Cuentos para ver

LA MIRÓ CON DESDÉN - Ariel Ferrer

Todo comenzó en una calurosa y húmeda tarde de abril, Marcus estaba en su casa por una licencia médica y nada le hacía suponer que ese martes catorce sería el principio del fin de su relación de trece años con Catherine.
Para ser honesto todo había comenzado seis meses antes, en un cóctel brindado por la empresa donde trabajaba Marcus con motivo de los cincuenta años de su fundación, pero esa… esa es otra historia.
Como todos los martes Catherine iba a media tarde a lo de su amiga Sandra a charlar sobre los eternos problemas maritales que le aquejaban y este martes, no era la excepción, lo único diferente fue el olvido del celular en la vieja mesita esquinero que servía para apoyar las llaves y otras cosas pequeñas, de uso cotidiano que descansaba bajo un hermoso espejo que Catherine usaba para darse un último vistazo antes de salir a la calle.
Mientras ella se terminaba de duchar y sin advertir el olvido, su celular empezó a vibrar, sin sonido… sobre la mesa… Marcus, a escasos dos metros, reposaba en su sillón intentando calmar la dolencia que sufría y escuchó como el celular vibraba nervioso sobre la mesita que hacía de resonador y ampliaba el ruido de tal acción.
Levantó el celular y de manera casi automática, sin quererlo en absoluto, miró y vió que el mensaje provenía del segundo teléfono de Sandra, así lo remarcaba el display mostrando el contacto “SANDRA 2” en la pantalla, lo abrió y leyó: “¿VENIS NO? TE ESPERO, BESO”…
Fue hasta la puerta del baño y le transmitió el mensaje a Catherine que respondió presurosa y algo ofuscada -“PODES DEVOLVERME MI CELULAR¡¡¡¡ YA SALGO¡¡¡¡”….- Marcus notó algo raro pero no supo interpretar que era, abrió la puerta, dejo el celular sobre el lavamanos, cerró y volvió a su sillón, Catherine se cambió y salió dándole un beso en la frente y de manera bastante parca llegó solo a decirle -“CHAU¡¡¡”- mientras cruzaba el pórtico hacia la calle; Marcus tenía por delante dos horas para descansar pues ese era el tiempo que últimamente Catherine le dedicaba a Sandra.
La televisión apagada por el dolor de cabeza que sufría y la casa silenciosa en ausencia de mas compañía le permitieron reposar y solo pensar… y es en este punto que la vida de Marcus empieza a derrumbarse como un castillo de naipes frente a él, sin que pudiera ponerle freno a sus propios pensamientos y conclusiones… Sandra era hija de militares y había sido educada de manera muy estricta por ambos padres, dentro de un marco cultural ultra ortodoxo y por momentos hasta retrógrado en algunos conceptos…. ¿que era entonces lo que no le cerraba? Notó que de manera curiosa Sandra había terminado su mensaje con la palabra “beso” pero eso era algo realmente raro, porque Sandra sentía un rechazo natural tan fuerte hacia la homosexualidad que había declarado en reiteradas oportunidades que incluso le chocaba darse un beso entre amigas, prefería un frío abrazo y hasta darse la mano, tema en el cual no coincidían para nada con Catherine pero cada una respetaba a la otra.
Alborotadamente empezaron a caer recuerdos y pensamientos como caen las fichas de un dominó ordenadas para tal efecto… exactamente tres días atrás Marcus la había encontrado a Sandra en la calle más comercial de su barrio y ésta le había solicitado el celular prestado para mensajearse con su madre, indicándole que el de ella se había quedado sin batería y que su esposo le reclamaba el hecho de que no lo cambiara o tuviera otro a lo que Sandra siempre respondía que ella estaba acostumbrada a su equipo y rechazaba la idea de cambiarlo…. ¿sería que en estos tres días había comprado otro equipo y por eso el contacto era SANDRA 2? ¿Por qué le mando un beso si no era común en ella? ¿Por qué Catherine había pasado en los últimos meses de ir “de entrecasa” a lo de Sandra (dado que eran amigas íntimas y no se sentía en la obligación de estar impecable) a producirse hasta el mínimo detalle? Empezó a dudar hasta de sus propios recuerdos, ya no estaba seguro si había notado con curiosidad que el mismo remís, un focus de última generación, la había traído en reiteradas oportunidades de diferentes lugares…. ¿era ese un recuerdo válido? ¿O la propia dolencia y medicación le estaban jugando una mala pasada?.
Después de pensar un largo rato decidió esperar a Catherine y encararla para despejar toda duda, casi seguro de dos cosas, una era que ella seguramente no era culpable basándose más en menospreciar la capacidad de Catherine de hacerlo que en su honestidad y la otra, su gran as en la manga, era su auto concepto de que tenía a su esposa en la palma de la mano porque le brindaba todas las comodidades que cualquier mujer puede desear sin que Catherine tuviera que cumplir con prácticamente nada… casa de dos plantas en el mejor barrio de San Isidro, casa de veraneo en Punta, toda la ropa y joyas que ella pudiera desear, vacaciones alrededor del mundo, y por supuesto (a ojos de él mismo) todo el sexo que Catherine pudiera necesitar y más….
Cuando escuchó los tacos en el pórtico él se apresuró a abrir la puerta pero ella ya estaba entrando, no pudo ver que auto la había traído, más si pudo ver que otro focus negro estaba estacionado a unos sesenta metros sobre la misma calle en dirección al río, ella entró y se encontró de frente con Marcus, el cual se notaba, estaba más que nervioso, ella solo dijo -“HOLA”- y él le dijo -“TENEMOS QUE HABLAR”….- en ese momento ella lo miro fijo… muy fijo a los ojos y él vio sus labios moverse pero todo se detuvo, todo empezó a transcurrir en cámara lenta como si la atmósfera fuera diez veces más pesada de lo normal… la voz de Catherine sonaba como en un tubo de desagüe, o era su enfermedad volviendo a hacer de las suyas…. de cualquier manera escuchó claramente -“SI… ME ESTOY VIENDO CON ALGUIEN…”-
Este era el momento que menos esperaba Marcus pero que había previsto como opción y repetido en su mente cientos de veces y vuelto a repetir, planeando su reacción frente a la posible confesión.
Enojado pero sin perder la calma (o por lo menos eso intentaba demostrar) le hizo a Catherine un repaso de todos los beneficios de la relación que él le brindaba, no se detuvo en pedir explicaciones de como surgió ni de que paso, ni a reclamar la falta de honestidad de ella, solo se limitó a mostrarle el desastre que sería su futuro lejos de él, y como tiro de remate, dio dos pasos, abrió la puerta y la amenazo con marcharse… cruzó el pórtico, dándole la espalda, se detuvo a un metro y miró por sobre su hombro… la miró con desdén…. con aires de autoridad diría yo… hizo todo eso solo para sorprenderse cuando descubrió que ella no estaba parada en la puerta… mucho menos deteniéndolo desesperada… un sudor helado corrió por su espalda en esa noche que todavía conservaba el calor y la humedad de la tarde.
Entre sorprendido, enojado y temeroso exclamo -¡¡¡¡CATHERINE!!!!!!...- y escucho la voz de ella que bajaba las escaleras que conducían a los dormitorios de la planta alta… -”ESPERÁ…AHÍ VOY”…-
Él quedo inmóvil… no sabía si quería y no podía moverse o si podía pero no quería hacerlo… ella apareció otra vez con dos valijas en sus manos, él con la voz quebrada le preguntó cómo había hecho ella para armar las valijas de él en tan poco tiempo y le pregunto cómo quien espera la respuesta correcta, si ella lo estaba echando de su propia casa… ella lo miro… hizo un silencio de meses y le dijo… -”NO SON TUYAS… SON MIAS… NO QUIERO SACARTE NADA… SOLO LO QUE NO TE PERTENECE”….- pasó a centímetros de su esposo, aquel hombre que había amado durante tantos años y se encaminó hacia el focus negro.
Yo la esperaba con el motor en marcha… al llegar al auto, abrí mi puerta… bajé y le abrí el baúl para cargar sus maletas… nos dimos un beso y subimos a mi focus para no volver nunca más a San Isidro.
La lluvia empezaba a caer anunciando el cambio del clima y Marcus entró en su casa para derrumbarse en su sillón… tenía todo… menos a la mujer que amaba y comprendió rápidamente que le había dado todo… menos lo que ella quería, él tenía todo… pero solo quería una cosa de esa casa vacía, otrora hogar con sueños de una pareja enamorada y hoy devenida en lujoso ataúd para el alma sin esperanza de Marcus… solo una cosa que también reposaba en la mesita esquinero, bajo el espejo que no reflejaría nunca más la imagen radiante de Catherine… en el tosco cajoncito que se situaba bajo la mesa, dormía el arma de Marcus, esa que compró para defender lo suyo de cualquier intromisión externa… un trueno oportuno acalló el estruendo de su .357… Marcus fue encontrado unos días después por un amigo que vino a ver como seguía de su enfermedad.
Marcus lo tenía todo… todo menos a Catherine.

SEXTO PISO - Mauro Cartasso

Hace 22 años que vivo en el mismo departamento, en el edificio nunca jamás había notado los tres ascensores detenidos en el piso seis, los números resaltan rojos, llamo el del medio, nunca entendí la preferencia pero es lo que uno acostumbra al llegar a casa tarde, el tubo de luz del palier que no termina nunca de arrancar, al fondo en la puerta que da al jardín dos ojos amarillos son cómplices de mi espera, no es que sea supersticioso pero maldito gato negro aparecer justo ahora, espero, espero, llegó por fin, creo que es la primera vez que el ascensor tarda tanto en recorrer esos seis endiablados pisos, tengo que dejar de leer los cuentos del blog y seguro todo pasará más rápido, abro la puerta, otra vez uno de los dos tubos quemado, siempre pasa lo mismo parece un callejón sin salida, pero mejor porque con el precio que está la luz, al menos ahorramos...., subo medio desconfiado superado por toda la situación, cierro fuertemente la puerta y ay dios!!, escucho el maullido aterrador, juro que no lo vi, mierda ya me estoy asustando carajos, por lo visto no le pasó nada gato del demonio, lo llevo arriba conmigo es del portero, sabe como llegar a casa solo y si no que se vaya al infierno, aprieto mi número, muy nervioso quiero llegar, tan lentamente veo pasar los números que siento como se me va el alma en cada uno de ellos, uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis...

BORGES Y YO - Jorge Luis Borges

Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas. Yo camino por Buenos Aires y me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel; de Borges tengo noticias por el correo y veo su nombre en una terna de profesores o en un diccionario biográfico. Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo XVIII, las etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte esas preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor. Sería exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir, para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica. Nada me cuesta confesar que ha logrado ciertas páginas válidas, pero esas páginas no me pueden salvar, quizá porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición. Por lo demás, yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y sólo algún instante de mí podrá sobrevivir en el otro. Poco a poco voy cediéndole todo, aunque me consta su perversa costumbre de falsear y magnificar. Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre. Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy), pero me reconozco menos en sus libros que en muchos otros o que en el laborioso rasgueo de una guitarra. Hace años yo traté de librarme de él y pase de las mitologías del arrabal a los juegos con el tiempo y con el infinito, pero esos juegos son de Borges ahora y tendré que idear otras cosas. Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro.
No sé cuál de los dos escribe esta página.

LOS CONSUELOS DEL APOCALIPSIS - Claudio Magris

Apocalipsis, en griego, significa revelación, descubrir y poner de manifiesto las cosas escondidas; para nosotros la palabra evoca en cambio imágenes catastróficas de destrucción y ruina, de fin del mundo. No está claro que los lectores, que llevan siglos leyendo este libro e interpretándolo a menudo sin respetar la etimología ni la filología, tengan que estar por fuerza tan sólo equivocados. Puede que la tergiversación del sentido originario del término haya nacido asimismo de la inconsciente intuición conforme a la cual, al levantar el velo que oculta la verdad de la existencia y de la historia, quedan al descubierto inevitablemente su horror y devastación. El Apocalipsis es en sí mismo un libro que debiera suscitar sentimientos y pensamientos encontrados, porque concluye, tras tantas y tantas visiones de pesadilla, con la víctoria del caballero del caballo blanco —esto es, del Verbo divino— frente al dragón y a los malvados, con «un cielo nuevo y una tierra nueva» concedidos como don a los bienaventurados y con el advenimiento radiante de la Jerusalén celestial, del Reino de Dios. Sin embargo, en la fantasía del lector no se imprimen estas imágenes finales de luz y beatitud, sino el sombrío acoso de las catástrofes que las preceden, los cuatro caballeros que traen consigo el hambre y la muerte, las desgracias, los flagelos y cataclismos de toda índole, el dragón y la bestia que emerge del mar, la hoz que siega la tierra exuberante de pecados, Dios saliendo del juicio de los inicuos poderosos del mundo igual que un pisaúvas de una cuba con las ropas empapadas de mosto, es decir, de la sangre de los culpables, que se desparrama por la tierra «hasta los frenos de los caballos por espacio de mil seiscientos estadios».

La sugestión que emana del Apocalipsis se debe más al terror que a la esperanza, más al castigo eterno que a la eterna recompensa; a pesar de todo, el libro es un escenario del sombrío desencadenamiento del mal más que del triunfo del bien. Tal vez por eso Lawrence decía que era «el libro más detestable de la Biblia», y ciertamente se asocia a una tétrica religiosidad más obsesionada por el pecado y la pena que impregnada por la leticia de la fe; remite al Dies irae más que al Padrenuestro, al Anticristo de la penúltima hora más que al Cristo que en la última triunfa sobre él. Las trompetas de los ángeles parecen anunciar un juicio de condena, aunque, en realidad, lo que celebren sea el cumplimiento glorioso del «misterio de Dios».

La visionaria grandeza poética del libro —que la selva de símbolos y alegorías, de oscura interpretación a veces, y la acumulación de imágenes catastróficas pueden hacer difícilmente accesible al lector— reside sobre todo en la representación de la potencia del mal y de su ruina. «¿Quién como la bestia?, ¿quién podrá guerrear con ella?», dicen las gentes que se postran ante el brutal poder que domina el mundo e impone su adoración a los idólatras y amedrentados, so pena de muerte. Pero la ciudad terrena, que fornica con el mal, está destinada a ser abatida y un ángel trae el anuncio como si de un trueno se tratara: «¡Cayó, cayó Babilonia la grande, que a todas las naciones dio a beber del vino del furor de su fornicación!»

El Apocalipsis no es detestable, como sostenía Lawrence, sino que es ciertamente el libro de la Biblia más peliagudo para el lector contemporáneo por las claves interpretativas a las que apela y el abuso de imágenes aterradoras, cuya acumulación acaba a veces por amortiguar su efecto. Es sobre todo un libro que muchos conocen no por su lectura directa, sino por imágenes extrapoladas de su contexto, citadas con mayor o menor acierto y conocidas de oídas a través de una vaga sugestión indefinida que desvirtúa su significado. En la sensibilidad y la cultura común encontramos a menudo el adjetivo «apocalíptico», con su correspondiente evocación de cataclismos, y muy poco el Apocalipsis, con toda la complejidad y la coherencia de sus significados. Tradicionalmente atribuido al apóstol Juan, acerca de cuya paternidad textual los estudiosos se hallan divididos y la misma Iglesia aún no se ha pronunciado de forma vinculante para los fieles, el Apocalipsis —cuya datación, también discutida, se remonta probablemente a los años 94-95 d. C.— es el texto más destacado de esa vasta literatura «apocalíptica» que floreció entre los siglos III a.C. y IX d.C. en un ámbito tanto hebreo como cristiano.

A lo largo de los siglos, se ha leído el Apocalipsis sobre todo como una profecía milenarista que anunciaba el final de los tiempos, proporcionando una especie de repertorio de signos que ayudasen a reconocer la cercanía de ese fin y el advenimiento de una edad nueva, de un mundo liberado del pecado, de la muerte y la injusticia. El Apocalipsis se ha visto vinculado de ese modo a los anhelos de redención moral y social, a los movimientos y los sueños revolucionarios que predicaban el advenimiento del Reino de Dios en la tierra, un mundo liberado de la esclavitud, de la violencia y la desigualdad social —desde la edad del Espíritu vaticinada por Joaquín de Fiore al Tercer Reino que Davide Lazzaretti, el reformador anarcorreligioso del Monte Amiata del siglo pasado, creía que debía empezar en su época.

El mesianismo apocalíptico está fuertemente impregnado por la utopía de una completa y definitiva revolución social, que debe engendrar al hombre nuevo, al nuevo Adán. Esta visión apocalíptica, con sus elucubraciones hermenéuticas y sus cálculos numéricos destinados a descifrar la cercanía de los Últimos Días, llega hasta nosotros desde los siglos más lejanos; el historiador Eric Hobsbawm escribe que algunos comunistas italianos vinculados al movimiento de Lazzaretti, que había sobrevivido en la sombra, creyeron en el año 1948 que el atentado a Togliatti era un signo de la llegada del Último Día, el último y el primero. En algunas formas extremas y radicales del mesianismo judío se exhortaba a acelerar el triunfo del mal —profanando la Ley y cometiendo todo tipo de transgresiones— para apresurar el advenimiento del Mesías, que llega, como el recién nacido, cuando «los dolores de parto» de la historia están en su punto culminante, cuando el mal ha tocado su ápice, de la misma forma que cuanto antes llegue la medianoche, el apogeo de las tinieblas, antes llegará también la luz del alba.

El Apocalipsis presupone una concepción lineal del tiempo, que procede de un inicio y fluye hacia un final; esta concepción, característica de la religiosidad judeocristiana, se contrapone a la concepción cíclica de un tiempo que se repite y retorna. La visión apocalíptica se ha mezclado con los mitos del Imperio, la Decadencia y el Renacimiento, ha impregnado fes religiosas y políticas, ha estimulado utopías libertarias y sociales, ha marcado la fantasía y la sensibilidad de los poetas y los escritores de las más diversas épocas y literaturas. En las formas más variadas y contradictorias ha expresado, con violenta intensidad, la convicción y el sentimiento de que la vida, el mundo y todo lo creado tienen que ser redimidos del mal y del dolor. Tal vez no exista mayor diferencia entre los hombres y las fes religiosas y filosóficas que la que existe entre quien considera que el mundo tal como está es perfecto, o por lo menos encierra en sí la capacidad de perfeccionarse, y quien considera en cambio que —tan redundante como es de mal y de sufrimiento infligido a los más débiles— es un escándalo al que le hace falta ser redimido.

Sugestionada por las cábalas numéricas, la fantasía apocalíptica ha brillado especialmente, sin contar con los momentos de catástrofe histórico-política, en los pasos de un siglo o, aun mejor, de un milenio a otro, que se caracterizan por un fuerte valor simbólico. En la fuga lineal del tiempo, cada apocalipsis privilegia el instante decisivo de la crisis en el que tiene lugar la decisión o el acontecimiento que modifica radicalmente la historia, el «ahora», el «eterno instante» de Jaspers y el «momento presente» del Maestro Ekhart. Se trata de un instante pleno de significado, que trasciende el tiempo, «el punto en el que todos los tiempos están presentes» del que habla Dante. Este presente absoluto se sitúa entre el mal del pasado y la redención del futuro: es una crisis, una transición. La literatura tiene predilección por los tiempos de crisis y de transición, en los cuales se complace en vivir. La contemporánea acentúa esa predilección, tiende a padecer y al mismo tiempo a celebrar nuestro tiempo como la crisis y la transición por excelencia, con un pathos de precariedad que hace al Dos mil no menos fatal que al año Mil.

Pero no está claro que el sentido del Apocalipsis sea —como ha escrito Frank Kermode— «el sentido del fin». En el libro Apocalisse, prima e dopo [Apocalipsis, antes y después], Eugenio Corsini ha demostrado, a través de una interpretación rigurosa y literalmente fascinante, que este libro tremendo no anuncia el fin ni tampoco eventos futuros, sino que es el relato alegórico de un acontecimiento fundamental ya acaecido, es decir, de la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo. Esta grandiosa representación simbólica, nacida también de las polémicas entre judaísmo y cristianismo en los albores de este último, no alude a catástrofes finales; no aguarda un retorno de Cristo, porque éste ya ha venido y la catástrofe de su pasión y muerte y la gloria de su resurrección ya tuvieron lugar —y continúan teniendo lugar— en cada momento de la historia del mundo y de cada hombre, que tiene que afrontar continuamente el desastre, la derrota, y resurgir de sus propias cenizas.

Si esta interpretación —puntillosamente demostrada a un nivel teológico-filosófico y que cuenta con el visto bueno de la autoridad eclesiástica— es cierta, no cabe esperar ya ningún evento «apocalíptico» por parte de Dios, porque en la historia de la salvación «por parte de Dios todo está cumplido». El futuro está ya de veras, y completamente, en manos del hombre.

Este papel fundamental restituido a la voluntad humana puede consolar, pero también turbar. La tradicional visión apocalíptica de un fin del mundo, con sus gigantescos cataclismos que afectan a todos, es también tranquilizadora, porque permite dominar la angustia de la propia muerte con la imagen de una muerte universal, de hogueras y diluvios en los que todo arde y queda sumergido. Es nuestra muerte individual, solitaria y olvidada en medio del bullicio de las cosas, lo que nos llena de pesadumbre el corazón. Estar comprendidos en un destino común, por terrible que sea, hace sentirse menos solos. Incluso las pesadillas de una guerra atómica entre las dos superpotencias, con la consiguiente devastación global del day after, tenían una grandiosidad de alguna forma consoladora, que resulta más difícil para quien muere degollado en Bosnia o en Ruanda o para quien muere desvalido y abandonado. Ningún apocalipsis nos conforta ya, solos con nuestra muerte y nuestro miedo.

EL HUEVO - Andy Weir (Trad.: Ezequiel Aranda)

Ibas camino a tu casa cuando falleciste.
Fue un accidente de tránsito. Nada extraordinario, pero sin embargo fatal. Dejaste atrás una esposa y dos hijos. Fue una muerte indolora. Los paramédicos dieron todo de si para salvarte, pero no hubo caso. Tu cuerpo estaba tan destrozado, que hasta fue mejor así, créeme.
Y fue entonces que nos encontramos.
“¿Qué… Qué pasó?” Preguntaste. “¿Dónde estoy?”
“Moriste”, respondí con naturalidad. No tenía sentido medir mis palabras.
“Había… un camión y estaba derrapando…”
“Sip”, dije.
“Yo… ¿Morí?”.
“Sip. Pero no te sientas mal al respecto. Todos mueren”.
Miraste alrededor. No había nada. Solo tu y yo. “¿Qué es este lugar?” Preguntaste. ¿Es el más allá?
“Más o menos”.
“¿Usted es Dios?”
“Si, soy Dios”.
“Mis hijos… mi esposa”. Preguntaste.
“¿Qué hay con ellos?”
“¿Estarán bien?”
“Eso me gusta. Acabas de morir y tu principal preocupación es tu familia. Eso es muy bueno”.
Me miraste con fascinación. Para ti, no me veía como Dios. Sólo me veía como un tipo común. O posiblemente una mujer. Una vaga figura de autoridad, quizás. Más como una maestra de gramática, que como el Todopoderoso.
“No te preocupes. Ellos estarán bien. Tus hijos te recordarán como alguien perfecto en todo aspecto. No tuvieron tiempo para llegar a despreciarte por algo en particular. Tu esposa llorará por fuera, pero sentirá alivio por dentro. A decir verdad, tu matrimonio se estaba cayendo en pedazos. Si te sirve de consuelo, se sentirá culpable al sentir alivio”.
“Oh”, dijiste. “Entonces, ¿Qué pasa ahora? ¿Me voy al Cielo, o al Infierno, o algo así?
“Ninguno. Serás reencarnado”.
“Ah, entonces los hindúes tenían razón”.
“Todas las religiones están en lo cierto, a su manera”, contesté. “Camina conmigo”.
Me seguiste mientras cruzábamos el vacío. “¿Adonde vamos?”
“A ningún lugar en particular. Se siente bien caminar mientras hablamos”.
“¿Y cuál es el punto entonces? Preguntaste. “Cuando renazca, seré solamente una pizarra en blanco, ¿Verdad? Un bebé. Todas mis experiencias y todo lo que hecho en esta vida no importará”.
“No exactamente. Llevas contigo todo el conocimiento y las experiencias de todas tus vidas pasadas. Sólo que no lo recuerdas ahora mismo”.
Paré de caminar y te tomé por los hombros. “Tu alma es mucho más magnífica, bella, y gigantesca de lo que puedas imaginar. Una mente humana solo puede contener una pequeña fracción de lo que eres. Es como apoyar tu dedo en un vaso con agua para sentir su temperatura. Pones una pequeña parte de ti contra el recipiente, y para cuando la quitas, habrás obtenido el conocimiento que poseía”.
“Has estado dentro de un humano por los últimos 48 años, por lo que aún no te has extendido, para sentir tu inmensa consciencia. Si pasáramos el suficiente tiempo aquí, comenzarías a recordarlo todo. Pero no tiene sentido hacer eso entre cada vida”.
“¿Cuántas veces he reencarnado?”
“Oh, muchas. Muchísimas. Y en muchísimas vidas diferentes”. Dije. “Esta vez serás una campesina china, en el año 540 AC”.
“Espera, ¿Qué?”. Tartamudeaste. “¿Me enviarás de vuelta en el tiempo?”
“Bueno, técnicamente, sí. El tiempo como lo conoces, solo existe en tu universo. Las cosas son algo distintas de donde yo vengo”.
“¿De dónde vienes?”
“Mmm… Yo vengo de un lugar. Un lugar distinto. Y allí hay otros como yo. Se que querrías saber como es este lugar, pero honestamente, no entenderías”.
“Oh,” Dijiste algo desilusionado. “Un momento… Si soy reencarnado en distintos lugares en el tiempo, en algún punto podría haber interactuado conmigo mismo”.
“Seguro. Pasa todo el tiempo. Y con ambas vidas conscientes únicamente de sí mismas, tu nunca sabes que este encuentro está sucediendo”.
“¿Cuál es el punto de todo esto, entonces?”
“¿Enserio?” Pregunté. ¿Me estás preguntando cuál es el sentido de la vida? ¿No está un poco estereotipado?”
“Bueno, es una pregunta razonable”. Persististe.
Te miré a los ojos. “El significado de la vida, la razón por la que creé este universo, es para que madures”.
“¿Querrás decir la humanidad? ¿Quieres que maduremos?”
“No, solo tú. Creé este universo para ti. Con cada vida creces, maduras, y te vuelves un intelecto mayor”.
“¿Solo yo? ¿Qué hay de los demás?”
“No hay nadie más”. Dije. “En este universo solo estamos tú y yo”.
Me miraste fija, e inexpresivamente. “Pero toda la gente en la Tierra…”
“Todos son tú. Diferentes encarnaciones de ti mismo”.
“O sea que, ¿Yo soy todos?”
“Ahora lo estás entendiendo”, te dije palmeándote la espalda a manera de congratulación.
“¿Yo soy cada humano que ha vivido?”
“Y cada humano que vivirá. Exactamente”.
“¿Soy Abraham Lincoln?”
“Y eres John Wilkes Booth, también”. Agregué.
“¿Soy Hitler?”. Preguntaste apaleado.
“Y los millones que asesinó”.
“¿Soy Jesús?”
“Y todos sus seguidores”.
Te quedaste en silencio.
“Cada vez que trataste injustamente a alguien”, dije “te lo estabas haciendo a ti mismo. Cada acto de amabilidad que has hecho, te lo has hecho a ti mismo. Cada momento feliz y cada momento triste experimentado por un ser humano fue, o será, experimentado por ti”.
Lo pensaste por un largo tiempo.
Luego me preguntaste, “¿Por qué? ¿Por qué hacer todo esto?”
“Porque algún día, te volverás como yo. Porque eso es lo que eres. Eres uno de los míos. Eres mi hijo”.
“Whoa,” exclamaste incrédulo. “¿Dices que soy un dios?”.
“No. No todavía. Eres un feto. Aún estás creciendo. Una vez que hayas vivido cada vida humana a través de los tiempos, habrás crecido lo suficiente como para nacer”.
“Entonces, el universo entero es solo…”
“Un huevo”. Respondí. “Ahora es momento de que continúes hacía tu próxima vida”.
Y te envié hacía ella.