales que pudieran provocar la aparición de humanos fanáticos e inteligentes, como los Garrison, los Hitler, los Toussaint o los Gandhi de otro tiempo.

Cualquiera que lo desease podía emigrar más allá de los límites del control del Emperador. Había un lugar en la Tierra, una región de Sudamérica, en la que ninguna rata podía sobrevivir. En esos miles de kilómetros cuadrados de selva llena de vapores se había desarrollado un virus maligno mortal para cualquier rata, pero sin ningún efecto sobre el hombre. Es posible que con tiempo y esfuerzo suficientes y tal vez con la dudosa ayuda de algunos científicos humanos, que a veces eran necesarios a la tecnología de las ratas y por ello disfrutaban de ventajas y mimos, las ratas hubiesen llegado a resolver el problema y a conseguir que esta región fuese habitable. Pero de momento no tenían necesidad de ello; disponían de espacio más que suficiente, ya que la Tierra estaba comenzando de nuevo desde cero, por decirlo así.

Su tolerancia, pues, en lo que se refiere a estos problemas sociales, era notable. En vez de matar a los descontentos, como hubiesen hecho muchos tiranos humanos, de manera poco sabia como la historia había demostrado, las ratas les permitían emigrar a la región del Amazonas. Pero, a pesar de todo, los roedores no eran estúpidos. Todo el que quisiera partir tenía que someterse a la esterilización; así no podría producirse una explosión demográfica oculta en la selva. Puesto que no podía reproducirse, la colonia de humanos que vivía allí no representaba ningún peligro para el Imperio.

La esterilización se llevaba a cabo por medios de rayos X y drogas, y se tenía gran cuidado en asegurarse de que era irreversible por medio de la cirugía. No se trataba solamente de cortar algunos conductos en el macho, sino de una operación concienzuda justo en el límite por debajo de la castración, hecha naturalmente en un hospital y bajo las condiciones mejores, más asépticas y menos dolorosas.

En el caso de las mujeres se les extirpaban los ovarios. A veces se utilizaba un cirujano humano, bajo la supervisión de una rata, igualmente bien capacitada, pero algo menos hábil manualmente, como las dos especies sabían.

Debemos señalar aquí que las ratas, a pesar de la mutación sufrida, no eran tan grandes como los hombres, aunque erguidas sobre sus patas traseras alcanzaban con facilidad una estatura de un metro veinte; sus patas delanteras habían sufrido una gran evolución y eran casi como manos, aunque no tan prensiles, puesto que les faltaba el pulgar en oposición a los otros dedos.

La comunicación entre las dos especies, por extraño que parezca, se realizaba en inglés, con mezcla de algunas otras lenguas humanas. Las ratas, después de todo, habían aprendido a leer y a escribir partiendo de los libros, documentos, memorias y películas de su antiguo enemigo, el hombre. Sus voces eran todavía chillonas, pero no mucho menos claras que la de una soprano excitada y un poco ronca, por ejemplo. Y la gente pronto aprendió a captar las diversas inflexiones de una conversación… o de una orden.

Las familias de las ratas han vivido siempre agrupadas de una manera comunal. A los roedores les gustaba vivir en núcleos y responder fácilmente a la llamada de cualquier otro miembro del grupo que se encontrase en dificultades. Así que se hizo natural para las ratas vivir en inmensas ciudades ratunas construidas de acuerdo con sus propias necesidades, pero encima del suelo y más bien parecidas a las aglomeraciones urbanas de los humanos, destruidas desde hacía tiempo por el fuego nuclear.

Aunque esto era algo desconocido para las ratas, ya que de otra manera no podía haber sucedido, el punto de inflexión se produjo el 20 de agosto del año 2067. Un científico joven y su mujer habían pedido un permiso de emigración. A las ratas no les gustaba ver que humanos especializados escapasen a su control, pero la política del Emperador estaba claramente establecida en este punto. Lo más aconsejable era permitir que los descontentos abandonasen la comunidad y se marchasen cuanto más lejos mejor, con tal de que antes se les esterilizase por completo.

El delegado rata para la emigración, el cual tenía que firmar los papeles finales, era un roedor de color gris pardo, de talla un poco mayor que la de la mayoría, con ojillos brillantes muy agudos, aunque bastante pequeños para el gran tamaño de su frente. Llevaba limpiamente recortados los bigotes duros y blancos e iba completamente desnudo, ya que no pertenecía a aquella minoría antisocial que procuraba imitar el estilo humano y que hablaba del primitivismo de la desnudez. Contaba, en su puesto, con guardias armados, pero más bien por una cuestión de honor y de prestigio que de necesidad. La raza humana no tenía armas de fuego y tampoco podía recibirlas de contrabando desde la colonia establecida en Sudamérica. Había demasiadas ratas de guardia, con unos sentidos mucho más agudos que los del hombre y capaces de ver, oler y sentir con sus bigotes, incluso en las peores condiciones de luz. Además, en su inmensa burocracia, establecida a imitación de la de los hombres, se guardaban fichas de los movimientos de todo el mundo, impresos que había que rellenar y números de serie de todos los artefactos que podían ser utilizados contra el Emperador. Tan pronto como un viejo revólver era transportado de una casa a otra, el hecho era instantáneamente conocido y evaluado por una computadora.

Las ratas sabían que un estricto control era su única posibilidad, de no ser exterminado el hombre, de mantenerse en el poder. Puede decirse en su favor que nunca consideraron seriamente la idea de practicar el genocidio en masa.

—Walter Nolan —chilló el delegado— y su mujer Gloria, nacida Gloria Bandini. Díganme: ¿Desean ustedes marcharse?

—Está todo escrito ahí —fue la fría respuesta del humano—. ¿Para qué hacérmelo repetir?

—Aquí dice que se siente usted asfixiado —comentó la rata—. ¿Tan duros hemos sido? Fue usted a una buena universidad, llegó a convertirse en un buen ingeniero. Le hemos concedido gran cantidad de privilegios, tanto en su paga como en otros niveles.

—Quiero ser libre —dijo Nolan, con obstinación—. Usted no puede comprender eso.

—Me temo que no —respondió el delegado, con un tono de sincera pena en su voz. Sus ojillos parpadearon al hablar—: Usted sabe que mis antepasados eran esclavos, o por lo menos no eran libres. No teníamos ni la inteligencia, ni la capacidad de entendimiento necesarias para saberlo. Moríamos por el gas, por el veneno, los perros y otros muchos horrores sin realmente comprender por qué.

—No doy ninguna clase de excusa —dijo el hombre—. Las ratas, es decir, las ratas en su primer estado primitivo, si he aprendido los hechos correctamente, constituían una grave amenaza para mi propia especie. Destruyeron más comida de la que en realidad necesitaban; transmitieron enfermedades peligrosas e incluso mordieron y mataron a muchos niños.

—En cuanto a esto último —fue la seca respuesta—, sus propios señores de los suburbios y sus políticos ladrones son mucho más culpables que los miembros de mi propia especie, que no sabían bien lo que hacían, en el estado de brutos insensibles en que se encontraban en ese período de su evolución. —Dejó escapar un suspiro—. Sin embargo, veo que su decisión está tomada. Pero déjeme que le diga que estamos perfectamente enterados de lo que esperan muchos de ustedes. Piensan que una vez que se encuentren fuera de nuestro control pueden organizar con éxito una revolución contra el Imperio. Comprendemos que un grupo de hombres inteligentes y dedicados, es decir, fanáticos, serían capaces de organizar un núcleo de ejército equipado con excelentes armas. Pero como no pueden multiplicarse y la emigración está, además, restringida a un cupo razonable, siempre serían derrotados en cuanto saliesen de su propio territorio. Y es realmente el suyo. Nunca intervendremos en él.

—Porque no pueden hacerlo y seguir viviendo.

—Eso es cierto. Pero si quisiésemos podríamos organizar una o dos escuadras suicidas que penetrasen en la selva y nos transmitieran informes antes de morir a causa del virus. De todos modos, nuestro sistema de controles hace inútil tal sacrificio. Incluso estando cada uno de ustedes en posesión de un arma nueva y potente, un millón de ratas con armas automáticas, artillería e incluso tanques, los aplastaría fácilmente. Esto es obvio.

—Pero no tienen aeroplanos —dijo Nolan.

—Admito que nosotras, las ratas, sentimos una aversión instintiva a volar, quizá por un miedo ancestral a las lechuzas y los halcones. Pero tampoco ustedes pueden construir aeroplanos en sus aldeas de la selva. Al menos en el presente. Y si un día pueden, unos pocos centenares de hombres no pueden pilotar los aparatos necesarios para destruir miles de nuestras comunidades, Aparte de esto, no nos cogería por sorpresa. Sus fronteras están siempre vigiladas, como ya comprobará si aún no lo sabe.

Recogió una carpeta.

—Sus papeles están en orden. Su mujer ha sufrido una ovariotomía y usted ha sido convertido en un ser completamente estéril. Al menos es lo que dice aquí, Pero —añadió, observándolos atentamente— nunca nos guiamos sólo por papeles. Llamaré al hospital para asegurarme consultando al cirujano jefe.

Apretó un botón de su intercomunicador y pronto obtuvo línea con el hospital indicado en el expediente. Después de pedir una confirmación, se quedó escuchando unos momentos la voz chillona que venía del otro extremo.

—Ya comprendo —dijo—. Había abortado unos pocos días antes. Luego, usted la operó. Sí, ya comprendo.

Cerró el intercomunicador y se volvió a mirar a la pareja.

—El cirujano me dice que su esposa sufrió un aborto uno o dos días antes de presentarse para la debida operación.

—Si quiere usted saberlo —dijo Nolan, con voz dura— perdió nuestro bebé porque no quería que creciese como un esclavo de las ratas. Fue idea mía tenerlo, de todas formas. Ahora queremos marcharnos lejos, donde si no hay niños, por lo menos existe la posibilidad de ser libre de las ratas.

—Está bien —dijo el delegado—. Créame que lo siento, lo del niño.

Puso su sello en el pasaporte, se lo alargó a Nolan y dijo:

—Ya conoce la rutina. Usted y su esposa serán escoltados hasta los límites de la colonia y entregados a uno de los hombres de su futura comunidad. Buena suerte y si alguna vez desea regresar…

—Si lo hago —dijo Nolan, con aspereza— no será como obediente vasallo del Emperador, puedo asegurárselo, sino como un invasor armado. Le prevengo sinceramente. Pueden ustedes registrar mi equipaje y esterilizarme, pero nadie puede hacer lo mismo con esto —concluyó, dándose un golpe en la frente.

El delegado le observó con aire grave durante unos segundos, con los bigotes erizados. Pero cuando habló, su voz era tranquila:

—Adiós a los dos —dijo—. El caso siguiente, por favor.

Una vez estuvieron fuera de la oficina, Gloria miró ansiosamente hacia los guardas encargados de darles escolta hasta el autobús, pero estaban lo bastante alejados como para no poder oírlos.

—¿Por qué tan combativo, por el Dios del cielo? —le preguntó a su marido—. ¿Estabas intentando ponerle furioso adrede? ¿No viste sus bigotes? Podía haber cancelado nuestro pasaporte, ya lo sabes, y entonces, ¿qué hubiese pasado?

—Te aseguro que tenía mucho miedo, cuando hizo aquella llamada al hospital. Sabía que iban a investigar y por un momento hasta pensé que nos habían cogido. Por esto adopté la actitud de un amargado, del descontento, pero sin planes. Un tipo que se desahoga con amenazas generales. Y según parece, dio resultado; por lo menos no investigó los detalles del aborto.

—Eso no les interesa. Lo que les importa es que no llevo un niño dentro de mí; y que no puedo tener ninguno más. —Luego añadió, con un ligero temblor en la voz—: Y que tú nunca podrás ser padre.

Una vez traspasadas las fronteras del territorio libre, se dirigieron hacia la mayor de las comunidades, en el corazón de la selva a la que habían llamado Voltaire.

Nolan se apresuró entonces a tranquilizar a su guía:

—Dio resultado —dijo, lleno de excitación—. Conseguimos engañarlos. Gloria, pobre muchacha, no tiene ovarios. Y yo soy tan estéril como una mula vieja. Pero nuestro hijo está vivo y a salvo. No en un frasquito, eso no funcionó y de todas formas examinan el equipaje muy minuciosamente; incluso con rayos X, lo que podría ser fatal. No, lo que hizo el doctor Soburu fue implantar el óvulo fértil en mi propio peritoneo, donde estará perfectamente, durante varios días por lo menos. Tan pronto como lleguemos a Voltaire, uno de vuestros cirujanos puede implantarlo de nuevo en la matriz de Gloria.

—Perfecto —dijo el guía—. Tiene que dar resultado. Y si es así, vosotros dos sois sólo los primeros. Otros vendrán pronto, y aunque las ratas corten más tarde toda la emigración sólo necesitamos unos pocos niños. ¡Ellos no serán estériles! Bastó con Adán y Eva para darnos millones de personas, no lo olvides. ¡Estamos volviendo a empezar!

En el palacio real, el Emperador de las ratas se agitó, nervioso, en su sueño. Había motivo para ello.


Arthur Porges

EL NIÑO CURIOSO - Richard Matheson

Atardecer. Un día común, sin diferencia alguna con otros cientos de días. Los rayos del sol ponían reflejos de bronce en las ventanas de Jersey, mientras el tránsito desordenado balaba en las calles y millones de pies traqueteaban por las aceras. Las oficinas del centro padecían el letargo de monótonas labores. Una vez más se aproximaban las cinco de la tarde. En pocos minutos se iniciaría la carrera hacia el ferrocarril subterráneo, los ómnibus y los taxis. En pocos minutos, el gran éxodo.

Robert Graham, sentado ante su escritorio, terminaba los últimos detalles, moviendo lentamente el lápiz por las hojas de papel. Al terminar, echó una mirada al reloj. Era casi la hora de retirarse. Se levantó con un gruñido, desperezándose, y cambió una sonrisa con la muchacha que se sentaba en frente. Después fue al lavabo para enjuagarse; ajustó cuello y corbata, se peinó el pelo oscuro. Todo el mundo se preparaba para marcharse en cuanto las agujas del reloj indicaran las cinco en punto.

Nuevamente en la oficina, Robert Graham revisó por última vez su trabajo. A las cinco dejó caer las hojas en la bandeja rotulada SALIDA y se dirigió al perchero. Con movimientos cansados, se puso la chaqueta y el sombrero. Concluía otra jornada; quedaban el regreso a casa, la cena y la velada, tal vez mirando la televisión o jugando al bridge con los Oliver.

Robert Graham avanzó lentamente por el vestíbulo, hacia la multitud agolpada junto a las puertas del ascensor. Sólo en la tercera carga logró penetrar en el cubículo atestado y caliente. Las puertas se cerraron, y el suelo se hundió bajo sus pies.

Mientras descendía, trató de recordar qué era lo que Lucille le había encargado comprar a la salida del trabajo. ¿Canela? ¿Pimienta? ¿Sal? Meneó la cabeza. Ella le había aconsejado que se lo anotara, sin que él le hiciera caso. Lucille siempre le recomendaba hacer una lista, él se negaba, y olvidaba después lo que debía comprar. La memoria era algo molesto.

Las puertas del ascensor se abrieron. Salió distraído hasta llegar a la calle.

Y allí comenzó todo.

«Dios mío», pensó, «¿dónde dejé el coche?». Por un momento, las fallas de su memoria le resultaron divertidas. Frunció el ceño, tratando de recordar.

Esa mañana podía haberlo dejado en varios sitios. Precisamente frente a la oficina había lugar, pero un camión lo había ocupado antes de que él llegara. No tenia tiempo para quedarse esperando a ver si el camión se retiraba en seguida; por lo tanto siguió adelante y dobló la esquina, hacia la derecha.

En la manzana siguiente, una mujer retrocedió con un Pontiac amarillo, ocupando un sitio libre antes de que él llegara. Unos metros mas atrás había perdido otro por detenerse para ceder el paso a dos mujeres que cruzaban la calle.

Pero con recordar todo eso no ganaría nada. Seguía sin saber dónde había estacionado el coche. Se detuvo en mitad de la acera, indeciso, irritado por ese ridículo olvido. Sabía perfectamente que estaba estacionado a una o dos manzanas del edificio. «Veamos», se dijo, «¿no fue en esa playa de estacionamiento, cerca del restaurante donde almuerzo, treinta y cinco centavos la hora, setenta y cinco el máximo?».

No, no era allí. De eso estaba seguro.

Una mujer tropezó con él; iba encorvada por el peso de los paquetes que llevaba. Robert Graham le pidió disculpas y se retiró hacia atrás, para no estorbar el paso. Allí permaneció, impaciente, tratando de recordar dónde había estacionado el coche.

«Caramba, es absurdo», pensó, ya enojado. Pero no ganaba nada con enojarse; continuaba sin recordarlo. Se retorció los dedos, irritado. «Vamos, ¿quieres?», se decía. ¿En cuántos sitios podía estar estacionado? No había tantos…

Probablemente frente a la floristería. Aparcaba allí con frecuencia.

Se apartó de la pared, con un gesto de impaciencia, y caminó a paso rápido hasta la esquina, para tomar a la derecha por la calle 22. Empezaba a inquietarse. Era un pequeño olvido, cierto; pero resultaba desconcertante. Apresuró la marcha, con una inexplicable tensión interior.

El coche no estaba frente a la floristería.

Aturdido, contempló el sitio donde solía aparcar. Podía ver mentalmente la imagen del Ford verde situado junto a la acera, con las cubiertas de banda blanca y…

La imagen se disgregó; de pronto se encontró imaginando, en el mismo lugar, un Chevrolet azul. Parpadeó rápidamente, tratando de aclarar la confusión. El suyo era un Ford verde, modelo 1954. Ya no tenía aquel Chevrolet azul…

¿O sí?

El corazón de Robert Graham comenzó a palpitar extrañamente, como un tambor en una habitación vacía. ¿Qué diablos pasaba? En primer lugar, había olvidado dónde estaba estacionado el coche, y ahora ni siquiera estaba seguro de cómo era. Un Ford ’54, un Chevrolet ’49…

De pronto, cada uno de los automóviles que había comprado cruzó por su memoria, desde aquel Franklin refrigerado por aire, en 1932, hasta el Ford 54. No tenía sentido. Era como si los años volvieran sobre sí mismos, reuniendo el pasado y el presente. En 1947, el Plymouth; en 1938, el Pontiac; 1954, el Chevrolet; 1935…

Se puso rígido de impaciencia. «¡Esto es ridículo!», se dijo, y una serie de datos volaron por su mente agitada: «Tengo treinta y siete años, estamos en 1954 y mi coche es un Ford verde». Se sintió molesto por esa confusa acumulación de recuerdos, esa mezcla de lo contemporáneo con lo pasado. Sí, era muy ridículo que alguien fuera incapaz de recordar dónde había aparcado el coche. Era como un sueño estúpido. Y sin embargo, comprendió de pronto, que era mucho peor que eso.

Era también inquietante.

Un detalle tonto, por cierto; sólo un coche estacionado. Pero el coche era parte de su existencia, y esa parte había perdido claridad; por lo tanto, era alarmante.

«Basta ya», se dijo; «aclaremos este asunto. ¿Dónde diablos aparqué? Fue cerca de aquí, pues llegué al trabajo a tiempo, y eran ya las nueve menos cuarto cuando arribé al centro». Chevrolet, Plymouth, Pontiac, Chevrolet, Dodge… No prestó atención a los nombres que se sucedían en su pensamiento. «¿Dónde aparqué? ¿Fue en…?».

La idea le llegó como un rayo. Robert Graham quedó inmóvil en la marea de transeúntes, como una isla, con una expresión de pasmado asombro.

—¿Desde cuándo tengo coche?

Con los músculos en tensión, contempló aterrorizado la línea de la acera.

—¿Qué me ocurre, ¡oh, Dios mío!, qué me ocurre? Algo huye de mi cerebro, hay una idea que se desvanece y escapa…

Robert Graham aflojó el cuerpo y echó una mirada a su alrededor. «Bueno, ¿qué hago aquí parado?», pensó. «Tengo que ir a casa».

Y se volvió en dirección a la entrada del subterráneo.

¿Qué le había pedido Lucille? ¿Canela? ¿Café? ¿Pimienta? Maldición, ¿por qué no recordaba nada? Bien, no importaba mucho. Ya lo recordaría por el camino. Dobló la esquina de prisa, deteniéndose para comprar el periódico de la tarde en el puesto de diarios.

Al llegar a la escalera del subterráneo volvió a detenerse, mientras la gente se agolpaba en el pasaje oscuro, atropellándolo.

«El local hacia la calle 14», recitaba mentalmente, «el expreso Brighton hasta…».

Pero él vivía en Manhattan.

¡Un momento! Su mente se apresuró a detener aquella sensación tensa e incómoda. Calle 87 Oeste, número 568: ésa era su dirección. ¿Qué significaban todas esas tonterías sobre el expreso Brighton? Comenzó a bajar la escalera. En otra época vivía en Brooklyn, en la calle 7 Este, número 222… Pero ya no vivía allí.

Volvió a detenerse en el último escalón, recostándose contra la pared azulejada en blanco; se sentía confuso. ¿Vivía en Brooklyn, o no? ¿En aquella casita cerca de Prospect Park? Los músculos de su rostro volvieron a endurecerse, se agitó su respiración. «¿Qué me pasa?», se preguntó, febril. «¿Qué me ocurre?».

Giró bruscamente la cabeza, pensando: «¿Qué estoy haciendo aquí, si tengo automóvil?».

¿Automóvil? Un tendón tironeó de su mejilla. No tenía automóvil. O…

Echó a andar, a pasos lentos y nerviosos, por el pasillo. «Manhattan», se repetía, «vivo en Manhattan, calle 87 Oeste, número 568, departamento 3-C. No, no es así, vivo en Brooklyn, en… en la avenida Manhill 5698, de Queens».

¡Queens! Por el amor de Dios, ¡hacía quince años que Lucille y él se habían mudado de Queens!

Paseo de los Pinos, número 57, Allendale, Nueva Jersey. Robert Graham sintió un nudo ardiente en el estómago. Sus ojos recorrieron alelados el pasillo oscuro, la gente que pasaba rápidamente a su lado, en dirección a los molinetes. Un cartel, muy cerca, mostraba un rinoceronte de color rosado que sostenía en el cuerno un pan de centeno integral Feldman: ¡Mas fresco que el de mañana! Y su cerebro, aturdido, buscó algo fijo e inamovible en que apoyarse.

Pero por él seguían cruzando las direcciones, en una corriente balbuceante de números, calles, ciudades, estados: Manhattan, Brooklyn, Queens, Staten Island, Nueva Jersey… ¡No, por Dios, se había mudado de Nueva Jersey a los diecisiete años! Avenida Manhill 5698, Avenida Bedford 1902, Paseo de los Pinos 57, Calle 75 Este 3360.

El Hogar de Huérfanos del Buen Pastor.

Robert Graham se estremeció. Llevaba meses sin pensar en el asilo en el que pasara siete años de su vida. Tragó saliva, convulsivamente, notando que el sudor le corría por las sienes, que estaba de pie, tenso e inmóvil en el pasillo del subterráneo, con el periódico arrugado en la mano temblorosa, mientras la gente corría junto a su silueta de piedra.

Cerró los ojos, recorrido por incontrolables escalofríos. «Claro, claro», se apresuró a explicarse. «He estado trabajando demasiado». Después de todo, el cerebro era un mecanismo complicado, podía sucumbir cuando uno menos lo esperaba.

Sus dedos temblorosos buscaron la billetera en el bolsillo trasero del pantalón. «Si no consigo recordar», se tranquilizó, «me fijaré en la dirección que indica mi tarjeta de visita, y asunto arreglado. Me iré a casa de prisa, tranquilamente, y… y llamaré al doctor Wolfe».

Robert Graham miró fijamente el permiso de conducir que tenía en la billetera. Un gemido casi inaudible le agitó la garganta… «¡Pero si no tengo coche!», clamó su cerebro, «¡no tengo!».

Los dedos trémulos dejaron caer la billetera al suelo Se inclinó para recogerla, rápido, nervioso. «Estoy enfermo», se dijo, «estoy enfermo, tengo que volver a casa ahora mismo». Recorrió con la vista el permiso de conducir: Calle 7 Este, número 222, Brooklyn 18, NY. Bajó de prisa por el pasillo, deslizando la billetera en el bolsillo de la chaqueta.

Algo le obligó a detenerse ante los molinetes: un impulso de la memoria, la colilla de un recuerdo. ¿No había olvidado dar el cambio de domicilio a la Municipalidad? ¿No había en Manhattan un departamento con moblaje bien conocido, donde Lucille preparaba la cena y…?

—Perdón, señor… ¿me deja pasar, por favor? —dijo la voz irritada de una mujer joven.

Robert Graham retrocedió apresuradamente y volvió a apoyarse contra la pared; algo helado le corría por la espalda.

No sé donde vivo.

Tuvo que admitirlo, confesarlo ante sí. «Recuerdo todas las direcciones que tuve en mi vida, pero no sé donde vivo ahora». Era para volverse loco. Recordaba el departamento de la calle 87, y la casita de Brooklyn, y el departamento de Queens y el chalet de Staten Island y…

Se sentía mareado, mareado y lleno de temor. Habría querido aferrar por el brazo a cualquiera de los que pasaban para pedirle que lo llevara a su casa, para decirle que estaba olvidando todo, que necesitaba ayuda.

Sacó otra vez la billetera y la abrió, con dedos temblorosos. Seguro Social número 128-16-5629: Robert Graham. Eso no servía de nada. Cualquiera sabe su nombre, pero… ¿la dirección? ¿La dirección?

El carnet de la biblioteca: Biblioteca Pública de Queens. ¡Pero si ya no vivía en Queens! Ese carnet estaba caducado desde hacía tiempo; tendría que haberlo tirado a la basura. ¡Maldición! El pecho se le estremeció con una exclamación ahogada. ¿Qué le ocurría? Nada de todo aquello tenía sentido. Uno salía del trabajo, en la tarde de un jueves cualquiera, y…

—¡Oh, no!

Apretó los labios temblorosos: Jueves, era jueves. ¿O no? Abrió la boca, con la mandíbula tensa, como si temiera que también el cuerpo empezara a disgregársele. Estremecido, con los ojos vidriosos, permaneció en el pasillo oscuro, contemplando a la gente que pasaba por los molinetes, escuchando el interminable chasquido de las grandes aspas de madera al girar una y otra vez.

¿Qué día era? Tenía que enfrentar la pregunta. Era lunes. El día anterior había ido al parque con Lucille para remar en el lago. No, no era así, porque recordaba haber preparado el día anterior el contrato de Barton-Dozier.

Su garganta soltó un ruido extraño. Trató de desprenderse de aquella fresca pared, pero volvió a caer contra ella, con la billetera aún sujeta entre los dedos. «Jueves», se dijo, con la inflexibilidad de una rígida voluntad; «es jueves, jueves, jueves, ¡jueves! Acabo de salir de las oficinas de… de…».

¡Oh, Dios del cielo!, ¿dónde trabajaba?

Volvió a adelantar el cuerpo, como para echar a correr, aterrorizado. Pero se detuvo. Le temblaban las rodillas; no sabía si avanzar, retroceder o quedarse donde estaba.

Automáticamente, en un gesto inconsciente, sacó una moneda del bolsillo y trató de ponerla en la ranura del molinete.

—Qué pasa, amigo —oyó que preguntaba un hombre, a sus espaldas.

—Esta… esta moneda —dijo—; no entra.

El hombre lo miró fijamente por un instante; después infló las mejillas en una carcajada reprimida.

—¡Caray! —dijo—. ¿Quiere pasar con una moneda, todavía? ¿De dónde viene usted?

Robert Graham miró al hombre: algo frío y aterrador le empujaba el estómago hacia arriba. De pronto, bruscamente, pasó junto al hombre con un gruñido sordo.

Se detuvo junto a la pared y miró hacia atrás; su pecho subía y bajaba espasmódicamente al impulso de la respiración. «No sé qué estoy haciendo», pensó, con la sensación de que el terror se apoderaba de él por completo. «No sé qué estoy haciendo, ni adónde voy, ni dónde vivo, ni dónde trabajo. Ni siquiera sé qué día es». El rostro se le cubrió de sudor; al sacar el pañuelo reparó en… ¡el periódico! Lo desdobló prontamente.

Miércoles. Vació los pulmones en un suspiro de alivio. Bueno, bueno, ya era algo, algo sólido donde podía aferrarse. Miércoles. Era miércoles. Su garganta se agitó convulsivamente. Gracias a Dios, al menos podía estar seguro de eso.

Se enjugó el sudor, pensando: «Bien, algo le ha pasado a mi mente. Tengo que llegar a casa para que me atiendan como es debido. Tengo que mirar en la billetera; allí debe haber algún papel con mi dirección: un carnet de club, mi tarjeta de visita, mi seguro médico, mi…».

Mientras se palmeaba frenéticamente los bolsillos, el diario cayó al suelo.

—¡No, oh, Dios, no! La he dejado caer…

Lo dijo en voz alta, con tono tenso, tratando de rechazar el pánico. «La he dejado caer, tal vez en los molinetes. Tenía demasiadas cosas en las manos: el diario, la moneda, la billetera… La dejé caer. Iré a buscarla».

Volvió a recorrer lentamente el pasillo, con los ojos fijos en el suelo, cubierto por restos de goma de mascar, envolturas de caramelos, vasos de cartón arrugados, trozos de diario y colillas deshechas.

No había en el suelo billetera alguna, ni tampoco cerca del molinete. Se llevó a la mejilla una mano temblorosa. No, no podía ser real: era un sueño, un sueño descabellado y confuso. Vagó, aturdido, por entre las trajinadas hileras de pasajeros, con la vista fija en el suelo, buscando la billetera.

Tal vez alguien la hubiese recogido…

—Perdón —dijo al hombre de la cabina de cambio.

Este lo miró, fastidiado y con prisa; la gente agolpada tras Robert Graham apretó los labios con irritación.

—Bueno, ¿qué quiere? —preguntó el hombre.

—Por casualidad, ¿no le entregaron mi billetera? —preguntó Robert Graham—. Yo…

—No. No hay ninguna billetera.

Graham lo miró sin decir nada.

—Oiga, señor, mire toda la gente que está esperando cambio —observó el hombre, impaciente.

Robert se volvió para marcharse por el pasillo, tambaleándose, medio sofocado. Tenía ganas de llorar, y se mordió el labio inferior. No, no podía ser cierto. Echó a su alrededor una mirada llena de perplejidad e incomprensión. Era como si todo se alejara rápidamente; su existencia entera se iba nublando, la vida se oscurecía en una niebla de recuerdos perdidos.

—¡No!

La gente miró con asombro a ese hombre de rostro tenso, que acababa de gritar esa palabra en medio de la muchedumbre apresurada.

¡No, era absurdo! ¡Estaba en el mundo, estaba en la vida, en la vida cotidiana de 1954! No era un demente; estaba tan cuerdo como cualquiera de los que pasaban, y de inmediato se iría para su casa.

Trató de olvidar que se sentía paralizado por la tensión nerviosa, y cruzó el pasillo a paso rápido, para dirigirse a la hilera de cabinas telefónicas dispuestas contra un costado. «Bueno, si no puedo recordar dónde vivo, lo buscaré en la guía telefónica; revisaré toda la lista. No puede haber tantos Robert…».

Robert…

Se detuvo bruscamente, paralizado por el terror. A su lado, la gente pasaba rápidamente, camino a casa; todos ellos sabían dónde tenían su casa. Todos ellos recordaban sus apellidos.

—Esto es…

¿Ridículo? La voz, áspera y sorda, se le quebró antes de que concluyera la frase. No era ridículo. Era terrorífico, era la vida llevada súbitamente al horror total. ¡Estaba perdiendo la razón, la perdía! Era forzoso volver a casa para, para, para…

—¡Oh, mi Dios!

Tres mujeres se apartaron de aquel hombre estremecido, que gemía en mitad del pasillo. Se volvieron a mirarlo mientras pasaban de prisa.

Él avanzó por entre la multitud, presa de frenesí.

—Tengo que conseguir ayuda —murmuraba—. Tengo que…

Una nube extraña avanzó por el pasillo con la multitud. Nadie parecía reparar en ella, aunque caminaban por entre sus vapores.

Pero él la vio, y un grito ahogado le sacudió la garganta. Se volvió, y desandó el trayecto a tropezones, tambaleándose, con las piernas cada vez más débiles. «No sé quién soy». Esa frase no dejaba de apuñalarlo durante la huida. «No sé quién soy». Echó una mirada por sobre el hombro. La nube se aproximaba con celeridad; estaba ya a pocos metros. El giró sobre sus talones.

El hombre soltó un grito.

Entonces la noche se abatió sobre él. Una noche quebrada por destellos de luz, como peces en un lago oscuro, entrevistos apenas como relámpagos de trémulos movimientos. Creyó ver el rostro de un extraño. Creyó oír:

—Ahora ven.

Se desmayó. La negrura entró hasta su cerebro como un remolino, y lo olvidó todo.

Era un hombre calvo, extraño, que vestía una túnica centelleante. Él permaneció acostado, escuchándole.

—Hace mucho tiempo que lo buscamos —decía el hombre—. Verá, cuando usted tenía dos años vivía con su padre, que era científico; llevado por la curiosidad, entró en una pantalla de tiempo, y la puso en funcionamiento por accidente. Sabíamos que había regresado a 1919, pero no conocíamos su paradero. Ha sido una larga búsqueda. Pero lo hemos encontrado.

»Lamentamos que haya pasado por tan difícil experiencia, pero no podíamos evitarlo. Cuanto más nos acercábamos a usted, más confusos se tornaban en su mente presente y pasado; al alcanzarlo, perdió la noción de todo.

El hombre sonrió brevemente. Robert contemplaba aturdido aquella extraña ciudad luminosa.

—Éste es su sitio —dijo el hombre—. Bienvenido.

EL ETERNAUTA - Héctor G. Oesterheld (Novela)

Un crujido en la silla del otro lado del escritorio. Alcé los ojos y ahí estaba, otra vez: el Eternauta, mirándome con esos ojos que habían visto tanto. Durante un largo rato se quedó ahí, mirando sin ver el tintero, los libros, los papeles desordenados sobre el escritorio. -Te conté de Hiroshima... - dijo y apoyó la cabeza ya blanca sobre la mano-. Te conté de Pompeya... Hizo una pausa, me miró sin verme; de pronto sonrió. -Ni yo mismo sé por qué te hablo de todo eso... - y la voz le venía de quién sabe qué eternidad de espanto, de quién sabe qué inmensidad de dolor y angustia-. Quizá te hablo de todo esto para borrar con otro horror el horror que trato de olvidar. Mientras cuento vuelvo a vivir lo que cuento... Y si hablo de Hiroshima, si hablo de Pompeya, olvido el horror máximo que me tocó vivir.¿Qué fue Pompeya, qué fue Hiroshima al lado de Buenos Aires arrasado por la nevada? Volvió a callar. En el cuarto vecino, alguna de mis hijitas se revolvió en la cama. Me estremecí. ¡Qué desnudos estamos en el mundo, qué blanco fácil somos! -Ya te conté... -El Eternauta vacilaba en reanudar su relato- cómo me separé de Elena y de Martita. Ya te conté cómo, buscándolas, quedé perdido en el espacio y en el tiempo... Lo que no te conté todavía es cómo siguió la invasión de los Ellos. -¿Cómo? -lo interrumpí-. ¿Sabes acaso cómo terminó la invasión? -Por supuesto que lo sé... Los ojos se le redondearon de espanto y por un momento creí que iba a gritar. -Por supuesto que lo sé...- repitió-. Yo volví a la Tierra poco después de que tratara de escapar metiéndome con Elena y Martita en la cosmonave de los Ellos... Yo se lo pedí, y el Mano me ayudó a volver. Fue él quien me llevó a una extraña gruta abierta en la roca, una gruta con paredes de cristal con luces extrañas que saltaban de una pared a la otra. Era como estar en el centro de un endiablado fuego cruzado de ametralladoras luminosas que no hacían daño, que no hacían más que encandilar, aturdir con tanto destello multicolor. Allí creo que me desvanecí. Recuerdo sólo el rostro del Mano, iluminado por los destellos que le irisaban los cabellos, mirándome con ojos que sonreían tristes. Sí, debí desvanecerme. Y la gruta de los cristales debió ser otra máquina del tiempo. “Cuando volví en mí, cuando volví a ser dueño de mis sentidos, me encontré en el lugar menos esperado: estaba en el agua, nadando. Un agua bastante fría, color marrón. Un río ancho aunque no demasiado, pero muy caudaloso. Sauces en las orillas, un árbol de flores rojas: seguro que un ceibo. Orillas familiares, muy familiares... Comprendí enseguida que eso era el Tigre. Y cuando reconocí un chalet supe que estaba en el río Capitán, no lejos del recreo "Tres Bocas". La corriente era fuerte. Yo había dejado de luchar contra ella y me dejaba llevar, nadaba oblicuamente hacia la orilla con los sauces verdes y los ceibos de flores rojas... Una "golondrina de agua" me pasó por delante, con chirrido leve, y se alejó rozando el agua. Seguí nadando. El corazón me latió con renovado ímpetu. Y no era por el frío del agua. Era la golondrina lo que me reanimaba... La golondrina, las rojas flores del ceibo, significaban que todo vivía en aquel lugar, que estaba en una zona donde no había caído la nevada mortal. Un lugar donde no hacían falta los trajes espaciales, donde se podía mirar el cielo azul y hasta había olor a madreselvas en el aire... Un dedo del pie se me endureció; comprendí que empezaba a acalambrarme. Me di cuenta de que me estaba extenuando y no podría seguir en el agua mucho más. Lo mejor sería nadar cuanto antes hacia la orilla. Redoblé el vigor de las brazadas. Me fui quedando sin aliento pero avancé apreciablemente; dejé la parte donde la corriente era más fuerte y me encontré por fin cerca de la orilla. Me dejé llevar hasta un muelle que penetraba varios metros en el río, me tomé de uno de los troncos que lo sostenían y, aliviado, traté de normalizar el ritmo de la respiración. Dejé el tronco, pasé a otro y casi me enredé en el hilo de un espinel. Fue absurdo, pero se me antojó un disparate que alguien hubiera tendido un espinel... Sin embargo, nada era más natural que aquellas pequeñas boyas de corcho pintadas de blanco y de rojo que subían y bajaban por el oleaje. Por fin pude asirme a la escalera. Tanteé con los pies buscando el primer escalón. Estaba roto. Traté de encaramarme, y recién entonces me di cuenta hasta qué punto estaba fatigado. "Tranquilo, Juan... ¿Qué apuro tienes?", traté de serenarme. "Descansa un poco, ya te vendrán las fuerzas para subir". Para distraerme del cansancio miré el río. Un paisaje familiar, que me recordaba tantos domingos de remo, tantas madrugadas de pesca recorriendo algún espinel tendido durante la noche entre los juncos... Allá enfrente había otro muelle con un letrero, uno de esos pequeños carteles de casi patético optimismo: "Los tres amigos"... Un ruido fuerte, casi sobre mi cabeza. Y otro más, enseguida. Miré, y allá arriba, sobre el muelle, lo vi: un hombre vestido con campera, sin afeitar, de edad indefinible, corpulento. Me miraba con ojos serios, como pensando si convenía salvarme o si era preferible dejarme llevar por la corriente. De pronto se decidió: bajó los escalones, haciendo mover el maderamen, y me tendió la mano. Me dejé ayudar. No estaba tan cansado después de todo y pude subir bastante bien. Pero fue bueno sentir aquel brazo que se estiraba en mi ayuda... Ya los dos arriba del muelle, el hombre se presentó: -Soy Pedro Bartomelli... -Juan Salvo -repliqué, estrechándole la mano ancha y fuerte, algo callosa-. Suerte que me ayudó a subir, amigo -empecé a tiritar por el frío, traté de moverme para hacer escurrir el agua-. Me cansé nadando contra la corriente, casi me había quedado sin fuerzas para subir. -La verdad que tuvo suerte. Lo vi de casualidad; por un momento me pareció que era un tronco... Me acerqué pensando que estaría estorbando el espinel. Fue por eso que lo vi. -¿Usted sabe algo de lo que pasa? - dije no bien me recobré. Es que de pronto volvía a recordarlo todo: la nevada de la muerte, la invasión de los Ellos, la enorme desolación tendida como un invisible pero abominable sudario sobre todo Buenos Aires, los combates contra los Gurbos, mi desesperado reencuentro con Martita y con Elena, la carrera hacia el interior, los hombres-robots persiguiéndonos... Recordé a Favalli, a los demás amigos, todos ya convertidos en hombres robot... Es curioso, pero en aquel momento no recordé para nada mi entrada a la cosmonave de los Ellos ni el encuentro con el Mano, allá en su planeta... Sin embargo, me parecía lo más natural haber aparecido de pronto allí, nadando en medio de un brazo del Paraná... -La verdad es que no sé lo que pasa...- dijo el hombre perplejo, meneando la cabeza-. No termino de entender nada... Fui en bote hasta el Tigre, pero no llegué al Luján: al entrar al arroyo del Gambado lo encontré totalmente bloqueado por botes atravesados, algunos medio volcados: todos con los ocupantes muertos, cubiertos por una sustancia blanquecina... La misma sustancia estaba en las plantas, en todas partes. Todo parecía muerto, como quemado por una gran helada... Ya sabía lo que era aquello: quería decir que la nevada de la muerte había llegado hasta poco más al sur del Tigre. Era posible que el resto del Delta se hubiera salvado. -¿Y usted? -. Sobresaltado, descubrí que el hombre me miraba con ojos entrecerrados, cargados de recelo-. ¿Tiene armas usted? -No... - y entreabrí los brazos como invitándolo a registrarme. De todos modos, aunque hubiera tenido algún un arma de muy poco me hubiera podido servir, empapado como estaba. -¿De dónde viene?- Pedro Bartomelli siguió mirándome con mirada llena de sospecha. ¿Cómo contestarle? Ni yo mismo lo sabía. Hice un gesto vago hacia Buenos Aires. Traté de inventar una excusa: -Estaba en una canoa... Me distraje, se me volcó... -Venga, no se preocupe más... - dijo finalmente. Después hombre rió, me palmeó con fuerza y empezamos a caminar hacia la casa pintada de rojo, con techo de cinc a dos aguas, construida sobre pilotes de madera. Era un chalet parecido a muchos otros... La isla misma era igual a tantas otras que yo conociera... Tan parecida a la "Alicia", la isla donde pasé algunos de los días más dichosos de mi vida... Por un momento me pareció estar viendo a los amigos, trabajando con palas junto a un gran fuego -demasiado grande, como siempre- para el asado que debíamos preparar... Pero el frío, los músculos acalambrados y el cuerpo que tiritaba me recordaron por qué estaba allí. Duele, a veces, volver al presente. Ya estábamos muy cerca de la casa cuando se abrió una puerta. Allí, en una especie de balcón, apareció una mujer. Joven -no tendría más de veinticinco años-, de pulóver y vaqueros, con un rostro que en otro tiempo habría sido quizá dulce y alegre pero ahora estaba transido. No había lágrimas en él, pero cuando se ha llorado mucho, ahí quedan las marcas. Al lado, medio escondido, se le apretaba un chico con el pelo rubio que le caía hasta los ojos. -¡Adentro! ¡Ya te dije que adentro! Pedro Bartomelli pareció ladrar la orden. Fue un grito tan súbito que me hizo sobresaltar. Debí mirarlo sorprendido, porque me sonrió: -Venga, amigo Salvo. Buscaremos un poco de vino bajo la casa. Ahí lo guardo, para que esté más fresco. Celebraremos el encuentro... Me agaché para pasar entre los pilares: había allí las consabidas cañas de pescar, algunos cajones vacíos, canastos de mimbre desvencijados, latas, botellas vacías... -¿Dónde está el vino? -pregunté, por decir algo; la verdad es que no tenía ningún deseo de beber. Era algo caliente lo que yo necesitaba. -Debajo de esa pila de cajones vacíos -me explicó el otro, señalando a un lado-. Lo guardo allí, así nadie me lo encuentra. Me incliné, traté de apartar el cajón vacío de más abajo. Hice un esfuerzo, la pila era mucho más pesada de lo que parecía, apenas lo moví. Fue entonces cuando vi una sombra que se movía detrás de mí. No sé por qué, pero me encogí. Y eso me salvó: el tremendo golpe dado con la barreta de hierro no me dio de lleno en el cráneo porque el hombro amortiguó parte del impacto que pudo ser fatal. Aturdido, con la cabeza que me quemaba, me di vuelta, medio cayendo contra los cajones. Pero ya Pedro Bartomelli levantaba el brazo para repetir el golpe, me miraba enloquecido de rabia. No sé qué hice, pero el hierro me silbó junto al oído, se estrelló contra uno de los cajones. Hubo ruido de maderas rotas. Traté de asirle el brazo, forcejeé, traté de darle un rodillazo pero la cabeza se me iba: estaba completamente "groggy". El hombre me sacudió, me empujó a un lado, y no pude seguir sujetándolo. Como en una pesadilla, lo vi que volvía a alzar la barreta. Ahora no tenía escapatoria: me tenía prácticamente "clavado" contra los cajones. Alcé la mano, en inútil ademán de defensa... La detonación pareció estallarme dentro del cráneo. Por un instante creí que era el hierro que me había golpeado pero no: había sido un balazo disparado a un par de metros. Pedro Bartomelli, enderezándose, trataba de volverse. Finalmente el brazo armado con la barreta se abatió y el hierro cayó con ruido sordo sobre el piso de tierra. Después las rodillas de Pedro Bartomelli se aflojaron y se derrumbó hecho un ovillo. Allí quedó, con una mano moviéndose espasmódicamente, en saludo absurdo... Entonces la vi: allí estaba la mujer, con la pistola humeante en la mano. Me apuntaba a mí... -Pero... - dije cuando creí que ya me disparaba. -No se preocupe... -bajó el arma, se pasó la mano cansada por el rostro-. Entre él y yo no había nada... Llegué hace menos de una hora en un bote y prometió ayudarme; a mí y a Bocha... ¡Pero era un monstruo! Con un estremecimiento, la mujer miró a un lado, hacia el cuerpo caído, y retrocedió como si el muerto pudiera hacerle algo todavía. -Allí... - y señaló hacia una espesura de plantas de hojas anchas-. Allí, en esa zanja, hay por lo menos cinco personas muertas... A todos los mató él: él mismo me lo dijo, como vanagloriándose... Parece que era la familia de los dueños del chalet. Dijo que si no le obedecía, me mataría como a ellos: fue por eso que me los mostró. Suerte que llegó usted... -Pero... ¿por qué los mató? -Dijo que era la ley de la jungla... Que todavía tendría que matar a muchos más, hasta sentirse bien seguro. A usted lo recibió y le conversó hasta que averiguó si podía serle útil o no... Miré al caído, de bruces, con el brazo estirado: ya no saludaba más... No era culpable de lo ocurrido, ¿cómo culparlo por haber reaccionado con tanta violencia ante una situación tan inesperada como la de la nevada mortal? Era un hombre de acción, y había reaccionado ante la emergencia de la única forma a la que estaba acostumbrado. -Atención... Atención... -una voz metálica, allá arriba, dentro del chalet, me sacudió como un latigazo. ¿Pedro Bartomelli tendría compañeros, ocultos dentro de la casa? Pero no, aquello sería absurdo... -Es la radio -la mujer sonrió débilmente, al advertir mi sobresalto-. Una radio a pilas secas... Debe haberla encendido el Bocha. Lo encerré con llave cuando bajé: debe estar asustadísimo. Voy con él. La seguí, totalmente aturdido, más por el brusco cambio de la situación que por el golpazo que recibiera en la nuca. -Atención... Atención... -la radio seguía. El "speaker" debía ser mejicano o centroamericano por la forma de pronunciar. Entramos a la habitación. El chico se incrustó literalmente en la madre, llorando. -Oí el tiro... -fue todo lo que atinó a decir. La mujer lo abrazó, trató de calmarlo. Yo, lo confieso, me preocupé poco por ellos; todo lo que me interesaba era la radio. Hasta entonces no había oído ningún mensaje del mundo exterior... Ni siquiera sabía con certeza si había algún mundo exterior al área de la invasión. Los únicos mensajes que había captado antes, con Favalli y los otros, habían resultado trampas tendidas por los mismos Ellos. -Volvemos a trasmitir ahora para América del Sur... Queda confirmado que la invasión, aunque muy extendida en el continente, abarca sólo áreas reducidas. Es muy grande la superficie que no ha sido afectada por la invasión, y es mucho más numerosa de lo que se creía en un primer momento la cantidad de sobrevivientes... Se aconseja a todos la mayor calma y también la mayor prudencia: por el momento es inútil pensar en ataques aislados contra el invasor: sus armas son demasiado poderosas. Y volvemos a destacar el enorme peligro de los hombres robots: es por eso que conviene mantenerse alejado de los invasores, para no ser apresados y convertirse en instrumentos del enemigo. Cada persona, cada familia debe quedarse en su casa ocultándose lo mejor que pueda. Deben tener completa fe de que muy pronto llegará el contraataque que, tal vez en cuestión de horas, aniquilará la invasión. Como informáramos anteriormente, los gobiernos de los Estados Unidos, de Rusia, Inglaterra y Francia, ya están completamente de acuerdo para una acción conjunta contra el invasor: se ha designado comandante supremo... -un zumbido, un ruido áspero, la pequeña radio de fabricación japonesa no fue de pronto otra cosa que una pequeña cajita de material plástico llena de zumbidos... -Han interferido la transmisión... Siempre ocurre lo mismo... -la mujer recorrió todo a lo el largo del dial, pero fue inútil-. Por suerte alcanzamos a escuchar algo. ¡Hay esperanzas, todavía! -No... No se haga ilusiones -.Para qué dejarla soñar; de todos modos pronto se enteraría de la realidad-. Ya escuché antes esas transmisiones. Son todas trampas. Terminan dando instrucciones para que todos se reúnan en ciertos lugares... Los sobrevivientes obedecen y, cuando quieren acordarse, ya se encuentran rodeados de hombres robots... Es inútil luchar: pronto están ellos mismos, todos convertidos en hombres robots... Yo lo he visto, y no hace mucho... Me salvé apenas. La mujer me miró desconcertada, creo que con rabia porque le quitaba aquella última luz de esperanza. El chico seguía apretándose contra ella desesperadamente. -¿Hombres robots? No entiendo lo que son... -dijo la mujer-. Varias veces oí hablar de ellos en la radio. -Los Ellos, los jefes de la invasión a los que nadie, que yo sepa, ha podido ver todavía, tienen bajo sus órdenes a unos seres inteligentísimos, con manos de dedos múltiples... Son los manos. Estos, a su vez, manejan a los hombres robots: son hombres capturados a los que les insertan en la base del cráneo, en la nuca, un aparato especial provisto de muchas lengüetas que se clavan en el sistema nervioso... Por medio de ese aparato convierten al cautivo en un verdadero autómata, capaz de recibir órdenes transmitidas desde muy lejos y de obedecerlas sin chistar, aun a costa de la propia vida... No seguí explicándole porque ocultó el rostro entre las manos, juntó la cabeza contra la del chico y allí quedó, sacudida por enormes e incontrolables sollozos. Miré por la ventana. Había sol, el río seguía corriendo igual que siempre, el verde de las plantas lucía lujoso. Estábamos en invierno pero era un día hermoso: un día como tantos domingos del recuerdo, con el río lleno de botes, de lanchas colectivas, de cruceros suntuosos y envidiables... Pero era inútil dejar de pensar en el drama que nos rodeaba: -La transmisión de la radio era una trampa... - reiteré. Aunque, si era una trampa, ¿quién la había interferido? Era algo para pensarlo; quizá después de todo la transmisión era auténtica... Las transmisiones trampas que yo oyera antes no habían sido interferidas nunca... Claro que también podía ser sólo un defecto de la transmisión... ¿Para qué ilusionarse? Sacudí la cabeza y traté de concentrarme en la situación en que me encontraba: de pronto, como una gran ola, me llenó toda la angustia de la separación, todo lo que me había ocurrido hacía tan poco tiempo... Martita... Elena... ¿Volvería a verlas alguna vez? Miré otra vez el río. Ya no me pareció hermoso ni nostálgico: de pronto volvió a ser lo que era, una vía de comunicación, un camino para la fuga o para el reencuentro: "El hombre dijo que la nevada había llegado hasta el Gambado... Tendría que tomar un bote, salir al Paraná y probar de desembarcar a la altura de Campana o de Zárate... Así podría volver al lugar adonde dejé a Martita y a Elena...". Un rugido inconfundible, totalmente inesperado aunque nada podía ser más lógico que oírlo allí, me llegó de pronto. -¡Una lancha! -también la mujer lo había oído y se precipitó a la ventana, a mi lado- Por el ruido, debe ser una lancha colectiva. Era incongruente, costaba creer que todavía podía correr una lancha. Sin embargo era imposible dudar: sí, del lado del Tigre venía una lancha a toda velocidad. Antes de que pudiera contenerlos, la mujer y el chico se lanzaron afuera, bajaron la pequeña escalera, corriendo hacia el muelle. Tuve que seguirlos, a pesar de que era una imprudencia enorme: ¿y si eran hombres robots? Allí, en el codo, abriéndose bastante porque el río estaba en bajante, apareció la lancha. Sí, era una colectiva. -¡No deben vernos! ¡No les haga señas! - grité. Llegué por fin junto a la mujer, traté de tomarla por el brazo. Pero era tarde: ya había hecho señas. Y ya la lancha torcía el rumbo, enderezaba hacia nosotros. -¿Por qué no hemos de avisarles? -la mujer me miró sorprendida-. ¡Es la primera lancha que veo en días! -Pueden ser hombres robots -expliqué con rudeza, tomándolos a los dos por el brazo y tratando de alejarlos del muelle. Pero me contuve: ya la lancha está muy cerca, podía ver con toda claridad a los ocupantes, al hombre que, a popa y con un cabo en la mano, se aprestaba a la maniobra del atraque. Ninguno de ellos tenía el fatídico instrumento en la nuca.... Desistí de escapar. La popa de la lancha dio contra el muelle. El hombre del cabo se asió a un poste, ayudó a la mujer y al chico a subir. Enseguida salté yo. -¿Adónde vamos, señor? -pregunté. -Al Paraná. A La Cruz -el hombre era un isleño de rostro requemado por el sol. -¿A La Cruz? -nunca había oído ese nombre. -Sí... Allí se está reuniendo toda la gente de la zona... Ya hay dos mil, por lo menos... -¿Quién los manda? -El capitán Rupertino... Un capitán retirado. Un hombre muy ducho en manejar gente, se ve a la legua. Desde hace tres días estamos fortificando una isla. -¿Contra quién? -Contra los hombres robots, pues. ¿Contra quién había de ser? Me gustó la manera de mirar del isleño. Seguro que se sentía un poco padre de todos los que había recolectado con la lancha. Me senté junto a la mujer y el chico. Miré al resto del pasaje, una veintena de personas. Podrían ser los pasajeros de un domingo cualquiera si no fuera por los rostros sin afeitar con las facciones hundidas, como comidas por el espanto. ¡Quién sabe qué experiencias había vivido cada uno!... Otro muelle, con un hombre haciendo señas. Medio viejo, rubio, con grandes bigotes manchados de tabaco. Un italiano del norte, seguro, rodeado por media docena de perros pomerana. Subió a la lancha, se sentó a mi lado. -Menos mal que vinieron -me sonrió con la boca y los ojos azules-. Ya creía que tendría que quedarme para siempre. El patrón tuvo que irse con el "fuera de borda" -siguió contando más para él que para mí-. La lancha no le arrancaba. Demasiado cargado el bote, con la mujer y los chicos. -Y a vos no te llevó, claro... Te dejó para que te pudrieras... -el isleño de rostro requemado escupió a un lado. -¡Eso sí que no! El patrón y la señora quisieron llevarme, hicieron de todo. Pero yo no les hice caso, sabía que iban demasiado cargados. Me escondí en el monte y tuvieron que irse sin mí. Habrán creído que estaba loco... Pero no, no lo estaba. Me gustó oír al chico del patrón, llamándome cuando ya el bote estaba lejos... Los miré por entre los juncos hasta que dieron la vuelta al codo. Calló el hombre, y sólo se oyó el rugir del motor. Martita... Elena... La mujer y el chico... El italiano de los bigotes que había querido contar la salvación de sus patrones, que lo eran todo para él. Era para abrumar, para desesperar. Pero el espíritu tiene una capacidad insospechada para soportar la congoja. Podría haber enloquecido, pero el cerebro me siguió funcionando, ocupándose de cosas mínimas. Por ejemplo, todavía no sabía el nombre de la mujer que tenía al lado. -Todavía no sé cómo se llama -la miré, y supe que el rostro ya no estaba acostumbrado a la sonrisa-. Amelia... Amelia de Herrera. Este es el Bocha. Ya lo sabía, pero acaricié la cabeza del chico. Sonreí, adiviné que éramos amigos. Ya estábamos en pleno Paraná, bastante picado. Había viento fresco. Iba a preguntar si faltaba mucho cuando el hombre de la popa anunció: -La Cruz. Ya llegamos. Era una isla como tantas, con una buena casa al fondo y un muelle nuevo, sólido, recién pintado. Habían levantado una gran cruz de troncos, desproporcionada. Debía de haberles costado mucho plantarla allí. Estaban en pleno trabajo de fortificación: centenares de hombres, ayudados por mujeres y por chicos, cavaban una gran zanja y echaban la tierra que sacaban sobre un gran terraplén que ya circundaba la isla hasta donde se podía ver. Otros hombres plantaban estacas, para darle mayor solidez. Recordé algunas de las fortificaciones de la Edad Media que viera en la Historia de Malet. Y pensé en las defensas de barro de la primera ciudad de Buenos Aires... Bajamos, cruzamos la zanja por dos tablones, hombres armados nos dieron paso. -Más reclutas, mi capitán -el isleño nos presentó, orgulloso de su trabajo. El capitán, un hombre de uniforme indefinible, tenía pantalones color caqui, chaqueta de la gendarmería, botas altas; la gorra dorada le quedaba rara sobre aquel conjunto que era y no era marcial. -Al terraplén -nos ordenó casi sin separar los labios-. ¡Hay palas de sobra allí: a trabajar! -Ya lo oyeron -el sargento nos hizo una seña con la cabeza, marchó con nosotros hasta que llegamos al terraplén. -Aquí tienen palas de sobra -sí, había una increíble cantidad de palas y de picos. "Asaltarían un almacén de ramos generales" pensé. Nos pusimos a cavar. Los hombres dándole a la pala, las mujeres cargando la tierra en cestas de mimbre, de las que se usaban para la fruta. -Trabajen... No hay tiempo que perder... Cada tanto el capitán hacía una gira de inspección. Se golpeaba las botas con un junco; su presencia era un estímulo indudable, pues todos aceleraban las paladas apenas lo veían. -Trabajen... Cuando esté listo el terraplén empezaremos la instrucción militar con ustedes también... Cada hombre debe poder luchar como un veterano... Trabajen... No se paren... Trabajen... Por fin tuve que descansar: los brazos, la espalda no me daban más. Aproveché que el sargento se enfrascaba en conferencia con el teniente y me dejé caer contra el terraplén. "¿Qué estamos haciendo aquí? ¿Tiene algún sentido todo esto? Las defensas que preparamos son nada contra las armas de los Ellos..." -¿Un matecito? -el italiano de los bigotes había encontrado tiempo para encender un fuego. Vaya uno a saber de dónde había sacado la pava, el mate y la yerba. Se lo acepté, me hizo mucho bien el trago estimulante. Comencé a ver todo lo que me rodeaba con un poco más de tranquilidad. Hasta ese momento había estado verdaderamente idiota, me había dejado manejar como una criatura. Tenía que explicarle al capitán lo que en realidad eran los Ellos. Era muy posible que ninguno en toda la isla tuviera la menor idea del poderío de invasión. Pretender defendernos con los pocos rifles, winchesters y escopetas que teníamos era como pelear con arcos y flechas contra la bomba atómica. Me separé de los que trabajaban en el terraplén y caminé hacia la casa. Pasé entre dos escuadras de hombres que hacían ejercicios militares a las órdenes de otro "sargento", un absurdo suboficial con pulóver, "breeches" y botas. -¿Dónde está el capitán? -pregunté a un viejo que, olvidado de todos, estaba sentado en la escalera de madera que subía a la casa. No me contestó. Se limitó a señalarme con el pulgar a un lado, debajo de la casa. Allí encontré al capitán: sentado ante una mesa con una botella de whisky al lado, miraba un tosco plano de la isla con las dos fortificaciones que se estaban construyendo. -Con su permiso... -empecé. Pero no me dejó seguir. -Aquí tiene -me tendió una bandeja-; llévele la comida al perro. Perplejo, miré lo que contenía: un plato con carne fría, papas, una botella de cerveza y un atado de cigarrillos. -Pero... -¡Haga lo que le digo! -tomé la bandeja y busqué la casilla. Mejor obedecer que llevarle la contra. Era capaz de hacerme castigar. -¡Allí! -el dedo imperioso del capitán señaló al otro lado de la casa. En ese lugar, el espacio entre los pilotes de cemento que sostenían la construcción estaba cerrado con chapas; sólidas maderas las sostenían en su lugar. Llegué con la bandeja, busqué la entrada. La encontré: una pequeña puerta. Habían cortado la chapa, abajo, para dejar pasar la comida. Desde adentro alguien debió oírme llegar, porque sentí golpes fuertes contra las chapas. Miré al capitán y lo vi concentrado nuevamente en su mapa. Miré a los hombres que, más allá, trabajaban febrilmente en el terraplén. Miré la bandeja con la absurda comida para el "perro". Me decidí: dejé la bandeja en el suelo y corrí el improvisado cerrojo que mantenía en su lugar la chapa que hacía de puerta. Adentro había un hombre. Maniatado, amordazado. Lo desaté deprisa; el capitán no debía darse cuenta. -Por fin... -el prisionero se frotó las muñecas. Era un hombre maduro, de rostro fresco, casi rosado, ojos miopes a los que le hacían falta los anteojos... -No entiendo... ¿Por qué lo ataron? -me acordé de preguntar mientras le desataba los pies. Quizá estaba haciendo mal en soltarlo. Pero no: aquel hombre no podía haber hecho nada malo, no tenía aspecto de malhechor. -Tenemos que escaparnos, amigo... No lo conozco a usted, pero veo que se dio cuenta. El capitán Roca está loco... Ni siquiera es capitán, es un abogado... Yo soy su médico, lo estaba por traer de Rosario por barco, para internarlo en un sanatorio de Buenos Aires, cuando ocurrió la nevada... -¿También nevó en Rosario? -También... Una gritería allí afuera: el "capitán" había descubierto la puerta abierta de la "casilla". -¡Vámonos! Corrí detrás del médico, que tropezó, entumecido aún por el largo tiempo que había permanecido atado. Subimos con trabajo el terraplén. -¡Atrápenlos! -tronó a nuestras espaldas la voz del "capitán" -. ¡Tírenles! Bajamos al otro lado del terraplén. Vi a Amelia y al Bocha acarreando tierra con las cestas. -¡Vengan! -les grité. Sin más explicaciones los llevé conmigo. Corrimos, nos metimos entre las cortaderas. Nos detuvimos a cosa de un par de cuadras, sin aliento: el médico jadeaba, creí que se descomponía. -No nos persiguen... -dijo. Y no siguió porque apenas si podía respirar. Fue entonces cuando sonó la descarga, del lado del río. Me di cuenta que desde hacía unos momentos habíamos estado oyendo el motor de una lancha. Otra descarga, gritos... Empezaba el ataque de los hombres robots. Me asomé por sobre las cortaderas, miré hacia el terraplén: había humo azulado, chisporroteaban los fusiles, rugía el motor de la lancha que maniobraba para ponerse paralela a la costa. -¡Reserven las municiones! ¡El asedio puede ser largo! -oí gritar al "capitán". Disparos. El motor rugía más fuerte: la lancha daba ya de flanco contra el terraplén, los hombres robots saltaban a tierra. El fuego de los defensores se hizo intensísimo. Cayeron varios hombres robots. Pero siguieron saliendo de la lancha; algunos llegaban a tierra al saltar, otros vadearon hasta recostarse contra el terraplén y desde allí disparaban sus armas hacia arriba... Por un instante me sorprendí tratando de identificar los rostros de los hombres robots: ¿estarían entre ellos Favalli y algunos de los otros? Pero no, no reconocí a ninguno... -¿Qué hacemos? -murmuró el médico a mi lado, despavorido. -Mejor irnos -dije, obligando a agacharse al Bocha, que se empeñaba en asomarse por sobre las cortaderas para ver mejor-. Los hombres robots vencerán de todas maneras... Aunque éstos sean rechazados, vendrán muchos más... -No... El médico meneó la cabeza. Su rostro era de facciones pequeñas y había ahora una rara nobleza en él. Recordé, no sé por qué, a un profesor de anatomía que había tenido hace mucho tiempo, en el Nacional. -No puedo irme... -el médico se incorporó-. Hago falta allí -y señaló el terraplén donde ya los hombres robots se encaramaban, baleando a quienes lo defendían mientras comenzaban a huir. -¡Es inútil! ¡Los defensores ya están siendo vencidos! -lo tomé por el brazo y luchó por soltarse. -¡Hago falta allí! ¡Déjeme! -Olvídese de ese loco, doctor... Ya hizo demasiado por él... Se me escapó con un violento arrancón y corrió por las cortaderas hacia el terraplén. -No pienso en el "capitán" -alcanzó a gritar-. ¡Pienso en los heridos! Me agaché, avergonzado. Pero ya los hombres robots se atrincheraban en el terraplén, del lado del río, y lo usaban como parapeto para diezmar a balazos a los defensores. El médico no dio siquiera veinte pasos. Tres hombres robots lo vieron venir, dispararon: el doctor cayó como si le hubieran hecho un "tackle" bajo. Volví a agacharme. Amelia temblaba a mi lado; el Bocha tenía lágrimas en los ojos pero, a la vez, apretaba con fuerza los puños. La sangre le hervía, quería pelear... "¿Cómo sería el padre?", me sorprendí pensando. Gritos, balazos, allá en en el campamento. Los hombres robots ya dominaban la situación, perseguían a los defensores. Muchos de éstos se rendían, tiraban las armas y alzaban los brazos. -¡Vámonos! -ordené. Y nos alejamos agazapados por entre las cortaderas. Avanzamos así durante varios minutos. Cruzamos zanjas, algún arroyo. Dolía pasar los pequeños puentes pintados por los dueños de las casitas, pintados para otros días, para otras vidas de un tiempo muy diferente... Tiempo sin "nevadas", tiempo sin Ellos, tiempo con vida en todas partes... Los tiros se fueron apagando a lo lejos. -¡Un bote! -y el Bocha me señaló un chinchorro isleño, atado a la escalera de un muelle. Había visto otras embarcaciones antes y no me había atrevido a detenerme porque quizá algún hombre robot nos seguía. Pero ya estábamos lejos. Nadie había notado nuestra fuga. Subimos al chinchorro. Tomé los remos, empecé a darle; la corriente era a favor. Traté de mantenernos junto a la orilla; los sauces nos ocultarían. Orillé un árbol caído a un costado del río. Apuré la remada. Allá lejos vi la lancha de los hombres robots que se apartaba de la costa. ¡Nos habían visto! No tuve tiempo de dudar: la lancha viró, aceleró, se vino a gran velocidad. Aceleré la remada y oculté el bote al otro lado del árbol caído. Nos quedamos ahí. -¿Por qué deja de remar? -Amelia, asustada, había visto también la lancha. -Es inútil continuar, nos alcanzarían enseguida... Quiero ver si nos descubrieron o no... No, no venían por nosotros. La lancha iba ahora a lo largo del juncal de la otra orilla. Varios hombres robots saltaron de pronto al agua, se hundieron hasta el pecho y vadearon con los fusiles en alto. Subieron a la orilla y pronto oímos tiros, tierra adentro. -Están cazando fugitivos... -Sigamos... -suplicó Amelia. No le pude contestar porque la maleza, a mi lado, pareció explotar. Dos hombres, con las ropas destrozadas y los rostros desencajados surgieron como fieras perseguidas, manotearon el chinchorro, casi lo tumban... -¡No podemos llevarlos!¡No hay lugar!- grité. No me hicieron caso, Uno pasó la pierna, el bote se inclinó aún más y empezamos a hacer agua. Levanté un pie y empujé. Le di en el pecho, cayó hacia atrás. El otro trató también de subir, pero ya Amelia, con fuerte envión, apartaba el chinchorro del borde. El hombre midió mal la distancia y cayó al agua. Bufaron los dos, bracearon desesperados hacia el bote. Si trataban de subir, nos hundiríamos todos. Y allá lejos, volvía a tronar el motor de la lancha de los hombres robots, acercándose... Una mano muy blanca, con mucho vello, se aferró a la borda. Saqué un remo y golpeé, de punta, directamente a la cabeza. Le di de lleno, vi sangre en la sien del hombre antes de que se soltara y medio desapareciera bajo el agua. El otro ya se aferraba a la proa, pero no le di tiempo para más: alcé el remo y golpeé de nuevo, apoyando el golpe con todo el peso del cuerpo. Se soltó; la corriente lo llevó. -¡Vámonos! -Amelia estaba aterrada. Pero no le hice caso. Por entre las ramas del árbol caído vi acercarse la lancha. Seguro que los hombres robots habían visto nuestra lucha y se venían a toda marcha. -¡Abajo del bote! -ordené-. ¡Tenemos que volver a escapar! Otra vez en tierra, metiéndonos entre las cortaderas. Con el motor de la lancha cada vez más fuerte en los oídos. -¡Párense! -grité, tomando al Bocha por el brazo-. Nos esconderemos aquí, en esa zanja. Ya la lancha debía de estar frente a nosotros. Con el agua al pecho nos agazapamos en la zanja, medio nos incrustamos debajo de una espesura de hortensias y madreselvas. La lancha se detuvo. Dejamos de respirar. ¿Era posible que nos hubieran visto? Voces, gritos, disparos... Comprendí: habían visto a los dos hombres que se llevaba la corriente y pensarían que trataban de escapar a nado. Terminaron los disparos, volvió a rugir el motor. Me asomé con cuidado y respiré: la lancha se alejaba. Seguimos escondidos un poco más hasta que el motor se oyó apenas. -Sigamos tierra adentro -ordené-. Demasiado peligroso seguir por el río. Bordeamos la zanja, cruzamos con gran trabajo una enorme espesura de madreselvas y zarzamoras, salimos a los fondos de otro lote. Un naranjal, pomelos, un chalet más atrás. Pero no pudimos acercarnos. Algo me zumbó junto a la cabeza y una ramita cayó: la detonación de un rifle. -¡Quietos! -una voz fuerte hizo eco al estampido. Por fin lo vimos. Un hombre grande, de rostro gordo, blando, sin afeitar. Vestía vaqueros; demasiado maduro para vestir así. -A la casa -ordenó, apoyando las palabras con un movimiento enérgico del rifle, un Halcón calibre 22. -¿Y si no vamos? No sé por qué pero algo se me revelaba allá adentro. Estaba harto de que me manejaran... -Te quemo, si no vienen... ¡Vamos, moviéndose! -insistió, ampliando aún más el movimiento con el rifle. Eso lo perdió. Apenas vi el rifle de costado me le abalancé. Conseguí aferrar el caño; lancé la cabeza hacia adelante y debí darle en el mentón, porque me dolió atrozmente. Me enderecé, sin soltar el rifle. Tampoco el lo soltó. Sentí el puño golpeándome en las costillas, otro golpe a la cabeza. No sé bien lo que hice: debí soltar el rifle, porque estoy seguro de que le pegué con la derecha, un golpe corto, furioso, que lo calzó bajo el oído. Vaciló, se me prendió, quiso abrazarse; le sacudí al estómago, erré un par de golpes en el afán de terminarlo. Cayó a un lado, me arrastró consigo, rompimos algo que debió ser un rosal porque pinchaba, me hundí. Luchábamos en el borde de una zanja. No sé dónde estaba el rifle; él se agachó, buscando algo, y se enderezó de pronto armado con una navaja. El acero terminó de enceguecerme: lo tomé por la muñeca, golpeé y golpeé. Pero siguió forcejeando, no podía acertarle ningún golpe de "knock out" y me estaba cansando: cada vez me era más difícil sujetarle la mano armada. Le hice una zancadilla mientras le sujetaba el cuello y terminamos de caer los dos en la zanja, yo encima. No me levanté, seguí apretando, no le dejé sacar la cabeza del agua... Forcejeó, convulso, manoteó ya sin la navaja, pero no lo solté. Hasta que dejó de moverse. Me enderecé. Quedó flotando con la camisa a rayas rota a lo largo de la espalda. "Otra muerte más", pensé "¿Qué me está pasando? Me estoy convirtiendo en una fiera..". Pero no era tiempo para reflexiones absurdas. Sin embargo Amelia y el Bocha me miraban con ojos agrandados. También ellos, seguro, estaban pensando lo mismo que yo: ¿con qué fiera andaban? Recordé que en realidad también ella tenía una muerte. Aunque aquello había sido diferente: no había matado como yo, tan de a poco. Es distinto matar de un balazo que matar con las propias manos... Sacudí la cabeza. -Vámonos a la casa -ordené-. Pueden vernos los hombres robots desde el río. Me siguieron. Una casita blanca moderna, una galería con enrejado de madera verde, un cartel muy pintado: "Las Hortensias". -Tengo hambre -dijo el Bocha apenas entramos en el comedor, un cuarto grande y casi vacío de muebles. -También yo -y traté de sonreír. Pero no había nada en el aparador. Ni platos, ni vasos: nada. -Mejor se quedan aquí, ustedes dos -dije-. Trataré de buscarles algo para comer. Seguro que algo encontraré. Descansen, que les hace falta, y traten de no asomarse. No me contestaron, pero obedecieron y se sentaron. -Lo esperaremos -dijo Amelia. Pero seguro que se estaba acordando del otro hombre, el que "coleccionaba muertos en la zanja". Y yo ya tenía uno en mi haber... ¿Le resultaría como el otro? Quise preguntarle qué pensaba, pero me contuve. Total, ¿para qué? Salí, busqué el rifle Halcón y tomé por un sendero que supuse llevaría a lo largo de los lotes. Tuve que pasar junto a la zanja. Allí seguía la espalda con la camisa a rayas, rota. Seguí de largo. Una plantación de álamos, talados hacia poco; una cerca de ligustros mal cortados, un montón de cajones rotos, casi negros de tan podridos. Viejos letreros rotos de Coca Cola y La Superiora. Y botellas. Una enorme cantidad de botellas... "La espalda de un almacén", pensé. Sí, era un almacén; allí se alzaba la vieja construcción de barro blanqueado y techo de paja. Uno de los pilotes estaba torcido y toda la casa se ladeaba un poco. "Puede haber gente. Debo andar con cuidado". Me acerqué por atrás, procurando no hacer ruido. Un barril. Me subí y llegué a la ventana. Empujé: estaba abierta. "Tengo suerte", sonreí. Era, sí, un almacén islero con las estanterías llenas de cosas. Busqué una bolsa en la penumbra. "A ver qué llevo. No debo cargarme con cosas inútiles. Para empezar...". La puerta se abrió de un golpe. Dos hombres armados, de rostros torvos, me apuntaban. Podían ser isleros. O podían ser los dueños del almacén o... Hubo dos fogonazos. Algo me golpeó en la camisa. Me agaché y me hice a un lado, tratando de evitar los disparos; caí entre un montón de latas de conserva, a un lado del mostrador. -Le erré -dijo uno, dando un salto hacia adelante. Alcanzó a tirar otra vez pero con demasiado apuro: el fogonazo me encegueció. Sin embargo yo también pude disparar. Mi fogonazo lo iluminó y vi, neto, el agujero de la bala en la campera negra, en medio del pecho. Se encogió, cayó hacia adelante. El otro quizá chocó contra él. O quiso flanquearme o no supo dónde había caído yo. No lo sé: de pronto lo vi tropezar y sentí que un par de sacos de yerba se deslizaban sobre mí. Semicaído, quise incorporarme. Vi un tobillo, más allá de los sacos; manoteé, y lo hice caer a la vez que apretaba el gatillo del rifle. Pero le erré y medio se me cayó encima. Nos dimos un cabezazo. Me encontré tratando de que no me apretara el cuello. Vio que no me podría estrangular porque me había agarrado mal y quiso pegarme. Aproveché para torcer el cuello, zafándome. Entonces se tiró al otro lado. Me sorprendió el movimiento pero lo comprendí enseguida: estaba manoteando el cuchillo que el otro tenía en la cintura. Me tiré sobre él antes de que terminara de aferrarlo, se lo hice caer, y volvimos a forcejear, sin golpes netos, los dos jadeando como desesperados, tratando de llegar hasta el arma. Otra vez la astucia de animal salvaje. No sé cómo se me ocurrió pero apenas tuve la idea la ejecuté: lo dejé estirar la mano hasta el cuchillo y entonces le tomé el brazo estirado; hice fuerza con mi otra mano debajo de su codo y le retorcí el brazo a la espalda. Seguí haciendo fuerza hasta que gritó de dolor. Otro esfuerzo más, con todo el cuerpo como resorte, y sentí que le zafaba la articulación del hombro. Dio un grito. Lo vi vencido y lo solté, agotado por el tremendo esfuerzo. Pero, con el hombro dislocado y todo, volvió a manotear el cuchillo. Entonces me abalancé sobre él, le pegué tras la oreja y de pronto me sorprendí ya con el cuchillo en la mano, ya clavándoselo hasta el mango en la espalda. Me levanté, aterrado. Lo había muerto. Igual que al otro. Igual que al anterior, al que ahogara en la zanja. Tres muertos, en cuestión de minutos. La mujer y el Bocha. Suerte que los tenía a ellos para pensar. No sé dónde encontré la bolsa, pero la cargué con cuanta cosa pude, hasta que ya no cabía más. Me eché la bolsa al hombro, salí de la casa. Un puente sobre el arroyo, una lancha mal cubierta con lona. Miré: era una "cris-craft" moderna. El motor relucía, había estopa sucia de aceite, herramientas; comprendí que los dos hombres la habían estado acondicionando cuando yo llegué. "Nos vendría bien para seguir huyendo", pensé. Con la bolsa al hombro volví deprisa a la casa donde habían quedado Amelia y el Bocha. Subí la escalera. Pero no abrí enseguida la puerta. "No les contaré lo que pasó en el almacén... No entenderían... Pensarían demasiado mal de mí". Abrí, entré. Quedé clavado en el umbral. El cuarto estaba vacío. Vacíos también los dos dormitorios. Amelia y el Bocha habían desaparecido."Quizá creyeron que no volvería... Se cansaron de esperar... Quizá se los llevó algún otro... Quizá vinieron los hombres robots en mi ausencia...". Pensé esperarlos, pero, no sé por qué, yo sabía que la separación era definitiva: habían aparecido de pronto en mi camino, y ahora, de pronto también, desaparecían... Y yo sin saber siquiera quiénes eran... Salí de la casa, me hundí en un pajonal. Abrí una lata de sardinas. La devoré..."Como un animal, ocultándome en la espesura". Me estremeció lo exacto de la comparación: sí, me estaba convirtiendo en un animal... Comí, devoré las conservas, y después, agazapado, mirando con recelo a cada paso, troté de vuelta hacia la casa donde había matado a los dos hombres. No me acerqué al destartalado almacén. Fui directamente hasta el zanjón donde poco antes viera la lancha. Ella sí estaba allí todavía, tapada a medias por una lona. Hice un rápido inventario: nafta, agua, aceite... Había cantidad de todo. Los dos hombres la habían estado equipando para un largo viaje. Latas de conserva para por lo menos quince días; dos rifles, uno de calibre 44... Sumados al winchester que ya tenía era un armamento más que formidable para un hombre solo. Había cajas de proyectiles como para sostener todo un combate. Puse en marcha el motor. Me costó: era un "krisler" último modelo, algo raro para mí. Por suerte el agua estaba alta y lentamente fui moviéndome por el zanjón. Y salí al río. Aceleré, tomé hacia el norte. "Rosario fue arrasada por la nevada" me habían dicho poco antes. "Pero más al norte alguna ciudad tiene que haberse salvado: Paraná, quizá, o Santa Fe" pensé. "No es posible que todos los lugares estén dominados por los Ellos. En algún sitio habrá una radio que funcione, podré saber lo que pasa en el mundo..." Navegar hacia el norte era alejarse definitivamente de Elena, de Martita. Pero ya sabía yo hasta qué punto era un suicidio intentar hacer algo solo, por mi cuenta. Mi única oportunidad de volver a verlas alguna vez era unirme a quienes combatían contra los Ellos; si al final la Tierra triunfaba, era posible que nos reuniéramos de nuevo. Si la Tierra era derrotada, ¿qué importaba ya nada entonces? Yo estaría muerto o, lo que era lo mismo, convertido en un hombre-robot como Favalli, como Franco, como Mosca... Pero no tuve mucho tiempo para pensar en planes: no llevaba más de cinco o diez minutos de navegar a unos cincuenta kilómetros por hora cuando, al doblar un codo del río, vi una lancha colectiva detenida junto a un muelle. Hombres armados se estaban embarcando en la lancha. Me bastó un vistazo para saber quiénes eran: hombres-robots. La lancha pareció saltar; se despegó del muelle y viró hacia mí. Pero yo no la esperé y aceleré a fondo; no me alarmé demasiado porque la mía era mucho más veloz que una lancha colectiva. Pero hubo chisporroteo de fogonazos en el flanco de la lancha, algo como insectos furiosos silbó en el aire y sentí dos o tres chicotazos contra el casco: me estaban baleando. Un golpe de volante a la derecha, otro a la izquierda; hice un rápido zigzag y aceleré aún más. En el siguiente recodo los había perdido de vista. Seguí a velocidad máxima. Otro recodo. Me metí por el primer brazo lateral que encontré y por fin reduje un poco la velocidad: tenía combustible de sobra pero mejor no derrocharlo, no podía adivinar cuántas carreras como aquélla me esperaban todavía... Continué navegando, bien alerta, mirando constantemente a los lados y hacia atrás. Y de pronto lo vi. Apareció sobre los álamos de una isla, como si los saltara por encima con tremendo impulso. Un avión Corsair, de los usados por la marina. Se vino en línea recta hacia mí, volando cada vez más bajo. El instinto me hizo virar, apartándome. Por suerte allí el río era muy ancho. Dos destellos en las alas del aparato y dos cohetes que pasaron junto a la lancha: uno estalló en el agua, el otro rebotó y se perdió no sé dónde. Como un trueno, el avión me pasó por encima, hizo un viraje cerrado y enseguida lo tuve otra vez atacándome, ahora por la proa... Nuevos destellos en las alas, pero ahora era el inconfundible chisporrotear de las ametralladoras. Hice otro zigzag a tiempo. Hubo latigazos furiosos en un costado de la lancha, vi hervir el agua... Otra vez el trueno indescriptible pasándome por encima: creí que me abrasaría el chorro de fuego... "Si no pierdo la cabeza puedo torearlo..", pensé. "Todo consiste en maniobrar la lancha en el último instante, cuando empieza a disparar... Suerte que la lancha es agilísima...". Pero no me dio nueva oportunidad de seguir probando mis habilidades: con la misma presteza con que apareciera se perdió allá en el fondo, tras un monte de casuarinas. No lo vi más. El río y la tarde siguieron calmos, llenos de sol, como si nunca la muerte hubiera bajado del cielo buscándome... Pero estuve lejos de sentirme aliviado: el ataque del Corsair demostraba que los hombres robots -o mejor dicho los Ellos que los dirigían-, estaban estrechamente ligados entre sí por comunicaciones radiales. La lancha colectiva había avisado mi fuga y enseguida habían lanzado un avión en mi persecución... Viendo la inutilidad del ataque aéreo, ¿con qué se vendrían ahora? "O mucho me equivoco, o aquí termina mi investigación... Si me atacan con aviones, no podré eludirlos indefinidamente... Lo mejor será dejar la lancha en la costa y seguir escapando por tierra..." Sí, quizá era eso lo que tendría que hacer. Aunque seguir por tierra significaría tardar semanas, afrontando quien sabe qué penurias y peligros para recorrer lo que, con la lancha, me insumiría no más de dos o tres días... Antes de que lo hubiera resuelto, ellos mismos dieron un corte al problema, cuando otra vez apareció algo por encima de los árboles... Algo que volaba muy bajo, que casi tocó con las ruedas los sauces de la orilla, que se me vino con las palas girando lentamente: un helicóptero. "Claro", pensé mientras volvía a acelerar a fondo. "Se dieron cuenta de que un Corsair es demasiado rápido... Con un aparato lento como el helicóptero podrán cazarme sin mayor problema...". Mi lancha era velocísima: el helicóptero aceleró también pero le costó mucho ir descontando la ventaja que le llevaba. Pero no me hice ilusiones porque poco a poco los tenía cada vez más cerca. Y en la "ampolla" entreví la silueta de tres hombres. Uno de ellos tenía un arma grande, un fusil ametralladora por lo menos... "Siguen acercándose. Es inútil, no tengo más velocidad. Por más que maniobre, por más que zigzaguee, por más que traté de eludirlos, les será muy sencillo acribillarme... No hay caso: ahora sí que tengo que embicar la lancha... ¡Y pronto!". La lancha, lanzada a toda velocidad, planeaba casi enteramente sobre el agua. Los árboles de las orillas huían, eran una sola franja verde, y de pronto daba lo mismo torcer a la derecha o a la izquierda. Como un absurdo halcón que se precipita ya sobre su presa, el helicóptero se me venía encima; pronto empezarían a buscarme las ráfagas del fusil ametrallador. "A la izquierda". Tomé la decisión pero no alcancé a virar. Con un arrancón violento, torciendo de pronto el rumbo, el helicóptero pareció saltar hacia adelante y a un lado: muy inclinado por un momento, pareció zambullirse entre los árboles. Antes que me diera cuenta de nada ya no lo veía más... Aturdido, sin saber aún bien lo que pasaba, mantuve el rumbo por un tiempo; poco a poco fui reduciendo la velocidad cuando se me hizo certeza que el helicóptero, vaya uno a saber por qué, había abandonado de pronto la persecución. "Quizá se le acabó el combustible... Quizá recibió orden de atacar algún blanco más importante...". Pero tampoco entonces pude reflexionar mucho: el río se ensanchó de pronto y cuando quise acordarme me encontré en la inmensa llanura líquida del río Paraná. Había algo de neblina y apenas si se alcanzaba a ver la orilla opuesta. "¡Ahora sí que puedo escapar! Cruzaré lo más rápido que pueda y tomaré rumbo al norte pegado a la orilla opuesta... Ellos no podrán saber para dónde fui, si para el norte o para el sur... Pero...". Había hecho mal en entregarme al optimismo. Ahora las veía: como si hubieren estado esperándome a los lados del río, dos lanchas colectivas me cerraban el paso, y un crucero blanco, de líneas aerodinámicas, se apartaba ya de una orilla y maniobraba como para cerrarme el paso si quería escapar por aquel lado... En los tres barcos vi hombres robots, todos armados... A un lado del crucero blanco dos de ellos me apuntaban con una ametralladora liviana. No vacilé un instante: imprimí al volante un giro rapidísimo. Creo que jamás lancha alguna viró con tanta presteza. Acelerando a fondo, volví a meterme en el río de donde viniera. Pero no había terminado de enderezar la lancha cuando el pulso se me detuvo: a velocidad fantástica, desde el fondo del río, se me venía algo que por un instante creí que era un gran cohete. Era un Sabre, un jet de modelo desconocido para mí, de alas pequeñas, que de pronto estaba en mi camino y ya tronaba a mis espaldas... Ni tiempo me dio casi de asustarme, de esperar el disparo de los cohetes... Me volví y una detonación violentísima me sacudió, creí por un momento que me había lanzado una bomba. "Tranquilo, Juan, tranquilo... No es más que el estampido causado al romper la barrera del sonido...". Sí, no había disparado bomba alguna, yo seguía entero, el motor de la lancha funcionaba normalmente. Pero, entonces: ¿qué hacía ahora el jet? Allá lo vi, sobre el Paraná, cómo daba un viraje cerrado, bajaba a ras del agua y se ponía en posición para buscarme... Un potente, ultramoderno, agilísimo caza a chorro... Pero no pude pensar siquiera si podría escaparle o no. En el momento siguiente el jet ponía proa hacia el crucero blanco, algo fulguraba en sus alas y una explosión desintegraba literalmente al barco. Otra rapidísima evolución, algo así como un salto de costado, y el jet apuntaba ahora hacia una de las lanchas colectivas. Nuevos destellos. Otra explosión partió en dos a la lancha. No pude asistir al destino de la otra, pero no me quedó duda alguna al oír una nueva explosión y ver la llamarada más allá de los árboles. Quedé perplejo, mucho más que cuando viera aparecer el Sabre ¿Era posible que los hombres robots se pelearan entre sí?¿Era posible que, de pronto el piloto del jet hubiera decidido ayudarme? "No... se habrá equivocado... Seguro que ahora me vuela a mí también...". Sin embargo, no lo vi más. Por un momento lo entreví volando a ras del agua sobre el Paraná pero enseguida la costa del brazo donde yo estaba me impidió seguir viéndolo. Quedé solo, con la lancha en medio del río y el motor ronroneando en punto muerto... "Quizá haya sobrevivientes" pensé por un momento. Pero, ¿de qué me valdría buscarlos? Sería exponerme a un riesgo que nadie podría apreciar... Además, ¿qué diferencia había para un hombre robot entre la vida y la muerte? Hubo un movimiento raro, entre los árboles, allá, a mi derecha. Movimiento giratorio, palas de helicóptero... ¡Sí! Volvía el helicóptero. Iba a acelerar cuando algo me paralizó el brazo: desde la "ampolla" del helicóptero, una mano agitaba un trapo blanco... Quedé aturdido, sin saber qué hacer. ¿Se rendía?¿Trataba de demostrarme amistad?¿Sería acaso el helicóptero el que había traído en mi ayuda al Sabre? Entre tanto, el helicóptero seguía acercándose, ya lo tenía prácticamente encima. ¿Y si era una trampa? Podían acribillarme cuando quisieran con el fusil ametralladora... El helicóptero bajó aún más y, de pronto, vi a uno de los hombres... ¿Cómo no lo había reconocido antes? Miré, volví a mirar y por un largo instante seguí mirando, resistiéndome a creerlo. Era como si una pesadilla se repitiera, como si de pronto me volviera una imagen soñada tiempo atrás. Pero inútil resistirme: allí estaba. Sí, allí estaba, mirándome desde los anteojos gruesos, de armazón negro. El rostro ancho, cuadrado, el infaltable pulóver, la barba recia de varios días que ocultaba mal una semisonrisa. ¡Era él, sí, él, Favalli! El loco impulso de alegría al reconocerle se me congeló al instante de nacer. Recordé: "Favalli, y con él todos los demás, fueron capturados por los Ellos... Los Ellos le insertaron en la nuca el dispositivo de telecomando... Favalli, junto con todos los otros, fue convertido en un hombre robot. Favalli ya no es más Favalli, mi amigo de siempre... Favalli es un autómata que obedece órdenes impartidas desde la distancia... ¡Favalli es un soldado más del enemigo!". Con ojos que presentían ya el horror, traté de ver las nucas de Favalli y de sus dos compañeros... Sólo alcancé a ver la de uno de ellos, un hombre de expresión triste y mandíbula maciza, que por un momento se volvió para mirar hacia el fondo del río. Contuve el aliento. ¡No, aquél no era un hombre robot! No tenía en la nuca el siniestro aparato que delataba a los hombres robots... Todo esto que tardo tanto en contar transcurrió en no más de una fracción de segundo. Favalli, que piloteaba el helicóptero, dijo algo al otro compañero, un hombre viejo, de cabello y barba blanquecinos, con ojos grises de mirar terroso. Entonces el hombre me arrojó una escala de cuerdas, sin dejar -no sé cómo se las arregló-de tener lista la metralleta por lo que pudiera suceder... Era evidente que ellos no se fiaban de mí como se fiaba Favalli... Tomé la escala, hice un esfuerzo, empecé a trepar. Al principio me costó porque se movía mucho, pero enseguida le encontré la vuelta y subí sin dificultad. Ni se me ocurrió mirar la lancha, que seguía a la deriva, ni se me ocurrió pensar que abandonaba los rifles, que me entregaba inerme, sin ofrecer resistencia. Pero, ¿por qué habría de pensar en la necesidad de alguna precaución?¿Acaso no estaba allí Favalli? Si sus compañeros no eran hombres robots, tampoco él podía serlo... Alcancé por fin el aparato y me ayudaron a subir. La aprensión anterior me duraba todavía. Lo primero que hice fue mirar las cabezas de Favalli y del otro hombre. Respiré, aliviado: no, tampoco ellos tenían el telecomando. Me senté junto a Favalli que me palmeó en el hombro, pero enseguida volvió a ocuparse del manejo del helicóptero. Lo miré extrañado: era tan inesperado aquel encuentro, era tanto lo que había ocurrido desde la última vez que nos viéramos, habían sido tan atroces las circunstancias en que nos habíamos separado... Pero, ¿cómo era posible tamaña indiferencia? Acaso... Pero no. Volví a cerciorarme. Favalli no tenía aparato alguno en la nuca... "Debe de estar cansado, muy cansado... ¿Y quién no lo está? ¡Es tanto lo que ha pasado!... ¿Qué puedo saber yo de sus experiencias como hombre robot?¿Qué puedo saber yo de lo que pasó hasta poder liberarse del telecomando?". -¿Y los otros, Fava? ¿Qué fue de los otros?¿También se liberaron? -Favalli me miró con ojos ausentes. Fue una mirada fugaz, cenicienta. Después volvió a ocuparse de los controles de la máquina: -Perdona si no te contesté, Juan. Pero estamos en guerra... Ya lo sabes, el peligro acecha por todas partes... Estamos en guerra... No debo distraerme... Lo miré espantado. No, aquél no era Favalli, el amigo de siempre, el hombre calmo, seguro de sí aun en medio de las más difíciles emergencias; aquel no era el hombre que tanto hiciera para que pudiéramos superar aquellos primeros terribles momentos cuando empezó la nevada mortal... -Fava... Fava... -Como en otros tiempos, lo palmeé en la espalda, aproveché para tomarlo por el cuello, para palparle la nuca... Pero no, sólo encontré un pequeño círculo de cicatrices... "Ahora sí que no me quedan dudas. Favalli no es un hombre robot. Sí me parece otro hombre, sí lo encuentro increíblemente cambiado, tiene que ser por la fatiga, por el desgaste de tanta tragedia... ¡Quién sabe cómo me encuentra él a mí! ¡Quién sabe la impresión que le debo causar yo!... ¿Cómo puedo imaginar las huellas que han dejado sobre mí mismo las muertes que tuve que hacer?¿Qué puedo saber yo cuántos terrores, cuántas agonías vivió Favalli desde la última vez que lo vi junto con los otros, marchando con los demás hombres robots, obedeciendo las órdenes silenciosas pero ineludibles de algún Ello?". El helicóptero, siempre a baja altura, volaba ahora a lo largo del río: a los lados veía las masas de verdura, por allá espejaba el agua de algún otro brazo. -¿Cómo hiciste para liberarte, Favalli? -tuve necesidad de volver a hablar, de romper aquel cerco de mutismo que nos separaba. Nos habíamos encontrado y, a la vez, seguíamos sin encontrarnos... -Hay cosas de las cuales es mejor no hablar, Juan... -Favalli siguió mirando hacia adelante, prestando atención excesiva a la maniobra del vuelo. Como para quitarme las ganas de preguntar, agregó, señalando con el pulgar-: Este que está atrás se llama Galíndez. El otro se llama Volpi. Los miré de reojo. Apenas si el llamado Volpi, el hombre de la mandíbula cuadrada, intentó una débil sonrisa. El y Galíndez, el más viejo, siguieron mirando hacia abajo, hacia el río, lo mismo que Favalli, con desesperada atención. -No te distraigas, Fava... -Volpi habló con voz gruesa-. No te distraigas, ya sabes lo que pasa si lo haces... -¿Qué es lo que pasa? Pero ninguno oyó mi pregunta. Con maniobra violenta, Favalli hizo inclinar el helicóptero, acelerando a la vez con inesperada agilidad. La pequeña máquina cambió de rumbo: por un momento volamos sobre un largo y regular naranjal, enseguida estuvimos sobre otro ancho río, casi igual al Capitán. -Allí... -Volpi señaló a un lado, hacia abajo. Doblando un recodo, lanzado a toda velocidad, apareció un moderno crucero de paseo, de líneas aerodinámicas; alcancé a ver dos hombres a popa y debía haber más en la cabina. Era un crucero velocísimo, "planeaba" con estupenda facilidad. Otro viraje de Favalli, el helicóptero fue hacia el crucero. -Listos para tirarles -la voz de Favalli sonó opaca, como si aquella fuera una orden dicha muchas veces antes... Me esforcé por mirar: ¿por qué los atacábamos? -¿Son hombres robots? Ninguno me contestó: abriendo paneles de la cobertura de plexiglás, Volpi y Galíndez apuntaban ya hacia abajo con las metralletas. No, no pude ver las nucas de los tripulantes del crucero: uno de ellos levantaba ya un winchester; el otro sacaba una Pam de debajo de una lona y también nos encañonaba. Restalló la metralleta de Volpi. Vi una hilera de puntos negros en el techo de la cabina del crucero. Como si fuera un animal al que le tocan un nervio vital, el barco pareció saltar a un lado, tan brusco fue el viraje. Siguió navegando en zigzag, tratando de eludir nuestros disparos. Estaban usando la misma táctica que empleara yo hacia muy poco tiempo. Volpi y Galíndez siguieron disparando hacia abajo. La cabina se llenó de humo acre. Favalli mantuvo firme el helicóptero. Reguló la velocidad para que siguiéramos encima del crucero, que continuaba lanzado en desesperada carrera. Agujeros netos ahora en la cubierta de plexiglás. También era buena la puntería de los tripulantes del crucero. Una ráfaga breve en la metralleta de Volpi y enseguida una palabrota. Tenía que cambiar el cargador. Galíndez siguió disparando, pero paró enseguida. Gruñó algo. Se apretó el hombro. -¿Te dieron? -preguntó Volpi, cambiando el cargador de la metralleta con movimiento automático, sin mirar al compañero. Más le preocupaba el crucero que la posible herida de Galíndez. -No. Apenas un raspón. Creí que era más grave- Galíndez se miró por un momento la manga quemada de la campera; enseguida cambió el cargador. Nuevas ráfagas; nuevos agujeros en la cabina; astillas que saltaban a popa; un humo azulado, blanquecino, envolviendo a los dos tripulantes que seguían disparando hacia nosotros. Rápidos chicotazos pasaron a mi lado: alguna ráfaga de la Pam que acertaba y atravesaba el piso del helicóptero. Una explosión. Me pareció, por un instante, que la popa del crucero se partía en dos. Un fogonazo; enseguida una gran humareda; otra explosión; más humo; un núcleo rojo en el humo. El crucero desapareció por completo. -¡Por fin! -Con voz cansada, indiferente, Volpi se enderezó, miró hacia Favalli-. Le estalló la nafta. No era necesario el dato. El crucero se detenía ya. No era más que una gran columna de humo. Por un momento, no pudimos ver nada. Era que Favalli, para cerciorarse, viraba, y nos metía directamente en medio de la humareda. Salimos y allá lo vimos, medio hundido, escorándose rápidamente, con fuego por todas partes. Un hombre intentaba romper con desesperación el parabrisas delantero y trataba de salir. Las llamas parecieron buscarlo. Se agitó por un momento, en espasmo eléctrico. Quedó tumbado hacia adelante. No pude verlo bien. El humo volvió a entorpecerme la visual, pero juraría que no tenía en la nuca ningún aparato de telecomando. Otra maniobra de Favalli y desapareció el río allá abajo. Ahora había una fila de casuarinas, enseguida un bañado, zanjas, un parque cuidado en torno a un pequeño chalet, otro brazo de río... -¿Adónde vamos ahora? -pregunté. -Ya veremos, Juan -Favalli habló con voz pareja, sosegada, como si nunca hubiera vivido el breve combate con el crucero-. Lo que sé, es que el helicóptero resultó averiado. El motor de cola ratea algo. Habrá que arreglarlo enseguida, si se puede... Volpi y Galíndez estaban ya sentados. Volvían a reponer los cargadores en la metralleta. Calmos -profesionales, diría-, como si su oficio de siempre hubiera sido cazar lanchas desde un helicóptero... Pero no me horroricé demasiado. ¿Acaso yo mismo no tenía ya varias muertes en mi cuenta? A todo se habitúa uno: es tan fácil matar cuando la propia vida está dependiendo a cada instante de una ráfaga disparada desde una maleza, desde los cañones de un caza a chorro que aparece saltando por sobre los árboles; o del cuchillo de cualquier otro desesperado, a quien ya tampoco le importa nada una muerte más o menos... "Está visto que no quieren que les pregunte nada. O, quizá, Favalli estará esperando a que quedemos solos, para poder explicarme... La presencia de Volpi y de Galíndez debe molestarle. ¡Eso tiene que ser! ¿Cómo no lo pensé antes?." Me alivió pensar aquello. Recordé a los sobrevivientes de la isla, obedeciendo las órdenes de aquel extraño "capitán". Seguro de que Favalli había tenido que ingresar a un grupo análogo. Quién sabe en qué terror se asentaría el poder de su líder. "No todo estará perdido, mientras haya grupos que resistan. Por supuesto que en pleno territorio dominado por los Ellos, los grupos de resistencia tendrán que ser, por fuerza, tan disciplinados e implacables como bandas de pistoleros. No hay mucho que elegir: también yo, dentro de poco, seré uno de ellos"... Sauces llorones, allá abajo; algún muelle, un astillero con cascos viejos, un camino con un colectivo atravesado. Dejábamos ya las islas para volar sobre la costa. Quizá estábamos cerca ya de Campana, de Zárate. No reconocí el lugar ni pude verlo bien tampoco porque, con más brusquedad de la debida, Favalli hizo tocar tierra al helicóptero. -Llegamos -Favalli resopló-. Llévenlo a Juan. Yo me quedaré con el helicóptero. Tengo que ver lo que le pasa al motor de cola. -Pero... -traté de oponerme. Aquello retrasaba la posibilidad de explicarme a solas con Favalli, pero mi amigo ni me miró siquiera. Con expresión cansada pero resuelta, saltó a tierra y nos dio la espalda. Sin perder un instante empezó a destornillar algo en la cola del helicóptero. -¡Vamos! -Volpi me puso la mano en el hombro. Lo miré. El y Galíndez, por un momento, me parecieron dos policías arrestándome: -¡Vamos!- repitió. La mano que se apoyaba en mi hombro, me empujó ahora. La otra mano acomodó la metralleta. No me apuntó, pero no era necesario: la energía del ademán me indicó que era mejor obedecer. Y sin tardanza... Atrás quedó Favalli, ocupado con sus herramientas. Siguiendo a Volpi y seguido por Galíndez, tuve que avanzar a través del pastizal y los sauces. "Si salto a un lado, puedo escapar. Galíndez está detrás mío; me soltará una ráfaga, seguro, pero con un poco de suerte puedo eludir los tiros... Pero, ¿qué sacaría con huir? Está visto que sólo no puedo ir a ninguna parte. Mejor hacerme aceptar por el grupo. Ya habrá ocasión de hablar con Fava; ya me explicará él la situación; ya resolveremos juntos lo que nos conviene hacer". El pastizal y los sauces dieron paso a un pajonal. Por un momento avanzamos a través de una angosta picada abierta entre colas de zorro mucho más altas que nosotros. Pero las colas de zorro terminaron pronto. Nos encontramos ante un gran espacio abierto. Contuve el aliento. Nunca esperé encontrar aquello. Una enorme estructura de acero, con algo de cañón, con ruedas en los lugares más inesperados, con diales, con remaches, con una cantidad de instrumentos y antenas como no vi jamás en ninguna revista de vulgarización técnica... Había hombres armados en torno. Del otro lado del gigantesco aparato había una cabina improvisada con chapas de cinc: la absurda estructura parecía armada deprisa, con elementos reunidos de apuro, con lo primero que se pudo encontrar. Pero, a la vez, no sé por qué, daba la impresión de una potencia desconocida e incontenible. Aunque ni idea tenía yo de para qué servía, ni cómo funcionaba. -¿Y eso? -me volví hacia Galíndez. No sé si me contestó, porque no tuvo tiempo de hacerlo: en alguna parte sonó un silbato agudísimo, Fue como una señal que electrizó a todos, incluso a Volpi y a Galíndez. Unos corrieron hacia el aparato; otros se subieron a él, ocupando diferentes posiciones; otros más, con una rara sensación de espanto y de calma a la vez, señalaron a lo alto, algo hacia el oeste. Muy arriba, mucho más allá de los pocos cirros que blanqueaban el cielo, vi una finísima pero muy nítida línea luminosa, algo así como el trazo de una estrella errante pero claramente visible a pesar de que estábamos de día. De horizonte a horizonte. La línea abarcaba el cielo todo. ¿Qué podría ser? No había alcanzado a formularme siquiera el interrogante cuando, hacia el sur, en la dirección de la capital, hubo un brevísimo destello, muy fugaz pero de gran intensidad. Por un instante, los sauces, nosotros, el extraño aparato de acero y hasta los cirros allá arriba, fueron iluminados por un esplendor espectral, azulado. Pero no pude mirar más. El suelo retumbó. Zumbidos. Ahogadas explosiones acompasadas hicieron vibrar la colosal armazón de acero. Los hombres se afanaban en torno a ella: movían diales, manivelas; los otros, los que habían ocupado sus puestos, también parecían entregados a una labor complicada y sincronizada. Los zumbidos crecieron en intensidad; cesó la trepidación del suelo; las explosiones se hicieron más fuertes, más regulares. "¿Qué puede ser? El grupo de Favalli está mucho más preparado para la resistencia de lo que pensé. Un aparato así no se construye en un instante. Es posible que...". No pude pensar más. Volpi señalaba algo hacia arriba, hacia el norte: allá, muy alto, más allá de los cirros, se encendía una mancha luminosa, cada vez más intensa. Era como si allá arriba se concentrasen los haces de varios reflectores. Pero no, no eran reflectores: la mancha luminosa, allá en el cielo, era producida por el aparato que yo tenía adelante. Ahora lo veía bien: en el centro tenía algo que podía ser una lente, enorme y de contorno irregular. Ago irradiaba hacia lo alto, hasta producir en la estratósfera la sorprendente mancha luminosa. Y seguían los zumbidos; seguían las explosiones... Dispositivos y motores desconocidos para mí generaban la energía necesaria para la irradiación, seguro... Otra vez el zumbido agudísimo. Otra línea muy fina y muy luminosa, dibujándose, velocísima, hacia el Norte. Pero esta vez no llegó de horizonte a horizonte: la línea se interrumpió en la mancha luminosa y no pasó de allí. Una luz cegadora pareció quemarme las pupilas. No vi ya nada: sólo una noche roja. Me dolió dentro de los ojos, como si me hubieran clavado dos puñales. Se me aflojaron las rodillas. Allí quedé, con la cara entre las manos, abatido por el dolor. Pero no duró mucho: pronto se me alivió y me atreví a abrir los párpados. Poco a poco fui recuperando la visión normal. No me atreví a mirar a lo largo, pero los zumbidos y las explosiones continuaban. Por dos veces más vi relampaguear contra el pasto una luz crudísima. Y oí truenos, muy vastos pero sofocados como por una enorme distancia. Me animé a mirar en torno: a mi lado, Volpi y Galíndez estaban medio arrodillados esperando. Vi a los demás hombres armados en posiciones análogas. Era como si todos los que no tuvieran nada que ver con la operación del aparato debieran quedarse en posición de espera, aguardando nuevas órdenes. Un silbato inesperado, simple, vulgar. Pareció el silbato de una fábrica a las siete y cuarto de la mañana, llamando a los obreros... Cesaron los zumbidos. No hubo más explosiones. Comprendí que había pasado un peligro, que el aparato no volvería funcionar por un tiempo. Y también con relampagueante claridad comprendí también otra cosa: "Sé lo que son las líneas luminosas. Vinieron del norte. Proyectiles; quizá cohetes intercontinentales. Proyectiles disparados no por los Ellos, pues los Ellos están en el sur, en Buenos Aires. Son proyectiles disparados contra los Ellos... El aparato que tengo delante es parte de una barrera de intercepción. El primer proyectil consiguió pasar: quizá hizo impacto o quizá fue interceptado por alguna otra barrera. Pero los siguientes fueron destruidos en pleno vuelo, interceptados por alguna irradiación que no conozco. Todo lo cual significa que Volpi, Galíndez, todos estos hombres, desde los que miran hasta los que manejan el aparato, luchan a favor de los Ellos... Sí, todos. ¡Y también Favalli! No tienen más los aparatos de telecomando. Quizá ya no los necesitan. Son ya hombres robots perfectos, que no precisan de dispositivo alguno para recibir las órdenes y obedecerlas". Todo se me aclaraba. Desde la reticencia y el extraño comportamiento de Favalli, hasta el monstruoso instrumento aquel, concebido quién sabe por qué cerebro extraterrestre. Y también se me aclaró el tremendo peligro que estaba corriendo. Como una oveja, me había dejado capturar. Me estaba dejando llevar, si no al matadero, al lugar donde yo también pronto sería uno más entre tantos, un hombre robot como Favalli, como Volpi, como Galíndez... Otra vez sentí una mano en el hombro. Volpi, de nuevo, me empujaba hacia adelante. Volvía a ordenarme: -¡Vamos! Ni lo pensé: di un salto hacia atrás y doblado en dos me zambullí de cabeza entre las colas de zorro. Sentí que las hojas me tajeaban las manos, el rostro, pero seguí corriendo. La descarga de una metralleta y después ruido de malezas: Volpi y Galíndez, y quizá alguno más, me perseguían. Seguí corriendo, cayendo a veces, enredado por las cortaderas, levantándome enseguida, cambiando de rumbo como un conejo acosado por perros... Hasta que di con el pie en un tronco y caí de bruces, golpeándome con fuerza contra el suelo. Sin aliento, quedé quieto un largo rato. No más tiros. Pero sí ruido de malezas acercándose. Presté atención. El ruido no era tanto, después de todo... "Son dos, no más... Deben ser Volpi y Galíndez. Si sigo corriendo terminarán por cazarme. Mejor los espero. Si pudiera quitarle a alguno la metralleta..." Me acurruqué contra el tronco. Esperé. Sí, eran sólo dos. Ahora podía distinguir bien los ruidos en el pastizal. Y ya uno estuvo cerca; y ya se abrieron las cortaderas; y ya vi aparecer el rostro ensangrentado de Galíndez. Venía furioso, rechinando los dientes, como torturado por atroz desesperación. ¡Quién sabe qué latigazos estaba recibiendo para que me capturara! Pero también yo estaba desesperado. Me le abalancé, lo choqué de costado, le di con la frente en un lado de la cabeza y lo tumbé. Caí sobre él. Me repuse primero. Le manoteé la metralleta. Se la quité. Una ráfaga. Quedó quieto, como clavado contra el suelo... Salté a un lado. Esperé. La metralleta lista... Se abrió otra vez el pastizal. Apareció el rostro de Volpi, los ojos desorbitados. Vio a Galíndez. Trató de buscarme... Pero yo ya estaba apretando el disparador. La ráfaga le dio en el cuerpo. Giró algo hacia atrás y se derrumbó. Enseguida estuve a su lado. Le quité la ametralladora; me la eché a la espalda; le saqué los cargadores del bolsillo y corrí escapando por entre el pastizal y los sauces... No fui lejos. Allí, en el claro donde bajáramos, estaba el helicóptero, con Favalli, desconcertado, mirando en mi dirección. Lo habían alarmado, sin duda, los disparos. Debió verme, porque de pronto tiró la herramienta que tenía en la mano y, con agilidad que nunca le imaginé, se metió en el helicóptero. Y antes de que yo atinara a nada, ya tenía la hélice mayor en marcha. Ya empezaba a ganar altura. "¿Le tiro? No me sería difícil cazarlo. No puedo errarle desde aquí... Pero..." Antes de que terminara de decidirme, ocurrió lo impensado. Quizá por error de maniobra, quizá porque el motor de cola todavía andaba mal, el helicóptero no terminó de rebasar las copas de los árboles, se desplazó a un lado, tocó unas ramas, se ladeó y volvió a tocar el suelo... No había terminado aún de asentarse cuando ya Favalli saltaba a tierra, ya se me venía a toda carrera como si hubiera recibido órdenes de capturarme de cualquier modo, sin medir los riesgos. "Viene desarmado. Quizá pueda dominarlo sin tener que herirlo". Dejé a un lado las metralletas. Me agaché porque ya se me abalanzaba. Más pesado que yo, con mucha más fuerza, me castigó al cuerpo con golpes abiertos, me empujó y me tiró de un rodillazo. Me dejé rodar, me incorporé y eludí una nueva embestida. Lo golpeé de izquierda, de derecha... "Pelea mal; demasiado desesperado... No se cuida, sólo piensa en aplastarme... No es difícil derrotar a un adversario así, aunque sea mucho más pesado...". Contragolpeé al cuerpo, al rostro, al cuerpo, eludiendo sin dificultad sus tremendos manotazos y pude apuntar con comodidad un neto directo a la mandíbula. El golpe llegó justo y se derrumbó. "¡Por fin!... Lo cargaré y me lo llevaré...". Busqué las metralletas, me las puse a la espalda, volví... Pero Favalli no estaba "knock-out": se puso de pie de un salto en sorpresiva reacción y echó a correr a toda velocidad hacia el helicóptero. Desconcertado, tardé en reaccionar mientras ya estaba Favalli en el helicóptero, ya lo volvía a poner en marcha, ya remontaba vuelo otra vez... No volvió a chocar. Hizo una breve evolución y hubo un centello en la cabina: chicotazos a mi alrededor. Comprendí que me estaba ametrallando. Salté a un lado, me escabullí entre los sauces, corrí a todo lo que me daban las piernas. Allí estaba el río. Juncos, más sauces, pero ningún lugar bueno como para protegerme. El motor del helicóptero aturdiéndome; casi no oía las ráfagas de la metralleta, pero seguro que me disparaba... Por fin, un tronco algo más grueso: me acurruqué contra él, sentí los proyectiles golpeando rabiosos... "Imposible seguir... Me cazará de un modo u otro... Debo defenderme...". El helicóptero me pasó encima, viró, siempre a muy baja altura. Buscaba una posición más favorable... Dejé el tronco, en un par de saltos estuve en otro pastizal junto a un sauce. Me encaramé al horcón y afirmé la metralleta contra una rama. Favalli me había perdido de vista, todavía me buscaba en torno al tronco anterior y pude apuntarle con calma. No disparé contra él sino contra el tanque de combustible... El helicóptero vaciló, algo humeó en el costado, una explosión sorda, llamas... Una caída oblicua, un ruido violento, una llamarada, una gran humareda. Corrí con el espanto atenazándome el pecho: no había pensado lograr tamaño efecto... Un pequeño bulbo, arriba de la oreja. Aparté el cabello, localicé un pequeño objeto metálico, algo muy parecido al dial de una radio... Busqué en el otro lado de la cabeza. Encontré otro objeto igual. "Han perfeccionado el dispositivo de telecomando: ya no necesitan los aparatos tan grandes y visibles, esos que injertaban al principio de la nuca de los prisioneros capturados para convertirlos en hombres robots. O, quizá, Favalli es ya un hombre robot de categoría superior y puede ser manejado por un dispositivo más simple, más pequeño...". Favalli resopló, movió la cabeza de un lado al otro, manoteó con el brazo izquierdo. "Está volviendo en sí. Tendría que golpearlo otra vez...". Pensé en la reciente lucha. Pegarle a Favalli había sido lo mismo que pegarme a mí mismo. Y ahora, si reaccionaba, volveríamos a combatir. Y él no escatimaría esfuerzos para vencerme. Más que para vencerme, para matarme... Porque ésa era, no había por qué dudarlo, la orden que le habían impartido: matarme apenas me encontrara. "Le arrancaré "los botones" con que lo manejan... Pero... ¿y si le hago un daño irreparable?¿Y si lo mato al arrancárselos? Pero, si no se los arranco, Favalli seguirá siendo un hombre robot. Es decir, prácticamente un muerto. O peor que un muerto, porque seguiría sirviendo a los Ellos, seguiría luchando contra su propia especie, seguiría traicionando a los hombres. Seguiría asesinando. Incluso a mí...". Me decidí. Tomé los dos "botones" y tiré con fuerza hacia los lados. No cedieron, pero el cuerpo todo de Favalli se sacudió, como si hubiese recibido un golpe eléctrico. Abrió los ojos; la sacudida lo hacía reaccionar. Parpadeó, miró sin verme, pero pronto estaría totalmente recuperado. Un momento más y estaríamos de nuevo trenzados en lucha. Volví a tirar de los "botones", ahora con toda la fuerza de que era capaz. Un quejido ronco y los "botones" se desprendieron. Un temblor espasmódico recorrió el cuerpo de mi amigo. Pero al instante siguiente Favalli estaba exánime, los ojos se le cerraban y entreabría la boca. -¡Lo maté! -grité espantado. Pero no; enseguida la respiración se le hizo regular, las facciones se le distendieron, una curiosa paz, casi una sonrisa, le calmó el rostro. "Duerme...". Respiré aliviado. Lo había hecho. Favalli no era ya más un hombre robot. Favalli volvería a ser el de siempre; con él a mi lado podría reanudar el viaje al norte, hacia la zona todavía no dominada por los Ellos. Con él a mi lado volvería a intentar alguna vez la búsqueda de Elena, de Martita... "Pero no podemos seguir así mucho tiempo más. Quisiera dejarlo descansar, pero debo despertarlo...". Antes de que pudiera hacer nada, llegó el ruido. Ruido de helicóptero, fuerte, casi encima de mí. Me aplasté junto a Favalli y miré por entre los juncos. Sí, otro helicóptero con cuatro hombres robots, todos armados con metralletas y pistolas. El aparato descendió a un centenar de metros de donde estábamos. No se había detenido aún el motor cuando ya los hombres robots saltaban a tierra. "Van hacia el lugar donde yo estaba antes... Tendrán orden de reanudar la persecución desde el punto donde cayeron los hombres robots anteriores...". Uno de los cuatro era un viejo muy arrugado, de bombacha y alpargatas. Por unos instantes miró el suelo con ojos vivaces, luego señaló hacia la espesura y echó a andar con paso resuelto. "Debe de ser un rastreador. Por lo que veo, están resueltos a todo con tal de que no me escape..." Un momento más y los hombres robots, trotando detrás del viejo, desaparecían en la espesura. Junto al aparato quedó uno como centinela. Un hombre de tricota, de cara colorada, rubio; un alemán, seguro. "Si me demoro, seguro que el rastreador termina por encontrarme... No será mucho lo que podré hacer yo solo contra todos ellos. Si no aprovecho ahora, estaremos perdidos". No vacilé. Muy agazapado, dejé a Favalli y casi a la rastra avancé hacia el centinela. No hice ruido alguno: el peligro y la muerte me habían enseñado a moverme. O, acaso, el peligro y la muerte habían sacado de adentro de mí al hombre primitivo, al salvaje que duerme en todo ser humano. Pero el centinela me oyó cuando todavía estaba a unos diez metros de distancia. Quizá si no hubiera sido un hombre robot me habría podido balear con comodidad. Pero reaccionó tarde, y aunque no quise dispararle para no atraer la atención de los otros, me dio tiempo para alcanzarlo con un furioso culatazo en el mentón. Cayó como fulminado, quedó inmóvil. Miré al interior del helicóptero; era grande. Y no había ningún otro adentro. "Si andamos rápido todavía podremos escapar", pensé mientras trotaba hacia donde dejara a Favalli. Llegué enseguida. Pero no lo encontré. El espanto me petrificó. Apenas había recuperado a Favalli, y ya lo perdía... Miré alrededor; vi juncos doblados... "Seguro que fue por allí". Me lancé a la carrera pero no anduve ni siquiera un par de metros. Un brazo grande, fuerte, me frenó de pronto. ¡Favalli! Casi al mismo tiempo algo me estalló en la mandíbula, vi luces, caí de espaldas. Aturdido, tardé en reaccionar, hasta que sacudí la cabeza y sentí sus manos tanteándome ansiosamente la nuca, los lados del cráneo. Lo miré. Pude por fin enfocar los ojos; ya desaparecía el efecto del puñetazo. Me sonrió, aliviado. -No tienes ningún telecomando... -habló como deslumbrado, como si le resultara un sueño comprobar que yo no era un hombre robot. -Tampoco tú lo tienes. Yo te lo saqué. -Adiviné que habías sido tú -los ojos se le nublaron; la experiencia pasada como hombre robot estaba demasiado fresca-. Desperté cuando te alejabas. Te vi atacar al hombre robot junto al helicóptero. Pensé que tú no podías ser un hombre robot pero quise estar seguro. Sacudí otra vez la cabeza; sí, ya estaba del todo despejado. Pero el peligro en que estábamos me golpeó como una ola. -Pronto, Favalli... ¡Al helicóptero! No tenemos un segundo que perder... En cualquier momento los tendremos encima. Me levanté y eché a correr hacia el helicóptero. Favalli me siguió aunque el desconcierto se le pintaba claro en el rostro: él no conocía enteramente la situación. El hombre robot noqueado por mí no se había movido. Le quité la metralleta, se la pasé a Favalli, y subí a la "burbuja" del helicóptero. Favalli se sentó a mi lado. -¡Pronto!¡Aparecerán en cualquier momento! ¿Qué esperas, Fava? -Pero... -me miró sorprendido- ¡Si yo nunca manejé un cacharro de éstos! ¡ Y tú bien lo sabes! Quedé helado. Tampoco yo sabía manejar helicópteros... Pero él, Favalli, había piloteado el aparato que me persiguiera. -Trata de acordarte... -lo apuré-. Nunca manejaste "antes", pero cuando eras hombre robot lo hiciste... ¡Y muy bien! Cerró los ojos, se le arrugó la frente, una expresión dolorosa le endureció la boca. Dolía, sin duda, recordar. Una conmoción, allá entre los juncos. Los hombres robots que llegaban al lugar donde habíamos estado antes. Un grito. Nos habían visto. Una descarga de metralla. Vi los agujeros nítidos en el plexiglás. Un rugido ensordecedor. Favalli había puesto en marcha los motores, Favalli recordaba. Más tiros. Me agaché y apreté el disparador, sin apuntar, en la dirección general de los hombres robots. Alzamos vuelo, por fin, pero no todo lo rápido que hubiera deseado. Más balazos perforando el plexiglás. Los vi venir corriendo por entre los juncos y seguí disparando; el viejo, el rastreador, tropezó con algo y cayó. O, quizá, alguno de mis proyectiles le alcanzó. Ante una maniobra de Favalli, el helicóptero se torció, golpeó contra una rama; hubo otro sacudón y, por fin, ya ganábamos altura. No más nuevos agujeros en el "plexiglas". Desaparecieron allá abajo los hombres robots; sólo quedaron juncos, sauces, el agua del río... -¿Y ahora?¿Para dónde vamos? La voz de Favalli sonó lejana, muy cansada... -Al norte, Fava... No sé si podremos ir muy lejos, todo depende del combustible. Pero allá, hacia el norte, están los que resisten a los Ellos... De aquel lado, al menos, vi venir cohetes a gran altura... -Ya lo sé -asintió Favalli-. Cohetes intercontinentales que los Ellos interceptan sin mayor trabajo con el haz del "crucer". -¿El "crucer"? -Ahá... Así llaman al emisor de haces anticohetes. Un aparato sensacional. Me habría gustado verlo por dentro, pero no nos permitían acercarnos a menos de cinco metros... Tampoco se podía... Al instante siguiente yo había quedado mirando al cielo: Favalli había hecho una maniobra violentísima; casi había dado vuelta al helicóptero. Consiguió enderezarlo pero por el plexiglás vi cerca, demasiado cerca, ramas de araucaria. -¿Qué haces? -grité. No me contestó porque no hizo falta: allá, saltando a ras de los árboles, un "gloster" con las insignias de la marina se venía oblicuamente hacia nosotros. Seguimos bajando; volvimos a cortar ramas. Un riacho. Favalli casi acostó el helicóptero contra el agua y en un pantallazo, por entre los árboles, pasó el "gloster". Favalli aceleró, pero sin subir. A todo lo que daba el helicóptero volamos siguiendo el curso del río. -Están organizando la cacería. Favalli ya se estaba percatando de cuanto ocurría. Huían las orillas a los lados. Era mucho lo que hubiera querido preguntar a Favalli, pero imposible distraerlo; el río se angostaba, era sinuoso; debía volar con cuidado máximo para que no termináramos estrellándonos contra algún sauzal. Un par de lanchas, allá abajo; no pudimos ver si quienes las tripulaban eran hombres robots o no; íbamos demasiado rápido. Siempre a ras del agua salimos por fin a un río grande; ni idea tengo de cuál sería porque ya estábamos en zona totalmente desconocida para mí. El río aparecía extraño, totalmente vacío. Sólo entonces me di cuenta de hasta qué punto el ir y venir de vapores, de lanchones, de botes isleros era parte infaltable del paisaje del Delta. Vimos allá abajo algún vapor encallado, escorado en ángulo imposible: quién sabe qué drama le había llevado hasta aquel fin. Sobrevolamos un par de botes de club; iban a la deriva, vacíos. De pronto, no más el río: sauces, inacabables plantaciones de álamos. -¿Por qué dejamos el río, Fava? -No creo que nos persigan hasta aquí, Juan... ¿Por qué lo habrá dicho? Un estallido, hacia la cola del helicóptero. Una explosión violentísima. Me sentí lanzado hacia adelante y estrellé mi cabeza contra el plexiglás; al instante siguiente me vi cayendo entre ramas que se rompían, hojas, trozos de plexiglás, hierros retorcidos. Y ya estábamos en el suelo... Antes de que intentara levantarme, la mano de Favalli me arrancó de entre los restos del helicóptero que empezaba a humear, anticipando el estallido de los tanques de combustible. Tropezando por entre cortaderas y madreselvas, Favalli me arrastró unos cuantos metros. Un fogonazo, un estallido sordo y enseguida el rugir del incendio que devoraba el helicóptero. -Hay que seguir. -Hubo urgencia desesperada en la voz de Favalli.- Con el incendio como señal, los que nos derribaron no tendrán dificultad en encontrarnos... Me levanté; no tenía ningún hueso roto, aunque estaba cubierto de pequeños tajos y magulladoras, y ya corrí detrás de Favalli, que prácticamente se lanzaba de cabeza entre la espesura, como un toro embravecido. No sé cuánto tiempo corrimos así. Por fin, chapoteamos en un pantano; el agua se hizo más y más profunda; había muchas achiras, sagitarias, totoras. De pronto Favalli se detuvo y choqué contra él; los dos perdimos pie. Quedamos sentados en el fango, con el agua al pecho. -¿Qué te pasó? -pregunté-. ¿Por qué te paraste? No me contestó, pero abrió la boca como un pescado sacado fuera del agua: comprendí que había quedado sin aliento; simplemente por eso se había detenido. -Tenemos que seguir corriendo -lo sacudí, hice un vano esfuerzo por ponerlo en pie-. Todavía estamos demasiado cerca del helicóptero. Era cierto: por sobre los árboles, a menos de un par de cuadras, se alzaba ya muy alta la negra humareda del incendio. Por toda respuesta, Favalli me tiró del brazo; literalmente me hundió en el fango. Saqué la cabeza del agua, quise resoplar enfurecido, pero la mano de Favalli me apretó la boca, impidiéndome respirar. No me miraba: tenía los ojos, dilatados de terror, clavados en el otro extremo del pantano. Me retorcí, zafé de posición aunque no de la mano de Favalli y miré yo también. Pude verlos, al fin. Tres hombres en mangas de camisa, armados con carabinas cortas. Uno de ellos llevaba una especie de tubo macizo, pesado, pero lo manejaba con gran soltura. Los tres avanzaron con paso ágil, moviéndose con rara eficiencia, casi sin hacer ruido. "Así avanzarían los mohicanos de Fenimoore Cooper" pensé absurdamente: uno asocia las cosas más extrañas en el momento menos oportunos... -Una bazooka de nuevo tipo... -murmuró Favalli. Aludía, seguro, al tubo macizo que llevaba uno de los hombres. Pero ya los tres terminaban de pasar, mirando siempre a los lados. Nos buscaban a nosotros, sin duda. Por fin, Favalli aflojó la mano con que me apretaba. -¿Quiénes serían? -pregunté respirando con trabajo. -No lo sé... No pude verles bien la cabeza, pero parecían hombres robots... Nos miramos. Ninguno de los dos quería esperanzarse demasiado. Si no eran hombres robots, significaba que por fin una fuerza nueva, bien organizada, bien armada, estaba enfrentando a los Ellos. -¿Habrán sido ellos quienes nos derribaron? -Seguro. Nos tirarían con esa bazooka. Una rama se quebró, inesperadamente cerca. Volvimos a sumergirnos hasta la nariz, nos apretamos aún más entre las sagitarias. Pensé en un par de carpinchos heridos, guareciéndose en lo más intrincado del bañado... El ruido se repitió, más cerca. Me apretó aún más contra los tallos verdes de la sagitaria, tuve la cara contra un manchón de huevos de caracol, los veo aún hoy con una nitidez sobrecogedora. Más cerca, el ruido... Alguien venía a través del bañado. -Estamos en su camino... Tropezará con nosotros... Pero no era uno solo. Por los nuevos ruidos que ahora sentíamos debían de ser varios... Ya los teníamos encima...Un golpe de agua me dio un bofetón y casi me tocaron al pasar a mi lado... Un hombre muy semejante a los tres de poco antes. Y enseguida otro, y otro. Iban en fila, mirando a los lados, también ellos buscándonos. No se les ocurrió que podíamos estar tan cerca; si se hubieran agachado nos habrían descubierto. Las mismas ropas simples de los otros tres. Las mismas carabinas cortas, el mismo andar suelto, ágil, decidido y... Me costó contener la exclamación. El horror casi me hace gritar. La nuca... La nuca de los hombres que seguían pasando a nuestro lado, pisándonos casi: nucas con telecomandos... Nucas de hombres robots. Seguimos inmóviles, sin respirar casi... Hasta que pasaron todos, hasta buen rato después de que juncos y cortaderas quedaron quietos, hasta que no oímos más el chapoteo que se alejaba. -Hombres robots de nuevo tipo... -murmuró Favalli -. Nunca vi hombres robots así... Se ve que éstos están muy bien adiestrados. -La invasión estará formada por varios ejércitos... ¡Lo mismo que si fuera una invasión terrestre! -Sí, eso debe ser. El que maneja a estos hombres robots debe de ser un experto, algo así como un militar de carrera... Nos miramos, desalentados. En verdad, ¿qué importaban ahora las diferencias entre los varios tipos de hombres robots? ¿Qué cambiaba para nosotros? -Tenemos que hacer algo -Favalli fue el primero que reaccionó-. Si siguen buscando terminarán por encontrarnos. -¿Se te ocurre algo? -Sí... Vamos a explorar en la dirección contraria... Si desandamos el camino que los hombres robots siguieron hasta aquí terminaremos por llegar hasta el Ello que los manda... Adiviné el resto: localizado el Ello que los mandaba, podríamos atacar, quizá vencer. Quizá apoderarnos de alguno de sus aviones... Era una esperanza insensata, pero... ¿teníamos otra alternativa? -Vamos -dije, moviéndome con trabajo. Estaba aterido... Cortaderas, totoras, sagitarias... Con el agua a media pierna avanzamos por el bañado, temiendo, a cada paso, que se abriera de pronto el telón verde y nos topáramos con más hombres robots lanzados en nuestra persecución. No fuimos lejos. Una pequeña barranca, y allí terminaba el bañado. Una espesura de madreselvas y zarzas nos cerraba el paso. Pudimos franquearla con esfuerzo, dejando jirones de ropa. Y de pronto, allí estaba: una vasta superficie pintada a manchones verdes y amarillos, estirada entre los árboles. -Parece una lona camuflada -murmuré en un hilo de voz. -Es una lona camuflada... Una tienda: mira los tiros -Favalli tenía la cabeza más fresca que yo, veía mejor las cosas. Sí, era una tienda de campaña, baja. Una antena metálica a un lado, camuflada con enredaderas. Desde arriba sería imposible ver nada. -Vamos a... Me interrumpí: algo se había movido, allí a la izquierda. Un hombre. Un hombre robot igual a los anteriores, armado también con la infaltable carabina corta. -Un centinela... -murmuré. -Sí... en la tienda es posible que esté el Ello que manda a los hombres robots que nos buscan... -No lo sé... Esa antena no se parece a las que vimos antes entre los Ellos... -También estos hombres robots son diferentes a los otros. Nos quedamos observando al centinela. Caminaba con cierto desgano. Claro, estaba en un puesto que podía considerarse de retaguardia y no tenía por qué mantenerse muy alerta. El centinela fue hasta el extremo del claro, se volvió. Le vimos entonces, también a él, el telecomando plantado en la nuca. Había que hacer algo; en cualquier momento podíamos tener encima a los hombres robots que regresaban del helicóptero incendiado. Contuve el aire en los pulmones: -Espérame aquí -dije-. Yo me encargo del centinela. En otro tiempo lo habría pensado mucho antes de atreverme así, pero ahora estaba acostumbrado a apostar todo, a apostarme a mí mismo en aquel desesperado juego: a la vida o a la muerte. Esperé que el centinela se diera vuelta y me le acerqué con paso rápido; había pasto blando, no hice ruido alguno. Lo golpeé con fuerza en la base del cuello y se le doblaron las rodillas. Busqué de repetir el golpe, pero se agachó en el último momento: le erré. Golpeé otra vez y ahora se echó para atrás: volví a errar. Él me aferró de la muñeca, no soltó, me tiró del brazo... Me encontré cayendo de cabeza hacia adelante. "Jit-Jitsu" pensé, tratando de reponerme. Pero ya se me tiraba encima. Quise revolverme y me sacudió con todo: creí que me arrancaba el cráneo. No sé cómo solté un brazo, traté de golpear, le di, no con mucha fuerza... Me apartó la mano y tomó impulso para rematarme... Al momento siguiente ya no estaba más allí: Favalli, con un tremendo golpe, me lo había sacado de encima. Y ahí estaba el hombre robot, entre el pasto, totalmente nocaut. Durante un largo instante estuvimos allí, inmóviles, agazapados contra el caído, mirando hacia la tienda. Pero no, nadie salió: el ruido de la breve pelea había pasado inadvertido. -¿Seguimos? -pregunté. -Un momento... Si fuéramos tres podríamos hacer mucho más que si seguimos siendo dos... -No te entiendo, Fava... Mi amigo señaló al caído: -Le arrancaré el telecomando, como tú lo hiciste conmigo... Será un nuevo compañero... Mostró que sabe pelear. Mientras hablaba, Favalli dio vuelta al hombre robot, le tomó con fuerza el aparato insertado en la nuca... Y tiró. Salió con inesperada facilidad. -Pero... Era para no creerlo: el aparato de telecomando no tenía lengüeta alguna. Tampoco en la nuca del hombre había ninguna herida. ¡Estaba pegado! ¡Solamente pegado! Miramos con más atención el pequeño aparato, nos miramos desconcertados. -¡Es un simulacro!¡No es un aparato de telecomando! El hombre robot no es... Algo se me incrustó entre los omóplatos. Alguien, también detrás de Favalli, dominándolo... Dos, cuatro, cinco hombres vestidos como los que viéramos en el bañado -quizás eran los mismos-, nos rodeaban, apuntándonos con las carabinas cortas. -No se muevan... Al menor movimiento en falso los acribillamos... La energía de la expresión, la soltura con que manejaban la carabina, resultaron más convincentes que la amenaza de las palabras. Favalli yo quedamos tal como nos encontraran, completamente congelados. Uno de los hombres, que debía de ser el jefe aunque vestía igual a los otros, se me acercó y, con movimiento rápido, me pasó la mano por la nuca. Enseguida me tanteó el cráneo, buscando con especial cuidado en los parietales. Me pareció que, por un instante, la sorpresa le redondeaba los ojos... Un momento después Favalli se veía sometido a la misma operación. El hombre que nos revisara miró a otro algo más bajo, de rostro rechoncho pero vigoroso. No sé por qué me pareció que aquél sería el jefe de todos: rostro de párpados hinchados, ojos rasgados, duros... Tenía algo de indio. -No tienen aparatos directores... -dijo el primer hombre con curioso acento extranjero. Me pareció estar oyendo a un locutor de noticiero cinematográfico. El que parecía el jefe se adelantó y repitió el examen a que nos sometiera el otro. Una curiosa expresión, mezcla de alivio y de fastidio, le suavizó la dureza de poco antes: una cansada, inesperada sonrisa le plegó los labios delgados: -La hicimos... -el hombre se volvió a los otros, que nos miraron con expresión desconcertada-. No son hombres robots. Son un par de pobres diablos que, vaya uno a saber cómo, lograron escapar de los Ellos... Bajen las armas. La tensión aflojó, los hombres nos miraron con desencanto. De pronto habíamos dejado de interesarles. -Tanto trabajo para nada... Y tanto tiempo perdido... -El jefe meneó la cabeza, alzando los hombros-. Habrá que volver a empezar. Favalli, reaccionando por fin, lo encaró: -¿Pueden explicarnos lo que ocurre? Nosotros no somos hombres robot... Tampoco lo son ustedes, aunque se han colocado simulacros de teledirectores... ¿Pueden decirnos por qué nos derribaron? El jefe lo miró durante un largo instante a Favalli; luego me miró a mí. El resultado del estudio debió de ser favorable porque contestó: -Sí, podemos decírselo: hemos venido hasta aquí justamente para capturar a dos o tres hombres robot. Para no atraer sospechas del enemigo nos pusimos en la nuca los aparatos teledirectores simulados... Cualesquiera que nos viera desde lejos -ésa fue la idea- nos confundiría con hombres robots. -¿Para qué quieren capturar dos o tres hombres robot? -Para llevarlos a nuestra base. Hay allí expertos que los estudiarán. Sería de vital importancia si pudiéramos apoderarnos del secreto de los telecomandos, si lográramos enterarnos de las órdenes que los Ellos transmiten a los hombres robot. -"¿Nuestra base?". ¿Dónde está esa base?¿Y de dónde vienen ustedes?¿Ustedes no son de aquí?. Hubo ansia mal reprimida en la voz de Favalli; era tanto lo que deseábamos saber, podían ser tan importantes para nosotros las respuestas... Pero el hombre se tomó su tiempo para contestar: volvió a mirarnos con ojos escrutadores, como si nos viera por primera vez. Sin duda estaba entrenado en la desconfianza, en no fiarse de nada ni de nadie. Por fin se alzó de hombros: -¿Qué más da? De todos modos, hasta los perros saben ya dónde está nuestra base -murmuró como para sí mismo. Enseguida agregó, mirando a Favalli-: Venimos de Dallas, Texas, Estados Unidos... Mi nombre es Timer, Bob Timer... Capitán Bob Timer. -Favalli, Carlos... -Salvo, Juan... Mi amigo y yo nos presentamos. Quizá nos atropellamos al hacerlo: era demasiada la urgencia que teníamos por escuchar las explicaciones. -El teniente Gustave... El capitán Timer no tenía tanta prisa: tuvimos que presentarnos ahora al que primero nos tanteara el cráneo, un hombre de rostro como mal dibujado, con mandíbula excesiva. -La invasión... ¿no llegó entonces a los Estados Unidos?¿No hubo nevada allí? Favalli tuvo que seguir preguntando. Eran demasiadas las interrogaciones que le quemaban por dentro. -Sí. La nevada llegó también a los Estados Unidos... Pero en algunas partes su efecto mortífero logró ser neutralizado desde el primer momento... Fue así como grandes áreas superpobladas lograron salvarse: Pittsburg, Nueva York, Boston, San Francisco... Casi todas las grandes ciudades se salvaron; claro que con lógicos desastres en la zona suburbana. Pero en la gran mayoría del país las cosas no anduvieron tan bien: el oeste y el centro han dejado prácticamente de existir. Es, con mucho, el mayor desastre de la historia de la nación. La economía toda está paralizada, se vive de las reservas... -¿Y Europa?¿Y el resto del mundo? -Rusia está más o menos igual que nosotros: las grandes áreas urbanas pudieron ser protegidas, pero la mayor parte del país ha sido arrasada. África, Asia, fuera de Tokio y alguna otra ciudad del Japón, no cuentan ya para nada. Han muerto cientos de millones de personas; como en Sudamérica, más o menos... En muchas partes la nevada no fue total, cayó como en manchones, pero puede decirse que en todo el mundo han perecido dos tercios de la población... Muchos en el primer momento de la nevada, otros en los desastres subsiguientes. Hay hambre, habrá lucha salvaje entre los sobrevivientes en más de un lugar... -Dos tercios de toda la población del mundo aniquilados... -Favalli repitió, como queriendo grabarse bien adentro la enormidad de lo ocurrido. -¿En cuántos otros lugares han descendido los Ellos? -pregunté. La magnitud del desastre no me sorprendía, en verdad; más importante que saber cuánta era la muerte, era ahora saber cuánta podía ser la esperanza... -El enemigo ha descendido sólo aquí, en el Gran Buenos Aires... Es ésta su primera cabeza de invasión. No hay noticia que hayan invadido en ninguna otra zona del mundo. Imposible saber por qué eligieron esta área para iniciar la invasión; lo más probable es que cualquier lugar les diera lo mismo... Por eso estamos nosotros aquí: para poder contrarrestar la invasión. Es fundamental conocer al enemigo, por si no lo saben, ésta es desde tiempos inmemoriales la primera ley del arte militar: conocer al enemigo. Por eso mis hombres y yo hemos sido enviados en misión de patrulla avanzada, con el objeto de capturar algunos hombres robots para poder estudiarlos: no nos hacemos ilusiones de que podamos echarle mano, al menos por ahora, a algún Ello. Por supuesto, no somos los primeros en intentarlo. Ya cuatro patrullas fueron enviadas antes, pero la suerte no las acompañó. El capitán Timer se interrumpió un momento, miró a sus hombres con mirada breve. Había en todos expresión sombría; era evidente que conocían de sobra la gravedad y el peligro de la empresa en que se habían embacado. -Pero, por suerte, las patrullas anteriores, aunque fueron aniquiladas a poco de ser sorprendidas, alcanzaron a transmitir a la base alguna información. Fue por estos datos que nos pusimos en la nuca los aparatos simulados: la idea es hacernos pasar por hombres robots, para poder acercarnos a las concentraciones enemigas. Con tal de obtener informaciones estamos resueltos a todo, incluso a entreverar algunos de nuestros hombres en las filas del adversario... Cuando vimos volar el helicóptero de ustedes creímos que, por fin, la suerte se inclinaba a nuestro favor. Por las patrullas anteriores sabíamos que en toda la zona no hay nadie que pueda volar, que sólo los hombres robots lo hacen... Por eso los atacamos, por eso nos tomamos el trabajo de sólo averiar el helicóptero para que cayeran de a poco, para que no se mataran al caer: si hubiéramos querido, habríamos podido hacer estallar el helicóptero en el aire... Pero... -y aquí el capitán Timer hizo un gesto de amargo desaliento-. Como ustedes ya lo saben, fallamos miserablemente: los únicos hombres que conseguimos atrapar nos salen resultando hombres corrientes, no hombres robots. Tendrán ustedes, desde luego, unas cuantas cosas interesantes para contarnos: la experiencia de cada sobreviviente vale la pena de ser escuchada. Siempre es posible que haya en ella algún dato importante que ha estado ausente en las declaraciones anteriores... Pero, y en esto disculparán ustedes, la verdad es que la gran mayoría de las declaraciones de los sobrevivientes se parecen unas a otras de manera desesperante... Casi todos los sobrevivientes hasta ahora han sido personas que, por estar al abrigo, pudieron salvarse de la nevada inicial. Han seguido escondidas después y de alguna manera se las han arreglado para sobrevivir. Pero ninguno ha visto prácticamente nada de los invasores; todos están llenos de cuentos de incidentes y de luchas, casi siempre mortales, con otros sobrevivientes, pero nada más. No se ofendan, pero no creo que ustedes puedan ampliar en mucho las declaraciones que ya tenemos en nuestra base. Vengan a la tienda, les haré llenar el cuestionario impreso. Sin esperar a que le dijéramos nada, el capitán Timer se volvió y caminó hacia la tienda. Favalli me miró con sonrisa breve, y lo seguimos. El interior era mucho más vasto de lo que parecía desde afuera: había aparatos raros, como nunca viera antes: macizos, compactos, con muchos diales. Varios hombres, en silencio, y con auriculares en la cabeza, se ocupaban de ellos. Por los lados de la tienda corría una intrincada red de conexiones. Tres grandes pantallas desiguales, como de televisión, con extraños reticulados grabados en el cristal, ocupaban toda una cabecera de la tienda. Con movimientos rápidos el capitán Timer sacó del escritorio un par de papeles: era evidente que ya habíamos dejado de interesarle, que allá en su interior volvía a ocuparse del problema que le trajera hasta allí: la captura de varios hombres robots. Favalli miró el cuestionario y conteniendo mal la sonrisa lo devolvió: -No sirve, señor... Es demasiado incompleto. -¿Cómo dice? -Lo que oye... Es tanto lo que tenemos para contarle -Favalli lo miró ahora con gran seriedad- que no hay cuestionario que alcance. -Ya sé... Ya sé... -el capitán habló con forzada paciencia-. La experiencia que cada uno ha vivido ha debido de ser tremenda... Pero, comprendan ustedes, no nos interesan ni el horror que han vivido, ni los miedos, ni cómo se las arreglaron para salvarse... Lo que en verdad nos interesa... -Perdone que le interrumpa, señor, pero le repito que lo que debemos contar es demasiado... Y quizá no sea éste el lugar más adecuado para hablar... Lo que tenemos que contar, usted perdone, señor, deberá ser escuchado por los especialistas máximos, por los mismos conductores de la campaña contra los Ellos... -¿Está usted seguro? -hubo un relámpago de divertida ironía en los rasgados ojos del capitán. -Sí, señor. Usted cree haber fracasado en su patrulla pero desde ya le digo que no necesita continuarla. Ha hecho usted algo mucho más que atrapar a un hombre robot... El capitán Timer miró ahora a Favalli con expresión nueva, como dudando entre sorprenderse o considerarlo fuera de sus cabales... -¿Acaso es usted un hombre robot, señor Favalli? -Preguntó el capitán con mal disimulado sarcasmo. -No, señor; no soy un hombre robot... Pero lo he sido. -¿Cómo dice? El capitán Timer dio un involuntario paso hacia Favalli; miró con rapidez a los demás hombres. El teniente Gustave ya se acercaba también, desconcertado. -Antes de que me crea loco mire esto... Favalli se agachó, se bajó el cuello de la tricota, les mostró la nuca. Tenía allí, en el centro, un canchón lívido. Cicatrices frescas, concéntricas, le marcaban un raro tatuaje: era donde habían estado insertadas las lengüetas del primer aparato de telecomando que le insertaran los Ellos cuando lo capturaran. -Durante un tiempo tuve insertado aquí un aparato que me transmitía órdenes directamente al cerebro... Luego me lo sacaron y me instalaron otros dos aparatos mucho más pequeños y perfeccionados, aquí, en los parietales. Mientras hablaba, Favalli guió las manos del capitán para que le tanteara el cráneo: éste no pudo evitar una breve exclamación de sorpresa cuando tocó las dos pequeñas nuevas series de cicatrices disimuladas bajo el cabello. -Toque, teniente... Pero el capitán se apartó y miró ahora a Favalli con súbito respeto. Se volvió enseguida hacia mí: -¿Usted también? -No, yo no fui capturado nunca. Pero me faltó muy poco. Momentos más tarde, sentados ante la mesa de campaña que servía de escritorio al capitán. Favalli y yo hicimos un somero relato de nuestras aventuras desde que comenzara la nevada. Pasamos muy por encima sobre las horas vividas en la casa, cuando nos encontramos como si fuéramos una pequeña isla de vida rodeada por el mar de muerte que se extendía a nuestro alrededor. Aquello, aunque de tremenda importancia para nosotros, no era lo que interesaba al capitán Timer. Cuando empezó Favalli nuestro primer encuentro con los cascarudos, el capitán lo interrumpió, hizo una señal al teniente y éste trajo un grabador a cinta magnética: Favalli tuvo que empezar de nuevo la descripción de los cascarudos. Y así, todo lo que vivimos desde que salimos del chalet fue recogido por la cinta grabadora: la central del mano que encontramos en Barrancas de Belgrano, la muerte del mano amigo, los gurbos, las alucinaciones, las diferentes armas con que el enemigo nos atacó en River Plate, la lucha en Plaza Italia y lo que llegamos a ver allí, en la Plaza del Congreso... -Tiene usted razón: todo esto debe de ser escuchado en la base... Ahora mismo partiremos. Ordenes, llamadas insistentes con una extraña chicharra. De todas partes empezaron a llegar hombres. Me sorprendió que fueran tantos. Como si supieran de memoria lo que hacían empezaron a desmontar la tienda, a desconectar los diferentes aparatos que la ocupaban. La antena exterior fue desarmada y enseguida todo estuvo repartido en unidades individuales, fáciles de transportar a pulso. Ya la "tienda" había sido plegada; el capitán Timer y el teniente Gustave empezaban a andar hacia un lado del claro. Los hombres, cargados con las diferentes partes de los aparatos, se pusieron en fila y empezaron a marchar también. -Vamos, Juan, ¿qué te pasa? Favalli tuvo que darme un codazo porque yo me había quedado mirando a un lado, hacia algo que había aparecido entre la maleza, hacia alguien que me miraba con ojos serenos... Una muchacha. Una muchacha que vestía ropa de ciudad, absurda, incongruente en aquel lugar. No muy hermosa, pero de facciones regulares, me sonreía al ver mi desconcierto. -Es Lena -explicó el teniente Gustave, que había vuelto sobre sus pasos-. Agente de servicios especiales, adscripta a nuestra unidad. -¿Vino con ustedes para capturar hombres robots?. -Así es. Fue idea del general Maxwell. La pensábamos utilizar como "cebo" para atraer a algún hombre robot. La idea no era del todo mala... -Pero no hubiera resultado -Favalli sacudió la cabeza, disgustado. No entendía, ni yo tampoco, aquella forma de hacer la guerra al enemigo por más extraterrestre que fuera-: Un hombre robot no siente, ni ve, ni padece nada por su cuenta... -prosiguió-. Todo lo hace obedeciendo las órdenes que recibe... Mientras no reciba información específica, una muchacha o un tronco de árbol son para él lo mismo. Los ojos claros de la muchacha, la línea pura del cuello, el cabello que le llegaba hasta el hombro, me recordaron de pronto, con la fuerza demoledora de un impacto tremendo, muchas cosas que habían quedado detrás, adormecidas en el fondo de la conciencia: Elena, Martita, todo el pequeño y grande y siempre maravilloso mundo femenino que me rodeara hasta el momento mortal de la nevada. -Vamos, vamos -sonriendo, comprensivo, el teniente Gustave me tomó por el brazo. -No lo interprete usted mal... -intercedió Favalli. Quiso decir algo más pero un sonido extraño, algo así como una nota grave de guitarra, llegó desde más allá de los árboles. La tensión repentina hizo que quedáramos todos como congelados, mirando hacia la espesura en momentáneo aturdimiento. La nota se repitió, por dos veces más. -Alarma general, ¡a sus puestos! La voz de Timer llegó desde el otro lado del claro, con calma profesional. Los hombres dejaron en el suelo lo que llevaban y se dispersaron, cada uno corriendo el cerrojo de la carabina, avanzando con paso ágil, resuelto. Aquello era, sin duda, una maniobra muchas veces repetida para ellos. Favalli y yo empuñamos nuestras armas, que nos habían devuelto cuando entramos en la tienda, nos miramos por un momento sin saber qué hacer. -Vengan -el teniente Gustave nos ordenó seguirlo. Busqué a Lena, pero había desaparecido. Sin duda también ella tendría un puesto asignado cuando llegaba el momento de la acción. -¿Qué pasa? -preguntó Favalli mientras trotábamos junto al teniente por entre la espesura. -Se acerca alguna presencia extraña -explicó el teniente-. El incendio del helicóptero de ustedes debe de haber llamado la atención desde mucha distancia. Es muy posible, casi seguro, que seamos atacados... -Sí... Los Ellos tienen medios, vaya uno a saber cuáles, para detectar presencias hostiles desde lejos -explicó Favalli. Iba a decir algo más, pero ya estábamos fuera de la espesura, en el borde del bañado. -¡Agacharse! -indicó el teniente con voz tranquila. A nuestros lados, dispersos, los hombres se agazaparon en el pasto. Un ruido violento e inconfundible más allá. Los árboles impedían verlo, pero era un helicóptero. -Está volando sobre el helicóptero incendiado -explicó el teniente. -¡Allá está! -Sí, al fin podemos verlo: un helicóptero igual al que nosotros tripulamos un poco antes. Tres hombres robots en la burbuja con telecomandos en la nuca. -Vuela hacia nosotros... -Están transmitiendo -dijo Favalli. Me fijé mejor: sí, el hombre robot sentado al lado del piloto hablaba con rapidez. Un micrófono de garganta, seguro. -Estará informando sobre nuestras posiciones al mano que lo manda... Si yo fuera ustedes, ahora mismo lo bajaba- concluyó Favalli. El capitán Timer, desde algún otro lado del boscaje, debió de ser de la misma opinión porque apenas Favalli había hablado oímos el crepitar de carabinas de tiro rápido. El plexiglás de la burbuja, transparente como el cristal, quedó de pronto nublado, astillado por las perforaciones de los proyectiles. Los tres hombres robots estaban ya fuera de combate. Pero no: aunque sin duda herido, el piloto maniobró para alejarse. Entonces, algo así como un bufido sordo estremeció el boscaje; una estela de humo y chispas buscó oblicua al helicóptero y hubo un estallido, un relámpago vivísimo, una detonación. Después, sólo humo: del helicóptero no quedó nada. -La bazooka antiaérea... -murmuró Favalli a mi lado, sobrecogido por lo que acabábamos de ver. Verdaderamente habíamos tenido suerte de que, poco antes, a nosotros no nos tiraran a matar, que sólo buscaran derribarnos. La maleza se apartó a mi lado. El capitán Timer y varios de sus hombres venían con expresión resuelta, como impulsados por una gran urgencia: -Seguro que transmitió nuestra posición. Lo más probable es que dentro de un minuto o dos tengamos encima quién sabe qué clase de ataque. Junte a los demás hombres, teniente, y vamos antes de que esto se ponga demasiado espeso. El teniente Gustave tenía en la cintura, en un estuche de cuero, un aparato con botones, algo parecido a una radio de transistores. Apretó dos botones y volví a oír la nota musical, como el rasguido de una cuerda de guitarra. Comprendí que los demás hombres tendrían receptores sensibles a la vibración y que de esa manera recibirían todos, a la vez y sin pérdida de tiempo, las órdenes de los comandantes. Pero por más que la orden fue dada con gran rapidez, ni siquiera hubo tiempo de ponerla en práctica. Como saltando por sobre las copas de los árboles apareció un Gloster, lanzado a gran velocidad. Un instante más y picaba hacia nosotros, con las alas chisporroteando. Relampaguearon sus cohetes al ser lanzados y, casi al mismo tiempo, se oyó el bufido de la bazooka antiaérea. El estallido ensordecedor ahí, muy cerca, y un manotazo de aire que me lanzó a un lado. Sentí por todo el cuerpo que me golpeaban la tierra y trozos de ramas. Y, casi al mismo tiempo, otro estallido en el aire, apenas sobre nuestras cabezas: el impacto de la bazooka desintegrando el aparato en pleno vuelo. -Vienen más aviones -dijo alguien entre la espesura. Miré con más atención: uno de los hombres, con auriculares, estaba inclinado sobre un pequeño aparato con correas y diales, y había estirado una antena circular. Debía de ser un radar portátil. -¿Estás bien, Juan? -Favalli preguntó a mi lado. -Yo sí. ¿Y tú? -También... Aunque faltó poco... Más crepitar de carabinas, otra vez el bufido de la bazooka, ahora a media cuadra a nuestra derecha. Era evidente que los hombres del capitán Timer disponían de varias piezas. No alcanzamos a ver los aparatos, sólo oímos los estallidos y vimos los fogonazos por detrás de las copas de los árboles: la bazooka era de una eficacia demoledora. -Si no nos tiran con cohetes teledirigidos podremos salir bien de ésta -el capitán Timer estaba ahora junto al hombre de los auriculares-. ¡No vienen más aviones...! Les bastó con los anteriores, ya tienen bastante. -No creo que usen cohetes -dijo Favalli-. En ningún momento los vi usarlos. Ni creo que los tengan. -Sin embargo -hubo preocupación en la voz del teniente Gustave-. Los cohetes intercontinentales que fueron disparados desde Arizona y otros lugares de los Estados Unidos contra el Gran Buenos Aires han sido interceptados en su totalidad... Ninguno consiguió llegar a destino. ¿Cómo han hecho para destruirlos en pleno vuelo? -Los Ellos disponen de un aparato que lanza un haz sumamente poderoso. Seguro que tiene un alcance fantástico -explicó Favalli-. Desconozco la naturaleza del haz, es posible que sea un amplificador de luz, algo así como el láser: tres veces vi explosiones atómicas, muy en la estratósfera. Seguro que eran los cohetes intercontinentales interceptados por el haz... -También yo los vi -corroboré, estremeciéndome de sólo pensar que aquel haz en lugar de ser empleado contra cohetes intercontinentales fuera utilizado para barrer nuestra posición. -Si usted me permite, un consejo, señor -Favalli se encaró con el capitán que seguía escuchando con los auriculares-. Yo, en su lugar, emprendería ahora mismo la retirada. Por más eficaces que sean sus armas, por más bien adiestrados que estén sus hombres, señor, esta posición es totalmente insostenible si los Ellos se deciden a atacar en forma. -De acuerdo... De acuerdo... -el capitán silenció con el ademán a Favalli y siguió escuchando durante unos segundos; luego, quitándose los auriculares, agregó-: Creo que es demasiado tarde... Según el radar, hay varios objetos que, desplazándose a gran velocidad por la superficie terrestre, vienen hacia nosotros. Si alzáramos vuelo, seguro que nos derribarían. -Insisto, señor... -Yo conocía a Favalli: para hablar con tanta urgencia debía de estar desesperado-. Es preferible cualquier riesgo a quedarnos aquí. El capitán Timer no pudo contestar porque retumbó en el boscaje, al otro lado del claro: el fuego de las carabinas, el bufido de las bazookas. -Ya están aquí -el rostro del capitán parecía de piedra; el esfuerzo por mantenerse impávido debía hacerle doler los músculos. Pero me olvidé enseguida de él: estaba notando, con la planta de los pies, la vibración del suelo: -¡Gurbos! -exclamé. "¿Será posible que nos ataquen con gurbos?". Más disparos de carabina, ahora muy cerca. Vi que Favalli, el capitán Timer y otros se alineaban en el borde del bañado y empezaban a disparar también. Los imité. Entonces también yo pude verlo. Era un objeto negro, metálico, algo así como una pera montada sobre orugas. Orugas raras, con largos pies metálicos en lugar de dientes... Ninguna abertura, ninguna saliente en la superficie redonda que brillaba al sol con siniestra negrura. Y eran varios. La negrura de pronto se encendió de chispazos: eran los lugares donde los proyectiles de los nuestros hacían impacto. Bufaron las bazookas y varios estallidos casi simultáneos ocultaron el aparato o al tanque o lo que fuera que venía hacia nosotros. Por entre el humo y los fogonazos de los estallidos esa cosa siguió avanzando completamente indemne. -Son microtanques -explicó Favalli, a mi lado, con expresión desalentada. -¿Microtanques? ¿Hay acaso otros mayores? -¡Por supuesto! He visto algunos enormes como casas de varios pisos... Pero con estos bastará... Ya los ves: las bazookas no les hacen nada... Favalli tenía razón; el microtanque seguía avanzando. Aunque de pronto noté con cierta esperanza que había reducido su velocidad. -¡Lo estamos frenando! -gritó entusiasmado el capitán Timer; también él había advertido lo mismo que yo. -No es por nuestros disparos, señor -aclaró Favalli-; es el terreno fangoso lo que lo frena... Está entrando al bañado... Aunque sabiendo que era prácticamente inútil, seguimos haciendo fuego. Por momentos el microtanque parecía al rojo vivo, pues no había prácticamente proyectil que se perdiera. El fragor del tiroteo era intensísimo. Los otros lados del perímetro eran atacados también por microtanques. Continuamos disparando. Cuando se va perdiendo la esperanza, uno se aferra a lo único que puede hacer. Aunque sepa que es completamente inútil. Lentamente el microtanque seguía avanzando. Con algo de inexorable en la firmeza, en la exactitud con que los pies metálicos de las orugas se hundían en el fango, chapoteando agua a los costados. -Por nuestro lado los paramos, señor... -y el que hablaba era un teniente con la camisa hecha jirones que llegó junto al capitán-. El microtanque que nos atacaba cayó en una zanja demasiado honda y no pudo volver a subir; prácticamente lo enterramos disparándole con las bazookas alrededor. -¿Seguro que está fuera de combate? -el capitán Timer lo miró sin poder creer lo que oía-. ¿No será un contratiempo momentáneo? -¡No! Al principio se movió, parecía que lograría salir de la zanja, pero finalmente quedó quieto... Era un éxito muy valioso, sin duda, pero ¿qué significaba detener a un microtanque si eran varios, por lo menos ocho, los que nos atacaban desde distintos lados? Y allí estaba el que venía hacia nuestro grupo, cada vez más cerca... Ahora lo podíamos ver muy bien: tenía mucho de insecto monstruoso. Los impactos y los estallidos no habían hecho mella alguna en la bruñida superficie. Y seguía viniendo; a veces se hundía hasta la base de las orugas, por momentos alentábamos la esperanza de que se frenara del todo, pero volvía a resurgir. No era muy alto, no tendría más de tres metros, pero parecía más alto, más imponente, por los estallidos y rebotes que lo sacudían. Y avanzaba siempre: su sola insistencia era demoledora... Supe, una vez más entre tantas, lo que era el terror final de ver llegar la aniquilación última. No recuerdo cuántas veces cambié el cargador de mi arma. Volví a cargarla, quemándome los dedos con el acero recalentado. Entreví por entre el humo a Lena, que estaba algo detrás del capitán Timer: agazapada tras un tronco, esperaba. Al lado tenía un estuche de primeros auxilios. "No harán falta sus servicios", pensé, encajando el cargador y cerrando el cerrojo. "En este combate no habrá heridos... Terminaremos de pronto en un relámpago... Todos nosotros, también ella". Volví a apuntar, volví a disparar contra el microtanque, que en aquel breve instante se había acercado más y más; ya estaba a menos de una cuadra. Apunté a la base de la oruga, traté de acertar en una especie de hueco que había allí, pero nada. Ya otros lo habían intentado, pero tampoco esta vez los disparos surtieron efecto. Siguió avanzando, ya estaba a menos de cuarenta metros... Y seguía. Y siguió... A menos de treinta metros... Se detuvo. Se detuvo... Continuamos disparando durante unos momentos, sin querer creer lo que veíamos. Pero sí, se había inmovilizado, las orugas habían dejado de girar. No había caído en zanja alguna, no lo habíamos atacado con ninguna arma nueva, no estaba en un lugar más difícil. Pero se había detenido. Otro bufar de bazooka, otro estallido. Y lo increíble: toda una parte de la negra superficie desapareció, como devorada por invisible y feroz mordisco. Otro impacto de bazooka y desapareció más superficie; incluso algo de la oruga se llevó el estallido. -¡Lo estamos desintegrando! -gritó alguno, loco de entusiasmo. Nuevos impactos y pronto el microtanque no fue más que un grotesco despojo, semioculto por las explosiones, caído finalmente algo de lado. -¡Alto el fuego! -tronó la voz del capitán Timer. Dejamos de disparar. Sobrecogidos, quedamos mirando por un momento, como hipnotizados, ese resto metálico semihundido en el barranco. Y en ese instante nos dimos cuenta que también los demás habían dejado de disparar: el silencio era total... Nos enderezamos, desconcertados, mirándonos unos a los otros sin comprender, aturdidos; todo había sido demasiado rápido... -¿Es posible que los hayamos derrotado? -uno hizo la pregunta que nos estaba quemando-. ¿Es posible que los hayamos derrotado a todos? Enseguida tuvimos la confirmación de que sí: los ocho microtanques habían resistido sin sufrir el menor daño todo el peso de nuestras armas hasta que llegaron a treinta o cuarenta metros de distancia, pero al llegar a ese punto habían sido, de pronto, vulnerables. En cuestión de segundos habían resultado completamente destrozados. -No son tan superiores como parecían- el teniente Gustave se secó la frente con la manga y sonrió satisfecho, mientras resoplaba con alivio. -No nos ilusionemos -murmuró Favalli a mi lado; se enderezó y, sin soltar el arma, se internó en el bañado. Lo seguí, me le puse al lado. -¿Qué temes?¿Qué nos vuelvan a atacar? -No sé... Enseguida lo sabremos... No era fácil avanzar por el bañado pero pronto llegamos: semihundido en el agua estaba el destruido microtanque, un confuso y enredado montón de hierros y de cables, engranajes como nunca viera antes. Con prisa, como si se le hubiera perdido algo, Favalli escarbó entre los restos. Pronto se incorporó meneando la cabeza. -¿Qué encontró? -el capitán Timer y el teniente Gustave nos habían seguido. -Nada -replicó Favalli... Nada, y eso es lo peor... Significa que el microtanque era un aparato automático, que no venía ningún mano, ningún Ello, ni siquiera un hombre robot en su interior... Significa que nuestra victoria es sólo aparente: lanzaron contra nosotros los microtanques no para atacarnos, ni para destruirnos sino simplemente para tentarnos, para ver de qué armas disponemos... Favalli miró ahora al capitán con rostro demudado: estaba francamente asustado, casi al borde del pánico. Nunca lo había visto así. -Por última vez, señor ¡Vámonos cuanto antes de aquí! Ya saben de sobra cuántos somos, con qué armas contamos, cómo las empleamos... El próximo ataque será para borrarnos del mapa o para algo peor... No lo dijo, pero adiviné que estaba pensando en lo que a él le ocurriera; en que nos atraparan y nos convirtieran en hombres robots. El capitán Timer vaciló sólo un momento. Era hombre realista, no se hacía ilusiones. Sabía que el microtanque había sido invulnerable sólo hasta que al enemigo no le interesó más. Quién sabe por qué procedimiento telemagnético los microtanques controlados desde lejos habían sido invulnerables a nuestras armas; apenas suspendida la protección magnética habían resultado presas fáciles. El interior vacío de los aparatos y la súbita y fácil victoria quedaban así explicados. -¡Vamos! Retirada doble tres... -ordenó el capitán. No necesité preguntar lo que significaba aquella orden: todos echaron a correr... Y Favalli y yo seguimos a los hombres del capitán Timer. No fue fácil evitar que se nos distanciaran: eran hombres jóvenes, bien adiestrados y en la mejor de las formas. Favalli y yo veníamos desgastados por días y días de angustias inenarrables, de peligros, de privaciones. Pero logramos mantener el tren, o por lo menos eso nos pareció: ahora pienso que alguno de los hombres del capitán Timer se rezagó deliberadamente para que no nos quedáramos atrás. Por fin los árboles ralearon, la espesura se abrió, llegamos a un claro entre grandes arbustos cuyas copas se tocaban en lo alto, como cerrando un vasto recinto. Allí, en un pastizal cuidadosamente segado, vi la silueta alargada de un avión a chorro como nunca viera antes. Debía de ser un caza bombardero, porque era grande y macizo. Todo en él hablaba de velocidades supersónicas. En cuestión de segundos todos estuvimos adentro; cuando yo me ajustaba el cinturón en el asiento que me señalaron, junto a Favalli, se me ocurrió un pensamiento que me dejó perplejo: ¿cómo haríamos para alzar vuelo, si las copas de los árboles se tocaban por arriba? Pero hice mal en preocuparme; aquel follaje tan denso no era más que un camuflaje muy bien preparado, con redes de plástico que simulaban hojas y ramas. Un momento después sentí el empujón que me sepultaba más y más contra el asiento, que me apretaba contra el respaldo: estábamos decolando. Alzamos vuelo en forma casi vertical. Por la ventanilla vi huir el verde allá abajo, vi cómo el río se achicaba a velocidad fantástica, vi nubes y enseguida no vi nada más... Sólo azul, un azul que se hacía más y más intenso. Estábamos en plena estratósfera, a quince o veinte mil metros. La aceleración dejó de apretarme contra el respaldo del asiento: ya estábamos en vuelo horizontal y pude prestar atención a mi alrededor. Favalli, en uno de los asientos vecinos, cabeceaba, ya dominado a medias por el sueño. En el asiento delantero adiviné la cabeza de Lena. Tuve por fuerza que pensar en Elena, en Martita... Otra vez, al alejarme más y más de Buenos Aires, tuve la sensación de desertar, de no hacer por recuperarlas todo lo debido. Pero logré convencerme de que para volver a reunirme con ellas debía colaborar con los que luchaban contra los Ellos. El capitán Timer, que había estado en la cabina del piloto, volvió de pronto y se sentó junto a mí en el otro asiento vacío. Me miró, sonrió para sí y luego me dijo: -Debo hacerle una confesión: si fuera sólo por lo que hemos conseguido ver del armamento del enemigo, nuestra misión de patrulla sería un fracaso. Suerte que los hemos encontrado a ustedes dos, señor Salvo. -¿A nosotros? -Sí... Acabo de informar al Comando Central sobre el reciente combate y, también, sobre cómo los encontramos a ustedes. Cosa extraña, el combate no les interesó para nada a los "cogotes" del Comando. Lo que pareció hacerles saltar en el asiento fue la revelación de que teníamos entre nosotros nada menos que a un sobreviviente del ataque a Buenos Aires, y a un ex hombre robot. Me ordenaron llevarlos sin perder un solo segundo a la sede del Comando Central: por eso el piloto que nos conduce tiene orden de batir todos los records de vuelo entre el Delta y Nueva York. Asentí; no era difícil comprender por qué resultábamos de pronto tan valiosos. Me gustó, además, la franqueza con que Timer me hablara. Pero en ese momento no pude pensar ni en una ni en otra cosa. También yo, como Favalli, había estado expuesto al peligro durante demasiado tiempo: creo que el capitán Timer volvía a hablarme cuando sentí que se me cerraban los ojos y la cabeza se me caía, vencida por el sueño, hacia adelante... Desperté al minuto siguiente, o eso al menos me pareció. Y sin embargo ya estábamos en Nueva York, en el aeropuerto de Idlewild. Apenas salí del avión, con los miembros entumecidos por la prolongada quietud y parpadeando porque la luz del sol era intensísima, miré con ansia en derredor. El ansia se trocó en alivio: era maravilloso ver que el aeródromo aparecía intacto, que no había en ninguna parte señal de lucha. Tampoco había, por más que buscara, indicios de nevada mortal. Nueva York había tenido mucha más suerte que Buenos Aires: el enemigo la había respetado... ¿Mucha más suerte? Eso creí en aquel momento. Faltaba muy poco para que cambiara totalmente de opinión... Fuimos a través de la pista hasta donde nos esperaba un helicóptero con el motor en marcha; había operarios, hombres uniformados, una reconfortante sensación de eficiencia. -Da gusto ver gente obedeciendo órdenes -resopló Favalli todavía no del todo despierto, mientras miraba en torno achicando los ojos de miope. -Sin embargo -apunté-, hay algo en todos que no termina de gustarme... Favalli asintió. No necesitó decirme más para indicarme que también él había comprendido: todos, desde el empleado que abriera la puerta del transporte, hasta el piloto del helicóptero que se disponía a llevarnos hasta el comando central, tenían el rostro demacrado, los ojos hundidos en el fondo de las cuencas y líneas nuevas, duras, recién marcadas en los rostros... No era necesario pensar mucho para adivinar el porqué de aquellas expresiones; todos sabían el peligro en que estaban, todos conocían que estaban en guerra mortal. Que en cualquier momento podía llegarles el golpe aniquilador, definitivo... Nada como el temor constante para esculpir un rostro... En el helicóptero: el capitán Timer, Favalli y yo volando ya hacia la enorme ciudad. Era reconfortante verla intacta, sin huellas de destrucción, ver imágenes increíblemente iguales a algunas tomas que viera en "Cinerama", siglos de angustia atrás. Entreví, allá abajo, por entre jirones cenicientos de nubes, la bahía con la Estatua de la Libertad, la fabulosa City, el bosque de rascacielos, el esbelto Empire State Building sobresaliendo entre los demás y, un poco más allá, el fabuloso edificio de las Naciones Unidas. Y la gente. Resultaba maravilloso ver allá abajo a los transeúntes, por millares, y hasta había algo de tránsito: aunque restringida, la vida seguía su pulso de siempre... Pensé en Buenos Aires, congelada en la muerte de la nevada, y sentí un dolor casi físico. Pero ya el helicóptero descendía en un helipuerto emplazado en la terraza de un rascacielos. Y allí, más empleados, todos con los mismos rostros devorados por dentro, soldados formidablemente armados con cascos de plástico. No pude verlos bien porque al instante siguiente ya estábamos en un ascensor ultra rápido, que, en cuestión de momentos nos dejó al nivel del suelo. Se abrieron las puertas, nos cruzamos con más ojos hundidos en la desesperación y allí estaba ya un gran automóvil negro, esperándonos. Arrancamos, la sirena nos abrió paso, enseguida estuvimos corriendo por las calles a gran velocidad. Súbitos pantallazos de gente mirándonos; alguna mujer de compras, hombres de rostros aturdidos ya peligrosamente indiferentes; en un portal, sentados en los escalones, vi a un grupo de chicos escuchando una pequeña radio a transistores. Estaban con la boca abierta, muy serios con los ojos espantados... "Malo... malo, cuando hasta los chicos se asustan...", pensé. Con chillar de frenos y llantas nos detuvimos ante un edificio extraño, no muy alto pero de basamento imponente. Adiviné enseguida que era la sede del Comando Central, formidablemente protegida por quién sabe cuántas toneladas de cemento y de acero. Bajamos y seguimos al capitán Timer marchando entre soldados armados con metralletas macizas, extrañas, que me parecieron muy complicadas. Delante de nosotros se abrió una puerta muy reforzada que me hizo recordar la del tesoro de un banco de la calle San Martín, que visité una vez... Corredores, silencio, limpieza quirúrgica, y cada tanto soldados armados con cascos de plástico. Otra puerta formidable se abrió silenciosa para dejarnos pasar. Una celda pequeña, metálica; una botonera con un sargento lampiño y de rostro sonriente al lado: estábamos en un ascensor. -¿Cuántos pisos debemos bajar? -quiso saber Favalli. -Enseguida llegamos -dijo el sargento oprimiendo un par de botones. La complicada puerta se cerró. Antes de que el sargento siguiera apretando botones, una voz metálica se oyó en alguna parte... -"¡Atención... Atención...! ¡Alerta general! Repito: ¡alerta general! Proyectil de nuevo tipo pasó la barrera tercera... Imposible pararlo. Favalli y yo nos miramos, enseguida buscamos el rostro del sargento. Con ojos aterrados, salidos de las órbitas el hombre miraba al capitán Timer como si éste pudiera hacer algo. Impávido, con toda expresión borrada del rostro, el capitán Timer miró como hipnotizado una pequeña rejilla junto a la botonera -por allí salía la voz- que seguía diciendo, con urgencia más y más alarmada: -"Proyectil de nuevo tipo pasó barrera segunda..." "Proyectil de nuevo tipo pasó barrera primera... Proyectil..." Hubo una sacudida, como si la caja metálica del ascensor hubiera sido embestida de lado. ¿Un estallido atómico? No, no podía haber sido un estallido: no habíamos sentido detonación alguna. Además, la sacudida se repetía... El ascensor se estremeció ante lo que parecían embestidas. De alguna parte llegaba como un ronco gruñido y no sé por qué pensé en una perforadora rompiendo el pavimento. -Creo saber lo que es... -musitó Favalli, muy despacio, como temiendo decir lo que pensaba-. Es un proyectil calculado para destruir refugios subterráneos... Vi dos de ellos allá, cerca del Río Luján... Continuaban las sacudidas. El capitán Timer y yo mirábamos a Favalli: imposible atinar a nada. Con un raro gemido el sargento se había encogido, era apenas un ovillo en el rincón opuesto del ascensor. Se apretaba con desesperación los oídos. -Son como trompos gigantescos -siguió explicando Favalli-. Giran a gran velocidad, se entierran hasta la profundidad deseada... Luego estallan... -Quiere decir, entonces... No puedo decir si oí algo o nada. Sólo sé que, al momento siguiente, la caja toda del ascensor era empujada con violencia increíble hacia arriba, con nosotros adentro... Algo me golpeó en la cabeza y me arrojó de lado con tremenda fuerza. Quedé aturdido durante no sé cuánto tiempo. Reaccioné. El capitán Timer y Favalli hablaban con voz calma como si no hubiera pasado nada: -Permítame, Favalli: la puerta tiene un sistema de emergencia para abrirse... Algo parecido a los eyectores explosivos de los asientos, en los aviones supersónicos... Estos son los botones... La caja del ascensor estaba inclinada. Toda una pared había quedado abollada hacia adentro. Junto a mí, podía tocarlo, estaba el sargento ascensorista. Era tan absurda la inclinación de la cabeza con respecto a los hombros que no necesité preguntar para saber que estaba muerto, con el cuello roto. Dos ruidos violentos, como de pistoletazos, y la puerta se entreabrió: polvo, algunos cascotes que rodaron hacia adentro, algo de luz. -Tenemos suerte, podemos salir -oí decir a Favalli que ya se encaramaba, arrastrándose, a una pila de escombros. El capitán Timer se volvió hacia mí, solícito: -Y, señor Salvo. ¿Cómo se siente...? -Perfectamente... Salga, que lo sigo. El capitán Timer no tenía nuestra experiencia en catástrofes: él no había analizado aún lo sucedido. Creía que su mundo de siempre seguía con todos sus valores, con toda su organización... Yo, en cambio, apenas reaccioné supe sin que nadie me lo dijera que no encontraríamos nada afuera, que todo apoyo había desaparecido, que otra vez estábamos tan solos, tan desesperados como cuando huíamos de los hombres robots, allá en las espesuras del Delta... La fuerza de la explosión, desencadenándose en un nivel inferior al nuestro, había lanzado la caja del ascensor hacia arriba: y ahora estábamos en la calle, entre un montón de escombros. Y sólo supe que estábamos en la calle porque, quién sabe por qué milagro, una columna de alumbrado se mantenía curiosamente intacta. Se había hecho de noche. Un humo acre, que ahogaba al respirar, llegaba de algún lado. Empezaron a caer gruesas gotas, calientes, viscosas por el polvo... Parecían coágulos... -Tenemos suerte. Favalli, experto y siempre técnico, recogía algo de entre los escombros al pie de la columna de alumbrado. -La radiactividad no ha aumentado prácticamente nada. Vaya a saber cómo, Favalli había encontrado un contador Geiger. Alcancé a verlo, era el modelo usado por los policías neoyorkinos; adiviné que él lo había sacado a algún agente muerto entre los escombros. -Por aquí -el capitán Timer habló con voz quebrada: el horror de lo que acababa de suceder empezaba a penetrarle el cerebro; seguro que todavía se resistía a creer que aquel Nueva York que viéramos desde lo alto, ya no existía más, que no era otra cosa que un tétrico y desolado montón de ruinas y de muerte.- Por aquí... -repitió el capitán Timer. Ahora tenía una linterna. El haz de luz penetró hasta bastante distancia a través del humo. Vimos la calle convertida en un camino cubierto de escombros; el haz de la linterna saltó a los lados, tembló: no había paredes, no había edificios, nada... -El Comando Central... -el capitán Timer se aferró a la idea. Seguramente estaba adiestrado para un momento como aquel; le habían enseñado que, de producirse el ataque atómico, los sobrevivientes debían reagruparse en torno al Comando Central, pues se descontaba que éste, por su posición en las entrañas de la tierra, resistiría cualquier ataque... -El Comando Central... -el capitán Timer, tropezando, cayendo, avanzó por entre los escombros hacia el fondo de la calle. Favalli y yo lo seguimos, no era mucho lo que podíamos hacer. Más escombros. Hubo que trepar un gran pozo de mampostería; bajé, pisé entre otros escombros, algo blanco, todavía tibio. Aparté la mano con horror. Toqué enseguida algo duro, metálico, debía ser una bicicleta... Seguí a Favalli, que gruñía algo a pocos pasos delante de mí. De pronto, él y Timer se habían detenido. Los alcancé. La linterna apuntaba ahora hacia abajo. A pesar de toda mi experiencia, debí contener el aliento. Estábamos en el borde de un cráter. Un cráter inmenso, de no sé cuántas cuadras de extensión. De una profundidad imposible de precisar, porque el haz de luz no llegaba... Aquí y allá, en pantallazos, vi blanquear trozos de cemento, vi brillar chapas de acero, adiviné que habían sido las paredes reforzadas del Comando Central. De algún lugar indeterminado llegaba el rumor sordo de una cascada de agua que estaba llenando el cráter; pronto quedaría convertido en un gran lago. -El Comando Central... -el capitán Timer miró a Favalli, luego a mí, como buscando ayuda. Todo lo que lo había sostenido hasta entonces desaparecía: las bases de la disciplina, incluso las bases del coraje... Y no estaba adiestrado para aquello. Favalli lo palmeó, lo hizo volverse: -Ahora tenemos que... -Favalli dejó la frase en el aire, tuvo que interrumpirse: desde lejos nos llegaba un extraño repiqueteo... Supe enseguida lo que era. -Tiros... En alguna parte se está combatiendo... -Sí... -asintió Favalli-. Mejor nos... Tampoco ahora terminó. Un nuevo tiroteo se sentía a lo lejos, ahora en otra dirección... De pronto escuchamos un gran vocerío distante, como un gran mar embravecido. -Hay pánico por algún lado... Favalli habló con voz opaca; había mucho de aterrador en la desolación que nos rodeaba, en la terrible violencia de la explosión, de la que eran mudos testigos los gigantescos escombros, en los tiroteos, en el vocerío distante. Como si de pronto nos hubiéramos visto envueltos por un inmenso, brutal huracán de violencia y de muerte, huracán ante el cual nada podíamos hacer. -Menos mal que hay ninguna radiactividad... -Favalli trataba de aferrarse a algo para no perder la razón-. Los Ellos han usado un proyectil "limpio". También yo traté de no pensar, también yo traté de que el cerebro se ocupara de algo inmediato para no enloquecer: -Raro que no llegaran antes otros proyectiles... Nueva York, hasta ahora se había ido salvando. -Este no es el primer ataque que sufrimos. -El capitán Timer pareció agradecer la oportunidad de hablar de algo concreto, de no pensar en la incalculable catástrofe en que estábamos sumergidos.- Nuestros científicos habían levantado en la frontera un verdadero cinturón de ondas electromagnéticas... Era el sistema supersecreto en que se basaba nuestra defensa durante la guerra fría contra Rusia. El cinturón de ondas electromagnéticas funcionó bastante bien; fueron más de veinte los cohetes anulados en pleno vuelo... Fue el mismo cinturón de ondas el que salvó a las grandes ciudades de la nevada mortal que cayó en otras partes del mundo. -¿Nueva York también fue atacada por la nevada mortal? -Favalli había echado a andar por entre los escombros; Timer y yo lo seguíamos. Cualquiera, al oírnos hablar, nos habría confundido con tres paseantes... -Sí, Nueva York fue atacada por la nevada mortal. Pero, como les decía, el cinturón de ondas electromagnéticas desintegró en la alta atmósfera los copos radiactivos. Ni una sola partícula cayó a la Tierra. -¿Y ahora?¿Qué ha pasado para que de pronto el cinturón de ondas haya dejado de funcionar, para que haya podido pasar el proyectil? El capitán Timer nos miró con expresión desolada, como si él tuviera la culpa de algo. El no podía saber lo ocurrido, pero no era difícil adivinarlo: la técnica de los Ellos era demasiado avanzada; no les habría sido difícil encontrar la manera de anular la barrera de ondas electromagnéticas y destruir Nueva York con un proyectil. Me estremecí: si los Ellos podían anular a voluntad las defensas, ahora podían repetir el impacto cuantas veces quisieran. Nos sería muy difícil sobrevivir ante un nuevo ataque. No dije nada a mis dos compañeros, pero seguro que pensaron lo mismo. Los tres apuramos el paso, comenzamos a correr lo más rápido que nos permitían los escombros. El cansancio de la carrera se hizo pronto angustioso: era irracional moverse así; para estar a salvo de un nuevo proyectil deberíamos desplazarnos quizás a decenas de kilómetros desde donde estábamos. A la velocidad que corríamos, apenas si extremando el esfuerzo resistiríamos un par de miles de metros... De pronto, el vocerío que habíamos oído antes se hizo más cercano hasta que a una cuadra los vimos: era una multitud enloquecida escapando por un boquete abierto entre los escombros. El resto de un letrero metálico nos indicó de donde salían: era gente a la que la explosión había sorprendido viajando en subterráneo. Más tiros; ahora, próximos. Alguna explosión ahogada. Por entre los restos mutilados de alguna construcción todavía en pie vimos alzarse un humo negro, con llamas rojizas en la base: empezaban los incendios... Seguimos corriendo; se podía avanzar en cualquier dirección; habían desaparecido las calles, tropezábamos en un mar de escombros que cedían bajo nuestros pies; varias veces caímos, nos lastimamos, la fatiga nos ahogó... Pero igual seguimos escapando. Se levantaban ráfagas de un viento arrasador y a pantallazos podíamos ver hasta varias cuadras de distancia. -La nube atómica empieza a desintegrarse -dijo Favalli. Me irritó su esfuerzo por explicarlo todo. ¿No era preferible abandonarse al pánico, no pensar más en nada? "Habría sido mejor que nos capturaran, que nos convirtieran en hombres robots", pensé. El esfuerzo de la carrera me rendía, me dolía todo el cuerpo, el pecho me estallaba. "Todo habría terminado ya para nosotros; estaríamos tranquilos. Y...". Un destello verdoso me interrumpió; choqué con Favalli, que también se paró bruscamente. Miramos aturdidos en derredor: por todas partes reinaba una claridad verde, muy intensa. -¡Miren! -el capitán Timer señalaba hacia arriba y a un lado. Allá, por entre el humo y las oscuras volutas de la nube atómica, resplandeciendo como una fabulosa joya, descendía una especie de enorme burbuja deforme y fosforescente. De contorno cambiante, como si estuviera hecha de material plástico, tenía en la parte media una serie de oscuros círculos metálicos que brillaban grises, amenazantes: pensé en la línea de cañones de algún viejo buque de guerra. Comparándola con los restos de edificios cercanos, la burbuja era enorme, fuera de la dimensión de cualquier vehículo humano. No tengo idea de cómo se desplazaba, sólo sé que la parte inferior aparecía envuelta en una nube de vapor blanquecino. Y no pude seguir mirándola porque ya Favalli me tomaba del brazo y me empujaba hacia un lado: -¡Vamos!... ¡Escondámonos allí! -dijo señalando lo que quedaba del esqueleto de una casa. Corrimos detrás de Favalli y pronto estuvimos en el esqueleto; trepamos por una escalera de incendio, asombrosamente intacta, hasta el segundo piso. Desde allí volvimos a mirar a la burbuja. Ya había terminado de descender: patas cortas, macizas, seis en total, la sostenían sobre los escombros a un par de metros de altura. Había mucho vapor en la parte inferior, pero vimos un par de grandes escotillas que se abrían para extender lo que parecieron anchas escaleras. Por ella vimos descender lo que a la distancia nos pareció un diminuto río oscuro... -Hombres robots -murmuró Favalli. Sí, eran centenares, miles de hombres robots que salían de la burbuja y se esparcían por el sendero de escombros, en pequeños grupos de diez o quince; todos bien armados cargados además con extraños bultos: llevaban, sin duda, desarmadas, distintas partes de las instalaciones de los Ellos. -¡Es una invasión! -exclamó el capitán Timer mirando con ojos desorbitados. Estaba sucio de polvo, sudoroso y anhelante por la carrera, trabajado el rostro por los dedos torpes del terror... Pero no lo compadecí ni sentí desprecio: seguro de que mi rostro no se diferenciaba en nada del suyo. -Sí, es la invasión -asentí-. ¡Nueva York empieza a padecer lo mismo que Buenos Aires!... ¡Lo mismo que quién sabe cuantas otras ciudades! -Pronto estarán por este lado las primeras avanzadas... Sí, había que pensar en reanudar la huida, ahora en otra dirección, para alejarnos del centro de la invasión. -Tranquilos... -Hubo una inesperada nota de alivio en la voz de Favalli...- Si los Ellos están aquí, quiere decir que no caerán nuevos proyectiles... Es un consuelo. Timer y yo tardamos en comprender, pero Favalli tenía razón. Ya teníamos experiencia en lidiar con los hombres robots; era mil veces preferible luchar contra ellos que estar expuestos al estallido de algún proyectil. -¡Miren la burbuja! -gritó Favalli señalando la extraña nave. La burbuja había sufrido un inesperado cambio: de la parte superior le crecía, con increíble rapidez, un larguísimo tallo metálico, muy derecho, que subía y subía, rematado por una esfera erizada en puntas. Era fascinante ver crecer aquella increíble antena; en pocos segundos llegó a más de quinientos metros de altura. Mientras, otras escotillas se abrían en los flancos de la burbuja: como abejas de una colmena, comenzaron a salir pequeños vehículos aéreos, de contornos irregulares, que se parecían extrañamente a tantas ilustraciones de platos voladores que viera en los diarios y revistas de hacia cinco o seis años. Eran vehículos velocísimos que rápidamente ganaban altura, lanzándose hacia el dosel de humo espeso que todavía colgaba en jirones desde lo alto. -No será tan fácil escapar... -El capitán Timer habló con voz estrangulada; le costaba mantener el control-. De alguna manera nos verán; seguro que nos atacarán... -La cuestión es no dejarse ver. Favalli, instintivamente, se apretó contra la columna de cemento, y Timer y yo nos parapetamos contra el piso, como si ya algún Ello pudiera estar observándonos. Hubo un destello vivísimo en lo alto y un estampido ensordecedor que hizo retumbar la estructura de cemento. -¡Estalló uno de los platos! -dijo Favalli señalando hacia un lado. Miré y vi una bola de fuego suspendida allá arriba; ya caían fragmentos brillantes, como de vidrio. Un poco más allá centelleó una súbita línea de fuego, como la ráfaga de una bala trazadora que hizo impacto en otro de los platos. Un nuevo destello vivísimo, otra explosión ensordecedora. -¡Estupendo! -Favalli, olvidando por un momento toda precaución, se asomó afuera tratando de descubrir desde dónde venían los proyectiles-. Desde alguna parte los están contraatacando. No había terminado Favalli de hablar cuando una luz roja nos buscó de pronto. La esfera erizada de puntas en lo alto de la larguísima antena se acaba de encender. De cada punta partía un haz de luz rojiza; era como si de pronto se hubiera abierto una enorme sombrilla de luz que protegiera a la burbuja y a una vasta zona circular, dentro de la cual veníamos a quedar también nosotros. Otros estallidos, otros estampidos. Pero ahora afuera de la sombrilla. -También los Ellos disponen de defensas electromagnéticas... -murmuró Favalli, tragando saliva, desalentado-. Todo lo que está dentro del cono de luz roja ha quedado invulnerable a los ataques desde afuera. -¿De qué te sorprendes, Fava? ¿Acaso no sabes de sobra de lo que son capaces los Ellos? ¿Cómo pudiste imaginar que con simples cohetes antiaéreos los íbamos a vencer? No sé de dónde saqué tanta calma para reprocharle así: quizá el cansancio; tal vez el hábito de que siempre salíamos derrotados, de vivir de prestado, siempre en el filo mismo de la muerte y de la destrucción definitiva me anestesiaba la sensibilidad permitiendo que mi cerebro funcionara con calma. -¡Vienen! El capitán Timer señalaba ahora hacia abajo. También yo los vi, demasiado cerca ya, corriendo, saltando por entre los escombros: una partida de diez hombres robots, armados de fusiles automáticos, de bazookas, cargados con varias cajas blindadas. Ninguno de ellos miraba hacia arriba; todos tenían demasiado concentrada la atención en los escombros que pisaban, para evitar las caídas. -Pero... ¿quiénes son? -preguntó Timer. Habíamos olvidado que Timer estaba completamente en ayunas sobre los hombres robots. -Son hombres capturados por los Ellos... -comencé. Le expliqué sintéticamente el horror de la teledirección. -Yo fui un hombre robot -intervino Favalli-. Confieso que preferiría morir a tener que repetir la experiencia. -Debe de ser atroz... Ahora les veo el aparato en la nuca. Sí, ya los hombres robots pasaban debajo de nosotros, ya podíamos verles los dispositivos de telecomando. -Si no nos ven... -comencé a decir. -¡Nos están rodeando! -gritó Timer, incorporándose, repentinamente fuera de sí-. ¡Y nosotros dejándonos envolver sin intentar nada! -¡Cállese! -Favalli trató de convencerlo, pero un violento empellón lo hizo a un lado. Timer alzó su metralleta, apuntó a los hombres robots. Pero yo no vacilé: Timer me había olvidado, me estaba ofreciendo la nuca. Le di con todo. Un puñetazo rabioso que me hizo doler la muñeca. Se desplomó sin un quejido. Favalli y yo nos incrustamos contra el cemento. Uno, dos minutos de espera ansiosa. Favalli se asomó de a poco... -No nos descubrieron... -resopló aliviado. También yo me asomé. En pequeños grupos, seguían desfilando los hombres robots bajo nosotros. Armados con metralletas, con fusiles; algunos traían armas cortas, de cañón grueso, que nunca había visto antes: -¿Y eso, Fava? ¿Qué armas son? -Lanzagranadas, Juan. Modelo norteamericano con proyectiles de 40 mm. Hablábamos con tono impersonal, como si comentáramos una película en la que nosotros mismos no tuviéramos nada que ver. Era tanta ya la costumbre que teníamos del peligro, de la muerte tan próxima. -¿Qué hacemos, Fava? Si nos movemos, nos pescan. -No tenemos necesidad de movernos. Esperaremos a que oscurezca. Quizá entonces los Ellos levanten la barrera de ondas y podamos escapar. Todo depende de que los hombres robots no nos descubran. Y de que... -¡Cuidado! Demasiado tarde. Ya Timer había reaccionado, ya estaba de pie, en el borde del piso de cemento, ya apuntaba hacia los hombres robots. Restalló la metralleta. Dos hombres robots se encogieron, cayeron. Otros saltaron a un lado, se parapetaron tras los escombros, apuntaron hacia el capitán. Ahora habló la metralleta de Favalli: eran ya inútiles las precauciones, había que "cubrir" al capitán y yo también disparé. Pero Timer estaba demasiado expuesto y tres balazos lo alcanzaron en rapidísima sucesión. Soltó la metralleta, dio un paso atrás... Se repuso, avanzó... Perdió pie... Y cayó al vacío. Con ruido seco, los proyectiles de los hombres robots seguían dando contra el cemento; con los balazos que pasaban por todas partes, apenas si Favalli y yo podíamos disparar con alguna precisión. Alcancé a ver un hombre robot apuntando con una lanzagranadas. -¡Cuidado, Fava! ¡Una granada! ¡Agáchate! La granada golpeó contra el techo de cemento, cayó detrás de Favalli, estalló... El intenso fogonazo y luego nada más... * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * Desperté en un mar lechoso. Luz sin focos, que venía de todas partes. Traté de moverme pero no pude. No, no estaba herido; al menos no me dolía nada. Y estaba lúcido. Una silueta apareció encima de mí, un rostro humano se me acercó. ¿Rostro humano? Frente alta, ojos hondos. Una mano de dedos múltiples sostenía algo que no pude ver bien... ¡Era un mano! Sacudido por el pánico, hice un esfuerzo desesperado por huir. Pero no pude mover ni un dedo. El mano me sonrió; recordé, como en un pantallazo, al mano que nos capturara en las Barrancas de Belgrano hacía... ¿cuánto?: ¿semanas?¿siglos? Pero enseguida dejé de ver al mano. Todo lo que vi fue el aparato que sostenía entre los dedos. Lenguas aceradas, que se adivinaban agudísimas. Un aparato de telecomando: iban a convertirme en hombre robot. Dedos múltiples sosteniéndome la cabeza, tanteándome ya la nuca. Grité sin un sonido, la boca cerrada. Me soltó la cabeza. Se enderezó, miró a un lado. Un zumbido entrecortado, a intervalos desiguales. "Debe de estar recibiendo instrucciones", pensé. "¿Tendré ya en la nuca el telecomando? Favalli dijo que se sufría tanto... Yo no sentí nada... Ni... El mano se volvió hacia mí. Tenía el telecomando todavía entre los dedos. "No soy un robot...", pensé. El mano meneó la cabeza, dejó a un lado el telecomando y trajo una banda transparente. Comenzó a envolverme los pies. Sí, empezó a vendarme como si fuera una momia. Para hacerlo tuvo que ladearme, y ahí creí que el corazón se me detenía: allí a un metro de distancia, estaba Favalli, vendado ya de la cabeza a los pies. Momia extraña de algún rito incomprensible. Me miró con ojos aturdidos, aterrados. Como yo lo estaba mirando a él, seguro. El mano seguía envolviéndome. Pensé en una araña monstruosa envolviéndome en "tela", haciendo un paquete para devorarlo después. "¿Para qué nos reservan?¿Que harán con nosotros?". Estábamos inmovilizados, nos vendaban... ¿Era para que no muriéramos?¿Para observarnos? "Hay avispas que paralizan arañas para poner sobre ellas los huevos. Así, cuando salen las larvas, encuentran abundante alimento a su disposición...". ¿Qué sabíamos de la biología de los manos?¿Qué sabíamos de los Ellos? ¿Qué sabíamos acerca de por qué invadían la Tierra? Ya concluía el mano. Ya me vendaba el rostro. Pude seguir viendo porque la venda era finísima. El mano desapareció por unos momentos y volvió con algo que me pareció la mitad alargada de una cápsula transparente. Me metió adentro, cerró con otra tapa igual. Hizo lo mismo con Favalli. "Ataúdes". ¿Era, finalmente, la muerte? Quién sabe por qué no servíamos como hombres robots. Se deshacían de nosotros... Raro, pero sentí un alivio enorme. Sólo entonces supe cuán cansado estaba. Sí, mejor terminar cuanto antes. Un dolor atravesándome de lado a lado; estaba pensando en Elena, en Martita... También ellas habían pasado por lo mismo... Elena, Martita... Elena, Martita... Algo nos movió, nos alzó con cápsula y todo. Alcancé a verlo: era un enorme brazo articulado que nos llevaba, suspendidos en el aire. De pronto, la burbuja gigantesca. La cosmonave que descendiera sobre las ruinas de la atomizada Nueva York. Una gran boca se abrió a un lado de la burbuja y por allí nos introdujo el brazo articulado. Nos recogió una cinta transportadora que nos dejó en un recinto de paredes transparente. Recinto extraño, de ángulos desiguales. "¿Nos ultimarán aquí...? Pero... ¿se tomarían tanto trabajo si sólo se trata de ultimarnos?". Un mano en un extremo del recinto. Manejando palancas, apretando diales de formas absurdas. Hubo un aullido prolongado, un sacudón, como un ascensor que arrancara de pronto, y se me nubló la vista. Por un momento no pude ver nada. Cuando recuperé la visión no había casi luz. Por las paredes transparentes se veían las estrellas, millones de estrellas que perforaban una negrura profunda, de terciopelo. A un lado, un gran globo iluminado a medias. Por entre un colchón de nubes reconocí el dibujo de una punta: Sudamérica... Era la Tierra... Estábamos en el espacio, alejándonos más y más... Era difícil no creer que aquello no le pasaba algún otro. La Tierra, como un gran globo terráqueo iluminado a medias y envuelto en nubes, se iba yendo, yendo, yendo... Hasta que se redujo al tamaño de una naranja, y luego fue una pelota de ping-pong, y luego fue un punto más entre tantos que brillaban contra el espacio negro, y pronto desapareció del todo... Pero no pudimos reflexionar sobre todo aquello: un aroma acre saturó el aire, sentí que los ojos me lloraban... Nada más. Desperté a la luz de un sol violáceo. Ninguna venda me ceñía el cuerpo, tenía los miembros libres, respiraba con facilidad. Sentía la cabeza como si hubiera bebido alcohol; no mucho, pero lo suficiente... Favalli, siempre a mi lado. Los dos en una especie de banco duro, con respaldo. Había otros hombres a nuestro alrededor, algunos ya de pie. Rostros desconcertados, ninguno con demasiado temor: habíamos visto tanto que ya nada nos sorprendía, ya el miedo era costumbre. Nubes bajas, de contornos duros. Paisaje árido, con rocas lisas, cortadas a grandes planos. Parecían inmensos cristales. ¿Serían artificiales? Antenas extrañas, muy altas, limitaban el lugar donde estábamos. "Supe" que estábamos encerrados, que aunque quisiéramos no podríamos escapar. Ondas invisibles harían las veces de muralla. De entre dos rocas se alzó como una escotilla de metal, y subió una plataforma, también metálica, negra. En la plataforma estaba ya instalado un mano, sentado ante un complicado tablero. Me pareció estar otra vez en la glorieta de las Barrancas de Belgrano, esperando que me colocaran en la nuca el aparato que me convertiría en un hombre robot. -¿Qué te parece que nos harán, Fava? -No tengo ni idea, Juan... -¿Nos convertirán en hombres robots? -No lo creo... Ya lo habrían hecho apenas nos capturaron, allá en la Tierra... ¿Para qué se tomarían el trabajo de traernos hasta aquí? "¿Hasta dónde?". Quise seguir preguntando pero ya el mano estaba hablando, y cuando habla un mano hay que escuchar... -Como ya lo saben por experiencia propia, la vida es dura, muy dura en la Galaxia... Ustedes, en la Tierra, han vivido alejados de todo. La vida para ustedes ha sido fácil, demasiado fácil. La Tierra ha tenido el enorme privilegio de vivir aislada. Pero la suerte de la Tierra se terminó. Desde que el Enemigo ocupó los planetas del Alfa del Centauro, la Tierra, igual que los demás planetas del Sol, se ha convertido en lugar de enorme valor estratégico. Por eso se decidió la invasión de la Tierra... para que el Enemigo no la ocupe. -Algo así como la invasión de Noruega por Alemania -gruñó cerca mío un hombre de rostro afilado-. Para que los aliados no la ocuparan. -La Tierra fue invadida de urgencia, por eso la invasión no fue todo lo contundente que debía ser... Por eso están ustedes aquí, todavía vivos... -los ojos del mano nos escrutaron; ojos duros, agudos, muy diferentes a los de aquel mano que conociéramos en Buenos Aires-. Pero siempre sacamos algo útil de los tropiezos -continuó el mano-. La lucha en la Tierra sirvió para demostrarnos que hay hombres que pueden sernos muy útiles en la lucha contra el Enemigo. Sobre todo para luchar contra él en planetas de condiciones naturales similares a las terrestres... -En otras palabras, está pensando en usarnos como mercenarios, ¿eh? -el hombre de rostro afilado se rió con risa seca. -No exactamente. Los mercenarios pelean por dinero. Ustedes pelearán para no morir. Aquellos de entre ustedes que se nieguen a luchar contra el Enemigo serán muertos en el acto. -No se lucha por miedo... ¿Qué clase de soldados seremos entonces? -De acuerdo, no se lucha por miedo. Pero sí se lucha por sobrevivir. Justamente por eso están ustedes aquí. No los hemos convertido en meros hombres robots porque ustedes han demostrado iniciativa, capacidad de resistencia, un fabuloso deseo de vivir... Cada uno de ustedes fue capturado después de mucha lucha, y algunos -aquí el mano nos miró a Favalli y a mí- han sido capaces de sobrevivir en circunstancias increíbles. Por eso están ustedes aquí: porque demostraron ser los mejores entre los terrestres. -No deja de ser un consuelo... -otra vez la risa seca-. ¡Hemos llegado a las finales!... Pero -agregó, levantando la voz-: ¿cómo haremos para pelear si no sabemos por qué lo hacemos ni contra quién? -El porqué no les interesa. Básteles saber que hay que luchar. Los Ellos están trabados en lucha mortal contra el Enemigo, que comenzó ya la invasión de la Galaxia. Nosotros los manos, como ustedes los hombres, nos debemos a los Ellos. Por eso peleamos. -No aclara mucho las cosas, ¿verdad? -hubo sarcasmo y a la vez una rabia loca en la voz del hombre de la cara afilada, le temblaban los labios al hablar-. Los hombres, después que nos han arrasado la Tierra, nos debemos a los Ellos... ¿Quiénes te crees que somos? ¿Súper esclavos? Yo no pienso mover un dedo a favor de los Ellos. -¿No? -¡No! Un silencio. El mano miró al hombre con ojos calmos, como pensándolo. -Adelántate. -No. -Es igual. El mano apretó una tecla. El hombre fue empujado hacia adelante por algo a la vez invisible e irresistible. -¿Qué opina tu compañero? -el mano miró al vecino del hombre de la cara afilada, un petiso rechoncho, de aspecto insignificante. -Este.... yo... -el hombrecillo trató de decir algo, pero no pudo. -Tranquilo, José -el otro trató de calmarlo-. Llegamos al fin del camino, eso es todo. Y en cierta manera mejor que sea así. Otra vez apretó el mano la tecla. El hombrecillo fue empujado hacia adelante, quedó lado a lado con el otro. El mano volvió a mirar a éste: -¿Quién te crees que eres?¿Acaso un Dios? Por última vez: ¿pelearás o no por los Ellos? -¡No! El mano meneó la cabeza. Apretó otra tecla. Una vibración en una antena, un relámpago: el hombre del rostro afilado y su compañero abrieron la boca, una luz cruda los iluminó por un instante, enseguida sólo se vio la luz, los dos ya no estaban, apenas si humeaba algo sobre el suelo rocoso... El hombre de la cara afilada y su compañero habían sido desintegrados... -Bien, ¿algún otro se opone a pelear contra el Enemigo? Pero pensé en Elena, en Martita. Me contuve. Habría que seguir el ejemplo. Aquel hombre había muerto fiel a sí mismo, muy digno. También Favalli se contuvo. Supe por qué lo hacía: la muerte-gesto cuando no puede dar fruto, es más fuga que coraje. -¿Ningún otro se opone a pelear contra el Enemigo? -preguntó el mano. Ninguno se movió. -Bien. No les explicaré más, Porque por ahora no es necesario; sería perder el tiempo. Porque sólo unos pocos de entre ustedes podrán luchar contra el Enemigo. Tragué saliva, y no debí ser el único, porque el mano contuvo una sonrisa. -No se lo esperaban, ¿eh? Sin embargo, ya les dije que la vida en la Galaxia es dura, muy dura, como no lo imaginaron nunca los habitantes de la Tierra... Ni sombra ya de la sonrisa en los labios del mano. -Necesitamos guerreros. Pero sólo nos interesan los mejores. Sólo los mejores pueden recibir nuestras armas. Ustedes demostraron al sobrevivir, al luchar contra nosotros, ser los mejores en la Tierra. Ahora procederemos a elegir a los mejores entre ustedes... Veamos... - el mano recorrió con la vista una especie de tablilla-, son ustedes en total unos quinientos hombres... Nos quedaremos sólo con cien... Es decir, con uno de cada cinco. Miré a Favalli, el me miró a mí. ¿Cómo harían la selección?¿A qué destino darían a los terrestres que no fueran elegidos?... -Casi todos ustedes -explicaba ya el mano- han sobrevivido actuando en parejas. Según parece la asociación más eficiente es un grupo de dos... "Ninguna mujer entre los elegidos", pensé, recién se me ocurría. ¿Por qué será? -Mantendremos las parejas que ustedes mismos han formado. Los que están solos elegirán compañeros de lucha. Las parejas serán agrupadas en series de cinco. Cada serie de cinco parejas recibirá la consigna de dominar determinado asteroide. La pareja que resulte dominadora será la elegida. Tardé en comprender. Tampoco otros entendieron, alguno preguntó: -No lo veo claro... ¿Quiere decir que cada grupo de cinco parejas tendrá que llegar primero a cierto asteroide? -No. He dicho "dominar"; por dominar se entiende quedar dueño absoluto. Cada pareja de la serie recibirá los medios para llegar al asteroide y luchar en él. La pareja que venza a todas las otras, que "domine" en el asteroide, será la elegida. -¿Qué quiere decir con "que venza a las otras"? -Favalli preguntó con voz hostil. -Que las mate. Eso quiere decir. Nada de abandonos, de rendiciones: matar o morir. Quedé aturdido. Busqué el apoyo de Favalli, pero estaba mirando el suelo. También en los demás hubo desconcierto, se miraron sin comprender. O comprendiendo ya demasiado. Para ser elegido había que matar a las otras cuatro parejas... Favalli alzó la cabeza. Me miró como nunca lo hiciera antes. Enderezó los hombros y avanzó. -Me opongo -dijo con voz calma-. No mataré a otros hombres para salvarme. No sé cómo lo hice, avancé, me puse al lado de Favalli. -También yo me opongo. -¡Y nosotros! -otra pareja se adelantó. Sin hablar, otras parejas nos imitaron. Más de una tercera parte se negaba a tomar parte en la prueba. -Ya viste lo que les pasó a los otros dos -el mano miró a Favalli con ojos helados-. ¿Quieres que te pase lo mismo a ti? ¿A ti y a tu compañero? -Acepto pelear contra el Enemigo si no hay otro remedio -Favalli contestó con voz entera, aunque algo cansada-. Pero nunca mataré a otro hombre, a sabiendas, para salvarme. Precisamente, si acepto pelear contra el Enemigo es porque pienso que de alguna manera con ellos serviré al género humano. Pero si el precio es luchar contra otros hombres, ya no puedo hacerlo. -Bien, todos los que piensan como éste que se agrupen allí. Un momento más y quedamos divididos en dos grupos. Por un lado los que nos oponíamos a matar a otros hombres. Por el otro, los más, los que sólo pensaban en su propia subsistencia... -Bien... la selección se va simplificando... El mano nos sonrió. Extendió la mano sobre el teclado que tenía delante y hubo como una ola de dedos apretando teclas. Una luz en la antena. Miré a Favalli. Sonreí también yo. Más violenta la luz. Un destello vivísimo. Lentamente se fue apagando la luz. Favalli me miró como desconcertado. También los otros se miraban aturdidos... No nos había pasado nada... El otro grupo, el que sólo había pensado en subsistir, no era más que un manchón de restos que humeaban sobre el suelo rocoso. -Bien -el mano sonrió, enigmático-. De un golpe eliminamos de la selección a todos los sobrevivientes por puro instinto. Quienes nos interesan son los que lucharon, los que se salvaron por algo, no sólo por cuidar el pellejo. Seguiremos con la selección. Pero -aquí se le acentuó la sonrisa-, introduciremos un pequeño cambio en el método... Tendrán que luchar, sí, para demostrar ser elegibles. Pero no pelearán contra otros seres humanos. Pelearán contra seres de otros planetas. La invasión a la Tierra no ha sido la única, la cosecha de sobrevivientes en otros planetas ha sido también grande, debemos elegir con cuáles nos quedaremos. Cada pareja de hombres luchará contra tres parejas de seres extraterrestres... ¿De acuerdo? Aquello cambiaba todo. O no: ¿qué más daba, luchar contra alguna fiera, contra algún monstruo proveniente de otro planeta? Todos debieron pensar lo mismo, ninguno se opuso ya... 


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