Cuentos para ver

LA MÁQUINA DE CAZAR - Carol Emshwiller

Sintió el rápido latir del corazón de Ruthie McAlister, del mismo modo en que sentía los latidos de cualquier otro animal. Las palmas de sus manos estaban húmedas, cosa que percibía al igual que su aliento, y escuchaba su risita nerviosa.

Ruthie estaba observando a su marido, Joe, mientras éste se inclinaba sobre la unidad de control del aparato que sentía los latidos del corazón: la cosa gris verdosa a la que llamaban perro, o Rover, o a veces incluso sabueso.

—¡Eh! —dijo ella—. Supongo que quedará bien, ¿no es así?

Joe desenroscó un tornillo con la uña del pulgar y tiró del cable ligado a él.

—Pásame una horquilla —dijo. Ruthie buscó en su cabeza.

—Quiero decir, ¿no es peligroso?

—No.

—No me refiero sólo a eso —dijo ella señalando la cosa gris verdosa con la barbilla—. Quiero decir, sé que eres hábil para arreglar estas cosas, como la vez que obtuviste cerveza gratis de la máquina de cerveza y, válgame Dios, creo que no pagamos por los programas de TV desde hace años. Quiero decir, sé que puedes arreglar bien las cosas, pero ¿no se darán cuenta cuando lo lleven de vuelta y lo revisen?

—Escucha, esos guardas son campesinos; además, puedo arreglarlo de nuevo para que nadie se dé cuenta.

La cosa gris verdosa estaba en cuclillas sobre sus seis patas de manera que Joe podía inclinarse sobre ella. Sentía que los latidos de Ruthie habían bajado casi al ritmo normal, y la escuchó suspirar.

—Supongo que estás ducho en esto, ¿no es así, Joe? —dijo ella, secándose las manos húmedas en su túnica verde—. Ese es el dial del peso, ¿no es cierto? —preguntó, observando cómo él movía el aro superior.

Joe asintió.

—Setecientos kilos —dijo, lentamente.

—¡Oh! ¿Era realmente tan grande?

—Más que eso —contestó, y la cosa sintió acelerarse los latidos y la respiración del hombre.

Habían aterrizado la antevíspera, con su tienda geodésica, las camas neumáticas, la cocina de camping automática y las mesas de aire de bolsillo, la TV de bolsillo, cuatro conjuntos de caza desechables para cada uno (uno para cada día), y dos pistolas plegables con graduación de poder.

Tenían además repelente contra insectos, espantavíboras, filtro solar y el cazador gris verdoso, alquilado por el guarda y programado para tres pájaros, dos ciervos y un oso negro. Ahora sólo les quedaba el oso; Joe McAlister había abierto los contactos, desconectado la memoria y cambiado las instrucciones para un oso marrón, de 700 kilos.

—No me importa —dijo—. Quiero ese oso.

—¿Crees que mañana estará allí todavía?

Joe palmeó una de las largas y delgadas patas de la cosa.

—Si no lo está, este sabueso lo encontrará para nosotros.

El día siguiente había amanecido claro y fresco, y Joe aspiró expandiendo el tórax y dio unas palmadas sobre su incipiente barriga.

—Sí, señor —dijo—. Este es un día para algo grande; algo realmente grande, que armará un verdadero jaleo.

Observó cómo el rojo del amanecer se desvanecía mientras Ruthie encendía la cocina y luego abría su equipo de maquillaje: ella se pasó filtro solar por la cara y luego se espolvoreó con talco bronceador. Se oscureció los párpados y puso carmín en los labios; después abrió la cocina y sacó dos platos descartables con tocino y huevos.

Se sentaron en las sillas hinchables automáticas a la mesa hinchable automática. Joe dijo que no había como el aire del Norte para abrir el apetito y Ruthie replicó que en la ciudad se debían estar asando, y luego se rió tontamente.

Joe se estiró en la silla y bebió un sorbo de café.

—Tirar a un ciervo es lo mismo que disparar a una vaca —dijo—. No hay ninguna emoción. Aun cuando los perros de caza los incitan, lo único que quieren es salir huyendo. Pero este oso va a ser distinto. Claro que hay osos tímidos también, pero el perro sabe qué hacer al respecto.

—Dicen que la situación es que están quedando pocos de los grandes.

—Sí, pero uno menos no hace daño. Imagínate una piel y una cabeza de ese tamaño en la sala. Creo que cualquiera que entrase se quedaría admirado.

—No haría juego con las cortinas —dijo la esposa.

—Creo que lo que haré es empaquetar la piel y dejarla por aquí escondida hasta que los guardas no nos controlen. Luego, tal vez dentro de un par de días, volveré y la cogeré.

—Buena idea —dijo ella. Ruthie había terminado su café y se estaba perfumando con repelente de insectos.

—Bien, supongo que es hora de empezar —dijo él. Calzaron sus pistolas desplegadas en los cinturones. Pusieron los almuerzos deshidratados autococinables en sus bolsillos. Se colgaron del hombro las cantimploras refrigerantes. Cada uno cogió un paquete que contenía silla, mesa y sombrilla; por último, Joe se ajustó el micrófono que controlaba al cazador. Se ajustaba bien sobre el hombro, de modo que podía girar la cabeza hacia el costado y hablar por él.

—Todo listo, perro —dijo, levantando el hombro e inclinando la cabeza—. En marcha. Al sitio en que lo vimos ayer. Puedes seguir el rastro desde allí.

La máquina de cazar salió corriendo delante de ellos. Podía ir más rápido que cualquier cosa que tuviese que cazar. Dos kilómetros, tres kilómetros: Joe y Ruthie quedaron atrás. Seguían la señal que les enviaba, caminando, hablando y ayudándose mutuamente en los tramos difíciles.

Cerca de las once Joe se detuvo, se sacó el sombrero de caza rojo y enjugó su calva incipiente con el pañuelo nuevo que había comprado en la Camisería El Cazador, en Nueva York. Fue en ese momento que recibió la señal: Avistado, avistado, avistado…

Joe se inclinó hacia el micrófono.

—Pégate a él, muchacho. ¿Cuan lejos estás? Bien, trata de empujarlo hacia aquí si puedes —se volvió a su mujer—. Veamos, unos tres kilómetros… Nos tomaremos media hora para almorzar. Tal vez nos lleve un par de horas llegar hasta allí. ¿Cómo va eso, chica?

—Bárbaro —dijo Ruthie.

El enorme oso se sentó en las rocas junto al arroyo. Sus zarpas delanteras estaban húmedas hasta el codo. Había tres cabezas de pescado arrancadas junto a él. Sólo comía las mejores partes porque era un buen pescador; y ahora estaba observando el agua clara en busca de otro lomo azul que se detuviese en su camino contra la corriente.

No fue un olor lo que lo hizo darse vuelta. Tenía un olfato agudo, pero la máquina de cazar estaba hecha para no tener ningún olor. Fue el crujido de los secos líquenes grises, que lo hizo mirar. Se quedó quieto, mirando en dirección al sonido y bizqueando con sus pequeños ojos, pero no lo vio hasta que se movió.

Pesaba tres cuartos de tonelada; pero al igual que un pájaro o un conejo o una víbora, el oso evitaba las cosas que fueran grandes y extrañas. Se volvió por el camino que siempre hacía, el camino hacia su árbol de rascarse y su casa. Se movía rápida y silenciosamente, pero la cosa lo seguía.

Giró de nuevo hacia el arroyo y lo vadeó hacia el lado opuesto a la cosa, pero ésta lo seguía todavía, sin necesidad de rastro. Una vez que la máquina de cazar avistaba, ya no perdía su presa.

Latidos normales, respiración normal, registraba. Alrededor de 700 kilos.

El oso salió del agua y se volvió, llamando con gruñidos sordos. Se irguió sobre sus patas traseras y desplegó toda su altura. Casi dos hombres uno encima del otro. Se paró e hizo una advertencia.

La máquina de cazar esperó a unos veinte metros de él. El oso la miró durante un minuto entero; luego descendió sobre sus cuatro patas y se dirigió hacia el sur otra vez. Era tímido y no quería problemas.

Joe y Ruthie siguieron caminando hacia el Norte con paso liviano hasta la hora del mediodía. Entonces se detuvieron para almorzar junto al mismo arroyo que había vadeado el oso, sólo que más abajo. Utilizaron el agua helada para su comida deshidratada: carne con setas, puré de patatas y ensalada que se desplegaban en el agua como las flores de papel japonesas. Traían también tabletas de café con una unidad calorizante que hacían efervescencia en el agua como un fuego de artificio hasta que el agua se convertía en café caliente y cremoso.

El oso no se detuvo a comer. El mediodía no significaba nada para él. Ahora se movía con otro propósito, mirando hacia atrás y fijando sus ojitos bizcos.

El cazador percibía la aceleración de los latidos, el aliento pesado y el ritmo creciente. Dirección general: Sur.

Joe y Ruthie siguieron la señal hasta que ésta cambió de pronto. Llegaba con mayor frecuencia, lo cual indicaba que estaban más cerca.

Se detuvieron y desplegaron las pistolas.

—Bebamos una taza de café primero —dijo Ruthie.

—De acuerdo, querida —Joe soltó las sillas que se inflaron solas—. Es bueno darse un recreo para aprovechar bien la pelea.

Ruthie alcanzó a Joe una taza de café efervescente.

—No te olvides que querías que Rover lo aguijoneara un poco.

—Ajá. Un oso no vale más que un ciervo sin eso. Gracias por recordármelo. Se dio vuelta y habló despacio por el micrófono.

La máquina de cazar achicó lentamente la distancia. Quince metros, diez, cinco. El oso escuchaba y se volvió. De nuevo se alzó, alto como dos hombres, y rugió con su grito de advertencia para indicarle a la cosa que se quedara en su sitio.

Joe y Ruthie sintieron un escalofrío y no se miraron. Lo habían escuchado con su espina dorsal más que con los oídos, con un instinto que habían olvidado…

Joe sacudió los hombres para sacarse la sensación del sonido.

—Creo que el sabueso está sobre él.

—Muy bien —dijo Ruthie—. Que no lo deje escapar.

Las puntas de los brazos del cazador sacaron sangre, pero sólo en los puntos seguros: rasguños en la espalda, en el grueso bulto detrás de la cabeza, pinchazos en los muslos. No tocaba nunca las venas ni las arterias.

El oso golpeó la cosa con su gran zarpa. Las garras chirriaron sobre la sección del cuerpo pero ni siquiera dejaron una marca en el metal. El golpe envió la cosa a algunos metros, pero volvió una y otra vez. Los músculos, las zarpas y los dientes no le hacían nada. Estaba hecho para soportar más de lo que podía hacerle un oso, y sabía, con su inteligencia preprogramada, cómo enfurecer a un animal.

La saliva acudió a la boca del oso y se desbordó chorreando por la barbilla mientras él movía su pesada cabeza hacia los costados y hacia atrás. Le salpicaba, haciéndose pegajosa en las mejillas y dejando oscuras y húmedas marcas cruzándole el pecho. Lo único que existía ahora para él era su rabia, y gritaba una y otra vez con la voz áspera y profunda de la frustración.

A doscientos metros de allí, Joe dijo:

—¡Eso es un gruñido!

—Ajá. Si el ruido quiere decir algo, creo que el oso está casi listo para una verdadera pelea.

Se pusieron ambos de pie y plegaron las sillas y las tazas. Miraron a través de las miras de las pistolas para comprobar si estaban bien reguladas.

—Ponlo en medio —dijo Joe—. Comenzaremos despacio.

Llegaron donde estaba el oso, y tomaron posición en un sitio elevado. Joe llamó por el micrófono a la máquina de cazar.

—Hazte a un lado, perro, y ven hasta aquí para apoyarnos. —Luego llamó al oso—:

¡Eh!, muchacho, por aquí. Por aquí.

La cosa gris verdosa se retiró y el oso vio al nuevo enemigo, esta vez dos de ellos. No hesitó; estaba listo para cargar sobre cualquier cosa que se moviera. Estaba a sólo cinco metros cuando las pequeñas pistolas detonaron. La fuerza lo tiró al piso, y rodó, atontado; luego se levantó y volvió a la carga, todo zarpas y dientes.

La pistola de Joe detonó otra vez. Esta vez el oso se tambaleó, pero siguió avanzando. Joe retrocedió, moviendo el dial para aumentar el poder de la pistola. Chocó con Ruthie que estaba detrás, y cayeron los dos. La voz de Joe era un grito desaforado:

—¡Cógelo!

La máquina de cazar se movió presta. La afilada pata delantera salió como un gancho, bajo la quijada y dentro del cerebro.

Yacía allí. Parecía más pequeño, pero todavía enorme. Su piel desgarrada estaba salpicada de sangre. Las pulgas se desplazaban sobre el cuerpo y ya acudían las moscas. Joe y Ruthie se acercaron para mirarlo respirando profundamente.

—No tendrías que haberte puesto detrás mío —dijo Joe en cuanto recuperó el aliento—. Lo hubiera hecho durar más tiempo si no te hubieras atravesado en el camino.

—Tú me dijiste que lo hiciera —dijo Ruthie—. Tú me dijiste que me quedara detrás tuyo.

—Bueno, no quise decir tan cerca. Ruthie resopló.

—De cualquier modo —dijo—, ¿cómo le vas a sacar la piel?

—Hmmmph.

—No creo que esa porquería comida por las polillas vaya a ser una buena alfombra. Está bastante sucio, y probablemente lleno de gérmenes.

Joe caminó alrededor del oso y le dio vuelta a la cara con la punta del pie.

—Va a ser un trabajo del demonio —agregó—, sacarle la piel. Será ponerse hasta los codos de sangre y tripas, supongo.

—No creí que fuera así para nada —dijo Ruthie—. ¿Por qué no lo dejas? Ya tuviste diversión.

Joe se quedó parado, mirando la cabeza del oso. Observó cómo una mosca aterrizaba en un ojo y luego caminaba hasta el húmedo agujero de la nariz.

—Está bien, vámonos.

Ruthie cogió su pequeño saco.

—Sí —dijo—, que quiero llegar a tiempo para darme un baño antes de la cena.

—Muy bien —Joe se inclinó hacia el micrófono—. Venga, Rover, sabueso. Has hecho un buen trabajo.

DUENDES - W. Sherwood Hartman

Cuando Elaine y yo encontramos la Trotting Inn, nos pareció, exactamente, lo que habíamos estado buscando. El edificio resultó ser viejo pero se veía bastante bien conservado. La cocina era adecuada y el equipamiento estaba en buenas condiciones. Desde luego, el bar requería una nueva decoración y había muchas mejoras que se podrían introducir, pero teníamos tiempo suficiente para eso. El bar tenía buenos ingresos diarios, y las veladas quedarían resueltas con el servicio de restaurante. Allí estábamos lo bastante cerca de Gettysburg para poder contar con la ventaja del turismo veraniego, y estábamos rodeados por pequeñas ciudades que nos procurarían el negocio suficiente para resistir fuera de temporada. También nos hallábamos próximos a Baltimore lo que facilitaría el abastecimiento de pescado fresco, la especialidad de la casa. Su propietario quería retirarse debido a su edad, y el precio resultaba razonable. Así que, con un generoso préstamo del Banco, compramos el local.

Las primeras semanas fueron muy movidas. Elaine y yo éramos gentes del espectáculo retiradas, y el hecho de cambiar a una cocina y a un servicio de restaurante y bar no nos iba a resultar nada fácil, pero el anciano propietario se quedaría algún tiempo con nosotros hasta que le tomáramos el pulso a las cosas. Al cabo de un mes, seguimos solos, sin ayuda alguna, porque las cosas estaban ya encauzadas en una sencilla rutina. Entonces fue cuando lo oí por primera vez…

Como ya he dicho, Trotting Inn es un viejo edificio. Hay una escalera que va de la cocina a un apartamento en el piso de encima, pero como éste requeriría muchas mejoras para ser habitable, decidimos esperar hasta tener restaurada la parte del negocio antes de hacer lo mismo con esa otra. Después de la primera inspección, ninguno de nosotros había vuelto a subir allí.

Era ya tarde, en un sábado por la noche. El último cliente se había ido y yo había echado los cierres. Elaine estaba fregando vasos detrás de la barra del bar y yo los iba colocando en la cocina. Ambos estábamos cansados y, a excepción de los ruidos apagados de nuestro trajinar, todo permanecía en silencio. Entonces, procedente de arriba, se oyó un golpazo y algo así como el horripilante lamento de un gnomo en la agonía de la muerte. El gemido se extinguió en el silencio, pero hubo un nuevo y contundente golpe en el bar cuando Elaine dejó caer una bandeja llena de vasos. Rodeó, desolada, el mostrador, irrumpiendo en la cocina y echándome los brazos al cuello, temblando cual un conejo asustado. Debo admitir que yo me trastorné un poco también pero tuve que hacer uso de mi raciocinio. Habíamos estado muy atareados aquella noche y era muy posible que alguien hubiese andado por allí sin yo saberlo en busca de los lavabos, atravesando la cocina para seguir escaleras arriba y, finalmente, quedarse dormido en una de las viejas camas del apartamento. No hay ninguna entrada hacia las escaleras desde el exterior, de modo que nadie podía estar intentando robar.

Conseguí tranquilizar a Elaine; entonces, encendí la luz de la escalera y subí. Entré en el apartamento esperando encontrar a un borracho en el suelo, pero allí no había nadie. Miré debajo de las camas, en los armarios; registré el lugar de cabo a rabo. Estaba vacío. No había nadie allí. Así que volví escaleras abajo a tranquilizar a Elaine.

Mientras recogíamos los cristales rotos detrás del mostrador, intenté explicarle que el ruido tenía que haber sido causado por un desplazamiento del viejo maderamen, o que tal vez las vibraciones de los grandes camiones en la autopista hubiesen hecho caer una vieja caja. Por último, Elaine logró dominar su nerviosismo e incluso nos reíamos ya del incidente cuando abandonábamos el local. Ella fue hacia el coche mientras yo apagaba las luces del interior. Entonces, en el momento en que giraba la llave en la cerradura, me llegó desde el piso de arriba la risilla más estúpida que jamás escuchara. Cerré con llave y nos fuimos a casa.

Las tres semanas siguientes fueron de gran ajetreo. Conocimos a las gentes del lugar y nos sentimos contentos de su afable acogida. Los holandeses de Pennsylvania son de trato fácil siempre que no intentes presionarles. Les gusta mostrarse un poco agresivos con sus amistades y acogen a un forastero como si fuera uno de ellos a condición de que se comporte y espere. Las cosas funcionaron a pedir de boca.

Fue un jueves por la tarde cuando lo oí de nuevo. Elaine había ido de compras a Hanover y yo me había quedado solo en el bar con Cy Rouser, uno de los clientes habituales. Él vivía en una granja a unos cinco kilómetros al este del Inn. Ahora, sus dos hijos administraban la finca y a él le quedaba mucho tiempo libre. Se había tomado dos dobles de bourbon, dos cervezas y un par de pastelillos de cangrejo como almuerzo y se hallaba sentado en un extremo del bar con la cabeza entre las manos, dormitando, cuando oí el segundo golpazo proveniente de arriba.

Cy ladeó la cabeza para mirar hacia el techo, e hizo una mueca sonriente.

—Ése es nuestro viejo compadre —dijo.

Yo me disparé a través de la cocina escaleras arriba pero Cy gritó a mis espaldas:

—¡No encontrarás a nadie ahí! ¡Es un duende!

Regresé al bar.

—Veamos, Cy —le conminé—, explícame con exactitud lo que es un duende y qué demonios está haciendo ahí arriba, encima de mi bar.

—Nada de qué preocuparse… Ha estado aquí desde que este edificio fuera construido. Mi padre solía hablarme de él cuando yo era pequeño todavía. Un duende no es más que una clase de fantasma amigable. No molesta a nadie. Le gusta hacer un poco de ruido de vez en cuando para llamar la atención. Ya subes, como si quisiera indicarnos que está aquí… ¡No hay maldad en estos duendes!

Intenté conformarme con la explicación de Cy, aunque no fue nada fácil. Los ruidos de arriba resultaban desconcertantes en su irregularidad. Si hacía una tarde tranquila, los ruidos tintineaban sobre nuestras cabezas como perdigones rodantes. En las estrepitosas noches de sábado, los sonidos de arriba semejaban un forcejeo entre King Kong y Superman. Yo investigaba una vez y otra, mas nada se movía en el segundo piso. Hasta el polvo permanecía estático. Al fin me resigné y decidí vivir con el duende. Incluso cesé de revisar el segundo piso y empezamos a utilizar la escalera para almacenar las cajas de cerveza. El negocio iba muy bien y yo no quería tolerar que un estúpido fantasma lo estropeara. Pero seguía siendo desconcertante el estar viendo un partido de béisbol en la televisión, por la tarde, y tener que aguantar los sonidos de una montaña rusa que nos llegaban desde el techo durante los espacios publicitarios.

Lo extraño era que muy pocos clientes, salvo los habituales, se apercibían de tales ruidos. Estos últimos solían ladear la cabeza con sonrisa de conocedores y escuchar, mientras los demás continuaban comiendo y bebiendo como si tal cosa.

Y entonces sobrevino el incidente con la botella de J. W. Dant. El Dant es un buen whisky de maíz rancio pero tenemos pocos bebedores de bourbon en esta comarca y la botella estaba sin abrir. Se hallaba en el estante superior del bar junto con los otros whiskies de poca circulación, y se le quitaba el polvo los lunes y los jueves.

Acababa de abrir en la mañana del martes y mi primer cliente me pidió whisky de centeno y soda. Puse hielo en un vaso, vertí encima el licor, alargué la mano debajo del mostrador para coger la soda… ¡y saqué la botella de J. W. Dant! Mi primer pensamiento fue que Elaine habría cambiado las botellas con la intención de gastarme una broma. Pues la botella de soda estaba en el estante del Dant. Así que puse la botella de Dant en su sitio y devolví la soda al suyo. Entonces, se oyeron algunos ruidos escaleras arriba, como un portazo, una risilla y el rumor de minúsculos pies corriendo por el suelo. Yo los oí, pero los clientes no parecieron oír nada.

Kenny, nuestro camarero, llegó a las once para ayudar en la hora del almuerzo y yo me tomé un descanso. Me escurrí escaleras arriba, entre las cajas de cerveza, e hice la enésima inspección del apartamento… Lo encontré como me había figurado. Allí no vi a nadie y nada había sido movido. Deambulé por las desiertas habitaciones gruñendo para mis adentros y despotricando a media voz. Entonces, cuando cerraba la puerta e iniciaba el descenso, oí la risilla una vez más.

Desde aquel instante, las cosas se convirtieron en una especie de juego. La botella de Dant estuvo casi todo el tiempo en el lugar que le correspondía pero, un día, apareció en el refrigerador. La siguiente ocasión, me la encontré escondida detrás de una caja de cervezas en la cámara frigorífica. Otra vez, en la cocina, entre las fuentes. Una mañana estaba campando por sus respetos sobre la máquina automática del tocadiscos. Y me encontré imprecando en voz alta a mi verdugo invisibles y, como era usual, recibí un silencio burlón, si a veces me pareció haber hecho mella, pues se me recompensó con un discreto porrazo dado arriba o una risilla estúpida.

Pasado cierto tiempo, el duende pareció cansarse del juego y la botella de Dant permaneció en su sitio habitual durante varias semanas. Para ser franco, aquella falta de actividad empezó a aburrirme. Entonces, al abrir las puertas una mañana de sábado, me encontré la botella en el centro del bar, abierta y casi vacía junto a un vaso de whisky y otro de cerveza, este último con unos dos centímetros de agua.

—¡No me alteran tus necias jugarretas —vociferé sin poder contenerme levantando la mirada al techo—, pero si quieres beber whisky, consume el del bar! ¡Éste es de marca, y muy caro!

Arriba, el ente explotó en una serie de golpetazos y risillas alborozadas. No le di satisfacción de subir para investigar… Un cliente entró, y el piso de arriba quedó tranquilo para el resto del día.

Fue un sábado agotador y tuve poco tiempo para reflexionar sobre el duende alcohólico que residía sobre mi cabeza. Era la cansina una de la madrugada del domingo cuando Elaine se fue a casa. Kenny, que ya había limpiado casi todo a la una y media, también se marchó. Los pocos clientes que quedaban fueron desfilando poco a poco hasta que me vi solo con dos bebedores noctámbulos. Ninguno de los dos parecía ser muy hablador. Yo me serví una copa y me fui preparando para una larga espera.

Ambos eran unos desconocidos para mí. El que se encontraba en el extremo derecho del bar, un tipo delgado, de treinta y tantos años, lucía una fea cicatriz debajo del ojo izquierdo. El otro parecía más joven y tenía la constitución de un levantador de pesas.

El tipo delgado terminó su bebida y señaló su vaso con la cabeza.

—Sírvanos una a todos —pidió.

Le llené el suyo, después el del forzudo y serví otro para mí. Una vez hecho esto, levanté la vista y me encontré mirando la boca de un revólver del 38.

—Vale —dijo el flaco—. Ahora cerremos el local. No necesitamos más compañía esta noche.

El tono de su voz y la blancura ominosa en torno a los nudillos del puño que enarbolaba el arma acallaron toda discusión en mí. El sujeto me siguió hasta la cocina y allí hice girar la llave en la cerradura de la puerta trasera. Él me pisó los talones mientras yo echaba los cerrojos de la puerta lateral y de la principal. Apagué las luces exteriores y volví al bar. Entretanto, el robusto había sacado un revólver también.

Me sentí como emparedado.

—Miren —dije en el mismo tono que haría cualquier cobarde normal en una situación análoga—, cojan lo que les plazca y márchense. No tengo ganas de jaleos.

—¿Has oído esto, Joe? —preguntó, burlón, el larguirucho a su compinche—. Quiere que nos marchemos. ¿No es de lo más gracioso? —Entonces, se volvió hacia mí, y sentí un escalofrío por la espalda cuando le miré a los ojos. Eran de un azul glacial y tenían la pavorosa finalidad de una necrología—. No le importará que terminemos nuestras bebidas antes de marchar, ¿verdad? Puede que nos apetezca quedarnos aquí un rato.

El robusto se limitó a gesticular y los dos continuaron sentados jugueteando con sus vasos. Yo me serví otro trago pensando que si tenía que irme al otro mundo, eso lo haría menos doloroso.

—Apártese de la caja registradora —me ordenó el flaco.

Yo caminé hacia el otro extremo del bar, cerca de donde él estaba sentado.

—Ahora, tú coge el dinero —dijo a su compinche.

El robusto pasó al otro lado de la barra, hurgó debajo del mostrador, sacó una bolsa de papel y empezó a meter billetes y monedas en ella.

De pronto, se oyó un estruendoso estampido procedente del piso de arriba, como si alguien hubiese cerrado, colérico, una puerta. El más fuerte se quedó inmóvil junto a la registradora.

El flaco miró hacia el techo para después encararse conmigo. El odio y el pavor le endurecieron la mirada.

—¡Vale, tío listo! ¿Quién está ahí arriba?

—¡El fantasma del general Custer y toda una tribu de indios! —grité, comprendiendo que decir la verdad era inútil.

—¡Maldita sea, yo lo averiguaré en seguida, so chiflado! —me chilló mientras salía disparado a través de la cocina y escaleras arriba.

Acto seguido se oyó una avalancha de cajas de cerveza y un grito ahogado. El forzudo me empujó al pasar y la botella de J. W. Dant cayó del estante justo a tiempo para que yo la cogiera al vuelo y golpeara con ella el cráneo del forzudo.

Cuando el tipo se desplomó, yo le cogí el arma y corrí a la cocina. Todo cuanto se veía del flaco era su mano empuñando el revólver. El resto de su cuerpo estaba enterrado bajo cajas de cartón y cascos de cerveza vacíos. Le pisé la muñeca, arrebatándole el arma, y telefoneé a la policía.

Había pasado un mes cuando Elaine sugirió que restaurásemos el apartamento de arriba y viviéramos allí en vez de ir y venir entre el restaurante y la ciudad. Yo rechacé la idea diciendo que era demasiado costosa, pero la verdad fue que no quise perder al inquilino existente…



UN CETRO FINAL, UNA CORONA DURADERA - Ray Bradbury

—¡Allí está!

Los dos hombres miraron hacia abajo. El helicóptero también se inclinó a un lado. La costa aparecía más lejos.

—No. Es sólo una roca y algo de musgo…

El piloto levantó la cabeza, lo cual indicó la elevación del helicóptero, que giró y se alejó del paraje. Las blancas rocas de Dover desaparecieron. Pasaron por encima de verdes prados, yendo atrás y adelante, como una gigantesca libélula que daba vueltas por entre las ráfagas heladas del invierno que ponía escarcha en sus alas.

—¡Espera! ¡Allí! ¡Desciende!

El aparato descendió y la hierba subió. El acompañante del piloto, lanzando un gruñido, abrió la portezuela, y, como si fuera una máquina necesitada de lubricante, se dejó caer cuidadosamente en tierra. Corrió. Al perder el aliento, aflojó el paso para gritar débilmente contra el viento:

—¡Harry!

Su grito consiguió que una forma encorvada, cerca de la loma fronteriza, se levantara tambaleándose y echara a correr.

—¡Yo no he hecho nada!

—¡No es la justicia, Harry! ¡Soy yo! ¡Sam Welles!

El viejo que huía ante él aflojó la marcha y se detuvo rígidamente al borde del arrecife que dominaba el mar, sujetándose la larga barba con las enguantadas manos.

Samuel Welles, jadeando, corrió hacia él, pero al llegar a su altura no le tocó, como temiendo que volviese a huir.

—Harry, maldito idiota. Llevo semanas buscándote. Temí no poder encontrarte.

—Y yo temía que me encontraras.

Harry, que había tenido los ojos cerrados, los abrió para contemplar temblorosamente su barba, sus guantes y a su amigo Samuel. Allí estaban los dos ancianos, muy grises, muy fríos, sobre una elevación de piedra desnuda, un día de diciembre. Se conocían desde hacía tanto tiempo, tantos años, que podían leer sus mutuos pensamientos en sus respectivas expresiones. Su boca y sus ojos, por consiguiente, eran semejantes. Podían haber sido antiguos hermanos. La única diferencia estaba en el individuo que se había como despegado del helicóptero. Bajo sus ropas oscuras se podía divisar una incongruente camisa hawaiana, multicolor. Harry trataba de no mirarla.

De pronto, sus ojos se encontraron.

—Harry, he venido a avisarte.

—No es preciso. ¿Por qué crees que me escondía? ¿Es éste, acaso, el último día?

—Sí, el último.

No se movieron, reflexionando ambos sobre lo mismo.

Mañana, Navidad. Y ahora estaban en la tarde de la Nochebuena, cuando se marchaban las últimas embarcaciones. E Inglaterra, una roca en un mar de agua y niebla, sería un monumento de mármol escrito por la lluvia y enterrado en la bruma. Al día siguiente, sólo las gaviotas poseerían la isla. Y mil millones de mariposas «monarch» volarían en junio como adornos de un desfile frente al mar.

Harry, con los ojos fijos en la marea, dijo:

—Al crepúsculo todos esos malditos idiotas habrán abandonado la isla, ¿en?

—Exactamente.

—Mala cosa. Y tú, Samuel, ¿has venido a raptarme?

—A convencerte, sería más propio.

—¿Convencerme? ¡Dios santo, Sam!, ¿no me conoces desde hace cincuenta años? ¿No has podido adivinar que desearía ser el último hombre de toda Bretaña? No, eso no suena bien, ¿… de toda la Gran Bretaña?

«El último hombre de toda la Gran Bretaña —pensó Harry—. ¡Oh!, Dios, esto suena bien. Es la gran campana de Londres que se oye en medio de todas las lloviznas, a través del tiempo de estos extraños día y hora, cuando el último, el último excepto uno, abandone este montículo racial, esta tumba verde en medio de un mar de luz helada. El último…, el último.»

—Escucha, Samuel. Mi tumba está cavada. Y no quiero abandonarla.

—¿Quién te meterá dentro?

—Yo, cuando llegue el momento.

—¿Y quién la cubrirá?

—Hay polvo para cubrir el polvo, Sam. El viento lo hará. ¡Ah, Dios mío! —sin querer, las palabras se escaparon de entre sus labios. Quedó asombrado al ver que sus lágrimas se helaban al descender de sus cegados ojos—. ¿Qué hacemos aquí? ¿Por qué tantas despedidas? ¿Por qué se han ido las últimas embarcaciones del Canal, los últimos reactores? ¿Adónde se marcha la gente, Sam? ¿Qué ha ocurrido? ¿Qué ha ocurrido?

—Pues es muy sencillo, Harry —repuso Samuel Welles, quedamente—. El clima de aquí es muy malo. Siempre lo fue. Nadie se atrevía a comentarlo siquiera, ya que no podía encontrarse una solución. Pero ahora Inglaterra ha terminado. El futuro pertenece a…

Los ojos de ambos se dirigieron al sur.

—¿A las malditas islas Canarias?

—A Samoa.

—¿A las costas brasileñas?

—No te olvides de California, Harry.

Los dos se echaron a reír.

—California… ¡Por todos los diablos! ¡Un lugar divertido! Y sin embargo, ¿no había este mediodía un millón de ingleses desde Sacramento a Los Ángeles?

—Y otro millón en Florida.

—Dos millones hacia abajo, sólo en los últimos cuatro años.

Ambos asintieron ante el cálculo.

—Bien, Samuel, el hombre dice una cosa. El sol dice otra. De modo que el hombre hace lo que su piel le dice a su sangre. Y la sangre al fin dice: «Al sur.» Lleva dos mil años diciéndolo. Pero nosotros fingíamos no oírlo. Un hombre con su primer bronceado a causa de los rayos del sol es un hombre en medio de un nuevo amor, lo sepa o no lo sepa. Finalmente, se tumba bajo un cielo extraño y le dice a la cegadora luz: «¡Enséñame, oh, Dios mío, enséñame!»

Samuel Welles meneó la cabeza con cierto temor.

—Sigue hablando así y no tendré que raptarte.

—No, el sol puede haberte enseñado a ti, Samuel, pero no a mí. Ojalá pudiese. Lo cierto es que no será muy divertido estar solo. No puedo discutir contigo, Sam, ni convencerte para que te quedes y formemos la pareja de antaño, tú y yo, como cuando éramos chicos, ¿eh?

Golpeó rudamente el codo de su amigo.

—Diantre, me haces pensar que soy un desertor del rey y la patria.

—No es cierto. Tú no abandonas nada, ya que aquí no hay nadie. ¿Quién habría soñado, de chicos, en 1980, que llegaría el día en que una promesa de verano perpetuo llevaría a John Bull a las cuatro esquinas de un más allá?

—Toda mi vida he pasado frío, Harry. Son muchos años de ponerme ropa y no tener bastante carbón en la estufa. Son muchos años en que el cielo no aparecía más que por una grieta entre dos nubes el primer día de junio, y en que ni el olor a heno iniciaba junio o un día seco y ventoso agosto. Y esto año tras año. Y no lo resisto más, Harry, no puedo.

—Ni lo necesitas. Nuestra raza ha padecido mucho. Tú te lo has ganado, te mereces este largo retiro, este largo descanso en Jamaica, Puerto Príncipe o Pasadena. Dame la mano. ¡Y estréchala con fuerza otra vez! Este es un gran momento de la historia. ¡Tú y yo lo estamos viviendo ahora!

—Seguro, por Dios.

—Mira, Sam, cuando te hayas ido y te hayas establecido en Sicilia, Sidney, o en Orange Navel, California, cuenta este «momento» a la Prensa. Podrías llenar una columna. ¿Y los libros de historia? Bien, ¿no podría haber en ellos media página dedicada a nosotros dos, el último en marcharse y el último en quedarse? Sam, ¡oh!, Sam, me estás rompiendo los huesos de la mano, pero estrecha fuerte, muy fuerte, porque ésta es nuestra despedida final.

Estaban de pie, jadeando, con los ojos arrasados en llanto.

—Harry, ¿quieres acompañarme hasta el helicóptero?

—No. Temo a esos malditos aparatos. La idea del sol en medio de un día oscuro podría asaltarme y obligarme a volar contigo.

—¿Qué mal hay en ello?

—¿Mal? ¡Oh!, Samuel, yo debo guardar nuestras costas de cualquier invasión. Los normandos, los vikingos, los sajones. En los años venideros recorreré toda la isla, manteniendo la guardia desde Dover hacia el norte, en torno a los arrecifes, para después regresar de nuevo a Folkestone.

—¿Te invadirá Hitler, amigo?

—Tal vez sí, él con sus fantasmas de acero.

—¿Y cómo lucharás contra él, Harry?

—¿Crees que caminaré solo? No, por el camino puedo encontrar a César en una playa. Le gustaba mucho, de modo que dejó un par de caminos. Marcharé por esos caminos y pediré a esos fantasmas que rechacen a los de los invasores. Sí, es cosa mía evocar o no evocar fantasmas, elegir o no toda la maldita historia de esta isla, ¿no crees?

—Ciertamente.

El último hombre se volvió hacia el norte, luego al oeste y por fin al sur.

—Y cuando lo haya visto todo, desde aquel castillo al faro de allá, y escuchado las batallas y los cañonazos de la Primera Guerra Mundial, y las gaitas de Escocia con su agrio sonido, cada semana del Año Nuevo, Sam, bajaré por el Támesis, y cada 31 de diciembre, hasta el fin de mis días, el vigilante nocturno de Londres, o sea yo mismo, yo, sí, efectuará sus rondas y hará sonar las campanas de las antiguas iglesias. Las naranjas y los limones son las campanas de San Clemente. Y las campanas de Bow, las de Santa Margarita y San Pablo. Haré bailar las cuerdas de las campanas en tu honor, Sam, y espero que el viento frío sople hacia el cálido sur, donde tú estarás poniendo algunos pelos grises en tus orejas tostadas por el sol.

—Yo estaré escuchando, Harry.

—¡Escucha más aún! Me sentaré en la Cámara de los Lores y en el Parlamento, y haré debates, perdiendo ahora y ganando después. Y puedes afirmar que nunca en la historia tantos debieron tanto a tan pocos, y escucharé las sirenas de las canciones antiguas y olvidadas, y todo cuanto se radió antes de nacer nosotros. Y unos instantes antes del primero de enero, treparé y me alojaré con los ratones en el Big Ben, cuando resuene el reloj con el cambio de año. Y sin duda, en algún momento, me sentaré en la piedra de Scone.

—¡Oh, no!

—¿No? O en el lugar donde estaba antes de que la enviaran al sur, a la bahía del verano. Y dame una especie de cetro, una serpiente hibernada tal vez, atontada por la nieve de un parque decembrino. Y coloca una corona de pasta sobre mi cabeza. Y llámame amigo de Ricardo, Enrique, pariente proscrito de Isabel I y II. Solo en el desierto de Westminster con el callado Kipling y la historia bajo el pie, muy anciano, quizá loco, gobernante y gobernado. ¿No podría elegirme a mí mismo rey de las neblinosas islas?

—Tal vez, ¿y quién te censuraría por ello?

Samuel Welles volvió a abrazar con fuerza a su amigo y luego echó a correr hacia el aparato. De pronto se volvió para exclamar:

—¡Dios mío! Acaba de ocurrírseme. Tu nombre es Harry. Un nombre estupendo para un rey.

—No es malo.

—Perdóname por dejarte.

—El sol lo perdona todo, Samuel. Vete donde quieras.

—Pero, ¿me perdonará Inglaterra? —Inglaterra está en el lugar donde esté su gente, Y yo me quedo con los huesos viejos. Tú te vas con la sangre caliente, Sam, y debes tratar de conseguir un buen bronceado.

—Adiós.

—Que Dios vaya contigo. ¡Oh, tú y esa maldita camisa de colores!

El viento gimió entre ambos y, por más que gritaron, ya no se oyeron. Agitaron las manos y Samuel trepó al aparato, que ascendió con rapidez y flotó como una enorme flor blanca de verano.

Y el último hombre se quedó de pie en el risco, sollozando.

«Harry, ¿no odias los cambios? ¿No estás contra el progreso? ¿No comprendes los motivos de todo esto? ¿No entiendes que los buques, los aviones, los reactores y la promesa de un clima amable, han alejado de aquí a todo el mundo? ¡Oh!, si, lo entiendo, lo entiendo. ¿Cómo podrían resistirse cuando un agosto perenne les aguarda tan cerca?»

En cierta ocasión, el agosto en las islas británicas duró sólo media hora, no, cinco minutos, unos segundos, para alejarse de nuevo hacia el sur, hacia el verano eterno. Y los sueños, la gente y las máquinas se marcharon al sur como enormes aves que; al llegar, ya no pensaron en regresar al norte para emparejarse y por eso anidaron en bandadas trashumantes a lo largo de las costas ecuatoriales.

Estadísticas. Dos millones de personas llegaron, casi de la noche a la mañana, a Sudamérica. Cinco millones se esparcieron por las cálidas praderas africanas. Diez millones aterrizaron poco después, en Cabo Kennedy, en Taos y en Santa Bárbara. Diez millones, millón más o menos, en Australia, Madagascar y el mar de Tasmania. ¡Un terremoto absoluto del clima y noventa mil aparatos voladores habían estremecido y tentado a los hombres a abandonar sus viejas costumbres, y a repartirlos como granos de dorada arena en los oasis de los desiertos para vivir eternamente mejor!

¡Sí, sí! Harry lloró, rechinó los dientes y se inclinó al borde del promontorio para blandir sus puños hacia el aparato que se desvanecía en el cielo.

—¡Traidores! ¡Volved! No podéis abandonar la vieja Inglaterra, no podéis dejar Pip y Humbug, el duque de Hierro y Trafalgar, la Guardia Real bajo la lluvia, Londres ardiendo, las bombas que caen y las sirenas, el nuevo bebé mantenido en alto en el balcón del palacio real, la procesión funeraria de Churchill aún en la calle… sí, ¡aún en la calle! Ni a César, que no se ha presentado ante el Senado, ni las extrañas cosas ocurridas esta noche en Stonehenge. ¡No podéis abandonar todo esto, todo esto!

De rodillas, al borde del acantilado, como el último rey de Inglaterra, Harry Smith lloró a solas.

El helicóptero ya había desaparecido en dirección a las islas de agosto, donde el verano canta su dulzura con los pájaros.

El anciano se volvió a contemplar el paisaje y pensó que todo estaba igual que cien mil años antes. Un gran silencio y unas inmensas tierras áridas, y ahora, ya muy tarde, la concha vacía de las ciudades, y el rey Enrique, o el viejo Harry, que era ya el noveno de la dinastía.

Anduvo ciegamente por la hierba y encontró su bolsa de libros y unos pedazos de chocolate en un saco. Cogió su Biblia, las obras de Shakespeare, las ya muy leídas de Johnson, así como las siempre comentadas de Dickens, Dryden y Pope, y se quedó de pie en la carretera que daba la vuelta a Inglaterra.

Mañana, Navidad. Deseaba felicidad para todo el mundo. Sus siervos, esparcidos por todo el globo, ya tenían el regalo del sol. Suecia estaba vacía. Los noruegos habían huido. Ya nadie vivía en los climas helados de Dios. Todos se calentaban en los hogares continentales de las mejores tierras, con vientos cálidos y cielos amables. No más luchas por sobrevivir. Los hombres, nacidos de nuevo en Cristo al día siguiente, viviendo ya en los parajes del sur, habrían vuelto realmente a un pesebre eterno y siempre lleno.

Y esta noche, en alguna iglesia, él pediría perdón por haberlos llamado traidores.

—Una última cosa, Harry —se dijo—. Azul.

—¿Azul? —se preguntó a sí mismo.

—Por el camino encontrarás tiza azul. ¿No se pintaron alguna vez con ella los ingleses?

—Sí, hombres azules, de pies a cabeza.

—Nuestros finales son nuestros principios, ¿eh?

Se ajustó bien el gorro. El viento era frío. Y sabía a los primeros copos de nieve.

—¡Oh, notable muchacho! —exclamó, inclinándose desde una ventana imaginaria para contemplar la mañana de Navidad, como un viejo vuelto a nacer, jadeando de alegría—. Delicioso chiquillo, ¿está aún gran pájaro, el pavo, colgado en el escaparate de la gallinería?

—Está aún colgado allí —respondió el chiquillo.

—¡Ve y cómpralo! Vuelve con el tendero y te daré un chelín. Vuelve antes de cinco minutos y te daré una corona.

Y el chico fue a comprar el pavo.

Y abrochándose el abrigo, acarreando sus libros, el viejo Harry Ebenezer Scrooge Julio César Pickwick Pip y otro medio millar marcharon juntos por la carretera bajo el tiempo invernal. La carretera era larga y agradable. Las olas cañoneaban la costa. El viento era como las gaitas del norte.

Diez minutos más tarde, cuando había atravesado cantando una colina, a juzgar por su aspecto, todas las tierras de Inglaterra parecieron dispuestas a esperar a la gente que, muy pronto, cualquier día de la historia, podía llegar…

UNA MONA EN LA CASA - Arthur Clarke

Abuelita pensó que mi idea era horrible; claro que ella todavía podía recordar los días en que los sirvientes eran humanos.

—Si piensas que compartiré la casa con una mona, estás muy equivocada —resopló.

—No seas tan anticuada —respondí—. De todos modos, Dorcas no es una mona.

—Entonces, ¿qué es…?

Recorrí las páginas del manual de la Corporación de Ingeniería Biológica.

—Escucha esto, abuela: «El Superchimp (Marca Registrada) Pan Sapiens es un antropoide inteligente, obtenido a partir del chimpancé mediante una reproducción selectiva y modificaciones genéticas».

—¡Justo lo que dije! ¡Una mona!

—«… y con un vocabulario suficientemente amplio para comprender órdenes sencillas. Se lo puede entrenar para hacer todo tipo de tareas domésticas o trabajos rutinarios, y es dócil, afectuoso, domesticado y especialmente bueno con los niños…»

—¡Niños! ¿Confiarías a Johnnie y Susan a un… gorila?

Suspirando, dejé el manual.

—Tienes razón. Dorcas es cara, y si encuentro a los pequeños monstruos golpeándola…

Afortunadamente, en ese instante sonó el timbre.

—Firme, por favor —dijo el recadero. Firmé, y Dorcas entró en nuestras vidas.

—Hola, Dorcas —dije—. Espero que seas feliz aquí.

Bajo las cejas prominentes, asomaron dos grandes ojos melancólicos. Aunque tenía un cuerpo ridículo, he conocido seres humanos más feos. Medía alrededor de un metro veinte de altura, y casi tanto de ancho. En su pulcro y simple uniforme, parecía una doncella de aquellos primeros filmes del siglo XX. Sus pies, no obstante, estaban descalzos, y cubrían una enorme superficie.

—Día, señora —respondió farfullando, aunque de forma perfectamente inteligible.

—¡Puede hablar! —graznó abuelita.

—Por supuesto —respondí—. Puede pronunciar más de cincuenta palabras, y comprender doscientas. Aprenderá más a medida que se habitúe a nosotros, pero por el momento debemos atenernos al vocabulario de las páginas cuarenta y dos y cuarenta y tres del manual.

Le entregué el manual de instrucciones a abuela; esta vez no logró encontrar una sola palabra para expresar sus sentimientos.

Dorcas se adaptó rápidamente. Su entrenamiento básico —Doméstica Clase A, más Quehaceres de Niñera— era excelente, y a fines del primer mes eran pocas las tareas domésticas que no podía hacer, desde poner la mesa hasta vestir a los niños. Al principio tenía el fastidioso hábito de levantar las cosas con los pies; le parecía tan natural como utilizar las manos, y llevó mucho tiempo acostumbrarla. Finalmente, una colilla de abuelita resolvió el problema.

Dorcas era afable, concienzuda, y no refunfuñaba. Por supuesto, no era demasiado inteligente, y algunos trabajos debían serle explicados extensamente para que los comprendiera. Me llevó varias semanas descubrir sus limitaciones y permitirlas; al principio era muy difícil recordar que no era exactamente humana, y que era inútil tratar de atraerla al tipo de conversaciones que tanto nos gustan a las mujeres. Ciertamente le interesaba la ropa, y la fascinaban los colores. Si le hubiese permitido vestirse de la forma que ella quería, hubiese parecido disfrazada para el carnaval.

Para mi alivio, los niños la adoraban. Sé lo que la gente dice sobre Johnnie y Sue, y admito que algo de razón tienen. Es tan difícil educar niños cuando el padre está lejos la mayor parte del tiempo… Y para empeorar las cosas, abuelita los malcría cuando no estoy mirando. Lo mismo hace Eric, cuando su nave está en la Tierra, y después me toca a mí hacer frente a las pataletas. Nunca se case con un astronauta si le es posible evitarlo; la paga puede ser buena, pero el hechizo pronto se desvanece.

Cuando Eric volvió del viaje a Venus, con tres semanas de licencia acumuladas, nuestra nueva criada era ya parte de la familia. Eric se acostumbró a ella; después de todo, había encontrado criaturas mucho más extrañas en los planetas. Rezongó por el gasto, claro. Pero yo le hice notar que ahora que me veía aliviada de gran parte de los quehaceres domésticos podríamos pasar más tiempo juntos y hacer las visitas que nos habían resultado imposibles en el pasado. Ahora que Dorcas podía cuidar a los niños, yo esperaba tener otra vez un poco de vida social.

Pues la vida social de Puerto Goddard era intensa, aunque estábamos aislados en medio del Pacífico. (Desde lo que le sucedió a Miami, todos los lugares importantes de lanzamiento han estado muy, muy alejados de toda civilización.) Había una continua corriente de visitantes distinguidos y viajeros de todas partes de la Tierra, sin mencionar otros puntos más remotos.

Cada comunidad tiene su árbitro de la moda y la cultura, su grande dama odiada y sin embargo copiada por todas sus desafortunadas rivales. Christine Seanson lo era en Puerto Goddard; su esposo era comodoro del Servicio Espacial, y ella nunca nos dejaba olvidarlo. Siempre que aterrizaba una nave, invitaba a todos los funcionarios de la Base a una recepción en su elegante mansión estilo siglo diecinueve. Era aconsejable ir, a menos que la excusa fuese muy buena, aun cuando eso significase tener que mirar los cuadros. Christine tenía el capricho de creerse una artista, y de las paredes colgaban mamarrachos multicolores. Pensar cumplidos sobre los mismos, constituía uno de los mayores riesgos de sus fiestas; otro era su boquilla de un metro de largo.

Desde la última partida de Eric, había producido una nueva tanda de pinturas; Christine había entrado en su período «cuadrado».

—Como ustedes ven, mis queridos —nos explicó—, los viejos cuadros oblongos son terriblemente anticuados, simplemente no concuerdan con la Era Espacial. Allá no existen los conceptos de arriba y abajo, horizontal y vertical, de modo que ninguna pintura moderna debería tener un lado más largo que otro. Idealmente, una pintura debería tener el mismo aspecto fuera cual fuese la forma en que estuviese colgada. En eso estoy trabajando ahora.

—Parece muy lógico —dijo Eric diplomáticamente (Después de todo, el comodoro era su jefe.) Pero cuando nuestra anfitriona estuvo lejos, agregó—: No sé si sus cuadros están colgados con el lado superior para arriba, pero sí estoy seguro que tendrían que estar de cara contra la pared.

Estuve de acuerdo; antes de casarme pasé varios años en la Escuela de Bellas Artes, y algo sabía al respecto. En el lugar de Christine, yo podría haber sido todo un éxito con mis lienzos, que ahora se llenaban de polvo en el garaje.

—Sabes, Eric —dije algo maliciosamente—, yo podría enseñar a Dorcas a pintar mejor que esto.

Eric rio, y dijo:

—Puede ser divertido intentarlo algún día, si perdemos de vista a Christine.

Luego olvidé todo. Hasta un mes después, cuando Eric estaba otra vez en el espacio.

El origen exacto de la pelea no tiene importancia; surgió a causa de un proyecto para el desarrollo de la comunidad. Christine y yo tuvimos puntos de vista opuestos. Ella ganó, como de costumbre, y yo salí echando fuego. Al llegar a casa, lo primero que vi fue a Dorcas, mirando las fotografías en colores de uno de los semanarios, y recordé las palabras de Eric.

Dejé la cartera, me saqué el sombrero, y dije con firmeza:

—Dorcas, ven al garaje.

Llevó algún tiempo extraer las pinturas y el caballete, enterrados bajo juguetes arrumbados, viejos adornos navideños, equipos de buceo, cajas vacías de embalaje y herramientas rotas (parecía que Eric nunca tenía tiempo para ordenar las cosas antes de lanzarse nuevamente al espacio). Sepultados bajo los desechos, había varios lienzos inconclusos, que servirían para comenzar. Coloqué sobre el caballete un paisaje que no había avanzado más allá de un árbol esquelético, y dije:

—Bueno, Dorcas…, voy a enseñarte a pintar.

Mi plan era simple, y no del todo honesto. Aunque algunos monos habían salpicado pintura sobre lienzos en el pasado, ninguno de ellos había creado una obra de arte genuina y correctamente compuesta. Yo estaba segura que Dorcas tampoco era capaz, pero nadie necesitaría saber que mía era la mano directriz. Ella podía quedarse todo el mérito.

Sin embargo, no pensaba mentir. Aunque yo haría el dibujo, mezclaría los pigmentos y ejecutaría la mayor parte, dejaría que ella hiciese todo el trabajo que le fuera posible, y desarrollar quizás un estilo durante ese proceso, una pincelada característica. Calculé que con algo de suerte, Dorcas sería capaz de hacer, quizás, una cuarta parte del trabajo total. Entonces yo podría sostener que ella lo había hecho todo, con la conciencia razonablemente limpia. ¿Acaso Miguel Ángel y Leonardo no habían firmado pinturas que en su mayor parte habían sido realizadas por sus asistentes? Yo sería el «asistente» de Dorcas.

Debo confesar que me sentí algo desilusionada. Aunque Dorcas pronto comprendió el uso del pincel y de la paleta, su trabajo era bastante torpe. Parecía incapaz de decidir cuál mano utilizar, y no dejaba de pasar el pincel de una mano a la otra. Finalmente tuve que hacer la mayor parte del trabajo, y ella contribuyó apenas con unas pocas pinceladas.

No obstante, no podía esperar que se convirtiese en una experta en un par de lecciones, y en realidad no tenía importancia. Si Dorcas resultaba ser un fracaso artístico, yo debería forzar un poco más la verdad cuando pretendiese que la obra era suya.

Yo no tenía apuro; no podía precipitar el asunto. Luego de un par de meses, la Escuela de Dorcas había producido una docena de cuadros, todos ellos temas cuidadosamente elegidos, familiares a un Superchimp de Puerto Goddard. Había un estudio de la laguna, una vista de nuestra casa, una impresión de lanzamiento nocturno (todo resplandor y explosiones de luz), una escena de pesca, un bosquecillo de palmeras. Clisés, por supuesto, pero cualquier otra cosa hubiese despertado sospechas. No creo que antes de vivir con nosotros Dorcas haya visto mucho del mundo fuera de los laboratorios donde la criaron y entrenaron.

Colgué las mejores pinturas (y algunas eran buenas; después de todo, yo debería saberlo) en lugares de la casa que mis amigos difícilmente podrían pasar por alto. Todo funcionó a la perfección; las preguntas admirativas eran seguidas de asombrados «¡No me digas!», cuando yo modestamente negaba toda responsabilidad. A algunos les costaba bastante creerlo, pero yo destruí rápidamente esa incredulidad: dejé que unos pocos y privilegiados amigos vieran a Dorcas trabajando. Elegí a los espectadores por su ignorancia en materia artística, y el cuadro era una abstracción en rojo, oro y negro que nadie se atrevió a criticar. A esta altura, Dorcas podía fingir muy bien, como un actor de cine que simula tocar un instrumento musical.

Simplemente para divulgar la noticia, regalé algunas de las mejores pinturas, simulando que las consideraba simples novedades divertidas. Al mismo tiempo, deslicé un comentario celoso:

—Contraté a Dorcas para mi servicio, no para el Museo de Arte Moderno —dije malhumorada. Y tuve mucho cuidado de no hacer ninguna comparación entre sus cuadros y los de Christine; eso se podía confiar a nuestros amigos mutuos.

Cuando Christine vino a verme, ostensiblemente para tratar nuestra pelea «como dos personas sensatas», supe que estaba alarmada. De modo que capitulé graciosamente mientras tomábamos té en la sala, bajo una de las obras más impresionantes de Dorcas. (Luna llena sobre la laguna; muy fría, azul y misteriosa. En realidad, me enorgullecía bastante.) No se dijo una palabra sobre la pintura o sobre Dorcas; pero los ojos de Christine me dijeron todo lo que yo quería saber. La semana siguiente, canceló sin ruido una exposición que tenía planeada.

Los jugadores dicen que se debe abandonar cuando se va ganando. Si me hubiese puesto a pensar, me habría dado cuenta que Christine no iba a dejar las cosas así. Tarde o temprano, el contraataque era inevitable.

Eligió bien el momento. Esperó a que los niños estuvieran en el colegio, abuelita paseando y yo en el supermercado, al otro lado de la isla. Probablemente haya telefoneado antes para asegurarse que no hubiera nadie en casa; es decir, nadie humano. Le habíamos dicho a Dorcas que no respondiese a las llamadas. Los primeros días lo hizo, pero mal. En el teléfono, un Superchimp suena igual que un borracho, lo cual puede ocasionar todo tipo de complicaciones.

Puedo reconstruir toda la secuencia de los acontecimientos: Christine debe haber conducido hasta la casa y entrado, mostrándose profundamente desilusionada por mi ausencia. No debe haber perdido tiempo en interrogar a Dorcas, pero afortunadamente yo había tomado la precaución de instruir a mi antropoide colega.

—Dorcas hacer —le repetía cada vez que finalizábamos una de nuestras producciones—. Señora no hacer, Dorcas hacer.

Estoy segura que al final ella misma se lo creyó.

Si mi lavado cerebral y las limitaciones de un vocabulario de cincuenta palabras desconcertaron a Christine, no fue por largo tiempo. Era una mujer de acción directa, y Dorcas una criatura dócil y obediente. Christine, resuelta a desenmascarar fraude y confabulación de mi parte, debe haberse sentido satisfecha por la rapidez con que fue conducida al garaje-estudio, también debe haberse sorprendido un poquito.

Llegué a casa una media hora más tarde, y supe que habría dificultades en cuanto vi el automóvil de Christine estacionado contra la acera. Mi única esperanza era haber llegado a tiempo, pero tan pronto como entré en la casa misteriosamente callada, comprendí que era demasiado tarde. Algo había sucedido; Christine hablaría aunque tuviese solamente a un simio por oyente, Para ella, todo silencio era un desafío tan grande como un lienzo en blanco; tenía que llenarlo con el sonido de su propia voz.

La casa estaba en total silencio. Con creciente temor, atravesé en puntas de pie la sala, el comedor y la cocina, hacia la parte posterior. La puerta del garaje estaba abierta. Atisbé prudentemente.

Fue el amargo momento de la verdad. Liberada de mi influencia, Dorcas había por fin desarrollado un estilo propio. Estaba pintando rápida y confiadamente, pero no en la forma que yo le había enseñado. En cuanto a tema…

Me sentí muy herida cuando vi la caricatura que tanto placer estaba dando a Christine. Luego de todo lo que yo había hecho por Dorcas, esto parecía una ingratitud. Por supuesto, sé que no había malicia, y que solamente se estaba expresando. Los psicólogos, y los críticos que escribieron esas absurdas notas para los programas de su exhibición en Guggenheim, dicen que sus retratos arrojan una viva luz sobre la relación hombre-animal, y por primera vez nos permiten ver la raza humana desde afuera. Pero yo no lo vi en esa forma cuando ordené a Dorcas que volviese a la cocina.

Pues no fue solamente el tema lo que me trastornó: lo que realmente me enojó fue pensar en todo el tiempo que había desperdiciado mejorándole la técnica…, y los modales. Ignoraba todo lo que yo le había explicado, sentada frente al caballete con los brazos cruzados e inmóviles sobre el pecho.

Incluso entonces, en los comienzos de su carrera como artista independiente, fue dolorosamente obvio que Dorcas tenía más talento en cualquiera de los veloces pies que yo en mis dos manos.

EL EPITAFIO - Luis María Albamonte



El aire, súbitamente, cambió de color. Era rosado. Y fue suavemente violeta. Hombres, mujeres y niños se detuvieron. Las calles ondulantes trepaban, como víboras plásticas, una cima y descendían sin brusquedad. A sus costados, las casas blancas formaban hileras que acompañaban a las calles hasta horizontes que no se veían. Alguien dijo:

—Hay peligro.

Después, cada uno siguió su camino. Y el aire violeta fue, otra vez, rosado.

Había pequeños escaparates. Allí se exhibían cajitas de colores. Contenían alimentos sintéticos, en unos casos y, en otros, simples vestimentas brillantes para trasladarse de un lado a otro en los pequeños vehículos aéreos o para salir de excursión. No había mucho para ver. Todo se hacía interiormente, en casas que parecían metálicas, en forma automática. A veces se escuchaba una voz profunda que colmaba el ámbito de la ciudad, Cidalia. Una voz que decía:

—El tiempo transcurre de acuerdo con lo previsto, y ya anunciado con anterioridad.

En otros casos decía:

—Marcos Z28 continúa sondeando los mares de Júpiter.

No había noticias salvo las que transcurrían en las matemáticas, la electrónica, cada día con un nuevo descubrimiento.

Había mucha gente en las calles. Parecían desconocidos. El hombre no miraba a las mujeres. La mujer no miraba a los hombres. Nadie se miraba. Cada uno tenía su rumbo. Eso era todo. Desde lejos se oyó el discurso de un hombre. Gritaba:

—¡Escuchen! ¡Los claveles son hermosos! ¡Yo he visto los claveles! ¡Yo tengo claveles!

El aire quería abandonar el rosado iluminado por el Sol y convertirse, otra vez, en un suave violeta. El aire titilaba como una estrella, como una lámpara agitada por el aire, que se ilumina y se apaga con intermitencias.

En una bocacalle el hombre alzó los brazos:

—¡Síganme! ¡Vamos a la plaza! ¡Que no sea solamente la pista de extraños juguetes que agilizan los músculos y los fortalecen! ¡Yo he leído los libros antiguos y sé muchas cosas prohibidas!

Muchos lo esquivaban, temerosos, y apresuraban el paso. Y terminaban por correr para desaparecer de allí.

Una voz de abismo que se hizo escuchar desde su hondura remota, dijo:

—Les habla Master YQ, el Conductor, para reafirmar, con mis subordinados electrónicos, que no hay novedad.

El aire se hizo rosado purísimo.

El hombre hablaba y hablaba. Un niño le dijo a la madre:

—Yo quiero escuchar...

—¡Cuidado, que Master YQ está escuchando! El es el único que lo sabe todo. El es el que manda.

—Yo quiero escuchar, ¡y me quedo aquí!

El hombre tenía en sus brazos, como si fuera un niño, un manojo de claveles blancos, de largo tallo. Parecía que los acunaba.

Un ingeniero que pasaba, dijo:

—Es Patricio HJ... ¡No sabía que hubiera logrado tanta libertad!

—¡Convoco a toda la ciudad de Cidalia a la plaza de “Los Inmortales”! ¡Allí estaré esperándolos!

El aire era rosado, pero, de pronto, dejaba de serlo. ¡Extraño! Había una confusión de colores.

Un hombre dijo:

—¿Ocurre algo?

—No ocurre nada de anormal, salvo lo que está haciendo Patricio HJ.

—Sin embargo, algo está ocurriendo, y más grave que eso, porque, en caso contrario, Master YQ no habría dicho: “Les habla Master YQ, el Conductor, para reafirmar, con mis subordinados electrónicos, que no hay novedad”. Acaso, ¿no es esa afirmación una tentativa para disipar un temor, una duda de alguien, o la convicción de que algo está ocurriendo más allá de lo ordenado y establecido?

Hubo un silencio, cayendo como una cuchilla feroz en Cidalia, y nada se escuchó, ni se vio, ni se sintió.

Había muchas luces de colores en la gigantesca sala de los cerebros electrónicos. Unos ordenaban el tránsito, otros regulaban la temperatura de la ciudad y la controlaban, otros hacían cálculos para el futuro, otros establecían una vigilancia policial manteniendo el orden no sólo físico sino, también, de las ideas. Cidalia era una ciudad modelo.

Sus avances tecnológicos la habían colocado a la cabeza de otras muchas. Había logrado una mansedumbre sin sobresaltos, un rumbo claro, un camino seguro para alcanzarlo.

Master YQ reinaba por sobre todos ellos. Los cerebros electrónicos que lo rodeaban habían detectado la rebelión, para ellos inaceptable, de Patricio HJ. Y estaban poniéndola en evidencia, para aniquilar al insubordinado. Por los cristales de la bóveda en la que tenían su alucinante madriguera, se veía Cidalia. Y allá, al fondo, la plaza de “Los Inmortales” en donde Patricio HJ seguía convocando a las personas.

La plaza era un gigantesco círculo plano, a nivel del suelo. Era un espacio desolado. En medio estaba Patricio HJ. Lo rodeaban hombres y mujeres. El aire tenía una extraña vibración violeta. Era como un alarmado golpeteo en una puerta, de alguien que quiere entrar porque una fuerza incontenible lo impulsa a llegar antes de que ocurra algo terrible. Pero el rosado persistía, a pesar de todo, dominando el aire de Cidalia. Se oyó una frase rota, como un vidrio, dramáticamente:

—¡Soy Master YQ y... !

Patricio HJ dijo, como alguien frente al mar, para que la voz corra por las aguas y se expanda, potente y pura:

—¡Yo aprendí en los libros prohibidos otra manera de ver y sentir! Por ejemplo, “porque mejores son tu amores que el vino... Tu nombre es como ungüento derramado... No reparéis en que soy morena, porque el Sol me miró. Mi amado es para mí un manojito de mirra” Pero, escuchen. El amado pensaba así, y lo proclamaba: “Tus dos pechos, como gemelos de gacela, que se apacientan entre lirios. Ven conmigo desde las guaridas de los leones, desde los montes de los leopardos. Como panal de miel destilan tus labios, oh esposa: ¡miel y leche hay debajo de tu lengua... !”. “La voz de mi amado. ¡He aquí, él viene saltando sobre los montes, brincando sobre los collados! El tiempo de la canción ha venido...”

Patricio HJ calló. Clavó sus ojos, como dos nardos en los de Susana L45, y como si hubiese mojado su lengua en una miel recién descubierta, dijo:

—Te miro como se mira a una princesa de los cuentos remotos, surgida de un rumor de la selva misteriosa, luz de estrella lejana, tibieza de nido resguardado de los vientos, belleza de agua nueva y de rosa que tiembla besada por el rocío de las mañanas, ¡no seas insensible a este reclamo de quien te honra como a la más dulce de las dominadoras porque eres mujer!...

Susana L45 se sorprendió. Dijo:

—¡Pobre infeliz!

Y se fue.

—¡No te vayas, mujer: iré al horizonte, allí en donde crecen los lirios y los claveles salvajes, olvidados! ¡Míralos! ¡A veces el viento trae su perfume leve! ¡Yo lo siento! Sembraré de flores esta piedra gigantesca que es Cidalia, y ésta que piso, y cada huella que hayas dejado, mujer, invisible pero cierta, y por donde transitan los hombres y los niños para que vuelvan los tiempos perdidos...

Y hablaba solo. Cuando vio su soledad, cayó de rodillas, llorando.

La luz era rosada, y en seguida, violeta, el color de la violencia. Y volvía a ser rosada. Y, otra vez, violeta. Y todos corrían a esconderse en sus viviendas. Y se oyeron los violentos estampidos característicos de una tragedia que estremecía a Cidalia. ¡Se estaba librando un combate en la cima del Poder!

Años después, en la plaza de “Los Inmortales” se exhibía una placa con una inscripción: “Aquí yace Master YQ triunfador, pero destruido por los otros cerebros electrónicos, que también fueron aniquilados, cuando defendió heroicamente a Patricio HJ, el poeta”.

Y había lirios y claveles en profusión en la plaza de “Los Inmortales, y la brisa llevaba el perfume de las flores que embellecían la ciudad de Cidalia.

Y una mujer cantaba alegremente.

EL METAL QUE TE ENCANTA TOCAR - Robert Bloch

—Buenos días, señora —dijo el vendedor ambulante—. ¿Es usted la dueña de casa?

La delgada figura en delantal y gorro contra el polvo se adelantó.

—Hágame el favor de irse —gruñó la voz debajo del gorro.

—Pero, señora…

—¡No me llame «señora»! —dijo la voz—. Y váyase antes de que le dé un puntapié a su maleta de muestras.

El vendedor se volvió y la puerta se cerró violentamente.

Dentro del bungalow, la figura de gorro y delantal se dejó caer pesadamente en el sillón más próximo a la puerta de entrada.

—¡Dios mío! —gimió Roscoe Droop—. ¿Qué diablos puedo hacer?

Ni el Cielo ni el Infierno hablaron mientras Mr. Droop se quitaba el gorro y tiraba el delantal a un rincón. Sin sus atuendos domésticos, Roscoe Droop se revelaba como un hombre pequeño, de rostro pálido, cuerpo delgado y amables ojos azules, que en ese momento estaban nublados por la furia.

—¿Qué puedo hacer? —suspiró—. Ésta es la tercera vez en la semana que un estúpido vendedor me confunde con una mujer. ¡Qué situación!

Enrojeció y buscó un cigarro, que no llegó a encender. Recordó justo a tiempo que Agatha abominaba del olor a humo de cigarro.

¡Agatha!

Era la culpable de todas sus dificultades. Agatha Droop. A veces Mr. Droop se preguntaba por qué se había casado con ella; luego recordaba que en realidad, ella se había casado con él.

Agatha era así. Dominante. Un metro ochenta de sólidos músculos. Brazos como cables de acero. Exactamente lo que necesitaban en la Fundición Hércules.

No era de extrañar que hubiese conseguido trabajo como soldadora. Y así habían comenzado los problemas. Mr. Droop recordaba perfectamente el anuncio.

—Voy a ser soldadora —le dijo ella una noche—. Ganaré setenta dólares por semana, más las horas extra.

—Pero, querida… —protestó él.

Fueron las últimas palabras que Mr. Droop pronunció al respecto. Agatha fue la que habló.

—Por supuesto, tendrás que dejar tu trabajo —dijo—. Inmediatamente. Yo puedo ganar más dinero que tú, así que eso es lo más conveniente. Eres demasiado débil para trabajar en una fábrica y, de cualquier modo, nadie querría un pigmeo como tú. De modo que puedes quedarte en casa tranquilamente desde ahora en adelante.

»Sólo tendrás que ocuparte de la casa y del jardín; encender la calefacción, cortar el césped, hacer las compras, barrer, lavar los pisos, la ropa, la vajilla y prepararme las comidas.

Mr. Droop empezó a abrir la boca para repetir «Pero, querida», pero se interrumpió porque Agatha le había dado con la tetera en la cabeza.

De modo que Agatha salía a trabajar y Mr. Droop se ocupaba del hogar.

Era humillante. Era indignante. No podía seguir así. Mr. Droop se habría vuelto loco de no ser por su hobby.

Su hobby siempre le salvaba de alguna manera. Antes de casarse, Roscoe Droop había sido un entusiasta de los pequeños trabajos: le encantaba la carpintería y las herramientas y tenía un tallercito en el sótano. Es decir, lo tuvo hasta un mes después de su casamiento, porque Agatha se lo prohibió.

Ahora, en los momentos de tensión, Mr. Droop no tenía otro apoyo que su revista de hobbies.

Como muchos aficionados, Mr. Droop era un ávido lector de una revista llamada Ciencia Impopular. Sus páginas estaban llenas de sugestiones mensuales acerca de cómo construir un yate en el desván, o establecer un criadero modelo de cerdos en la cochera, y otras fascinantes posibilidades.

Nada de esto le servía para nada a Roscoe Droop. Una aspiradora o una máquina de lavar sí le habrían sido utilísimas, pero no tenía dinero para adquirir estos electrodomésticos.

Simplemente, Roscoe Droop no era del tipo casero. Odiaba lavar, barrer y cocinar. Y escenas de ese tipo con los vendedores ambulantes, le humillaban. En esos momentos se volvía a las consoladoras páginas de Ciencia Impopular.

Con el alma (y las manos) ennegrecidas, cogió la última edición y hojeó la revista.

Leyó los titulares.

«USTED MISMO PUEDE CONVERTIR SU LAVABO EN UN ACUARIO. CONSTRUYA UN METRO EN EL SÓTANO.»

Inútil. Roscoe Droop jamás construiría un acuario ni una línea de Metro. Miró los anuncios clasificados mientras pensaba en las tareas que le esperaban.

Tareas domésticas…

Advirtió de pronto el pequeño anuncio cuadrado en tipo pequeño:

«SUPRIMA DEFINITIVAMENTE LAS TAREAS DOMÉSTICAS.»

Y un subtítulo agregaba: «Asombroso descubrimiento elimina la esclavitud del hogar.»

Mr. Droop pensó que debía tratarse de una marca nueva de jabón en polvo, pero siguió leyendo:

«Un prominente científico ha perfeccionado una ayudante insuperable para las amas de casa —continuaba—. Los modelos se encuentran todavía en la etapa experimental, si bien una pequeña cantidad se encuentra disponible de inmediato para su ensayo. Estos modelos no serán vendidos, sino cedidos en préstamo por seis meses a personas responsables, para su ensayo gratuito. Si decide aprovechar esta ocasión, tenga la amabilidad de enviar de inmediato referencias completas acerca de su carácter. Escribir al doctor Pedro Moke, Apartado 13, Ciencia Impopular.»

Mr. Droop se puso de pie. Quizás esto fuera la solución de sus desagradables problemas domésticos. Una invención así, fuera lo que fuera, podría aliviarle.

Agatha no estaría de acuerdo, por supuesto…

—¡Roscoe!

Su voz, tan suave como la de una morsa, le golpeó el oído; un segundo después, un vigoroso puño volvió a golpear el mismo lugar.

—¿Por qué te paseas sin hacer nada, haragán? —dijo.

Mr. Droop alzó la vista —la alzó mucho— hacia Agatha.

Agatha Droop irguió su metro ochenta sobre sus zapatos de trabajo con Protección para los dedos. Los pantalones que cubrían su amplia estructura habrían constituido una tienda apta para alojar una buena tropa de boy-scouts.

No era una imagen capaz de alegrar los ojos de nadie. Incluso podía ponerle los ojos negros a cualquiera que no cumpliese sus órdenes con bastante rapidez.

—¿Y ahora qué? —gritó Agatha, tras arrojar su plato al suelo—. ¿Todavía no está preparada la comida?

—Un minuto, querida —suspiró Mr. Droop.

—Bueno, de prisa —gruñó la mujer—. Trabajo duramente en la fundición todo el día y tú te pasas el tiempo sin hacer nada. Soy una mujer que trabaja y tengo que alimentarme.

Mr. Droop se puso en marcha. Le trajo a Agatha el periódico de la tarde y sus chinelas, y luego terminó de preparar la comida en la cocina.

Agatha se sentó a la mesa y se sirvió carne, patatas, espárragos, judías, ensalada, café y torta.

Mr. Droop esperaba sus comentarios. Se había esmerado con la comida.

Un bocado fue suficiente.

—¿Dónde compraste esta porquería? —dijo Agatha, mientras mordía su bistec.

—En la carnicería, querida.

—En la zapatería, querrás decir. ¡Parece suela!

—Pero…

Agatha giró y Mr. Droop se inclinó. Algunas gotas de salsa cayeron sobre su frente mientras el trozo de carne volaba a través de la habitación.

—Otro error como ése y será el último que cometas —gruñó Agatha, poniéndose de pie.

Mr. Droop se alejó. En la sala vio el ejemplar de Ciencia Impopular abandonado. Sus labios se contrajeron en una torva sonrisa.

—Muy bien —murmuró—. Veremos.

Minutos después estaba escrita su carta al doctor Pedro Moke, inventor; la envió esa misma noche.

No sabía qué podía esperar, pero tenía la ingenua esperanza de que sus problemas concluirían pronto. Esa noche durmió beatíficamente.

En su cara se podía ver la expresión dulce y confiada de un niño y el ojo negro que Agatha le había obsequiado antes de que se fueran a dormir.

Pasó casi una semana antes de que llegara el paquete.

Pero sonó el timbre y respondió, y uno de los hombres se llevó la mano a la gorra y dijo:

—Perdón, señora.

Mr. Droop estuvo a punto de cerrar la puerta de un golpe cuando reparó en el enorme bulto que los hombres habían subido por la escalera. Era una pesada caja de madera, que llevaba su nombre y dirección escritos en grandes letras negras.

—Es para mí —dijo—. ¿Dónde tengo que firmar?

En su excitación encendió un cigarro. Los dos hombres se rascaron la cabeza atónitos ante esa «señora» que aspiraba un enorme puro mientras firmaba el recibo.

Luego bajaron y se fueron: Mr. Droop se acercó al pesado bulto e intentó alzarlo.

Demasiado pesado. No se movía.

Se inclinó para tratar nuevamente, preguntándose si tendría que responder a un anuncio de cargadores en Ciencia Impopular. Hizo un violento esfuerzo y lanzó un juramento: la caja no se había movido.

—Y ahora, ¿qué diablos hago? —gruñó.

—¿Por qué no me abre aquí mismo? —dijo la caja.

—No es mala idea, ¿qué? —dijo el asombrado Mr. Droop.

—Que me abra aquí, tonto —aconsejó la voz.

—¿Dónde está usted? —dijo Droop, girando sobre sí mismo.

—Dentro de la caja, por supuesto. Apúrese, que no es nada agradable estar encerrado aquí.

—Tampoco es agradable oír una voz extraña dentro de una caja —observó Mr. Droop, con cierta amargura.

Pero de todas maneras fue en busca de un martillo y unas tenazas.

Al volver contempló con cierta vacilación su próxima tarea. Le asustaba un poco lo que podía encontrar dentro de la caja. Estos inventores de ahora…

—¿Qué está esperando? —se quejó la voz.

—Bueno… Simplemente… ¿Y quién es usted, si se puede saber? —preguntó.

—No sé.

—¿Que no sabe?

—Por supuesto que no.

—Y ¿de dónde viene?

—Me envía el doctor Moke, naturalmente. Él me construyó.

—Entonces, ¿quién es usted?

—No soy un quién, soy un «qué» —dijo la voz.

—¿Animal, vegetal o mineral? —preguntó Mr. Droop.

—Ninguna de las tres.

—Pero…

—Oh, abra la caja de una vez… No le voy a morder.

No era gran cosa como promesa, pero Mr. Droop empezaba a temer que alguna vecina le viera conversar con un bulto embalado. Esas gallinas viejas eran bastante chismosas.

Con un profundo suspiro, Mr. Droop se puso a trabajar. Arrancó las tablas y encontró una enorme maraña de virutas. Luego empezó a extraer una cantidad de paquetes envueltos en papel de embalar. Algunos eran grandes, otros pequeños, unos largos y otros cortos. Los colocó cuidadosamente en la entrada de su casa.

Luego volvió a inclinarse y sus manos encontraron el fondo de la caja.

¿Dónde estaba entonces la persona que le había hablado?

—¡Eh! —dijo Mr. Droop—. ¿Y ahora dónde está?

—Aquí —dijo pacientemente la voz—. A sus pies.

Mr. Droop dio un salto de costado. Vio un gran paquete esférico.

—Vamos, desenvuélvame —ordenó la voz.

Sus dedos temblorosos tardaron bastante, pero Mr. Droop logró hacerlo. Luego contempló el pesado objeto brillante.

Era una cabeza: una cabeza metálica.

Al menos parecía una cabeza. Tenía un agudo mentón de acero, nariz de aluminio, dos ojos y una mandíbula articulada. La superficie del cráneo plateado era lisa y lustrosa, pero el cuello terminaba en forma irregular, y un tubo sobresalía por debajo.

—Hola —dijo la cara metálica—. ¿Quién es usted?

—Sólo Dios lo sabe —dijo bruscamente Mr. Droop—. Una persona que nunca esperó mantener una conversación con una cabeza de acero.

—Lo sé —dijo la cara resplandeciente—. Usted es Mr. Droop, el hombre para quien voy a trabajar.

—Así me parece —suspiró Mr. Droop.

Miró fascinado cómo la articulación metálica subía y bajaba para hablar.

—¿Cómo habla usted?

—Muy bien, gracias —dijo la cabeza—. Pero ¿por qué no me arma?

—¿Armarlo?

—Por supuesto. Tiene que reunir todas las partes. Las va a encontrar en los demás paquetes.

—¿Qué clase de locura es ésta? —preguntó.

—¿Quiere decir que falta algo? —dijo fríamente la cabeza—. Si es así, se equivoca. El doctor Moke me desarmó y me empaquetó cuidadosamente. Pensó enviar instrucciones completas para el montaje, pero eso no es necesario: yo puedo explicárselo paso a paso. Es realmente muy fácil: un chico de tres años podría hacerlo.

Mr. Droop se alejó vivamente.

—¿Adónde va? —preguntó la cabeza.

—A buscar un chico de tres años. Que lo haga él. Yo no me atrevo.

La cabeza se rió con alegre risa metálica.

—Vamos. Simplemente tiene que unir las partes. Encontrará tuercas y tornillos en ese paquetito, junto a las piernas. Y —sí— allí está el torso.

Cautelosamente, Mr. Droop puso manos a la obra. A pesar de lo inusitado de la tarea, con las expertas directrices de la cabeza metálica armó un cuerpo metálico completo. Dos brazos y dos piernas, hermosamente diseñados y articulados se unieron fácilmente al elegante torso. Había pequeñas aberturas para introducir el extremo de una cantidad de cables que quedaban automáticamente conectados en alguna parte de la estructura de acero. Puso en posición una cantidad de pequeños clavos de aluminio y la cabeza se ajustó a una abertura en la parte superior del cuerpo. Una conexión flexible servía de cuello.

Por fin, Mr. Droop unió las manos y los pies, de exquisita forma, a los miembros metálicos. Los dedos eran quizás el rasgo más admirable del cuerpo.

—Ya está —dijo la cabeza, con satisfacción—. ¡Al fin! Espero que todos los cables estén donde deben. Los hombres son tan torpes. —Una sorprendente sonrisa apareció en la boca metálica—. Les falta el toque femenino.

—¿Femenino? ¿Es usted mujer?

—Naturalmente, tonto —se burló la cabeza—. ¿Acaso no se supone que toda empleada de servicio doméstico debe ser mujer?

—¿Cómo se llama?

—No tengo nombre. A usted le toca ponerme uno, Mr. Droop. Ahora ¿quiere ayudarme?

Mr. Droop tendió una mano a la criatura para que se levantara, y el cuerpo de un metro y medio se irguió cual alto era: un simulacro perfecto de la humanidad.

«Como el hombre de lata del Mago de Oz», pensó Mr. Droop. Y dijo en voz alta:

—Eso es: la llamaré Tinnie.

—¿Tinnie? Me gusta, aunque no sea totalmente exacto —dijo la criatura metálica—. Al doctor Moke no sé si le gustaría oír que sus robots están hechos de lata.

—Usted es un robot —dijo Mr. Droop—. Un robot auténtico.

—Por supuesto —dijo Tinnie.

—¿Y puede caminar, y hablar, y pensar y todo?

—Me temo que no «todo» —dijo Tinnie, sonriendo—. No tendrá que preocuparse por alimentarme ni por proporcionarme un lugar donde dormir. Un poco de aceite de vez en cuando y un rápido control de las conexiones es todo lo que necesito.

Tinnie caminó y salió: Mr. Droop seguía sus movimientos con ojos asombradísimos. Aparte de un mínimo balanceo, el robot se movía con notable precisión. Fuera cual fuera el artificio que le permitía ver, oír y pensar, además de coordinar sus movimientos, el robot era real, y funcionaba perfectamente.

Mientras la miraba, Tinnie se inclinó y recogió el papel de embalaje y las tablas.

—Será mejor limpiar esto —dijo.

—Un momento —dijo Mr. Droop—; la ayudaré.

—No, por favor —dijo el robot—. Éste es mi trabajo. Eso es lo que me dijo el doctor Moke. Vine aquí a ocuparme de las tareas domésticas. Así que muéstreme la casa e indíqueme qué hay que hacer.

Sin salir de su sorpresa, Mr. Droop condujo a Tinnie al interior.

Parecía demasiado bueno para ser verdad. Podría haber abrazado a la muchacha metálica y besado su boca plateada; pero Mr. Droop era un hombre de elevada moral.

En cambio, le entregó el delantal y el gorro.

El robot se ajustó estas prendas ante el espejo.

—Es muy bonito —dijo—. Es usted una persona muy cuidadosa, Mr. Droop. Estoy segura de que me gustará trabajar aquí. ¿Puedo hacer algo antes de preparar la cena?

Mr. Droop guardó silencio un instante, luego sonrió.

—Pues, sí —dijo—. ¿Le molestaría ordenar el dormitorio y traerme un cigarro?

Los días siguientes fueron perfectos. Casi demasiado perfectos.

Mr. Droop tomó una decisión de inmediato. Agatha no debía saberlo jamás. Mucho antes de que llegara de regreso esa primera noche, Mr. Droop instruyó cuidadosamente a Tinnie acerca de lo que debía hacer y le advirtió que debía mantenerse fuera de la vista cuando Mrs. Droop estuviera cerca.

No dio ninguna explicación, y agradeció que el robot no se las pidiera.

—Tiéndase debajo de la cama —sugirió—, y quédese allí toda la noche. Agatha sale a trabajar a las siete, entonces puede levantarse.

Tinnie obedeció. El día siguiente, Mr. Droop le explicó todo lo necesario acerca del trabajo de la casa.

Era una alegría ver trabajar a Tinnie. Nunca se cansaba, se quejaba ni hacía preguntas. Barría, limpiaba, lavaba, ordenaba y cocinaba magníficamente.

El doctor Moke había hecho una maravilla, evidentemente. Mr. Droop no habría podido pedir más. Tinnie desaparecía de la vista cada vez que sonaba el timbre de la puerta.

Agatha parecía satisfecha del estado de la casa. No preguntó nada, pero gruñó su sorpresa cuando inspeccionó las habitaciones minuciosamente limpias y probó la comida.

Mr. Droop no había sido nunca tan feliz en su vida, es decir, en su vida de casado.

No pudo dejar de decírselo a Tinnie.

Una tarde, mientras el robot sacudía las alfombras y Mr. Droop leía Ciencia Impopular cómodamente instalado en el sofá con un cigarro en la boca, el dueño de la casa movió la cabeza.

—¿He cometido algún error? —preguntó Tinnie, volviéndose hacia él.

—Nada de eso —respondió Mr. Droop—. Exactamente al contrario. Estoy maravillado de su eficiencia. Es una maravilla.

—Muchas gracias —dijo el robot—. Al doctor Moke le encantaría saber que usted piensa eso.

—¿Qué clase de hombre es el doctor Moke? —preguntó Mr. Droop.

—Un famoso hombre de ciencia —explicó Tinnie—. Ha trabajado en sus modelos de robots durante años.

—Debe estar orgulloso de haberla creado —declaró Mr. Droop—. Pero simplemente no me puedo imaginar cómo lo hizo.

—¿Le gustaría saber cómo fue? —preguntó Tinnie.

—Bueno… —dijo Mr. Droop.

Sin ningún motivo, se ruborizó un poco.

—¿Qué le ocurre? —preguntó Tinnie—. ¿No sabe cómo se hace una muchacha?

—Humm… No exactamente —admitió Mr. Droop, algo más enrojecido.

—Fue un problema muy difícil —suspiró el robot—. Primero hubo que establecer las radiofrecuencias. ¡Cómo se preocupó ese hombre por mis cables! Luego diseñó la laringe artificial, los centros de coordinación y equilibrio, y los receptores de cromio. Incluso fue muy complicado diseñar mi cuerpo de acero y aluminio. Nunca olvidaré que me escondió en el sótano cuando la requisa de metales.

La reminiscencia hizo castañetear los dedos de Tinnie.

—Hizo un trabajo magnífico —dijo Mr. Droop—. Usted es perfecta.

—¿Lo dice de veras? —dijo sonriente Tinnie—. A veces yo misma lo pienso. —Se acercó un poco—. ¿Ha reparado en mi chasis? —murmuró.

—Naturalmente —dijo Mr. Droop—. Tiene un chasis estupendo, querida.

Tinnie parecía incrédula.

—Es cierto, Tinnie. Me gusta usted. Es silenciosa, sensata y trabajadora. Nunca se enoja. Y además me gusta su carita brillante y su…

—Bong —hizo Tinnie.

—¿Cómo?

—Bong.

Tinnie se puso súbitamente rígida. Sus brazos cayeron laxos junto al cuerpo y la cabeza se le dobló sobre el pecho.

—¿Qué ocurre? —preguntó Mr. Droop, poniéndose en pie de un salto.

—No sé —dijo Tinnie, laboriosamente—. Sus elogios me trastornaron… creo que se me ha quemado un fusible.

—¡Por Dios! —exclamó Droop—. Voy a llamar un médico.

—Un mecánico sería mejor —dijo el robot—. Pero no lo haga… Uno de los cables del cuello está suelto… Lo siento moverse. Lo único que tiene que hacer es conectarlo con las baterías. Búsquelo y ponga el extremo suelto donde corresponde.

Mr. Droop se acercó al robot, y encontró el cable desprendido. Se inclinó, pasó su brazo en torno del cuello de Tinnie y le sostuvo la espalda mientras con la otra mano restablecía el contacto.

—¡Roscoe!

Mr. Droop giró sobre sus talones.

Agatha estaba en la puerta. Sus ojos miraban la escena intensamente.

—Roscoe… ¿qué estás haciendo? —gritó—. ¿Qué es eso…? Esa especie de basurero animado.

—Es una robot —balbuceó Mr. Droop—. Se llama Tinnie…

—Una robot —dijo Agatha—. Una mujer, ¿eh?

—No comprendes —protestó Mr. Droop—. Es una doméstica… Me ha estado ayudando con la casa…

—Ya veo.

Agatha miró indignada la actitud de Mr. Droop, quien aún sostenía en sus brazos a Tinnie, y tenía en su cuello la mano izquierda, en lo que parecía una apasionada caricia.

—Pero no ves —gimió Mr. Droop—. No estaba haciendo nada malo… Simplemente le conectaba las baterías…

—¿Así que las baterías?

—Quiero decir. Me pidió que le examinara el chasis… —Mr. Droop movió los brazos en un gesto de desesperación—. No te puedo explicar, pero es inofensiva. No es como nosotros. No tiene padre ni madre.

—Sigue —urgió Agatha—. Explícame ahora cómo te aprovechaste de esa pobre huérfana en mi ausencia. Debería arrancarte los miembros uno por uno.

—Por favor, aquí no —dijo Tinnie—. Acabo de limpiar la alfombra.

—¿No ves? —exclamó triunfalmente Mr. Droop—. Es un robot. Un hombre de ciencia me la envió para hacer un ensayo. Es la domestica perfecta.

—Ajá —dijo su esposa. Luego se encogió de hombros—. Ya nos ocuparemos de esto más tarde —prometió—. Lo haría ahora, pero me preocupa algo más importante.

—¿De qué se trata? —preguntó Mr. Droop.

—He invitado a mi jefe a cenar mañana a la noche —anunció Agatha.

—¿El jefe?

—Sí, señor —dijo Agatha con orgullo—. Si le causo buena impresión, haré carrera en la Fundación Hércules. Mi invitado es nada menos que el mismo George Musclebinder.

—¿El Rey del Acero? —preguntó Droop, impresionado a pesar suyo.

—El mismo. Mañana a la noche prepararás la cena para uno de los hombres más importantes del país. Tú y tu Tin Lizzie haréis una comida espléndida, o si no…

—La haremos —dijo Mr. Droop.

—Por supuesto —dijo el robot.

Mrs. Droop miró malévolamente a Tinnie.

—Nada más —dijo—. Se quedará hasta mañana para ayudar. Y después…

—No querrás despedirla, ¿verdad? —dijo Mr. Droop con un hilo de voz.

Agatha asintió.

—Eso es lo que pienso hacer —respondió—. Mañana, después de la cena, se irá de aquí en su propio envase.

Mr. Droop pasó horas terribles esa noche y todo el día siguiente. Se ocupó él mismo de barrer y limpiar mientras Tinnie se hacía cargo de la cena especial para Agatha y su invitado.

—Tendrá que servir usted —dijo ella—. Su esposa no querrá que su jefe me vea. Creo que no le gusto.

—Cambiará —aseguró Mr. Droop, nada convencido—. Agatha es así. Si le gusta la cena estoy seguro de que la dejará quedarse.

—¿Usted quiere que yo me quede? —dijo Tinnie.

En el ángulo de sus ojos apareció un conmovedor reflejo.

—Más que nada en el mundo —dijo Mr. Droop—. Ha sido una felicidad tenerla aquí. Por primera vez he visto qué significan la paz y la comodidad.

Tinnie sonrió. Mr. Droop la miró, sólo entonces advirtió que cuando sonreía se le formaban hoyuelos en las mejillas. Este fenómeno le sentaba a las mil maravillas.

—Bueno —dijo Mr. Droop, después de aclararse la garganta—. Es mejor que nos apresuremos. Vendrán en cualquier momento.

Mr. Droop puso la mesa y Tinnie desapareció en la cocina: podía oírla atareadísima con ollas y sartenes.

Luego sonó el timbre y entró Agatha.

George Musclebinder la siguió.

El Rey del Acero parecía un hombre rudo. Era tan alto y musculoso como Agatha, y sus rasgos de bulldog le daban cierto aire de ferocidad. Por el momento, sin embargo, se limitó a darle una palmada en el trasero a Agatha, con una risotada.

Agatha, con la cara arrebolada y expresión de timidez, le encendió el cigarro.

Mr. Droop apareció en la puerta, sorprendido. ¿Agatha alegre y juguetona? ¿Agatha le permitía a alguien fumar en su casa?

—Hola —dijo ella—. Creo que nos demoramos un poco… Nos quedamos a tomar un par de copas por el camino.

—Whisky con cerveza —explicó Musclebinder—. Eso le vuelve a uno de pelo en pecho, ¿no es verdad, Aggie?

Mr. Droop esperaba que su esposa asesinara en el acto al Rey del Acero. Era impensable que alguien la llamara «Aggie».

Pero Agatha no hizo nada semejante. En cambio se rió, le clavó un dedo a Musclebinder entre las costillas y luego le dijo a Mr. Droop:

—¿Por qué te quedas mirando? —preguntó—. Toma el sombrero de George y prepárate para servir la cena. Estamos muertos de hambre.

Mr. Droop tomó el sombrero de Musclebinder. El gran hombre lo inspeccionó divertido.

—De modo que éste es tu cara mitad, ¿eh, Aggie? —dijo—. Muy bien, muy bien. Encantado de conocerle… Droop.

Bruscamente, cogió la mano de Mr. Droop y empezó a convertirla en pulpa. El brazo de Droop quedó paralizado hasta el hombro.

Musclebinder, evidentemente, no sabía aún si iba a sacarle el brazo de la articulación. Por fin decidió que no y le soltó la mano.

—Veremos qué es lo que ha preparado para los que trabajan —rugió con asquerosa cordialidad—. Aggie me dice que es muy buen cocinero. Me imagino que por eso debe haberse casado con usted, ¿verdad?

Mr. Droop gustosamente habría matado al hombre en el acto. En cambio, una feroz mirada de Agatha le envió a guardar el sombrero de Musclebinder. Luego se hizo a un lado en tanto su esposa y el Rey del Acero se dirigían al comedor.

Se sentaron. Agatha contempló la mesa, prolijamente puesta y decorada.

—¿Por qué tres lugares? —preguntó.

—Bueno… Musclebinder, tú y yo…

—Solamente George y yo —corrigió—. Tú puedes comer en la cocina cuando terminemos. Apúrate, empieza a servir.

Se volvió a Musclebinder con una hechicera sonrisa y le dijo:

—No te enojes con él: es tan imbécil…

Mr. Droop se precipitó en la cocina. Suspiró.

—¿Qué ocurre? —preguntó solícitamente Tinnie mientras cubría la entrée con una tapa de plata.

—Nada, nada —mintió Mr. Droop desesperadamente.

Sabía el trabajo que se había tomado Tinnie para preparar esta comida y no tenía corazón para entristecerla ahora.

—Todo saldrá bien —dijo—. Comeré con usted aquí para acompañarla.

El robot le dirigió una mirada de gratitud, combinada con cierta ansiedad maternal.

—Espero que al jefe le guste lo que le he preparado —dijo ella—. Éste es el plato de Agatha, pero éste otro es especial para él.

—Espléndido —dijo Mr. Droop.

Llevó la comida. Agatha y Musclebinder reían ruidosamente. A la vista de Mr. Droop, la mandíbula de su esposa se cerró con firmeza.

—¿Qué significa esto? —preguntó.

—Es una sopa.

—No me refiero a eso, estúpido. ¿Qué es esto de servir la mesa sin estar vestido como se debe? Vuelve a la cocina y ponte el delantal.

—Ja, ja —rió Musclebinder—. ¡Muy bien! Le tienes bien enseñado, ¿eh?

—Está bien claro quién lleva los pantalones en esta casa —se jactó Agatha—. Y él obedece, como hacen los hombres en la fundición.

—Así es —declaró Musclebinder—. En todos mis años de hombre de acero jamás he visto a nadie que pueda manejar los hombres como tú, Aggie. ¿Qué te parecería un ascenso a capataz?

Mr. Droop no oyó la respuesta. Humildemente retiró los platos de sopa, y regresó de la cocina con el resto.

Musclebinder recibió una fuente con tapa de plata.

—Algo especial para usted —dijo Mr. Droop.

—¡Espléndido! ¡Es el ama de casa perfecta! —dijo Musclebinder, pellizcándole la mejilla a Mr. Droop con picardía.

Alzó la tapa y se sirvió generosamente el contenido cubierto de salsa.

—Por Dios, estoy muerto de hambre —mugió—. Voy a comer y comer y comer…

Tomó una enorme porción en su tenedor y se la tragó vorazmente.

De pronto se le salieron los ojos de las órbitas.

—¡Gazup! —farfulló—. ¡Ug! ¡Fffffffugg! ¡Ulp!

—¿Qué ocurre? —murmuró Agatha.

—¡Glurg! ¡Plop! ¡Aaaargh! —dijo Musclebinder.

Su cara adoptó un púrpura profundo mientras se sofocaba y tosía.

—George… Qué…

Con un ahogado esfuerzo, Musclebinder logró expectorar la obstrucción de su garganta.

Algunos objetos cayeron tintineando en su plato.

Con los ojos muy abiertos, Mr. Droop vio una colección de pernos, tuercas y recortes de chapa.

—¿Qué diablos? —graznó Musclebinder.

—¡Ven aquí… tú! —chilló Agatha.

Mr. Droop se lanzó hacia la puerta de la cocina, con Agatha pegada a sus talones.

—¿Quién hizo esto? —gritó, frente a su marido y al robot.

—¿Quién hizo qué? —preguntó con calma Tinnie.

—¿Quién le sirvió al jefe esas tuercas?

—Yo, naturalmente —dijo Tinnie—. ¿Por qué… también usted quería? No lo pensé.

—¡Basta de insolencias! Lo que quiero saber es quién preparó ese plato para George Musclebinder.

—¿Acaso no es eso lo que le gusta? —preguntó Tinnie—. Si es un hombre de acero, un rey del acero.

—¿De acero?

Agatha se volvió loca.

Se lanzó hacia el robot a través de la habitación. A mitad de camino cogió de la mesa de la cocina un abrelatas. Blandiendo esa arma letal cargó contra Tinnie en un intento asesino.

—Idiota de metal —dijo—, ¡te cortaré en tiras de hojalata!

Mr. Droop permaneció paralizado un instante. Pero sólo un instante. Algo estalló en su interior.

—¡Suéltala! —gritó Mr. Droop.

—¿Cómo te atreves a interferir, gusano? —dijo Agatha, volviéndose.

—Suéltala inmediatamente —ordenó Mr. Droop—. ¡No le harás daño a la mujer que amo!

—¿Amor…? —alcanzó a decir Agatha.

También Mr. Droop estaba sobresaltado. Las palabras habían acudido sin querer a sus labios, pero comprendía que estaba diciendo la verdad.

—¿Que amas a este montón de desechos?

—Sí —dijo desesperadamente Mr. Droop—. Y si la tocas… ¡No! ¡No lo harás!

Agatha se volvió y golpeó a Tinnie.

En el mismo momento, Mr. Droop entró en acción. Aferró un rodillo de amasar y lo descargó firmemente sobre la cabeza de Agatha: la madera se resquebrajó y partió, pero Agatha se detuvo.

En ese momento, George Musclebinder apareció en la cocina.

—¿Qué ocurre aquí? —dijo, con su vozarrón, el Rey del Acero.

Sus ojos desconcertados y muy abiertos vieron el robot. Tinnie trataba de escapar, y se lanzó contra él: al ver el brillante cuerpo de acero, la cara metálica y los duros brazos mecánicos tendidos hacia él, gritó:

—¡Un monstruo! ¡Socorro! ¡Es magia! ¡Llévenselo!

Temblando de pánico, Musclebinder huyó a la carrera.

Agatha le siguió.

—¡George, espérame! —gimió—. Me voy contigo.

Se detuvo en el umbral y le dijo, lloriqueando, a Mr. Droop:

—Te darás cuenta de que éste es el fin —le dijo—. Me voy para siempre. Le has destrozado los nervios al pobre George. Y si prefieres a mí la compañía de un basurero andante… Bueno, es tu propio funeral.

Mr. Droop hizo un gesto con medio rodillo de amasar y Agatha cerró apresuradamente la puerta.

Él se quedó allí, y escuchó el ruido de los pasos que se alejaban.

Tinnie estaba a su lado. Sus mandíbulas se abrían en una lenta sonrisa.

—Gracias —le dijo—. Gracias por salvarme.

—No es nada —murmuró Mr. Droop, con voz avergonzada—. Olvídelo.

—No puedo olvidarme —dijo Tinnie, acercándose. Su voz era muy dulce—. ¿Era verdad lo que le dijiste a Agatha?

—¿Qué? —dijo Mr. Droop.

—Acerca de la mujer que amas… —Tinnie bajó tímidamente la cabeza.

—Creo que sí —respondió muy despacio Mr. Droop.

—Entonces, puedo quedarme —dijo Tinnie—. Cocinar para ti, ocuparme de la casa y lo que sea.

Mr. Droop se volvió hacia ella con una flamante energía.

—Por supuesto que sí —dijo—. Yo saldré a buscar trabajo y volveré a sentirme un hombre. Y tú te quedarás. Siempre he querido una chica como tú.

Así quedó resuelto. Mr. Droop le escribió al doctor Moke y le pidió permiso. Desde entonces los dos viven juntos y son felices.

Sólo el tiempo puede decir si puede dar buen resultado la unión de un hombre con una robot.

Pero por el momento, Tinnie y Mr. Droop están muy cerca del día en que celebrarán las bodas de hojalata.