Cuentos para ver

EL ANTICRISTO - Sir Helder Amos

Cuando el niño llegó de la iglesia, aterrado por las palabras que había dicho el cura sobre el juicio final y la ira de Dios contra la humanidad pecadora; recogió todas las biblias e imágenes de Jesus y la Virgen que habían en su casa y las empezó a quemar en el jardín.
Su madre, al ver lo que estaba pasando desde la ventana de la cocina, salió corriendo al jardin y le preguntó a su pequeño, sobresaltada:

- ¿QUÉ HACES? ¿ESTÁS LOCO? ¿POR QUÉ ESTAS HACIENDO ESTO?

- Porqué yo no quiero un Dios que me juzgue y me castigue por mis acciones - le respondió el niño, quien había empezado a llorar - ese Dios me da miedo - continuó diciendo mientras señalaba la montañita de imágenes y biblias que ardían lentamente en el fuego.

La madre, confundida y asustada por las acciones de su pequeño, lo agarró a la fuerza, lo metió en el carro y lo llevó de regreso a la iglesia para que le hicieran un exorcismo.

Sir Helder Amos

EL PERSEGUIDOR - James Wade

Me está siguiendo desde hace más tiempo del que me atrevo a recordar, y me asusta pensar desde cuándo puede haberme seguido sin que me diera cuenta.

Me sigue cuando voy al trabajo por la mañana y cuando regreso por la noche. Me sigue cuando estoy solo, cuando salgo con una chica o voy a reunirme con mis amigos…, aunque casi he dejado de hacer tales cosas, porque no resulta divertido estar con la gente cuando él me ronda.

No puedo decírselo a mis amigos ni a la policía ni a nadie. «¡Ese hombre de ahí… me está siguiendo! ¡Hace meses que está pisándome los talones!». Creerían que estoy loco. Y si tratara de señalárselo en otro momento, en algún otro lugar alejado del primero, para demostrar que tengo razón… entonces no estaría allí. Estoy seguro de eso.

Ahora creo saber lo que ese hombre quiere.

Recuerdo la primera vez que reparé en él, es decir, comprendí que me seguía. Fue en el Loop, un sábado por la noche, cuando paseaba ociosamente con la vaga intención de visitar algunos bares y salones. La noche del sábado en Chicago es impresionante.

Estaba comprando cigarrillos en un drugstore, y cuando me volví allí estaba, a mi lado: menudo y de aspecto desaseado, con un largo abrigo marrón y un sombrero del mismo color muy encasquetado. Tenía el rostro longilíneo y curtido, la nariz delgada y unos labios anchos y húmedos. No parecía mirarme, ni dirigir su atención a nada en particular.

Le reconocí como el individuo al que había visto muchas veces en mi barrio, en las tiendas y en la calle. No sabía quién era, nunca hablé con él, pero empecé a abrir la boca y comentar la casualidad de que nos encontráramos allí. Pero entonces miré su rostro más de cerca y, por alguna razón, no dije nada. Me limité a pasar por su lado y salí de la tienda. Él me siguió.

Lo encontré en cada bar, cada salón, cada garito.

Cuando huía de él, en uno y otro lugar, no dejaba de recordar otros momentos y lugares inverosímiles donde le había visto en los últimos días y, según me parecía, incluso más tiempo atrás. Es posible que imaginara algunos de ellos, pero de otros muchos podía estar completamente seguro.

Empecé a asustarme. No sabía qué quería aquel hombre, y pensé que podría tener la intención de robarme o matarme (desconocía los motivos, porque yo no tenía nada de valor). No podía hacerle frente, no podía mirarle.

Entraba en un lugar como hace siempre, un poco después que yo, muy silencioso y desapercibido, y permanecía a cierta distancia de mí, sin que hubiera nada sospechoso en su actitud. No se marchaba en el mismo momento en que yo lo hacía, pues era demasiado listo para eso; pero poco después de salir de algún lugar, sabía que estaba pisándome los talones.

Nunca le oí hablar.

Debía de estar muy conmocionado cuando visité el último establecimiento de aquella noche. No podía apartar la vista de la puerta, pero tampoco soportaba mirarla continuamente. El encargado, un hombretón calvo, se inclinó hacia mí y me miró a través de la nebulosa luz de neón.

—¿Qué ocurre, amigo? ¿Espera a alguien?

Me levanté y salí de allí.

Necesité mucho valor para cruzar la puerta, temeroso de toparme con mi perseguidor cuando entrara.

No me encontré con él, ni tampoco le vi en la calle, pero pronto supe que le tenía a mis espaldas.

Por entonces yo estaba bastante bebido, con todos los whiskys dobles que había tomado en los numerosos locales visitados, y me sentía como en una loca pesadilla, tambaleándome por la calle Randolph bajo los centelleantes anuncios de neón, con los altavoces de los salones vertiendo música al exterior y la muchedumbre de transeúntes apretujándose en todas las direcciones. Me sentía mareado y tan asustado que casi se me saltaban las lágrimas. La gente me miraba, pero supongo que se limitaban a pensar que estaba borracho. Naturalmente, nadie reparaba jamás en mi perseguidor.

Al cabo de un rato vomité en un callejón, y entonces me sentí algo más sosegado y me dirigí a casa. Supe que el hombre viajaba en el tranvía conmigo, y que descendió en mi parada. Recorrí la calle lo más rápido que pude, apenas capaz de distinguir mi pensión de todas las demás casas iguales.

Por fin la encontré y subí la escalera tambaleándome, abrí la puerta de mi habitación a tientas y eché el cerrojo una vez dentro. Me acerqué a la ventana y miré abajo, escudriñando la oscuridad hacia los charcos de luz que producían las farolas, pero no descubrí a mi perseguidor en la calle, que estaba oscura, silenciosa y desierta. (De hecho, nunca le veo ahí abajo; pero, de algún modo, siempre está detrás de mí en cuanto salgo).

Me coloqué delante del espejo, como si buscara compañía. ¡Ojalá tuviera algún familiar, o alguien a quien le importara lo suficiente para creer una historia tan absurda! Pero no tenía a nadie.

Estaba muy asustado, pues por entonces creía que aquel hombre quería hacerme daño. Ahora sé que no es así.

Me tendí en la cama, presa de temblores. Al cabo de un rato me invadió el sopor, y dormí durante todo el día siguiente.

Cuando salí aquella noche, el hombre estaba de pie en la esquina.

Así han sido las cosas desde entonces: de día o de noche, en cualquier parte, en todos los lugares, siempre puedo verle si me atrevo a mirar. He intentado todas las maneras posibles de esquivarle o eludirle, incluso he convertido eso en una especie de juego sombrío, pero todo ha sido en vano.

En todo este tiempo no se me ocurrió qué podría hacer para terminar con esta situación. Sabía que no podría demostrar nada, que no habría manera de conseguir algunos testigos sin que la gente no me considerase loco. Sabía que aunque tomara el tren o el avión y me marchara a dos mil kilómetros de distancia, el hombre estaría allí, si quería estar, en cuanto yo llegara o incluso antes, y que todo empezaría de nuevo.

Llegó un momento en que casi empecé a acostumbrarme a la situación, me convencí de que mi perseguidor no trataría de perjudicarme, pues ya había tenido muchas oportunidades de hacerlo. La única manera de actuar que se me ocurría era seguir trabajando, comportarme como si no ocurriera nada y hacer caso omiso de él. Quizá así algún día desaparecería.

Empecé a quedarme en casa, sin ver a nadie, fingiendo estar enfermo si los amigos me llamaban. Gradualmente dejaron de llamarme. Durante mi tiempo libre trataba de distraerme leyendo revistas.

Últimamente descubrí que no podía soportarlo más. No podía quedarme sentado en mi habitación sin hacer nada, sin saber dónde está mi perseguidor. Por desagradable que sea, es mejor saber que anda pisándome los talones, o que está en el extremo de la barra, o esperando en la esquina…, mejor que imaginar toda clase de cosas.

Así pues, salgo a pasear.

Paseo con toda clase de tiempo y por todo tipo de lugares. Paseo en cualquier momento del día o de la noche. Camino durante horas, y si me canso tomo un tranvía o un autobús, y cuando bajo camino un poco más.

Camino por calles de aspecto pobre, con sus bloques de pisos y casas antiguas, donde las prostitutas esperan bajo las farolas y se contonean cuando pasas por su lado. Paseo por el parque en las tardes lluviosas, cuando no hay nadie salvo nosotros y los truenos. Camino a medianoche por el rompeolas del lago, mientras el frío viento empuja las olas burbujeantes tierra adentro, para que se rompan en redes de espuma.

Paseo por los barrios suburbanos. El sol calienta los ladrillos y el cemento armado, los coches están aparcados en pulcras hileras bajo la sombra de los árboles. Camino por la nieve sucia en los bajos fondos, donde mendigos cojos, atroces paralíticos, borrachos y degenerados están tendidos en las aceras. Camino por la calle Maxwell en día de mercado, con sus innumerables objetos en puestos y tenderetes, con los olores de la comida muy condimentada, los charlatanes que hablan por los codos ofreciendo su mercancía y las farfullantes multitudes de gentes de todos los rincones de la tierra.

Camino por los campus universitarios, paso junto a iglesias, bloques y más bloques de pisos y bares, tiendas y más bares. Y sé que, en cualquier parte, si miro atrás, podré ver esa menuda forma huidiza, ese abrigo y ese sombrero marrones, ese rostro largo e impasible, que nunca me mira, pero sabe que estoy ahí.

Y sé lo que quiere.

Quiere que, alguna noche, en una calle oscura (o bajo el resplandor del neón en el exterior de una taberna, o en un parque al mediodía, o junto a una iglesia mientras celebran la misa en el interior y puedes oír el canto de los himnos)…, quiere que de media vuelta y le espere. No…, quiere que desande mis pasos y vaya hacia él.

Y quiere más que eso. No espera que le pregunte qué está haciendo, por qué me sigue. Ya ha pasado demasiado tiempo para eso. Quiere que yo… Me está invitando a que me dirija a él lleno de ira ciega y le ataque, que intente matarle de cualquier manera que sea capaz.

Y eso no debo hacerlo. No sé por qué, pero la idea de hacer eso, por satisfactoria que pudiera ser después de todo lo que he sufrido, me produce un sudor frío de horror superior a la repulsión que he sentido por él hasta ahora.

No debo hacerlo, no me atrevo a acercarme a él. Por encima de todo, no debo tocarle ni tratar de lesionarle de ninguna manera. No puedo imaginar lo que ocurriría si lo hiciera, pero sería terrible.

Debo seguir sin prestarle la menor atención.

Y, sin embargo, sé que si continúa siguiéndome, algún día, en algún lugar, no podré contenerme, me volveré contra él con un furor demente y trataré de matarle. Y entonces…

James Wade

OLSEN Y LA GAVIOTA - Eric St. Clair

En una tarde calurosa, a los cinco meses de estar en la isla, Olsen aprendió a dominar el tiempo.

Una gaviota le dijo cómo.

No había nada en la isla excepto gaviotas y sus nidos —millones de ambos— y el lugar estaba cubierto de guano hasta la rodilla. Cualquier otro hombre, solo durante cinco meses, a cientos de kilómetros de las líneas marítimas, habría enloquecido.

Pero no Olsen. Carecía de lo que hace falta para volverse loco. Perseguía gaviotas a todas horas, gritándoles porque huían volando cuando querían, mientras él no podía hacerlo. Pero nunca les hablaba como quien lleva una conversación. Olsen, un hombre de pocas palabras y aun menos ideas, nada tenía que decir.

Como pasatiempo, pateaba los nidos de las gaviotas y pisoteaba los huevos. Es cierto que los huevos eran su único alimento, ¡pero cómo los detestaba! Eran feos y rancios y con gusto a pescado, y el agua de lluvia que a veces encontraba para poder tragarlos tenía gusto a guano. Había millones de huevos y los pisoteaba con gusto.

En esta tarde especial Olsen pisoteaba huevos vociferando una cancioncilla que había inventado, «¡Tromp, tromp, tromp!», y estaba de huevos hasta las rodillas. No estaba ni triste ni alegre al hacerlo; sólo pisoteaba y berreaba porque le parecía que eso era lo que había que hacer.

Una gaviota gris descendió, llegó a tierra caminó delicadamente hacia él sobre sus lindas patitas rosadas.

—Olsen —dijo la gaviota.

El berrido de Olsen se apagó. Su pisoteo se detuvo. Su boca quedó abierta.

—¿Uh? —dijo—. ¿Ah? —ahora me he vuelto loco.

—Es probable que sí —contestó la gaviota—. Pero ya puedes reponerte, Olsen. Me propongo hacerte un favor.

La mente de Olsen, que nunca fue muy rápida, se quedó paralizada.

—Eres un buen tipo, Olsen —continuó la gaviota— y todos tenemos muy buena opinión de ti, pero ¿no podrías ser más cuidadoso con nuestros nidos?

La gaviota miró las piernas de Olsen, sucias de huevo, con alguna expresión: siendo como son las caras de las gaviotas, era difícil imaginar qué estaría pensando.

—Bueno, vaya —dijo Olsen, defendiéndose—. Si tú…

—Lo que necesitas —agregó la gaviota— es algo que distraiga tu atención para no dañar nuestros nidos. Un entretenimiento completo…

—¡Teatro de variedades! —suspiró Olsen beatíficamente.

—Eso no —replicó la gaviota—. Pensaba en algo diferente. Ahora observa —dijo sacando de bajo del ala un largo cordel fuerte—, con este cordel (y la antigua sabiduría que te voy a trasladar) puedes construir una cuna de gato que provocará a la tormenta, o la aquietará, cuando tú lo quieras. Puedes manejar el tiempo. ¡Vaya! —comentó la gaviota—. ¿No sería divertido?

—Supongo —dijo Olsen—. Pero…

—¡El poder, Olsen! ¡Piensa en eso! —gritó sonoramente la gaviota—. ¡La grandeza de la tormenta primitiva! ¡El rugido de los mares encrespados que puedes provocar! ¡El tifón gritando, las sábanas de lluvia, los relámpagos dentados, el estruendo de la tormenta, y a tu disposición, Olsen!

—¿Sin chicas que se desnuden? ¿Sin bailarinas de abanico? —preguntó Olsen.

Sin molestarse en contestar a eso, la gaviota procedió a enseñar a Olsen el arte de construir una cuna de gato que obligaría al tiempo a obedecer sus menores caprichos.

Y Olsen lo encontró interesante. Probó con un tifón, con un turbión de agua, con…, pero la mente de Olsen era muy limitada. Su menor capricho era ciertamente menor. Probó y probó, hasta que a los tres días pensó en hacer los fuegos de San Telmo con su cuna de gato. Entonces se le acabaron las ideas.

Las gaviotas, entretanto, habían estado reparando nidos y poniendo nuevos huevos. No tuvieron mucho tiempo para eso, sin embargo, cuando Olsen ya se había aburrido del tiempo. Una tormenta se parece mucho a la otra, especialmente cuando un tipo aburrido como Olsen las dirige; un poco de lluvia, algo de viento, ¿qué tiene eso de maravilloso?

Había estado comiendo huevos, cosa que las gaviotas no objetaron, pero ahora que las tormentas habían perdido su encanto, Olsen notó de nuevo el mal gusto que tenían. ¡Uy!

Berreando el canto que había inventado, «¡Tromp, tromp, tromp!», Olsen pateó nidos a derecha e izquierda y destrozó muchos huevos estupendos.

—¡Olsen! —dijo la gaviota gris—. ¡Oh, Olsen!

—¡Tromp, tromp, íromp!

—¡Deja de hacer eso!

La forma en que la gaviota lo dijo le hizo detenerse.

—Realmente, Olsen —continuó la gaviota—, no te comprendo. Estás en una isla paradisíaca, con el poder de un dios sobre el tiempo, un clima espléndido, mucho alimento bueno y nutritivo…

—¡Alimento! —gritó Olsen. Tomó un nido con huevos—. ¡Huevos horribles y hediondos! —Arrojó el nido a las rocas cubiertas de guano que había a sus pies—. ¡Al diablo con esos huevos!

La gaviota miró a Olsen con franco asombro.

—¿Quieres decir —preguntó lentamente— que no te gustan nuestros huevos?

Olsen simplemente escupió sobre el nido que había destrozado.

—Si es alimento lo que quieres —continuó la gaviota reflexivamente— dame ese cordel.

Olsen se lo dio, aplastando el resto de un | huevo con el pie.

—Me sorprende —dijo la gaviota—, pues a nosotros nos gustan nuestros huevos.

Olsen estaba horrorizado.

—¿Vosotros coméis vuestros propios huevos?

—A veces, sí.

Plácidamente, delicadamente, la gaviota trabajó con su pico y sus garras, Una cuna de gato, realmente maravillosa, tomó forma.

—¡Caníbales! —gritó Olsen.

—Oh, bobadas —replicó la gaviota—. Anímate, Olsen. Presta atención.

Abrió la nueva cuna de gato, ya terminada.

—Con este Molde de Deseos (que te enseñaré a hacer), puedes ordenar al mar que te entregue cualquier manjar que tú desees. Por ejemplo, así.

Inmediatamente, el mar se dividió ante ellos. Un pequeño y fuerte cofre de roble rodó hasta los pies de Olsen.

—¿Para mí? —preguntó Olsen.

La gaviota asintió. Rebosante de alegría, Olsen tomó una piedra. Comenzó a golpear el recipiente.

Sin embargo, el cofre resultó contener lo que parecía una mezcla de arena, gusanos y diversos pescados, y todo en un estado de avanzada descomposición.

—¡Uy! —se quejó Olsen, repeliendo el olor.

—Pero, por Dios, Olsen —comentó la gaviota con impaciencia—, ¿no hay nada que te guste?

Picoteó con gusto lo que había dentro del cofre, dejando oír pequeños ruidos de placer.

—Tus gustos tan peculiares están más allá de mi comprensión —dijo la gaviota al rato—. Debes formular tus propias órdenes al mar. Te mostraré cómo.

Olsen hubiera querido formular algunos comentarios sobre la dieta alimenticia de las gaviotas, pero las palabras (como de costumbre) le fallaron. En lugar de eso, se dejó enseñar la construcción de una cuna de gato como Molde de Deseos.

Y entonces, cualquier delicioso alimento que pudiera desear Olsen le sería traído por el mar. Frunció el ceño, mientras su mente se revolvía suavemente… qué podría pedir… qué quería…

Esta vez, las gaviotas tuvieron como una semana de paz. Repararon los viejos nidos, construyeron otros, pusieron un millar de huevos.

El período feliz terminó, sin embargo, por el mismo motivo que antes: Olsen carecía de imaginación.

El Molde de Deseos funcionaba como la gaviota dijo que lo haría. Olsen consiguió su galleta y su cerdo salado y su sorbete de pina y su barril de ron y se dispuso para la orgía. Masticó la galleta y atacó al cerdo y empinó el sorbete y se llenó de ron.

Pero el cerdo salado estaba demasiado salado. La galleta le hizo doler la nuca cuando quiso masticarla. El sorbete se derritió y derramó. Sólo el ron llegó a destino, pero ni siquiera un montón de ron podía dar a Olsen otras ideas sobre comida que aquellas a las que estaba acostumbrado. Galleta, cerdo y pina eran todo lo que pensó pedir y todo lo que obtuvo. Más el ron, desde luego.

Así que, cuando terminó la semana, Olsen estaba de vuelta en lo suyo, pateando nidos, pisoteando huevos, cantando su «¡Tromp, tromp, tromp!» Igual que en los viejos tiempos, sólo que el ron se agregaba ahora al hedor de la destrucción.

—¡Olsen! —gritó la gaviota casi con desesperación—. ¡Mi buen Olsen!

Olsen levantó un huevo. Miró a la gaviota.

—¡Por favor! —pidió la gaviota, preparándose para escabullirse—. ¿No has pensado en las cosas tan bellas que el mar podría traerte?

—¡Un montón de gusanos podridos! —gritó Olsen. Arrojó el huevo, pero le erró por mucho, a causa del ron que tenía dentro.

—¡Olsen, querido! —se quejó la gaviota, como sólo las gaviotas pueden quejarse cuando se sienten mal—. ¡Mi orgullo! ¡Mi alegría! ¡Mi gran amigo! ¿No hay algo… algo… no sé bien lo que quieres… tú lo sabes? ¡Dímelo! ¡Cualquier cosa para que no aplastes nuestros huevos! ¿Qué, oh, qué es lo que quieres?

Olsen se detuvo como hipnotizado por la mirada seria de la gaviota. Después de casi un minuto, una sonrisa se apoderó de su rostro.

—Mujeres —dijo.

—Bien —contestó la gaviota—. El amor de una buena mujer.

Olsen asintió ansiosamente, a medida que se dejaba atrapar por la idea. El amor de una buena mujer… Pensó en las buenas mujeres que recorrían las calles de Buenos Aires, de Marsella, de Singapur. Suspiró ruidosamente y el ron en su cabeza empezó a girar y a girar.

—Lo lamento, Olsen —dijo la gaviota—. Realmente, yo…, pero, ¿cómo puedo conseguir una mujer para ti, sacándola del mar?

—¡Fácil! —gritó Olsen—. ¡Así…! —Con dos dedos en la boca, lanzó un tremendo silbido. Y miró ante sí, porque realmente esperaba que una mujer acudiera en respuesta. Cinco meses sin otra compañía que las gaviotas habían hecho algunos cambios en la mente de Olsen.

Asustada por el silbido, la gaviota tembló.

—No hagas eso. Pero te mostraré cómo hacer una Línea de Sirenas. ¿Serviría una sirena, una adorable, adorable sirena? —Con ese tono halagador habló la gaviota.

—¡Sirenas! —despreció Olsen—. Medio pez, medio mujer. Pero, ¿cómo podría yo…?

La voz de Olsen se esfumó mientras fruncía el ceño, tratando de pensar.

—Oye —dijo poco después—. ¿Podría atrapar una como yo la quiera?

—Podrías —contestó la gaviota—. Será exactamente lo que tú pidas… tan hermosa… ¡y te amará tanto, Olsen!

Sonriendo, Olsen devolvió el Molde de Deseos y la gaviota lo desarmó.

—Observa —dijo la gaviota—. Arriba y abajo. Ahora se pasa el extremo a través del lazo, así… Entonces…

Con la lengua en la mejilla, Olsen seguía los movimientos de las rosadas patas de la gaviota.

Después de un par de intentos, no más que eso, Olsen lo tuvo claro (era un marinero; aun nadando en ron, comprendía un trabajo de nudos).

—Ahora —dijo la gaviota—, tira un extremo al mar.

Primero, sin embargo, Olsen ató el cordel alrededor de su muñeca.

—Pero —observó la gaviota—, ¿qué pasa si…?

—No corro el riesgo de que ella se lo lleve —dijo Olsen, y tiró la otra punta al mar. Era una complicada línea de tres metros.

Casi inmediatamente el cordel temblequeó. Olsen había atrapado su sirena. No había necesidad, sin embargo, de jalar. Gustosamente emergió de la espuma; voluntariamente corrió hacia él. La adoración flotaba húmedamente en sus grandes ojos verdiazules.

Olsen echó la cabeza hacia atrás y gritó con horror.

Con su boca, la sirena atrapó el cordel justo hasta el nudo que envolvía la muñeca de Olsen, Tiró con impaciencia. Ella debía volver al mar inmediatamente; aquella sirena no podía vivir en tierra.

Sin dejar de gritar, Olsen resistió. Pero el ron daba vueltas en su cabeza y sus rodillas se doblaron. Se recuperó y tiró desesperadamente, para resistir el tirón de la sirena. El cordel entre ellos vibró con la tensión… y de repente se partió.

Olsen retrocedió sin quererlo y cayó de lleno sobre un montón de guano que había detrás de él. La sirena se introdujo de nuevo en el mar. Sus piernas se agitaron brevemente sobre el agua antes de hundirse.

La sirena cumplía perfectamente las especificaciones de Olsen. Una mitad era una chica hermosa (las piernas doradas que ahora había entrevisto eran una delicia; las caderas redondas y jóvenes eran una promesa y un tesoro) y la otra mitad era un pez, de la cintura para arriba: un pez desagradable, como una carpa de gran tamaño o como un gran arenque.

Pero ahora la parte del pez estaba bajo el agua, fuera de la vista; sólo esas piernas adorables se asomaron por un momento, y después se fueron.

La mente de Olsen era lenta, pero sus instintos trabajaban en buen orden.

—¡Espera! —gritó, y se tiró de cabeza hacia las piernas, dentro del mar. Pero las piernas se habían ido. No, allí estaban, mucho más lejos. Él flotó hacia ellas. Una ola lo atrapó; se revolvió en el agua amarga, y eso casi lo serenó. Ahí estaban otra vez las piernas, aunque ahora en otra dirección. El instinto triunfó sobre la razón. Olsen chapoteó y luchó hacia ellas. Una ola le pegó de lleno en la cabeza, pero emergió sin daño.

Y ahora, de pronto, no había ya fondo bajo los pies de Olsen, y pudo sentir una corriente que lo arrastraba hacia el mar. Un nuevo instinto, el de conservación, habló. «Debes nadar, Olsen», aconsejaba, pero Olsen, desde luego, no sabía nadar. Las piernas doradas aparecieron delante de él como un relámpago y luego desaparecieron.

Y algo debajo del agua le asía el tobillo, amorosa y suavemente. Olsen comenzó a gritar otra vez, mientras se sentía arrastrado hacia abajo, suave amorosa, pero muy firmemente. Cuando dejó de gritar, salieron burbujas. Después las burbujas flotaron.

La gaviota había contemplado todo esto con gran interés.

—¡Qué notables costumbres para el apareamiento! —comentó, aunque para nadie en particular—. Olsen es ciertamente un tipo especial.

Después se olvidó de Olsen y comenzó a buscar astillas para arreglar el nido.



Eric St. Clair

UN CIUDADANO DE EDAD MADURA - Clifford D. Simak

La música le despertó, y una voz femenina, suave y dulce, dijo:

—Buenos días, señor Lee. Por si momentáneamente no lo recuerda, es usted Anson Lee, un afortunado ciudadano de edad madura, en su casa de retiro en el espacio.

Se incorporó, deslumbrado, y sacó los píes de la cama. Se quedó sentado al borde, se frotó los ojos con los puños cerrados y pasó una mano por su ralo cabello. Le hubiese encantado volver a acostarse y dormir otra hora.

—Hoy tenemos mucho que hacer, señor Lee —dijo la voz dulce, pero le pareció advertir, detrás de la dulzura, el acero escondido de la autoridad.

«Las mujeres —pensó—, todas unas putas.»

—Tiene preparada una muda de ropa limpia —dijo la voz—. Dese prisa y vístase. Luego tomaremos el desayuno.

«Yo tomaré el desayuno —pensó—. Yo solo. Tú no tomarás el desayuno, porque ni siquiera estás aquí.»

Extendió la mano para coger la ropa.

—No me gusta la ropa nueva —se quejó—. Me gusta la ropa vieja. Me gusta amoldarla al cuerpo y hacerla cómoda. ¿Por qué tengo que ponerme ropa nueva todos los días? Ya sé lo que hacen con la ropa vieja. La tiran al convertidor todas las noches cuando me la quito para acostarme.

—Pero ésta es mejor —dijo la voz—. Está nueva y limpia. Los pantalones son azules y la camisa verde. A usted le gustan el azul y el verde.

—Me gusta la ropa vieja —protestó.

—No puede usar ropa vieja —dijo la voz—. La nueva le conviene más. Y además le queda justa. Siempre le está bien. Tenemos sus medidas.

Se puso la camisa. Luego, de píe, los pantalones. No servía de nada discutir, lo sabía. Siempre tenían razón, siempre ganaban. Alguna vez le gustaría ganar a él. Alguna vez le gustaría tener ropa vieja. Era suave y cómoda una vez que se había usado un tiempo. Recordó su vieja ropa de pesca. La había conservado años, como un tesoro. Pero ahora no tenía ropa de pesca. No había dónde pescar.

—Ahora —continuó la voz—, el desayuno. Huevos revueltos con tostadas. A usted le gustan los huevos revueltos.

—No quiero tomar el desayuno —dijo—. No tomaré el desayuno. Podría comerme a Nancy.

—¿Qué tontería es ésta? —preguntó la voz, no tan dulce, algo más aguda—. Usted sabe que Nancy se ha ido. Se fue y nos dejó.

—Nancy está muerta —respondió él—. Y la pusieron en el convertidor. Ponen todo en el convertidor. Sólo tenemos una cantidad limitada de materia, y debemos usarla una y otra vez. Conozco la teoría. Yo era químico. Sé exactamente cómo es. De materia a energía, de energía a materia. Tenemos una ecología cerrada y…

—Pero Nancy… Hace tanto tiempo…

—No importa cuánto tiempo. Hay Nancy en la ropa. Y habrá Nancy en los huevos.

—Me parece que lo mejor… —dijo la voz, que ahora no era en modo alguno dulce.

Una mano le cogió por la cintura desde atrás.

—Vamos a echarle un vistazo —dijo una voz en su oído; esta vez era una voz masculina y autoritaria.

Se sintió impulsado hacia un cubículo. Las cosas que le retenían no eran manos. Aquellos tentáculos se metieron dentro de la ropa y se afirmaron en sus carnes. No podía moverse. Un líquido frío fue violentamente lanzado contra su brazo. Y todo pareció alejarse de él.

—Está muy bien —dijo la voz dura y firme del médico—. Está mejor que ayer.

«Sí, mejor», se dijo. Tanto que al despertarse tenían que decirle quién era. Tanto que debían inyectarle alguna droga en el brazo para que no fantaseara.

—Vamos —dijo la voz dulce—. Venga a desayunar.

Vaciló un momento, tratando de obligarse a pensar. Le parecía que por alguna razón no debía tomar el desayuno, pero la había olvidado. Si había una razón.

—Vamos —instó la voz.

Se movió hacia la mesa y se sentó, mirando la taza de café y el plato de huevos revueltos.

—Coja el tenedor y coma —dijo la voz apremiante—. Es el desayuno que más le agrada. Siempre ha dicho que lo que más le gusta son los huevos revueltos. De prisa, coma. Hay mucho que hacer hoy.

Nuevamente le reñía, se dijo, le trataba como a un niño díscolo. Pero nada podía hacer al respecto. Le resentía, pero no podía actuar. No podía llegar hasta ella, porque no estaba realmente allí. Realmente, no había nadie. Trataban de hacerle creer que así era, pero sabía que estaba solo. Y aunque no podía hacer nada para mantener su resentimiento, trataba de fomentarlo; pero se desvanecía. Y eso era algo que hacían en el cubículo de diagnóstico. Quizá fuera lo que le ponían en el brazo. Una droga para hacerle sentir bien, bloquear su resentimiento, borrar de su mente el rencor.

Aunque realmente no tenía importancia. En verdad, nada tenía importancia. Bebía su orina, comía sus heces y no importaba. Y había también otra cosa que comía, pero no podía recordar qué era. Antes lo sabía, pero lo había olvidado.

Terminó los huevos revueltos y bebió el café, y la voz dijo:

—¿Qué haremos hoy? ¿Qué le gustaría hacer? Puedo leerle, o si no podríamos jugar a los naipes o al ajedrez, o escuchar música. ¿No querría pintar? Le gustaba pintar. Lo hacía muy bien.

—No, maldito sea —repuso—. No quisiera pintar.

—Dígame por qué no quiere pintar. Debe tener una razón. Lo hace muy bien, así que debe haber una razón.

Le reñía de nuevo, pensó, utilizaba contra él la psicología del niño y —lo peor— le mentía. Porque no podía pintar. No lo hacía nada bien. Los manchones que hacía no eran pintura. Pero de nada valía pensar en eso, se dijo; ella seguiría insistiendo en que pintaba bien, con la convicción de que la autoestima del anciano debe ser permanentemente sostenida y mejorada.

—No hay nada que pintar —dijo.

—Hay muchas cosas que pintar.

—No hay árboles ni flores, ni cielo, ni nubes, ni gente. Antes había árboles y flores, pero ahora no estoy seguro de que existan. No recuerdo cómo era un árbol, o una flor. Un hombre sólo conserva su memoria por cierto tiempo. Antes, en la Tierra, había árboles y flores.

Y también había una casa en la Tierra. Pero también esa casa aparecía borrosa en su memoria. ¿Cómo era esa casa?, se preguntó. ¿Cómo eran las personas? ¿Cómo es un río?

—No necesita ver las cosas para pintarlas —dijo ella—. Puede pintar de memoria.

Tal vez podría, pensó. ¿Pero cómo se pinta la soledad? ¿Cómo se pintan la depresión y el abandono?

Como no dijo nada, ella continuó:

—¿No hay algo que quiera hacer?

No respondió. ¿Para qué molestarse en responder a una voz simulada producida por un almacén de datos lleno de conceptos de asistencia social y muy poco más? ¿Por qué, se preguntó, se tomaban tantas molestias para cuidarle? Aunque, si se pensaba bien, quizá no eran tantas molestias como parecía. De cualquier modo, el satélite estaría allí lo mismo, reuniendo y monitoreando datos, y quizá cumpliendo otras tareas que él ignoraba. Y si esos satélites servían también para sacar de la Tierra a los ancianos inútiles, su atención no les costaría nada.

Recordaba cómo él y Nancy habían sido persuadidos a establecerse en el satélite por un joven inteligente de voz sincera y autoritaria, que les recitó cuidadosamente todos los beneficios que obtendrían. Quizá, ni siquiera así habrían venido, si su casita no hubiese estado condenada a dejar su lugar a un proyecto de transportes. Y después ya no importaba adonde iban o adonde les enviaban, porque su hogar había desaparecido. Estarán lejos de la carrera de ratas que es este mundo, les dijo el joven sincero. Tendrán paz y comodidad en sus últimos años: se hará todo lo que necesiten. Sus amigos se han ido, y los cambios que ven deben de ser angustiosos para ustedes: no hay ninguna razón para que se queden. ¿Su hijo? Pues podrá visitarles tan frecuentemente, o más, que ahora. Por supuesto, jamás había venido. Allí dispondrán de todo lo preciso. Nunca más deberán cocinar ni limpiar, ni ir al médico. Habrá un cubículo de diagnóstico a un paso. Tendrán música, y lecturas grabadas, y sus programas favoritos, exactamente como en la Tierra.

Cuando un hombre envejece, pensó, se toma algo confuso y no está seguro de sus derechos y, aunque lo esté, no tiene coraje para defenderlos, ni para enfrentarse a la autoridad, por más que la desprecie. Pierde las fuerzas, y la agudeza de la mente, y le fatiga luchar por lo que vale la pena.

Ahora, pensó, sólo quedaba aquella dulce autoridad (quizá más odiosa por causa de esa dulzura) y el desprecio apenas oculto por los viejos, aunque el tono tierno pretendía esconderlo.

—Bueno —dijo la voz de asistenta social—, como no tiene ganas de hacer nada, le dejaré aquí, sentado junto a la ventana, por donde puede mirar al exterior.

—No tiene sentido mirar al exterior —replicó—. No hay nada que ver.

—Sí que hay —afirmó ella—. ¡Tantas estrellas bonitas!

Se sentó junto a la ventana y miró las estrellas bonitas.


PAJA HÚMEDA - Richard Matheson

Empezó algunos meses después de la muerte de su esposa.

Se había trasladado a una pensión. Allí vivía una vida recogida; la venta de sus acciones le había proporcionado dinero. Un libro al día, conciertos, comidas solitarias, visitas al museo. Con aquello bastaba. Escuchaba la radio, se echaba siestas y pensaba mucho. La vida era razonablemente buena.

Una noche dejó el libro y se desvistió. Apagó las luces y abrió la ventana. Se sentó en la cama y miró un momento el suelo. Le dolían un poco los ojos. Luego se tumbó y estiró los brazos detrás de la cabeza. Vino una ráfaga de aire frío desde la ventana, así que se echó la manta sobre la cabeza y cerró los ojos.

Estaba todo en silencio. Podía oír su propia respiración. La calidez empezó a cubrirle. El calor acariciaba su cuerpo y lo relajaba. Suspiró hondamente y sonrió.

Al instante, sus ojos estuvieron abiertos.

Una brisa fina estaba rozándole la mejilla, y podía oler algo parecido a paja húmeda. Era inconfundible.

Estirando la mano, podía tocar la pared y sentir la brisa que llegaba desde la ventana. Sin embargo, bajo la manta, donde antes sólo había habido calidez, ahora había otra brisa. Y un olor húmedo y fresco a paja mojada.

Se quitó la manta de encima y se quedó tumbado en la cama, respirando atropelladamente.

Luego se rió para sus adentros. Un sueño, una pesadilla. Demasiadas lecturas. Mala alimentación.

Volvió a subir la manta y cerró los ojos. Mantuvo la cabeza fuera de las sábanas y se durmió.

A la mañana siguiente se olvidó de aquello. Desayunó y fue al museo. Allí pasó la mañana. Visitó todas las salas y miró todo.

Cuando estaba a punto de marcharse, sintió el deseo de volver a mirar un cuadro al que sólo había echado un vistazo.

Se paró delante de él.

Era una escena campestre.

Había un enorme granero en un valle.

Empezó a respirar pesadamente, y sus dedos juguetearon con su corbata. Qué ridículo, pensó al cabo de un momento, que algo semejante me ponga nervioso.

Se dio la vuelta. En la puerta, miró el cuadro.

El granero le había asustado. Sólo es un granero, pensó, un granero en un cuadro.

Después de cenar, volvió a su cuarto.

Tan pronto como abrió la puerta, recordó el sueño. Se metió en la cama. Levantó la manta y las sábanas y las agitó.

No notó el menor olor a paja húmeda. Se sintió como un idiota.

Aquella noche, cuando se acostó, dejó la ventana cerrada. Apagó las luces, se metió en la cama y se echó la manta sobre la cabeza.

Al principio fue como siempre. El silencio, la quietud y la calidez soterrada.

Entonces empezó la brisa otra vez, y sintió claramente cómo le removía el pelo. Podía oler la paja húmeda. Miró la negrura y respiró a través de la boca para no tener que oler la paja.

En algún lugar de la oscuridad, vio un recuadro de luz grisácea.

Es una ventana, pensó repentinamente.

Suspiró mirando un rato y su corazón dio un salto cuando un fogonazo de luz repentino apareció en la ventana. Fue como un relámpago. Escuchó. Olió la paja húmeda.

Oyó que empezaba a llover.

Se asustó y se quitó la manta de encima de la cabeza.

A su alrededor estaba la habitación cálida. No llovía. Hacía un calor opresivo porque la ventana estaba cerrada.

Miró fijamente el techo y se preguntó por qué tenía aquella ilusión.

Una vez más, tiró de la manta para asegurarse. Se quedó quieto y mantuvo sus ojos muy apretados.

Volvió a sentir el olor en sus narices. La lluvia golpeaba violentamente su ventana. Abrió los ojos y miró, y distinguió un mar de lluvia bajo los fogonazos. Entonces, la lluvia empezó a caer también sobre él, sobre un techo de madera. Estaba en un sitio con un techo de madera y paja húmeda.

Estaba en un granero.

Por eso era por lo que le había asustado el cuadro. Pero ¿asustado por qué?

Intentó tocar la ventana, pero no pudo alcanzarla. La brisa soplaba sobre su mano y su brazo. Quería tocar la ventana. Tal vez, se deleitó pensando, tal vez incluso abrirla y asomar la cabeza a la lluvia y luego bajar la colcha rápidamente para ver si tenía el pelo mojado.

Empezó a sentirse rodeado por el espacio. En la cama no tenía la sensación de estar confinado. Sentía el colchón, pero era como si estuviera tumbado sobre él en un espacio abierto. La brisa soplaba sobre su cuerpo entero. Y el olor era más pronunciado.

Escuchó. Oyó un crujido y luego el relinchar de un caballo. Escuchó un rato más.

Entonces se dio cuenta de que no podía sentir el colchón.

Se sentía como si estuviera tumbado sobre un suelo de madera de cintura para abajo.

Estiró las manos alarmado y palpó el borde de las sábanas. Las bajó.

Estaba cubierto de sudor y tenía el pijama pegado al cuerpo. Se levantó de la cama y encendió la luz. Una brisa refrescante llegó a través de la ventana cuando la abrió.

Las piernas le temblaron mientras caminaba, y tuvo que agarrarse a la cómoda para no caerse.

En el espejo, contempló atemorizado su cara pálida. Levantó la mano y vio cómo temblaba. Tenía la garganta seca.

Fue al cuarto de baño y bebió un vaso de agua. Luego volvió a la habitación y miró su cama. No había nada más en ella que la manta y las sábanas revueltas, y la mancha de su cuerpo donde había sudado. Levantó la manta y las sábanas. Las agitó ante la luz y las examinó minuciosamente. No había nada.

Cogió un libro y se pasó el resto de la noche leyendo.

Al día siguiente fue otra vez al museo y miró el cuadro.

Intentó recordar si había estado alguna vez en un granero. ¿Había estado lloviendo y había mirado los rayos a través de la ventana?

Recordó.

Fue en su luna de miel. Habían salido a pasear y les había pillado la lluvia, y se quedaron en el granero hasta que paró. Había un caballo en el establo y ratones que correteaban por la paja húmeda.

¿Pero qué significaba? No había razón para que lo recordase ahora.

Aquella noche tuvo miedo de irse a la cama. Lo fue posponiendo. Por último, cuando sus ojos ya no se aguantaban abiertos, se acostó completamente vestido y dejó la ventana cerrada. No utilizó manta.

Durmió profundamente y no tuvo sueño alguno.

Se despertó a primera hora de la mañana. Estaba empezando a clarear. Sin pensarlo, cogió una manta de la silla y se la echó por encima.

No tuvo que esperar nada. De pronto, estaba en el granero.

No había sonidos. No llovía. Había una luz grisácea en la ventana. ¿Podía ser que también fuera por la mañana en aquel granero imaginario?

Sonrió soñoliento. Era demasiado tentador. Tendría que probarlo por la tarde para ver si el granero estaba completamente iluminado.

Empezó a quitarse la manta de la cabeza cuando notó un crujido a su lado.

Tragó saliva. Su corazón pareció detenerse y sintió un cosquilleo en la cabellera.

Un suspiro suave llegó hasta sus oídos.

Algo cálido y húmedo rozó su mano.

Con un chillido, se quitó la manta de encima y saltó al suelo.

Se quedó mirando la cama y aferrando la manta con las manos. Su corazón palpitaba con latidos descomunales.

Se desplomó débilmente sobre la cama. El sol estaba saliendo.

Durante una semana, durmió sentado en una silla. Por fin, necesitó dormir como Dios manda y se acostó en la cama, completamente vestido. Nunca volvería a usar una manta.

Llegó el sueño, negro y sin sueños.

No sabía qué hora era cuando se despertó. Sintió un sollozo atravesado en la garganta. Volvía a estar en el granero. Un rayo relampagueó en la ventana y la lluvia caía sobre el techo.

Palpó a su alrededor, temeroso, pero no había ninguna manta en ningún sitio. Manoteó el aire, frenético.

De pronto, miró a la ventana. ¡Si pudiera abrirla, conseguiría escapar! Estiró la mano todo lo que pudo. Más cerca. Más cerca. Casi estaba allí. Un palmo más y sus dedos la tocarían.

—John.

Un reflejo repentino hizo que su mano atravesara el cristal. Sintió la lluvia salpicando el reverso de su mano, y la muñeca le ardió terriblemente. Retiró la mano de un tirón y miró aterrorizado hacia el lugar de procedencia de la voz.

Algo blanco se agitaba a su lado, y una mano cálida acariciaba su brazo.

—John —oyó el murmullo—. John.

No podía hablar. Palpó alrededor buscando su manta con desesperación. Pero lo único que rozaba sus dedos era la brisa. Debajo de él estaba el frío suelo de madera.

Sollozó asustado. Volvió a oír su nombre.

Entonces se produjo un relámpago y vio a su mujer acostada a su lado, sonriéndole.

De pronto, sintió el extremo de la manta en la mano, y al tirar de él hacia abajo se cayó rodando de la cama al suelo.

Algo correteaba por su muñeca; sentía un dolor sordo en el brazo.

Se levantó y encendió la luz. El resplandor llenó el cuarto.

Vio su brazo cubierto de sangre. Extrajo un pedazo de cristal de su muñeca y lo dejó caer sobre el suelo, horrorizado.

En su antebrazo, las huellas de sus dedos eran rojas.

Arrancó la sábana de la cama y corrió por el pasillo hasta el cuarto de baño. Lavó la sangre y se echó yodo en la brecha y la vendó. El ardor le mareaba. Gotas de sudor frío se le metían en los ojos.

Llegó uno de los inquilinos. John le dijo que se había cortado accidentalmente. Cuando el hombre vio correr la sangre, llamó por teléfono a un médico.

John se sentó en el borde de la bañera y vio cómo su sangre goteaba sobre las baldosas.

Al día siguiente le limpiaron y vendaron la herida.

El médico no se quedó muy conforme con la explicación. John le dijo que se lo había hecho con un cuchillo; pero no encontraron ningún cuchillo, y había grandes manchas de sangre en las sábanas y la manta.

Le dijeron que no saliera de su cuarto y que mantuviera el brazo inmóvil.

La mayor parte del día lo pasó leyendo y pensando en cómo se había podido cortar en sueños.

Pensar en ella le excitaba. Seguía siendo preciosa.

Los recuerdos se hicieron muy intensos.

Habían yacido el uno en brazos del otro sobre la paja, y habían escuchado la lluvia. No podía recordar lo que habían dicho.

No tenía miedo de que ella volviera. Su visión de la vida era realista. Estaba muerta y enterrada.

Era una aberración de su mente. Algún clímax mental que se había pospuesto hasta aquel momento.

Entonces se miró la muñeca y vio el vendaje.

No había sido culpa de ella. Ella no le pidió que atravesara el cristal con la mano.

Quizás pudiera estar con ella en una existencia y tener su dinero en la otra.

Algo le repelía. En realidad, sí que le había dado miedo. La paja húmeda y la oscuridad, los ratones y la lluvia, el frío escalofriante.

Decidió qué era lo que debía hacer.

Aquella noche, apagó las luces temprano. Se puso de rodillas al lado de la cama.

Metió la cabeza bajo las sábanas. Si algo iba mal, sólo tenía que sacarla rápidamente.

Esperó.

Pronto olió la paja y oyó la lluvia, y la buscó.

La llamó suavemente.

Oyó un crujido. Una mano cálida acarició su mejilla. Al principio se sobresaltó. Luego sonrió. Apareció su cara y apretó su mejilla contra la de él. El perfume de su pelo le embriagó.

Las palabras llenaron su mente.

John. Siempre seremos uno. ¿Lo prometes? Nunca nos separaremos. Si uno de nosotros muere, el otro le esperará. Si yo muero, tú me esperarás y yo encontraré la forma de acudir a ti. Acudiré a ti y te llevaré conmigo.

Y ahora me he ido. Me hiciste beber aquello y me morí. Y abriste la ventana para que entrara la brisa. Y ahora he vuelto.

Empezó a temblar.

La voz de ella se volvió más ronca, podía oír sus dientes rechinando. Su respiración iba más rápida. Sus dedos tocaron su cara. Pasaron por su pelo y acariciaron su cuello.

Él empezó a gemir. Le pidió que le soltara. No hubo respuesta. Ella respiró aún más deprisa. Él intentó apartarse. Notaba el suelo de su cuarto bajo los pies. Intentó sacar la cabeza de debajo de la manta. Pero sus dedos le tenían sujeto con mucha fuerza.

Ella empezó a besarle en los labios. Su boca estaba fría, sus ojos abiertos como platos. Él la miró a los ojos mientras su aliento se mezclaba con el de ella.

Entonces ella echó hacia atrás la cabeza y él vio que se estaba riendo, y un rayo estalló a través de la ventana. La lluvia resonaba en el techo y los ratones chillaban y el caballo pataleaba y hacía que el granero temblase. Sus dedos se aferraron a su cuello. Él tiró con toda su fuerza y apretó los dientes y se soltó de su presa. Sintió un dolor repentino y rodó por el suelo.

Cuando la casera entró a limpiar dos días después, seguía en la misma posición. Sus brazos estaban extendidos en el charco seco de sangre y su cuerpo estaba rígido y frío. No encontraron la cabeza.

EL PESADO - Ray Bradbury

La mujer dio un paso hacia la ventana de la cocina y miró.

Allí en el patio crepuscular había un hombre rodeado de barras y pesas de hierro obscuro y cuerdas tendidas y resortes elásticos en espiral. Llevaba una tricota y zapatos de tenis y no decía nada a nadie; estaba simplemente de pie en el mundo que se obscurecía y no sabía que ella lo miraba.

Era el hijo de la mujer y todos lo llamaban el Pesado.

El Pesado apretaba en las manazas los pequeños resortes de espiral. Se le perdían entre los dedos, como trucos de magia, y luego reaparecían. Los apretaba. Desaparecían. Los soltaba. Volvían.

Hizo esto durante diez minutos, el cuerpo inmóvil.

Después se agachó y levantó las barras de cincuenta kilos, sin hacer ruido, sin respirar. Las movió cierto número de veces por encima de la cabeza, luego las dejó y fue al garaje abierto donde había varios acuaplanos que él había cortado y pegado y enarenado y pintado y encerado, y allí golpeó una bolsa de arena, con facilidad, regularmente, hasta que se le humedeció el rizado pelo de oro. Entonces se detuvo y llenó los pulmones de aire y la circunferencia del pecho le llegó a un metro y medio. Se quedó así, con los ojos cerrados, viéndose en un espejo invisible, aplomado y tremendo, cien kilos de músculos, atezado por el sol, salado por el viento marino y el sudor que le mojaba el cuerpo.

Exhaló el aire. Abrió los ojos.

Fue hasta la casa, entró en la cocina y no miró a la madre, esa mujer, y abrió la refrigeradora y dejó que el frío ártico lo saturara mientras bebía un cuarto litro de leche directamente del cartón, de un solo trago. Luego se sentó a la mesa de la cocina y acarició y examinó las calabazas de la fiesta de Todos los Santos.

Ese día había salido temprano a comprar las calabazas. Las había tallado casi todas y eran hermosas y se sentía orgulloso. Ahora, con un aire infantil allí en la cocina, empezó a tallar la última. Nunca se hubiera dicho que tenía treinta años, seguía moviéndose con tanta rapidez, con tanta calma, en las grandes ocasiones como cuando golpeaba una ola lanzándose en acuaplano, o allí en el leve ir y venir de un cuchillo que abre un ojo en una calabaza. La lamparilla eléctrica le colmaba la turbulencia estival del pelo, pero no mostraba ninguna emoción en el rostro del hombre, excepto el propósito deliberado de tallar las calabazas. Todo era músculos en él, sin grasa alguna, y esos músculos esperaban detrás de cada movimiento del cuchillo.

La madre iba y venía en actividades personales alrededor de la casa y después fue allí a mirar al hijo y a las calabazas y a sonreír. Estaba acostumbrada a su hijo. Lo oía todas las noches golpeando afuera la bolsa de arena, o apretando los pequeños resortes de metal con las manos o gruñendo cuando levantaba un mundo de pesas y las sostenía en equilibrio sobre los hombros extrañamente quietos. Estaba acostumbrada a todos esos sonidos, aunque supiera que el océano llegaba a la orilla más allá de la casa y allí se quedaba, chato y brillante en la arena. Así como se había acostumbrado, ahora, a oír al Pesado hablar todas las noches por teléfono para decirles a las chicas que estaba cansado y que no, que esa noche tenía que lustrar el auto, o hacer ejercicio delante de los muchachos de dieciocho años. La madre se aclaró la garganta.

—¿Estuvo buena la cena esta noche?

—Claro —dijo él.

—Tuve que conseguir carne especial. Compré los espárragos frescos.

—Estuvo buena.

—Me alegra que te haya gustado, me gusta siempre que te guste.

—Claro —dijo él trabajando.— ¿A qué hora es la fiesta?

—A las siete y media. —El Pesado terminó la última de las sonrisas en la calabaza y se apoyó en el respaldo—. Si es que aparecen todos; a lo mejor no aparecen; compré dos jarras de sidra.

Se puso de pie y fue al dormitorio, con una maciza tranquilidad, llenando sobradamente con los hombros el vano de la puerta. Dentro de la habitación, en la penumbra, imitó los movimientos de un hombre que lucha seria y silenciosamente con un adversario invisible mientras se ponía el disfraz. Llegó a la puerta de la sala un minuto después lamiendo un gigantesco caramelo de menta, a rayas. Llevaba un par de pantalones cortos, negros, una camisa de cuello fruncido y un sombrero de niño. Lamía el caramelo y decía: «¡Soy el nene malo!» y la mujer que había estado mirándolo se echó a reír. Moviéndose como un niño pequeño, lamiendo el caramelo enorme, anduvo por toda la habitación mientras la mujer se reía y él decía cosas y hacía como que llevaba un perro grande atado a una cuerda.

—¡Serás la estrella de la fiesta! —exclamaba la mujer, la cara roja y exhausta. El Pesado también se reía ahora.

Sonó el teléfono.

El Pesado salió haciendo pininos para contestar desde el dormitorio. Habló largo rato, y la madre le oyó decir «Oh por el amor de Dios» varias veces, y al fin entró lento y macizo en la sala, con un aire obstinado.

—¿Qué pasa? —quiso saber la mujer.

—Uf —dijo él—, la mitad de los muchachos no van a ir a la fiesta. Tienen otros compromisos. Era Tommy el que llamaba. Tiene un compromiso con una chica de no sé dónde. ¡Maldita sea!

—Serán bastantes para una fiesta —dijo la mujer—. Tú vas.

—Tendría que ir a tirar las calabazas a la basura —dijo él, enfurruñado.

—Tú vas y ya verás cómo te diviertes —dijo la mujer—. Hace semanas que no sales.

Silencio.

El Pesado se quedó allí retorciendo el enorme caramelo del tamaño de su propia cabeza, haciéndolo girar entre los grandes dedos musculosos. Parecía como si en cualquier momento fuera a hacer lo que había hecho otras noches. Algunas noches se apretaba a sí mismo de arriba abajo en el suelo, con los brazos, y otra jugaba un partido de básquetbol consigo mismo y llevaba los tantos, equipo contra equipo, blanco contra negro, en el patio. Algunas noches andaba por ahí así y de pronto desaparecía y uno lo veía salir al océano a nadar, largo y fuerte y calmo como una foca bajo la luna llena, o podía no verlo las noches en que no había luna y sólo las estrellas brillaban sobre el agua, pero se oía allí, en ocasiones, un débil chasquido cuando se metía y se quedaba largo rato y subía, o salía a veces con el acuaplano liso como las mejillas de una muchacha, lijado hasta la tersura, y venía cabalgándolo, enorme y solitario sobre una ola blanca y fantasmal que se desnataba a lo largo de la orilla, y cuando el acuaplano tocaba la arena el Pesado se apeaba como un visitante de otro mundo y se quedaba largo rato sosteniendo el suave, liso acuaplano a la luz de la luna, un hombre tranquilo y una suerte de lápida de cementerio sin nada escrito encima. En todas las noches parecidas de los años pasados, había sacado a una chica tres veces en una semana y ella comía muchísimo y cada vez que la veía ella decía: «Vamos a comer», y entonces una noche él la llevó en el coche a un restaurante y abrió la portezuela y la ayudó a bajar y volvió a entrar y dijo: «Ahí está el restaurante. Hasta luego». Y se fue. Y volvió a nadar, solo. Mucho después, otra vez, una chica llegó media hora tarde, por tanto arreglarse, y él no volvió a hablarle nunca más.

La madre lo miraba ahora pensando en todo eso, recordando todo eso.

—No te quedes ahí —le dijo—. Me pones nerviosa.

—Está bien —contestó él resentido.

—¡Anda! —gritó la mujer. Pero no gritó bastante fuerte. Incluso a ella misma la voz le sonó débil. Y no supo si su voz era naturalmente débil o si ella hablaba así ahora. No hubiera sido distinto que dijese algo del invierno próximo; todas las palabras tenían un sonido solitario. Y oyó de nuevo la voz que le salía de la boca, sin fuerzas—: ¡Anda!

El Pesado fue a la cocina.

—Me pregunto si habrá gente suficiente —dijo.

—Seguro que habrá —dijo la mujer, sonriendo de nuevo. Siempre sonreía de nuevo. A veces cuando ella le hablaba, noche tras noche, parecía como si también estuviera levantando pesas. Cuando el Pesado caminaba por las habitaciones era como si la mujer caminara ayudándolo. Y cuando él se sentaba a rumiar, como de costumbre, la mujer buscaba alrededor alguna ocupación que podía ser quemar las tostadas o dejar pasar la carne. Lanzó en ese momento una risa breve y débil, sofocada como un ladrido.

—Anda, vas a pasarlo bien.

Pero los ecos fueron de aquí a allá, como si la casa estuviera completamente vacía y fría. Los labios de la mujer se movieron:

—Vete volando.

El Pesado cargó la sidra y las calabazas y se las llevó corriendo al auto. Era nuevo y había estado sin usar durante casi un año. El Pesado lo lustraba, chamboneaba con el motor o se metía debajo durante horas revolviendo todas las partes, o se sentaba simplemente en el asiento de adelante hojeando las revistas que hablaban de salud y fuerza, pero rara vez manejaba el auto. Puso la sidra y las calabazas talladas orgullosamente en el asiento delantero, y en ese momento estaba pensando en el buen rato que pasaría quizá esa noche, de modo que se tambaleó como un nenito a punto de dejar caer todo, y la madre se rió. El Pesado lamió de nuevo el caramelo, saltó al coche, lo hizo retroceder por el sendero de casquijo, se desvió para seguir junto al océano, sin mirar a la mujer, y tomó el camino de la costa. Ella se quedó en el patio mirando cómo el auto se iba. Leonard, hijo mío, pensó.

Eran las siete y cuarto y estaba muy obscuro ahora; los chicos se meneaban ya en las aceras envueltos en sábanas blancas de fantasma y llevando máscaras de albayalde, agitando campanillas, chillando, sacudiendo las flojas bolsas de papel que les golpeaban las rodillas. Leonard, pensó la mujer.

No lo llamaban Leonard, lo llamaban el Pesado y Sammy, abreviatura de Sansón. Lo llamaban Butch, Atlas, Hércules. Los chicos de la escuela secundaría estaban siempre en la playa rodeándolo, tanteándole los bíceps como si fuera un nuevo modelo de coche sport, poniéndolo a prueba, admirándolo. Caminaba, dorado, entre ellos. Todos los años era así. Y luego los de dieciocho cumplían diecinueve y ya no venían tan a menudo, y veinte y muy rara vez, y después veintiuno y nunca más, se iban simplemente, y de pronto había otros nuevos de dieciocho para sustituirlos, sí, siempre los nuevos que ocupaban el lugar al sol donde habían estado los otros, mientras los mayores iban a algún sitio para hacer algo y ver a alguien.

Leonard, mi buen muchacho, pensó la mujer. Vamos a los espectáculos los sábados por la noche. El trabaja en los cables de alta tensión todo el día, allí en el cielo, solo, y duerme solo en su cuarto de noche, y nunca lee un libro o un diario ni escucha la radio ni pone un disco, y este año cumplirá treinta y uno. ¿Y cuándo exactamente, en tantos años, ocurrió eso, y él se subió a aquel palo solitario, a cavilar y a trabajar solo todas las noches? Desde luego había habido bastantes mujeres aquí y allá, una y otra vez, a lo largo de los años. Unas pobres insignificantes, claro, tontas, sí, a juzgar por la apariencia, pero mujeres, o muchachas, más bien, y ninguna digna de ser mirada por segunda vez. Sin embargo, cuando un muchacho pasa los treinta… Suspiró. Pero si anoche mismo había sonado el teléfono. El Pesado había contestado y ella pudo completar la mitad no escuchada de la conversación, pues la había oído miles de veces en doce años:

—Sammy, habla Christine. —Una voz de mujer—. ¿Qué estás haciendo?

Las pestañas doradas y cortas temblaron un momento, y el Pesado arrugó el entrecejo, cansado y alerta.

—¿Por qué?

—Tom, Lu y yo vamos a ver una película, ¿quieres venir?

—¡Mejor que sea buena! —resopló el Pesado.

Christine le dijo el nombre de la película.

El Pesado bufó.

—¡Esa!

—Es una buena película —dijo la mujer.

—Esa no —dijo el Pesado—. Además, todavía no me afeité.

—Puedes afeitarte en cinco minutos.

—Necesito un baño y me lleva mucho tiempo.

Mucho tiempo, pensó la madre. Se pasaba en el baño dos horas por día. Se peinaba el pelo dos docenas de veces, revolviéndolo, peinándolo de nuevo, hablando consigo mismo.

—Está bien. —La voz de la mujer en el teléfono—. ¿Vas a ir a la playa esta semana?

—El sábado —dijo el Pesado, antes de pensarlo.

—Entonces te veo —dijo la mujer.

—Quise decir el domingo —dijo él, rápidamente.

—Podría cambiar por el domingo.

—Si es que puedo —dijo él, todavía más rápido—. Algo anda mal en mi coche.

—Claro, Sansón. Hasta pronto.

Y el Pesado se había quedado allí largo rato, dándole vueltas al tubo silencioso.

Bueno, pensó la madre, estará pasándolo bien ahora. Una buena fiesta de Todos los Santos, con las manzanas que llevó, unas atadas en ristras, y otras sueltas para meterlas en una tina con agua, y las cajas de caramelos, el maíz dulce que tiene realmente el sabor del otoño. Anda por ahí como el nene malo, pensó, lamiendo el caramelo, y todos gritan y hacen sonar las bocinas, riendo, bailando.

A las ocho, a las ocho y media, a las nueve fue hasta la puerta de alambre y miró afuera y casi podía oír la fiesta lejos, en la playa obscura, los ruidos que traía el viento incisivo, furioso, salvaje, y deseó estar allá en la casita del malecón, sobre las olas, todos disfrazados, girando, y las calabazas talladas cada una de una manera distinta y un concurso para elegir la mejor máscara casera o el mejor maquillaje, y tanto maíz tostado para comer y…

La mujer se apoyó en la falleba de la puerta de alambre, la cara rosada y excitada, y de pronto advirtió que los chicos ya no iban a pedir a las casas. La noche de Todos los Santos, para los chicos del vecindario, por lo menos, había acabado ya.

Fue a mirar al patio.

La casa y el patio estaban demasiado tranquilos. Era extraño no oír los tiros de básquetbol en el casquijo o el zumbido de los golpes en la bolsa de arena, o el leve crujido de las manoplas.

¿Qué pasaría, pensó, si el Pesado encontraba a alguien esta noche, si encontraba a alguien allí y simplemente no volvía más, no volvía más a casa? Ni una llamada telefónica. Ni una carta, así podía ocurrir. Ni una palabra. Irse, simplemente, y no volver nunca más. ¿Qué pasaría? ¿Qué pasaría?

No, pensó, no hay nadie, nadie allá, nadie en ninguna parte. Este es su sitio. Este es el único sitio.

Pero el corazón le latía apresurado y tuvo que sentarse.

El viento soplaba apenas desde la orilla. La mujer encendió la radio pero no escuchó. Ahora, pensó, no hacen nada excepto jugar a la gallina ciega, sí, eso es, y luego… Jadeó sobresaltándose.

En las ventanas había estallado una luz cruda. El casquijo saltaba como rocío de metralla proyectado por el traqueteo del auto que venía acercándose. El auto frenó y se detuvo, con el motor en marcha. Las luces se apagaron en el patio, pero el motor seguía funcionando, más lento, más rápido, más lento.

La mujer vio la figura obscura en el asiento delantero del coche; miraba hacia delante, inmóvil.

—Tú… —empezó a decir la mujer y abrió la puerta de alambre. Al fin encontró una sonrisa. La detuvo. El corazón le latía más lentamente ahora. Frunció el ceño. El Pesado apagó el motor. La mujer esperaba. El Pesado bajó del coche, arrojó las calabazas a la basura y tapó la lata ruidosamente.

—¿Qué pasó? —preguntó la mujer—. ¿Por qué has vuelto tan temprano…?

—Nada.

El Pesado entró rozándola con las dos jarras de sidra intactas. Las puso en el fregadero de la cocina.

—Pero todavía no son las diez… El Pesado entró en el dormitorio y se sentó en la obscuridad.

—Así es.

La mujer esperó cinco minutos. Siempre esperaba cinco minutos. Él quería que ella fuera a preguntarle, se hubiera vuelto loco si ella no le hablaba, de modo que al fin la mujer fue y miró en el dormitorio obscuro.

—Cuéntame —dijo.

—Oh, estaban todos alrededor —dijo el Pesado—. Todos alrededor como un montón de idiotas, sin hacer nada.

—Qué pecado.

—Estaban allí como estúpidos.

—Oh, qué pecado.

—Traté de conseguir que hicieran algo, pero estaban ahí sin moverse. Sólo aparecieron ocho, de veinte sólo ocho, ocho, y yo el único disfrazado. Como te digo. El único. Qué banda de imbéciles.

—Después del trabajo que te tomaste, además.

—Estaban con las chicas y se quedaban allí con ellas y no hacían nada, ni juegos ni ninguna otra cosa. Algunos salieron con las chicas —dijo el Pesado en la obscuridad, sentado, sin mirar a la mujer—. Salieron a la playa y no volvieron. Lo juro por Dios. —El Pesado se puso de pie, y se apoyó contra el muro, y había una completa desproporción entre él mismo y los pantalones cortos que tenía puestos. Había olvidado que llevaba aún el sombrero de chico. De pronto se acordó, se lo quitó y lo arrojó al suelo—. Traté de hacerles bromas. Jugué con un perro de juguete, hice algunos otros chistes, pero nadie se movía. Me sentía como un tonto, el único vestido así y todos ellos diferentes, y de veinte sólo ocho, y casi todos se fueron a la media hora. Estaba Vi. Trató de que fuera con ella a la playa, también. Yo ya me había puesto furioso. Realmente furioso. Le dije no gracias. Y aquí estoy. Te puedes quedar con el caramelo. ¿Dónde lo puse? Tira la sidra por el vertedero, tómatela, no me importa.

La mujer no se había movido un centímetro mientras él hablaba. Abrió la boca.

Sonó el teléfono.

—Si son ellos, no estoy en casa.

—Es mejor que contestes —dijo la mujer.

El Pesado tomó el teléfono y tiró del tubo.

—¿Sammy? —dijo una voz alta y clara. El Pesado sostenía el tubo en el aire, contemplándolo en la obscuridad—. ¿Eres tú? —El Pesado gruñó.

—Habla Bob. —La voz de dieciocho años siguió apresuradamente—. Me alegro de que estés en casa. No tengo tiempo, pero… ¿qué pasa con el partido de mañana?

—¿Qué partido?

—¿Qué partido? Vamos, estás bromeando. ¡Notre Dame y S. C!

—Ah, fútbol.

—No digas ah fútbol así, tú hablaste, hiciste lo posible, dijiste…

—No hay partido-dijo el Pesado sin mirar el teléfono, el tubo, la mujer, la pared, nada.

—¿Quieres decir que no vas a ir? ¡Pesado, sin ti no habrá partido!

—Tengo que regar el césped, limpiar el coche…

—¡Puedes hacerlo el domingo!

—Además, creo que viene mi tío a verme. Hasta luego.

Colgó y fue al patio pasando delante de la mujer. Ella oyó los ruidos que el Pesado hacía afuera mientras se preparaba para acostarse.

Debió de sacudir la bolsa de arena hasta las tres de la mañana. Las tres, pensó la madre, completamente despierta, escuchando los golpes. Antes siempre paraba a las doce.

A las tres y media el Pesado entró en la casa.

La mujer oyó que sé detenía junto a la puerta del dormitorio.

El Pesado no hizo nada sino quedarse allí en la obscuridad, respirando.

La mujer tenía la impresión de que aún llevaba el traje de niño. Pero no quería saber si era cierto.

Al cabo de un rato la puerta se abrió lentamente.

El Pesado entró en la habitación obscura y se tendió en la cama, junto a ella, sin tocarla. La mujer hizo como que dormía.

El Pesado estaba tendido boca arriba, rígido.

La mujer no podía verlo. Pero sentía que la cama se sacudía como si el Pesado se estuviera riendo. No oía ningún sonido que saliera de él, de modo que no estaba segura.

Y entonces oyó los chirridos de los pequeños resortes de acero que se aplastaban y soltaban, aplastaban y soltaban en los puños del Pesado.

La mujer hubiera querido sentarse y gritarle que arrojara esos horribles objetos ruidosos. Hubiera querido sacárselos de las manos con un revés.

Pero entonces, pensó, ¿qué haría él con las manos? ¿Qué metería en ellas? ¿Qué haría, sí, qué haría con las manos?

De modo que la mujer hizo lo único que podía hacer; contuvo la respiración, cerró los ojos, escuchó y rezó: «Oh Dios, que siga así, que siga apretando esos objetos, que siga apretando esos objetos, que siga, que siga, oh, que siga, que siga apretando… apretando…».

Era como estar en la cama con un enorme grillo obscuro.

Y faltaba mucho para el alba.

LAS MUJERES - Ray Bradbury

Era como si una luz entrara en una habitación verde.

El océano ardía. Una fosforescencia blanca se agitaba como una bocanada de vapor en la mañana del mar otoñal, subiendo. De la garganta de algún oculto abismo del mar subieron burbujas.

Como una luz en el invertido cielo verde del mar, la criatura despertaba, animándose. Era vieja y hermosa. Llegaba de las profundidades, indolente. Una caracola, una gavilla, una burbuja, un resplandor, un murmullo, un arroyo. Suspendidas en las profundidades abisales había ramas de coral escarchado, como cerebros, pepitas como ojos de algas amarillas, hierbas sueltas como cabellos. Crecida con las mareas, crecida con las edades, juntada y atesorada y acumulada en identidades de sí misma y polvo antiguo, tinta de calamar y todas las bagatelas del mar.

Y ahora tenía conciencia.

Era una resplandeciente inteligencia verde, respirando en el mar otoñal. No tenía ojos pero veía, no tenía oídos pero oía, no tenía cuerpo pero sentía. Era del mar. Y por ser del mar era femenina.

No se parecía nada a un hombre o a una mujer. Pero tenía maneras de mujer: sedosas, astutas, escondidas maneras. Se movía con una gracia de mujer. Tenía todas las cosas malas de las mujeres vanas.

Aguas obscuras pasaban a lo largo y a través y se mezclaban con extraños recuerdos en su camino a las corrientes del golfo. En el agua había gorros de carnaval, cornetas, serpentinas, confeti; pasaban a través de esa floreciente masa de largo pelo verde como el viento a través de un árbol viejo. Peladuras de naranja, manteles, papeles, cáscaras de huevo y restos quemados de hogueras nocturnas en las playas: toda la resaca de gentes altas y descarnadas, a la espera en las arenas solitarias de las islas continentales, gentes de ciudades de ladrillo, gentes que chillaban en demonios de metal por carreteras de cemento, y desaparecían.

Se levantó suavemente, rielando, espumosa, en el aire frío de la mañana. Había pasado mucho tiempo creciendo en la obscuridad, y ahora se dejaba llevar por la marejada.

Vio la orilla.

El hombre estaba allí.

Era moreno, fuerte de piernas y corpulento.

Hubiera debido ir todos los días al agua, a bañarse, a nadar, Pero nunca se había movido. Había una mujer en la arena con él, una mujer con traje de baño negro, tendida a su lado charlando tranquilamente, riendo. A veces se tomaban de las manos, a veces escuchaban una maquinita sonora que sintonizaban y de la que salía música.

La fosforescencia se quedó tranquilamente suspendida en las olas. Era el fin de la temporada. Todo estaba cerrándose.

Cualquier día el hombre podía irse y no volver más.

Hoy debía entrar en el agua.

Estaban tendidos en la arena, sintiendo el calor. La radio funcionaba suavemente y la mujer del traje de baño negro se agitó espasmódicamente, con los ojos cerrados.

El hombre no levantó la cabeza del musculoso brazo izquierdo, que le servía de almohada. Bebió el sol con la cara, la boca abierta, la nariz.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Un mal sueño —dijo la mujer del traje de baño negro.

—¿Sueños de día?

—¿Nunca sueñas por la tarde?

—No sueño nunca. Nunca en mi vida he tenido un sueño.

La mujer estaba tendida, los dedos crispados.

—Dios mío, un sueño horrible.

—¿Qué era?

—No sé —dijo ella, y realmente no lo sabía. Era tan malo que lo había olvidado. Ahora, con los ojos cerrados, trataba de acordarse.

—Era sobre mí —dijo él perezosamente, estirándose.

—No.

—Sí —el hombre sonreía—. Yo me había ido con otra mujer, era eso.

—No.

—Insisto. Yo me había ido con otra mujer, y tú nos descubrías. Todo un lío. A mí me pegaban un tiro o algo por el estilo.

La mujer se estremeció involuntariamente.

—No hables así.

—Vamos a ver. ¿Con qué clase de mujer estaba? Los caballeros las prefieren rubias, ¿no es así?

—Por favor, no bromees. No me siento bien.

El hombre abrió los ojos.

—¿Te ha afectado tanto?

Ella asintió.

—Cuando sueño así de día, me deprime terriblemente.

—Lo lamento —el hombre le tomó la mano—. ¿Puedo traerte algo?

—No.

—¿Un helado de crema? ¿De chocolate? ¿Un refresco?

—Eres un encanto, pero no. Se me pasará. Es que los últimos cuatro días no me he sentido bien. No como a comienzos del verano. Algo ha pasado.

—No entre nosotros.

—Oh, no, claro que no —dijo ella rápidamente—. ¿Pero no sientes que a veces los lugares cambian? Incluso algo como el muelle cambia y los tiovivos y todo eso. Hasta las salchichas tienen otro gusto esta semana.

—¿Qué quieres decir?

—Tienen gusto a viejo. Es difícil de explicar, pero he perdido el apetito y desearía que estas vacaciones hubieran terminado. Lo que más quisiera es volver a casa.

—Mañana es el último día. Ya sabes cuánto significa para mí esta semana extra.

—Trataré. Si este lugar no estuviera tan raro y cambiado. No sé. Pero de pronto siento que quisiera levantarme y correr.

—¿Por el sueño? De pronto yo y mi rubia muertos.

—No. ¡No hables así de morir! —La mujer estaba tendida muy cerca—. Si por lo menos supiera qué fue.

—Vamos —el hombre la acarició—. Yo te protegeré.

—No soy yo, eres tú —le murmuró ella al oído—. Tuve la impresión de que estabas cansado de mí y te ibas.

—No lo haría. Te quiero.

—Soy una tonta —ella trató de reírse—. Dios mío, qué tonta soy.

Se quedaron quietos, el sol y el cielo sobre ellos como una tapa.

—Sabes —dijo él, pensativo—, yo también tuve un poco la misma impresión de que hablas. Este lugar ha cambiado. Hay algo diferente.

—Me alegra que tú también lo hayas sentido.

El hombre sacudió la cabeza, soñoliento, sonriendo suavemente, cerrando los ojos, bebiendo el sol.

—Los dos locos. Los dos locos —murmuró—. Los dos.

El mar llegó a la orilla tres veces, suavemente.

Avanzaba la tarde. El sol daba al cielo un golpe de soslayo. Los yates se bamboleaban blancos de calor y resolana en las olas del puerto. Olores de carne frita y cebolla dorada llenaban el aire. La arena susurraba y se movía como una imagen en un vasto espejo derretido.

La radio portátil murmuraba discretamente. El hombre y la mujer parecían flechas obscuras sobre la arena blanca. No se movían. Sólo los párpados les temblaban, conscientes, sólo los oídos estaban alertas. Una y otra vez las lenguas se les deslizaron por los labios calcinados. Furtivas gotitas de humedad les aparecían en la frente, y el sol las hacía desaparecer.

El hombre alzó la cabeza, ciego, atento al calor.

La radio suspiraba.

Apoyó la cabeza un minuto.

La mujer lo sintió levantarse de nuevo. Abrió un ojo y lo vio descansando en un codo y mirando alrededor el muelle, el cielo, el agua, la arena.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Nada —dijo él, tendiéndose de nuevo.

—Algo pasa.

—Me pareció oír algo.

—La radio.

—No, no en la radio. Otra cosa.

—La radio de otro.

El hombre no contestó. La mujer sintió que el brazo de él se ponía tenso y se aflojaba, se ponía tenso y se aflojaba.

—Diablos —dijo el hombre—. Ahí está de nuevo.

Los dos se quedaron escuchando.

—No oigo nada…

—¡Shhh! —hizo él—. Por el amor de Dios…

En la orilla rompían las olas, espejos silenciosos, montones de vidrio fundido, susurrante.

—Alguien está cantando.

—¿Qué?

—Juraría que había alguien cantando.

—Tonterías.

—No, escucha.

Así estuvieron un rato.

—No oigo nada —dijo ella, poniéndose muy fría.

El hombre estaba de pie. No había nada en el cielo, nada en el muelle, nada en la arena, nada en los puestos de salchichas. El silencio crecía y el viento silbaba en los oídos, un viento que se peinaba en la luz, soplándoles el vello de los brazos y las piernas.

El hombre dio un paso hacia el mar.

—¡No! —dijo ella.

El hombre la miró de un modo raro, como si ella no estuviera. Siguió escuchando.

La mujer se volvió hacia la radio portátil y la puso a todo volumen. El sonido estalló en palabras, ritmo y melodía:

—Encontré una nena de un millón de dólares…

El hombre puso cara de enojo y levantó bruscamente una mano abierta.

—Apágala.

—¡No, me gusta! —dijo ella. Aumentó el volumen. Hizo chasquear los dedos, meciendo vagamente el cuerpo, tratando de sonreír.

Eran las dos.

El sol evaporaba las aguas. El antiguo muelle se dilataba en el calor con un fuerte gruñido. Los pájaros se sostenían en el cielo caliente, incapaces de moverse. El sol golpeaba en los verdes licores que borboteaban alrededor del muelle; golpeaba, apresaba y bruñía una perezosa blancura que flotaba en las olitas de la orilla.

La blanca espuma, la rama de coral escarchado, la pepita de alga bronceada, el polvo de la marea descansaban en el agua, esparciéndose.

El hombre moreno seguía tendido en la arena, junto a la mujer del traje de baño negro.

La música se levantaba como bruma del agua. Era una música susurrante de ondas profundas y años pasados, de sal y viajes, de rarezas aceptadas y familiares. La música sonaba como el agua en la orilla, la lluvia que cae, el movimiento de unos miembros suaves en los abismos. Era una voz perdida en el tiempo, cantando en una honda caracola. El silbido y el suspiro de las mareas en las bodegas abandonadas de barcos de tesoros. El sonido del viento en un cráneo vacío, sobre la arena calcinada.

Pero la radio sobre la manta, en la playa, sonaba más alto.

La fosforescencia, liviana como una mujer, se hundía, cansada, ocultándose. Sólo unas pocas horas más. Podían irse en cualquier momento. Si por lo menos él viniera, un instante, sólo un instante. La bruma se agitó silenciosa en el agua, muy abajo, sintiendo aún la presencia de la cara y el cuerpo del hombre. Sintiendo al hombre apresado, sujeto, mientras se hundían diez brazas, por un canal que los llevaba caracoleando y girando con ademanes frenéticos a las profundidades de un golfo oculto en el mar.

El calor del cuerpo del hombre, el agua que se incendiaba con ese calor, y la rama de coral escarchado, el polvo enjoyado, la bruma salada, alimentada por el aliento cálido que le brotaba al hombre de los labios abiertos.

Las olas se llevaban los suaves y cambiantes pensamientos a las aguas bajas, tibias como el agua del baño calentado por el sol de las dos de la tarde.

No debe irse. Si se va ahora, no volverá.

Ahora. La fría rama de coral flotaba, flotaba. Ahora. Llamaba a través de los espacios calientes, el aire inmóvil en el comienzo de la tarde. Ven al agua. Ahora, decía la música. Ahora.

La mujer del traje de baño negro movió la perilla.

—¡Atención! —exclamó la radio—. Ahora, hoy, usted puede comprar un nuevo coche en…

—¡Cristo! —El hombre se estiró y bajó el volumen estentóreo—. ¿Es necesario que la pongas tan fuerte?

—Me gusta fuerte —dijo la mujer del traje de baño negro, mirando el mar por encima del hombro.

Las tres. El cielo era todo sol.

Transpirando, el hombre se puso de pie.

—Voy a entrar —dijo.

—¿Me traes una salchicha primero?

—¿No puedes esperar hasta que salga?

—Sé bueno. —La mujer hizo unos pucheritos—. Ahora.

—¿Con todo?

—Sí, y trae tres.

—¿Tres? ¡Dios, qué apetito!

El hombre corrió al pequeño café.

La mujer esperó a que se hubiera ido. Entonces apagó la radio. Se quedó escuchando un largo rato. No oyó nada. Miró el agua hasta que los destellos y reflejos le perforaron los ojos como agujas.

El mar se había tranquilizado. Había sólo una leve, lejana y fina red de olitas que devolvían el sol infinitamente repetido. La mujer miró de soslayo el mar, una y otra vez, con mala cara.

El hombre volvió saltando.

—Maldita sea, qué caliente está la arena, ¡me quema los pies! —Se echó en la manta—. ¡Cómelas!

Ella tomó las tres salchichas y comió una lentamente. Cuando hubo terminado, le tendió al hombre las otras dos.

—Toma, termínalas. Como con los ojos más que con la boca.

El hombre se tragó las salchichas en silencio.

—La próxima vez —dijo al terminar—, no pidas más de las que vas a comer. ¡Qué desperdicio!

—Toma —dijo ella, destapando un termo—, tendrás sed. Termina la limonada.

—Gracias. —El hombre bebió. Luego se limpió las manos una con otra y dijo—: Bueno, ahora me voy a dar una zambullida.

Miró ansiosamente el mar brillante.

—Sólo una cosa más —dijo ella, recordándolo en ese momento—. ¿No me comprarías un frasco de aceite bronceador? Se me acabó.

—¿No te queda un poco en el saco?

—Lo he gastado todo.

—Preferiría que me lo hubieses dicho cuando fui a comprar las salchichas. Pero está bien. El hombre corrió, dando saltos.

Cuando el hombre se fue, la mujer sacó el frasco de bronceador, medio lleno, destornilló la tapa, vertió el líquido en la arena, y lo cubrió subrepticiamente, mirando el mar y sonriendo. Entonces se levantó y fue a la orilla del mar y miró, buscando las insignificantes, innumerables olitas.

No lo tendrás, pensó. Quien quiera que seas, o lo que seas, es mío y no lo tendrás. No sé qué está pasando; no sé nada, de veras. Todo lo que sé es que esta noche a las siete nos vamos en un tren. Y que no estaremos aquí mañana. De modo que te puedes quedar esperando, océano, mar, o lo que diablos seas.

Por mucho que hagas, no puedes competir conmigo, pensó. Recogió una piedra y la arrojó al mar.

—¡Ahí tienes! —gritó.

El hombre estaba a su lado.

La mujer retrocedió de un salto.

—¡Eh! ¿Qué pasa? ¿Qué haces aquí, murmurando?

—¿Ah sí? —Ella parecía sorprendida de sí misma.

—¿Dónde está el aceite bronceador? ¿Me lo pones en la espalda?

El hombre vertió un amarillo hilo de aceite y le masajeó la espalda dorada. La mujer miraba el agua de vez en cuando, los ojos solapados, haciéndole gestos como si dijera: «¡Mira! ¿Ves? ¡Ajá!». Ronroneó como un gatito.

—Ya está.

El hombre le dio el frasco.

Estaba ya metido hasta la mitad en el agua cuando ella le gritó:

—¡A dónde vas! ¡Ven aquí!

El hombre se volvió como si no la conociera.

—Por el amor de Dios, ¿qué pasa?

—¡Acabas de comer las salchichas con limonada, no puedes meterte ahora en el mar, te darán calambres!

El hombre se burló:

—Cuentos de viejas.

—Da lo mismo, vuelve a la arena y espera una hora, ¿me oyes? No quiero que tengas un calambre y te ahogues.

—Ah —dijo el hombre, fastidiado.

—Ven.

La mujer se volvió y él la siguió, mirando el mar por encima del hombro.

Las tres. Las cuatro.

El cambio llegó a las cuatro y diez. Tendida en la arena, la mujer del traje de baño negro lo vio venir y se tranquilizó. Las nubes había estado agrupándose desde las tres. Ahora, en una súbita acometida, la niebla venía de la bahía. Donde había hecho calor, ahora estaba frío. Un viento sopló no se sabía de dónde. Aparecieron unas nubes más obscuras.

—Va a llover —dijo ella.

—Pareces encantada —observó el hombre, sentándose de brazos cruzados—. Quizá sea nuestro último día y pareces encantada porque se está nublando.

—Los pronósticos dicen que habrá chaparrones esta noche y mañana. Quizá sea una buena idea irse esta noche.

—Nos quedaremos, por si aclara. Quiero nadar un día más, de todos modos. Hoy aún no me metí en el agua.

—Nos hemos divertido tanto charlando y comiendo, que el tiempo pasa.

—Sí —dijo él, mirándose las manos.

La niebla se agitaba sobre la arena en bandas suaves.

—Ahí está —dijo la mujer—. ¡Me cayó una gota en la nariz!

Se rió ridículamente. Tenía los ojos brillantes y jóvenes otra vez. Parecía casi triunfante.

—Linda lluvia.

—¿Por qué estás tan encantada? Eres un bicho raro.

—Que llueva, que llueva —dijo ella—. Bueno, ayúdame a doblar estas mantas. ¡Es mejor que nos demos prisa!

El hombre recogió la mantas lentamente, preocupado.

—Ni siquiera he podido nadar por última vez. Me dan ganas de pegarme una zambullida. —Le sonrió—. ¡Un minuto nada más!

—No. —La cara de la mujer palideció—. ¡Tomarás frío y después tendré que cuidarte!

—Está bien, está bien.

El hombre se apartó del mar. Empezó a caer una lluvia fina. La mujer iba adelante, rumbo al hotel, cantando entre dientes.

—¡Espera! —dijo el hombre.

La mujer se detuvo. No se volvió. Sólo escuchó la voz del hombre, muy lejos.

—¡Hay alguien en el agua ahogándose!

Ella no se podía mover. Oyó los pies del hombre que corrían.

—¡Espérame aquí! —gritó él—. ¡Volveré enseguida! ¡Hay alguien allí! ¡Me parece que es una mujer!

—¡Deja que los bañeros la saquen!

—¡No hay ninguno! ¡Terminaron la guardia, es tarde!

Corrió a la orilla, al mar, a las olas.

—¡Vuelve! —chilló ella—. ¡No hay nadie! ¡No, oh!

—¡No te preocupes, volveré enseguida! Se está ahogando allí, ¿ves?

La niebla llegó, la lluvia tamborileó, una luz blanca y relampagueante se levantó sobre las olas. El hombre corrió y la mujer del traje de baño negro corrió detrás, desparramando implementos de playa, llorando, con lágrimas que le brotaban a mares de los ojos.

—¡No!

Tendió las manos.

El hombre saltó dentro de una ola obscura que embestía.

La mujer del traje de baño negro esperó bajo la lluvia.

A las seis el sol se puso en alguna parte detrás de las nubes negras. La lluvia repiqueteaba suavemente en el agua, como un tambor distante. Debajo del mar, un luminoso movimiento blanco.

La forma suave, la espuma, la hierba, las largas hebras de extraño pelo verde flotaban en el agua. En el resplandor agitado, muy abajo, estaba el hombre.

Frágil. La espuma burbujeaba y estallaba. El cerebro de coral escarchado golpeó un guijarro con un pensamiento, que se desvaneció enseguida. Hombres. Frágiles. Se rompen como muñecos. Nada, nada. Un minuto debajo del agua y se sienten mal, se distraen, vomitan, patalean y de pronto se quedan ahí, sin hacer nada. Sin hacer absolutamente nada. Extraño. Decepcionante después de tantos días de espera.

¿Qué hacer con él ahora? Le cuelga la cabeza, se le abre la boca, los párpados están flojos, los ojos miran fijamente, la piel palidece. ¡Hombre tonto, despierta! ¡Despierta!

El mar se embraveció alrededor.

El hombre se mecía blandamente, flojo, la boca abierta.

La fosforescencia, la hierba de pelo verde se retiró.

El hombre se soltó. Una ola lo devolvió a la orilla silenciosa. A la mujer que lo estaba esperando bajo la lluvia fría.

La lluvia caía como un diluvio sobre las aguas negras.

A la distancia, bajo el cielo de plomo, desde la orilla crepuscular, una mujer gritó.

Ah —el antiguo polvo se agitaba perezosamente en el agua—. ¿No es como una mujer? ¡Ahora ella tampoco lo quiere!

A las siete la lluvia caía densa. Era de noche y hacía mucho frío y los hoteles a orillas del mar tuvieron que encender la calefacción.