Cuentos para ver

LOS CAMPOS CREPUSCULARES - Ray Bradbury

Se hacía tarde, pero pensó que aún había suficiente luz para hacer nueve hoyos rápidos antes de dejarlo.

Sin embargo, llegó el atardecer cuando conducía hacia el campo de golf. La bruma proveniente del océano se abatió como una cortina borrando la luz.

Estaba a punto de dar la vuelta cuando algo le llamó la atención.

Al dirigir la mirada hacia las pistas lejanas, reparó en la presencia de media docena de golfistas que jugaban en los campos en sombras.

Los jugadores no formaban grupos de cuatro, sino que caminaban en solitario, llevando los palos por la hierba, moviéndose entre los árboles.

«Qué extraño», pensó. En lugar de marcharse, sin embargo, condujo hasta el aparcamiento situado tras la sede del club y salió del vehículo.

Algo le empujó a quedarse unos instantes de pie, contemplando al puñado de hombres que se encontraban en el campo de prácticas, golpeando las bolas para fundirlas con el atardecer.

Pero eran los solitarios caminantes quienes despertaban una intensa curiosidad en él. La escena estaba revestida de cierta melancolía.

Casi sin pensar, recogió la bolsa y llevó los palos de golf hasta al primer tee, donde había otros tres hombres que parecían esperarlo.

«Mayores», pensó. No exactamente; no eran ancianos, pero él tenía treinta años y ellos hacía tiempo ya que lucían canas.

Al llegar observaron su rostro de piel bronceada y sus ojos claros.

Uno de los hombres mayores le saludó.

–¿Cómo va? –preguntó el joven, a quien le extrañó la manera en que se había dirigido a ellos.

Observó los campos y a los solitarios golfistas que se alejaban en las sombras.

Señaló la calle con la cabeza y dijo:

–Parece que siguen adelante. Dentro de diez minutos no se verán ni los pies.

–Verán perfectamente –dijo uno de los hombres mayores–. Es más, nosotros vamos a empezar. Nos gusta jugar a última hora, así tenemos oportunidad de pasar un rato a solas y pensar en nuestras cosas. Empezamos en grupo y luego cada uno va por su cuenta.

–Pues menudo plan –dijo el joven.

–Así es. Tenemos nuestros motivos. Acompáñenos si quiere, pero lo más probable es que a los cien metros se encuentre a solas.

Tras meditarlo, el joven cabeceó en sentido afirmativo.

–Trato hecho –dijo.

Uno tras otro se acercaron al tee y golpearon la bola blanca que desapareció en la penumbra.

Se adentraron en silencio en la luz crepuscular.

El hombre mayor caminaba junto al joven, a quien miraba a veces de reojo. Los otros dos se limitaban a mirar al frente sin decir nada. Cuando pararon el joven contuvo el aliento.

–¿Qué pasa? –preguntó el hombre mayor.

–¡Dios mío, la he encontrado! –exclamó el joven–. Con la poca luz que hay, ¿cómo es posible que supiera dónde estaba?

–Esas cosas pasan –respondió el hombre mayor–. Llámelo destino, suerte o zen. Llámelo simple y pura necesidad. Adelante.

El joven miró la bola de golf en la hierba y dio un paso hacia atrás.

–No, ustedes primero –dijo.

Los dos hombres que también habían localizado sus bolas de golf blancas en la hierba se turnaron. Uno dio un fuerte golpe y echó a andar a solas. El otro hizo lo propio y también se adentró en el anochecer.

El joven los observó mientras iban cada uno por su lado.

–No lo entiendo –dijo–. Nunca había jugado así por parejas.

–Es que en realidad no jugamos por parejas –dijo el hombre mayor–. Podría decirse que se trata de una variante. Al terminar nos encontraremos en el hoyo diecinueve. Le toca a usted.

El joven golpeó la bola que se alzó hacia el cielo de color púrpura. Creyó oír cómo golpeaba la hierba a unos cien metros.

–Adelante –dijo el hombre mayor.

–No –dijo el joven–. Le acompañaré, si no le importa.

El hombre mayor asintió, se situó y golpeó su bola. Después anduvieron juntos en silencio.

Al cabo, el joven, sin dejar de mirar al frente, intentando acostumbrar la vista a la oscuridad, dijo:

–Nunca había jugado así. ¿Quiénes son los demás y qué hacen aquí? Ya puestos, ¿quién es usted? Y, por último, me pregunto qué diablos hago yo aquí. No encajo.

–No del todo –dijo el hombre mayor–. Pero es posible que lo haga algún día.

–¿Algún día? –preguntó el joven–. Ahora no encajo, ¿por qué?

El hombre mayor siguió caminando, mirando al frente en lugar de mirar al joven que caminaba a su lado.

–Es demasiado joven –dijo–. ¿Cuántos años tiene?

–Treinta.

–Eso sí es ser joven. Espere a tener cincuenta o sesenta. Entonces es posible que pueda jugar en los campos crepusculares.

–¿Así los llaman?

–Sí –respondió el hombre mayor–. A veces los tipos como nosotros salimos a jugar muy tarde y no volvemos hasta las siete o las ocho; tenemos la necesidad de golpear la bola, echar a caminar y golpearla de nuevo, antes de volver cuando estamos cansados de verdad.

–¿Cómo sabe uno que está preparado para jugar en los campos crepusculares?

–Verá, nosotros somos viudos –dijo el hombre mayor sin dejar de caminar–. No del montón. Todos hemos oído hablar de las viudas del golf, las mujeres que se quedan en casa cuando sus maridos se pasan el domingo jugando a golf en el club, a veces los sábados también, en ocasiones incluso durante la semana; se obsesionan de tal modo que no pueden dejarlo. Se convierten en máquinas de golf y sus mujeres se preguntan a dónde diantre se han ido sus maridos. Pues en este caso somos nosotros quienes nos denominamos viudos; las mujeres siguen en casa, pero las casas están frías, nadie enciende el fuego de la chimenea, se preparan comidas, aunque no muy a menudo, y las camas están medio vacías. Los viudos.

–¿Viudos? –preguntó el joven–. Sigo sin comprender. Nadie ha muerto, ¿verdad?

–No –dijo el hombre mayor–. Cuando se habla de las viudas de golf, nos referimos a las mujeres que se quedan en casa cuando los hombres van a jugar a golf. En este caso, «viudo» hace referencia a aquellos hombres que han decidido enviudar de sus hogares.

El joven meditó unos instantes la respuesta.

–Pero ¿hay gente en casa? Las mujeres se quedan allí, ¿verdad?

–Ah, sí –respondió el hombre mayor–. En efecto. Allí están. Pero…

–Pero ¿qué? –lo interrumpió el joven.

–Mírelo de este modo –propuso el hombre mayor, que caminaba tranquilamente contemplando los campos crepusculares–. Sea por el motivo que sea, hemos acudido aquí al atardecer. Puede que se deba a que en casa hay poco de lo que hablar, o demasiado. Mucha charla íntima de pareja, o muy poca. Muchos niños, no los suficientes, o ninguno. Toda clase de excusas. Más dinero de la cuenta, o dificultades económicas. Sea cual sea el motivo, de pronto estos hombres solitarios que ve aquí han descubierto que están a gusto en este lugar, en mitad de la calle, jugando a solas, golpeando la bola y siguiéndola a la luz menguante.

–Comprendo –dijo el joven.

–No estoy muy seguro de que lo haga.

–No –insistió el joven–. De veras lo entiendo. Pero no creo que vuelva a estas horas.

El hombre mayor le miró, asintiendo.

–No, no creo que lo haga. Al menos durante un tiempo. Puede que dentro de veinte o treinta años. Tiene un bronceado estupendo y camina demasiado rápido, por no mencionar que da la impresión de vivir demasiado deprisa. A partir de ahora venga a mediodía y juegue de verdad con otros tres compañeros. No tendría que estar aquí, caminando en los campos crepusculares.

–Nunca volveré de noche –dijo el joven–. Todo eso nunca me pasará.

–Espero que no –dijo el joven.

–Me aseguraré de ello. Creo que he caminado tan lejos como necesitaba hacerlo. El último golpe ha alejado demasiado la bola y con lo oscuro que está no creo que pueda encontrarla.

–Bien dicho –dijo el hombre mayor.

Caminaron de vuelta mientras la noche cerraba de verdad sobre ellos y eran incapaces de oír sus propios pasos en la hierba.

A su espalda, los caminantes solitarios seguían adelante en diversas direcciones en torno a los hoyos del campo.

Cuando alcanzaron la sede del club, el joven se volvió hacia el hombre mayor, quien de pronto se le antojó un anciano, y el anciano miró al joven, quien de pronto parecía muy, muy joven.

–Pero si vuelve –dijo el anciano–, al atardecer, quiero decir, si alguna vez siente la necesidad de iniciar la ronda con otros tres y terminar a solas, hay algo de lo que debo advertirle.

–¿De qué se trata? –preguntó el joven.

–Hay una palabra que nunca debe pronunciar cuando converse con toda la gente que vagabundea al anochecer por estas calles verdes.

–¿Qué palabra es? –preguntó el joven.

–Matrimonio –susurró el anciano.

Estrechó la mano del joven, cargó con los palos de golf y se alejó caminando.

En la distancia, en los campos crepusculares, había anochecido tanto que no se distinguía a los hombres que seguían jugando.

El joven, con su rostro de piel bronceada y los ojos claros, se dio la vuelta, anduvo hasta el coche y condujo lejos de allí.

MAGIA - Mauro Cartasso

Mi vida estuvo signada por la lectura; desde niño mis padres me leían junto a la cama. Luego a temprana edad comencé a hacerlo por cuenta propia, siempre con la misma energía, tratase de ficción o realidad. Así adentré en las letras, párrafos y las historias de los grandes cuentos... en ellos encontré algo especial, tienen magia. 
 
 
 
Un hechizo que atrapa toda tu atención, te sumerge en su mundo mostrándote la historia, presentándote cada personaje, llevándote a lugares que desconocías y narrando un sinfín de acontecimientos, te provoca. 
 
 
Un día de otoño, frío y gris, había llegado temprano de la oficina, en esas fechas el trabajo disminuye y queda más tiempo para uno. Como todos los días inmediatamente preparé algo para tomar, de repente me encontré de pié, mirando fijamente el fuego recién encendido del hogar que se encuentra junto a la biblioteca. Pensaba que libro tomaría, entre tanto calentaba mis manos enlazadas a la taza de café caliente, fue en ese instante que dejé la taza sobre la mesa, tomé cierta cantidad de papel, una pluma y comencé a escribir. De allí estas, mis primeras líneas. 
 
Es que en ese mismo momento comprendí, que toda esa fantástica ilusión estaba en mi.

EL COHETE DE 1955 - C. M. Kornbluth

El plan fue idea de Fein, pero los detalles que lo convirtieron en algo más que un sueño y su operatividad dependieron de mí. No sé cuánto tiempo estuvo incubando el plan, pero un día de primavera, Fein, me lo expuso crudamente. Señalé algunos errores, lo corregí, lo amplié en general y le dije que no quería formar parte de él…, y cambié de opinión cuando me amenazó con revelar ciertas indiscreciones cometidas por mí algunos años antes.

Tuve que pasar varios meses en Europa llevando a cabo una investigación incidental para el trabajo. Regresé con pruebas grabadas, viejos periódicos y fotocopias de ciertos documentos. Había una pequeña entrevista con aquel viejo vienés de pelo rizado, incondicionalmente adorado por la multitud; se convenció gracias a la veracidad de los datos que había recopilado, y pensó que sería una buena idea ayudarnos.

Todos ustedes saben lo que pasó a continuación: la histórica alocución radiofónica del profesor. Fein había hecho el boceto. Yo lo había reescrito y le había dicho al astrónomo que imitara el acento alemán mientras lo leía. Algunas de las frases eran maravillosas: «¡Dominio americano sobre los planetas!…, el telón descorrido por fin…, el hombre desafía la gravedad…, viajar a través del espacio infinito…, ¡plantar la bandera blanca, roja y azul en el suelo de Marte!».

Los donativos pedidos empezaron a llegar. Los periódicos y las revistas donaron, con ostentación, enormes cheques por valor de varios miles de dólares; el gobierno concedió medio millón; un pequeño donativo vino de la «Semana del Cohete» celebrada en los colegios de toda la nación; pero las contribuciones independientes fueron las más grandes. Recaudamos siete millones de dólares y empezamos a construir la nave espacial.

El francio que se nos llevó la mayor parte del dinero, era latón; el fluorino monoatómico que nos proporcionaba nuestra terrible velocidad, era hidrógeno. El despegue fue una fiesta para los noticiarios: el proyectil grande, brillante y extravagante con focos y reflectores; discursos a cargo del profesor Farley, que iba a pilotarlo hacia Marte, sonriendo ante las cámaras. Subió por una escalerilla adosada lateralmente, y luego se introdujo en el compartimento de mando. Cerré la escotilla a prueba de sonido, sonriendo mientras él la aporreaba pidiendo que le dejara salir. Para su sorpresa, no había ningún duplicado de los elaborados controles simulados con los que había estado practicando durante las últimas semanas.

Advertí a los periodistas que se pusieran a cubierto y le tendí al profesor la clavija que pondría el cohete en marcha. Él dudó largo rato. Fein le murmuró al oído:

—Anna Pareloff de Cracovia, Herr Professor…

La clavija entró en el enchufe. El proyectil se alzó rugiendo en el aire un centenar de metros mientras dibujaba una curva ascendente…, entonces explotó.

Un fotógrafo, ansioso por tomar una buena foto, murió en el acto. Lo mismo sucedió con algunos chiquillos. El tejado de acero nos protegió a los demás. Fein y yo nos dimos la mano mientras los periodistas corrían hacia los teléfonos que habíamos instalado.

Pero el profesor se emborrachó y, disgustado con la parte que había jugado en el asunto, lo contó todo y después se envenenó. Fein y yo dejamos atrás el dinero y nos embarcamos en un carguero. Fuimos detenidos por un comité de vigilancia (encabezado por un hombre que había perdido cincuenta centavos con nuestro cohete). Fein estaba demasiado asustado para hablar o escribir, así que lo colgaron primero, y me dieron papel y lápiz para que escribiera la historia lo mejor que pudiera.

Aquí vienen, con una insultante cuerda de cáñamo.

LA CARRETERA IMPOSIBLE - Oscar J. Friend

El doctor Albert Nelson miró a su joven ayudante, Robert Mackensie, y frunció el ceño.

—¡Esto era justo lo que necesitaba! —exclamó—. Dejar mi laboratorio y hacer una excursión contigo por las Ozarks. Unas vacaciones encantadoras. ¡Bah!

—Pero doctor —protestó mansamente Mackensie—, necesita usted unas vacaciones. No es culpa mía que tuviéramos un accidente. —Una mueca asomó en su cara juvenil—. Además, es casi divertido… ¡dos científicos eruditos indefensos como bebés en el bosque!

Pero el doctor Nelson no podía entender la gracia de la situación. Estaban perdidos en las profundidades de las Montañas Ozark, y su brújula estaba irremediablemente rota. Y aquello le molestaba muchísimo.

Y es que el doctor Nelson era un espíritu ordenado. Siempre había sido un tipo lógico. Tenía una mente matemática que funcionaba como una máquina. Para él no existían cabos sueltos. Eso era lo que le convertía en un excelente biólogo. Seguía todo el proceso hasta su origen, y lo almacenaba permanentemente en su cerebro antes de dejarlo salir.

Para el doctor Nelson, dos y dos eran cuatro, y tenía que dar esa respuesta antes de renunciar. Todo lo positivo tenía una contrapartida negativa, cada causa un efecto. En su laboratorio no había nunca ningún trabajo de investigación sin terminar, ningún papel ni basura en su mesa, nada de sobra en su mente. Repudiaba todo aquello que no tenía una explicación lógica. No tenía paciencia con las sinfonías inacabadas, las historias de doncellas y caballeros, los enigmas o los misterios sin resolver. Era un tipo muy definido y positivo.

Por eso se sintió tan desolado y desesperado cuando Mackensie y él llegaron al final de la carretera. No era por la acumulación de circunstancias que les llevó a perderse, el que su brújula se hubiera roto accidentalmente, el hecho que estuvieran dando vueltas desde primeras horas de la mañana y ya fueran las tres de la tarde, el que estuvieran cansados, magullados y muertos de hambre y sed. Nada de esto. Era el hecho inexplicable de la carretera en sí.

—¿Qué es eso que hay delante de nosotros? —jadeó el doctor Nelson mientras contemplaba una extensión blanca y brillante a través de los árboles y matojos. Habían estado escalando incesantemente durante la última hora, buscando un lugar alto desde el que pudieran divisar los alrededores del terreno y salir del atolladero—. ¿Una extensión de agua o el cielo?

Mackensie se adelantó. Su voz juvenil flotó cargada de ansiedad.

—¡Es una carretera, doctor! ¡Una carretera asfaltada! Gracias a Dios, ahora podremos encontrar un camino de vuelta a la civilización.

Era una carretera, de acuerdo. Nelson arrugó las cejas pensativo mientras aceleraba el paso para alcanzar a su compañero. Pero ¿qué hacía una carretera de asfalto en mitad de un país salvaje, en donde los hombres blancos que estaban en sus cabales jamás habían puesto el pie? ¿Cómo podía existir una carretera en estas montañas, donde sólo vivían los gamos salvajes y algún grajo ocasional alzaba la voz, o un buitre salvaje volaba en su solitario esplendor sobre sus cabezas? Y había algo más.

No había nada de particular en la carretera de asfalto en sí. Era un ejemplo bastante normal del arte de la ingeniería y la construcción. Veinte metros de ancho, unos veinte centímetros de grosor, y se estiraba ante los dos hombres con una gradación adecuada, una extensión blanca que se curvaba a través de los pinos, olmos y cedros y se perdía graciosamente de vista más allá de la cima de una colina.

No, no era la construcción ni el estado de la carretera; era el hecho mismo de su presencia en este lugar. El doctor Nelson era consciente de que había utilizado el adverbio «de repente» dos veces en los escasos segundos que había estado reflexionando. Eso describía aquella cosa. La carretera empezaba bruscamente, así, tal cual; su extremo más cercano estaba tan recortado y terminado como los salientes que corrían a los lados de las autopistas mejor construidas. En medio de un paisaje primitivo, la carretera empezaba de golpe.

No había ninguna evidencia de que intentara continuar en esta dirección. No había árboles talados, ni marcas de prospección, ni niveles, ni arena, grava, pilares, maquinaria, barricadas, señalizaciones de carretera o señales de desviación. Nada. Ni siquiera una carretera de arena o un sendero que llevara a algún sitio desde el extremo del suelo de asfalto. ¡Simplemente una colina agreste en el corazón de unas montañas sin cartografiar y allí, tan bruscamente como un tiro, el extremo de una brillante carretera!

La incongruencia de todo aquello tenía que haber dejado anonadado a Mackensie, a pesar de su alivio, pues el joven biólogo estaba de pie, junto al extremo del pavimento y miraba a su alrededor lleno de perplejidad cuando Nelson se unió a él. Sus brillantes ojos azules encontraron los fijos ojos marrones del hombre mayor y su cara se torció en un interrogante. Sacudió las manos, sintiéndose inútil.

—¿Por qué no continúa? —preguntó—. ¿Puede ser un proyecto abandonado?

—¿Quién ha oído hablar alguna vez de una carretera abandonada, que no lleve al menos a una casa o a una cabaña? —replicó Nelson, irritado.

—¿No será una pista de prueba? —sugirió Mackensie.

El doctor Nelson señaló sin decir nada la superficie inmaculada de la carretera. No había ni una gota de aceite, ni una marca de neumáticos, ni un bache, ni una pisada, nada que rompiera la pureza virginal del tramo. Y sin embargo la carretera, que empezaba aquí, en lo más profundo del bosque, continuaba hasta perderse de vista ante ellos, como si se prolongara eternamente y fuera una arteria importante de un sistema de transportes.

—¡Esto es una adivinanza sin sentido! —exclamó Nelson—. Y detesto las adivinanzas.

—Bien, aunque empieza de un modo espontáneo, doctor, parece que lleva a alguna parte —observó Mackensie—. Al menos, nos conducirá de vuelta a la civilización. Podremos resolver este misterio en el otro extremo. ¿Está usted demasiado cansado para continuar?

—No, no —repitió Nelson irritado, frunciendo el ceño ante la carretera; pero sentía una cierta aversión a pisar el asfalto, aunque no sabía por qué.

Dudó, se secó el sudor de la frente con un pañuelo y miró alrededor, a los densos bosques de donde habían salido. Entonces se encogió de hombros y dio un paso hacia la calzada.

Mackensie le siguió y los dos empezaron a caminar. Forzadamente, Nelson marcaba el paso y los dos marcharon en silencio. Durante un breve espacio de tiempo, no se oyó ningún sonido, excepto el rítmico compás de sus botas y los ruiditos ocasionales que brotaban de la mochila de Nelson. Se trataba del lagarto verde, que el biólogo había capturado poco antes del mediodía.

—Siempre el científico infatigable —había observado Mackensie cuando Nelson había capturado hábilmente al pequeño reptil, que tomaba el sol en una roca y al que había introducido en una fiambrera vacía para estudiarlo más tarde.

Ahora, el ruido del lagarto era el único sonido que les hacía compañía. Era el extraño significado de todo esto lo que hizo que Nelson agarrara el brazo de Mackensie y se detuviera de repente.

—¿Por qué nos paramos? —preguntó sorprendido Mackensie—. Esto es mejor que abrirnos paso entre arbustos y matojos para llegar a una granja.

—Escucha —dijo Nelson.

Mackensie así lo hizo, con el cuerpo en tensión. Todo a su alrededor permanecía en completo silencio. No se oía siquiera un soplo de viento entre las hojas de los árboles.

—No oigo nada.

—Eso es —comentó Nelson—. Ni siquiera el zumbido de un insecto, ni un pájaro en el cielo, ni un murmullo en la maleza que rodea la carretera. ¿Qué ha pasado con los grajos y los mosquitos, que nos han hecho compañía y no han parado de molestarnos hasta que encontramos esta carretera?

Los ojos azules de Mackensie parecían sorprendidos. Nelson se dio la vuelta para contemplar el tramo de la carretera que ya habían recorrido. Se extendía unos veinte metros, blanca e inmaculada excepto por las débiles marcas de su reciente paso. Era como si estuvieran solos en un mundo muerto. No, no era así exactamente. Todo lo que les rodeaba era la evidencia de vida vegetal, pero en movimiento suspendido. Eso era, una foto en tres dimensiones y technicolor, un mundo rígido y congelado donde sólo ellos dos podían moverse. Era increíble.

—Ni un solo insecto se arrastra por la carretera —susurró Mackensie, asustado—. No hay ni siquiera un sonido distante que indique que hay algo o alguien en este planeta. Pero tengo una extraña sensación en mi interior… que las fuerzas de la vida están a nuestro alrededor. Doctor, noto como si esta carretera estuviera latiendo y temblando, llena de vida, a pesar de que esté rígida bajo nuestros pies. En nombre de Dios, ¿qué es todo esto?

Nelson bajó los ojos y miró a sus pies. Mackensie tenía razón. Había una especie de indicio psíquico de vida en el asfalto, en el mismo aire, y sin embargo todo permanecía inmóvil y silencioso. Lentamente, la extrañeza se apoderó del perturbado científico.

Era como si sus ojos penetraran una fracción de centímetro en la suave superficie del tramo de carretera. Notó, más que vio, que ésta era una carretera de vida increíble, que billones y billones de entes vivos habían recorrido este camino antes que él en interminables y abundantes tropeles.

—Vamos —dijo Nelson con voz apagada—. Continuemos.

Fue al girar en la siguiente curva, donde el bosque se aclaraba un poco y la carretera parecía serpentear majestuosamente en una serie de altiplanos en la cima del mundo, cuando llegaron a la primera variante de la suave superficie de la calzada. Era un pedestal de hormigón a la altura de la cintura, que giraba a la izquierda. Parecía que la carretera se hubiera detenido y hubiera lanzado una especie de pseudópodo en su borde.

En lo alto de este pedestal había un cubo de lo que parecía ser cristal de cuarzo. Al menos era cristal de alguna clase, levemente iridiscente y brillante bajo los rayos del sol de la tarde. A medida que se acercaban, vieron que se trataba de un cubo hueco donde había un poderoso microscopio binocular. Sus piezas gemelas, cubiertas para que el aire libre no las deteriorase, sobresalían de la vitrina. Sobre el pedestal, justo bajo el cubo de cristal y fácilmente distinguible, había una placa de bronce con unas letras. La inscripción estaba en inglés.

Los dos hombres se detuvieron sorprendidos ante la incongruencia de todo aquello. ¡Un hermoso microscopio colocado como en un museo, en medio de una selva que sólo tenía una autopista desierta! ¿Qué significaba?

—¡Dios mío! —murmuró Mackensie—. ¡Mire! ¡Léalo, doctor Nelson! Juntos inspeccionaron la placa oscura pero claramente legible.

MUTACIONES PAN-CÓSMICAS UNIVERSALES

Estos diminutos especímenes celulares son las semillas evolucionadas más pequeñas del fenómeno llamado vida, sea vegetal o animal, autocontenidas y prácticamente inmortales. Surcan el universo con los rayos de luz. Particularmente inmortales, se asientan como los hongos sobre los planetas más áridos y desérticos y son los padres de todas las formas de vida. Su origen es desconocido.

Nelson quitó los protectores del microscopio y se aproximó a las lentes. Sintió un extraño escalofrío magnético al tocar el instrumento del interior del cristal. La vitrina parpadeó y brilló como si tuviera vida propia. Era imposible ajustar los controles del microscopio, ya que estaban dentro de la vitrina de cristal, pero tampoco hacía falta.

Ante su campo de visión, perfectamente ajustado, había un típico cristal similar a los millares que el biólogo había examinado. Allí, inmóviles, inmortales, imperturbables, había cientos de pequeñas células grises que parecían las hojas de pino que había estudiado más de una vez. Sin embargo, eran diferentes. Eran celulares; eran bacterias, indudablemente, pero tenían un reborde o concha distinta, que podía haber sido impermeable a la oscuridad, el frío y los rayos cósmicos del espacio exterior. Ciertamente, el doctor Nelson nunca había visto antes nada igual.

Después de un cuidadoso estudio, alzó la cabeza, dio un paso atrás e instó a Mackensie para que mirara. El joven así lo hizo.

—Santo cielo, doctor —murmuró—. Ni siquiera aceptan el colorante en lo más mínimo. Lo rehúsan por completo. Permanecen como puntos en un fondo rosa pálido.

—Exactamente —coincidió Nelson, con el ceño fruncido—. Y ya ves que están inmóviles, inertes, como suspendidos por arte de magia en mitad de su actividad.

—Sí —asintió Mackensie, sin dejar de mirar—. Indudablemente están muertos.

—Eso me pregunto.

—No puedo comprenderlo. Incluso los organismos más diminutos mostrarían al menos algún movimiento molecular.

—Continuemos —dijo Nelson, volviendo a cubrir los binoculares—. Veo otro pedestal más allá, al otro lado de esta carretera infernal.

Mackensie fue el primero en alcanzar el segundo pedestal, donde también había una vitrina de cristal brillante con un microscopio en su interior. Ya estaba observando con los binoculares cuando Nelson leyó la placa de bronce que había bajo la vitrina de cristal.

LEPTOTHRIX. MIEMBRO DE LA FAMILIA DE LAS CLAMIDOBACTERIAS

Una de las formas de vida primitiva de este planeta. Tiene, según las rocas arqueológicas, al menos cien mil millones de años. De forma filamental, con segmentos sueltos, se reproduce por fisión de un extremo. Las paredes de filamentos son de hierro, depositado alrededor de las células vivas por acrecencia. El hombre y los animales son alimentados por plantas que consumen elementos terrestres y producen clorofila gracias al poder del sol, pero el LEPTOTHRIX literalmente come hierro. La mayoría de las vetas de hierro han sido creadas por la acción de esta bacteria.

Nelson echó un vistazo cuando Mackensie, confundido e inseguro, se apartó del microscopio. Reconoció los especímenes al instante. Las bacterias estaban inmóviles, congeladas como estatuas. Cuando alzó la vista, Mackensie ya se dirigía al siguiente pedestal que se encontraba a veinte o treinta metros de distancia. Nelson le siguió lentamente.

—¡Algas! —exclamó Mackensie.

Nelson leyó la placa de bronce y luego miró las familiares fibras azulverdosas de la planta acuática, que son visibles al ojo en forma de porquería verdosa en el agua estancada. Y una vez más se dio cuenta de la inmovilidad de los especímenes.

—¡Plancton! —gritó Mackensie al llegar ante el cuarto pedestal—. Dios santo, doctor, esto parece… parece que es una exposición de bacteriología al aire libre.

Eso era precisamente lo que estaba pensando Nelson. Aún no había resuelto el enigma de la carretera en sí. El misterio adicional de los potentes microscopios colocados aquí, a la intemperie, dentro de aquellas vitrinas de cristal, le había hecho posponer en su mente el deseo de explicarlo a su debido tiempo. Era, como decía Mackensie, una especie de laboratorio de los dioses. Casi con miedo, Nelson miró al cielo, como si esperase que la cabeza y los hombros de algún supercientífico se materializaran desde más allá de las nubes. Pero no sucedió nada. Aún eran las tres de la tarde. Nada vivía ni se movía excepto los dos hombres y el lagarto encerrado en la mochila.

Una cosa le resultó significativa al metódico Nelson mientras recorrían esta extraña carretera. No había nada innecesario o aleatorio en la colocación de los especímenes. Por lo que él podía ver, todo estaba colocado siguiendo un orden lógico y cronológico. El orden iba ascendiendo incesantemente en el poderoso ciclo de la vida.

Ante ellos, adornando la carretera como los árboles de un parque, había vitrinas de cristal de varias formas y tamaños. Ya no había microscopios. Las formas de vida eran ahora detectables a simple vista. Se trataba de una sucesión de especímenes entre la vida animal y la vegetal, que avanzaba en perfecta progresión. Y en el interior de cada vitrina, cada espécimen estaba perfectamente conservado y aparentemente sin vida.

Toda la sucesión de vitrinas de cristal latía y brillaba a la luz del sol como si tuviera vida propia.

Aquella extraña historia de la vida avanzó por las diferentes épocas. De los fósiles a los bosques de coniferas, los primeros reptiles, la edad de los gigantescos mamíferos…, marchaban por la escalera de la vida, viendo especímenes que presumiblemente ningún hombre había visto antes. Era como un viaje a través de una maravillosa combinación de laboratorio, jardín botánico, acuario y la Smithsonian Institution.

Los dos biólogos olvidaron el hambre, la sed, el cansancio. Perdieron la noción del tiempo, aunque tenían que haber pasado horas y horas mientras recorrían este panorama de vida inmóvil. Era como observar las fotografías tridimensionales de alguna revista del futuro, o como mirar ampliaciones estereotipadas de la pantalla de la vida. Y el sol colgaba brillantemente a las tres de la tarde.

Las inscripciones de las diversas placas de bronce, que siempre estaban presentes, a pesar del tamaño de la vitrina o de la naturaleza de su contenido, habían conformado una historia completa y única del surgimiento de esa cosa tenaz y frágil, pero indestructible, que es la vida. Nelson empezó a lamentar no haber copiado lo que decían, dándose cuenta mientras lo hacía que eso habría sido imposible. No habría tenido papel suficiente aunque su mochila no hubiera estado llena de otra cosa.

Mackensie empezó a lamentar no haber traído una cámara consigo. Algunos de los especímenes jamás habían sido imaginados por el hombre en su reconstrucción de los huecos de la historia. El enigma principal permanecía sin resolver y Nelson notaba que la fiebre por resolverlo le abrasaba. Sentía, sin necesidad de analizarlo, que estaba siendo arrastrado por la mano del destino y se aproximaba a un clímax, a una altura, un destino que era inexorable.

El mismo fuego tenía que haberse apoderado de Mackensie, pues el joven se maravillaba del gigantesco panorama, de la rareza magnética de las vitrinas de cristal, de las especulaciones que despertaba este museo exagerado, del hecho imposible de que el tiempo se hubiera detenido.

Y entonces llegaron a la primera vitrina vacía. Era una cabina pequeña y se detuvieron a leer la placa de bronce. Hacía tiempo que habían alcanzado una época comparativamente reciente y la flora y la fauna eran tal como existía ahora. El hombre primitivo ya había aparecido, y su imagen estaba apropiadamente colocada en vitrinas progresivas y espaciadas.

Nelson se maravilló ante la visión del primer bruto peludo, que era claramente el eslabón perdido entre el hombre y los animales inferiores. Aunque era una cosa extraña y repulsiva a los ojos de la estética, Nelson el biólogo casi se arrodilló ante el mamífero. A partir de aquí, la historia de la humanidad estaba escrita gráficamente para los dos sorprendidos viajeros.

Pero aquí tenían la primera vitrina vacía. Consciente de su estupor, Nelson leyó la placa de bronce.

LACERTA VIRIDIS

Este lagarto verde es un espécimen de los pequeños reptiles con cola que, junto con su familia, forman el suborden de los LACERTILIOS, con la excepción de las salamanquesas y camaleones.

El biólogo alzó los ojos. Pero la vitrina, que brillaba con su peculiar tono azulverdoso, estaba vacía. No estaba rota ni quebrada. Simplemente no había nada dentro.

—Es curioso —comentó Mackensie en voz alta, mientras Nelson examinaba la vitrina de cristal que, en este instante, parecía una campanilla—. Es el primer hueco en toda la serie.

—Sí —casi gruñó Nelson mientras manoseaba el pomo de la campanilla.

Para su sorpresa, pudo moverla. Entonces vio, al pie, la ruedecita que controlaba el aparato de vaciado de aire y sellado.

Accidentalmente colocó una mano en el lugar que había estado cubierto por la campanilla e instantáneamente perdió toda sensibilidad en el miembro. Era como si toda su mano, desde la muñeca para abajo, no fuera nada más que un muñón de materia insensible. La retiró. Inmediatamente, la vida regresó.

—¿Qué pasa? —preguntó rápidamente Mackensie con interés profesional—. ¿Está caliente?

—No —respondió Nelson, colocando la campanilla en su sitio con mucho cuidado—. No, nada de eso. No se siente nada. Mi mano se quedó completamente muerta.

—¿Se encuentra bien ahora?

—Sí. Debe de haber algo en esas pulsaciones magnéticas que retienen e interrumpen la fuerza vital sin destruir la vida.

—Entonces, si es así… ¿todos esos especímenes que hemos visto están vivos? ¿Vivos pero dormidos?

—Eso me pregunto.

—Vamos —dijo—. Continuemos. Creo que veo un león de las montañas un poco más adelante.

Nelson le siguió, con el ceño fruncido por la irritación ante esta interrupción menor en la colosal muestra de especies. El roce del lagarto en su mochila era como un impulso molesto que se escurría en su cerebro. Pasaron junto al camaleón, los ejemplares de animales salvajes y otra fauna menor y llegaron al lugar donde se resumía la historia de la vida vegetal de esta época.

Aquí, tal vez a unos doscientos metros de la vitrina vacía del lagarto, Nelson se detuvo con determinación. Mackensie le miró, sorprendido.

—Vamos —dijo Nelson—. Retrocedamos.

—¿Retroceder? —repitió Mackensie—. ¿Adónde? ¿Por qué?

—Sólo hasta la vitrina del Lacerta viridis. Tengo que hacerlo. No puedo continuar.

—Pero… pero… ¿podemos retroceder? —preguntó Mackensie.

La idea era preocupante. Nelson nunca había considerado tal posibilidad.

—¿Tendremos tiempo? —continuó su ayudante—. La noche puede que se nos eche encima antes de que lleguemos al final de la carretera.

Por toda respuesta, Nelson señaló al sol, que colgaba en el cielo precisamente a las tres de la tarde.

—Vamos —ordenó Nelson.

Obediente, casi como hipnotizado, Mackensie se dio la vuelta y empezó a deshacer lo andado. Nelson le precedía. Era como si se enfrentaran a una ola resistente, como si combatieran un viento firme y poderoso. Nelson se sentía como si estuviera en un sueño, casi abrumado por una letargia que no podía comprender. Sólo su indomable fuerza de voluntad les hizo seguir avanzando. Y en la carretera seguía sin moverse nada, excepto los dos hombres que caminaban bajo la luz del sol.

Rehicieron sus pasos lentamente y llegaron a la vitrina vacía del lagarto.

—Bien, aquí estamos —jadeó Mackensie—. Y ahora ¿qué?

Por toda respuesta, Nelson abrió su mochila y sacó la fiambrera. Cogió al lagarto por la base del cuello, movió la campanilla de su sitio y colocó el reptil en el pedestal.

La criatura se quedó inmóvil de inmediato. Nelson apartó la mano entumecida y observó el espécimen. El lagarto reposaba sobre sus cuatro patitas, como si estuviera vivo, el cuerpo medio enroscado, la cabeza alzada, los ojillos brillantes mientras contemplaba la nada.

Rápidamente, Nelson lo cubrió con la campanilla y giró la rueda para sellar el vacío. Un débil murmullo surgió de la base del pedestal y luego se apagó. El dios de la ciencia aceptaba una ofrenda. Cuando Mackensie intentó retirar la campanilla, vio que era imposible.

Los dos hombres se miraron el uno al otro.

—Al menos es un ejemplar pasable —observó Nelson—. Es similar a las especies del Viejo Mundo. Continuemos ahora.

Encabezó la marcha a paso rápido. Toda su molestia por la vitrina vacía había desaparecido.

Tuvo que haber sido horas más tarde, y sólo Dios sabía tras cuántos kilómetros de curvas, cuando llegaron a la segunda y última vitrina vacía.

—¡Mire! —exclamó Mackensie, aliviado de todo corazón—. ¡Estamos llegando al final de la carretera!

Nelson había perdido el interés por la carretera. La poderosa historia de la vida que había descubierto le había atrapado irresistiblemente. Se dio cuenta de lo que le rodeaba con un sobresalto, y enfocó su atención en la distancia.

Mackensie tenía razón. La carretera se acababa a un centenar de metros de distancia, al alcanzar un grupo de árboles en una colina que descendía.

La carretera acababa como había empezado: brusca, inexplicablemente. No muy lejos había una vitrina que parecía medir casi un metro. Pero Nelson estaba más interesado en la vitrina de dos metros que tenía enfrente.

HOMBRE DEL SIGLO XX

Este espécimen del mamífero bípedo de sangre caliente, con cerebro y glándulas tiroides desarrolladas representa la cumbre de su evolución. Como se ha señalado a través de las diversas vitrinas, la vida animal y vegetal, teniendo un lejano origen común, difieren principalmente en que un átomo de magnesio en la estructura clorofílica, en vez de un átomo de hierro en la hemoglobina de la sangre, ha provocado sus evoluciones separadas. Desde este punto, sus caminos paralelos convergen y se unen por fin en una estructura común que alcanza la cima total del desarrollo mental.

El doctor Nelson apartó los ojos de la placa de bronce. El cubo estaba vacío. No había ningún ejemplar. En cambio, sólo había una puerta de cristal abierta, que giraba sobre goznes invisibles, como si invitara a un excursionista cansado a entrar y descansar… para toda la eternidad.

El biólogo frunció el ceño con total desesperación. ¿Por qué, de todas las vitrinas de especímenes, era ésta la que tenía que estar vacía? Se tiró de una oreja mientras se volvía para contemplar la carretera. Una vez más se sintió molesto, enfadado, al notar que no había ninguna otra vitrina excepto la de un metro al final del camino.

La historia casi había terminado. Después de recorrer durante horas cientos de miles de vitrinas, se encontraban con que esta última, la más importante en lo que concernía a la humanidad, estaba vacía. De alguna manera, Nelson no podía proseguir y marcharse de esta forma. Su naturaleza metódica parecía hacerle continuar con una lógica inexorable. Miró a su compañero.

—Mackensie —dijo con voz extraña—. Mackensie, ven aquí.

El joven palideció y dio un paso atrás.

—No —gimió, adivinando intuitivamente el propósito del otro—. ¡No! Está usted loco, doctor. Salgamos de este lugar infernal y…

Exhaló un alarido de terror mientras Nelson se le acercaba. El biólogo tenía veinte años más que Mackensie, pero también era físicamente más grande. Mackensie no tenía ninguna posibilidad contra él. La lucha fue breve y su significado terrible. En cuestión de segundos, Nelson tuvo a su víctima indefensa.

—¡No! —chilló Mackensie, con los ojos llenos de terror—. ¡Doctor Nelson, no puede…! ¡No puede hacerme esto!

Acabó emitiendo una serie de chillidos inconexos mientras Nelson lo levantaba y lo llevaba hasta la puerta entornada de la cabina de cristal.

—Es indoloro —murmuró Nelson amablemente—. Lo sé. ¿Y por qué la vitrina está vacía si no es para uno de nosotros dos? ¡Contéstame a eso!

Pero Mackensie ya no podía responder ninguna pregunta. Se había sumergido en un estado de horror cataléptico.

Como un sonámbulo, como una marioneta controlada por cuerdas extraterrestres, Nelson dio la vuelta hábilmente a su carga para ponerla ante él y luego, conservando el equilibrio con mucho cuidado, introdujo suavemente el cuerpo de su compañero en la vitrina vacía. El cambio que tuvo lugar fue milagroso, instantáneo. El cuerpo de Mackensie pareció convertirse en mármol. Se quedó erecto, balanceándose como una estatua vacilante.

Rápidamente, Nelson cerró la puerta de cristal ante el rostro de su compañero. Con un suave murmullo, los bordes de la puerta se ajustaron al marco de cristal. La última vitrina tenía su ejemplar perfecto.

El biólogo temblaba mientras miraba a los ojos de su antiguo ayudante, de laboratorio. Entonces suspiró, se secó el sudor de la frente y miró al sol. Eran las tres de la tarde.

Se dio la vuelta lentamente, como si no le gustara abandonar al hombre con el que había hecho este increíble viaje, y se dirigió al final de la carretera.

Al llegar a la última vitrina, se detuvo para estudiar el espécimen que había en el interior. El aura titilante de la vitrina, ya casi en la sombra de los árboles, era levemente fosforescente. Pero fue la naturaleza del ejemplar lo que fascinó al biólogo.

La cosa, sentada en cuclillas, de apenas dos metros de altura, pálida y amarronada, parecía más una seta gigantesca que otra cosa. Un champiñón con una protuberancia, que era una horrible caricatura de la cabeza de un hombre. Un par de orificios enormes señalaban lo que podían ser un par de ojos. La boca no era más que una hendidura que recordaba dónde había estado. La cosa no tenía sexo y se alzaba sobre dos metros en forma de raíz. Por fin, Nelson leyó la placa de bronce.

TIRODICUS. HOMBRE PLANTA

La evolución definitiva de la vida mamífera en esta planta. Compuesto principalmente de un tejido cerebral fibroso y un organismo productor de yodo, que es el desarrollo de lo que fue antiguamente la productora de yodo del hombre, la glándula tiroides localizada en la garganta, esta criatura no tiene sangre ni clorofila.

Como el LEPTOTHRIX, esta forma de vida ha aprendido a asimilar su alimento directamente de los elementos, transmutándolos instantáneamente y liberando energía. El Tirodicus, el último estadio de la evolución física, es prácticamente todo cerebro. El escalón siguiente de la evolución, inevitablemente, cruza las fronteras de la existencia animal y la vida se convierte en puramente espiritual.

Eso era todo. La historia había sido contada. El final de la carretera aparecía bruscamente. No había árboles talados, no había marcas, ni niveles, ni pilones, maquinaria, herramientas, barricadas ni señales de desvío. Ni siquiera una carretera de arena. O un sendero que llevara a cualquier parte a partir del final de la superficie de asfalto.

Simplemente una colina agreste en el corazón de unas montañas que nunca habían sido cartografiadas, y la carretera que había empezado tan repentinamente como un tiro, que no llevaba a ningún sitio y acababa con la misma rapidez.

El doctor Nelson era un espíritu metódico y ordenado. Hizo una mueca irónica. No había podido evitarlo. Su fría lógica había sido llevada hasta el último grado.

Se dio la vuelta y miró pensativo el camino que acababa de recorrer. Sintió un temblor de vida, vago e incomprensible, bajo sus pies. Ahora no había ninguna vitrina vacía, ninguna ruptura entre las dos líneas de especímenes que se encontraban allí. El archivo estaba completo.

¿Qué archivo? ¿Qué era esta increíble muestra científica? Estaba firmemente convencido de que no procedía de la Tierra. ¿Era una trampa del tiempo, o una gigantesca sala de trofeos de algún supercazador de más allá de las estrellas?

El doctor se encogió de hombros y descartó el enigma. Salió de la carretera imposible, aliviado de sentir el terreno y la hierba bajo sus pies. Una vez más, se volvió para mirar la carretera de asfalto.

La carretera había desaparecido. No había nada más allá de los arbustos. El sol se escondía tras las montañas de poniente.

LA MAQUINA DEL TIEMPO - Marcelo Delisio (original revista Axxón)

Ilustración: Ferrán Clavero
Éramos pobres por la guerra, pero sobre todo porque perdimos. O por lo menos eso nos había dicho papá, que bebía por las noches, escuchaba helicópteros y pasos de retirada por las paredes.
Pero mi padre era bueno con las manos. Y un día nos dijo que había construido una máquina del tiempo y que viajaría al pasado para cambiar las cosas, que posiblemente sería una batalla larga; que la tía Juana nos cuidaría.
—Si no piso un palito las cosas van a cambiar para nosotros —nos repetía, y caminaba en puntas de pie. Esto fue antes de irse. Recuerdo que recorríamos la casa buscando la máquina del tiempo cuando él estaba dormido. Pero nunca la encontramos.
Se fue justo en abril y volvió en junio. Regresó confundido.
—¿Fuiste al pasado a ganar la guerra de Malvinas? —le preguntamos un día con mi hermana.
—¡Y ganamos! —nos respondió—. Pero pisé un palito y volvimos a perder la guerra.
Mi hermana Marta, que siempre fue más inteligente que yo, le cuestionó cómo pensaba ganar la guerra solo, con aviones antiguos, soldados asustados y jefes desconcertados. Mi padre se encogió de hombros como un niño y se puso colorado.
Pasó el tiempo. Mi padre se puso triste y nosotros también, pues a pesar de sus esfuerzos, las Malvinas no eran argentinas. Cojeaba de un lado para otro hablando solo (así volvió de su primer viaje en el tiempo, con una bala en la pierna). —Pisé el palito, pisé un palito… —decía, y Marta se reía; pero a partir de ahí, yo dejé de buscar la máquina para dedicarme a encontrar aquel palito (después me di cuenta de que se refería a un error involuntario en el pasado que había alterado el curso histórico de los hechos).
Nunca le perdoné a Marta haberle contado a mamá de la máquina del tiempo. Y es que ella era como un torbellino. Cuando venía a casa (un juez le prohibió que viva con nosotros) todo se ensombrecía y parecía a punto de explotar. Luego se iba y no la volvíamos a ver por un tiempo.
Cuando se enteró de la máquina del tiempo se burló de mi padre. En medio de la sala, frente a todos, gritó que existían más posibilidades de ganar aquella estúpida guerra en el presente con sus amigos borrachos y lisiados, que viajando al pasado con su estúpida máquina del tiempo. Mamá siguió repitiendo exactamente la misma frase por dos horas mientras se iba vaciando la sala y mi padre comenzaba a tomar.
Pero algo había hecho bien mi papá, pues aunque los creía muertos, sus viejos compañeros de armas le comunicaron que las cosas habían cambiado. Lo afeitaron y le tramitaron una pensión que cubría sus gastos fijos. En unos meses había vuelto a la vida social. Se vestía bien y era mirado con reconocimiento por su valor y coraje. Ya no eran más víctimas, sino Héroes de Guerra, aunque hubieran perdido. Lo importante era haber peleado.
Papá comenzó a cobrar un poco más de dinero y nos llevaba a tomar helado más seguido. Una tarde volvimos a casa y encontramos la ventana rota.
—¡La máquina del tiempo! —gritó asustado. Corrió tan rápido que le perdimos el rastro. Al rato reapareció con el rostro aliviado—. La máquina está a salvo —dijo. Habían intentado robarla.
—¿Quién hizo esto papá? —le preguntó mi hermana Marta.
—Los movilizados —respondió, arqueando las cejas—. Necesitan la máquina para volver al pasado y pelear la guerra —dijo.
No lo entendí, y papá volvió a explicarlo (Marta siempre entendía antes y se jactaba de ello). Nos contó que para los soldados de Malvinas que no estuvieron en el frente de batalla las cosas no habían mejorado mucho. La única manera de cobrar más plata era demostrar haber peleado la guerra. Para eso necesitaban viajar al pasado y solo podían hacerlo con la máquina del tiempo. Me pareció, y aún hoy me parece lógico: el que pelea cobra y el que no, no. Además, mi padre debía cobrar doble, pues había peleado dos veces, pero él era tan honesto que nunca le interesó demostrar su segunda guerra (mi hermana decía que era porque no quería reconocer que era el único soldado que había perdido dos veces).
Al otro día, mi padre se encerró en su cuarto y golpeó algo metálico por un lapso de dos horas. Salió envuelto en sudor y dijo:
—Adiós, Malvinas.
Pero ese no fue el final de Malvinas, por más que todos lo deseábamos.
Fue un 2 de abril, el día del homenaje a los Veteranos de Guerra. Todos los soldados estaban allí junto a sus familias. Marta y yo nos sentamos de la mano con papá, justo debajo de una bandera que decía "40 años en democracia".
Él estaba reluciente. Lo vistieron con su uniforme de guerra, lo adornaron con medallas y lo empujaron a una formación de soldados argentinos.
—Las cosas han cambiado —dijo un orador envuelto en sonidos de helicópteros—. Las cosas han cambiado porque ahora somos más fuertes que antes, y es tiempo de recuperar las Malvinas.
Mi padre sonrió sorprendido y me pareció que también un poco asustado.
—¿Cuántos palitos pisaste, papá? —alcancé a preguntarle con lágrimas en los ojos, antes de verlo perderse en la marcha militar.

LA OLA DE PERFUME VERDE - Roberto Arlt

Yo ignoro cuáles son las causas que lo determinaron al profesor Hagenbuk a dedicarse a los naipes, en vez de volverse bizco en los tratados de matemáticas superiores. Y si digo volverse bizco, es porque el profesor Hagenbuk siempre bizqueó algo; pero aquella noche, dejando los naipes sobre la mesa, exclamó:

-¿Ya apareció el espantoso mal olor?

El olfato del profesor Hagenbuk había siempre funcionado un poco defectuosamente, pero debo convenir que no éramos nosotros solos los que percibíamos ese olor en aquel restaurant de después de medianoche, concurrido por periodistas y gente ocupada en trabajos nocturnos, sino que también otros comensales levantaban intrigados la cabeza y fruncían la nariz, buscando alrededor el origen de esa pestilencia elaborada como con gas de petróleo y esencia de clavel.

El dueño del restaurant, un hombre impasible, pues a su mostrador se arrimaban borrachos conspicuos que toda la noche bebían y discutían de pie frente a él, abandonó su flema, y, dirigiéndose a nosotros -desde el mostrador, naturalmente-, meneó la cabeza para indicarnos lo insólito de semejante perfume.

Luis y yo asomamos, en compañía de otros trasnochadores, a la puerta del restaurant. En la calle acontecía el mismo ridículo espectáculo. La gente, detenida bajo los focos eléctricos o en el centro de la calzada, levantaba la cabeza y fruncía las narices; los vigilantes, semejantes a podencos, husmeaban alarmados en todas direcciones. El fenómeno en cierto modo resultaba divertido y alarmante, llegando a despertar a los durmientes. En las habitaciones fronteras a la calle, se veían encenderse las lámparas y moverse las siluetas de los recién despiertos, proyectadas en los muros a través de los cristales. Algunas puertas de calle se abrían. Finalmente comenzaron a presentarse vecinos en pijamas, que con alarmante entonación de voz preguntaban:

-¿No serán gases asfixiantes?

A las tres de la madrugada la ciudad estaba completamente despierta. La tesis de que el hedor clavel-petróleo fuera determinada por la emanación de un gas de guerra, se había desvanecido, debido a la creencia general en nuestro público de que los gases de guerra son de efecto inmediato. Lo cual contribuía a desvanecer un pánico que hubiera podido tener tremendas consecuencias.

Los fotógrafos de los periódicos perforaban la media luz nocturna con fogonazos de magnesio, impresionando gestos y posturas de personas que en los zaguanes, balcones, terrazas y plazuelas, enfundadas en sus salidas de baño o pijamas, comentaban el fenómeno inexplicable.
Lo más curioso del caso es que en este alboroto participaban los gatos y los caballos. "Xenius", el hábil fotógrafo de "El Mundo" nos ha dejado una estupenda colección de caballos aparentemente encabritados de alegría entre las varas de sus coches y levantando los belfos de manera tal, que al dejar descubierto el teclado de la dentadura pareciera que se estuviesen riendo.
Junto a los zócalos de casi todos los edificios se veían gatos maullando de satisfacción encrespando el hocico, enarcado el lomo, frotando los flancos contra los muros o las pantorrillas de los transeúntes. Los perros también participaban de esta orgía, pues saltando a diestra y siniestra o arrimando el hocico al suelo corrían como si persiguieran un rastro, mas terminaban por echarse jadeantes al suelo, la lengua caída entre los dientes.

A las cuatro de la madrugada no había un solo habitante de nuestra ciudad que durmiera, ni la fachada de una sola casa que no mostrara sus interiores iluminados. Todos miraban hacia la bóveda estrellada. Nos encontrábamos a comienzos del verano. La luna lucía su media hoz de plata amarillenta, y los gorriones y jilgueros aposentados en los árboles de los paseos piaban desesperadamente.

Algunos ciudadanos que habían vivido en Barcelona les referían a otros que aquel vocerío de pájaros les recordaba la Rambla de las Flores, donde parecen haberse refugiado los pájaros de todas las montañas que circunvalan a Barcelona. En los vecindarios donde había loros, éstos graznaban tan furiosamente, que era necesario taparse los oídos o estrangularles .

-¿Qué sucede? ¿Qué pasa? -era la pregunta suspendida veinte veces, cuarenta veces, cien veces, en la misma boca.

Jamás se registraron tantos llamados telefónicos en las secretarías de los diarios como entonces. Los telefonistas de guardia en las centrales enloquecían frente a los tableros de los conmutadores; a las cinco de la mañana era imposible obtener una sola comunicación; los hombres, con la camisa abierta sobre el pecho, habían colgado los auriculares. Las calles ennegrecían de multitudes. Los vestíbulos de las comisarías se llenaban de visitantes distinguidos, jefes de comités políticos, militares retirados, y todos formulaban la misma pregunta, que nadie podía responder:

 -¿Qué sucede? ¿De dónde sale este perfume?

Se veían viejos comandantes de caballería, el collar de la barba y el bastón de puño de oro, ejerciendo la autoridad de la experiencia, interrogados sobre química de guerra; los hombres hablaban de lo que sabían, y no sabían mucho. Lo único que podían afirmar es que no se estaba en presencia de un fenómeno letal, y ello era bien evidente, pero la gente les agradecía la afirmación. Muchos estaban asustados, y no era para menos.
A las cinco de la mañana se recibían telegramas de Córdoba, Santa Fe, Paraná y, por el Sur, de Mar del Plata, Tandil, Santa Rosa de Toay dando cuenta de la ocurrencia del fenómeno. Los andenes de las estaciones hervían de gente que, con la arrugada nariz empinada hacia el cielo, consultaban ávidamente la fragancia del aire.

En los cuarteles se presentaban oficiales que no estaban de guardia o con licencia. El ministro de Guerra se dirigió a la Casa de Gobierno a las cinco y cuarto de la mañana; hubo consultas e inmediatamente se procedió a citar a los químicos de todas las reparticiones nacionales, a las seis de la mañana. Yo, por no ser menos que el ministro me presenté en la redacción del diario; cierto es que estaba con licencia o enfermo, no recuerdo bien, pero en estas circunstancias un periodista prudente se presenta siempre. Y por milésima vez escuché y repetí esta vacua pregunta:

-¿Qué sucede? ¿De dónde viene este perfume?

Imposible transitar frente a la pizarra de los diarios. Las multitudes se apretujaban en las aceras; la gente de primera fila leía el texto de los telegramas y los transmitía a los que estaban mucho más lejos.
"Comunican que la ola de perfume verde ha llegado a San Juan."
"De Goya informan que ha llegado la ola de perfume verde."
"Los químicos e ingenieros militares reunidos en el Ministerio de Guerra dictaminan que, dada la amplitud de la ola de perfume, ésta no tiene su origen en ninguna fábrica de productos tóxicos."
"La Jefatura de Policía se ha comunicado con el Ministerio de Guerra. No se registra ninguna víctima y no existen razones para suponer que el perfume petróleo-clavel sea peligroso."
"El observatorio astronómico de La Plata y el observatorio de Córdoba informan que no se ha registrado ningún fenómeno estelar que pueda hacer suponer que esta ola sea de origen astral. Se cree que se debe a un fenómeno de fermentación o de radioactividad."
"Bariloche informa que ha llegado la ola de perfume."
"Rio Grande do Sul informa que ha llegado la ola de perfume."
"El observatorio astronómico de Córdoba informa que la ola de perfume avanza a la velocidad de doce kilómetros por minuto."

Nuestro diario instaló un servicio permanente de comunicación con estación de radio; además situó a un hombre frente a las pizarras de su administración; éste comunicaba por un megáfono las últimas novedades, pero recién a las seis y cuarto de la mañana se supo que en reunión de ministros se había resuelto declarar el día feriado. El ministro del Interior, por intermedio de las estaciones de radios y los periódicos se dirigían a todos los habitantes del país, encareciéndoles:

1° No alarmarse por la persistencia de este fenómeno que, aunque de origen ignorado, se presume absolutamente inofensivo.

2° Por consejo del Departamento Nacional de Higiene se recomienda a la población abstenerse de beber y comer en exceso, pues aún se ignoran los trastornos que puede originar la ola de perfume.

Lo que resulta evidente es que el día 15 de septiembre los sentimientos religiosos adormecidos en muchas gentes despertaron con inusitada violencia, pues las iglesias rebosaban de ciudadanos, y aunque el tema de los predicadores no era "estamos en las proximidades del fin del mundo", en muchas personas se desperezaba ya esta pregunta.

A las nueve de la mañana, la población fatigada de una noche de insomnio y de emociones se echó a la cama. Inútil intentar dormir. Este perfume penetrante petróleo-clavel se fijaba en las pituitarias con tal violencia, que terminaba por hacer vibrar en la pulpa del cerebro cierta ansiedad crispada. Las personas se revolvían en las camas impacientes, aturdidas por la calidez de la emanación repugnante, que acababa por infectar los alimentos de un repulsivo sabor aromático. Muchos comenzaban a experimentar los primeros ataques de neuralgia, que en algunos se prolongaron durante más de sesenta horas, las farmacias en pocas horas agotaron su stock de productos a base de antitérmicos, a las once de la mañana, hora en que apareció el segundo boletín extraordinario editado por todos los periódicos: el negocio fue un fracaso. En los subsuelos de los periódicos grupos de vendedores yacían extenuados; en las viviendas la gente, tendida en la cama, permanecía amodorrada; en los cuarteles los soldados y oficiales terminaron por seguir el ejemplo de los civiles; a la una de la tarde en toda Sudamérica se habían interrumpido las actividades más vitales a las necesidades de las poblaciones: los trenes permanecían en medios de los campos... con los fuegos apagados; los agentes de policía dormitaban en los umbrales de las casas; se dio el caso de un ladrón que, haciendo un prodigioso esfuerzo de voluntad, se introdujo en una oficina bancaria, despojó al director del establecimiento de sus llaves e intentó abrir la caja de hierro en presencia de los serenos que le miraban actuar sin reaccionar, pero cuando quiso mover la puerta de acero su voluntad se quebró y cayó amodorrado junto a los otros.

En las cárceles el aire confinado determinó más rápidamente la modorra en los presos que en los centinelas que los custodiaban desde lo alto de las murallas donde la atmósfera se renovaba, pero al final los guardianes terminaron por ceder a la violencia del sueño que se les metía en una "especie de aire verde por las narices" y se dejaban caer al suelo. Este fue el origen de lo que se llamó el perfume verde. Todos, antes de sucumbir a la modorra, teníamos la sensación de que nos envolvía un torbellino suave, pero sumamente espeso, de aire verde.

Las únicas que parecían insensibles a la atmósfera del perfume clavel-petróleo eran las ratas, y fue la única vez que se pudo asistir al espectáculo en que los roedores, saliendo de sus cuevas, atacaban encarnizadamente a sus viejos enemigos los gatos. Numerosos gatos fueron destrozados por los ratones.
A las tres de la tarde respirábamos con dificultad. El profesor Hagenbuk, tendido en un sofá de mi escritorio, miraba a través de los cristales al sol envuelto en una atmósfera verdosa; yo, apoltronado en mi sillón, pensaba que millones y millones de hombres íbamos a morir, pues en nuestra total inercia al aire se aprecia cada vez más enrarecido y extraño a los pulmones, que levantaban penosamente la tablilla del pecho; luego perdimos el sentido, y de aquel instante el único recuerdo que conservo es el ojo bizco del profesor Hagenbuk mirando el sol verdoso.

Debimos permanecer en la más completa inconsciencia durante tres horas. Cuando despertamos la total negrura del cielo estaba rayada por tan terribles relámpagos, que los ojos se entrecerraban medrosos frente al ígneo espectáculo.

El profesor Hagenbuk, de pie junto a la ventana murmuró:

-Lo había previsto; ¡vaya si lo había previsto!

Un estampido de violencia tal que me ensordeció durante un cuarto de hora me impidió escuchar lo que él creía haber previsto. Un rayo acababa de hendir un rascacielos, y el edificio se desmoronó por la mitad, y al suceder el fogonazo de los rayos se podía percibir el interior del edificio con los pisos alfombrados colgando en el aire y los muebles tumbados en posiciones inverosímiles.
Fue la última descarga eléctrica.
El profesor Hagenbuk se volvió hacia mí, y mirándome muy grave con su extraordinario ojo bizco, repitió:

-Lo había previsto.

Irritado me volví hacia él.

-¿Qué es lo que había previsto usted, profesor? -grité.

-Todo lo que ha sucedido.

Sonreí incrédulamente. El profesor se echó las manos al bolsillo, retiró de allí una libreta, la abrió y en la tercera hoja leí:

"Descripción de los efectos que los hidrocarburos cometarios pueden ejercer sobre las poblaciones de la Tierra."

-¿Qué es eso de los hidrocarburos cometarios?

El profesor Hagenbuk sonrió piadosamente y me contestó:

-La substancia dominante que forma la cola de los cometas. Nosotros hemos atravesado la cola de un cometa.

-¿Y por qué no lo dijo antes?

-Para no alarmar a la gente. Hace diez días que espero la ocurrencia de este fenómeno, pero..., a propósito; anoche usted se ha quedado debiéndome treinta tantos de nuestra partida.

Aunque no lo crean ustedes, yo quedé sin habla frente al profesor. Y estas son las horas en que pienso escribir la historia de su fantástica vida y causas de su no menos fantástico silencio.


TODOS VOSOTROS, ZOMBIES… - Robert A. Heinlein

22.17 Tiempo Zona V (TO) - 7 Nov. 1970 - Nueva York - «Pop’s Place»: Estaba limpiando una copa de coñac cuando entró la Madre Soltera. Miré la hora: las diez y diecisiete minutos de la noche, tiempo de la zona cinco o tiempo oriental, 7 de noviembre de 1970. Los agentes temporales siempre se fijan en la hora y la fecha. Es nuestra obligación.

La Madre Soltera era un hombre de veinticinco años, no más alto que yo, rasgos infantiles y un carácter susceptible. No me gustaba su aspecto —ni me había gustado nunca—, pero yo estaba aquí para reclutarlo, era mi muchacho. Le obsequié con mi mejor sonrisa de tabernero.

Tal vez soy demasiado crítico. No era un homosexual. Su mote procedía de lo que él siempre contestaba cuando algún entrometido se interesaba por su vida: «Soy una madre soltera.» Y si no se sentía demasiado violento, añadía: «A cuatro centavos la palabra. Escribo historias sentimentales.»

Cuando se encontraba molesto, esperaba a que alguien interviniera. Tenía un estilo de lucha mortal, como una mujer policía. Esa era una de las razones por la que yo lo buscaba, aunque no la única.

Se le veía bastante bebido y su rostro demostraba que despreciaba a la gente más de lo acostumbrado. Serví en silencio un doble de Old Underwear y dejé la botella al lado. Él vació el vaso y pidió más.

—¿Qué tal le van las cosas a la «Madre Soltera»? —pregunté mientras limpiaba la barra.

Sus dedos se aferraron al vaso y pensé que estaba a punto de echármelo a la cara. Automáticamente puse una mano sobre la cachiporra que tenía bajo el mostrador. En manipulación temporal se intenta tenerlo todo en cuenta; pero hay tantos factores que nunca se corren riesgos innecesarios.

Vi que se tranquilizaba un poco, ese poco que en la escuela de entrenamiento del departamento te enseñan a vigilar.

—Perdone —dije—. Sólo le pregunto cómo va el trabajo. O qué tiempo hace, para el caso da lo mismo.

—El trabajo va bien —respondió agriamente—. Yo escribo, ellos imprimen, yo como.

Me serví un poco de licor y me incliné hacia él.

—Reconozco que escribe cosas interesantes —dije—. He hojeado algunas. Tiene un toque sorprendente para el ángulo femenino.

Tenía que arriesgarme a ese paso en falso (él nunca había revelado los seudónimos que usaba). Pero estaba muy excitado y sólo se fijó en las últimas palabras.

—¡El ángulo femenino! —repitió, y soltó una risotada—. Sí, conozco el ángulo femenino. A la fuerza.

—¿Ah, sí? ¿Tiene hermanas?

—No. Si se lo contara, no me creería.

—Bueno, bueno —respondí con suavidad—. Los camareros y los psiquiatras saben que nada es más extraño que la verdad. Mire, hijo, si supiera usted las historias que yo oigo… Bueno, se haría millonario. Increíble.

—¡Usted no sabe qué quiere decir «increíble»!

—¿Ah, no? Nada me sorprende. Siempre he oído cosas peores.

—¿Se apuesta el resto de la botella? —Volvió a reírse.

—Me juego una botella nueva —ofrecí, y la puse sobre la barra.

Hice señas a mi otro camarero para que se ocupara de la clientela. Estábamos en el extremo más alejado de la barra. Era un lugar con un solo taburete y el trozo de barra que había al lado siempre estaba lleno de huevos escabechados y otras tapas para que nadie pudiera sentarse allí. En el otro extremo del mostrador había algunas personas viendo el boxeo por TV y otro cliente ponía discos en la máquina. Estábamos, pues, en un sitio tan íntimo como una cama.

—De acuerdo —empezó—. En primer lugar, soy un bastardo.

—Aquí no hacemos descuento por eso.

—Hablo en serio. Mis padres no estaban casados.

—Nada del otro mundo. Tampoco los míos.

—Cuando… —Se interrumpió y me dedicó la primera mirada afectuosa desde que le conocía—. ¿No bromea?

—No. Soy un bastardo al cien por cien. Y para serle franco, nadie se casa en mi familia. Todos son bastardos. —Le enseñé mi anillo—. Parece de boda, pero lo llevo para que las mujeres no se acerquen. Es una antigüedad que compré en 1985 a un colega. Él lo había ido a buscar a la Creta precristiana. El gusano Ouroboros… La serpiente del mundo que se devora la cola eternamente. Es un símbolo de la Gran Paradoja.

Apenas miró el anillo.

—Si de verdad es usted un bastardo —dijo—, ya sabrá lo que se siente. Cuando yo era niña…

—¡Ep! ¿He oído bien?

—¿Quién está contando esta historia? Mire, ¿ha oído hablar de Christine Jorgensen? ¿O de Roberta Cowell?

—¡Oh, oh! ¿Cambios de sexo? ¿Pretende decirme que…?

—No interrumpa ni se me adelante, o no hablaré más. Me abandonaron en un orfanato de Cleveland en 1945, cuando tenía un mes de vida. Cuando era pequeña, envidiaba a los niños que tenían padres. Luego, cuando empecé a conocer el sexo… y créame, Pop, en un orfanato se aprende muy deprisa…

—Lo sé.

—… juré solemnemente que ningún hijo mío tendría papá y mamá. Eso me mantuvo «pura», toda una proeza estando allí… Tuve que aprender a pelear para seguir así. Luego crecí y comprendí que tenía muy pocas posibilidades de casarme. Por la misma razón que nadie quiso adoptarme. —Frunció la frente—. Tenía cara de caballo y dientes salientes, era lisa de pecho y de cabellos…

—No creo que tenga más cara de caballo que yo.

—¿A quién le importa el aspecto de un camarero? ¿O de un escritor? A la gente que desea adoptar los mejores pequeños bobos de ojos azules y pelo rubio. Y después, los chicos quieren pechos prominentes, una cara encantadora y un porte que despierte admiración. —Se encogió de hombros—. Yo no podía competir. Por eso decidí unirme a la R.A.M.E.R.A.

—¿Qué?

—Significa Red Auxiliar de Mujeres Enfermeras de la Reserva Asistencial, lo que ahora denominan Ángeles del Espacio: Auxiliares de Navegación, Grupo Extraterrestre de Legiones.

Conocía ambos términos. Antes me los sabía de memoria. Todavía usamos un tercer nombre, el de un cuerpo militar de élite también formado por mujeres: Grupo de Urgencia Auxiliar para Reconfortar y Reanimar a los Astronautas. El cambio de vocabulario es la mayor dificultad de los saltos en el tiempo. ¿Sabían que el término «estación de servicio» se refería en tiempos a un lugar donde vendían gasolina en pequeñas cantidades? Una vez, cuando cumplía una misión en la Era de Churchill, una mujer me dijo: «Nos veremos en la próxima estación de servicio»… que no es lo que parece, porque (entonces) una «estación de servicio» no habría tenido camas.

La Madre Soltera siguió hablando:

—Fue cuando admitieron por primera vez que no se podía enviar hombres al espacio por períodos de meses y años enteros y no aliviar la tensión que se producía. ¿Recuerda cuánto chillaron los puritanos? Aquello mejoró mis posibilidades, puesto que las voluntarias escaseaban. Las candidatas debían ser respetables, preferiblemente vírgenes (les gustaba entrenarlas desde el principio), estar mentalmente por encima del término medio y ser emocionalmente estables. Pero la mayoría de voluntarias fueron viejas rameras o mujeres neuróticas que no iban a durar ni diez días en cuanto salieran de la Tierra. Así que no tuve que preocuparme por mi aspecto. Si me aceptaban, me arreglarían la dentadura y el pelo, me enseñarían a caminar, a bailar, a escuchar a un hombre poniendo cara de agrado… y me entrenarían, claro, en los deberes fundamentales. Incluso me harían una operación de cirugía plástica si era preciso… Nada es demasiado bueno para nuestros chicos.

»Mejor todavía: se aseguraban de que no quedaras embarazada durante el tiempo de servicio, y al finalizar el mismo tenías una seguridad casi total de casarte. Es lo mismo que pasa ahora, los A.N.G.E.L.E.S. se casan con astronautas, conocen bien su oficio.

»Cuando tenía dieciocho años me mandaron a una casa como “asistenta familiar”. Aquella familia quería simplemente una criada barata. Pero a mí no me importó, ya que no podía alistarme hasta cumplir los veintiún años. Hice trabajos domésticos y asistí a la escuela nocturna… fingiendo que deseaba mejorar mi taquigrafía y mecanografía, aunque en realidad mi única preocupación era mejorar mi atractivo y tener más posibilidades de que me aceptaran en la R.A.M.E.R.A.

»Luego conocí a aquel tipo de la capital y sus billetes de cien dólares. —Su mirada volvió a ser ceñuda—. Sí, aquel inútil tenía un montón de billetes de cien. Me los enseñó una noche, me dijo que eran para ayudarme.

»Pero no los acepté. Me gustaba aquel hombre. El primero que se mostraba agradable sin intentar hacer travesuras conmigo. Dejé de ir a la escuela nocturna para verle más a menudo. Fue la época más feliz de mi vida.

»Pero una noche fuimos al parque, y empezaron las travesuras.

—¿Y qué ocurrió? —pregunté al ver que callaba.

—¡No ocurrió nada! Nunca volví a verle. Me acompañó a casa, me dijo que me amaba… me dio un beso de buenas noches y jamás volvió. ¡Si volviera a encontrarle, le mataría!

—Comprendo tus sentimientos. Pero matarle… sólo por hacer algo que se basa en un instinto natural… Humm… ¿Se resistió usted?

—¿Eh? ¿Qué tiene que ver eso con lo sucedido?

—Bastante. Quizá él se merezca tener los dos brazos rotos por abandonarle, pero…

—¡Se merece mucho más todavía! Espere a que le cuente el resto de la historia. Me las arreglé para que nadie supiera lo que había sucedido y llegué a la conclusión de que todo había sido para bien. En realidad, no le amaba y posiblemente nunca amaría a nadie. Además, estaba ansiosa por entrar en la R.A.M.E.R.A., más ansiosa que nunca. Yo no estaba descalificada, puesto que ya no insistían en que las candidatas fueran vírgenes. Me sentía muy animada.

»No me di cuenta hasta que mis faldas empezaron a quedarse pequeñas.

—¿Estaba embarazada?

—¡Vaya jugarreta me había hecho! Los tacaños con los que yo vivía pasaron por alto mi estado hasta que dejé de serles útil. Después me echaron a patadas y ya no podía volver al orfanato. Acabé en un hospital de caridad, rodeada de grandes barrigas como la mía, y me ocupé de los orinales hasta que me llegó la hora.

»Una noche me encontré en la mesa de operaciones, con una enfermera que me decía: “Relájese. Respire profundamente.”

»Cuando desperté estaba en una cama y me sentí entumecida del pecho para abajo. Entonces entró mi médico. “¿Qué tal se encuentra?”, me preguntó con aire jovial.

»“Como una momia”, respondí.

»“Naturalmente. Le hemos vendado como si fuera una momia y le hemos administrado muchos calmantes para mantenerla entumecida. Se pondrá bien… pero una cesárea no es igual que una cutícula inflamada.”

»“¿Una cesárea?”, dije yo. “Doctor… ¿He perdido el niño?”

»“¡Oh, no! La criatura está muy bien.”

»“¿Es chico o chica?”

»“Es una niña muy saludable. Pesa tres kilos.”

»Me tranquilicé. Haber tenido una hija es… es importante. En aquel momento pensé irme a alguna parte, convertirme en una “señora” y dejar que la niña pensara que su papá había muerto. ¡No quería ningún orfanato para mi hija!

»Pero el médico seguía hablando. “Dígame, señora… eh…” Había olvidado mi apellido… o lo sabía y no quiso meter la pata. “¿Sabía que su estructura glandular es… muy extraña?”

»“¿Cómo dice? Claro que no lo sabía. ¿Qué pretende decirme?”

»El cirujano no sabía cómo explicarse. “Voy a darle esto y luego le pondré una inyección para que duerma y calme sus nervios. Porque es evidente que va a ponerse nerviosa.”

»“¿Por qué?”, pregunté.

»“¿Ha oído hablar de ese médico escocés que fue mujer hasta cumplir los treinta y cinco años? Luego fue sometido a una operación quirúrgica y se convirtió, legal y médicamente, en un hombre. Y se casó. No hubo problemas.”

»“¿Y qué tiene que ver eso conmigo?”

»“Es lo que pretendo explicarle. Usted es un hombre.”

»Traté de incorporarme en la cama. “¿Qué ha dicho?”

»“Tómeselo con calma. Cuando efectué la cesárea me encontré con una confusión de órganos. Mandé llamar al cirujano en jefe mientras sacaba a la niña, y sostuvimos un cambio de impresiones. Usted seguía en la mesa de operaciones, claro está. Hemos estado trabajando varias horas, esforzándonos al máximo con usted. Encontramos dos estructuras orgánicas, ambas inmaduras, pero con la femenina lo bastante desarrollada para que usted pudiera tener un hijo. Era algo que no volvería a serle de utilidad, así que la extirpamos y lo dejamos todo de forma que usted, pueda desarrollarse adecuadamente como hombre.” Me puso la mano en el hombro. “No se preocupe. Usted es joven, sus huesos se adaptarán, vigilaremos su equilibrio glandular… y haremos de usted un hombre joven.”

»Me puse a llorar. “¿Y qué me dice de mi hija?”

»“Bueno, no podrá criarla. Usted no tiene leche suficiente para una recién nacida. Si estuviera en su caso, yo… miraría de que la adoptaran.”

»“¡No!”

»El médico se encogió de hombros. “La decisión le corresponde a usted, como madre que es de la niña… o como padre. Pero ahora no se preocupe. Lo principal es que usted se restablezca.”

»El día siguiente me enseñaron a la niña y la vi a diario… intentando acostumbrarme a ella. Nunca había visto a un recién nacido y no podía imaginarme lo horribles que son. Mi hija me parecía un mono de color anaranjado. Pero estaba resuelta a hacer todo lo necesario por ella. Pasaron cuatro semanas y mis buenas intenciones perdieron todo su significado.

—¿Cómo dice?

—La raptaron.

—¿La raptaron?

La Madre Soltera estuvo a punto de aplastar la botella que nos habíamos apostado.

—La secuestraron… ¡Se la llevaron del hospital! —Hablaba casi sin poder respirar—. ¿Qué le parece? Arrebatarle a un hombre la última razón que le impulsa a vivir…

—Desesperante. Permita que le sirva otro vaso. ¿No hubo pistas de los secuestradores?

—La policía no sacó nada en claro. Alguien se presentó para verla, haciéndose pasar por un tío de la niña. Y se la llevó mientras la enfermera estaba de espaldas.

—¿Una descripción?

—Un hombre de rostro similar al suyo o al mío. Nada más. Pienso que se trataba del padre de la niña. La enfermera juró que era un hombre de edad, aunque probablemente iba maquillado. ¿Qué otra persona podría robarme a mi hija? Hay mujeres sin hijos que hacen cosas así… pero nadie conoce un solo caso en que el secuestrador haya sido un hombre.

—¿Y qué fue de usted después del rapto?

—Estuve otros once meses en aquel lugar siniestro y sufrí tres operaciones. Al cabo de cuatro meses me empezó a crecer la barba, y me afeitaba con regularidad antes de salir del hospital. Ya no tenía duda alguna de que era un hombre. —Sonrió irónicamente—. Incluso me atraían los escotes de las enfermeras.

—Bien, creo que usted superó el trance —opiné—. Aquí está, un hombre normal que se gana bien la vida y sin problemas graves. Además, la vida de una mujer no tiene nada de fácil.

—¡Usted sabe mucho!

—¿Ah, sí?

—¿Ha oído alguna vez la expresión «una mujer destrozada»?

—Bueno… Sí, hace varios años. No significa demasiado en la actualidad.

—Yo estaba tan destrozado como pudiera estarlo una mujer. Aquello fue una bomba que me destrozó por completo… Había dejado de ser una mujer… y no sabía cómo ser un hombre.

—Supongo que es difícil acostumbrarse.

—No tiene ni la más mínima idea. No estoy hablando de aprender a vestirse o de no confundir el lavabo de señoras con el de caballeros. Todos esos detalles los aprendí en el hospital. El problema era cómo vivir. ¿Qué trabajo podía conseguir? Diablos, ni siquiera sabía conducir. No tenía oficio alguno y no podía dedicarme a labores manuales. Tenía demasiadas cicatrices, una piel demasiado blanda.

»Odié a aquel hombre por haber destrozado mi vida, por haber impedido que me presentara a R.A.M.E.R.A. Pero ese odio no surgió hasta que traté de entrar en el Cuerpo Espacial. Una sola mirada a mi barriga bastaba para que me declararan inútil para el servicio militar. El oficial médico perdió algún tiempo conmigo, simplemente por curiosidad. Ya tenía noticias de mi caso.

»En estas circunstancias, cambié mi apellido y me trasladé a Nueva York. Conseguí trabajo como cocinero de segunda, y luego alquilé una máquina de escribir para mecanografiar manuscritos a domicilio… ¡Y qué éxito tuve! En cuatro meses mecanografié cuatro cartas y un manuscrito. Este último era para Historias de la Vida Real y fue un auténtico derroche de papel, pero el imbécil que lo escribió logró venderlo. Y eso me dio una idea.

Compré un montón de revistas sentimentales y las estudié. —Adoptó una expresión cínica—. Ahora ya sabe que ese auténtico ángulo de mujer de mis relatos procede de la historia de una madre soltera… Es la única versión que no he vendido a los editores: la versión real. ¿Me he ganado la botella?

Le acerqué el licor. Me sentía trastornado, pero tenía un trabajo que hacer.

—Hijo —expuse—, ¿sigue deseando echarle el guante a ese tipo?

Sus ojos parecieron arder. Tenía una mirada salvaje.

—¡Un momento! —dije—. ¿Sería capaz de matarle?

—Haga la prueba —contestó. Y luego sonrió maliciosamente.

—Tómeselo con calma. Conozco este asunto más de lo que usted se piensa. Puedo ayudarle. Sé dónde está él.

—¿Dónde está? —exclamó abalanzándose hacia mí.

—Suélteme la camisa, hijo —dije sin levantar la voz—. O le dejaremos en el callejón y explicaremos a los polizontes que usted se desmayó. —Le enseñé la cachiporra.

—Perdone. —Me soltó—. Pero ¿dónde está ese hombre? ¿Y cómo es que sabe usted tantas cosas?

—Todo a su tiempo. Hay muchos archivos… Los del hospital, los del orfanato, los expedientes médicos… La directora de su orfanato era la señora Fetherage, ¿correcto? Después fue sustituida por la señora Gruenstein, ¿correcto? Cuando era una mujer, usted se llamaba «Jane», ¿correcto? Y de todo esto no me ha dicho una sola palabra, ¿correcto?

Se quedó sorprendido y un poco asustado.

—¿Qué significa todo esto? —preguntó—. ¿Trata de crearme problemas?

—No, de verdad que no. Sólo trato de ayudarle. Puedo poner en sus manos a ese tipo. Usted podrá hacer lo que mejor le parezca… y le garantizo que no habrá complicaciones de ningún tipo. Pero no creo que vaya usted a matarle. Sería una actitud propia de un loco… y usted no lo está. En absoluto.

—Basta de charla. ¿Dónde está?

Le serví un poco más de bebida. Estaba borracho, pero la cólera superaba la borrachera.

—No tan deprisa —dije—. Haré algo por usted… si usted hace algo por mí.

—¿Eh? ¿Qué quiere que haga?

—A usted no le gusta su trabajo. ¿Qué le parecería un buen sueldo, un empleo fijo, todos los gastos pagados, siendo usted su único jefe y pudiendo gozar de variedad y aventuras?

—Me parecería algo así como la gallina de los huevos de oro. No diga tonterías, Pop… Ese empleo no existe.

—Muy bien, se lo diré de otra forma. Le entrego al tipo, ajusta cuentas con él y prueba el trabajo que le ofrezco. En el caso de que no reúna las características que he enumerado… bueno, no podré retenerle.

Se tambaleaba. El último trago era el culpable.

—¿Cuándo me traerá a ese hombre? —preguntó con la típica voz del que ha bebido demasiado.

—Si acepta el trato… ¡ahora mismo!

—Acepto el trato. —Y alargó su mano derecha.

Ordené a mi ayudante que vigilara la barra, miré la hora —23.00— y me dirigí hacia la puerta del almacén. En ese mismo instante empezó a sonar «¡Soy mi propio abuelo!» en el tocadiscos automático. El encargado de la máquina tenía órdenes para colocar exclusivamente en ella discos clásicos y del folklore americano, puesto que yo no trago la «música» de 1970. Pero no sabía que aquel disco estaba allí.

—¡Apaga eso! —grité—. Devuelve el dinero al cliente. Voy al almacén. Volveré enseguida.

Y entré en el almacén seguido de la Madre Soltera. Al final del pasillo, frente a los retretes, había una puerta metálica que sólo mi socio y yo podíamos abrir. Y en el interior había otra puerta que daba a una habitación. La única llave disponible estaba en mi poder. Entramos los dos. Mi acompañante miró con ojos nublados por el alcohol aquellas paredes sin ventanas.

—¿Dónde está ese hombre? —inquirió.

—No se impaciente.

Abrí una maleta, el único objeto que había en la habitación. Era una unidad portátil de transformación de coordenadas, serie 1992, modelo II. Una maravilla: carente de partes móviles, veintitrés kilos de peso a plena carga y construido de modo que pudiera hacerse pasar por una maleta. Yo la había ajustado precisamente aquel mismo día. Todo lo que debía hacer era desplegar la red metálica que limita el campo de transformación. Y así lo hice.

—¿Qué es eso? —preguntó.

—Una máquina del tiempo —contesté y extendí la red a nuestro alrededor.

—¡Hey! —exclamó, y retrocedió.

Existe una técnica para efectuar esta operación. La red debe desplegarse de modo que el sujeto retroceda instintivamente hacia la trama metálica. Y entonces se cierra la red, que envolverá a las dos personas por entero. De otra forma, existiría el riesgo de abandonar en el lugar de origen las suelas de los zapatos o un trozo del pie, o de arrancar parte del suelo. Pero ése es todo el cuidado que hay que tener. Algunos agentes se valen de engaños para que el sujeto entre en la red. Yo me limito a decir la verdad y aprovecho el instante de asombro que sigue para accionar el interruptor. Y así lo hice en aquella ocasión.

10.30 - VI - 3 abril 1963 - Cleveland - Ohio - Edificio Apex:

—¡Hey! —repitió—. ¡Quite esta maldita cosa!

—Lo siento —dije, e hice lo que pedía. La red desapareció y cerré la maleta—. Dijo que deseaba encontrar a ese hombre.

—Pero… ¡Usted me dijo que eso era una máquina del tiempo!

—¿Le parece que estemos en noviembre? —pregunté al tiempo que señalaba una ventana—. ¿O que esto sea Nueva York?

Mientras él se quedaba boquiabierto contemplando la vegetación floreciente y la esplendorosa primavera, volví a abrir la maleta. Saqué un fajo de billetes de cien dólares y comprobé que los números y las firmas fueran compatibles con 1963. Al Departamento Temporal no le importa lo que gastes (ese dinero no cuesta nada) pero no gusta de anacronismos innecesarios. Si cometes demasiados errores, una corte marcial te exiliará por un año en un período poco agradable —1974, por ejemplo— con su racionamiento estricto y trabajos forzados. Nunca cometo ese tipo de errores. El dinero estaba perfectamente.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó mi acompañante.

—Él está aquí. Salga y búsquele. Aquí tiene dinero para gastos. —Le di los billetes y añadí—: Ajústele las cuentas. Luego le recogeré.

Los billetes de cien dólares ejercen un efecto hipnótico en una persona que no está acostumbrada a ellos. Los contó con una expresión de incredulidad en el rostro mientras le acompañé al pasillo. Volví a entrar a la habitación y cerré la puerta con llave. El siguiente salto fue muy fácil, un simple cambio en la misma era.

11.00 - VI - 10 marzo 1964 - Cleveland - Edificio Apex: Había una nota debajo de la puerta diciendo que mi alquiler expiraba la semana próxima. Por lo demás, la habitación tenía el mismo aspecto que un instante antes. En el exterior, los árboles habían perdido sus hojas y amenazaba con nevar. Debía apresurarme. Cogí dinero de la época, chaqueta, sombrero y abrigo (todo lo había dejado allí en el momento de alquilar la habitación). Después alquilé un coche y fui al hospital. Estuve veinte minutos aburriendo a la enfermera, hasta que pude llevarme a la niña sin que me viera. Volvimos al edificio Apex. El siguiente salto en el tiempo resultó más complicado, ya que el edificio todavía no existía en 1945. Pero ya había tenido en cuenta este detalle.

00.10 - VI - 20 sept. 1945 - Cleveland - Motel Skyview: La unidad de transformación, la niña y yo llegamos a un motel situado en las afueras de la ciudad. Antes me había registrado como «Gregory Johnson, Warren, Ohio». Cortinas, ventanas y puertas estaban cerradas y todo el mobiliario apartado a un lado, de modo que el aparato dispusiera de un cierto margen de error. Siempre corres el riesgo de darte un buen coscorrón con una silla que no debía estar donde está. Y no por la silla, claro, sino por el retroceso del campo de fuerza.

No hubo ningún problema. Jane dormía profundamente. La saqué del motel, la metí en una caja de cartón y puse ésta en el asiento de un coche que había alquilado antes. Después conduje el vehículo hasta el orfanato, dejé a la niña en las escaleras de entrada y me fui hasta una «estación de servicio» situada a dos manzanas de distancia. (Recuerden que «estación de servicio» era entonces el lugar donde vendían gasolina.) Desde allí telefoneé al orfanato y regresé a tiempo para ver cómo recogían a Jane. A continuación volví al motel y abandoné el coche en sus cercanías. Recorrí a pie el trecho que faltaba hasta el edificio y salté en el tiempo hacia 1963.

11.00 - VI - 24 abril 1963 - Cleveland - Edificio Apex: Este último cambio de año resultó perfecto. La exactitud de estos saltos depende del tramo —tiempo— que recorres, excepto cuando regresas a cero. Si me había equivocado, Jane estaría descubriendo en este momento preciso, en el parque y en una fragante noche primaveral, que ella no era tan «buena» chica como pensaba. Cogí un taxi para ir a casa de los tacaños y me quedé vigilando en una esquina, acechando en las sombras.

Al cabo de un rato les vi caminando por la calle, muy apretados el uno al otro. Llegaron al porche. Él la cogió por la cintura y se despidió con un largo beso, más largo de lo que yo había imaginado. Luego ella entró en la casa y él se alejó. Me deslicé tras él y le cogí por el hombro.

—Todo ha terminado, hijo —dije—. He vuelto para recogerle.

—¡Usted! —La sorpresa le dejó sin respiración.

—Yo. Ahora ya sabe quién es él… Si medita un poco, también sabrá quién es usted… Y si piensa lo bastante, podrá imaginarse quién es la niña… y quién soy yo.

Estaba temblando sin poder contenerse y no pronunció una sola palabra. Resulta terrible comprobar que no puedes resistirte a que tú mismo te seduzcas. Le llevé hasta el edificio Apex y efectuamos un nuevo salto en el tiempo.

23.00 - VII - 12 ag. 1985 - Base subterránea de las Montañas Rocosas: Desperté al sargento de guardia, le mostré mi identificación y le ordené que acostara a mi compañero (dándole antes una píldora adecuada) y que tomara sus datos por la mañana. El sargento puso mala cara, pero los galones siempre son los galones, no importa la época. Hizo lo que le había ordenado… pensando, sin duda, que la próxima vez que nos encontráramos él sería coronel y yo sargento. Y es algo que puede suceder perfectamente en nuestro cuerpo.

—¿Cómo se llama? —me preguntó.

Apunté el nombre del nuevo recluta y el sargento enarcó las cejas al leerlo.

—¿Así se llama? Vaya, vaya…

—Cumpla con su deber, sargento. —Luego me volví hacia mi compañero—. Hijo, tus problemas han terminado. Estás a punto de empezar el mejor trabajo que un hombre pueda desear… Y lo harás bien. Lo sé.

—¡Claro que lo harás! —convino el sargento—. Mírame… Nacido en 1917… Aún eres joven y aún gozas de la vida.

Me fui a la sala de saltos y dispuse todo en el cero preseleccionado.

23.01 - V - 7 nov. 1970 - Nueva York - «Pop’s Place»: Salí del almacén con una botella de Drambuie para justificar el minuto que había estado ausente. Mi ayudante estaba discutiendo con el cliente que había puesto el disco «¡Soy mi propio abuelo!».

—Bueno, ya está bien —dije—. Déjale que lo ponga y luego desenchufas la máquina.

Me encontraba muy fatigado. Es un trabajo duro, pero alguien tiene que hacerlo. Además, en los últimos años, desde el Error de 1972, el reclutamiento es muy difícil. ¿Puede pensarse en algo mejor que coger gente confusa y ofrecerles un trabajo bien remunerado e interesante (aunque sea peligroso) para una causa necesaria? Todo el mundo sabe ahora por qué fracasó la Guerra del Fracaso de 1963. La bomba destinada a Nueva York no hizo explosión y un centenar de detalles no salieron como se había planeado… Todo por culpa de mis semejantes.

Pero ése no es el caso del Error de 1972. Nosotros no tuvimos la culpa… y ya no puede repararse. No hay paradoja que resolver. Una cosa es, o no es, ahora y por los siglos de los siglos, amén. Pero no habrá otro igual. Una orden fechada «1992» tiene prioridad sobre cualquier otro año.

Cerré el bar cinco minutos antes y dejé una carta en la caja registradora, explicando a mi socio que aceptaba su oferta para comprar mi parte del negocio y que se pusiera en contacto con mi abogado, puesto que yo iba a emprender unas largas vacaciones. Yo no sabía si el departamento recibiría o no el dinero, pero les gusta que todas las cosas queden bien arregladas. Me dirigí a la habitación interior del almacén y salté a 1993.

22.00 - 12 ene. 1993 - Edificio anexo de la base subterránea de las Montañas Rocosas - Cuartel general del Departamento Temporal: Me presenté al oficial de guardia y me dirigí a mi habitación pensando en dormir durante toda una semana. Había cogido la botella de la apuesta (al fin y al cabo, la había ganado) y tomé un trago antes de redactar mi informe. El licor tenía un sabor horrible, y no pude entender por qué aquella marca, Old Underwear, me había gustado en otras ocasiones. Pero era mejor que nada. Pienso demasiado, no me gusta estar tan serio. Pero tampoco me gusta dedicarme a la bebida. Hay personas que ven serpientes. Yo veo personas.

Dicté mi informe: cuarenta reclutamientos, todos con el visto bueno del Departamento de Psicología, contando con el mío propio (ya sabía de antemano que lo aprobarían. Yo estaba aquí, ¿no?). Luego grabé una solicitud para que se me asignara una misión. Ya estaba harto de reclutar. Eché las dos cintas en la ranura y me fui a dormir.

Mis ojos se fijaron en el «Reglamento del Tiempo» que estaba sobre mi cama:

Nunca dejes para ayer lo que debas hacer mañana.

Si logras triunfar, no vuelvas a intentarlo.

Una puntada a tiempo salva nueve mil millones[1].

Una paradoja puede ser modificada.

Es más pronto de lo que piensas.

Los antepasados son simples personas.

Incluso Júpiter cabecea.

Ya no me inspiraban tanto como cuando era recluta. Treinta años subjetivos de saltos en el tiempo llegan a cansarte. Me desnudé y cuando me quedé en cueros me miré la barriga. Una cesárea deja una cicatriz enorme, pero ahora tengo mucho pelo en el vientre y no la advierto a menos que la busque.

Luego me fijé en el anillo.

La serpiente que devora su propia cola, por los siglos de los siglos… Yo sé de dónde procedo… Pero ¿de dónde provenís todos vosotros, zombies?

Empezó a dolerme la cabeza, pero nunca tomo medicamentos para la jaqueca. Es algo que no hago jamás. Lo hice una vez… y todos desaparecisteis.

De modo que me arrastré hasta la cama y apagué la luz de un soplo.

Vosotros no estáis ahí. Nadie existe, sólo yo —Jane—, aquí a solas en la oscuridad.

¡Os añoro espantosamente!