—¿Será la última sesión? —preguntó Bent.
Cerré su expediente encima de mi escritorio y miré al hombre para detectar impaciencia o súplica, pero sus ojos se habían llenado de puesta de sol tanto como de sangre. Estaba atento al gato que había al otro lado de la ventana; el animal aguardaba agazapado en el balcón mientras el capullo de araña, un blando trozo de mármol blanco en un rincón del cristal, bullía con la actividad de un agitado nacimiento. Bent se agarró a mi escritorio y miró ferozmente al gato, que había avanzado poco a poco por el balcón desde el despacho contiguo.
—Va a matarlas, ¿no es cierto? —preguntó Bent—. ¿Cómo puede tener esa sangre fría?
—Siente atracción por las arañas —sugerí.
Naturalmente, ya lo sabía.
—Supongo que eso se relaciona con la carne cruda.
—En realidad, sí. Sí, volviendo a su pregunta, ésta podría ser la última sesión. Quiero comentarle los datos que me facilitó sometido a hipnosis.
—¿Lo de los ajos?
—Los ajos, sí, y las cruces.
Bent se sobresaltó y consiguió dominarse con una sonrisa.
—Cuéntemelo, pues —dijo.
—Por favor, siéntese un momento —rogué yo mientras bordeaba el escritorio para interponerme entre él y el gato—. ¿Cómo ha ido la jornada?
—No he podido trabajar —murmuró—. Estaba despierto pero pensaba una y otra vez en el comedor de la empresa. Todas aquellas puercas riéndose y señalando. Tiene que deshacerse de eso.
—Esté seguro, lo haré. —Lo devolveré a la cadena de producción antes de que se entere, pensé—. Aunque hay logros más importantes.
—¡Pero todos me vieron! —exclamó—. ¡Ahora todo el mundo mirará!
—Mi querido señor Bent…, no, Clive, ¿puedo llamarle Clive?… Debe recordar, Clive, que todos los días, en los comedores, se piden platos más raros que carne cruda. Siempre puede explicar que es para curar una resaca.
—¿Cuando ni siquiera yo sé el porqué? No quiero esa carne —dijo con vehemencia—. Yo no la quería.
—Bien, al menos ha venido a verme. Quizá podamos encontrar una alternativa a la carne cruda.
—Sí, sí —repuso esperanzado.
Aguardé, contemplando mientras tanto las paredes de mi despacho, alisadas por la pintura color verde claro. Por un momento me sentí encerrado en la obsesión de Bent, y tuve que hacer una pausa para recordar el porqué. Al bajar la vista descubrí que la estilográfica que sostenía en mi mano estaba trazando apresuradas cruces en el papel secante, y rápidamente puse éste del revés. Durante un instante temí una recaída.
—Tiéndase —sugerí—, si ello le hace sentirse cómodo.
—Trataré de no dormirme —dijo, y en tono más esperanzado añadió—: Casi es de noche.
En cuanto estuvo tumbado en el sofá bajó la vista hacia sus manos apoyadas en el pecho. Descubiertas, se separaron rápidamente.
—Relájese tanto como pueda —dije—, no se preocupe de cómo lo hace.
Y vi que sus manos, poco a poco, se unían cómodamente sobre su pecho. Las mangas le apretaban a la altura de los codos, y él se incorporó para sacarse la chaqueta. Se había quitado el sombrero al entrar en el despacho, aunque con la amplia ala negra del mismo, más los guantes y el alto cuello había desviado la picadura del sol de su encogida carne. Yo acababa de forzar a su cuerpo a salir de la negrura y su mente seguía el ejemplo, tanteaba tímidamente desde las defensas que la habían rodeado.
—¡Vale! —exclamó como si estuviéramos jugando al escondite.
Me situé entre el sofá y la ventana para ver sus expresiones.
—Muy bien, Clive —dije—. La última vez me habló de un restaurante donde sus padres habían sostenido una discusión. ¿Recuerda?
Su semblante se agitó como agua agitada. Pero detrás de sus párpados había silencio.
—Hábleme de sus padres —dije por fin.
—Pero si ya lo sabe —dijo su comprimida cara—. Mi padre era bueno conmigo. Hasta que se hartó de las discusiones.
—¿Y su madre?
—¡Ella no lo dejaba en paz! —exclamó cegadoramene su cara—. Tantas biblias que ella sabía que él no quería, para decirle que debía acompañarla a la iglesia, sabiendo que a él le daba miedo…
—Pero no había nada que temer, ¿no es cierto?
—Nada. Usted lo sabe.
—Pues ya lo ve, él era un hombre débil. Recuerde eso. Bien, ¿por qué se pelearon en el restaurante?
—No lo sé, no puedo recordarlo. ¡Dígalo usted! ¿Por qué no lo dice usted?
—Porque es importante que lo diga usted. Como mínimo recuerda el restaurante. Adelante, Clive. ¿Qué había encima de su cabeza?
—Arañas de luces —dijo en tono de fatiga.
Una franja de sol poniente se alzaba junto a sus ojos.
—¿Qué otras cosas ve?
—Esas cubiteras con botellas dentro.
—¿No ve bien?
—No, hay poca luz. Velas…
Su voz permaneció paralizada.
—¡Ahora ve, Clive! ¿Por qué?
—¡Llamas! Ll… ¡Las llamas del infierno!
—Usted no cree en el infierno, Clive. Me lo dijo cuando estaba hipnotizado. Probemos de nuevo. ¿Llamas?
—Estaban…, dentro de ellas había… ¡la cara de un hombre, fundiéndose! Yo vi que se acercaba, pero nadie estaba mirando…
—¿Por qué no miraban?
Su temblorosa cabeza se apretó al sofá.
—¡Porque venía hacia mí!
—No, Clive, en absoluto. Porque ellos sabían qué era.
Pero él no quería hablar. Aguardé, mirando hacia la ventana para que él tuviera que reclamar mi atención. Las diminutas arañas se agitaban como inquieto caviar.
—Bien, explíquese —dijo esquivamente, con voz triste.
—Hay una docena de restaurantes donde podría ver a su hombre en llamas, en cualquiera de ellos. Ahora comienza a entender por qué ha dado la espalda a cualquier cosa que sus padres consideraban natural. ¿Cuántos años tenía entonces?
—Nueve.
—¿Lo ve claramente?
—Ya sabe que no comprendo estas cosas. ¡Ayúdeme! ¡Para eso le pago!
—Estoy ayudándole, y casi hemos llegado al final. Todavía no ha empezado a comer.
—No quiero.
—Claro que quiere.
—¡No! No…
—No…
Al otro lado de la ventana, sobre el fondo de un cielo salpicado por rayas de tigre, el gato se puso tenso para saltar.
—¡No cuando mi padre no puede! —musitó roncamente Bent.
—¡Siga, siga, Clive! ¿Por qué no puede él?
—Porque no le sirven la carne como a él le gusta.
—¿Y su madre? ¿Qué hace ella?
—Está riéndose. Dice que ella comerá de todas formas. Está mirando a mi padre cuando traen…, oh…
Su cabeza se movió a tirones.
—¿Sí?
—Carne…
—¿Sí?
—¡Ga! ¡Ga! —Podía ser un sollozo, o que estaba atragantándose—. ¡Ajo! —exclamó, y tembló.
—¿Su padre? ¿Qué hace él?
—Está levantándose. ¡Siéntate! ¡No! Ella repite todo, que es sacrílego comer carne… Él, oh, arranca el mantel de la mesa, todo cae encima de mí, todo el mundo mira, ella le pega, él la coge por el pelo, ella le muerde y luego chilla, él sonríe, ¡él está sonriendo, lo odio!
Bent se estremeció y se desplomó en las tinieblas.
—Abra los ojos —dije.
Se abrieron mucho, confiados, protegidos por el crepúsculo.
—Permítame explicarle qué veo yo —dije.
—Creo que comprendo algunas cosas —musitó.
—Sólo escuche. ¿Por qué tiene miedo de los ajos y las cruces? Porque su madre destrozó a su padre con esas cosas. ¿Por qué quiere y sin embargo no quiere carne cruda? Para ser como su padre, que usted sabía perfectamente era un hombre débil, para ser más fuerte que el hombre que acabó destrozado. Pero ahora sabe que él era débil, sabe que usted es más fuerte. Más fuerte que las mujeres que se burlan de usted porque saben que usted es fuerte. Y si usted conserva el gusto por la carne con mucha sangre, hay locales que se la servirán. ¿La luz del sol que usted teme? Eso es el hombre en llamas, que a usted le aterrorizaba porque creía que su padre estaba condenado a ir al infierno.
—Lo sé —dijo Bent—. Sólo era un camarero que estaba asando carne.
Encendí la lámpara del escritorio.
—Exacto. ¿Se siente mejor?
Tal vez estaba palpando su mente para comprobar si había algo roto.
—Sí, creo que sí —dijo por fin.
—Se sentirá mejor. ¿No es cierto?
—Sí.
—Sin vacilación. Correcto. Pero, Clive, no quiero que tenga dudas en cuanto salga de este despacho. Aguarde un momento. —Saqué mi billetero—. Le doy una tarjeta de un club del centro, el Club del Sol. Diga que va de parte mía. Descubrirá que muchos miembros del club han pasado por una experiencia similar a la de usted. Eso le resultará provechoso.
—De acuerdo —dijo mientras miraba la tarjeta con la frente arrugada.
—Prométame que irá.
—Iré —prometió—. Usted sabe más que yo.
Se abotonó el abrigo.
—¿Piensa quedarse con el sombrero? No, no lo conserve. Tírelo a la basura —dijo jactanciosamente. Se volvió cuando estaba en la puerta y miró algo situado detrás de mí—. Nunca me ha explicado para qué tiene esas arañas.
—Ah, ¿ésas? Simplemente un poco de sangre.
Observé la oscilación de su cabeza mientras bajaba los nueve tramos de escalera. Tal vez acabara durmiendo durante la noche y saliendo de día, pero los retoques importantes estaban hechos: Bent había emprendido el camino de aceptar lo que era. Una vez más agradecí la existencia de turnos de noche. Volví al escritorio y puse en orden el expediente de Clive Bent. Más tarde podía pasarme por el Club del Sol, para familiarizarme con Bent y otras caras.
Luego, durante un momento, sentí un temor irritante. Bent podía toparse con Mullen en el club. Mullen era otro que había recurrido a mí para que lo curara, sin saber que la única cura era la muerte. Al recordar que Mullen había partido hacia Grecia meses antes, me tranquilicé…, ya que había aliviado los temores de Mullen con la misma historia, la carne cruda y los ajos, los padres discutiendo de la Biblia… De hecho las cosas no habían sucedido así (mi madre provocó el alboroto en la mesa del comedor y había una cruz) pero yo estaba ya más familiarizado con la versión práctica.
El gato arañó la ventana. Al acercarme a él, los ojos del animal quedaron reducidos a oscuras rendijas, y su cuerpo se tensó. Aguardé y abrí bruscamente la ventana. El gato maulló y cayó. Nueve pisos: difícil sobrevivir, aun tratándose de un gato. Contemplé las luces de la ciudad, las luces que se apiñaban hacia el negro horizonte. Y las menudas arañas, rojas e inquietas, flotaron en sus hilos lejos de la ventana, para retroceder después y posarse suavemente, igual que una lluvia de sangre, en mi cara.
Cuentos para ver
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CÓMO DOROTHY MANTUVO ALEJADA LA PRIMAVERA - Joanna Russ
Había sido una estación muy larga y solitaria y ahora era a mediados del invierno, cuando oscurece muy temprano. A menudo, Dorothy no tenía otra cosa que hacer que deambular ensoñadoramente. Caminaba despacio escaleras arriba y abajo, a través de los desnudos salones y los lugares agrietados y llenos de polvo situados bajo las escaleras. Observaba silenciosamente los remolinos formados por la nieve alrededor de las esquinas de la casa y acudía a la cocina para echar el aliento sobre la escarcha de la ventana; pero el ama de casa no la quería ver por allí. Después, papá aparecía en el salón y daba unas patadas en el suelo para desembarazarse de la nieve que llevaba en las botas, y ella se alejaba sigilosamente, y se metía debajo de las escaleras. Y allí tenía una ensoñación larga y muy elaborada: que su madre muerta había dejado algo oculto en alguna parte de la casa para que Dorothy lo encontrara. Podía tardar días y días, mirando y revolviendo las ropas de su madre muerta pero, desde luego, ella lo reconocería instantáneamente, en cuanto lo viera. Su tos la impedía ir a la escuela o ver a mucha gente. Se quedaba sentada bajo las escaleras y pensaba mucho, y después, cuando oscurecía y el reloj del dormitorio daba las campanadas de las cinco, Dorothy subía a cenar.
Miró a su hija por encima de la mesa ante la que estaban cenando, con sus gafas redondas y sin reborde elevadas sobre la nariz. Las trenzas de la niña estaban sujetas en un ángulo de la cabeza. Se había puesto alrededor de ellas unas gomas rojas, como si no le importara el aspecto que pudiera tener.
—¿Cómo te ha ido esta tarde, Dorothy? —preguntó él.
Ella dejó de comer zanahorias con mantequilla.
—Muy bien —contestó.
Las gafas se le deslizaron hacia abajo, hasta descansar firmemente sobre la nariz.
—Súbete las gafas, cariño —le dijo él.
Ella se las subió con un dedo manchado de mantequilla y se lo quedó mirando.
—A partir de la semana que viene regresaré a casa media hora antes todos los días —dijo él—. ¿No te parece bonito? Nos podremos ver bastante antes.
Ella le miró fijamente, por encima del borde de sus gafas. Eso aumentaba la parte inferior de los ojos y no la superior. De algún modo, parecía como un pececito de colores.
—Hum —dijo ella.
Se llevó a la boca otra cucharada de zanahorias con mantequilla y las masticó con lentitud. Después de la cena, él le leyó, y más tarde, cuando llegó la hora de acostarse, le preguntó al ama de casa cómo le había ido durante el día y qué había estado haciendo. Cuando se marchó a la cama, insistió en llevarla él mismo.
Dorothy se despertó en plena noche y escuchó para saber si había alguien despierto. Sabía que debía de ser la medianoche. Todo estaba oscuro y la casa se había convertido en una gran caverna azotada por el viento que susurraba y crujía y convertía las correrías de los ratones por las paredes en una verdadera tormenta. Por debajo de las cortinas de la ventana penetraba una débil luz. Dorothy se sentó en la cama, arrebujándose con las mantas. Sacó los pies de la cama. Después, se levantó sobre las frías tablas, con sus trenzas atravesando la oscuridad y su camisón agitándose débilmente alrededor de sus pies desnudos. Caminó sobre el suelo y apartó las cortinas. Afuera estaba casi claro debido a la nieve; el cielo sólo era una masa de copos que caían y eran llevados por el viento y que sólo pasaban a pocos centímetros de sus ojos.
De puntillas, con los pies descalzos, levantándosele el camisón mientras subía la escalera por la que había corriente de aire, subió al segundo piso. En su camino, pasó junto al dormitorio de su padre, muy despacio. Estaba allí el radiador de pared. Pasó la mano por encima; estaba tan frío que el hierro helado le quemó como si fuese fuego.
En el tercer piso había amplios ventanales que se abrían al patio. Dorothy se inclinó sobre ellos durante unos pocos minutos, mirando fijamente hacia la nieve que caía.
En su sueño, colocó una mano sobre el cristal y la ventana se abrió dejando entrar una bocanada de aire. El viento se arremolinó a su alrededor; giró, la elevó y la impulsó lentamente a kilómetros y kilómetros de distancia, a través de la nieve, que seguía cayendo. Los copos cayeron sobre ella y se quedaron allí, sin licuarse. Eso le gustó. Empezó a correr. Pasó rascando, muy rápidamente, sobre una larga y blanca carretera campestre, pasó junto a colinas azotadas por el viento, entre los enormes y mudos monolitos de los árboles del bosque; pasó tranquilas avenidas de setos, atravesó los campos envueltos de blanco; pasó junto a casas de campo inclinadas y medio enterradas. Había un parque que ella había visitado una vez, con mesas para picnic al aire libre cubiertas ahora de blanco y círculos de árboles cada una de cuyas ramas aparecía cubierta de nieve. Sonrió y dejó que los pliegues de su camisón se arremolinaran alrededor de sus pies, inmensamente contenta, con los pies tocando apenas la tierra blanqueada.
Ellos estaban allí.
Uno era delgado, tan hueco como una máscara por detrás, de plata fría y cordial. Llevaba un arco de plata y unas largas flechas que tenía sobre su brazo.
Tú eres un cazador, dijo ella, con una voz deliciosamente serena en la quietud que les rodeaba. ¿Verdad? Él asintió. Los otros dos no eran tan grandes. El más alto era un viajero con nariz de payaso y un sombrero puntiagudo. La expresión de su rostro era ridícula y triste. El tercero era un gnomo, bajo y grueso, apenas nadie.
Tú pareces ser un payaso, le dijo ella prudentemente al otro. Y tú —al siguiente— eres muy pequeño, aunque no sé tu nombre. ¿Hay alguna otra cosa?
El Payaso habló y su voz sonó absurdamente elevada, delgada y triste. También estaba en silencio.
Somos aventureros, dijo con orgullo. El Cazador sonrió, aunque no tenía ni rostro ni labios con qué sonreír.
Sí, sí, añadió el Pequeño. Tenemos que destronar a un tirano que vive en una montaña. Retiene a una Princesa, cautiva en su castillo.
El Cazador sonrió y tocó ligeramente su arco.
¿Puedo ir con vosotros?, preguntó Dorothy. El Cazador extendió una mano hacia ella. Tocó la suya y su frío le quemó como fuego.
No estábamos esperando a nadie más que a ti, le dijo, y su voz tuvo un eco ligero y hueco en el claro. Dorothy se soltó el pelo y lo dejó caer. Era muy largo y le llegaba hasta la cintura. Se volvió y vio a su padre abrirse paso penosamente hacia ellos. Llevaba pieles árticas y anteojos y se hundía en la nieve hasta las rodillas.
¡No te desvanezcas en el silencio, Dorothy!, le gritó. Regresa a casa. Ven a casa. Ven a casa.
Ella le arrojó un puñado de nieve y él se disolvió en los copos de nieve, gorgoteando.
Vas hacia tu muerte.
Ellos se elevaron y se dirigieron hacia el norte, bajo el pesado cielo gris. La respiración de Dorothy producía una nube helada a su alrededor. Era tan caliente como un abrigo. La nieve era más cálida, como crema, como blancos gatitos persas, como la piel blanca del conejo, como el amor.
Miró a su hija por encima de la mesa donde cenaban. Ella se estaba bebiendo muy seriamente su leche.
—Supongo que tu tos irá mejor —dijo—. ¿Verdad? Supongo que el médico pronto te dejará ir a la escuela. ¿No te parece bonito?
—Sí, papá —contestó.
—Bueno, el invierno no dura siempre —dijo él—. ¿No te parece?
—No, papá —admitió ella.
Dejó su vaso de leche sobre la mesa, mostrando un gran bigote blanco sobre su labio superior.
—Papá —dijo—. Cuando vuelva a la escuela no sabré nada. Me habré quedado retrasada.
—¿Mi hija retrasada? —dijo él—. No te preocupes por eso. Eres lista. Ya verás como te pones al corriente en un par de semanas.
Ella asintió amablemente y terminó de beberse las últimas gotas de leche.
Una vez, el Payaso recogió una flor. Era toda blanca: pétalos, hojas y tallo; una rosa sin olor. Se la fijó en su sombrero puntiagudo y todos los viajeros cantaron una canción que ellos mismos habían compuesto:
Nuestro corazón está lleno
de buena voluntad.
Cuatro fuertes,
marchando juntos,
cantando esta canción.
La rosa cantó con ellos con una voz chillona, cantando «cinco» allí donde ellos dijeron «cuatro», porque parecía pensar que era uno de ellos. Al cabo de un rato, el Payaso la dejó caer de su sombrero a la nieve, donde dejó de cantar y se encogió, hasta convertirse en un montoncito de copos de nieve.
Murió, dijo Dorothy. El Cazador sacudió la cabeza.
Nunca fue real, dijo. Pero eso no lo sabía.
En el silencioso bosque blanco, donde el cielo caía lenta y perpetuamente, nunca era ni de día ni de noche, sólo de un gris silencioso. Como medio en penumbras y sin llegar a ser como un amanecer.
El Pequeño preguntó a Dorothy: ¿Tienes hambre? Ella se lo pensó un momento y negó con un movimiento de cabeza.
Pues debería tenerla, protestó el Payaso, ladeando ansiosamente su cabeza. El Cazador apartó del rostro de Dorothy un mechón de pelo con uno de sus dedos planos y plateados.
Ahora no.
Después de varios días, los árboles empezaron a adelgazarse y hacerse más pequeños y no tardaron en llegar a una llanura abierta donde el cielo se arqueaba como plomo sobre sus cabezas. Era un lugar terrible. Dorothy y el Cazador no sintieron miedo, pero Payaso y Pequeño se quedaron atrás, abrazados el uno al otro no por temor, como llevaron buen cuidado de señalar, sino sólo para calentarse, para alejar el escalofrío del miedo.
¡El castillo está ahí delante!, susurraron.
El Cazador caminó ligeramente por delante, llevando su arco y flechas, y Dorothy caminaba sobre las profundas huellas que iban dejando sus pies, convirtiéndolas en ángeles y rosas. Payaso y Pequeño empezaron a gemir no por temor, como se apresuraron a señalar, sino sólo para hacer ruido y alejar el silencio del miedo.
Al principio, el terreno empezó a inclinarse; después se encontraron sobre colinas; a continuación, las colinas crecieron; había palizadas, crestas, escarpas, rocas tan negras como la noche, noches rocosas como barrancos hondos, senderos en los que uno podía perderse para siempre, enormes piedras que podían bajar rodando con estruendo. El castillo del tirano estaba sobre un monstruoso terraplén, que se encorvaba desnudamente en costillas y hombros macizos, en el punto más elevado, sobre un inmenso abismo. Estaba medio colgando sobre una caída a pico. Relucía negramente, fortificado en basalto de media noche. Sobre él se agitaba rígidamente una bandera del color de la obsidiana, extendida hasta la tirantez por los fuertes vientos que azotaban la cumbre de la montaña.
Aquí es, dijo el Cazador, y su voz misteriosa y repicante produjo un eco en el paso de la montaña. El Payaso se enderezó el sombrero y sonrió suavemente hacia Dorothy. Debo tener el mejor aspecto cuando voy a afrontar el peligro, dijo. Un viento helado les golpeó, elevando el largo pelo de Dorothy sobre su cabeza, como una bandera. Empezaron a trepar.
Su padre la encontró asomada a una de las ventanas de arriba, con un vestido de algodón, dejando que el viento frío soplara a su alrededor. Estaba tratando de mantener en uno de sus dedos un copo de nieve sin que se licuara. No la regañó, pero la envió a la cama y avisó al ama de casa para que se ocupara de ella. Permaneció tumbada en la cama, con las manos cruzadas sobre su pecho, negándose amablemente a leer nada. Dijo que se sentía perfectamente bien. Estuvo tumbada allí durante todo el día. Y pensó y pensó y pensó y pensó.
La puerta que daba al castillo era una plancha de bronce; se abrió hacia un largo vestíbulo cuando Dorothy la empujó con todas sus fuerzas. Siguieron el vestíbulo, hasta que éste se abrió a una sala enorme, donde había eco y tapices colgados que representaban las cuatro estaciones y la recogida del heno y la siega y otras escenas mitológicas. Al final de la sala, sobre un trono de pedernal, estaba sentado el Tirano, con la cabeza hundida, durmiendo. Era enorme y vacilante y de una bruma gris; a través de él, Dorothy podía ver la pared situada detrás. Alrededor de su cabeza había un círculo de acero; era su corona. Rápidamente, Pequeño corrió hacia una trompeta que colgaba de la pared y sopló tres notas. El Tirano empezó a despertarse y, al levantarse, mientras aún se despertaba, el rostro se le llenó de una expresión de cólera.
¡Ponte las gafas, Dorothy!, rugió. El Cazador echó hacia atrás la cuerda invisible de su arco y rompió el círculo de acero con una flecha helada. El Tirano se hundió sobre el suelo y quedó tendido sobre un charco de lágrimas.
¡Hurra!, gritó entonces el Payaso. Hemos matado al Tirano.
¡Hurra!, gritó el Pequeño. Yo soplé el cuerno que despertó al Tirano.
¡Hurra!, gritó Dorothy. Yo abrí la puerta que nos permitió entrar en el castillo del Tirano.
El Cazador se inclinó contra una pared y dijo: mirad. Viene la Princesa.
La Princesa descendió como un soplo por un pasillo y llegó a la sala. Estaba toda hecha de niebla. Había menos de ella de lo que había habido del propio Tirano.
Gracias por salvarme, dijo con una voz apagada y apresurada, como el agua cayendo bajo los arcos de piedra. Os estoy muy agradecido.
El Payaso cayó sobre una rodilla. Todo el placer es nuestro, amorosa doncella, dijo. Ella le dio unos golpecitos en la cabeza y una pequeña nube de su mano quedó colgando de su sombrero y dejó una estela como un vaho de la respiración.
Salieron del castillo. Inmediatamente, el viento, feroz y burlón, elevó a la Princesa y se la llevó, haciéndola girar, formando andrajosas serpentinas.
Qué vergüenza, dijo Dorothy. Y Pequeño asintió.
Era hermosa, declaró tristemente el Payaso. Nunca había visto antes a nadie tan hermosa. Y dos lágrimas rodaron por sus mejillas.
Bajaron fácilmente por la encogida montaña, y el castillo, aunque no estaba muy alejado de ellos, se convirtió en un juguete de un tamaño no mayor al de la mano de Dorothy. Después, desapareció. Empezó a caer la nieve; unos árboles y arbustos nacarados fueron elevándose silenciosamente alrededor de ellos. La luz empalideció hasta adquirir un tono gris de adularía.
¡Mirad!, gritó Dorothy. ¡Oh, mirad eso! Y su voz pareció filtrarse y alejarse y perderse en el silencio. Había un lago por delante de ellos, situado como un ópalo entre los árboles que lo bordeaban y cuyas ramas se inclinaban hacia él. Dorothy echó a correr, patinó, se inclinó hacia abajo y dio vueltas sobre el hielo nebuloso, girando en círculos cada vez más y más estrechos, hasta que cayó de rodillas y se inclinó una y otra vez, saludando, mientras Pequeño y el Payaso aplaudían frenéticamente. Después, arrodillándose, orgullosa, segura, audaz, vio a través de los árboles una luz débil, un toque de color, el más pequeño de los cambios.
Había una luz por el este.
¡El amanecer!, gritó el Payaso. ¡No, la primavera!, gritó el Pequeño.
¡La primavera! ¡La primavera!, cantaron, dando vueltas, cogidos de las manos y bailando en círculo. ¡La primavera! ¡La primavera! La primavera es hermosa cuando los pájaros cantan y el hielo se derrite y vuelan los insectos y los vasos son Ming y las rosas y el corazón late y el amor lo cubre todo y la vida es la reina.
Dorothy, de rodillas sobre el hielo, dijo ¡No, no! No va a venir. Yo no lo permitiré. Pero ellos siguieron bailando.
No puedes detenerla, le gritaron.
¡La primavera, la primavera, la florida primavera! El brillo, el deshielo, el cielo, el azul, la alegría, la mermelada.
Y después, añadieron, ya sabes que viene el verano.
Dorothy empezó a llorar, allí, junto al estanque. El Cazador se arrodilló a su lado y la rodeó con un brazo. Su contacto quemaba como el fuego. Con su no-voz, aquella voz que era la síntesis de todas las voces que ella había amado, dijo: No tienes por qué hacerlo.
Entonces, todos ellos se marcharon y ella se encontró con los pies descalzos y su camisón de noche, en el patio de su casa. El sol se había elevado por el Este, en un cielo claro: había quedado roto el largo hechizo del invierno. Un rostro apareció en una ventana del segundo piso. ¡Ven aquí!, le gritó de mal humor. Vas a coger un resfriado mortal. Rápidamente, Dorothy subió corriendo las escaleras, hasta su habitación. Se metió en la cama y se tapó con las mantas, hasta la barbilla.
—Sí, papá. Sí, papá —gritó—. Ahora ya estoy en la cama.
Pero ya conocía el secreto de su madre. Lo había encontrado.
Al día siguiente, Dorothy estaba muy enferma. Al otro día casi apenas pudo despertarse, y al día siguiente murió. En su funeral hubo ramilletes de violetas, montones de azaleas y muchos gladiolos de invernadero. Era como en el verano. Así lo dijo todo el mundo. Docenas de personas acudieron para ver a Dorothy, vestida con su traje de los domingos, y muchas mujeres lloraron.
En un bosque pálido, bajo las ramas quietas y blancas y un cielo que iba cayendo lentamente, Dorothy coge una rosa blanca para el Cazador de plata sin rostro. No puede poner la rosa en otro lugar más que en sus manos, porque él está tan hueco como una máscara. Su pelo largo está hermosamente trenzado alrededor de una de sus largas flechas. Con otra, le atraviesa el corazón. Ella sonríe un poco, quizá un poco indecisa, quizá feliz.
Mantuve alejada la primavera, le dice a él. ¿Verdad? De veras que lo hice.
Mantuve alejada la primavera.
Miró a su hija por encima de la mesa ante la que estaban cenando, con sus gafas redondas y sin reborde elevadas sobre la nariz. Las trenzas de la niña estaban sujetas en un ángulo de la cabeza. Se había puesto alrededor de ellas unas gomas rojas, como si no le importara el aspecto que pudiera tener.
—¿Cómo te ha ido esta tarde, Dorothy? —preguntó él.
Ella dejó de comer zanahorias con mantequilla.
—Muy bien —contestó.
Las gafas se le deslizaron hacia abajo, hasta descansar firmemente sobre la nariz.
—Súbete las gafas, cariño —le dijo él.
Ella se las subió con un dedo manchado de mantequilla y se lo quedó mirando.
—A partir de la semana que viene regresaré a casa media hora antes todos los días —dijo él—. ¿No te parece bonito? Nos podremos ver bastante antes.
Ella le miró fijamente, por encima del borde de sus gafas. Eso aumentaba la parte inferior de los ojos y no la superior. De algún modo, parecía como un pececito de colores.
—Hum —dijo ella.
Se llevó a la boca otra cucharada de zanahorias con mantequilla y las masticó con lentitud. Después de la cena, él le leyó, y más tarde, cuando llegó la hora de acostarse, le preguntó al ama de casa cómo le había ido durante el día y qué había estado haciendo. Cuando se marchó a la cama, insistió en llevarla él mismo.
Dorothy se despertó en plena noche y escuchó para saber si había alguien despierto. Sabía que debía de ser la medianoche. Todo estaba oscuro y la casa se había convertido en una gran caverna azotada por el viento que susurraba y crujía y convertía las correrías de los ratones por las paredes en una verdadera tormenta. Por debajo de las cortinas de la ventana penetraba una débil luz. Dorothy se sentó en la cama, arrebujándose con las mantas. Sacó los pies de la cama. Después, se levantó sobre las frías tablas, con sus trenzas atravesando la oscuridad y su camisón agitándose débilmente alrededor de sus pies desnudos. Caminó sobre el suelo y apartó las cortinas. Afuera estaba casi claro debido a la nieve; el cielo sólo era una masa de copos que caían y eran llevados por el viento y que sólo pasaban a pocos centímetros de sus ojos.
De puntillas, con los pies descalzos, levantándosele el camisón mientras subía la escalera por la que había corriente de aire, subió al segundo piso. En su camino, pasó junto al dormitorio de su padre, muy despacio. Estaba allí el radiador de pared. Pasó la mano por encima; estaba tan frío que el hierro helado le quemó como si fuese fuego.
En el tercer piso había amplios ventanales que se abrían al patio. Dorothy se inclinó sobre ellos durante unos pocos minutos, mirando fijamente hacia la nieve que caía.
En su sueño, colocó una mano sobre el cristal y la ventana se abrió dejando entrar una bocanada de aire. El viento se arremolinó a su alrededor; giró, la elevó y la impulsó lentamente a kilómetros y kilómetros de distancia, a través de la nieve, que seguía cayendo. Los copos cayeron sobre ella y se quedaron allí, sin licuarse. Eso le gustó. Empezó a correr. Pasó rascando, muy rápidamente, sobre una larga y blanca carretera campestre, pasó junto a colinas azotadas por el viento, entre los enormes y mudos monolitos de los árboles del bosque; pasó tranquilas avenidas de setos, atravesó los campos envueltos de blanco; pasó junto a casas de campo inclinadas y medio enterradas. Había un parque que ella había visitado una vez, con mesas para picnic al aire libre cubiertas ahora de blanco y círculos de árboles cada una de cuyas ramas aparecía cubierta de nieve. Sonrió y dejó que los pliegues de su camisón se arremolinaran alrededor de sus pies, inmensamente contenta, con los pies tocando apenas la tierra blanqueada.
Ellos estaban allí.
Uno era delgado, tan hueco como una máscara por detrás, de plata fría y cordial. Llevaba un arco de plata y unas largas flechas que tenía sobre su brazo.
Tú eres un cazador, dijo ella, con una voz deliciosamente serena en la quietud que les rodeaba. ¿Verdad? Él asintió. Los otros dos no eran tan grandes. El más alto era un viajero con nariz de payaso y un sombrero puntiagudo. La expresión de su rostro era ridícula y triste. El tercero era un gnomo, bajo y grueso, apenas nadie.
Tú pareces ser un payaso, le dijo ella prudentemente al otro. Y tú —al siguiente— eres muy pequeño, aunque no sé tu nombre. ¿Hay alguna otra cosa?
El Payaso habló y su voz sonó absurdamente elevada, delgada y triste. También estaba en silencio.
Somos aventureros, dijo con orgullo. El Cazador sonrió, aunque no tenía ni rostro ni labios con qué sonreír.
Sí, sí, añadió el Pequeño. Tenemos que destronar a un tirano que vive en una montaña. Retiene a una Princesa, cautiva en su castillo.
El Cazador sonrió y tocó ligeramente su arco.
¿Puedo ir con vosotros?, preguntó Dorothy. El Cazador extendió una mano hacia ella. Tocó la suya y su frío le quemó como fuego.
No estábamos esperando a nadie más que a ti, le dijo, y su voz tuvo un eco ligero y hueco en el claro. Dorothy se soltó el pelo y lo dejó caer. Era muy largo y le llegaba hasta la cintura. Se volvió y vio a su padre abrirse paso penosamente hacia ellos. Llevaba pieles árticas y anteojos y se hundía en la nieve hasta las rodillas.
¡No te desvanezcas en el silencio, Dorothy!, le gritó. Regresa a casa. Ven a casa. Ven a casa.
Ella le arrojó un puñado de nieve y él se disolvió en los copos de nieve, gorgoteando.
Vas hacia tu muerte.
Ellos se elevaron y se dirigieron hacia el norte, bajo el pesado cielo gris. La respiración de Dorothy producía una nube helada a su alrededor. Era tan caliente como un abrigo. La nieve era más cálida, como crema, como blancos gatitos persas, como la piel blanca del conejo, como el amor.
Miró a su hija por encima de la mesa donde cenaban. Ella se estaba bebiendo muy seriamente su leche.
—Supongo que tu tos irá mejor —dijo—. ¿Verdad? Supongo que el médico pronto te dejará ir a la escuela. ¿No te parece bonito?
—Sí, papá —contestó.
—Bueno, el invierno no dura siempre —dijo él—. ¿No te parece?
—No, papá —admitió ella.
Dejó su vaso de leche sobre la mesa, mostrando un gran bigote blanco sobre su labio superior.
—Papá —dijo—. Cuando vuelva a la escuela no sabré nada. Me habré quedado retrasada.
—¿Mi hija retrasada? —dijo él—. No te preocupes por eso. Eres lista. Ya verás como te pones al corriente en un par de semanas.
Ella asintió amablemente y terminó de beberse las últimas gotas de leche.
Una vez, el Payaso recogió una flor. Era toda blanca: pétalos, hojas y tallo; una rosa sin olor. Se la fijó en su sombrero puntiagudo y todos los viajeros cantaron una canción que ellos mismos habían compuesto:
Nuestro corazón está lleno
de buena voluntad.
Cuatro fuertes,
marchando juntos,
cantando esta canción.
La rosa cantó con ellos con una voz chillona, cantando «cinco» allí donde ellos dijeron «cuatro», porque parecía pensar que era uno de ellos. Al cabo de un rato, el Payaso la dejó caer de su sombrero a la nieve, donde dejó de cantar y se encogió, hasta convertirse en un montoncito de copos de nieve.
Murió, dijo Dorothy. El Cazador sacudió la cabeza.
Nunca fue real, dijo. Pero eso no lo sabía.
En el silencioso bosque blanco, donde el cielo caía lenta y perpetuamente, nunca era ni de día ni de noche, sólo de un gris silencioso. Como medio en penumbras y sin llegar a ser como un amanecer.
El Pequeño preguntó a Dorothy: ¿Tienes hambre? Ella se lo pensó un momento y negó con un movimiento de cabeza.
Pues debería tenerla, protestó el Payaso, ladeando ansiosamente su cabeza. El Cazador apartó del rostro de Dorothy un mechón de pelo con uno de sus dedos planos y plateados.
Ahora no.
Después de varios días, los árboles empezaron a adelgazarse y hacerse más pequeños y no tardaron en llegar a una llanura abierta donde el cielo se arqueaba como plomo sobre sus cabezas. Era un lugar terrible. Dorothy y el Cazador no sintieron miedo, pero Payaso y Pequeño se quedaron atrás, abrazados el uno al otro no por temor, como llevaron buen cuidado de señalar, sino sólo para calentarse, para alejar el escalofrío del miedo.
¡El castillo está ahí delante!, susurraron.
El Cazador caminó ligeramente por delante, llevando su arco y flechas, y Dorothy caminaba sobre las profundas huellas que iban dejando sus pies, convirtiéndolas en ángeles y rosas. Payaso y Pequeño empezaron a gemir no por temor, como se apresuraron a señalar, sino sólo para hacer ruido y alejar el silencio del miedo.
Al principio, el terreno empezó a inclinarse; después se encontraron sobre colinas; a continuación, las colinas crecieron; había palizadas, crestas, escarpas, rocas tan negras como la noche, noches rocosas como barrancos hondos, senderos en los que uno podía perderse para siempre, enormes piedras que podían bajar rodando con estruendo. El castillo del tirano estaba sobre un monstruoso terraplén, que se encorvaba desnudamente en costillas y hombros macizos, en el punto más elevado, sobre un inmenso abismo. Estaba medio colgando sobre una caída a pico. Relucía negramente, fortificado en basalto de media noche. Sobre él se agitaba rígidamente una bandera del color de la obsidiana, extendida hasta la tirantez por los fuertes vientos que azotaban la cumbre de la montaña.
Aquí es, dijo el Cazador, y su voz misteriosa y repicante produjo un eco en el paso de la montaña. El Payaso se enderezó el sombrero y sonrió suavemente hacia Dorothy. Debo tener el mejor aspecto cuando voy a afrontar el peligro, dijo. Un viento helado les golpeó, elevando el largo pelo de Dorothy sobre su cabeza, como una bandera. Empezaron a trepar.
Su padre la encontró asomada a una de las ventanas de arriba, con un vestido de algodón, dejando que el viento frío soplara a su alrededor. Estaba tratando de mantener en uno de sus dedos un copo de nieve sin que se licuara. No la regañó, pero la envió a la cama y avisó al ama de casa para que se ocupara de ella. Permaneció tumbada en la cama, con las manos cruzadas sobre su pecho, negándose amablemente a leer nada. Dijo que se sentía perfectamente bien. Estuvo tumbada allí durante todo el día. Y pensó y pensó y pensó y pensó.
La puerta que daba al castillo era una plancha de bronce; se abrió hacia un largo vestíbulo cuando Dorothy la empujó con todas sus fuerzas. Siguieron el vestíbulo, hasta que éste se abrió a una sala enorme, donde había eco y tapices colgados que representaban las cuatro estaciones y la recogida del heno y la siega y otras escenas mitológicas. Al final de la sala, sobre un trono de pedernal, estaba sentado el Tirano, con la cabeza hundida, durmiendo. Era enorme y vacilante y de una bruma gris; a través de él, Dorothy podía ver la pared situada detrás. Alrededor de su cabeza había un círculo de acero; era su corona. Rápidamente, Pequeño corrió hacia una trompeta que colgaba de la pared y sopló tres notas. El Tirano empezó a despertarse y, al levantarse, mientras aún se despertaba, el rostro se le llenó de una expresión de cólera.
¡Ponte las gafas, Dorothy!, rugió. El Cazador echó hacia atrás la cuerda invisible de su arco y rompió el círculo de acero con una flecha helada. El Tirano se hundió sobre el suelo y quedó tendido sobre un charco de lágrimas.
¡Hurra!, gritó entonces el Payaso. Hemos matado al Tirano.
¡Hurra!, gritó el Pequeño. Yo soplé el cuerno que despertó al Tirano.
¡Hurra!, gritó Dorothy. Yo abrí la puerta que nos permitió entrar en el castillo del Tirano.
El Cazador se inclinó contra una pared y dijo: mirad. Viene la Princesa.
La Princesa descendió como un soplo por un pasillo y llegó a la sala. Estaba toda hecha de niebla. Había menos de ella de lo que había habido del propio Tirano.
Gracias por salvarme, dijo con una voz apagada y apresurada, como el agua cayendo bajo los arcos de piedra. Os estoy muy agradecido.
El Payaso cayó sobre una rodilla. Todo el placer es nuestro, amorosa doncella, dijo. Ella le dio unos golpecitos en la cabeza y una pequeña nube de su mano quedó colgando de su sombrero y dejó una estela como un vaho de la respiración.
Salieron del castillo. Inmediatamente, el viento, feroz y burlón, elevó a la Princesa y se la llevó, haciéndola girar, formando andrajosas serpentinas.
Qué vergüenza, dijo Dorothy. Y Pequeño asintió.
Era hermosa, declaró tristemente el Payaso. Nunca había visto antes a nadie tan hermosa. Y dos lágrimas rodaron por sus mejillas.
Bajaron fácilmente por la encogida montaña, y el castillo, aunque no estaba muy alejado de ellos, se convirtió en un juguete de un tamaño no mayor al de la mano de Dorothy. Después, desapareció. Empezó a caer la nieve; unos árboles y arbustos nacarados fueron elevándose silenciosamente alrededor de ellos. La luz empalideció hasta adquirir un tono gris de adularía.
¡Mirad!, gritó Dorothy. ¡Oh, mirad eso! Y su voz pareció filtrarse y alejarse y perderse en el silencio. Había un lago por delante de ellos, situado como un ópalo entre los árboles que lo bordeaban y cuyas ramas se inclinaban hacia él. Dorothy echó a correr, patinó, se inclinó hacia abajo y dio vueltas sobre el hielo nebuloso, girando en círculos cada vez más y más estrechos, hasta que cayó de rodillas y se inclinó una y otra vez, saludando, mientras Pequeño y el Payaso aplaudían frenéticamente. Después, arrodillándose, orgullosa, segura, audaz, vio a través de los árboles una luz débil, un toque de color, el más pequeño de los cambios.
Había una luz por el este.
¡El amanecer!, gritó el Payaso. ¡No, la primavera!, gritó el Pequeño.
¡La primavera! ¡La primavera!, cantaron, dando vueltas, cogidos de las manos y bailando en círculo. ¡La primavera! ¡La primavera! La primavera es hermosa cuando los pájaros cantan y el hielo se derrite y vuelan los insectos y los vasos son Ming y las rosas y el corazón late y el amor lo cubre todo y la vida es la reina.
Dorothy, de rodillas sobre el hielo, dijo ¡No, no! No va a venir. Yo no lo permitiré. Pero ellos siguieron bailando.
No puedes detenerla, le gritaron.
¡La primavera, la primavera, la florida primavera! El brillo, el deshielo, el cielo, el azul, la alegría, la mermelada.
Y después, añadieron, ya sabes que viene el verano.
Dorothy empezó a llorar, allí, junto al estanque. El Cazador se arrodilló a su lado y la rodeó con un brazo. Su contacto quemaba como el fuego. Con su no-voz, aquella voz que era la síntesis de todas las voces que ella había amado, dijo: No tienes por qué hacerlo.
Entonces, todos ellos se marcharon y ella se encontró con los pies descalzos y su camisón de noche, en el patio de su casa. El sol se había elevado por el Este, en un cielo claro: había quedado roto el largo hechizo del invierno. Un rostro apareció en una ventana del segundo piso. ¡Ven aquí!, le gritó de mal humor. Vas a coger un resfriado mortal. Rápidamente, Dorothy subió corriendo las escaleras, hasta su habitación. Se metió en la cama y se tapó con las mantas, hasta la barbilla.
—Sí, papá. Sí, papá —gritó—. Ahora ya estoy en la cama.
Pero ya conocía el secreto de su madre. Lo había encontrado.
Al día siguiente, Dorothy estaba muy enferma. Al otro día casi apenas pudo despertarse, y al día siguiente murió. En su funeral hubo ramilletes de violetas, montones de azaleas y muchos gladiolos de invernadero. Era como en el verano. Así lo dijo todo el mundo. Docenas de personas acudieron para ver a Dorothy, vestida con su traje de los domingos, y muchas mujeres lloraron.
En un bosque pálido, bajo las ramas quietas y blancas y un cielo que iba cayendo lentamente, Dorothy coge una rosa blanca para el Cazador de plata sin rostro. No puede poner la rosa en otro lugar más que en sus manos, porque él está tan hueco como una máscara. Su pelo largo está hermosamente trenzado alrededor de una de sus largas flechas. Con otra, le atraviesa el corazón. Ella sonríe un poco, quizá un poco indecisa, quizá feliz.
Mantuve alejada la primavera, le dice a él. ¿Verdad? De veras que lo hice.
Mantuve alejada la primavera.
LA VISITA - Ray Bradbury
Le había llamado y se produciría una visita.
Al principio el joven se mostró reticente, dijo que no, que no gracias, que lo sentía; lo entendía, pero no.
Pero luego, cuando fue consciente del silencio de ella al otro lado del auricular, de la ausencia total de sonido, exceptuando la clase de dolor que se oculta a los demás, había esperado un buen rato hasta que finalmente dijo que sí, de acuerdo, ven, pero, por favor, no te quedes mucho rato. Es una situación rara y no sé cómo manejarla.
Ella tampoco. Cuando acudió al apartamento del joven, tuvo tiempo de preguntarse qué le diría, cómo reaccionaría él y cuáles serían sus palabras. Temía reaccionar de forma emocional, que llegara un punto en que acabase echándola del piso y dando un portazo.
Porque no conocía al joven de nada. Era un completo extraño. No sólo no se conocían, sino que hasta el día anterior ni siquiera sabía su nombre; lo había averiguado tras preguntar, desesperada, a las amistades de un hospital local. Ahora, antes de que fuese demasiado tarde, tenía que visitar a un completo desconocido por los motivos más inverosímiles de toda su vida o, para el caso, de todas las vidas de las madres del mundo desde el inicio de los tiempos.
–Espere, por favor.
Dio un billete de veinte dólares al taxista para asegurarse de encontrarlo allí si salía antes de lo que esperaba, y permaneció en la entrada del edificio de apartamentos un buen rato antes de aspirar con fuerza, abrir la puerta, entrar y tomar el ascensor hasta la tercera planta.
Cerró los ojos ante la puerta, llenó de aire los pulmones y llamó. No hubo respuesta. Un pánico repentino hizo que llamase con más fuerza. finalmente, en esta ocasión, se abrió la puerta.
El joven, que tendría entre veinte y veinticuatro años, la miró con timidez y dijo:
–¿Señora Hadley?
–No te pareces en nada a él –dijo ella sin poder evitarlo–. Me refiero a… –Guardó silencio, se sonrojó y a punto estuvo de darse la vuelta para marcharse.
–No esperaría que lo hiciera, ¿verdad?
Abrió la puerta y se hizo a un lado. Había una cafetera en una mesilla situada en mitad del apartamento.
–No, no, bobo. No sé ni lo que me digo.
–Siéntese, por favor. Soy William Robinson. Bill para usted, supongo. ¿Solo o con leche?
–Solo. –Le observó mientras él servía el café.
–¿Cómo me ha encontrado? –preguntó el joven, tendiéndole la taza.
La tomó con pulso tembloroso.
–Tengo contactos en el hospital. Hicieron algunas averiguaciones a petición mía.
–No tendrían que haberlo hecho.
–Sí, lo sé. Pero les insistí. Verás, voy a mudarme un año a Francia, tal vez más. Ésta es mi última oportunidad de visitar a mi… Es decir…
Guardó silencio, la vista clavada en la taza de café.
–Unieron la línea de puntos, a pesar de que supuestamente los archivos estaban bajo llave –concluyó él en voz baja.
–Sí –confirmó ella–. Todo encajaba. La noche que falleció mi hijo es la misma en que te ingresaron en el hospital para el trasplante de corazón. Tenías que ser tú. No hubo otra operación de esa clase ni esa noche ni en toda la semana. Supe que cuando te dieron el alta, mi hijo, o al menos su corazón… –Tuvo dificultades para decirlo– se fueron contigo. –Dejó la taza de café en la mesilla.
–No sé qué hago aquí –dijo.
–Sí lo sabe –dijo él.
–No, de veras, no tengo ni idea. Es todo tan raro y triste y terrible y, al mismo tiempo, no sé, como un regalo de Dios. ¿Tiene sentido?
–Para mí, sí. Estoy vivo gracias a ese regalo.
Entonces fue él quien guardó silencio, se sirvió café, revolvió el azúcar y tomó un sorbo.
–¿Adónde irá cuando se marche? –preguntó el joven.
–¿Adónde? –preguntó ella, indecisa.
–Quiero decir… –Su propia torpeza hizo que el joven torciera el gesto. Sencillamente las palabras no acudían a sus labios–. Quiero decir si tiene otras visitas pendientes. ¿Hay más…?
–Comprendo. –La mujer asintió varias veces, recuperó las riendas al envarar el cuerpo, se miró las manos en el regazo y, finalmente, se encogió de hombros–. Sí, hay otros. Mi hijo… donaron sus ojos a alguien en Oregón. Y en Tucson hay una persona que…
–No tiene que seguir –dijo el joven–. No he debido preguntar.
–No, no. Todo es tan raro, tan ridículo. Es tan nuevo. Hace unos años, no hubiera pasado nada semejante. Ahora vivimos en una nueva era. No sé si reír o llorar. A veces empiezo a hacer una cosa y acabo haciendo otra. Me despierto confundida. Me pregunto a menudo si él está confundido. Pero eso es incluso más absurdo porque no está en ninguna parte.
–Está en alguna parte –dijo el joven–. Aquí. Y yo estoy vivo porque él está aquí en este preciso momento.
A la mujer se le empañó la mirada, pero no derramó una sola lágrima.
–Sí. Gracias.
–No, gracias a él y a usted por permitirme vivir.
La mujer se levantó de pronto, empujada por una emoción incontenible. Miró a su alrededor en busca de la puerta, perfectamente visible, pero fue como si no la viera.
–¿Adónde va a ir?
–Yo…
–Pero ¡si acaba de entrar!
–¡Esto es una estupidez! –protestó–. Es muy incómodo. Estoy depositando mucho peso sobre ti, sobre mí misma. Voy a irme antes de que todo se vuelva tan absurdo que acabe perdiendo la razón.
–Quédese –pidió el joven.
Obediente, estuvo a punto de sentarse.
–Termine el café.
Permaneció de pie, pero tomó de nuevo la taza con pulso tembloroso. El imperceptible tintineo de la taza fue el único sonido que hubo cuando que la devolvió al platillo y dijo:
–Tengo que marcharme. Me siento algo indispuesta. Como si fuera a desmayarme en cualquier momento. Estoy avergonzada de mí misma por haber venido. Qué Dios te bendiga, joven, y que tengas una larga vida.
Se volvió hacia la puerta, pero él se interpuso en su camino.
–Haga lo que ha venido a hacer.
–¿Qué? ¿Qué?
–Ya lo sabe. Lo sabe perfectamente. No me importa. Hágalo.
–Pero…
–Adelante –dijo él, bajando el tono de voz. Cerró los ojos, los brazos a los costados, esperando.
Le miró la cara y luego el pecho, donde bajo la camisa había un leve temblor.
–Ahora –dijo él en voz baja.
Ella casi se movió.
–Ahora –repitió.
Dio un paso hacia él. Volvió la cabeza y acercó la oreja derecha, agachándose un poco, centímetro a centímetro, hasta tocar con ella el pecho del joven.
Podría haberse echado a llorar, pero no lo hizo. Podría haber exclamado algo, pero no lo hizo. Cerraba los ojos con fuerza y estaba escuchando. Movió los labios, diciendo algo, tal vez un nombre, una y otra vez, casi al ritmo del latido que oía bajo la camisa, bajo la piel, en el interior del cuerpo del paciente joven.
El corazón seguía latiendo allí.
Escuchó.
Los latidos del corazón eran regulares, constantes.
Pasó un rato escuchando. Poco a poco recuperó el aliento, sus mejillas recuperaron su color.
Escuchó.
Los latidos del corazón.
Entonces levantó la cabeza, miró por última vez a la cara al joven, y rozó fugazmente con los labios su mejilla, se dio la vuelta y recorrió apresuradamente el trecho que la separaba de la puerta, todo ello sin dar las gracias, puesto que no era necesario darlas. Abrió la puerta sin volverse siquiera, salió y la cerró con suavidad.
El joven esperó unos instantes. Levantó la mano derecha y la deslizó por la camisa, por su pecho, para palpar lo que había dentro. Seguía con los ojos cerrados y el rostro vacío de toda emoción.
Después de volverse, tomó asiento sin mirar dónde se había sentado, alcanzó la taza y apuró el café.
Al principio el joven se mostró reticente, dijo que no, que no gracias, que lo sentía; lo entendía, pero no.
Pero luego, cuando fue consciente del silencio de ella al otro lado del auricular, de la ausencia total de sonido, exceptuando la clase de dolor que se oculta a los demás, había esperado un buen rato hasta que finalmente dijo que sí, de acuerdo, ven, pero, por favor, no te quedes mucho rato. Es una situación rara y no sé cómo manejarla.
Ella tampoco. Cuando acudió al apartamento del joven, tuvo tiempo de preguntarse qué le diría, cómo reaccionaría él y cuáles serían sus palabras. Temía reaccionar de forma emocional, que llegara un punto en que acabase echándola del piso y dando un portazo.
Porque no conocía al joven de nada. Era un completo extraño. No sólo no se conocían, sino que hasta el día anterior ni siquiera sabía su nombre; lo había averiguado tras preguntar, desesperada, a las amistades de un hospital local. Ahora, antes de que fuese demasiado tarde, tenía que visitar a un completo desconocido por los motivos más inverosímiles de toda su vida o, para el caso, de todas las vidas de las madres del mundo desde el inicio de los tiempos.
–Espere, por favor.
Dio un billete de veinte dólares al taxista para asegurarse de encontrarlo allí si salía antes de lo que esperaba, y permaneció en la entrada del edificio de apartamentos un buen rato antes de aspirar con fuerza, abrir la puerta, entrar y tomar el ascensor hasta la tercera planta.
Cerró los ojos ante la puerta, llenó de aire los pulmones y llamó. No hubo respuesta. Un pánico repentino hizo que llamase con más fuerza. finalmente, en esta ocasión, se abrió la puerta.
El joven, que tendría entre veinte y veinticuatro años, la miró con timidez y dijo:
–¿Señora Hadley?
–No te pareces en nada a él –dijo ella sin poder evitarlo–. Me refiero a… –Guardó silencio, se sonrojó y a punto estuvo de darse la vuelta para marcharse.
–No esperaría que lo hiciera, ¿verdad?
Abrió la puerta y se hizo a un lado. Había una cafetera en una mesilla situada en mitad del apartamento.
–No, no, bobo. No sé ni lo que me digo.
–Siéntese, por favor. Soy William Robinson. Bill para usted, supongo. ¿Solo o con leche?
–Solo. –Le observó mientras él servía el café.
–¿Cómo me ha encontrado? –preguntó el joven, tendiéndole la taza.
La tomó con pulso tembloroso.
–Tengo contactos en el hospital. Hicieron algunas averiguaciones a petición mía.
–No tendrían que haberlo hecho.
–Sí, lo sé. Pero les insistí. Verás, voy a mudarme un año a Francia, tal vez más. Ésta es mi última oportunidad de visitar a mi… Es decir…
Guardó silencio, la vista clavada en la taza de café.
–Unieron la línea de puntos, a pesar de que supuestamente los archivos estaban bajo llave –concluyó él en voz baja.
–Sí –confirmó ella–. Todo encajaba. La noche que falleció mi hijo es la misma en que te ingresaron en el hospital para el trasplante de corazón. Tenías que ser tú. No hubo otra operación de esa clase ni esa noche ni en toda la semana. Supe que cuando te dieron el alta, mi hijo, o al menos su corazón… –Tuvo dificultades para decirlo– se fueron contigo. –Dejó la taza de café en la mesilla.
–No sé qué hago aquí –dijo.
–Sí lo sabe –dijo él.
–No, de veras, no tengo ni idea. Es todo tan raro y triste y terrible y, al mismo tiempo, no sé, como un regalo de Dios. ¿Tiene sentido?
–Para mí, sí. Estoy vivo gracias a ese regalo.
Entonces fue él quien guardó silencio, se sirvió café, revolvió el azúcar y tomó un sorbo.
–¿Adónde irá cuando se marche? –preguntó el joven.
–¿Adónde? –preguntó ella, indecisa.
–Quiero decir… –Su propia torpeza hizo que el joven torciera el gesto. Sencillamente las palabras no acudían a sus labios–. Quiero decir si tiene otras visitas pendientes. ¿Hay más…?
–Comprendo. –La mujer asintió varias veces, recuperó las riendas al envarar el cuerpo, se miró las manos en el regazo y, finalmente, se encogió de hombros–. Sí, hay otros. Mi hijo… donaron sus ojos a alguien en Oregón. Y en Tucson hay una persona que…
–No tiene que seguir –dijo el joven–. No he debido preguntar.
–No, no. Todo es tan raro, tan ridículo. Es tan nuevo. Hace unos años, no hubiera pasado nada semejante. Ahora vivimos en una nueva era. No sé si reír o llorar. A veces empiezo a hacer una cosa y acabo haciendo otra. Me despierto confundida. Me pregunto a menudo si él está confundido. Pero eso es incluso más absurdo porque no está en ninguna parte.
–Está en alguna parte –dijo el joven–. Aquí. Y yo estoy vivo porque él está aquí en este preciso momento.
A la mujer se le empañó la mirada, pero no derramó una sola lágrima.
–Sí. Gracias.
–No, gracias a él y a usted por permitirme vivir.
La mujer se levantó de pronto, empujada por una emoción incontenible. Miró a su alrededor en busca de la puerta, perfectamente visible, pero fue como si no la viera.
–¿Adónde va a ir?
–Yo…
–Pero ¡si acaba de entrar!
–¡Esto es una estupidez! –protestó–. Es muy incómodo. Estoy depositando mucho peso sobre ti, sobre mí misma. Voy a irme antes de que todo se vuelva tan absurdo que acabe perdiendo la razón.
–Quédese –pidió el joven.
Obediente, estuvo a punto de sentarse.
–Termine el café.
Permaneció de pie, pero tomó de nuevo la taza con pulso tembloroso. El imperceptible tintineo de la taza fue el único sonido que hubo cuando que la devolvió al platillo y dijo:
–Tengo que marcharme. Me siento algo indispuesta. Como si fuera a desmayarme en cualquier momento. Estoy avergonzada de mí misma por haber venido. Qué Dios te bendiga, joven, y que tengas una larga vida.
Se volvió hacia la puerta, pero él se interpuso en su camino.
–Haga lo que ha venido a hacer.
–¿Qué? ¿Qué?
–Ya lo sabe. Lo sabe perfectamente. No me importa. Hágalo.
–Pero…
–Adelante –dijo él, bajando el tono de voz. Cerró los ojos, los brazos a los costados, esperando.
Le miró la cara y luego el pecho, donde bajo la camisa había un leve temblor.
–Ahora –dijo él en voz baja.
Ella casi se movió.
–Ahora –repitió.
Dio un paso hacia él. Volvió la cabeza y acercó la oreja derecha, agachándose un poco, centímetro a centímetro, hasta tocar con ella el pecho del joven.
Podría haberse echado a llorar, pero no lo hizo. Podría haber exclamado algo, pero no lo hizo. Cerraba los ojos con fuerza y estaba escuchando. Movió los labios, diciendo algo, tal vez un nombre, una y otra vez, casi al ritmo del latido que oía bajo la camisa, bajo la piel, en el interior del cuerpo del paciente joven.
El corazón seguía latiendo allí.
Escuchó.
Los latidos del corazón eran regulares, constantes.
Pasó un rato escuchando. Poco a poco recuperó el aliento, sus mejillas recuperaron su color.
Escuchó.
Los latidos del corazón.
Entonces levantó la cabeza, miró por última vez a la cara al joven, y rozó fugazmente con los labios su mejilla, se dio la vuelta y recorrió apresuradamente el trecho que la separaba de la puerta, todo ello sin dar las gracias, puesto que no era necesario darlas. Abrió la puerta sin volverse siquiera, salió y la cerró con suavidad.
El joven esperó unos instantes. Levantó la mano derecha y la deslizó por la camisa, por su pecho, para palpar lo que había dentro. Seguía con los ojos cerrados y el rostro vacío de toda emoción.
Después de volverse, tomó asiento sin mirar dónde se había sentado, alcanzó la taza y apuró el café.
DE MAGIA Y AMOR - Mauro Cartasso
Hace mucho tiempo, cuando todavía joven me estaba formando, una vieja
bruja no mayor de treinta y cinco años me tiró las cartas. El tarot aún
escondíame secretos, algo que pude revertir, principalmente descubriendo en cada
carta un sentimiento propio que aprendí a transmitir junto al
perfeccionamiento que logré debido a la vasta bibliografía esotérica
consultada. Aún hoy, anciano, resuenan en mi las palabras que la vieja
dijo mirando el arcano mayor que predominaba sobre las otras cartas de
la mesa, me miró tiernamente a los ojos, noté que algo fuera de lo común
había visto, "eres el artífice de las palabras" me dijo y en silencio
las guardó, luego bebimos y me pidió hacer el amor. Continuamos
viéndonos un tiempo, nunca más quiso tirarme las cartas.
LA TRAICION - Leonardo Moledo
Jesús,
aburrido (y preocupado) en el silencio del sábado de Pascua, miró a
sus discípulos y su mirada los hizo temblar. Y como el tiempo
apremiaba, para que se cumplieran las profecías y el mundo se
salvara, habló y dijo:
–Lo cierto es que entre vosotros debe
haber un traidor.
La enormidad de la acusación asustó a los
discípulos, que bajaron la cabeza. Jesús paseó una mirada terrible
por la mesa adornada con los manjares de la Pascua, y se detuvo en
Mateo. Mateo, casi temblando, preguntó:
–¿Soy yo, señor?
Jesús
recordó el momento en que lo había conocido, cuando lo llamó y él
lo siguió sin volver la cabeza, dejando su barca a la deriva en la
luz resplandeciente del lago Tiberíades. Y le dijo:
–¿Acaso me
has traicionado?
–Sí –contestó Mateo en un susurro–, lo he
hecho. He estado escribiendo un evangelio donde se cuentan tus
hazañas. Pensé que un final doloroso le daría más posibilidades
de convertirse en un best-seller, lo cual es, ¡oh rábbi!,
importante para nuestra causa. La multitud que mañana gritará
¡Barrabás! en la plaza está ávida de dolor y sufrimiento.
Y
dijo Jesús, casi negligente:
–Eso no es nada. No eres tú el
traidor.
Juan se apresuró a hablar:
–Yo también escribí un
evangelio. Introduje algunas variantes y me presenté como tu
discípulo predilecto, pero fue tan sólo para que no pareciera una
repetición de los otros.
Entonces Jesús se rió:
–¿Tú
crees que Mi eternidad se asegura por un plagio mal disimulado? ¿No
piensas que, si yo lo pidiera, tendría a mi disposición inmensas
legiones de ángeles dispuestos a escribir sobre tabletas de oro
todos los evangelios posibles? No, no. Así no vamos a ninguna
parte.
Y volvió a hacerse el silencio sobre la mesa de Pascua. Y
entonces habló Santiago el Mayor, y cuando se alzó su voz, los
discípulos pensaron en sus cabañas de pescadores, y en los trigales
donde el Maestro apartara la cizaña y hablara con las gentes
humildes que le seguían y le amaban.
Y dijo Santiago el
Mayor:
–He estado haciendo milagros para ganarme la vida, pero
nunca he pedido más de lo que es justo. Dos piezas de plata por
hacer mover a un paralítico, veinte piezas de plata por devolver la
vista a un ciego.
–Es muy caro –dijo Jesús, mientras por su
cabeza cruzaban imágenes y veía a los mendigos y a los tullidos
durmiendo en las calles, y a los borrachos tambaleándose y
arrimándose al calor del fuego en las grandes ciudades y los aviones
aterrizando en aeropuertos inmensos y construidos en vidrio.
Y
dijo Jesús a Santiago el Mayor:
–Eso no puede calificarse de
traición.
Santiago el Menor y Andrés levantáronse y
dijeron:
–Hemos cobrado cien piezas de oro por resucitar a un
hombre rico.
Y dijo Jesús:
–No han cobrado mucho para los
tormentos que le estaban reservados, porque en verdad os digo que es
más fácil que un camello, o cualquier animal de gran magnitud,
atraviese el ojo de una aguja, que un rico atraviese las puertas del
paraíso.
Los discípulos se quedaron pensando en lo que había
querido decir Jesús con “un animal de gran magnitud”, pero Jesús
se quedó en silencio, porque veía (y los discípulos, dibujándose
en el aire rarificado del sábado, veían también) a los ricos
entrando en multitudes en el paraíso, sobornando a los porteros,
comprando, a precios altísimos, excursiones que sólo estaban
permitidas a los ángeles y reposando sobre las doradas playas que se
extienden junto al mar de la Salvación, habitado por animales
angélicos e innombrables. Y volvió a escuchar a la muchedumbre
gritando “¡Barrabás!”, como lo había escuchado en las
pesadillas que le trajeran las últimas noches, y volvióse entonces
a Simón, que preguntó atemorizado:
–¿Soy yo, Señor?
Jesús
preguntó:
–¿Qué has hecho?
Y Simón:
–Vendí los
derechos para que el juicio que se te haga y el castigo que te
impongan sean transmitidos por televisión, y así tu imagen
sufriente viajará a lo ancho y a lo largo de las Tierras
Habitadas.
Y dijo Jesús:
–¿Has hecho eso?
Y Simón
dijo:
–Eso he hecho.
Y dijo Jesús (nuevamente):
–En
estos mismos momentos, mi imagen viaja en grandes barcos hacia
tierras aún no descubiertas y en poderosas naves hacia el fondo del
espacio negro. ¿Y piensas que lo que tú hiciste podría
mortificarme? No, en verdad no, no me sirve. Y Simón respiró
aliviado, pero no se atrevió a mirarle a la cara.
Entonces
hablaron Felipe y Bartolomé, y Jesús los escuchaba mientras lo
invadía una sensación de profundo cansancio e inutilidad. Y Felipe
y Bartolomé dijeron:
–Vinieron los periodistas a preguntar
pormenores de Tu vida. Les concedimos un reportaje y nos pagaron por
ello. Pero si Tú lo dispones, arrojaremos las piezas de plata en las
bandejas de los republicanos.
Y Jesús:
–No hace falta.
Y
entonces, Tomás:
–He visitado las casas y he pedido dádivas en
Tu nombre. Tengo aquí estas grandes alforjas llenas de dinero.
Pensaba instalar una pequeña empresa y hacer felices a quienes
trabajaran para mí.
Y Pedro y Tadeo, que hablaron al
unísono:
–Hemos contrabandeado armas con ganancias
mínimas.
Pero Jesús ya no escuchaba, porque se veía perdido.
Aspiraba la fragancia de los prados que circundaban Jerusalén, y
veía cómo se confundían con el hollín de las fábricas. Veía la
basura destruir pacientemente la Creación, y a los hombres
incendiando campos y ciudades. Y Jesús cerró los ojos, pero siguió
viendo, y los discípulos veían también.
Y vio el corazón
ennegrecido de los maestros de moral y vio a los domadores azotando a
las fieras, y a los niños arrancando pacientemente las alas de las
moscas. Y vio a los hombres marchar con el alma ensombrecida a la
cámara de torturas, y vio los rostros de los torturadores, y vio a
los mercaderes del Templo, sentados ahora ante sus mesas de Pascua, y
vio las cruces que en los cementerios olvidados marcan las tumbas de
los que habían muerto por hambre. Y vio al Papa azotando a su
perrito faldero, y vio a un general y a una princesa arañarse ante
el portón de una embajada, y el agua romper contra las rocas, saltar
en mil pedazos, y en cada gota estaban sus discípulos con sus
pequeñas y miserables traiciones; vio la losa corrida y el sepulcro
vacío, vio a Lázaro levantarse y andar, vio el cuchillo penetrar en
la herida, y sintió al clavo afirmándose contra la carne, horadando
los músculos y los huesos. Vio callejuelas inmundas por donde
deambulaban los apóstoles, vio un camello y otro animal (de gran
magnitud) pasar cómodamente por el ojo de una aguja, vio los autos
de fe donde ardían los infieles y las cámaras de gas, y se sintió
desfallecer. Vio a los hombres agonizar de desesperaciónal borde
mismo del desamparo, vio casas, barcos; vio fiestas, llagas,
tugurios; vio castigos, montañas, niños; vio la historia entera
precipitarse en un abismo, vio almanaques, ejércitos, vidrios
rompiéndose; vio toda la mierda del mundo y sólo entonces se volvió
hacia el único de los discípulos que aún no había hablado, y le
preguntó:
–¿Y tú qué has hecho?
Entonces Judas se levantó
en silencio, atravesó la suave fragancia de los prados de Jerusalén,
y lo entregó por treinta piezas de plata.
YO TAMBIÉN, SOBRE EL TIEMPO Y EL POLVO - Carlos Barragán
Escribí hace unos años sobre algo que me sucedió cuando era muy chico.
Tendría unos cinco años, abrí los ojos en mi cama y ví por la persiana
entrar unos rayos de sol que relucían, y entre ellos infinidad de
puntitos que aparecían, se iban y burbujeaban en la luz. Mi madre entró a
la pieza y le pregunté si esos puntitos inasibles eran el tiempo.
Mi madre que siempre optó por dejarle las cuestiones físicas a mi padre -sin saber que con eso se quedaba las metáfisicas para ella- me respondió que creía que no, que no era el tiempo, pero que no estaba segura y que “mejor preguntale a papá cuando llegue del trabajo”.
Según mi padre era polvo. Era polvo que flotaba en el aire y con la luz brillaba mucho, y nomás eso: el tiempo era otra cosa que muy bien no se sabía, pero me enteré de un tal Einstein que andaba en eso.
A pesar de estos datos provenientes nada menos que de mi padre -para peor ingeniero- vaya a saber de dónde me vino la idea de que polvo no podía ser, que mi padre se equivocaba porque ¿qué es el polvo sino piedras pequeñas? y las piedras -cualquiera lo sabe- no flotan en el aire. Así que por el resquicio que dejó mamá, por sus extrañas dudas, logré descreer del argumento de mi padre y seguí pensando que el tiempo se veía gracias a la persiana, y gracias a la mañana, cuando circulaba por mi dormitorio envolviendo mis cosas y a mí mismo en su nube de tiempo.
Todo esto ya lo había escrito en aquel papel desaparecido. El relato perdido creo que terminaba con alguna reflexión más o menos emotiva por el hecho de que mi madre murió, y creo recordar que además había escrito alguna que otra ingeniosidad relativa a esta anécdota con unos elementos tan convenientes como el polvo, la luz, mi madre, mi padre y el tiempo.
Ahora estoy arruinando aquel cuento perdido y arruino éste.
Pero se lo referí a mi mujer hace dos noches y ella se sorprendió porque según me dijo ya no ve los puntitos brillando en la luz, y que sí los veía de chica como yo los ví aquella mañana.
Ahora trato de recordar en qué momento empecé a creer que efectivamente los puntitos eran polvo que flotaba, y creo que nunca lo terminé de creer del todo. Y por ahora tampoco creo en eso de “la mirada de los niños” porque he comprobado que la adultez no es un estado de salud ni de equilibrio al que todo el mundo debe acceder. O será que a pesar de mis treinta y ocho años no soy del todo adulto, o porque las piedras todavía no flotan en el aire.
El hecho es que cada vez que entra la luz y veo al tiempo, no puedo evitar taparme con las sábanas para tratar de respirarlo lo menos posible.
Enlace: Carlos Barragán
Mi madre que siempre optó por dejarle las cuestiones físicas a mi padre -sin saber que con eso se quedaba las metáfisicas para ella- me respondió que creía que no, que no era el tiempo, pero que no estaba segura y que “mejor preguntale a papá cuando llegue del trabajo”.
Según mi padre era polvo. Era polvo que flotaba en el aire y con la luz brillaba mucho, y nomás eso: el tiempo era otra cosa que muy bien no se sabía, pero me enteré de un tal Einstein que andaba en eso.
A pesar de estos datos provenientes nada menos que de mi padre -para peor ingeniero- vaya a saber de dónde me vino la idea de que polvo no podía ser, que mi padre se equivocaba porque ¿qué es el polvo sino piedras pequeñas? y las piedras -cualquiera lo sabe- no flotan en el aire. Así que por el resquicio que dejó mamá, por sus extrañas dudas, logré descreer del argumento de mi padre y seguí pensando que el tiempo se veía gracias a la persiana, y gracias a la mañana, cuando circulaba por mi dormitorio envolviendo mis cosas y a mí mismo en su nube de tiempo.
Todo esto ya lo había escrito en aquel papel desaparecido. El relato perdido creo que terminaba con alguna reflexión más o menos emotiva por el hecho de que mi madre murió, y creo recordar que además había escrito alguna que otra ingeniosidad relativa a esta anécdota con unos elementos tan convenientes como el polvo, la luz, mi madre, mi padre y el tiempo.
Ahora estoy arruinando aquel cuento perdido y arruino éste.
Pero se lo referí a mi mujer hace dos noches y ella se sorprendió porque según me dijo ya no ve los puntitos brillando en la luz, y que sí los veía de chica como yo los ví aquella mañana.
Ahora trato de recordar en qué momento empecé a creer que efectivamente los puntitos eran polvo que flotaba, y creo que nunca lo terminé de creer del todo. Y por ahora tampoco creo en eso de “la mirada de los niños” porque he comprobado que la adultez no es un estado de salud ni de equilibrio al que todo el mundo debe acceder. O será que a pesar de mis treinta y ocho años no soy del todo adulto, o porque las piedras todavía no flotan en el aire.
El hecho es que cada vez que entra la luz y veo al tiempo, no puedo evitar taparme con las sábanas para tratar de respirarlo lo menos posible.
Enlace: Carlos Barragán
LOS QUE SE VAN DE OMELAS - Ursula K. Le Guin
Con un estruendo de campanas, que obligaba a las golondrinas a alzar el vuelo, el Festival de Verano llegaba a la ciudad de Omelas, de relucientes torres junto al mar. Las banderas ondeaban en los aparejos de los barcos del puerto. Los desfiles recorrían las calles, entre casas de tejados rojos y paredes pintadas, entre viejos jardines cubiertos de musgo y por avenidas arboladas, frente a los grandes parques y los edificios públicos. Algunos eran decorosos: ancianos con largas túnicas rígidas de color malva y gris; serios maestros gremiales, mujeres silenciosas, mujeres alegres cargadas con sus bebés y charlando mientras caminaban. En otras calles, la música era más rápida, una vibración de gongs y panderetas, y la gente iba bailando, la procesión era un baile. Los niños correteaban de un lado a otro, elevando sus gritos estridentes por encima de la música y los cantos como vuelos entrecruzados de golondrinas. Todos los desfiles se dirigían a la zona norte de la ciudad, donde en el gran prado Campos Verdes, chicos y chicas, desnudos en el aire brillante, con pies y tobillos enlodados, los brazos largos y ágiles, ejercitaban a los inquietos caballos antes de la carrera. Los caballos no llevaban arreos, excepto una brida sin bocado. Las crines estaban adornadas con serpentinas de plata, oro y verde. Resoplaban, caminaban y se pavoneaban unos frente a otros; estaban muy excitados, al ser el caballo el único animal que ha adoptado nuestras ceremonias como propias. A lo lejos, al norte y al oeste, las montañas se alzaban abrazando Omelas frente a la bahía. El aire de la mañana era tan limpio que la nieve que todavía coronaba los Dieciocho Picos ardía con un fuego blanco y dorado a lo largo de los kilómetros de aire iluminado por el sol, bajo el azul oscuro del cielo. Soplaba el viento lo justo para hacer que las banderas que señalaban el recorrido de la carrera se agitasen y aleteasen de vez en cuando. En el silencio de los amplios prados verdes uno podía oír la música recorriendo las calles de la ciudad, a veces más cerca, a veces más lejos, pero siempre aproximándose, una alegre dulzura del aire que de vez en cuando se estremecía, se arremolinaba y se rompía por el jubiloso e inmenso repique de las campanas.
¡Alegre! ¿Cómo se describe la alegría? ¿Cómo describir a los ciudadanos de Omelas?
No eran, ante todo, personas simples, a pesar de ser felices. Pero hoy en día ya no usamos tan a menudo palabras alegres. Las sonrisas se han vuelto arcaicas. Con una descripción así, uno tiende a hacer ciertas suposiciones. Con una descripción así, uno tiende a buscar al rey, montado sobre un corcel magnífico y rodeado de sus nobles caballeros, o quizá tendido en una litera dorada cargada por esclavos de grandes músculos. No eran bárbaros. No conozco las reglas y leyes de su sociedad, pero sospecho que su número era muy reducido. Y de la misma forma que vivían sin monarquía y sin esclavitud, también se privaban de la bolsa de valores, de la publicidad, de la policía secreta y de la bomba. Pero repito que no era un pueblo simple, no eran pastores cantarines, ni buenos salvajes, ni utópicos anodinos. No eran menos complejos que nosotros. El problema es que nosotros padecemos la mala costumbre, alentada por los pedantes y los intelectuales, de considerar la felicidad como algo más bien estúpido. Solo el dolor es intelectual, solo el mal es interesante. Ahí radica la traición del artista: negarse a aceptar la banalidad del mal y el terrible aburrimiento del dolor. Si no puedes ganar, únete a ellos. Si duele, repite. Pero alabar la desesperación es condenar el deleite, abrazar la violencia es perder todo lo demás. Ya casi lo hemos perdido todo; ya no podemos describir a un hombre feliz, ni celebrar ceremonias alegres. ¿Cómo puedo hablaros de la gente de Omelas? No eran niños ingenuos y felices; aunque la verdad es que sus hijos eran felices. Se trataba de adultos maduros, inteligentes y apasionados que no vivían una vida desdichada. ¡Milagro! Pero me gustaría poder describirla mejor. Me gustaría poder convenceros. Tal como la describo, Omelas parece una ciudad de cuento de hadas, perdida en el pasado y en la distancia. Quizá sería mejor que la imaginarais según vuestras fantasías, dando por supuesto que estén a la altura, porque ciertamente no puedo satisfaceros a todos. Por ejemplo, ¿qué hay de la tecnología? Creo que no habría ni coches en las calles ni helicópteros en el aire; se deduce del hecho de que las gentes de Omelas son felices. La felicidad se sustenta en saber distinguir lo necesario de lo que no es ni necesario ni destructivo. Sin embargo, en la categoría intermedia —la de lo innecesario pero no destructivo, la de las comodidades, los lujos, la exuberancia, etcétera— bien podría haber calefacción central, metro, lavadoras y todo tipo de dispositivos maravillosos que todavía no se han inventado aquí; fuentes de luz flotantes, energía sin combustibles, una cura para el resfriado. O puede que no tengan nada de eso: no importa. Como deseéis. Yo me inclino por pensar que la gente de otras ciudades de la costa han llegado a Omelas durante los últimos días usando rápidos trenes y tranvías de dos pisos, y que la estación de trenes de Omelas es el edificio más hermoso de la ciudad, aunque más sencillo que el espléndido Mercado Agrícola. Pero incluso aceptando los trenes, me temo que por ahora, a algunos los de Omelas os parecen unos gazmoños. Sonrisas, campanas, desfiles, caballos… nada. Si así es, por favor, añadid una orgía. Si una orgía sirve de algo, no vaciléis. Sin embargo, no tengamos templos de los que salen hermosos y desnudos sacerdotes y sacerdotisas ya medio en éxtasis y dispuestos a copular con cualquier hombre o mujer, amante o extraño, que desee la unión con la profunda divinidad de la sangre, aunque esa fue mi primera idea. Pero la verdad es que sería mejor que no hubiese templos en Omelas… al menos, no templos con personas. Religión sí, clero no. Por supuesto que los hermosos seres desnudos pueden vagar por ahí, ofreciéndose como suflés divinos para saciar a los necesitados y extasiar la carne. Que se unan a los desfiles. Que las panderetas suenen sobre las cópulas y que los gongs proclamen la gloria del deseo, y (y es un punto que no deja de tener su importancia) que los frutos de esos deliciosos rituales sean amados y que todos cuiden de ellos. Algo que sé que no hay en Omelas es culpa. ¿Pero qué más debería haber? Al principio creí que no habría drogas, pero es una idea puritana. Para los que la aprecian, la insistente dulzura del drooz puede perfumar los caminos de la ciudad; el drooz que primero provoca una enorme ligereza y brillantez de mente y miembros, luego algunas horas de una languidez soñadora y, como colofón, visiones maravillosas de los secretos más ocultos y recónditos del Universo, además de estimular el placer sexual más allá de lo increíble; y no crea adicción. Para los gustos más sencillos creo que debería haber cerveza. ¿Qué más, qué más debe haber en la alegre ciudad? La sensación de victoria, por supuesto, la celebración del valor. Pero de la misma forma que pasamos sin clero, vamos a pasar sin soldados. La alegría sustentada sobre una masacre ejecutada con éxito no es la alegría adecuada; no nos bastará; es temerosa y trivial. Una satisfacción ilimitada y generosa, un triunfo magnífico que se siente no contra algún enemigo exterior sino en comunión con lo mejor y más elevado del alma de todos los hombres y el esplendor de todos los veranos del mundo: eso es lo que hincha el corazón de las gentes de Omelas, y la victoria que celebran es la de la vida. La verdad es que no creo que a muchos de ellos les haga falta tomar drooz.
La mayor parte de los desfiles ya ha llegado a Campos Verdes. El olor maravilloso de la comida emana de las tiendas rojas y azules de los aprovisionadores. Las caras de los niños pequeños están afablemente pegajosas; en las benignas barbas grises de los hombres se enredan un par de trozos de tarta. Los jóvenes cabalgan sus monturas y empiezan a formar la línea de salida. Una anciana, bajita y gorda entrega riendo flores que toma de un cesto, y los altos jóvenes se colocan las flores en el reluciente pelo. Un niño de unos nueve o diez años está sentado junto a la multitud, solo, tocando una flauta de madera. La gente se detiene a escucharle, le sonríen pero no le hablan, porque él nunca deja de tocar y no les ve, sus ojos oscuros están completamente atrapados en la magia dulce y tenue de la música.
Termina y lentamente baja las manos, sosteniendo la flauta de madera.
Como si ese silencio privado fuese una señal, las trompetas suenan a la vez desde el pabellón cercano a la línea de salida: imperiosas, melancólicas, desgarradoras. Los caballos se encabritan sobre sus patas delgadas y algunos relinchan en respuesta. De rostros serios, los jóvenes jinetes acarician los cuellos de los caballos y los tranquilizan susurrándoles: «Tranquilo, tranquilo, mi hermosura, mi esperanza…». Van formando una línea en la salida. La multitud que flanquea el recorrido de la carrera forma como un campo de hierba y flores al viento. El Festival de Verano ha comenzado.
¿Os lo creéis? ¿Aceptáis el festival, la ciudad, la alegría? ¿No? Entonces, permitidme describir un detalle más.
En el sótano de uno de los hermosos edificios públicos de Omelas, o quizás en la bodega de una de las espaciosas casas privadas, hay una habitación. Tiene una puerta cerrada con llave y no hay ventanas. Un poco de luz polvorienta penetra por los intersticios de las tablas, proveniente de una ventana cubierta de telarañas de algún otro lugar del sótano. En una esquina de la pequeña habitación hay un par de fregonas, con cabezas rígidas, apelmazadas y malolientes, colocadas cerca de un cubo oxidado. El suelo es de tierra, algo húmedo al tacto, como suele pasar con la tierra de los sótanos. La habitación mide unos tres pasos de largo y dos de ancho: un simple armario o un cuarto de herramientas en desuso. En la habitación hay un niño sentado. Podría ser un chico o una chica. Aparenta unos seis años, pero en realidad tiene casi diez. Es débil mental. Quizá naciese con ese defecto, o quizá se ha vuelto imbécil a causa del miedo, la malnutrición y el abandono. Se mete el dedo en la nariz y en ocasiones juguetea sin darse cuenta con los dedos de los pies o los genitales, mientras permanece sentado en la esquina opuesta al cubo y las fregonas. Les tiene miedo a las fregonas. Las encuentra horribles. Cierra los ojos, pero sabe que las fregonas siguen allí, y que la puerta está cerrada con llave, y que no entrará nadie. La puerta está siempre cerrada con llave y nunca entra nadie, excepto que en ocasiones —el niño no sabe nada del tiempo y de los intervalos—, en ocasiones la puerta se agita terriblemente y se abre, y allí ve a una persona o a varias personas. Puede que una persona entre y le dé una patada para obligarle a ponerse en pie. Los otros jamás se acercan, sino que miran con ojos temerosos y asqueados. El cuenco de la comida y el jarro de agua se llenan con rapidez, la puerta se cierra con llave, los ojos desaparecen. La gente de la puerta nunca dice nada, pero el niño, que no siempre ha vivido en la habitación y puede recordar la luz del sol y la voz de su madre, en ocasiones habla. «Seré bueno —dice—. Por favor, déjenme salir. ¡Seré bueno!». Nunca le responden. Antes, por las noches, el niño gritaba pidiendo ayuda y lloraba mucho, pero ya solo emite una especie de quejido, «eh-haa, eh-haa», y cada vez habla menos. Está tan delgado que no tiene pantorrillas; le sobresale el vientre; vive con medio cuenco de maíz y grasa al día. Está desnudo. Sus nalgas y muslos son una masa de llagas supurantes y siempre está sentado sobre sus propios excrementos.
Todos saben de él, todos los habitantes de Omelas. Algunos han ido a verle, otros se contentan simplemente con saber que está ahí. Todos saben que debe estar ahí. Algunos comprenden la razón y otros no, pero todos entienden que su felicidad, la belleza de su ciudad, el cariño de sus amistades, la salud de sus hijos, la sabiduría de sus estudiosos, la habilidad de sus artesanos, incluso la abundancia de sus cosechas y la bondad del clima en sus cielos dependen totalmente de la abominable desdicha de ese niño.
A los niños habitualmente se les explica cuando tienen entre ocho y doce años, cuando parecen capaces de comprenderlo; y la mayoría de los que van a ver al niño son jóvenes, aunque a menudo los adultos van, o vuelven, a ver al niño. No importa lo bien que se lo hayan explicado, la visión siempre conmociona y asquea a esos jóvenes espectadores. Sienten repugnancia, emoción que creían superada. Sienten furia, indignación, impotencia, a pesar de las explicaciones. Les gustaría hacer algo por el niño. Pero no pueden hacer nada. Si el niño saliese de ese lugar vil para ir a la luz del sol, si se le limpiase, se le confortase o se le alimentase, se trataría efectivamente de un buen gesto; pero de hacerse, en ese día y en esa hora toda la prosperidad, la belleza y el deleite de Omelas se marchitarían y desaparecerían. Esos son los términos. Sería cambiar todo el bien y la gracia de la vida en Omelas por esa pequeña mejora insignificante: negar la felicidad a miles por la posibilidad de felicidad de uno: eso sería permitir la entrada de la culpa entre las murallas.
Los términos son estrictos y absolutos; ni siquiera se puede pronunciar una palabra amable dirigida al niño.
A menudo esos jóvenes regresan a casa llorando, o invadidos por una furia sin lágrimas, tras ver al niño y enfrentarse a esa terrible paradoja. Es posible que lo mediten durante semanas o años. Pero con el paso del tiempo comienzan a entender que incluso si fuese posible liberar al niño, este no sabría disfrutar de su libertad: obtendría un vago placer del calor y la comida, sin duda, pero poco más. Está demasiado degradado y es demasiado imbécil para conocer la verdadera felicidad. Lleva demasiado tiempo asustado para poder librarse del miedo. Sus modales son demasiado bastos para responder al trato humano. Es más, después de tanto tiempo, probablemente sería un desgraciado si no le rodeasen muros para protegerle, si no hubiese oscuridad en sus ojos y si no tuviese sus propios excrementos para sentarse. Sus lágrimas ante la amarga injusticia comienzan a secarse cuando comienzan a entender y a aceptar la terrible justicia de la realidad. Y quizá sean esas lágrimas y esa furia, la prueba a la que han sometido su generosidad y la aceptación de su indefensión, las verdaderas fuentes del esplendor de sus vidas. No se trata de una felicidad insípida e irresponsable. Saben que ellos, al igual que el niño, no son libres. Conocen la compasión. Es la existencia del niño, y el saber de su existencia, lo que hace posible la nobleza de su arquitectura, la sensibilidad de su música, la profundidad de su ciencia. Es por el niño que tratan tan bien a los niños. Saben que si los desdichados no estuviesen llorando en la oscuridad, el otro, el flautista, no podría producir su alegre música mientras los jóvenes jinetes se alinean hermosos para la carrera bajo la luz del sol de la primera mañana de verano.
¿Creéis ahora en ellos? ¿Os resultan más creíbles? Pero tengo algo más que contaros y resulta de lo más increíble.
En ocasiones, uno de los adolescentes que va a ver al niño no regresa a casa llorando o furioso, es más, ni siquiera vuelve a casa. En ocasiones, incluso un hombre o una mujer mayores guardan silencio durante un día o dos y luego abandonan sus hogares. Esas personas salen a la calle y la recorren a solas. Siguen caminando y salen por completo de la ciudad de Omelas, atravesando sus hermosas puertas. Atraviesan caminando los campos de Omelas. Cada una de esas personas camina sola, chico o chica, hombre o mujer. Cae la noche; el viajero debe atravesar las calles del pueblo, entre casas con ventanas iluminadas de amarillo, e internarse en la oscuridad de los campos. Individualmente, se dirigen al oeste o al norte, hacia las montañas. Siguen avanzando. Abandonan Omelas, penetran decididamente en la oscuridad y no regresan. El lugar al que van es un lugar para muchos de nosotros todavía más difícil de imaginar que la ciudad de la felicidad. No puedo describirlo en absoluto. Es posible que no exista. Pero ellos, los que abandonan Omelas, parecen saber adónde van.
¡Alegre! ¿Cómo se describe la alegría? ¿Cómo describir a los ciudadanos de Omelas?
No eran, ante todo, personas simples, a pesar de ser felices. Pero hoy en día ya no usamos tan a menudo palabras alegres. Las sonrisas se han vuelto arcaicas. Con una descripción así, uno tiende a hacer ciertas suposiciones. Con una descripción así, uno tiende a buscar al rey, montado sobre un corcel magnífico y rodeado de sus nobles caballeros, o quizá tendido en una litera dorada cargada por esclavos de grandes músculos. No eran bárbaros. No conozco las reglas y leyes de su sociedad, pero sospecho que su número era muy reducido. Y de la misma forma que vivían sin monarquía y sin esclavitud, también se privaban de la bolsa de valores, de la publicidad, de la policía secreta y de la bomba. Pero repito que no era un pueblo simple, no eran pastores cantarines, ni buenos salvajes, ni utópicos anodinos. No eran menos complejos que nosotros. El problema es que nosotros padecemos la mala costumbre, alentada por los pedantes y los intelectuales, de considerar la felicidad como algo más bien estúpido. Solo el dolor es intelectual, solo el mal es interesante. Ahí radica la traición del artista: negarse a aceptar la banalidad del mal y el terrible aburrimiento del dolor. Si no puedes ganar, únete a ellos. Si duele, repite. Pero alabar la desesperación es condenar el deleite, abrazar la violencia es perder todo lo demás. Ya casi lo hemos perdido todo; ya no podemos describir a un hombre feliz, ni celebrar ceremonias alegres. ¿Cómo puedo hablaros de la gente de Omelas? No eran niños ingenuos y felices; aunque la verdad es que sus hijos eran felices. Se trataba de adultos maduros, inteligentes y apasionados que no vivían una vida desdichada. ¡Milagro! Pero me gustaría poder describirla mejor. Me gustaría poder convenceros. Tal como la describo, Omelas parece una ciudad de cuento de hadas, perdida en el pasado y en la distancia. Quizá sería mejor que la imaginarais según vuestras fantasías, dando por supuesto que estén a la altura, porque ciertamente no puedo satisfaceros a todos. Por ejemplo, ¿qué hay de la tecnología? Creo que no habría ni coches en las calles ni helicópteros en el aire; se deduce del hecho de que las gentes de Omelas son felices. La felicidad se sustenta en saber distinguir lo necesario de lo que no es ni necesario ni destructivo. Sin embargo, en la categoría intermedia —la de lo innecesario pero no destructivo, la de las comodidades, los lujos, la exuberancia, etcétera— bien podría haber calefacción central, metro, lavadoras y todo tipo de dispositivos maravillosos que todavía no se han inventado aquí; fuentes de luz flotantes, energía sin combustibles, una cura para el resfriado. O puede que no tengan nada de eso: no importa. Como deseéis. Yo me inclino por pensar que la gente de otras ciudades de la costa han llegado a Omelas durante los últimos días usando rápidos trenes y tranvías de dos pisos, y que la estación de trenes de Omelas es el edificio más hermoso de la ciudad, aunque más sencillo que el espléndido Mercado Agrícola. Pero incluso aceptando los trenes, me temo que por ahora, a algunos los de Omelas os parecen unos gazmoños. Sonrisas, campanas, desfiles, caballos… nada. Si así es, por favor, añadid una orgía. Si una orgía sirve de algo, no vaciléis. Sin embargo, no tengamos templos de los que salen hermosos y desnudos sacerdotes y sacerdotisas ya medio en éxtasis y dispuestos a copular con cualquier hombre o mujer, amante o extraño, que desee la unión con la profunda divinidad de la sangre, aunque esa fue mi primera idea. Pero la verdad es que sería mejor que no hubiese templos en Omelas… al menos, no templos con personas. Religión sí, clero no. Por supuesto que los hermosos seres desnudos pueden vagar por ahí, ofreciéndose como suflés divinos para saciar a los necesitados y extasiar la carne. Que se unan a los desfiles. Que las panderetas suenen sobre las cópulas y que los gongs proclamen la gloria del deseo, y (y es un punto que no deja de tener su importancia) que los frutos de esos deliciosos rituales sean amados y que todos cuiden de ellos. Algo que sé que no hay en Omelas es culpa. ¿Pero qué más debería haber? Al principio creí que no habría drogas, pero es una idea puritana. Para los que la aprecian, la insistente dulzura del drooz puede perfumar los caminos de la ciudad; el drooz que primero provoca una enorme ligereza y brillantez de mente y miembros, luego algunas horas de una languidez soñadora y, como colofón, visiones maravillosas de los secretos más ocultos y recónditos del Universo, además de estimular el placer sexual más allá de lo increíble; y no crea adicción. Para los gustos más sencillos creo que debería haber cerveza. ¿Qué más, qué más debe haber en la alegre ciudad? La sensación de victoria, por supuesto, la celebración del valor. Pero de la misma forma que pasamos sin clero, vamos a pasar sin soldados. La alegría sustentada sobre una masacre ejecutada con éxito no es la alegría adecuada; no nos bastará; es temerosa y trivial. Una satisfacción ilimitada y generosa, un triunfo magnífico que se siente no contra algún enemigo exterior sino en comunión con lo mejor y más elevado del alma de todos los hombres y el esplendor de todos los veranos del mundo: eso es lo que hincha el corazón de las gentes de Omelas, y la victoria que celebran es la de la vida. La verdad es que no creo que a muchos de ellos les haga falta tomar drooz.
La mayor parte de los desfiles ya ha llegado a Campos Verdes. El olor maravilloso de la comida emana de las tiendas rojas y azules de los aprovisionadores. Las caras de los niños pequeños están afablemente pegajosas; en las benignas barbas grises de los hombres se enredan un par de trozos de tarta. Los jóvenes cabalgan sus monturas y empiezan a formar la línea de salida. Una anciana, bajita y gorda entrega riendo flores que toma de un cesto, y los altos jóvenes se colocan las flores en el reluciente pelo. Un niño de unos nueve o diez años está sentado junto a la multitud, solo, tocando una flauta de madera. La gente se detiene a escucharle, le sonríen pero no le hablan, porque él nunca deja de tocar y no les ve, sus ojos oscuros están completamente atrapados en la magia dulce y tenue de la música.
Termina y lentamente baja las manos, sosteniendo la flauta de madera.
Como si ese silencio privado fuese una señal, las trompetas suenan a la vez desde el pabellón cercano a la línea de salida: imperiosas, melancólicas, desgarradoras. Los caballos se encabritan sobre sus patas delgadas y algunos relinchan en respuesta. De rostros serios, los jóvenes jinetes acarician los cuellos de los caballos y los tranquilizan susurrándoles: «Tranquilo, tranquilo, mi hermosura, mi esperanza…». Van formando una línea en la salida. La multitud que flanquea el recorrido de la carrera forma como un campo de hierba y flores al viento. El Festival de Verano ha comenzado.
¿Os lo creéis? ¿Aceptáis el festival, la ciudad, la alegría? ¿No? Entonces, permitidme describir un detalle más.
En el sótano de uno de los hermosos edificios públicos de Omelas, o quizás en la bodega de una de las espaciosas casas privadas, hay una habitación. Tiene una puerta cerrada con llave y no hay ventanas. Un poco de luz polvorienta penetra por los intersticios de las tablas, proveniente de una ventana cubierta de telarañas de algún otro lugar del sótano. En una esquina de la pequeña habitación hay un par de fregonas, con cabezas rígidas, apelmazadas y malolientes, colocadas cerca de un cubo oxidado. El suelo es de tierra, algo húmedo al tacto, como suele pasar con la tierra de los sótanos. La habitación mide unos tres pasos de largo y dos de ancho: un simple armario o un cuarto de herramientas en desuso. En la habitación hay un niño sentado. Podría ser un chico o una chica. Aparenta unos seis años, pero en realidad tiene casi diez. Es débil mental. Quizá naciese con ese defecto, o quizá se ha vuelto imbécil a causa del miedo, la malnutrición y el abandono. Se mete el dedo en la nariz y en ocasiones juguetea sin darse cuenta con los dedos de los pies o los genitales, mientras permanece sentado en la esquina opuesta al cubo y las fregonas. Les tiene miedo a las fregonas. Las encuentra horribles. Cierra los ojos, pero sabe que las fregonas siguen allí, y que la puerta está cerrada con llave, y que no entrará nadie. La puerta está siempre cerrada con llave y nunca entra nadie, excepto que en ocasiones —el niño no sabe nada del tiempo y de los intervalos—, en ocasiones la puerta se agita terriblemente y se abre, y allí ve a una persona o a varias personas. Puede que una persona entre y le dé una patada para obligarle a ponerse en pie. Los otros jamás se acercan, sino que miran con ojos temerosos y asqueados. El cuenco de la comida y el jarro de agua se llenan con rapidez, la puerta se cierra con llave, los ojos desaparecen. La gente de la puerta nunca dice nada, pero el niño, que no siempre ha vivido en la habitación y puede recordar la luz del sol y la voz de su madre, en ocasiones habla. «Seré bueno —dice—. Por favor, déjenme salir. ¡Seré bueno!». Nunca le responden. Antes, por las noches, el niño gritaba pidiendo ayuda y lloraba mucho, pero ya solo emite una especie de quejido, «eh-haa, eh-haa», y cada vez habla menos. Está tan delgado que no tiene pantorrillas; le sobresale el vientre; vive con medio cuenco de maíz y grasa al día. Está desnudo. Sus nalgas y muslos son una masa de llagas supurantes y siempre está sentado sobre sus propios excrementos.
Todos saben de él, todos los habitantes de Omelas. Algunos han ido a verle, otros se contentan simplemente con saber que está ahí. Todos saben que debe estar ahí. Algunos comprenden la razón y otros no, pero todos entienden que su felicidad, la belleza de su ciudad, el cariño de sus amistades, la salud de sus hijos, la sabiduría de sus estudiosos, la habilidad de sus artesanos, incluso la abundancia de sus cosechas y la bondad del clima en sus cielos dependen totalmente de la abominable desdicha de ese niño.
A los niños habitualmente se les explica cuando tienen entre ocho y doce años, cuando parecen capaces de comprenderlo; y la mayoría de los que van a ver al niño son jóvenes, aunque a menudo los adultos van, o vuelven, a ver al niño. No importa lo bien que se lo hayan explicado, la visión siempre conmociona y asquea a esos jóvenes espectadores. Sienten repugnancia, emoción que creían superada. Sienten furia, indignación, impotencia, a pesar de las explicaciones. Les gustaría hacer algo por el niño. Pero no pueden hacer nada. Si el niño saliese de ese lugar vil para ir a la luz del sol, si se le limpiase, se le confortase o se le alimentase, se trataría efectivamente de un buen gesto; pero de hacerse, en ese día y en esa hora toda la prosperidad, la belleza y el deleite de Omelas se marchitarían y desaparecerían. Esos son los términos. Sería cambiar todo el bien y la gracia de la vida en Omelas por esa pequeña mejora insignificante: negar la felicidad a miles por la posibilidad de felicidad de uno: eso sería permitir la entrada de la culpa entre las murallas.
Los términos son estrictos y absolutos; ni siquiera se puede pronunciar una palabra amable dirigida al niño.
A menudo esos jóvenes regresan a casa llorando, o invadidos por una furia sin lágrimas, tras ver al niño y enfrentarse a esa terrible paradoja. Es posible que lo mediten durante semanas o años. Pero con el paso del tiempo comienzan a entender que incluso si fuese posible liberar al niño, este no sabría disfrutar de su libertad: obtendría un vago placer del calor y la comida, sin duda, pero poco más. Está demasiado degradado y es demasiado imbécil para conocer la verdadera felicidad. Lleva demasiado tiempo asustado para poder librarse del miedo. Sus modales son demasiado bastos para responder al trato humano. Es más, después de tanto tiempo, probablemente sería un desgraciado si no le rodeasen muros para protegerle, si no hubiese oscuridad en sus ojos y si no tuviese sus propios excrementos para sentarse. Sus lágrimas ante la amarga injusticia comienzan a secarse cuando comienzan a entender y a aceptar la terrible justicia de la realidad. Y quizá sean esas lágrimas y esa furia, la prueba a la que han sometido su generosidad y la aceptación de su indefensión, las verdaderas fuentes del esplendor de sus vidas. No se trata de una felicidad insípida e irresponsable. Saben que ellos, al igual que el niño, no son libres. Conocen la compasión. Es la existencia del niño, y el saber de su existencia, lo que hace posible la nobleza de su arquitectura, la sensibilidad de su música, la profundidad de su ciencia. Es por el niño que tratan tan bien a los niños. Saben que si los desdichados no estuviesen llorando en la oscuridad, el otro, el flautista, no podría producir su alegre música mientras los jóvenes jinetes se alinean hermosos para la carrera bajo la luz del sol de la primera mañana de verano.
¿Creéis ahora en ellos? ¿Os resultan más creíbles? Pero tengo algo más que contaros y resulta de lo más increíble.
En ocasiones, uno de los adolescentes que va a ver al niño no regresa a casa llorando o furioso, es más, ni siquiera vuelve a casa. En ocasiones, incluso un hombre o una mujer mayores guardan silencio durante un día o dos y luego abandonan sus hogares. Esas personas salen a la calle y la recorren a solas. Siguen caminando y salen por completo de la ciudad de Omelas, atravesando sus hermosas puertas. Atraviesan caminando los campos de Omelas. Cada una de esas personas camina sola, chico o chica, hombre o mujer. Cae la noche; el viajero debe atravesar las calles del pueblo, entre casas con ventanas iluminadas de amarillo, e internarse en la oscuridad de los campos. Individualmente, se dirigen al oeste o al norte, hacia las montañas. Siguen avanzando. Abandonan Omelas, penetran decididamente en la oscuridad y no regresan. El lugar al que van es un lugar para muchos de nosotros todavía más difícil de imaginar que la ciudad de la felicidad. No puedo describirlo en absoluto. Es posible que no exista. Pero ellos, los que abandonan Omelas, parecen saber adónde van.