Cuentos para ver

LA CONVERSACION DE EIROS Y CHARMION - Edgar Allan Poe

EIROS

¿Por qué me llamas Eiros?

CHARMION

Te llamarás así desde hoy y para siempre. También habrás de olvidar mi nombre terrenal y llamarme Charmion.

EIROS

¡Realmente esto no es un sueño!

CHARMION

Ya no hay sueños entre nosotros. Pero de estos misterios hablaremos luego. Me alegra verte como si estuvieras vivo, y oírte razonar. El velo de sombra ya ha desaparecido de tus ojos. Ten ánimo y nada temas: se cumplieron tus asignados días de sopor y mañana yo misma te introduciré en todas las alegrías y las maravillas de tu nueva existencia.

EIROS

Ciertamente no siento sopor alguno. En absoluto. El violento malestar y la oscuridad terrible me han abandonado y ya no oigo ese ruido disparatado, impetuoso y horrible, parecido a «la voz de numerosas aguas» del Apocalipsis. Sin embargo, mis sentidos están ofuscados, Charmion, por la agudeza con que perciben lo nuevo.

CHARMION

Unos pocos días borrarán todo eso; te comprendo muy bien y sé cómo te sientes. Hace ya una década terrenal que pasé por lo que tú pasas y el recuerdo aún pesa sobre mí. Pero ya has sufrido todos los padecimientos que debías soportar en Aidenn (el Edén).

EIROS

¿En Aidenn?

CHARMION

En Aidenn.

EIROS

¡Oh, Dios mío! ¡Apiádate de mí, Charmion! Estoy abrumada ante la majestad de todas las cosas; ante lo desconocido ahora conocido; ante el Futuro conjeturado que se funde en el augusto y cierto Presente.

CHARMION

No te aferres ahora a tales reflexiones. Mañana hablaremos de eso. Tu mente vacila; pero su agitación hallará alivio en el ejercicio de los recuerdos simples. No mires a tu alrededor ni hacia delante, sino hacia atrás. Ardo de ansiedad por oír detalles sobre el prodigioso suceso que te ha arrojado a nuestro seno. Cuéntame. Conversemos de temas conocidos en el viejo y familiar lenguaje del mundo que tan espantosamente ha perecido.

EIROS

¡Espantosamente, sí! En verdad, no es sueño.

CHARMION

Ya no hay sueños. ¿Fui muy llorada, Eiros mío?

EIROS

¿Llorada, Charmion? Oh, sí; muchísimo. Hasta aquel instante, final para todos, pendió una nube de intenso pesar y de devota pena sobre tu familia.

CHARMION

Y ese instante final… Háblame de él. Ten en cuenta que, aparte del escueto hecho de la catástrofe misma, lo desconozco todo. Cuando, tras abandonar el reino de los hombres, penetré en la Noche franqueando la Tumba… Por entonces, si recuerdo bien, la calamidad que recayó sobre vosotros era completamente imprevisible. Aunque, a decir verdad, poco sabía yo de la filosofía especulativa de aquel tiempo.

EIROS

Esa calamidad en particular resultaba, como dices, enteramente imprevisible; sin embargo, desventuras análogas eran tema de discusión entre los astrónomos desde tiempo atrás. No será menester decirte, amiga mía, que incluso cuando tú nos dejaste, los hombres habían coincidido en interpretar los pasajes de los más sagrados escritos que hablan de la final destrucción de todas las cosas por el fuego, como alusiones referentes tan sólo al globo de la tierra. Pero en lo que respecta al agente inmediato de la destrucción, los razonamientos estaban errados desde aquella era del conocimiento astronómico en la que los cometas fueran despojados de la terrorífica condición de incendiarios. La modestísima densidad de tales cuerpos había quedado bien establecida. Se les había observado a su paso entre los satélites de Júpiter, sin producir ninguna alteración sensible en las masas ni en las órbitas de esos planetas secundarios. Hacía tiempo que considerábamos a esos vagabundos como vaporosas creaciones de inconcebible ligereza, completamente incapaces de causar daño alguno a nuestro macizo globo, ni siquiera en el caso de que se produjese un contacto. Pero tampoco el contacto se esperaba, ya que los elementos de todos los cometas se conocían con exactitud. Que entre ellos debiéramos buscar al agente de la temida destrucción ígnea era algo que durante muchos años se consideró una idea inadmisible. Pero en los últimos días, portentos y desatinadas fantasías menudearon extrañamente entre los hombres; y, aunque la verdadera aprensión prevaleciera tan sólo en un reducido grupo de ignorantes, lo cierto es que, al anunciar los astrónomos un nuevo cometa, la noticia fue acogida en general con un no sé qué de agitación y desconfianza.

Los elementos del extraño orbe fueron calculados de inmediato y todos los observadores admitieron unánimemente que su curso, en el perihelio, le acercaría mucho a la tierra. Dos o tres astrónomos de menor autoridad sostuvieron resueltamente que el contacto era inevitable. No puedo expresarte bien el efecto que dicha afirmación causó en la gente. Durante unos días todos se negaron a creer una aseveración que sus mentes, por tanto tiempo ocupadas en consideraciones profanas, eran por completo incapaces de concebir. Pero la verdad de un hecho de vital importancia no tarda en abrirse paso hasta la comprensión de los más estúpidos. Por fin todos aceptaron que el conocimiento astronómico no mentía y esperaron al cometa.

Al principio no se acercó a velocidad perceptible y su aspecto no revestía carácter insólito. Era de un rojo apagado y su estela apenas apreciable. Durante siete u ocho días no vimos un aumento material en su diámetro aparente; sólo una parcial alteración del color. Entretanto, las ocupaciones ordinarias de los hombres fueron descuidadas y todo el interés se centró en las crecientes discusiones, comenzadas por los científicos, que planteaban el problema de la naturaleza del cometa. Hasta los más rematados ignorantes espolearon sus remolonas capacidades para alternar en el intercambio de consideraciones. Los instruidos por fin dedicaron su inteligencia, su alma, a algo distinto de sus esfuerzos por disipar el miedo o sostener una preciada teoría. Buscaron y se afanaron por hallar ideas correctas. Clamaron por un conocimiento perfeccionado. La verdad se alzó con la pureza que da la fuerza y la completa majestad, de modo que los sabios se postraron para adorarla.

Que del temido choque resultaran daños materiales a nuestro globo y sus habitantes, era opinión que fue perdiendo gradualmente fuerza entre los doctos; y éstos gozaban ya de plenos poderes para gobernar la razón y la fantasía de las multitudes. Se demostró que la densidad del núcleo del cometa era mucho menor que la de nuestro gas más rarificado y se hizo hincapié sobre el inocente paso de un visitante similar entre los satélites de Júpiter. Esto último sirvió en buena medida para aliviar el terror. Los teólogos, con gravedad alimentada de miedo, se atuvieron a las profecías bíblicas y las explicaron a las gentes con llaneza y simplicidad tales que no conocían precedentes. Que la destrucción final de la tierra sobrevendría por obra del fuego era un concepto machacado con tal celo que ganaba la convicción de todo el mundo; y que los cometas no eran de naturaleza ígnea (como todos sabían ya) era una verdad que a todos tranquilizaba ante el temor de que pudiera acaecer la gran calamidad predicha. Conviene destacar que los prejuicios populares y los errores comunes en lo que tiene que ver con pestilencia y guerras —errores que tienden a prevalecer en cuanto aparece algún cometa— resultaron completamente desconocidos en esta ocasión: como por obra de un súbito esfuerzo, la razón, por una vez, desterró de su trono a la superstición. La más débil de las inteligencias extrajo vigor del apasionado interés reinante.

En cuanto a los males menores que pudiera acarrear el contacto, constituyeron tema de complicadas discusiones. Los eruditos hablaron de alteraciones geológicas de poca monta, de probables cambios de clima y, en consecuencia, de vegetación; también aludieron a posibles influencias magnéticas y eléctricas. Muchos sostuvieron que ningún efecto perceptible o visible iba a producirse en absoluto. Mientras arreciaban las discusiones, el tema de las mismas no cesaba de aproximarse. Su diámetro aparente crecía y su brillo se tornaba más intenso. La humanidad palidecía más y más, a medida que se acercaba. Todas las actividades humanas quedaron suspendidas.

Llegó un momento en que el cometa alcanzó por fin un tamaño superior al de cualquier aparición previamente registrada. La gente entonces, dejando a un lado toda tenaz esperanza en la equivocación de los sabios, experimentó sin excepción toda la certidumbre del mal. Se esfumó el aspecto quimérico de los terrores. Los corazones de los hombres más recios de nuestra especie latieron con violencia en sus pechos. Y pocos días bastaron para fundir aún sensaciones tales en una masa de emociones más intolerables. Ya no podíamos aplicar al extraño orbe ningún concepto ordinario. Sus atributos históricos habían desaparecido. Nos oprimía con su terrible novedad. Lo vimos no ya como un fenómeno astronómico en los cielos, sino como un peso en nuestros corazones y una sombra sobre nuestros cerebros. Había asumido, con inconcebible rapidez, el carácter de un gigantesco manto de raro fuego, que se extendía de horizonte a horizonte.

Un día más y los humanos respiraron con más libertad. Resultaba claro que nos encontrábamos ya dentro del campo de influencia del cometa; y sin embargo, vivíamos. Hasta llegamos a sentir una desacostumbrada elasticidad en los miembros y mayor vivacidad de razonamiento. La extremada ligereza del objeto de nuestros temores era ya aparente: los objetos celestiales eran claramente visibles a través de él. Mientras, nuestra vegetación se había alterado de forma evidente y cobramos confianza, porque tal circunstancia había sido predicha por los sabios. Una exuberancia de follaje tal como nunca se viera antes se dio en todos los vegetales.

Otro día más… y el mal no estaba en absoluto sobre nosotros. Era evidente ahora que lo primero que nos alcanzaría iba a ser su núcleo. Un formidable cambio se operó en todos; y la primera sensación de dolor fue el tremendo signo que dio paso a los lamentos y al espanto generales. Esta primera percepción dolorosa consistía en una constricción muy fuerte en el pecho y pulmones. La piel se nos resecó, causándonos insufribles padecimientos. No podía negarse que nuestra atmósfera había sido afectada de manera radical. La conformación de dicha atmósfera y las posibles modificaciones a las que quedaría sujeta constituían ahora los temas de todas las conversaciones. El resultado de las pesquisas desató un escalofrío eléctrico del más intenso terror a través del humano corazón universal.

Se sabía de antiguo que el aire que nos envolvía era una mezcla de oxígeno y nitrógeno, en proporción de veintiuna partes de oxígeno y setenta y nueve de nitrógeno por cada cien unidades de atmósfera. El oxígeno encerraba el principio de la combustión y era el vehículo del calor, de modo que resultaba absolutamente necesario para el mantenimiento de la vida. Se le consideraba el agente más poderoso y enérgico existente en la naturaleza. El hidrógeno, por el contrario, era incapaz de sostener la vida y la combustión. Una cantidad anormal de oxígeno daría por resultado, según se afirmaba, la exaltación de ánimos que experimentábamos precisamente por esos días. La extensión de dicha idea hasta su límite fue lo que motivó el pánico. ¿Cuál sería el resultado de una extracción total de nitrógeno? Pues una combustión inextinguible, devoradora, todopoderosa e inmediata; la realización cabal, en todos sus minuciosos y terribles detalles, del anuncio flamígero y aterrador contenido en las profecías del Libro Sagrado.

¿A qué pintarte, Charmion, el desencadenamiento del frenesí entre la especie humana? Aquella ligereza del cometa que al principio nos inspirara esperanza se transformó en fuente de amargura y desesperación. En su impalpable cualidad gaseosa vimos con toda nitidez la consumación del Destino. Entretanto pasó un día más, llevándose consigo la última sombra de Esperanza. Jadeábamos en medio de la rápida modificación del aire. La sangre roja batía tumultuosamente en sus estrechos canales. Un furioso delirio se apoderó de todos y, con los brazos tendidos rígidamente hacia el cielo amenazante, todos temblaron y lanzaron alaridos. Pero el núcleo destructor se encontraba ya sobre nosotros… Aún aquí, en Aidenn, me estremezco al hablar. Seré breve, tan breve como la ruina que nos aplastó. Por un momento sólo se vio una fantástica y espeluznante luz, que alumbró y penetró todas las cosas. Luego, ¡postrémonos, Charmion, ante la suprema majestad del gran Dios! Luego se alzó un clamor estruendoso y general, que se hubiese dicho escapado de la propia boca de Él. Mientras duró, toda la masa de éter de que gozábamos y en la que existíamos estalló al mismo tiempo, transformándose en una especie de intensa llamarada para describir la cual, con su brillantez infinita y su calor hirviente, ni los ángeles del alto Cielo de la pura sabiduría tienen palabras. Así terminó todo.

EL GERENTE - Horacio Quiroga

¡Preso y en vísperas de ser fusilado!… ¡Bah! Siento, sí, y me duele en el alma este estúpido desenlace; pero juro ante Dios que haría saltar de nuevo el coche si el gerente estuviese dentro. ¡Qué caída! Salió como de una honda de la plataforma y se estrelló contra la victoria. ¡Qué le costaba, digo yo, haber sido un poco más atento, nada más! Sobre todo, bien sabía que yo era algo más que un simple motorman, y esta sola consideración debiera haberle parecido de sobra.

Ya desde el primer día que entré noté que mi cara no le gustaba.

—¿Qué es usted? —me preguntó.

—Motorman —respondí sorprendido.

—No, no —agregó impaciente—, ya sé. Las tarjetas estas hablan de su instrucción: ¿qué es?

Le dije lo que era. Me examinó de nuevo, sobre todo mi ropa, bien vieja ya. Llamó al jefe de tráfico.

—Está bien; pase adentro y entérese.

¿Cómo es posible que desde ese día no le tuviera odio? ¡Mi ropa!… Pero tenía razón al fin y al cabo, y la vergüenza de mí mismo exageraba todavía esa falsa humillación.

Pasé el primer mes entregado a mi conmutador, lleno de una gran fiebre de trabajo, cuya inferioridad exaltaba mi propia honradez. Por eso estaba contento.

¡El gerente! Tengo todavía sus muecas en los ojos.

Una mañana a las 4 falté. Había pasado la noche enfermo, borracho, qué sé yo. Pero falté. A las 8, cuando fui llamado al escritorio, el gerente escribía: sintió bien que yo estaba allí, pero no hizo ningún movimiento. Al cabo de diez minutos me vio —¡cómo lo veo yo ahora!— y me reconoció.

—¿Qué desea? —comenzó extrañado. Pero tuvo vergüenza y continuó—: ¡Ah!, sí, ya sé.

Bajó de nuevo la cabeza con sus cartas. Al rato me dijo tranquilamente:

—Merece una suspensión; pero como no nos gustan empleados como usted venga a las diez. Puede irse.

Volví a las diez y fui despedido. Alguna vez encontré al gerente y lo miré de tal modo, que a su vez me clavó los ojos, pero me conoció otra vez —¡maldito sea!—, y volvió la vista con indiferencia. ¿Qué era yo para él? Pero a su vez, ¿qué me hallaba en la cara para odiarme así?

Un día que estaba lleno de humanidad, con una clara concepción de los defectos —perdonables por lo tanto— de todo el mundo, y sobre todo de los míos, vencí mis quisquillosidades vanidosas e hice que el jefe de tráfico interviniera en lo posible con el gerente respecto a mí.

El jefe me quería, y pasé toda la mañana contento. Pero tuve que perder toda esperanza. Entre otros motivos, parece que no quería gente instruida para empleados.

¡Bien seguro estaba del gerente! Eso era perfectamente suyo.

En ese momento vi de golpe todo lo que pasó después. La facilidad de hacerlo, la disparada y el gerente dentro. Vi las personas también, vi todo lo horrible de la cosa… ¡Qué diablo! ¡Ya ha pasado año y medio, y si entonces no me enternecí, no lo voy a hacer ahora, en víspera de ser fusilado!

Pasé el mes siguiente a mi rechazo en la más grande necesidad. Llevé no obstante una vida ejemplar, visitando a menudo aquella persona que me había dado su alta recomendación para la compañía. Le hablaba calurosamente del trabajo regenerador, de la noble conformidad con todo esfuerzo, hecho valientemente y al sol, de mi vida frustrada, de mi ex oficio de motorman, tan querido. ¡Si pudiera de nuevo volver a eso! Tan bien hablé, que esa misma persona se interesó efusivamente y obtuve de nuevo la plaza. El gerente no quiso ni verme en el escritorio. Y yo, ¡qué tranquilidad gocé desde entonces!, ¡qué restregones de manos me daba a solas!

Pero el gerente no quería subir a mi coche. Hasta que una mañana subió, a las nueve y media en punto. Emprendimos tranquilamente el viaje. Tenía tan clara la cabeza que logré todas las veces detener el coche en la esquina justa; esto me alegró. Al entrar en Reconquista, recorrí inquieto toda la calle a lo largo; nada. En Lavalle abrí el freno, pero tuve que cerrarlo enseguida: había demasiados carruajes, y era indispensable que hubiera pocos, por lo menos durante la primera cuadra de corrida. Al llegar a Cuyo vi el camino libre hasta Cangallo; abrí completamente el conmutador y el coche se lanzó con un salto adelante. Ya estaba todo hecho. Volví la cabeza, algunos pasajeros inquietos, inclinados hacia adelante, se levantaban ya. Saqué la llave, calcé el freno y me lancé a la vereda. El coche siguió zumbando, lleno de gritos que no cesaron más. Pero enseguida, noté mi olvido terrible; me había olvidado del troley. ¿Se acordaría el guarda o algún pasajero? Seguí ansioso la disparada. Vi que en Cangallo alcanzó las ruedas traseras de una victoria y la hizo saltar a diez metros, con los caballos al aire. Desde donde yo estaba se oía entre el clamor el zumbido agudo del coche, hamacándose horriblemente. La gente corría por las veredas dando gritos. En Piedad deshizo a un automóvil que no tuvo tiempo de cruzar. Siguió arrollando la calle como un monstruo desatado, y en un momento estuvo en Rivadavia. Entonces se sintió claro el clamor: ¡la curva!, ¡la curva! Vi todos los brazos desesperados en el aire. Pero no había nada que hacer. Devoró la media cuadra y entró en la curva como un rayo.

¿Qué más? Aunque un poco tarde, el guarda se acordó del troley; pero no pudo abrirse camino entre la desesperación de todos. Había dentro treinta personas, entre ellas ocho criaturas. Ni una se salvó. La cosa es horrible, sin duda, pero a mi vez mañana a las cuatro y media seré fusilado, y esto es un consuelo para todos.

NADIE SE FIJA EN EL BARMAN - Carlos Sáiz Cidoncha

Pues sí, querido amigo, nadie se fija en el barman. Me explicaré mejor. En ocasiones el cliente charla amistosamente con el barman, tal como usted ahora lo está haciendo conmigo. Incluso le relata sus preocupaciones y sus dificultades, seguro de encontrar en él amistad y comprensión. Cierto.

Pero cuando dos o más clientes se enzarzan en una discusión que creen interesante, el hecho de que el barman que les atiende y llena periódicamente sus vasos sea una persona viviente y pensante resulta incomprensible para ellos. El barman no es sino un mueble, un dispensador automático de bebidas alcohólicas, sin alma ni personalidad. Eso hace que, en ocasiones, el barman escuche conversaciones y confidencias que no están específicamente destinadas a sus oídos. Y puede ser que ello le ocasione más de una preocupación.

Mi preocupación actual es que no puedo acordarme del argumento de una película de ciencia ficción. Precisamente de la película más grandiosa y taquillera de los últimos tiempos.

¡No, gracias! No me refiero a esa película. Hablaba de otra aún más famosa, más visionada por el público, más dispensadora de millones de dólares para la productora. Me refiero a «Los Héroes del Espacio», protagonizada por Roger Moore y Ursula Andress.

¿Cómo dice? ¿Que en su vida ha oído hablar de semejante filme? ¿Que es usted aficionado a la ciencia ficción y que, de haberse proyectado, lo habría visto o al menos hubiera oído hablar de él?

Pues tiene usted razón. Pero sin duda ha oído hablar de él y es muy probable que lo haya visto. No, no puedo relatarle el argumento, puesto que lo he olvidado.

Quizá será mejor que empiece por el principio, por aquella noche en que, cercana la hora de cerrar, tan sólo un cliente se apoyaba en la barra del bar en el que sirvo, tal como usted se apoya ahora mismo.

El tal cliente, viejo conocido mío, no era otro que Jerónimo el Marciano. No era ciertamente marciano, a pesar del apodo, como tampoco indio, a pesar de su nombre. Era sencillamente un muchacho alegre y amistoso, tan aficionado al alcohol como a la ciencia ficción, la última de cuyas aficiones explica el mote con que se le conocía.

Como yo también siento cierto interés por el género, en más de una ocasión ha mantenido conmigo largas conversaciones sobre el particular, entre copa y copa. Pero en aquel momento no parecía tener muchas ganas de charla, sino que más bien estaba entregado a la meditación, ayudado por la cantidad de esencia alcohólica que había trasegado. De modo que, como su vaso estaba lleno, me arriesgué a abandonar momentáneamente la barra para investigar por qué la maldita máquina tragaperras había estado fallando toda la tarde. No tuve suerte con el artefacto. Apenas le había sacudido un poco cuando se escuchó un chasquido procedente de sus tripas y llegó a mi nariz un raro olor que me recordó mis tiempos de estudiante, concretamente el laboratorio de química. Me apresuré a desenchufar el trasto, pues los incendios no son precisamente mi diversión favorita. Persistió no obstante aquel olor cuya naturaleza no conseguía identificar, de modo que aguardé un rato por si surgía humo o llama por algún sitio. Pero como nada de eso ocurría, decidí regresar a la barra y esperar allí los acontecimientos.

Fue entonces cuando me di cuenta de que tenía un nuevo cliente, aunque no hubiera advertido el momento en que penetró en mis dominios. Se trataba de un hombrecillo vestido de negro, moreno como un beduino, que ya había entablado conversación con Jerónimo el Marciano.

–¡Un whisky para mi amigo! –pidió éste apenas me vio tras la barra.

Obedecí en silencio y, en el acto, como antes le dije, los dos bebedores se olvidaron de mí, charlando como si se hallaran solos en el bar. No me importó, ya estoy acostumbrado a que nadie se fije en el barman.

–Así pues, señor Jerónimo –pensé que pocos eran los que le llamaban señor a mi amigo–, le repito mi pregunta: si se le garantizase la concesión de un deseo, ¿cuál expondría?

–¿Que cuál deseo... expondría? –vaciló Jerónimo el Marciano–. Eso dependería de las circunstancias, naturalmente.

–¿Las circunstancias? –pareció extrañarse el otro.

–El precio. ¿Qué precio se me pediría a cambio de ese deseo? Quizás..., quizás... ¿el alma?

Escuché un ruido singular, mezcla de zumbido y de graznido. Era que el hombrecillo se reía.

–¡Oh, no debe preocuparse por eso, señor Jerónimo! La cosa ha variado mucho desde los tiempos de..., eh..., de Fausto.

Fue precisamente entonces cuando reconocí al fin el olor químico que tanto me había confundido. Era el olor de azufre, del azufre quemado. Y no procedía de la máquina tragaperras, sino del cliente que conversaba con Jerónimo el Marciano.

Pude sin duda haber salido corriendo, haber gritado llamando a la policía, a un cura o a un exorcista de esos que últimamente han ganado tanta fama. Pero sin embargo permanecí quieto, tan impasible como en otras ocasiones al parecer similares. Estaba tan acostumbrado a representar el papel de convidado de piedra ante las conversaciones de los clientes que no se me ocurrió pasar a la acción. Simplemente, seguí escuchando.

Jerónimo el Marciano podía haber descubierto lo mismo que yo respecto a la identidad de su interlocutor, pero no dio muestras de ello.

Con el alcohol que llevaba en el cuerpo, a mi amigo todo le parecía bien, y cualquier vecino era amistoso.

–Pues algún precio habrá que pagar –discurrió lógicamente–. Nadie da algo por nada.

El moreno hombrecillo suspiró, como recordando tiempos pasados.

–Se trata de un convenio simbólico –explicó–. Ha pasado ya mucho tiempo desde la Revolución y, después de todo, Él es infinitamente bueno. No podría mantener el castigo para siempre. Así pues, parece cercano el día del «todo está olvidado, muchacho». Y sin embargo, parece también que es necesario un símbolo...

Jerónimo el Marciano asintió con gravedad, como si estuviera de acuerdo.

–A Él le gustan mucho los símbolos –suspiró de nuevo el hombrecillo–. De modo que me veo obligado a conceder un deseo al primero..., este..., al primer humano que encuentre, sin pedir nada a cambio, para variar. Y es el caso, señor Jerónimo, que el primer humano que he encontrado en mi salida es Usted.

Jerónimo el Marciano pareció preocupado.

–¿Un deseo? –preguntó–. ¿Quiere decir «cualquier deseo»?

–Cualquier deseo –confirmó el otro–. Para esta tarea me asisten todos los poderes... de Él. Crédito ilimitado.

Su interlocutor se quedó pensativo. ¡Crédito ilimitado! Desde luego que yo en su lugar lo hubiera pensado dos veces antes de decidirme. Pero mi amigo pensó en algo que a mí nunca se me hubiera pasado por la mente, y quizás a él tampoco, de haber estado menos cargado de alcohol.

–Pues... quizá desearía que me ocurriera a mí todo lo que le pasa a Roger Moore en «Los Héroes del Espacio».

Puedo recordar que no encontré mal en principio la elección del deseo. No, no era nada absurdo desear que le ocurriera a uno lo que en el filme le sucedía al actor.

Pero el hombrecillo pareció dudar.

–¿Quizá...? –preguntó.

–Sí, la película más taquillera de los últimos años –explicó mi amigo–. Trabaja también Ursula Andress y trata de una invasión a la Tierra por parte de...

–La conozco, la conozco –dijo–. También allá abajo somos aficionados a la ciencia ficción. Lo que le preguntaba era el porqué de ese «quizá» y ese «desearía». ¿Es ese su deseo, sí o no?

Ahora el que vaciló fue Jerónimo.

–Pues, a decir verdad..., sería algo artificial que de pronto empezaran a ocurrir cosas que todo el mundo conoce, exactamente como en una película que todos han visto. Y yo mismo, en fin..., me sentiría molesto y no disfrutaría de unos hechos cuyo..., cuyo desarrollo conocería de antemano. Me parecería como si estuviera programado.

El hombrecillo suspiró con paciencia una vez más.

–Le repito que mis poderes para conceder deseos provienen directamente de Él, en calidad de préstamo. Que todos los problemas sean como esos dos que le preocupan.

Se enfrentó solemnemente con mi amigo, y creí advertir una cierta aura en torno a su cuerpo.

–Señor Jerónimo, su deseo será satisfecho. Y el mundo entero olvidará en este instante todo lo relacionado con esa película..., como si nunca hubiera existido.

Jerónimo el Marciano pareció pensar en algo y después sus ojos se desorbitaron de asombro.

–¡Oiga...! –empezó.

–En lo que respecta a su segunda objeción, usted olvidará también en este instante toda nuestra conversación anterior.

Se produjo una especie de destello que me hizo parpadear y, cuando abrí de nuevo los ojos, el hombrecillo ya no estaba. También había desaparecido todo rastro del olor sulfúrico que tanto me había preocupado.

Quedaba solo ante mí el buen Jerónimo, vacilante ante su copa vacía.

–¡Eh, amigo! –me llamó, reparando al fin en mi presencia–. ¡Otro whisky, por favor!


Así están pues las cosas. De todos los habitantes de nuestro mundo, tal vez de nuestro Universo, sólo yo puedo recordar la existencia de una película que fue la más taquillera y famosa del siglo. Y tan sólo por los pocos detalles mencionados en una conversación que a mí no se me ordenó olvidar.

Sé el nombre, y cuáles fueron sus protagonistas, y que su argumento trataba de la invasión de la Tierra por alguien. Sé también que Roger Moore se lo pasaba estupendamente en ella.

Pero en todas las grandes películas del espacio el protagonista se lo pasa estupendamente, mientras que los demás... En fin, en «Star Wars», por ejemplo, los malos se cargan el planeta Alderaan con todos sus habitantes; en «La Guerra de los Mundos», los de Marte destripan un par de ciudades, además de escabechar un regimiento entero de infantería y carros de combate... Y no quiero pensar, no quiero pensar, en los filmes japoneses. Seguro que Jerónimo el Marciano se va a divertir dentro de poco, pero no estoy tan seguro en lo que respecta al resto de los terrícolas.

Estoy preocupado, sí señor. Desearía que el hombrecillo de marras me hubiera hecho olvidar también la conversación, pero en realidad creo que ni siquiera llegó a darse cuenta de que yo estaba allí y les oía.

Nadie se fija en el barman.

ENDECHA DEL MAR - Lewis Carroll


Hay ciertas cosas como… una araña, un fantasma,

el impuesto sobre la renta, la gota, un paraguas para tres…

que odio, pero lo que odio más

es algo llamado Mar.

Echa agua salada en el suelo…

Horrible, estoy seguro que te parecerá.

Supongamos que se extiende una milla o algo más;

pues eso es como el Mar.

Golpea a un perro hasta que ladre fuertemente …

Cruel, pero válido en una juerga.

Supongamos que eso hiciera noche y día,

eso como el Mar sería.

Vi en un sueño a unas niñeras;

decenas de ellas pasando a mi lado …

Todas llevaban niños con palas de madera,

y eso ocurría al lado del Mar.

¿Quién inventó las palas de madera?

¿Quién sacó la madera del árbol?

Nadie, creo, más que un idiota

o alguien que amaba el Mar.

Sin duda es delicioso y agradable flotar

con “pensamientos ilimitados y almas libres”.

Pero supongamos que te encuentras mal en el barco,

¿cómo te va a gustar el Mar?

Hay un insecto que la gente elude

(del cual deriva el verbo “evitar”).

¿Dónde te ha molestado más?

En los alojamientos al lado del Mar.

Si te gusta el café con posos de arena

y un indudable gusto salado en el té,

y los huevos con sabor a pescado…,

por todos los medios vete al Mar.

Y si, junto a todos estos exquisitos bocados,

prefieres no ver ni rastro de hierba o de árboles,

y tener tus pies un estado crónico de humedad,

entonces… yo te recomiendo el Mar.

Porque yo tengo amigos que viven en la costa…

¡Buenos amigos míos!

y es cuando yo estoy con ellos cuando más me pregunto

como a alguien le puede gustar el Mar.

Me llevan de paseo y, aunque esté cansado

subimos hasta alturas que yo acepto alocado

y, tras dar volteretas o algo parecido desde el acantilado

amablemente sugieren el Mar.

Pruebo las rocas y creo que es insolente

que ellos se rían con exceso de júbilo,

mientras yo gravemente me resbalo, en todos los charcos

que rodean el frío Mar helado.



EL INTERMEDIARIO - Marcial Souto

Carlitos, el bloc en la mano izquierda y el lápiz en la mano derecha, esperó a que su madre abriese los ojos.
La madre, en la silla de ruedas, torció la boca y movió apenas la cabeza, arrugando la frente; le temblaron las manos pálidas y delgadas.
Por la ventana se veían los troncos de los árboles, salpicados por los primeros y movedizos rayos de sol. El viento y los pájaros saludaban el nuevo día con un tímido contrapunto de voces.
Carlitos sentía en los hombros las manos firmes de la enfermera, que acababa de hablar por teléfono.
-Ya viene la ambulancia, Carlitos. Y también tus tías. No te preocupes.
Los ojos de la madre de Carlitos se abrieron por fin, parpadearon y se quedaron mirando un punto fijo, a la altura del pecho del niño.
-Señora Clara... -dijo la enfermera, sin moverse.
Carlitos pasó el lápiz a la mano izquierda, donde tenía el bloc, y tendió la derecha.
Antes de que pudiese tocarla, la madre lo detuvo con un ademán.
-Cuéntame.
Carlitos retiró la mano, tomó de nuevo el lápiz y empezó a dibujar.

Una noche, casi dos años antes, cuando Carlitos y sus padres volvían de las vacaciones, algo falló en el auto, que imprevistamente salió de la ruta y volcó. Cuando alguien logró abrir la deformada puerta izquierda su padre ya había muerto. Su madre estaba inconsciente y bañada en sangre. Carlitos sólo tenía rasguños en la frente y en un hombro.
Al día siguiente, las tías se llevaron a Carlitos del hospital; la madre quedó allí ocho meses.
Carlitos dibujó dos circunferencias, de cada una de las cuales colgaban tres pelitos.
-Ojos cerrados -dijo la madre-. Me dormí. Me desmayé. Sí, estoy mareada.
Carlitos dibujó dos circunferencias, sobre las que apoyó las puntas de una línea que se curvaba levemente hacia abajo.
-Teléfono. ¿Llamó alguien? ¿Han llamado a alguien? Mientras la madre hablaba, Carlitos dibujó dos muñecos.

Los primeros días parecía dormida. No se movía y la alimentaban por las venas.
Carlitos, de nueve años, iba todas las tardes a verla con las tías, que después lo llevaban al cine y a tomar helados. Carlitos, a diferencia de ellas, nunca lloraba.
Una tarde, mientras la miraba, la madre abrió los ojos y sonrió. Carlitos no se movió de donde estaba, pero las tías se acercaron a su hermana sin acordarse de ocultar las lágrimas.
Una semana más tarde empezó a hablar.

Los dos muñecos que Carlitos había dibujado constaban de una pequeña circunferencia (cabeza) y cinco rayas (tronco y extremidades). Parecían tomados de la mano. El niño trazó una flecha que iba desde el dibujo del teléfono hasta esas figuras.
-Han llamado a mis hermanas -dijo la madre-. ¿Estoy mal?
Carlitos y la enfermera se miraron. Señora Clara... -dijo la enfermera.

Mejoraba despacio, pero los médicos y las enfermeras, que nunca habían tenido demasiadas esperanzas, se sentían sorprendidos y hasta orgullosos. Tres meses más la sacaron de la cama y la pusieron en una silla de ruedas.
Iba y venía por los pasillos, y visitaba a otros pacientes del mismo piso. Se sentía contenta y fuerte. Carlitos y las tías se quedaban con ella mucho tiempo más, y conversaban animadamente.
Cuando cumplió ocho meses de internación, los médicos la dejaron salir del hospital.
Sin embargo, unos días antes, las hermanas recibieron la inesperada noticia de que Clara no viviría más de un año.

Carlitos dibujó tres muñecos más, y al lado dos pequeñas circunferencias sobre las que se apoyaba un rectángulo grande que contenía otra circunferencia muy pequeña con una cruz adentro.
-Médicos con ambulancia -dijo la madre.
Los dedos del sol ya arañaban la ventana.

Clara se instaló en su departamento con Carlitos, que ya había cumplido diez años, y con una enfermera. Al principio se movía por todas las habitaciones en la silla de ruedas, conversando y dando órdenes. Por las tardes iban las dos hermanas a visitarla, y se quedaban hasta la noche.
Poco a poco, sin embargo, Clara empezó a quejarse de los ruidos de la calle, de las voces de las personas, de los motores y de las bocinas de los autos, hasta de los aviones que tronaban a lo lejos.
Terminó recluyéndose en su dormitorio todo el día, a oscuras, la cabeza hundida entre las manos. De vez en cuando lanzaba un quejido de dolor.

-Me van a llevar.
-Todavía no lo sabemos, señora Clara. Eso lo decidirán los médicos cuando lleguen.
Clara apartó las palabras de la enfermera con un ademán. Miró a Carlitos.
Carlitos se apresuró a decirle lo mismo a la madre mediante un dibujo: La T de tiempo.
-Sí, habrá que esperar -dijo Clara.
Después de consultar con los médicos del hospital, las hermanas decidieron que lo mejor sería llevarla a un sitio tranquilo, donde ningún ruido pudiese molestarla.
Le cambiaron el departamento del centro por una casa en el borde de un parque, y se mudaron en seguida a ese lugar.

Carlitos miraba a la madre en silencio, el bloc y el lápiz en la mano izquierda. La madre se frotaba los ojos con las yemas de los dedos, y reacomodaba de vez en cuando el cuerpo en la silla de ruedas. Sobre la mesa de noche, al lado de los tres, había muchas hojas de bloc arrugadas, con los dibujos de Carlitos.
-No quiero ir. No soportaría los ruidos del centro...
-Pero es necesario, señora -dijo la enfermera, inútilmente. Clara no la oía ni la veía. Hacía mucho tiempo que para ella la enfermera había dejado de existir.
Su único contacto con el mundo exterior era Carlitos, que obraba como una especie de intermediario, de intérprete. Tampoco lo oía a él las pocas veces que el niño intentaba hablar, pero compensaba eso con una desmedida avidez por sus dibujos. No le aceptaba otra forma de comunicación.
Carlitos trazó una circunferencia, y adentro, en la parte superior, dibujó dos puntos, entre los que deslizó una raya vertical que casi tocaba otra más firme, horizontal: una cara seria.
¿Tengo que obedecer?
Al principio en la nueva casa, Clara era muy activa. Andaba de un lado a otro en la silla de ruedas, e incluso salía a veces al atardecer, cuando no hacía frío, a tomar sol y a mirar los árboles y el cielo.
Cuando Carlitos volvía en bicicleta de la escuela, tenía que contarle lo que había hecho, y lo que tenía que estudiar para el día siguiente.
Poco a poco, la madre lo fue convenciendo de que completase las noticias con dibujos, aprovechando el talento plástico del niño tan estimulado por la maestra.
Al principio los dibujos de Carlitos eran muy detallados y ricos. Usaba colores en trazos de diferentes intensidades para representar minuciosamente a la maestra, a los amigos, todo lo que le pasaba y veía: pájaros, árboles, perros, juegos en la escuela.
La madre, cada vez más fascinada, vivía casi exclusivamente para las noticias que Carlitos le dibujaba en hojas de bloc. Ya no oía lo que decía la enfermera, y tampoco le interesaban demasiado las palabras de Carlitos. Sólo quería sus dibujos. El piso de la casa estaba siempre cubierto de dibujos en papeles arrugados.
La exigencia de transmitir a su madre todo lo que pasaba en el mundo exterior a través de dibujos obligó a Carlitos a prescindir del color y de la complejidad, y a usar trazos más sintéticos, a representar hechos y cosas con la mayor economía posible. El sol, antes un círculo que variaba del amarillo pálido al rojo encendido, era ahora un simple anillo 'o (cuando las puntas de la circunferencia no coincidían a causa de la prisa de Carlitos) un imperfecto caracol. Los árboles, antes complejas estructuras de rayas cubiertas de hojas coloreadas según la estación, armadas sobre troncos robustos, eran ahora cuatro o cinco palitos: uno vertical (tronco) sosteniendo al tres o cuatro inclinados en diferentes direcciones (ramas), bajo unos rulos (follaje). Los niños, mostrados antes en cierto detalle, eran ahora simples monigotes: un anillo (cabeza) y cinco palitos (tronco y extremidades). La escuela, antes una blanca casa de teja naranja, era ahora un rectángulo con un triángulo encima.
Ante esa simplificación del mundo exterior, los pensamientos de la madre de Carlitos se fueron volviendo también más abstractos. Todo era simple y comprensible, y no hacía falta concentrarse demasiado para resolver un problema.
Como en el departamento del centro. Clara se fue recluyendo cada vez más en la casa, y finalmente se encerró; en el dormitorio, donde sólo atendía a los dibujos de Carlitos, sencillas imágenes de un mundo igualmente sencillo.
Clara empezó a quejarse poco después del amanecer. Carlitos, que dormía de un lado de la habitación de la madre, y la enfermera, que dormía del otro, la oyeron al mismo tiempo y al mismo tiempo se levantaron. Clara se retorcía en la cama, y decía cosas incomprensibles. Finalmente abrió los ojos y habló con claridad. Dijo que quería estar en la silla de ruedas.
Le pidió a Carlitos que repitiese todo lo que le había dibujado el día anterior, y luego las cosas más importantes que recordaban los dos.
Al fin pareció satisfecha, y se quedó un rato pensativa, la vista perdida en el vacío.
Carlitos y la enfermera esperaron en silencio.
Al cabo de unos minutos, el cuerpo de Clara se estremeció. Torció la boca y arrugó la cara. Luego se aflojó y la cabeza chocó contra el respaldo. Estaba desmayada.
La enfermera llamó a una ambulancia y a las hermanas de Clara. Era la tercera vez, en los últimos treinta días, que veía esa escena, y sabía muy bien lo que podía ocurrir. Ese ataque, o el siguiente...
A las hermanas de Clara los médicos del hospital les habían informado que, mientras la operaban después del accidente, le habían encontrado un tumor en el cerebro; que no viviría más de un año; que su estado se deterioraría sin pausa, hasta el final.
Afuera se apagó el motor de un auto y sonaron unas voces. Carlitos fue a abrirles la puerta a las tías. En ese momento oyó el chillido lejano de una sirena, y un minuto más tarde se detuvo la ambulancia delante de la puerta. Las tías y los médicos entraron casi juntos.
Clara ya no necesitaba la intermediación de Carlitos Para percibir la simplicidad del mundo. Las hermanas y los médicos aparecían tal cual eran: rayas, palitos, con un anillo encima. Mientras la sacaban en la silla de ruedas, miró con atención el interior de la casa: rectas, curvas, cuadrados, rectángulos, circunferencias; bajó la vista y notó que la silla de ruedas era un verdadero catálogo de todas esas formas.
Afuera, la ambulancia era sin duda el rectángulo que había dibujado Carlitos. El sol, un luminoso caracol que subía por los dedos de los árboles.
Antes de que la metiesen en la ambulancia miró hacia arriba. El cielo: una limpia hoja de bloc. En la hoja de bloc apareció y desapareció una circunferencia perfecta. La cara de Carlitos.
Se fue esa hoja y apareció otra allí arriba, menos brillante: el inmaculado cielo interior de la ambulancia.
Clara esperó explicaciones, un dibujo, sin parpadear.
Poco a poco el dibujo se trazó solo.
La geométrica circunferencia de su propia cara, en esa superficie lisa y reluciente que casi era como un espejo.
Allí estaba su simple y verdadera imagen. Por primera vez se vio tal cual era. Por primera vez se reconoció. Esa era ella, sin duda y por fin: tan nítida, justa y lisa como los trazos que todos los días morían en el bloc de Carlitos. Cerró los ojos para saborear mejor ese estado ideal.
Mientras lo hacía, una mano arrancó la hoja y la arrugó.

EL NEGRO - Fernando Morales

Al negro lo agarramos en plena calle, mirando la vidriera de una joyería. Ante esta evidente tentativa de asalto a mano armada (estoy seguro de que tenía el revólver oculto entre sus ropas), no tuvimos más remedio que llevarlo detenido.

El juicio fue sumamente simple, como deberían ser todos los juicios. Nos sentamos sobre cajones de manzana, en el sótano de la comisaría. Lo incómodo de la situación garantizaba la brevedad del acto. Y para el acusado preparamos una serie de delitos que no dejaban lugar a dudas sobre su culpabilidad. Me puse de pie.

—Honorable Señor Juez: le hemos traído a este nnnne-gro —dije mirándolo despectivamente— para que usted lo juzgue con toda equidad y luego lo condene.

—Ajá, ¿Qué hiciste, negro?

—Bueno, yo…

—¡Cállate! Y contesta: ¿qué hiciste?

—Nada, yo…

—¡Cállate! ¿Qué hizo, agente?

—Lo sorprendimos siendo negro, Usía. Se paseaba por las calles imitando el modo de caminar de las personas. Hablaba como persona, se reía como persona, lloraba como persona. Y además se lo acusa de robo a mano armada en una joyería; robo con agravantes: asesinato del joyero, la mujer del joyero y dos hijos pequeños del matrimonio de joyeros —lancé un sollozo desconsolado ante tanto horror.

—Suficiente. Que lo ejecuten.

Me acerqué y le hablé al oído:

—Esteeee… hay que guardar las apariencias. Usía…

El honorable Señor Juez me miró.

—Sí, es verdad —dijo—. Decíme negro: ¿Qué hacías mezclado con la gente?

—Pero si yo…

—¡Cállate! ¿Qué hacía este negro mezclado con las personas, agente?

Me encogí de hombros.

—Lo de siempre, Usía: intrigando, ofendiendo a la sociedad, incitando a la rebelión, violando a las ancianas inválidas, comiéndose uno que otro niño blanco, agrediendo a las…

—Suficiente. Que lo ejecuten.

—Usía, yo…

—Vos nada. Vos te callas. Agente: a fuego lento, por favor.

—¡Quiero hablar, carajo!

—¡Cállate, negro! Dentro de media hora tengo una reunión con los muchachos del Klub. Si te dejo hablar no me voy más. Hágase cargo, agente.

Tomé el negro del brazo. Estaba pálido. Seguramente no se sentía bien. Tal vez había comido algo que no le cayó bien, que sé yo. Se volvió hacia mí temblando:

—Por favor… haga algo…

—Como no —dije. Y le di un cachiporrazo en el ojo.

Caminábamos por los pasillos del penal rumbo a la celda.

—A mí me habían dicho que en este país reina la democracia.

—¿Quién lo duda? Un negro puede elegir cómo morir. Pero —reflexioné un momento—, no trates de confundirme: ¿qué tienen que ver los negros con la democracia? Un negro es una cosa que está ahí y de repente ya no está… «¿Dónde se fue el negro que estaba ahí?», se pregunta uno sorprendido; mira para todas partes y recién cuando mira hacia abajo ve al negro todo desparramado en el suelo y con un agujero en la frente. ¿Es un agujero congénito? ¿Es el tercer ojo de los tibetanos? No señor, es un agujero de bala. «Ah, aquí está el negro que estaba ahí», dice uno y se olvida del asunto. ¿Ha ocurrido un suceso trascendental en el mundo? ¿Se ha vestido de luto algún país? No. Simplemente un negro ha cambiado de posición. —El negro me miraba horrorizado.

—¡Pero yo vivo, soy un ser viviente!

Me enfurecí.

—¿Estás insinuando que la policía no sabe lo que hace?

—No… yo sólo…

—Para que sepas, negro, las fuerzas del orden no dan abasto. Yo tengo un cupo diario de negros: si quieren más que me paguen horas extras. —El negro se puso a llorar; se golpeaba la cabeza contra la pared, gritaba cosas acerca de la vida y la justicia. Parecía loco.

—Oíme: ¿estás loco? —dije dándole con la cachiporra en la nuca para calmarlo. Quizás no debí hacerlo: el negro lanzó un quejido ahogado y se tiró al piso. Le di una patada en las costillas.

—¡Vamos! No es hora de dormir, negro desfachatado. —No parecía tener la más mínima intención de reaccionar, así que lo flexioné convenientemente y lo até con toda meticulosidad hasta darle forma de pelota. Después se lo presté a los muchachos del penal para que jugaran al fútbol.

Soy un sentimental. Quizás fue por eso que me decidí a visitar al negro —o lo que quedaba de él— en la enfermería del penal. ¡Pobre negro! Tenía todas las costillas quebradas, fracturas en las tibias y los peronés, traumatismo de cráneo, conmoción cerebral y tal cantidad de moretones y magulladuras que empecé a sospechar que su estado físico no era óptimo. Me acerqué y tras mirarlo un momento deduje que el hombro derecho debía ser esa masa informe que asomaba por debajo de la rodilla izquierda. Acerté. Lo palmeé en el hombro.

—Se te ve pálido, negro —dije, por decir algo. En algún lugar tenía la boca. Por ahí salió un balbuceo.

—E… estoy con… contento: hi… hice trrrr tres go… les… les.

—Bueno, no está del todo mal considerando que es la primera vez que jugás de pelota. —Se quedó un momento en silencio. Tanto, que creí que se había muerto; pero la experiencia me ha enseñado que los negros no se mueren; si uno no les tiende una mano. Volví a palmearlo.

—Bueno, negro. A curarse rápido que no es cuestión de morir enfermo. Mira que estás condenado a muerte, y no hay nada más desagradable que un cadáver desprolijo.

—El negro dijo ja ja, y volvió a quedar en silencio. ¡Qué cínico! Seguro que ni tenía ganas de reírse.

El sacerdote le explicó cómo era el Reino del Señor, lo bien que se estaba allí y el status espiritual que eso significaba. Le explicó que hay otra vida después de ésta, lo que horrorizó al negro, que dijo: «¡Cómo! ¿Otra más?» Y también le explicó que todos los ángeles y los serafines y los querubines que anduvieran por ahí saldrían a recibirlo a la puerta y sonarían gloriosas las trompetas y Pedro el portero diría muchas palabras difíciles terminadas en mente y en ados adecuadas a la ocasión y que por fin entraría al Cielo de los Negros y sería feliz. ¿Y todo por cuánto? Por sólo veintitrés Padrenuestros y cuarenta Avemarías, pagaderos de la siguiente forma: once Padrenuestros y diecinueve Avemarías al contado en el momento de suscribir el contrato y el saldo en cómodas cuotas mensuales iguales y consecutivas con el veintidós por ciento de interés.

Para el negro no estaba muy claro eso del alma y los serafines y las trompetas; sí sabía que tenía frío y hambre y ganas de seguir viviendo. Todo lo demás era un gran lío. Cuando pudo cortar el aluvión de palabras dijo, angustiado:

—Padrecito, yo no entiendo nada de esa otra vida… ¿por qué no hace algo para que no me maten en ésta?

El sacerdote quedó un momento en silencio. Se repantigó en el sillón, encendió un habano y sin sacárselo de la boca dijo:

—Hijo negro: yo me ocupo de las almas, de los cuerpos se encarga la sociedad. —Y abrió los brazos como diciendo «en fin».

A la mañana siguiente llegó el indulto para el negro. Así que lo hicimos un bollo y lo tiramos al cesto. De cualquier manera, para estar prevenidos, el cabo se disfrazó de viejita simpática y le pidió un autógrafo, a lo que el negro accedió gustoso. Fue así como conseguimos un contraindulto, manifestando que en ningún caso aceptaría que se le devolviera la libertad que estaba muy lejos de merecer. Cuando se enteró de lo que había firmado se quiso morir. Aprovechamos la ocasión para sugerirle que se suicidara. Pero no quiso.

De ahí en más los acontecimientos se precipitaron. Un intento de fuga fue premiado con una ráfaga de ametralladora que dejó paralítico al negro. Después arremetió con la silla de ruedas contra el muro del penal con la esperanza de derribarlo. Esta tentativa infructuosa dejo como saldo:

a) Un brazo amputado

b) Un ojo insubordinado

c) Siete tumores malignos que le afectaron el habla, la visión del ojo sano y los nervios.

d) Un injusto resentimiento contra la policía.

Ya no trató de volver a fugarse. Ante tan recomendable proceder al Director del Penal en persona le hizo entrega de una medalla.

En su última semana de vida el negro era una lágrima, un suspiro, una gran melancolía color chocolate. Es probable que en todo eso influyera el hecho de estar ciego, mudo, paralítico y resfriado. La Comisión de Alegramiento ideó mil juegos para distraerlo: El Paralítico Lanzado a la Distancia. El Cieguito Molido a Patadas. La Sillita de Ruedas Voladora de la Ventana del Primer Piso al Patio. Pero todo fue inútil. El negro languidecía como lechuga al sol. Ya no sonreía como antes, ya no era el mismo. La vida lo había golpeado duramente. La vida es una cachiporra.

—Estás viejo, negro —le dije. No me escuchó: estaba sordo. No respondió: estaba mudo. No hizo un solo gesto, ni un ademán: estaba paralítico. Era una calamidad. Uno de esos malditos hipocondríacos a los que todo les sirve de excusa para sentirse mal. Le apoyé una mano sobre el hombro, y cuando se acercó la Comisión de despeñamiento di vuelta la cara. Sonó el primer disparo. Una lágrima rodó por la mejilla. Soy un sentimental.

Lo enterramos en medio de un grave silencio. Todo el penal estaba allí, rogando por su eterno descanso. Pregunté qué era aquello. Un preso que llevaba la Biblia a todas partes me explicó que cuando un negro bueno muere su alma sube al cielo y su cuerpo descansa en la tierra por toda la eternidad.

El cabo se disfrazó de angelito, pero sin éxito. Así que con respecto al alma no se pudo hacer nada. Al cuerpo lo desenterramos todas las tardes, a las cinco y le damos una paliza de novela.

EL BLANCO Y EL NEGRO - Voltaire (François-Marie Arouet)

Todos en la provincia de Candahar conocían la aventura del joven Rustán. Era hijo único de un mirza del lugar, que viene a ser como marqués entre los franceses o barón entre los alemanes. El mirza, su señor padre, poseía un bien ganado caudal. Debía casarse el joven Rustán con una doncella o mirzesa de su condición. Ambas familias lo deseaban ardientemente. Debía procurar el consuelo de sus padres, hacer feliz a su mujer y serlo con ella.

Pero para su desgracia había visto a la princesa de Cachemira en la feria de Kabul, que es la más considerable feria del mundo, incomparablemente más concurrida que las de Rasora y Astracán. Y he aquí por qué el anciano príncipe de Cachemira había acudido a la feria con su hija. Había perdido las dos piezas más raras de su tesoro: una era un diamante grande como el pulgar, en el que estaba grabado el retrato de su hija mediante un arte que los indios dominaban entonces y luego se perdió; la otra era un venablo que iba por sí mismo adonde uno quería, lo cual no es cosa muy extraordinaria entre nosotros, pero que lo era en Cachemira.

Un faquir de Su Alteza le robó aquellas dos alhajas, se las llevó a la princesa y le dijo: «Guardad con sumo cuidado estas dos piezas, vuestro destino depende de ellas.» Marchóse al punto y nunca más lo vieron. El duque de Cachemira, decidió en último extremo acudir a la feria de Kabul, por si de entre los mercaderes que allí se daban cita procedentes de todos los rincones del mundo no habría alguno que tuviera su diamante y su arma. Llevaba consigo a su hija en todos sus viajes. Traía ésta su diamante bien oculto en el cinturón, pero el venablo, como no podía ocultarlo, lo había dejado en Cachemira bien cerrado en su gran cofre de China.

Rustán y la princesa se vieron en Kabul y se enamoraron con toda la ingenuidad de su edad y toda la ternura de su país. La princesa, en prenda de su amor, le dio su diamante y Rustán le prometió al marcharse que iría a verla en secreto a Cachemira.

El joven mirza tenía dos favoritos que le servían de secretarios, escuderos, maestresalas y ayudas de cámara. Uno se llamaba Topacio: era hermoso, de gran prestancia, blanco como una circasiana, dulce y servicial como un armenio, prudente como un guebro. El otro tenía por nombre Ébano: era un negro muy bonito, más diligente, más ingenioso que Topacio, y que nada hallaba difícil. Les comunicó el proyecto de su viaje. Topacio intentó disuadirlo con el celo circunspecto de un criado que no quiere contrariar a su señor. Le hizo ver cuánto arriesgaba. ¿Cómo iba a dejar a dos familias sumidas en la desesperación? ¿Cómo iba a hundir un puñal en el corazón de sus padres? Hizo titubear a Rustán, pero Ébano le dio nuevas fuerzas y disipó todos sus escrúpulos.

El mozo carecía de dinero para un viaje tan largo. El discreto Topacio no iba a pedir prestado para él; Ébano halló la solución. Sustrajo con destreza el diamante de su amo, hizo hacer una copia idéntica, que dejó en su lugar, y dio el verdadero en prenda a un armenio por varios miles de rupias.

Cuando el marqués tuvo sus rupias se preparó enseguida el viaje. Cargaron un elefante con su equipaje y montaron a caballo.

Dijo Topacio a su amo: «Me he tomado la libertad de haceros amonestaciones sobre vuestra empresa. Pero, tras haberos amonestado, debo obedecer. Os pertenezco, os quiero, os seguiré hasta el fin del mundo. Pero de camino consultemos el oráculo que está a dos parasangas de aquí.» Rustán consintió en ello. El oráculo respondió: Si vas hacia oriente estarás en occidente. Rustán no comprendió en absoluto aquella respuesta. Topacio sostuvo que no contenía nada bueno. Ébano, siempre complaciente, le convenció de que era muy favorable.

Había otro oráculo en Kabul y fueron allí.

El oráculo de Kabul contestó con estas palabras: Si posees, no poseerás; si resultas vencedor, no vencerás; si eres Rustán no lo serás. Aquel oráculo pareció más indescifrable aunque el otro. «Tened mucho cuidado», decía Topacio. «Nada temáis», decía Ébano, y este ministro, como es fácil de adivinar, tenía siempre razón para su amo, cuya pasión y esperanza fomentaba.

Al salir de Kabul cruzaron un extenso bosque, se sentaron a comer en la hierba y dejaron pacer a los caballos. Iban a descargar el elefante que traía el almuerzo y el servicio cuando advirtieron que Topacio y Ébano no se hallaban con la caravana. Los llaman, resuenan en el bosque los nombres de Ébano y Topacio. Los criados los buscan por todas partes y llenan el bosque con sus gritos. Vuelven sin haber visto nada, sin que nadie les haya respondido. «Sólo hemos encontrado un buitre que luchaba con un águila y le arrancaba todas las plumas», dijeron a Rustán. El relato de aquel combate picó la curiosidad de Rustán. Fue a pie hasta el lugar, pero no vio buitre ni águila, sólo a su elefante, cargado aún con el equipaje, que era atacado por un rinoceronte.

Uno golpeaba con su cuerno y el otro con su trompa. El rinoceronte abandonó a su presa al ver a Rustán. Se llevaron al elefante pero no hallaron los caballos. «¡Qué extrañas cosas ocurren en los bosques cuando se viaja!», exclamó Rustán. Los criados estaban consternados y su dueño presa de desesperación por haber perdido al mismo tiempo a sus caballos, a su querido negro y al discreto Topacio.

La esperanza de hallarse pronto a los pies de la bella princesa de Cachemira lo consolaba, cuando encontró un gran asno rayado, al que daba de palos un patán fornido y terrible. No hay nada tan hermoso, tan raro y tan ligero en la carretera como los asnos de esta especie. Éste respondía a los repetidos golpes del villano con coces que hubiesen podido arrancar un roble de raíz. El joven mirza, como es lógico, tomó el partido del asno, que era una criatura encantadora.

El patán huyó diciendo al asno: «Ya me las pagarás.» El asno dio las gracias a su liberador en su lengua, se acercó, se dejó acariciar y acarició. Rustán montó en él después de almorzar y tomó el camino de Cachemira con sus criados, que le seguían a pie o montados en el elefante.

Pero apenas estuvo sobre el asno, el animal volvió grupas hacia Kabul en lugar de seguir el camino de Cachemira. Por más que su amo girara la brida, diera tirones, apretara las rodillas, picara espuelas, soltara la brida, tirara hacia sí, azotara a diestra y siniestra, el tozudo animal seguía corriendo hacia Kabul.

Rustán sudaba, se debatía y se desesperaba cuando encontró a un camellero que le dijo: «Mi señor, tenéis un asno muy malicioso que os lleva adonde no deseáis ir; si queréis cedérmelo os daré a cambio los cuatro camellos que elijáis.» Rustán agradeció a la Providencia el haberle deparado tan buen negocio. «Cuánto se había equivocado Topacio al decirme que mi viaje sería desgraciado», decía. Montó el camello más hermoso y los otros tres le siguieron, se reunió con su caravana y se puso de nuevo en camino de su felicidad.

No bien había recorrido cuatro parasangas cuando lo detuvo un torrente profundo, ancho e impetuoso, que arrastraba peñascos cubiertos de espuma. Sus dos orillas eran horribles precipicios que asombraban la mirada y helaban el corazón. No había medio alguno para pasar, ni por la izquierda ni por la derecha. «Empiezo a temer, dijo Rustán, que Topacio tuviera razón al censurar mi viaje, y que yo me equivoqué al emprenderlo, y si todavía estuviera aquí podría darme buenos consejos. Si tuviera a Ébano me consolaría y encontraría algún recurso, pero todo me falta.» Su confusión aumentaba con la consternación de su gente. La noche era muy oscura y la pasaron en lamentaciones. El cansancio y el abatimiento terminaron por vencer al enamorado viajero. Se despertó al amanecer y vio un magnífico puente de mármol construido sobre el torrente de una a otra orilla.

Todo fueron exclamaciones, gritos de asombro y de júbilo. ¿Será posible? ¿Es un sueño? ¡Qué prodigio! ¡Qué encantamiento! ¿Nos atreveremos a pasar? Todo el cortejo se hincaba de rodillas, se levantaba, iba hasta el puente, besaba el suelo, miraba al cielo, extendía los brazos, apoyaba el pie temblando, iba y venía, estaba en éxtasis. Y Rustán decía: «Con esto el cielo me favorece. Topacio no sabía lo que decía. Los oráculos me son favorables. Ébano llevaba razón. Pero ¿por qué no estará aquí?»

No bien estuvo la comitiva al otro lado del torrente el puente se vino abajo con espantoso estruendo. «¡Tanto mejor, tanto mejor!, exclamó Rustán. ¡Alabado sea Dios, bendito sea el cielo! No quiere que regrese a mi país, donde no habría pasado de simple hidalgo. Quiere que me case con la que adoro. Seré príncipe de Cachemira y así, al poseer a mi amada no poseeré mi pequeño marquesado de Candahar. Seré Rustán y no lo seré, pues me convertiré en un gran príncipe: ya está una gran parte del oráculo explicada a mi favor, el resto se explicará del mismo modo. ¡Qué dichoso soy! Pero ¿por qué no está Ébano junto a mí? Lo echo de menos mil veces más que a Topacio.»

Avanzó todavía algunas parasangas con la mayor alegría. Pero, al caer la tarde, una muralla de montañas más empinadas que una contraescarpa y más altas de lo que habría sido la torre de Babel, si se hubiera terminado, cortaron totalmente el paso a la caravana, presa de temor.

Todos exclamaron: «Dios quiere que perezcamos aquí, ha roto el puente para privarnos de todo medio de avanzar. ¡Oh Rustán! ¡Oh marqués desdichado! Nunca veremos Cachemira ni regresaremos a la tierra de Candahar.»

El más intenso dolor, el abatimiento más abrumador sucedían en el ánimo de Rustán a la inmoderada alegría que había sentido, a las esperanzas con que se había embriagado. Bien lejos estaba de interpretar las profecías a su favor. «¡Oh cielo! ¡Oh Dios paternal! ¡Haber tenido que perder a mi amigo Topacio!»

Mientras pronunciaba aquellas palabras, acompañadas de profundos suspiros y abundantes lágrimas, entre sus desesperados criados, he aquí que el pie de la montaña se abre y una larga galería abovedada, iluminada con cien mil antorchas se presenta ante sus asombrados ojos. Y hete aquí a Rustán exclamándose y a su gente hincándose de rodillas y cayendo de espaldas de asombro y gritando «¡Milagro!» y diciendo: «Rustán es el favorito de Visnú, el amado de Brahma: será el dueño del mundo.» Rustán lo creía, estaba fuera de sí, como elevado por encima de sí mismo. «¡Ah, Ébano, querido Ébano! ¿Dónde estáis? ¿Por qué no sois testigos de todas estas maravillas? ¿Cómo os he perdido? Hermosa princesa de Cachemira, ¿cuándo volveré a ver vuestros encantos?»

Avanza con sus criados, su elefante y sus camellos bajo la bóveda de la montaña, al final de la cual entra en un prado esmaltado de flores y rodeado de arroyos; y al final del prado alamedas sin fin, y más allá de las alamedas un río, en cuyas orillas se hallan mil quintas de recreo con deliciosos jardines. Oye por doquier conciertos de voces e instrumentos, ve que hay bailes. Se apresura a cruzar uno de los puentes del río y pregunta al primer hombre que encuentra: «¿Cuál es este hermoso país?»

Su interlocutor le contestó: «Os halláis en la provincia de Cachemira, veis a sus habitantes entregados a la alegría y a los placeres pues celebramos los desposorios de nuestra bella princesa que va casarse con el señor Barbabú, a quien su padre la ha prometido. ¡Que Dios haga perpetua su felicidad!» Al oír aquellas palabras Rustán cayó desvanecido y el señor cachemiro creyó que sufría ataques de epilepsia. Hizo que lo llevaran a su casa, donde permaneció largo rato sin sentido. Fueron a llamar a los dos médicos más diestros de la comarca. Tomaron el pulso al enfermo el cual, volviendo algo en sí, prorrumpía en sollozos, ponía los ojos en blanco y exclamaba de vez en cuando: «¡Topacio, Topacio, cuánta razón teníais!»

Uno de los médicos dijo al ser cachemiro: «Veo por su acento que es un mozo de Candahar a quien sientan mal los aires de nuestro país. Hay que mandarlo a su tierra. Veo por sus ojos que se ha vuelto loco, confiádmelo, lo llevaré a su patria y lo curaré.» El otro médico aseguró que sólo estaba enfermo de pesar, que había que llevarlo a la boda de la princesa y hacer que bailara.

Mientras deliberaban el enfermo recobró sus fuerzas. Despidieron a los dos médicos y Rustán se quedó a solas con su anfitrión. «Señor, le dijo, os pido perdón por haberme desvanecido ante vos, ya sé que no resulta muy cortés. Os suplico que aceptéis mi elefante como agradecimiento por las bondades con las que me habéis honrado.» Luego le contó todas sus aventuras, guardándose mucho de hablarle del motivo de su viaje.

«Pero, en nombre de Visnú y de Brahma, le dijo, decidme quién es ese afortunado Barbabú que desposa a la princesa de Cachemira, por qué su padre lo ha elegido como yerno y por qué la princesa lo ha aceptado como esposo. —Señor, díjole el cachemiro, la princesa no ha aceptado en absoluto a Barbabú, antes bien, está sumida en llanto mientras toda la provincia celebra su boda con alegría. Se ha encerrado en la torre de su palacio y no quiere presenciar ninguno de los festejos que se celebran en su honor.» Rustán, al oír aquellas palabras, se sintió renacer. El brillo de sus colores, que el dolor había apagado, reapareció de nuevo en su rostro. «Decidme, os lo ruego, por qué el príncipe de Cachemira se obstina en dar a su hija a ese Barbabú con el que no quiere saber nada.

—Esto es lo que ha sucedido, respondió el cachemiro. ¿Sabéis que nuestro augusto príncipe había perdido un gran diamante y un venablo que tenía en sumo aprecio?

—Muy bien lo sé, dijo Rustán. —Sabed, pues, dijo el anfitrión, que nuestro príncipe, desesperado al no tener noticias de sus dos alhajas, tras haberlas hecho buscar por toda la tierra, prometió su hija a quien le trajera una de las dos. Ha llegado un tal señor Barbabú provisto de un diamante y mañana se casa con la princesa.»

Rustán palideció, tartamudeó un cumplido, se despidió de su anfitrión y corrió en su dromedario a la capital donde debía celebrarse la ceremonia. Llega al palacio del príncipe, dice que tiene algo importante que comunicarle, solicita una audiencia, pero le responden que el príncipe está ocupado con los preparativos de la boda. «De eso precisamente vengo a hablarle», dice. Tanto insiste que al final lo dejan entrar: «Señor, dice, que Dios corone vuestros días de gloria y magnificencia. Vuestro yerno es un bellaco.

—¡Cómo un bellaco! ¿Cómo os atrevéis? ¿Así se habla a un duque de Cachemira del yerno que ha elegido? —Sí, un bellaco, repuso Rustán, y para probarlo a Vuestra Alteza aquí os traigo vuestro diamante.»

El duque, asombrado, confrontó ambos diamantes, pero como no entendía del asunto, no pudo decir cuál era el verdadero.

«Hay dos diamantes y sólo tengo una hija, dijo: ¡en qué apuro me veo!» Hizo llamar a Barbabú y le preguntó si lo había engañado. Barbabú juró que había comprado el diamante a un armenio, el otro no decía de dónde procedía el suyo. Propuso una solución: que Su Alteza se dignara hacerle luchar al punto con su rival. «No basta con que vuestro yerno dé un diamante, dijo, debe también dar pruebas de valor. ¿No os parece bien que el que dé muerte al otro se case con la princesa? —De primera, respondió el príncipe, será un bonito espectáculo para la corte. Batíos enseguida, el vencedor tomará las armas del vencido, según la costumbre de Cachemira, y se casará con mi hija.»

Ambos pretendientes bajan al instante al patio. En la escalera había una urraca y un cuervo. El cuervo gritaba: «Batíos, batíos.» y la urraca: «No os batáis.» Aquello hizo sonreír al príncipe y los rivales apenas lo tomaron en cuenta. El combate comenzó, todos los cortesanos se dispusieron en círculo a su alrededor. La princesa, que continuaba encerrada en su torre, no quiso asistir al espectáculo; no podía ni siquiera imaginar que su amado estuviera en Cachemira y sentía tanta repugnancia por Barbabú que no quería ver nada. El combate transcurrió de maravilla: Barbabú cayó muerto y el pueblo quedó encantado, porque era feo y Rustán muy guapo. Eso es lo que muy a menudo decide el favor del público.

El vencedor se enfundó la cota de malla, la banda y el casco del vencido y se dirigió, seguido de toda la corte y a los sones de una marcha, a las ventanas de su amada.

Todos gritaban: «Bella princesa, venid a ver a vuestro apuesto marido que ha dado muerte a su rival.» Sus doncellas repetían las mismas palabras. La princesa se asomó a la ventana para su desgracia y, al ver la armadura de un hombre al que detestaba, corrió desesperada a su cofre de China y arrojó el venablo fatal que fue a atravesar a su querido Rustán, que estaba sin coraza. Dio un tremendo grito y por aquel grito la princesa creyó reconocer la voz de su desdichado amante.

Baja desmelenada, con la muerte en los ojos y el corazón. Rustán yacía ensangrentado en brazos de su padre. Lo ve. ¡Qué instante, que horror, qué reconocimiento cuyo dolor, ternura y espanto no pueden expresarse! Se arroja sobre él, lo besa, «Recibes, le dice, los primeros y últimos besos de tu amada y de tu asesina.» Retira el dardo de la herida, se lo clava en el corazón y muere sobre el amante que adora. El padre, despavorido, fuera de sí, a punto de morir como ella, intenta en vano devolverla a la vida, pero ya no existía. Maldice el dardo fatal, lo hace mil pedazos, arroja lejos de sí los diamantes funestos. Y mientras preparan los funerales de su hija en lugar de su boda, ordena llevar a palacio al ensangrentado Rustán que conservaba todavía un soplo de vida.

Lo llevan a una cama. Lo primero que ve a ambos lados de su lecho de muerte es a Topacio y a Ébano. Su sorpresa le devolvió algunas fuerzas. «¡Ah, crueles!, ¿por qué me habéis abandonado? Tal vez la princesa viviera aún si hubieseis estado junto al desdichado Rustán. —No os he abandonado ni un solo instante, dijo Topacio. —He estado siempre junto a vos, añadió Ébano.»

«Pero ¿qué decís? ¿Por qué os burláis en mis últimos momentos?, preguntó Rustán con voz lánguida. —Podéis creerme, dijo Topacio. Ya sabéis que nunca aprobé ese viaje fatal cuyas horribles consecuencias preveía. Yo era el águila que luchaba con el buitre y era desplumada, yo era el elefante que se llevaba el equipaje para obligaros a volver a vuestra patria, yo el asno rayado que os llevaba contra vuestra voluntad junto a vuestro padre, yo he dispersado a vuestros caballos, yo he formado el torrente que os impedía el paso, yo he levantado la montaña que os cerraba un camino tan funesto, yo era el médico que os aconsejaba el aire natal, yo la urraca que os gritaba que no luchaseis. —Y yo, dijo Ébano, yo era el buitre que desplumaba al águila, el rinoceronte que daba cien cornadas al elefante, el villano que golpeaba al asno rayado, el mercader que os daba camellos para correr hacia vuestra perdición; yo he construido el puente por el que habéis pasado, yo he horadado el túnel por el que habéis cruzado, yo era el médico que os daba ánimo para avanzar, el cuervo que os gritaba que os batierais.»

«¡Ay!, acuérdate de los oráculos, dijo Topacio: Si vas a oriente estarás en occidente.

—Sí, dijo Ébano, aquí entierran a los muertos con el rostro vuelto a occidente: el oráculo estaba claro, ¿no lo has comprendido? Has poseído y no poseías, pues tenías el diamante, pero era falso y tú lo ignorabas. Eres vencedor y mueres, eres Rustán y dejas de serlo: todo se ha cumplido.»

Mientras así hablaba, cuatro alas blancas cubrieron el cuerpo de Topacio y cuatro alas negras el de Ébano. «¿Qué veo?», exclamó Rustán. Topacio y Ébano respondieron a un tiempo: «Ves a tus dos genios.

—Pero, caballeros, ¿por qué os teníais que meter?, les dijo el desdichado Rustán, ¿y por qué dos genios para un pobre hombre?

—Es la ley, dijo Topacio, cada hombre tiene sus dos genios. Platón fue el primero en decirlo y otros lo han repetido luego. Ya ves que no hay nada más cierto: yo soy tu genio bueno y mi misión era velar por ti hasta el último instante de tu vida; lo he cumplido fielmente. —Pero, dijo el moribundo, si tu empleo era el de servirme, soy de una naturaleza muy superior a la tuya. Y, además, ¿cómo te atreves a decirme que eres mi genio bueno cuando has dejado que me equivocara en todo cuanto emprendía y me dejas morir, y a mi amada, de la manera más miserable? —¡Ay!, era tu destino, dijo Topacio. —Si el destino lo hace todo, dijo el moribundo, ¿para qué sirve un genio? Y tú, Ébano, con tus cuatro alas negras, serás sin duda mi genio malo. —Vos lo habéis dicho, respondió Ébano. —¿Y tú eras también el genio malo de mi princesa? —No, ella tenía el suyo, y lo he secundado perfectamente. —¡Ah, maldito Ébano! Si eres maligno no pertenecerás al mismo dueño que Topacio. ¿Habéis sido formados ambos por dos principios distintos, uno bueno y otro malo por naturaleza? —No es una consecuencia, dijo Ébano, aunque es una gran dificultad. —No es posible, repuso el agonizante, que un ser benéfico haya engendrado un ser tan funesto. —Posible o no, replicó Ébano, las cosas son como te las digo.

—¡Ay!, dijo Topacio, pobre amigo mío, ¿no ves que ese bribón tiene aún la malicia de hacerte discutir para encender tu sangre y precipitar la hora de tu muerte? —Déjame, no estoy mucho más contento de ti que de él, dijo el triste Rustán: por lo menos confiesa que ha querido hacerme daño, mientras que tú, que pretendías defenderme, no me has servido de nada. —De eso me quejo, dijo el genio bueno. —Y yo también, dijo el moribundo. Hay algo en toda esta historia que no comprendo. —Ni yo tampoco, dijo el pobre del genio bueno. —Lo voy a saber dentro de muy poco, dijo Rustán. —Eso está por ver», dijo Topacio. Entonces todo desapareció. Rustán volvió a hallarse en casa de su padre, de donde no había salido, y en su lecho, donde había dormido una hora.

Se despierta sobresaltado, bañado en sudor, desconcertado. Se palpa, llama, grita, toca la campanilla. Su ayuda de cámara Topacio acude en gorro de dormir y bostezando. «¿Estoy muerto, estoy con vida?, exclamó Rustán. ¿Se salvará la hermosa princesa de Cachemira?… —El señor está soñando, respondió fríamente Topacio.

—¡Ay!, exclama Rustán, ¿qué ha sido de ese bárbaro de Ébano con sus cuatro alas negras? A él le debo esta muerte tan cruel.

—Lo he dejado arriba roncando, señor, ¿queréis que le ordene que baje? —¡Desalmado! Seis meses hace que me persigue, él me llevó a la feria de Kabul, él me birló el diamante que me había dado la princesa, es el único causante de mi viaje, de la muerte de mi princesa y del flechazo del que muero en la flor de mi edad.

—Tranquilizaos, le dijo Topacio, no habéis estado nunca en Kabul, no existe ninguna princesa de Cachemira, su padre sólo tuvo dos chicos que están ahora en el colegio. Nunca habéis tenido diamantes, la princesa no puede haber muerto porque no ha nacido y vos estáis de maravilla.

—¡Cómo! ¿No es cierto que me asistías en el momento de mi muerte en el lecho del príncipe de Cachemira? ¿No me has confesado que, para preservarme de tantos peligros, habías sido águila, elefante, asno rayado, médico y urraca? —Señor, todo eso lo habéis soñado: nuestras ideas no dependen más de nosotros en el sueño que en la vigilia. Dios ha querido que esa sarta de ideas os haya pasado por la imaginación para daros, a lo que parece, alguna instrucción que pueda resultaros provechosa.

—Te burlas de mí, repuso Rustán. ¿Cuánto tiempo he dormido? —No habéis dormido más de un hora, señor. —Pues bien, maldito parlanchín, ¿cómo quieres que en una hora haya estado en la feria de Kabul de hace seis meses, haya vuelto, haya hecho el viaje de Cachemira y hayamos muerto Barbabú, la princesa y yo? —Señor, nada hay más sencillo ni más común, y habríais podido dar la vuelta al mundo y correr muchas más aventuras en mucho menos tiempo. ¿No es cierto que podéis leer en una hora el compendio de la historia de los persas escrita por Zoroastro? Sin embargo, este compendio abarca ochocientos mil años. Todos esos acontecimientos desfilan ante vuestros ojos uno tras otro en una hora. Convendréis en que le resulta tan fácil a Brahma condensarlos todos en el espacio de una hora que esparcirlos en el espacio de ochocientos mil años: viene a ser lo mismo. Figuraos que el tiempo gira sobre una rueda cuyo diámetro es infinito. Bajo esa rueda inmensa se hallan multitud de otras ruedas, unas dentro de otras. La del centro es imperceptible y da una infinidad de vueltas en el tiempo en que la grande termina de dar una sola. Está claro que todos los acontecimientos, desde los inicios del mundo hasta su fin, pueden ocurrir sucesivamente en mucho menor tiempo que la cienmilésima parte de un segundo. E incluso puede decirse que así ocurre.

—No entiendo nada, dijo Rustán. —Si queréis, dijo Topacio, tengo un loro que os lo hará entender fácilmente. Nació algún tiempo antes del diluvio, estuvo en el arca, ha visto muchas cosas, y sin embargo sólo tiene un año y medio: os contará su historia, que es muy interesante.

—Id a buscar aprisa vuestro loro, dijo Rustán. Me distraerá hasta que pueda volver a dormirme. —Lo tiene mi hermana la monja, dijo Topacio. Voy a por él, quedaréis contento. Su memoria es muy fiel, cuenta con sencillez, sin intentar dar muestras de ingenio a cada paso y sin hacer frases. —Mucho mejor, dijo Rustán, así me gustan los cuentos.» Le llevaron el loro, el cual habló de esta manera.

N. B. La señorita Catherine Vade no ha podido encontrar la historia del loro en el cartapacio de su difunto primo Antoine Vade, autor de este cuento. Es una verdadera lástima, visto el tiempo en que el loro vivía.


Voltaire