Cuentos para ver

PAÑUELO DE SEDA - Mauro Cartasso

Cerraste los ojos y repentinamente notaste mi presencia , sabiendo que así te convertirías en cómplice de mis deseos, estabas de pié frente al espejo, peinando tu dócil cabello a punto de ir a dormir, vestías un hermoso conjunto negro con transparencias, aún llevabas puestos tus tacones, sabías que eran mis preferidos para esa noche especial.

Recorrí la distancia que nos separaba lentamente, esperando que tu impaciencia se transformara en parte de mi capricho, apenas me acerqué unos pasos por detrás ya sabías que nuestro juego había comenzado. Continuabas con los ojos cerrados, dejaste de peinarte y sentiste la suave y fresca seda del pañuelo con el que cubrí tus ojos anudándolo suavemente, apenas perceptible, aún recuerdo tu gesto al contacto, con un simple movimiento de tus brazos dejaste que el baby doll se deslizara hasta tus pequeños pies. Tu bello cuerpo casi desnudo se reflejaba en el cristal, fue ese el momento que elegiste para arquear tus brazos hacia atrás y sentir el roce sutil de nuestros cuerpos.

Mis manos recorrieron palmo a palmo cada centímetro de tu suave piel, presté atención a cada reacción, con cada movimiento percibía tu respiración, tu palpitar, fui redescubriendo tus marcas, acaricié tus imperfecciones, sentí el perfume de tu piel, tu jadeo era la prueba irrefutable que todo lo que te hacía perfecta para mi, te provocaba.

Iba a guiarte a través de la habitación hacia la cama, lugar donde dejaríamos correr nuestra pasión pero algo sucedió, fue ese el justo momento que decidiste quitar el pañuelo inexistente de tus ojos, y mirando fijamente hacia el espejo observaste como tu fantasía se desvanecía.

LOS MORTALES - Luis María Albamonte

A Julio Aguilera Matla, mexicano, quien protagonizó en la
realidad el final de Bertonio, en un bar de Coatepec,
Estado de Veracruz. Hombre contemporáneo convertido
en un rayo pavoroso y alucinado, por amor.
El autor


Este era el tiempo del año 3218 en la Tierra. Reinaba en el mundo Hilarión IV. Su gobierno tenía la pétrea, majestuosa sede en Córdoba. No había problemas perturbadores, revelación dada por la plenitud del color rosado del aire.
Hilarión IV tenía ascendientes de todas las razas, confundidas, en siglos de existencia con remotos parientes de Chabás, en una provincia que se había llamado Santa Fe, hacía casi 1.000 años, nacido justamente cuando comenzaba la “Era de los Inmortales” en aquellos tiempos iniciadores de fabulosos avances de la ciencia y de la tecnología.
Había en la ciudad una arcaica complacencia. No era felicidad. Surcaban el aire minúsculos helicópteros como enjambres de silenciosos moscardones, cada uno por su propio andarivel aéreo que su campo magnético iba trazando a medida que avanzaban, para evitar los choques, de esta manera imposibles.
Hilarión IV poseía algunos secretos tecnológicos, provistos por los sabios, prisioneros de guardianes que los custodiaban. Las victorias de la tecnología, en sus fundamentos, eran poseídas solamente por los sabios cautivos, no obstante beneficiarios de sus mejores frutos. Pero sin libertad. Hilarión IV tenía la llave maestra. Sin duda habrían sido inminentes las catástrofes de imprevisibles consecuencias.
Bertonio era historiador. Su misión consistía en revisar los hechos de la antigüedad, memorizados en las computadoras, comparándolos con los de su contemporaneidad, e informar a los más jóvenes acerca de los orígenes del hombre del siglo XX, apenas un balbuceante sucesor del cavernícola de cuya cueva había escapado con sus increíbles debilidades, agravándolas con el suicida refinamiento de la mentira, de las comidas complejas, del amor dominante, de la cópula cuya atracción irresistible había dado origen a traiciones y asesinatos memorables.
La “Era de los Inmortales” no expresaba enteramente la verdad: hombres y mujeres morían. La casi totalidad como consecuencia de accidentes. Pero se vivía por siglos.
La libido, ese duende que hace cosquillas en la médula espinal, en un fugaz chisporroteo que había arqueado a los hombres más fuertes, y hasta los había puesto de rodillas debilitándolos moral y físicamente en un embriagante deseo de pareja, no existía. La reproducción, adecuando los nacimientos a las necesidades del equilibrio ecológico, y por obra de laboratorios, era escasa.
En sus rastreos históricos Bertonio había encontrado una sentencia milenaria. La había leído en un libro de Albamonte. Decía: “Los dos más grandes placeres del hombre están, uno en la cama, el otro en la mesa. Si el amor y la comida no fueran los placeres supremos y hubiéramos debido amar y comer por obligación, la especie humana habría desaparecido de la Tierra hace siglos”.
¡Y todo eso había sido superado!
Sin embargo, Bertonio había sentido una súbita, incomprensible nostalgia. Fue leve. Como si una célula recóndita, en la columna vertebral, se hubiera iluminado. Como si se hubiera abierto una ventana microscópica desde la que se veía otro mundo, todavía en una nebulosa que Bertonio ni siquiera sospechaba. Era una difusa fotografía de algo lejano, imprecisable, que quería materializarse. Para dejarse ver. Bertonio no lo veía. Pero ese despertar lumínico le había encendido una cueva oscura. Era una chispa. Y la chispa era, por primera vez en su vida, un placer triste. La nostalgia.
Los hombres y las mujeres no eran máquinas, pero habían llegado a una casi perfección. Ansiada desde hacía siglos. Y habían tenido que dejar, para ello, en largos, infinitos caminos, las remotas lacras de la angustia, de la incertidumbre, del odio. Era un ordenado transcurrir. Tampoco había esperanzas. Tenerlas habría significado carecer de algo deseable. No sufrían.
Aquella vez Bertonio iba por la calle. El Sol, que alimentaba relojes y complejas maquinarias, no por ello regateaba su luz y su tibieza a la ancha calzada multicolor. Mosaicos de mil colores sacudían la intimidad de los habitantes, casi perturbadores, precisamente para que no cayeran en el desgano y en la monotonía. Pero se podía mira, el Cielo, suavemente escondido por el color rosado de la bonanza.
Hoy es más rosado que nunca —dijo una voz de mujer que lo había alcanzado.
Bertonio se sorprendió. Su compañera en la biblioteca, Arahnia, sonreía.
¡Oh, sí! Es un Cielo muy rosado. Todo marcha muy bien... ¿Cómo te sentís?
—¡Magnífica, como siempre!
—Como siempre... Yo tengo un rayo de luz en la espalda —dijo Bertonio.
Arahnia rió:
—¡No se te ve!...
—¡Claro que no! Lo tengo en la intimidad, adentro. Es como un agujerito en una célula microscópica...
—¿Tan pequeño?...
—Sí, pero por el agujerito pienso ver cosas...
—¿A pesar de ser tan pequeño?...
Caminaban. Los transeúntes iban de un lado a otro. Cumplían misiones estrictas, sin detenerse, sin hablar, salvo algunas pocas personas.
—¿Y qué ves, Bertonio?
—Todavía no lo sé. Más que imágenes son sensaciones.
Pero dulces...
Bertonio pensaba en el placer que los antiguos habían descripto: el del sexo y el de la comida, como irresistibles hechizos que hacían posible el mantenimiento de la especie.
¡Y la pareja!
Arahnia se despidió. Bertonio la vio alejarse. Ella era la pareja. Ella era el sexo. Pero ella no lo sabía. Lo había olvidado hacía diez siglos.
Hubo una silenciosa alarma. El aire estaba tornándose, color violeta. Los detectores infalibles rastreaban el principio de rebeldía que significaba el solo sospechar que había existido algo mejor en los tiempos arcaicos. Bertonio bruscamente apagó sus pensamientos como dando un manotazo a una llamita, aplastándola.
Dueños de la total confianza de Hilarión IV, podían Bertonio y Arahnia desprenderse de la finísima cobertura metálica que los cubría como una tela de seda, y conversar sin que sus pensamientos y palabras fueran registrados en las máquinas madres que controlaban la vida de la ciudad. Bertonio había dejado de ser una sola célula iluminada. Todo su cuerpo era un Sol radiante, una fabulosa ventana, que había intuido en su nacimiento, que le permitía descubrir y reconquistar las sensaciones olvidadas y reprimidas.
Algo tremendo dijo cuando volvió a encontrar a su compañera de la biblioteca. Arahnia se asusto.
—¡Eso es una rebeldía! ¡Moriremos!...
—Te amo, Arahnia...
—¡Oh, lo hemos leído, todo eso, en los libros de los antiguos, y nos ha hecho reír!... No somos débiles como ellos...
—¡Te amo, Arahnia! Estoy asustado no por lo que pueda sucederme sino porque me siento mejor. Porque te veo hermosa. Porque te siento como parte de mi ser…
Hablaron, hablaron, hablaron.
Bertonio la besó en la boca. Nunca había besado a nadie. Se sintió transformado violentamente. Arahnia lloraba, temblorosa, aferrada a él, como un pájaro que cae y clava sus uñas en un tronco florecido, y algo le duele, pero cae sintiendo el delicioso perfume de las flores misteriosas. Y el dolor es una alegría que quiere surcar el espacio como el mismo pájaro que cae. Y es un pájaro sin alas. Y es una tristeza que estalla en pedazos, ruidosamente, y estaba aturdida, sin comprender nada, con un asombro que la hacía gemir y no sabía por qué. Y era el miedo. Y se
debilitaba. Seguía cayendo. Y sentía que estaba abrazada a las piernas de Bertonio como a dos columnas de un palacio indestructible porque se incorporaba sobre sus escombros solamente porque ella balbuceaba: “Bertonio... Bertonio... ”.
Desde el suelo, demolida por una brutal necesidad de ternura, decía:
¡Yo también lo he leído en los libros primordiales! Y vacilé, temblando. Sólo me faltaba que me dijeras algo y me lo has dicho...
Se puso de pie. Ahora era otro miedo. Se desprendieron de sus coberturas y echaron a correr. ¡Iban hacia el depósito de los segregados! De los que no habían podido superar el nivel común. Y estaban en los aledaños, como ratas. Seres humanos, pero con dolores físicos y morales, con enfermedades y con piojos, con escasa comida.
A mitad de camino Bertonio se detuvo bruscamente y miró la ciudad que abandonaban. Dijo:
—Se regresa en sólo 3 minutos...
Arahnia sonrió. Tomó de una mano a Bertonio y continuaron la carrera.
Llegaron al Gran Depósito, jadeando. Los internados habían visto su desesperada carrera. Cuando estuvieron por ingresar estalló una ovación. Después se confundieron ambos entre hombres y mujeres que los abrazaban y los besaban. Había médicos, ingenieros, químicos, personas ilustradas que, sorpresivamente, habían despertado como emergiendo del profundo sueño de un cocodrilo inmortal.
Era una pequeña población en donde nada faltaba, pero de todo había poco. Podían haber sido destruidos con el solo disparo de un rayo, pero Hilarión IV detestaba la muerte. No toleraba gérmenes nocivos para su pueblo. Y los segregados eran nocivos. Los aislaba. Sobre ellos ejercía, también, su dominación.
Dejaron solos a Bertonio y a Arahnia. Vieron que el Gran Depósito era, en realidad, como esas localidades que ilustraban las estampas de antiguos países. El Gran Depósito tenía todo aquello que había sido eliminado en la ciudad de Hilarión IV. Cigarrillos, bebidas alcohólicas, medicamentos para enfermedades comunes, como había sucedido 1.000 años atrás, se producían asimismo en el Gran Depósito. Para que ello fuera posible, la comunidad del Gran Depósito se había organizado. Había siembra, cosechas, industrias. En reducida escala. Se alcanzaba un nivel de vida precario. Y había una absurda tristeza. La de no poder vivir en la ciudad, a la que habían abandonado por propia decisión. El tener sentimientos les daba una asustada alegría de vivir, en donde era posible disfrutar de la amistad, del amor, de la esperanza, y en donde la muerte, en terrible compensación, asechaba sin dormir.
Estaban en una calle. Junto a ellos se había detenido un anciano. Se derrumbaba aniquilado por el tiempo. Los miró con detenimiento y dijo, sentenciosamente:
¡Buscad la felicidad! Cuando la encontréis comprenderéis que es temible.
Y se fue, vacilante, dueño de una sombría, altiva soledad.
Bertonio y Ariahna entraron en un bar. Era como ingresar en la prehistoria, en un nuevo mundo, que se había perdido en tiempos inmemoriales.
Se sentaron a una mesa. En seguida se sumó un inesperado hombre sonriente.
Ellos nunca habían visto hombres así, desmejorados, sin la salud potente, sin la esbeltez apabullante de los moradores de la ciudad.
Soy médico —dijo el recién llegado—. Tengo familia. Aquí constituí mi hogar. Es muy diferente a lo de allá... Tengo dos hijos. Hay un motivo distinto para vivir. No se cumple con un mandato inapelable. Se responde espontáneamente a un sentimiento. No es la grata tarea de vigilar una máquina electrónica. Es una gran emoción constante...
Beitonio y Arahnia estaban tomados de la mano sobre la mesa.
¡Eso es amor! dijo el médico señalando las manos entrelazadas . Lo demuestra el coraje que significa haber venido aquí.
Sonrió.
—Hay que habituar lentamente al organismo a esta nueva vida... Vengan siempre aquí. Hay regímenes para iniciados.
Rieron los tres.
—¿Qué debemos hacer? —preguntó Ariahna.
—Claro... hay que ganar el sustento —dijo el médico—. Y deben conseguir una vivienda... Por ahora, vivirán en mi casa...
Había mucha concurrencia en el bar casi campesino. El médico batió las palmas, se hizo silencio, y dijo:
¡Hermanos!... Oficialmente les presento a…
—¡Bertonio!...
—¡Arahnia!...
—Desde ahora forman parte de nuestra familia...
Hilarión IV quiso dar una lección a su pueblo, haciendo aparecer en la gigantesca pantalla de televisión que coronaba a la ciudad, y en las pequeñas que había en cada oficina, en cada hogar, y en los vehículos voladores, las imágenes de Bertonio y Arahnia en el Gran Depósito, exhibiéndolos en el bar, en los barrios pobres, en el duro trabajo de ganar la comida, en la vivienda precaria, como el reverso sombrío de una realidad maravillosa que vivía su pueblo...
Transcurrieron los días. Los meses.
En las pantallas de televisión de la ciudad de los inmortales aparecían Arahnia y Bertonio. El bello Bertonio, ataviado como los príncipes de la antigüedad, aparecía con un tosco pantalón, arrugado, con groseros zapatones, abriendo surcos en la tierra, encorvado, azada en mano, transpirando. Se irguió con esfuerzo, doloridamente, para estar de pie, como antes, erecto. Tenía las manos embarradas. Se secó el sudor de la frente con un brazo. Suspiró después de aspirar profundamente el aire con olor a tierra. Alguien dejó escapar una risotada al lado de Hilarión IV, contemplando la escena, y dijo:
—¡Es una sucia piltrafa!
En seguida apareció Arahnia con un tazón en una mano. Bertonio la recibió con un beso en la frente. Y bebió del tazón. Su rostro se iluminó, reconfortado el hombre alegremente. Le pasó su brazo sobre los hombros y Arahnia dejó caer su cabeza sobre el pecho de su compañero quien, riendo, suavemente posó una mano en el vientre de la mujer.
Hilarión IV mostró su agria sorpresa en el rostro endurecido súbitamente por una seriedad casi agresiva. Los demás guardaron silencio, sorprendidos.
En otros días se los mostraba entrando en la pequeña vivienda. O en el bar, en donde todos eran amigos.
En una tibia, soleada mañana, se vio un cortejo fúnebre. Estaban en él casi todos los moradores del Gran Depósito, detrás del modesto ataúd.
—Es el médico. Murió el médico —dijo Hilarión IV.
En el cortejo lloraban hombres y mujeres. Lloraban Arahnia y Bertonio. Ella no podía, ni lo deseaba, disimular el vientre abultado, caminando con dificultad.
—¡Lloran! —dijo Hilarión IV.
Tiempo después las pantallas mostraron a Bertonio que salía corriendo de su choza. Estaba descontrolado.
¡A lo que ha llegado! ¡Ha perdido el dominio de sí mismo, la armonía del movimiento, el equilibrio mental, la plasticidad en el andar, acuciado por un loco sentimiento —exclamó un consejero de Hilarión IV.
Toda la ciudad había sido ganada por el interés de asistir al destino de Bertonio y Arahnia, dos personas centenarias, juveniles, vitales, que habían sido respetables en la ciudad de los inmortales. Y seguían sus pasos en las pantallas, todos estimulados por Hilarión IV, quien quería mostrar las miserias de los mortales.
Bertonio entró corriendo en el bar. Tumbó sillas y una mesa... Trepó a un banco y anunció, transfigurado:
—¡Muchachos! ¡Señores! ¡Soy padre! ¡Arahnia acaba de dar a luz un hermoso varoncito! ¡Se llamará!...¡Beban que pago yo!... ¡Beban! ¡Quiero una botella para mí!... ¡Beban que pago yo porque esto hay que festejarlo! ¡Soy el hombre más feliz de todos los planetas!...
Bebieron copiosamente. Bertonio se abrazaba a hombres y mujeres.
Bailaba solo, cantaba, volvía a saltar sobre el banco hasta que se quedó en él y dijo:
—¡Lo festejo con todo lo que puedo hacerlo! ¡Esto es muy grande! ¿Comprenden ustedes?...¡Soy tan feliz que siento que es ínfimo lo que estoy haciendo para saludar el nacimiento de mi hijo!... Es poco, muy poco... ¡Tengo que hacer más! ¡Señores!...
Extrajo un revólver de un bolsillo, se lo llevó a la cabeza y gatillo. El estruendo, insólito, pareció iniciar el fin del mundo o su advenimiento, salvaje y hermoso.
Bertonio cayó al piso, muerto...
Las pantallas, allá, al otro lado, borraron todas las imágenes. Pero era una tardía precaución.
En ese momento comenzó la rebelión que derribó a Hilarión IV del poder y terminó con su reino.

EL MONSTRUO - Joe Haldeman

¿Que empiece por el principio? ¿Qué principio?

Vale, ya que viene de fuera, se lo contaré todo. Siéntese por ahí, póngase cómodo. Fúmese un cigarrillo, si lo tiene.

No hacen más que hablar de esos tíos que vuelven del Nam todos jodidos y hechos una mierda, y dicen que son como bombas de relojería: funcionan de puta madre durante años y luego cogen una pistola y se vuelven locos. Pero eso no tiene nada que ver conmigo. Aunque esta vez haya una pistola de por medio. Y un asesinato de verdad.

La primera vez que estuve en la trena, después de la corte marcial, traté de decirles qué pasaba, y ¿qué hicieron conmigo? Asistentes sociales y psiquiatras. El fulano que tiene que trabajar de psiquiatra en una prisión no puede ser un buen psiquiatra, si pueden montárselo bien fuera, eso es lo que pienso yo, y por eso al principio no les solté ni media, pero siempre conservo la disciplina, de modo que me dije ¡qué demonios!, y me inventé una historia. Si ve la tele, también podrá inventarse una historia sobre el Nam.

Claro que algunos no se lo creen, siguen la corriente un rato porque eso es lo que hacen los locos, inventar historias, y luego renuncian y viene otro y empiezo otra vez con una historia diferente. Y a veces cuando sé fijo que no me creen, cuando empiezan a mirarme como se mira a un animal en el zoo, entonces es cuando les digo la verdad auténtica. Y entonces es cuando sonríen, ¿sabe?, y asienten y a continuación llega un tipo nuevo. Porque si alguien se inventara una historia así tendría que estar loco, ¿no? Pero juro ante Dios que es cierta.

Claro. El principio.

Fui un lurp en el Nam, es decir, un miembro de la Patrulla de Reconocimiento de Largo Alcance. Uno mira en esas revistas sobre el Nam y siempre ponen a los lurps como héroes, tipos valientes que salen y se enfrentan solos a Charlie, les vacían la artillería y todo eso, pero no era así. Uno no quiere ser un lurp donde estábamos nosotros, te convierten en un puñetero lurp si quieren deshacerte de tu culo, y ésa es la pura verdad.

Ahora tengo que decirle que no me importa un puñetero carajo el Ejército, y que no me gusta más que cuando me reclutaron, pero tengo que admitir que son bastante listos y se lo montan bien con nosotros. Porque se deshacen de esa mierda lurp. Quiero decir que somos un puñado de hermanos de culo negro y buenos chicos y que nos encanta el jaleo, y Dios, vaya si nos daban jaleo… A la mierda el M-16; teníamos auténticas ametralladoras con tambor de 100 milímetros, normalmente un tipo llevaba el lanzador de granadas automático, otro los proyectiles, otro la bolsa llena de explosivos. Quiero decir que podríamos enfrentarnos con todo el puñetero ejército norvietnamita. Podríamos habernos cargado al cabrón de Rambo.

Ahora me gusta hablar raro, aunque cada vez que quiero puedo hablar como la otra gente. Incluso los jamaicanos como mi madre no pueden comprenderme si me lo monto bien. Nací en Nueva York, pero en esa época mamá sólo llevaba tres meses allí…, cuando hablaba inglés debía ser música de la isla, pero el tipo con el que vivía, el que me educó, era de Taiwan, así que entre ellos aprendí un inglés de mierda, y el mismo chino de mierda, igualito. Y vivía en un vecindario cubano, rodeado por el español de mierda.

El cabrón del chino era taxista. Me jodió la marrana durante doce años, y entonces cogí un cuchillo de cocina y se lo clavé en la espalda. Nunca volvió a por más leña. Creo que a lo mejor se arrastró a cualquier parte a diñarla, no me importa un carajo, pero cuando me reclutaron descubrieron que hablaba chino, me enviaron a una escuela de idiomas en California, y fui tan tonto que los creí cuando me dijeron que aquello significaba que no iría al Nam: que me quedaría en casa y les traduciría cintas por la radio.

Me enviaron al Nam de todas formas, y me volví un poco loco. Le pegaba a todo quisque que me sobrepasaba en graduación. Me metieron en el hospital y le pegué al doctor. Me metieron en la prisión y le pegué a los guardias, los guardias me pegaron a cambio, y de vuelta al hospital. Pensaba que tarde o temprano tendrían que matarme o soltarme. Pero entonces, un día, aparece aquel tipo del mando estratégico y me habla del rollo del servicio de patrullas. No parecía mala cosa, aunque el tipo decía que si la cagaba podían quitarme de en medio y de manera legal. Ahora sé que pueden hacer lo mismo aquí en la CLB, la cárcel de Long Binh, así que, ¿qué coño? En dos días estoy en la jungla con tres tipos duros, con un mapa y una brújula, y la artillería suficiente para empezar nuestra propia guerra.

Nos dieron mapas de esos que nunca tienen palabras como los nombres de los sitios, sólo «CIUDAD Pob. 1000» y chorradas por el estilo. Lo hicieron realmente bien, y nosotros fuimos tan tontos que no supimos que hay lugares fuera de Vietnam, donde no pueden entrar los soldados. Se quedaban nuestra identificación en el campamento base, incluso las chapas de perro, y nos decían que no nos dejáramos capturar. «Morid primero», decían. Eso será más agradable. Más tarde nos reímos de eso, pero me guardo para mí lo que siento: que la tumba es un lugar al que todos tenemos que ir, tarde o temprano, y tal vez cuanto antes lo hagamos, pues menos golpes, menos problemas. Ahora saborearé durante veinte años lo cierto que eso puede llegar a ser.

No nos decían cuál era el lugar de donde salíamos, después de que nos dejaran caer, pero siempre teníamos que marchar hacia el oeste. Un tipo llamado Duke, duro pero no tonto, decía que lo único que estábamos haciendo era una labor de acoso, cargándonos líneas de suministros que seguían la ruta de Ho Chi Minh, en Camboya. Eso parecía, desde luego, largas filas de gooks llevando municiones y armas, a veces en bicicleta. Nosotros emplazábamos algunas minas y algunas Claymore y esperábamos a que la mitad de la fila llegara, luego, soltábamos la mierda, y después tal vez nos cargábamos a unos pocos con el lanzagranadas y las metralletas, no demasiado tiempo para que no pudieran reagruparse y atraparnos. Duke tomaba un par de fotos y nos íbamos en cuatro direcciones diferentes, nos reuníamos a unas cuantas millas de distancia, y luego volvíamos a la zona de aterrizaje y llamábamos a los helicópteros. Lo hacíamos unas seis veces por mes, y tal vez perdíamos a un tipo por mes. Duke y yo salimos ilesos hasta la última vez, aquella última vez.

Aquella última vez no fue diferente de las demás, excepto que nos dijeron que tratáramos de volar un puente, no un puente como en el cine, sino uno que colgaba de la falda de una montaña, para que fuera difícil de arreglar después. También era difícil llegar hasta él.

Perdimos un tipo, uno nuevo llamado Winter, sólo intentando llegar al puñetero puente. Eso era malo en cierto sentido. Uno se acostumbra a que los tíos caigan heridos o que se los carguen las bombas de fragmentación y cosas por el estilo. Pero caerse de un centenar de pies sobre un montón de rocas es una especie diferente de mala sombra. Y sólo se partió la espalda o algo así. Se quedó allí tendido, gritando, diciéndole a todo el mundo dónde estábamos, hasta que Duke le cerró la boca.

Así que entonces nos quedamos Duke, Cherry y yo, el Chino. Yo quería volver atrás, no había manera de que pudieran echarnos en cara aquello. Pero Duke estaba loco por entrar en acción, siempre estaba loco por matar, y Cherry le seguía a cualquier parte. Creo que era maricón incluso entonces. Más tarde lo supe. Cuando el «Monstruo» los mató.

Aquí es donde normalmente siento la necesidad de cambiar. Es natural ajustar el modo del discurso a un nivel apropiado al tema que está en colación, ¿no? Hablar sobre este «Monstruo» requiere referirse a conceptos tales como disociación y personalidad múltiple, aunque sea sólo para descartarlos, y sería extraño hablar de esas cosas directamente de la manera en que hablo normalmente, como chino. Esto no significa que haya dos o varias personalidades residiendo en el interior de este veterano negro incapacitado. Sólo significa que puedo hablar de diferentes formas. Cualquiera podría hacerlo si ha crecido entre el español, el chino y dos sabores diferentes de inglés: chocolate y vainilla, También podría servir de ayuda haber aprendido varios dialectos vietnamitas, y luego haber pasado los últimos veinte años en una sucesión de habitaciones pequeñas, principalmente leyendo o escribiendo. El hijo de puta sigue estando en su sitio. Simplemente usa el lenguaje apropiado. La herramienta adecuada para el trabajo, o el arma.

Déjeme que nos ahorre un poco de tiempo demostrando la debilidad lógica de algunas fáciles racionalizaciones de primer orden que siempre parecen aparecer. Una: que todo este asunto del «Monstruo» es una extraña mentira que me he inventado y que he sostenido obstinadamente durante veinte años…, lo que requiere que nunca se me ha ocurrido que retractarme redundaría en un tratamiento mucho mejor, y, posiblemente, en la liberación. Dos: que el «Monstruo» es una especie de escudo psicológico, o una barrera, que he levantado entre mi «yo» y la enormidad del crimen que he cometido. Eso apenas se sostiene, ya que mi trabajo y mi vida en aquella época apenas comprendían poco más que una sucesión de asesinatos premeditados a sangre fría. No maté a aquellos dos hombres, pero si lo hubiera hecho, no me habría molestado lo suficiente para requerir defensas psicológicas tan elaboradas. Tres: que asesiné a Duke y a Cherry porque estaba… molesto al descubrirlos enzarzados en un acto homosexual. Soy, y era, indiferente hacia esa aberración, o hobby. Al crecer en el gueto y pasar directamente de allí a una prisión del Ejército en Vietnam, he sido testigo de perversiones para las que ustedes, los psicólogos, ni siquiera tienen nombre.

Luego, por supuesto, está el asunto de los presuntos testigos. En su momento, me pareció particularmente odioso que mi gobierno prefiriera el testimonio de un soldado enemigo al de uno propio. Ahora veo el proceso más claramente, y me doy cuenta de que había sido condenado antes de que la corte marcial hubiera sido convocada.

¿Los detalles? ¿Sabe lo que era un hoi chan? Es demasiado joven. Bien, chieu hoi es el término vietnamita para «brazos abiertos»; si un soldado enemigo se acerca a la alambrada con las manos alzadas, gritando chieu hoi, en teoría tendría que ser bienvenido a nuestros brazos abiertos y amorosos, y rehabilitado. A menos de que resultara muerto antes de que la gente pudiera darse cuenta de lo que decía. Los rehabilitados recibían el nombre de hoi chans, y a veces eran utilizados como traductores y cosas por el estilo.

De todas formas, la historia del desertor vietnamita fue que nos habían estado siguiendo todo el día, manteniéndose fuera del alcance de nuestra visión, esperando una oportunidad para rendirse. No lo creo ni por un segundo. Nadie se mueve tan rápidamente, tan en silencio, por una jungla desconocida. Duke había sido guía profesional de caza en el mundo, y habría oído el menor movimiento.

¿Qué digo que pasó? Debe de haber leído la transcripción… Ya veo. Quiere comprobarla.

Yo tenía una herida pequeña pero profunda en el muslo, un fragmento de una granada, creo. Logré que no me capturaran, pero la herida me retrasaba.

Habíamos volado el puente a las 13.10, que era la hora en que los guardias hacían una pausa para el almuerzo, y habíamos acordado reunirnos a las 14.30 cerca de una higuera baniana a una milla de la base del acantilado. Llegué después de las 15.00, y estaba preocupado. Winter llevaba nuestra única radio cuando cayó, y si no estaba en la zona de recogida con los otros dos, se marcharían sin mí. Me quedaría aislado, herido, perdido.

Me sentí aliviado cuando los encontré esperándome aún. En este sentido, puede que haya causado sus muertes: si se hubieran marchado, el «Monstruo» me habría matado sólo a mí.

Éste es el único punto en donde mi historia y la del hoi chan coinciden. Los dos estaban follando. Esperé escondido hasta que terminaron para no interrumpirlos.

Sí, lo sé, aquí es donde él testificó que salté sobre ellos y les hice todas aquellas cosas terribles. Como si él hubiera estado sentado al margen, esperando que acabaran su asunto. Qué montón de mentiras.

Lo que sucedió en realidad —lo que sucedió en realidad—, fue que estaba oculto detrás de unos bambúes, esperando que terminaran para que pudiéramos continuar la marcha, cuando de repente apareció aquel rugido aplastando los árboles al otro lado y… ¡bang! Allí estaba el «Monstruo». Era mayor que cualquier hombre, y negro…, no negro como yo, sino negro brillante, como el pelo mojado, y de una zancada se plantó entre ellos y los separó. Entonces cayó sobre Cherry, y pude oír cómo sus huesos chasqueaban como si fueran palillos. Le mordió entre las piernas, y eso fue bastante para mí. Me marché. Oí un par de cortas descargas del ametrallador de Duke, pero no me volví para comprobarlo. Sólo corrí hacia la zona de recogida con toda la fuerza de mis piernas.

Claro que cometí un gran error. Mentí. ¿No lo haría usted? ¿Qué se supone que iba a decirles, que el resto del pelotón había sido devorado por un hombre-lobo? Así que mientras estaba esperando el helicóptero inventé un relato creíble sobre lo que pasó en el puente.

El helicóptero aparece y me lleva a la base, donde los médicos me vendan la herida e informo al mayor. Me envían a Tuy Hoa, un bonito hospital en la playa, y otra vez informo a un puñado de capitanes y a un coronel. Me dicen que me han propuesto para una Estrella de Plata.

Y allí estoy, en el patio, leyendo una revista, cuando aparecen un par de PM y me agarran y me meten en el calabozo. ¿No es típico del ejército, tener un calabozo en un hospital?

Lo que había sucedido es que aquel vietnamita, el honorable hoi chan Nguyen Van Trong, había salido del bosque con aquella historia mucho más creíble. Así que me metieron en la trena.

Ya basta, ¿eh? Todo está en la transcripción. Estoy cansado de contarlo. Me molesta.

Oh, de acuerdo. El tal Nguyen dice que era uno de los guardias del puente que volamos, y que había estado esperando el momento de escapar (no dicen «desertar»), desde el momento en que salió de Hanoi unos cuantos meses antes. Deshaciendo el sendero de Ho Chi Minh. Así, en la confusión después del estallido, sale corriendo; oye a Duke y a Cherry y los sigue. Espera la oportunidad para decir chieu houi. Ya le he dicho lo improbable que es eso.

Así que está esperando en el bosque mientras ellos se la meten mutuamente, y aparezco yo. Caigo sobre ellos con mi Thompson. Hago que Cherry ate a Duke al árbol. Entonces ato a Duke, dándole la cara. Luego castro a Cherry… ¡con mis dientes! ¿Puede creer eso? Y luego con los dientes y con las uñas despellejo a Duke, del cuello para abajo, mientras observa cómo Cherry muere. Entonces, para postre, le arranco el carajo de un mordisco. Luego los hago pedazos y los tiro.

¿Qué le parece? Ese Nguyen dice que lo vio todo, lo que tiene que haber durado horas. Parece que no tuvo oportunidad de interrumpir mi pequeño show. ¿Qué pasa, llevaba encima la metralleta todo el tiempo que estaba comiéndomelos? Tiene mucho sentido.

Después de que me marchara, dice que intentó ayudar a los dos hombres. Dice que Duke estaba todavía vivo, pero no por mucho tiempo. Dice que siguió los gestos de Duke y sacó la Polaroid de su mochila.

Cuando aquellas fotos aparecieron en el juicio, mi testimonio no valió ya un pimiento. Olvidaron que su historia no tenía sentido. ¡Olvidaron, por el amor de Dios, que era el jodido enemigo! Con la foto de Duke todavía vivo, con las tripas colgando y aquel horrible gesto, podría haber sido la puñetera Madre Teresa y no me habrían hecho caso.

(En este punto el paciente guardó silencio durante más de un minuto, controlando la furia, aparentemente, tal vez las lágrimas. Cuando continuó hablando, fue otra vez con el acento del hombre cultivado).

Sé que se siente tentado a no creerme, pero para que comprenda lo que sucedió durante los años siguientes, tiene que aceptar como supuestamente verdaderas las fantásticas premisas de mi sistema ilusorio. Principalmente, la aseveración razonable es que no mutilé a mis amigos, y la irrazonable es que la jungla camboyana esconde al menos un brillante humanoide negro de más de dos metros de altura, con la disposición anímica de una barracuda.

Si acepta que ese «Monstruo» existe, entonces, ¿dónde encaja el señor Nguyen Van Trong? Una posibilidad es que vio lo mismo que yo. Y que mintió por la misma razón por la que yo lo hice inicialmente: porque nadie en su sano juicio creería la verdad. Pero su mentira me implicó, supongo que por verosimilitud.

Una segunda probabilidad es la de que Nguyen, por alguna extraña razón, estaba liado con el «Monstruo», coligado con él.

La tercera posibilidad… es que eran lo mismo.

Si la segunda o la tercera posibilidad fueran ciertas, probablemente sería una buena política para mí no volver a cruzarme de nuevo con Nguyen, o al menos no encontrarme con él desarmado. A partir de ahí, deduje que sería una buena precaución descubrir qué le había sucedido después del juicio.

Una institución mental de máxima seguridad dista mucho de ser un lugar ideal para llevar a cabo una investigación. Pero tenía varias cosas a mi favor. La principal era que, a pesar de toda evidencia en contra, yo no estaba realmente loco. Otra, era que podía tomar ventaja de las preconcepciones de la gente, es decir, de sus prejuicios: puedo hablar con acento suavemente jamaicano o esconderme detrás de la jerga más impenetrable que usaba cuando estaba en el ejército. Ya que los blancos asumen que eres más listo cuanto más te pareces a ellos hablando, y como la mayoría de mis vigilantes eran blancos, pude controlar bastante bien la percepción que tenían de mí. Era un negro tonto que se volvía un poco más listo con su ayuda.

Finalmente, conseguí trabajar en la biblioteca. La llevaba una señora blanca que pensaba que era una tía dura pero que tenía un corazón que era pura tapioca. Le encantaba observarnos mientras estábamos leyendo.

Fui amable y servicial, y aprecié su guía. Me dejó leer más y más, y por supuesto, pronto pude llevarme libros a mi celda. Muchos de los libros que usaba no estaban registrados: libros de ordenadores.

Era una mujer amable, pero afortunadamente no estaba libre de prejuicios. Nunca se le ocurrió que podría no ser una buena idea dejar a su mascota a solas con el terminal del ordenador.

En cuanto pude manejar el sistema de la biblioteca, mi proyecto Nguyen empezó a tomar forma. Las cadenas de información son maravillosas, y para un ladrón, la mejor herramienta desde la tarjeta de crédito. Podía ordenar cualquier libro editado: después de todo, abría las cajas, ponía los nuevos volúmenes en las estanterías, y escribía la tarjeta de cada libro, si quería que fuera catalogada.

Intentando averiguar qué era el «Monstruo», leí todo lo que pude encontrar sobre extraterrestres, hombres-lobo, mutaciones, toda la basura de ciencia ficción. Estudié las religiones del Sudeste asiático y sus cuentos populares. Libros de psicología, porque la Cuchilla de Occam puede cortar a la persona que la está utilizando, y tal vez yo estaba loco después de todo.

No pude sacar nada concluyente. Había visto al «Monstruo» sólo un par de segundos, pero la impresión, naturalmente, estaba grabada en mi memoria. La cara era inteligente, tal vez debería decir «sentiente», pero no era humana del todo. Dos ojos, claro, pero ninguna nariz ni orejas obvias. La boca demasiado grande y montones de dientes como los de un tiburón. Dedos largos con muchísimas articulaciones, y garras. Ninguna mitología ni patología de las que leí registraba nada parecido.

La otra parte de mi proyecto Nguyen tuvo éxito. Usé el ordenador para localizarle, a través de mis propios registros y varios documentos que habían sido desclasificados por el Acta de Libertad de Información.

Había emigrado a los Estados Unidos poco antes de la caída de Saigón, lo que no me extrañó nada. En 1986 tenía su propia pescadería en San Francisco. El bastardo era el pilar de la comunidad.

Dieciocho años de conducta ejemplar y logré abrirme camino a seguridad mínima. Era una vida más cómoda y más libre, pero no tenía ninguna posibilidad real de conseguir la libertad bajo fianza. Probablemente no habría podido conseguirla ni aunque hubiera sido blanco y hubiera arrancado a mordiscos los carajos de dos negros. Podrían darme una medalla, pero no la libertad.

Así que tuve que escapar. No fue difícil.

Supuse que alertarían a Nguyen, y que tal vez lo mantendrían vigilado, o incluso lo protegerían durante una temporada. Por eso me mantuve alejado de San Francisco durante dos años, enterrado en un maloliente vecindario negro, en Washington. Ahorré centavo a centavo y compré o robé las herramientas que me harían falta cuando tarde o temprano me enfrentara con él.

Finalmente subí a un Greyhound, llegué a San Francisco, y descansé un par de días. Luego, durante otros dos días, vigilé intermitentemente la pescadería, para cerciorarme de que Nguyen no estaba siendo sometido a vigilancia.

Vivía en un apartamento de dos habitaciones en la parte trasera de la tienda. Forcé la cerradura media hora antes de que cerrara y me escondí en el dormitorio. Cuando le oí echar el cerrojo, salí y le apunté a la cara con mi Magnum del 44.

Ése fue el momento más tenso. Casi esperaba que se convirtiera en el «Monstruo». Incluso me había preocupado de conseguirme balas de plata, por si la superstición resultaba cierta.

Él me pidió que no disparara y sacó la cartera. Entonces me reconoció y se cerró en banda.

Le hice quedarse en calzoncillos y le até con cinta adhesiva a una silla de madera. Conecté la televisión a todo volumen, ya que mi silenciador casero no era perfecto, y cambié el Magnum por una automática del 22. Hacía el mismo ruido que un matamoscas cada vez que lo disparaba.

Hay partes del cuerpo donde se le puede disparar a una persona incluso con un 22 y matarlo rápidamente y sin mucho dolor. Hay otras partes que son todo lo contrario. Naturalmente, me concentré en estas últimas, intentando hacerle hablar. Cada vez que disparaba vendaba la herida, para que hubiera menos pérdida de sangre.

Le disparé por primera vez durante las noticias de la tarde, y se mantuvo en bastante buena forma hasta el show de Johnny Carson. Le disparaba una bala cada media hora. Él nunca dijo una palabra, ni gritó. Sólo miraba.

Después de que muriera, esperé unas pocas horas, pero no sucedió nada. Así que me dirigí a la comisaría y me entregué. Eso es todo.

Y aquí estamos ahora. Sé que me condenarán a cadena perpetua. Tal vez me metan en esa celda de goma. No me importa. Éste es el único lugar a salvo. El «Monstruo» lo sabe. Puedo sentirlo.

(Éste es el final de la transcripción. El paciente no parecía agitado cuando los guardias se lo llevaron. De acuerdo con sus últimas palabras, parecía aliviado por volver a prisión, lo que convierte su subsiguiente suicidio en un misterio. Las circunstancias amplían este misterio, como indican las notas adjuntas del forense).

Estado de California
Departamento de Correcciones
División Patológica Forense
Glyn Malin, D. M., Ph. D. - Jefe de Investigación


He leído acerca de suicidios caracterizados por una repentina fuerza histérica, incluyendo a un hombre que aparentemente se produjo la muerte por asfixia estrangulándose (aunque tiendo a pensar que fue un ataque al corazón lo que lo mató finalmente). No habría creído el caso de Royce «Chino» Jackson si no lo hubiera visto con mis propios ojos.

El cuerpo es musculoso, pero no en exceso; cuando oí cómo murió supuse que era un levantador de pesas mesomórfico. Los huesos son difíciles de romper.

Además, sus uñas están cortadas hasta la raíz. Tiene que haber sido necesario un estallido de fuerza suprahumana para rasgar su propia carne sin poder clavarse en ella.

Mi primera especialidad fue cirugía torácica, de modo que conozco bien lo difícil que es llegar al corazón. Es difícil creer que una persona pueda sacárselo. Es doblemente difícil creer que alguien pueda hacerlo después de haberse castrado a sí mismo brutalmente.

Tengo que confirmar que es esto lo que sucedió. El pasillo que conduce a su celda de confinamiento en solitario está bajo constante vigilancia por medio de cámaras de vídeo. Nadie entró ni salió desde el momento en que cerraron la puerta hasta la hora del desayuno, cuando el cuerpo fue descubierto.

Él mismo se lo hizo, y en completo silencio.

NO CON UNA EXPLOSIÓN - Damon Knight

Pasaron diez meses después de que Rolf Smith viera el último avión. Fue entonces cuando supo sin lugar a dudas que sólo otro ser humano había sobrevivido. Se llamaba Louise Oliver y estaba sentada frente a él en la cafetería de unos grandes almacenes de Salt Lake City. Habían abierto una lata de salchichas de Viena y bebían café.

Un rayo de sol se colaba por el vidrio roto de una ventana. Era como una sentencia que caía sobre el sombrío ambiente de la sala. No se oía ningún sonido, ni en el interior ni en el exterior. Tan sólo el desesperante rumor de la ausencia… Nunca volvería a oírse el ruido de los platos mientras los lavaban en la cocina o el traquetear de los tranvías. Nunca. No había otra cosa más que un rayo de sol, el silencio… y los ojos lacrimosos y asombrados de Louise Oliver.

Rolf se acercó más a la mujer, tratando de llamar la atención, aunque sólo fuera por un instante, de aquellos ojos como de pez.

—Cariño —dijo—. Respeto tu punto de vista, claro. Pero debo hacerte comprender que es muy poco práctico.

Louise le miró con cierta sorpresa. Luego desvió la mirada. Sacudió ligeramente la cabeza: No. No, Rolf. No viviré en pecado contigo.

Smith pensó en las mujeres de Francia, de Rusia, de México, de los mares del sur. Había pasado tres meses en los ruinosos estudios de una emisora radiofónica de Rochester, escuchando las voces hasta que se desvanecieron. Había existido una gran colonia en Suecia, que contaba entre sus miembros a un ministro inglés. Dijeron que Europa había desaparecido. Así de sencillo. No quedaba una sola hectárea que no hubiera sido barrida por el polvo radiactivo. Disponían de dos aviones y combustible suficiente para llegar a cualquier parte del continente. Pero no había ningún lugar adonde ir. Al principio fueron tres los que contrajeron la epidemia; luego once y finalmente todos.

El piloto de un bombardero cayó cerca de una emisora gubernamental de Palestina. No duró mucho, ya que se había roto algunos huesos en el accidente, pero había visto vacío el océano en los lugares donde deberían haber estado las islas del Pacífico. Supuso que los icebergs del Ártico habían sido bombardeados, aunque sin saber si se había tratado o no de un error.

No hubo informes de Washington, de Nueva York, de Londres, de París, de Moscú, de Chungking, de Sydney… Era imposible saber qué ciudades habían sido arrasadas por las enfermedades, cuáles por el polvo, cuáles por las bombas.

El mismo Smith había sido asistente de laboratorio en un equipo que intentó encontrar un antibiótico contra la epidemia. Sus superiores habían descubierto uno que dio resultados algunas veces, pero fue demasiado tarde. Cuando se fue, Smith se llevó todo lo que quedaba de aquel medicamento: cuarenta ampollas, suficientes para varios años.

Louise había sido enfermera en un elegante hospital próximo a Denver. Según ella, ocurrió algo bastante raro en el hospital cuando se dirigía hacia allí la mañana del ataque. Cuando se lo contó a Rolf estaba muy tranquila, pero sus ojos adoptaron una mirada vaga y su aspecto abatido pareció decaer un poco más. Smith no la forzó a que se explicara.

Igual que él, Louise había encontrado una emisora de radio que aún funcionaba. Smith decidió reunirse con ella tras asegurarse de que no había contraído la epidemia. Al parecer, Louise era naturalmente inmune. Debían de haber habido otras personas, unas cuantas como mínimo, pero las bombas y el polvo no habían tenido piedad con ellas.

A Louise le parecía muy desagradable el hecho de que ningún sacerdote protestante hubiera conservado la vida.

El problema era que ella lo decía en serio. A Smith le había costado mucho tiempo creerlo, pero era cierto. No pensaba dormir con él en el mismo hotel. Esperaba, y recibía, cortesía y buenos modales en grado sumo. Smith había aprendido la lección: paseaba con ella ocupando el lado exterior de las aceras atestadas de escombros; abría las puertas para ella, si es que aún quedaban puertas; la ayudaba a tomar asiento y procuraba no decir palabrotas. La cortejaba.

Louise aparentaba unos cuarenta años, como mínimo cinco más que él. Smith se preguntaba muchas veces cuántos años debía de pensar ella que tenía. La conmoción de ver lo que había sucedido con el hospital, fuera lo que fuese, y el destino de los pacientes que habían estado a su cargo, había hecho que su mente retrocediera hasta la infancia. Louise admitía tácitamente que todos los humanos, a excepción de ellos dos, habían muerto. Pero parecía considerar el tema como algo que ni siquiera debe mencionarse.

Por cien veces en las últimas tres semanas, Smith había sentido un impulso casi irresistible de romper aquel delicado cuello y proseguir solo su camino. Pero no había más remedio: necesitaba a Louise porque era la única mujer del mundo. Si moría o le abandonaba, él moriría también. ¡Maldita puta!, pensó con una furia incontenible, y se preocupó de que el pensamiento no aflorara a su rostro.

—Louise, cariño —dijo amablemente—. Quiero hacer todo lo que pueda para que no sufras. Ya lo sabes.

—Sí, Rolf —contestó ella, mirándole fijamente como si fuera una gallina hipnotizada.

Smith hizo un esfuerzo para proseguir.

—Debemos enfrentarnos a los hechos, por más desagradables que sean. Cariño, somos el único hombre y la única mujer que existen. Somos como Adán y Eva en el Paraíso.

El rostro de Louise mostró una expresión de ligero disgusto. Era obvio que estaba pensando en hojas de parra.

—Piensa en las generaciones futuras —continuó Smith con voz temblorosa. Piensa un poco en mí. Quizá sirvas otros diez años, quizá no. Estremeciéndose, meditó en la segunda etapa de la enfermedad: la desesperante rigidez que atacaba sin previo aviso. Ya había padecido uno de esos ataques, y Louise le había ayudado a superarlo. Sin ella se habría quedado en aquel estado hasta morir, con la inyección salvadora a pocos centímetros de su mano rígida. Pensó furiosamente: Si tengo suerte, tendré dos hijos contigo, dos como mínimo antes de que estires la pata. Y entonces estaré a salvo.

—Dios no quería que la raza humana acabara así —prosiguió—. Se compadeció de nosotros, de ti y de mí, para… —Se detuvo. ¿Cómo podía decirlo sin ofenderla? «Padres» no serviría, era demasiado sugerente—. Para que siguiéramos llevando la antorcha de la vida —finalizó. Sí, era una forma de decirlo bastante adecuada.

Louise miraba vagamente por encima de su hombro. Sus ojos parpadeaban con regularidad y los movimientos de su boca, similares a los de un conejo, seguían el mismo ritmo.

Smith bajó la mirada para observar sus enflaquecidos muslos. No soy lo bastante fuerte para forzarla, pensó. ¡Dios mío, si fuera lo bastante fuerte…!

Volvió a sentir la rabia causada por su impotencia y la reprimió. Debía mantenerse sereno, pues aquélla podría ser su última oportunidad. Louise había estado hablando hacía poco, con aquel lenguaje impreciso que siempre usaba, de ir hasta la cima de una montaña y suplicar el consejo divino. No había dicho que iría sola, pero era fácil suponer que tal era su intención. Rolf había tenido que discutir con ella hasta debilitar su resolución. Se concentró al máximo y lo intentó una vez más.

Las palabras llegaban como si fueran ruidos sordos y lejanos. Louise escuchaba una frase de vez en cuando, y cada una de ellas provocaba una cadena de pensamientos que aumentaba su éxtasis. «Nuestro deber para con la humanidad…», había dicho mamá muchas veces… Aquello había sido en la vieja casa de Waterbury Street, claro, antes de que mamá enfermara. Mamá decía: «Hija, tu deber es ser limpia, educada y devota. La belleza no importa. Hay muchas mujeres feas que han conseguido esposos buenos y cristianos.»

Esposos… Parir y soportar… Flores de azahar, damas de honor, música de órgano… A través de su ensueño vio el rostro enjuto y malicioso de Rolf. Era el único hombre en su vida, por supuesto. Louise lo sabía perfectamente. Cuando una mujer pasaba de los veinticinco años debía conformarse con cualquier hombre. Muy gracioso.

Pero a veces me pregunto si él es realmente un hombre agradable, pensó.

«… a los ojos de Dios…» Louise recordó las vidrieras de la vieja Primera Iglesia Episcopal y cómo había pensado que Dios la miraba siempre a través de aquella brillante transparencia. Quizá Él la estaba mirando todavía, aunque algunas veces parecía que Dios la hubiera olvidado. Louise comprendía que las costumbres matrimoniales habían cambiado, por supuesto, y que cuando no se disponía de un sacerdote normal… Pero resultaba vergonzoso, casi un ultraje, que si iba a casarse con aquel hombre no pudiera tener aquellas cosas tan bonitas… Ni siquiera regalos de boda. Ni tan sólo eso. Claro que Rolf le daría todo lo que quisiera. Volvió a mirar su cara y advirtió los ojillos negros que la observaban con feroces propósitos, la boca delgada y el tic lento y regular de los labios, los peludos lóbulos de las orejas sobresaliendo de la maraña de cabello negro…

No debería dejarse el pelo tan largo, pensó Louise, es un detalle indecente. Bueno, ya se ocuparía ella de esas cosas. Si se casaba con él, cambiaría sus costumbres. Era su deber, simplemente eso.

Rolf hablaba ahora de una granja que había visto en las afueras de la ciudad. Una casa amplia y excelente y un granero. No había ganado ni equipo, decía Rolf, pero ya lo buscarían después. Y plantarían simientes y dispondrían de su propia comida, sin tener que ir siempre a los restaurantes.

Louise sintió un roce en la pálida mano que apoyaba sobre la mesa. Los dedos cortos y morenos de Rolf, cubiertos de vello a ambos lados de los nudillos, estaban tocando los suyos. Él había dejado de hablar por un instante, pero luego prosiguió haciéndolo, todavía con más urgencia. Louise apartó la mano.

Rolf estaba diciendo:

—… y tendrás el traje de novia más elegante que hayas visto en tu vida. Y un ramo de flores. Todo lo que quieras, Louise, todo…

¡Un traje de novia! ¡Y flores, aunque no hubiera sacerdote! ¿Por qué aquel tonto no se lo había dicho antes?

Rolf se interrumpió a media frase, dándose cuenta de que Louise acaba de decir con toda claridad: «Sí, Rolf, me casaré contigo si es lo que deseas.»

Sorprendido, deseó que ella lo repitiera, pero no se atrevió a preguntar, «¿Qué has dicho?», temiendo una respuesta fantástica, o que simplemente no hubiera contestación. Inspiró profundamente.

—¿Hoy, Louise? —preguntó.

—Bueno, hoy… No estoy segura… Claro que, si puedes hacer a tiempo todos los preparativos… Pero no creo que…

Una sensación de triunfo recorrió todo el cuerpo de Smith. Todas las ventajas estaban ahora de su parte. Y no pensaba perder la ocasión.

—Di que sí, querida —la apremió—. Di que sí y me harás el hombre más feliz…

Incluso entonces, su lengua se resistió a terminar la frase. Pero no tenía importancia.

—Lo que creas que es mejor, Rolf —contestó Louise.

Smith se puso en pie y ella le permitió que besara su mejilla, pálida y seca.

—Nos iremos ahora mismo —anunció Rolf—. ¿Me perdonas un momento, querida?

Esperó a que ella dijera «Desde luego» y se dirigió al extremo de la sala, dejando sus huellas en la alfombra repleta de polvo. Sólo le quedaban unas cuantas horas más de seguir hablando así a Louise. Y luego aquella mujer se consideraría sometida a él para toda la vida. Después de eso podría hacer con ella lo que quisiera: golpearla cuando le viniera en gana, someterla a cualquier prueba de su desprecio y repulsión, usarla. Para ser el último hombre de la Tierra, no iba a ser tan malo, en absoluto. Ella incluso podría tener una hija…

Encontró la puerta del lavabo y entró. Dio un paso y se quedó paralizado, tieso y en equilibrio por alguna extraña jugarreta del movimiento, impotente. El pánico se aferró a su cuello cuando trató de volver la cabeza y no pudo. Intentó gritar, sin lograrlo. Oyó un ruido tenue mientras el muelle hidráulico de la puerta se cerraba para siempre. No estaba cerrada con llave, pero al otro lado había una advertencia: CABALLEROS.

ODIN - Jorge Luis Borges y Delia Ingenieros

Se refiere que a la corte de Olaf Tryggvason, que se había convertido a la nueva fe, llegó una noche un hombre viejo, envuelto en una capa oscura y con el ala del sombrero sobre los ojos. El rey le preguntó si sabía hacer algo, el forastero contestó que sabía tocar el arpa y contar cuentos. Tocó en el arpa aires antiguos, habló de Gudrun y de Gunnar y, finalmente, refirió el nacimiento de Odín. Dijo que tres parcas vinieron, que las dos primeras le prometieron grandes felicidades y que la tercera dijo, colérica:
-El niño no vivirá más que la vela que está ardiendo a su lado.
Entonces los padres apagaron la vela para que Odín no muriera. Olaf Tryggvason descreyó de la historia, el forastero repitió que era cierto, sacó la vela y la encendió. Mientras la miraban arder, el hombre dijo que era tarde y que tenía que irse. Cuando la vela se hubo consumido, lo buscaron. A unos pasos de la casa del rey, Odín había muerto.

EL SUR - Jorge Luis Borges

El hombre que desembarcó en Buenos Aires en 1871 se llamaba Johannes Dahlmann y era pastor de la Iglesia evangélica; en 1939, uno de sus nietos, Juan Dahlmann, era secretario de una biblioteca municipal en la calle Córdoba y se sentía hondamente argentino. Su abuelo materno había sido aquel Francisco Flores, del 2 de infantería de línea, que murió en la frontera de Buenos Aires, lanceado por indios de Catriel: en la discordia de sus dos linajes, Juan Dahlmann (tal vez a impulso de la sangre germánica) eligió el de ese antepasado romántico, o de muerte romántica. Un estuche con el daguerrotipo de un hombre inexpresivo y barbado, una vieja espada, la dicha y el coraje de ciertas músicas, el hábito de estrofas del Martín Fierro, los años, el desgano y la soledad, fomentaron ese criollismo algo voluntario, pero nunca ostentoso. A costa de algunas privaciones, Dahlmann había logrado salvar el casco de una estancia en el Sur, que fue de los Flores: una de las costumbres de su memoria era la imagen de los eucaliptos balsámicos y de la larga casa rosada que alguna vez fue carmesí. Las tareas y acaso la indolencia lo retenían en la ciudad. Verano tras verano se contentaba con la idea abstracta de posesión y con la certidumbre de que su casa estaba esperándolo, en un sitio preciso de la llanura. En los últimos días de febrero de 1939, algo le aconteció.
Ciego a las culpas, el destino puede ser despiadado con las mínimas distracciones. Dahlmann había conseguido, esa tarde, un ejemplar descabalado de Las Mil y Una Noches de Weil; ávido de examinar ese hallazgo, no esperó que bajara el ascensor y subió con apuro las escaleras; algo en la oscuridad le rozó la frente, ¿un murciélago, un pájaro? En la cara de la mujer que le abrió la puerta vio grabado el horror, y la mano que se pasó por la frente salió roja de sangre. La arista de un batiente recién pintado que alguien se olvidó de cerrar le habría hecho esa herida. Dahlmann logró dormir, pero a la madrugada estaba despierto y desde aquella hora el sabor de todas las cosas fue atroz. La fiebre lo gastó y las ilustraciones de Las Mil y Una Noches sirvieron para decorar pasadillas. Amigos y parientes lo visitaban y con exagerada sonrisa le repetían que lo hallaban muy bien. Dahlmann los oía con una especie de débil estupor y le maravillaba que no supieran que estaba en el infierno. Ocho días pasaron, como ocho siglos. Una tarde, el médico habitual se presentó con un médico nuevo y lo condujeron a un sanatorio de la calle Ecuador, porque era indispensable sacarle una radiografía. Dahlmann, en el coche de plaza que los llevó, pensó que en una habitación que no fuera la suya podría, al fin, dormir. Se sintió feliz y conversador; en cuanto llegó, lo desvistieron; le raparon la cabeza, lo sujetaron con metales a una camilla, lo iluminaron hasta la ceguera y el vértigo, lo auscultaron y un hombre enmascarado le clavó una aguja en el brazo. Se despertó con náuseas, vendado, en una celda que tenía algo de pozo y, en los días y noches que siguieron a la operación pudo entender que apenas había estado, hasta entonces, en un arrabal del infierno. El hielo no dejaba en su boca el menor rastro de frescura. En esos días, Dahlmann minuciosamente se odió; odió su identidad, sus necesidades corporales, su humillación, la barba que le erizaba la cara. Sufrió con estoicismo las curaciones, que eran muy dolorosas, pero cuando el cirujano le dijo que había estado a punto de morir de una septicemia, Dahlmann se echó a llorar, condolido de su destino. Las miserias físicas y la incesante previsión de las malas noches no le habían dejado pensar en algo tan abstracto como la muerte. Otro día, el cirujano le dijo que estaba reponiéndose y que, muy pronto, podría ir a convalecer a la estancia. Increíblemente, el día prometido llegó.
A la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos; Dahlmann había llegado al sanatorio en un coche de plaza y ahora un coche de plaza lo llevaba a Constitución. La primera frescura del otoño, después de la opresión del verano, era como un símbolo natural de su destino rescatado de la muerte y la fiebre. La ciudad, a las siete de la mañana, no había perdido ese aire de casa vieja que le infunde la noche; las calles eran como largos zaguanes, las plazas como patios. Dahlmann la reconocía con felicidad y con un principio de vértigo; unos segundos antes de que las registraran sus ojos, recordaba las esquinas, las carteleras, las modestas diferencias de Buenos Aires. En la luz amarilla del nuevo día, todas las cosas regresaban a él.
Nadie ignora que el Sur empieza del otro lado de Rivadavia. Dahlmann solía repetir que ello no es una convención y que quien atraviesa esa calle entra en un mundo más antiguo y más firme. Desde el coche buscaba entre la nueva edificación, la ventana de rejas, el llamador, el arco de la puerta, el zaguán, el íntimo patio.
En el hall de la estación advirtió que faltaban treinta minutos. Recordó bruscamente que en un café de la calle Brasil (a pocos metros de la casa de Yrigoyen) había un enorme gato que se dejaba acariciar por la gente, como una divinidad desdeñosa. Entró. Ahí estaba el gato, dormido. Pidió una taza de café, la endulzó lentamente, la probó (ese placer le había sido vedado en la clínica) y pensó, mientras alisaba el negro pelaje, que aquel contacto era ilusorio y que estaban como separados por un cristal, porque el hombre vive en el tiempo, en la sucesión, y el mágico animal, en la actualidad, en la eternidad del instante.
A lo largo del penúltimo andén el tren esperaba. Dahlmann recorrió los vagones y dio con uno casi vacío. Acomodó en la red la valija; cuando los coches arrancaron, la abrió y sacó, tras alguna vacilación, el primer tomo de Las Mil y Una Noches. Viajar con este libro, tan vinculado a la historia de su desdicha, era una afirmación de que esa desdicha había sido anulada y un desafío alegre y secreto a las frustradas fuerzas del mal.
A los lados del tren, la ciudad se desgarraba en suburbios; esta visión y luego la de jardines y quintas demoraron el principio de la lectura. La verdad es que Dahlmann leyó poco; la montaña de piedra imán y el genio que ha jurado matar a su bienhechor eran, quién lo niega, maravillosos, pero no mucho más que la mañana y que el hecho de ser. La felicidad lo distraía de Shahrazad y de sus milagros superfluos; Dahlmann cerraba el libro y se dejaba simplemente vivir.
El almuerzo (con el caldo servido en boles de metal reluciente, como en los ya remotos veraneos de la niñez) fue otro goce tranquilo y agradecido.
Mañana me despertaré en la estancia, pensaba, y era como si a un tiempo fuera dos hombres: el que avanzaba por el día otoñal y por la geografía de la patria, y el otro, encarcelado en un sanatorio y sujeto a metódicas servidumbres. Vio casas de ladrillo sin revocar, esquinadas y largas, infinitamente mirando pasar los trenes; vio jinetes en los terrosos caminos; vio zanjas y lagunas y hacienda; vio largas nubes luminosas que parecían de mármol, y todas estas cosas eran casuales, como sueños de la llanura. También creyó reconocer árboles y sembrados que no hubiera podido nombrar, porque su directo conocimiento de la campaña era harto inferior a su conocimiento nostálgico y literario.
Alguna vez durmió y en sus sueños estaba el ímpetu del tren. Ya el blanco sol intolerable de las doce del día era el sol amarillo que precede al anochecer y no tardaría en ser rojo. También el coche era distinto; no era el que fue en Constitución, al dejar el andén: la llanura y las horas lo habían atravesado y transfigurado. Afuera la móvil sombra del vagón se alargaba hacia el horizonte. No turbaban la tierra elemental ni poblaciones ni otros signos humanos. Todo era vasto, pero al mismo tiempo era íntimo y, de alguna manera, secreto. En el campo desaforado, a veces no había otra cosa que un toro. La soledad era perfecta y tal vez hostil, y Dahlmann pudo sospechar que viajaba al pasado y no sólo al Sur. De esa conjetura fantástica lo distrajo el inspector, que al ver su boleto, le advirtió que el tren no lo dejaría en la estación de siempre sino en otra, un poco anterior y apenas conocida por Dahlmann. (El hombre añadió una explicación que Dahlmann no trató de entender ni siquiera de oír, porque el mecanismo de los hechos no le importaba).
El tren laboriosamente se detuvo, casi en medio del campo. Del otro lado de las vías quedaba la estación, que era poco más que un andén con un cobertizo. Ningún vehículo tenían, pero el jefe opinó que tal vez pudiera conseguir uno en un comercio que le indicó a unas diez, doce, cuadras.
Dahlmann aceptó la caminata como una pequeña aventura. Ya se había hundido el sol, pero un esplendor final exaltaba la viva y silenciosa llanura, antes de que la borrara la noche. Menos para no fatigarse que para hacer durar esas cosas, Dahlmann caminaba despacio, aspirando con grave felicidad el olor del trébol.
El almacén, alguna vez, había sido punzó, pero los años habían mitigado para su bien ese color violento. Algo en su pobre arquitectura le recordó un grabado en acero, acaso de una vieja edición de Pablo y Virginia. Atados al palenque había unos caballos. Dahlmam, adentro, creyó reconocer al patrón; luego comprendió que lo había engañado su parecido con uno de los empleados del sanatorio. El hombre, oído el caso, dijo que le haría atar la jardinera; para agregar otro hecho a aquel día y para llenar ese tiempo, Dahlmann resolvió comer en el almacén.
En una mesa comían y bebían ruidosamente unos muchachones, en los que Dahlmann, al principio, no se fijó. En el suelo, apoyado en el mostrador, se acurrucaba, inmóvil como una cosa, un hombre muy viejo. Los muchos años lo habían reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de los hombres a una sentencia. Era oscuro, chico y reseco, y estaba como fuera del tiempo, en una eternidad. Dahlmann registró con satisfacción la vincha, el poncho de bayeta, el largo chiripá y la bota de potro y se dijo, rememorando inútiles discusiones con gente de los partidos del Norte o con entrerrianos, que gauchos de ésos ya no quedan más que en el Sur.
Dahlmann se acomodó junto a la ventana. La oscuridad fue quedándose con el campo, pero su olor y sus rumores aún le llegaban entre los barrotes de hierro. El patrón le trajo sardinas y después carne asada; Dahlmann las empujó con unos vasos de vino tinto. Ocioso, paladeaba el áspero sabor y dejaba errar la mirada por el local, ya un poco soñolienta. La lámpara de kerosén pendía de uno de los tirantes; los parroquianos de la otra mesa eran tres: dos parecían peones de chacra: otro, de rasgos achinados y torpes, bebía con el chambergo puesto. Dahlmann, de pronto, sintió un leve roce en la cara. Junto al vaso ordinario de vidrio turbio, sobre una de las rayas del mantel, había una bolita de miga. Eso era todo, pero alguien se la había tirado.
Los de la otra mesa parecían ajenos a él. Dalhman, perplejo, decidió que nada había ocurrido y abrió el volumen de Las Mil y Una Noches, como para tapar la realidad. Otra bolita lo alcanzó a los pocos minutos, y esta vez los peones se rieron. Dahlmann se dijo que no estaba asustado, pero que sería un disparate que él, un convaleciente, se dejara arrastrar por desconocidos a una pelea confusa. Resolvió salir; ya estaba de pie cuando el patrón se le acercó y lo exhortó con voz alarmada:
-Señor Dahlmann, no les haga caso a esos mozos, que están medio alegres.

Dahlmann no se extrañó de que el otro, ahora, lo conociera, pero sintió que estas palabras conciliadoras agravaban, de hecho, la situación. Antes, la provocación de los peones era a una cara accidental, casi a nadie; ahora iba contra él y contra su nombre y lo sabrían los vecinos. Dahlmann hizo a un lado al patrón, se enfrentó con los peones y les preguntó qué andaban buscando.
El compadrito de la cara achinada se paró, tambaleándose. A un paso de Juan Dahlmann, lo injurió a gritos, como si estuviera muy lejos. Jugaba a exagerar su borrachera y esa exageración era otra ferocidad y una burla. Entre malas palabras y obscenidades, tiró al aire un largo cuchillo, lo siguió con los ojos, lo barajó e invitó a Dahlmann a pelear. El patrón objetó con trémula voz que Dahlmann estaba desarmado. En ese punto, algo imprevisible ocurrió.
Desde un rincón el viejo gaucho estático, en el que Dahlmann vio una cifra del Sur (del Sur que era suyo), le tiró una daga desnuda que vino a caer a sus pies. Era como si el Sur hubiera resuelto que Dahlmann aceptara el duelo. Dahlmann se inclinó a recoger la daga y sintió dos cosas. La primera, que ese acto casi instintivo lo comprometía a pelear. La segunda, que el arma, en su mano torpe, no serviría para defenderlo, sino para justificar que lo mataran. Alguna vez había jugado con un puñal, como todos los hombres, pero su esgrima no pasaba de una noción de que los golpes deben ir hacia arriba y con el filo para adentro. No hubieran permitido en el sanatorio que me pasaran estas cosas, pensó.
-Vamos saliendo- dijo el otro.

Salieron, y si en Dahlmann no había esperanza, tampoco había temor. Sintió, al atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo, hubiera sido una liberación para él, una felicidad y una fiesta, en la primera noche del sanatorio, cuando le clavaron la aguja. Sintió que si él, entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte, ésta es la muerte que hubiera elegido o soñado.
Dahlmann empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura.

LOS VERSOS NUNCA PAGAN - Robert Bloch

Miss Kent se acercó a la puerta de la torre y llamó con energía. Desde luego, era un lugar encantador, pensó; sin motivo aparente le recordaba la mansión del Conejo Blanco en Alicia en el País de las Maravillas.
Cuando la puerta se abrió para revelar al ocupante de la casa, miss Kent no pudo reprimir un respingo. Aparte de la longitud de sus orejas, el hombre que se hallaba ante ella hubiese podido pasar por el mismísimo Conejo Blanco. Era un hombrecillo pálido, de ojos rojizos, y con una nariz que parecía ocupar gran parte de su rostro; su boca era pequeña y la barbilla casi inexistente. También llevaba una chaqueta a cuadros, y mientras miss Kent le miraba incluso consultó su reloj.
—Estoy buscando a Dickie Fane —anunció.
El hombre parpadeó y sonrió.
—¿No quiere entrar? —invitóla.
Miss Kent entró y se halló en un vestíbulo revestido de paneles de madera, con muebles victorianos que realzaban la semejanza con el mundo de Lewis Carroll y las ilustraciones de Tenniel.
—Soy Archibald Pope —dijo el hombrecillo—. Usted debe de ser miss Kent, la dama que escribió acerca de la plaza de secretaria.
—Así es —admitió ella—. ¿Está en casa míster Fane?
El hombrecillo asintió.
—Si me hace el favor de pasar…
La acompañó hasta el umbral y ambos entraron en una amplia sala habitada como despacho. Las paredes estaban casi cubiertas por hileras de archivadores, y el centro de la habitación estaba presidido por una gran mesa en la que había una máquina de escribir eléctrica y una lámpara de tubo fluorescente.
El diminuto míster Pope se dirigió a la mesa y se sentó en el sillón que había detrás de ella.
—Vamos a ver —dijo—. ¿Puedo dar un vistazo a sus referencias, por favor?
Miss Kent titubeó.
—Pero yo creía que era míster Fane el que necesitaba una secretaria…
—Y así es. —El hombrecillo inclinó la cabeza—. Yo soy Dickie Fane.
—Pero…
Míster Pope suspiró.
—¿Ha sufrido una decepción al enterarse de que trabajo bajo seudónimo? —preguntó—. Teniendo en cuenta el carácter algo, ejem, violento de mis escritos, ello parece aconsejable.
Miss Kent se ruborizó ligeramente.
—No se trata de eso —confesó—. Espero que no interprete mal mis palabras, míster Pope, pero no parece un escritor.
Míster Pope emitió una sonrisa de satisfacción y se echó hacia atrás, pasándose las manos por sus blancos cabellos.
—¡Exactamente, mi querida señorita! —graznó—. No parezco un escritor, ¿verdad? Gracias a las fotografías de las cubiertas, todos sabemos cuál es el aspecto del escritor de hoy. Es una especie de joven prehistórico, con una barbilla sin afeitar que pincha tanto como sus cabellos cortados casi al rape. Viste camiseta blanca y posiblemente sostiene un perrito junto a su velludo pecho. ¿Éste es su escritor moderno, eh?
Miss Kent asintió.
—Si no recuerdo mal —murmuró—, hay una fotografía por el estilo en la cubierta posterior de todos los libros de Dickie Fane.
—Claro que sí —admitió míster Pope—. Se trata de un modelo profesional o, para ser más exactos, de un caballero griego al que mi agente descubrió lavando platos en un restaurante del Soho. Aunque es totalmente analfabeto, parece ser que tiene todo el aspecto de un escritor. Tuve que admitir este pequeño engaño en interés del aspecto comercial.
—Comprendo —dijo miss Kent.
—¿Acaso ha sufrido una decepción? —preguntó míster Pope en tono amable—. Ya me ha ocurrido este problema con otras secretarias. Acuden a mí con el anhelo de trabajar junto a un joven tosco y corpulento, un hombre impetuoso que responde a la visión de una rubia del mismo modo que los perros de Pavlov respondían a la campana que anunciaba su comida. Si usted pensaba de este modo, tal vez ahora ya no le interese continuar esta entrevista.
Miss Kent denegó vigorosamente.
—Al contrario —aseguró—. Me siento muy aliviada. —Buscó en su monedero y sacó un fajo de cartas—. Mis referencias —dijo.
—Gracias. —Míster Pope depositó las cartas sobre su mesa, sin apenas dedicarles una ojeada—. Supongo que tendrá usted experiencia en mecanografía, archivo, dictado y todas las actividades que reseñaba mi anuncio en el Times. Pero todo esto es secundario. Lo que más me interesa saber es cuál ha sido su motivo para buscar esta plaza, si no tenía intención de colocarse junto a un hombre artista y viril.
—Porque yo soy una admiradora de Dickie Fane —replicó miss Kent con decisión—. He leído todos sus libros.
—¿De veras? —míster Pope dirigió una mirada a toda su biblioteca y sonrió—. ¿Conque los ha leído todos, eh? En este caso, tal vez tendrá la amabilidad de honrarme con su opinión. ¿Qué le pareció el primero?
Míster Clover empuña un revólver —dijo miss Kent—. A mí me convenció.
Míster Pope sonrió.
—¿Y qué opina de Míster Duval maneja un puñal?
—Definitivo.
—¿Y de Míster Allmahah esgrime una navaja?
—Muy agudo.
—Después se publicó Míster Arbuthnote blande un garrote.
—Formidable.
—¿Y ha leído mi último libro, Míster Sacha utiliza un hacha?
—Ameno e intrigante. Penetra profundamente en los personajes. Los abre de par en par y permite que el lector pueda ver lo que hay dentro.
Míster Pope se arrellanó en su sillón y su rostro se iluminó.
—Me entusiasma observar que es usted un crítico tan perspicaz —le dijo—. Si lo desea, puede considerarse contratada a partir de este momento. ¿Qué le parece habitación y comida y veinte libras semanales?
—¡Pero esto es maravilloso, míster Pope! —Miss Kent titubeó por un momento—. Sin embargo, yo pensaba tomar una habitación en el pueblo…
—¡No diga tonterías, mi querida joven! Usted se quedará aquí, no faltaría más. Hay sitio de sobra y puedo asegurarle que soy un excelente cocinero. Supongo que un régimen a base de cordero frío no halaga mucho su paladar, y la fonda del pueblo apenas sirve otra cosa.
—Sí, pero…
Míster Pope bajó la vista y sonrió con timidez.
—Le aseguro que nada ha de temer por mi parte —dijo—. Y si lo que le preocupa son los vecinos, no hay uno en un kilómetro a la redonda. A juzgar por sus referencias, está usted sola en el mundo y por lo tanto no hay ninguna posibilidad de escándalo. Y como a menudo necesito trabajar por la noche, su presencia en la casa resultará conveniente.
Miss Kent se atusó sus rubios rizos con nerviosismo.
—Está bien —contestó—. Acepto su oferta. ¿Cuándo empezamos?
—Inmediatamente —replicó míster Pope frotándose las manos—. Dentro de quince días tengo que entregar mi próxima novela al editor.
—¡Qué emocionante!
Míster Pope suspiró.
—No puedo estar de acuerdo con usted, puesto que todavía tengo que escribir la primera línea.
—¿Cuál es el problema? ¿No da con el argumento?
El hombrecillo movió la cabeza.
—Ya veo que no comprende —dijo—. El argumento carece de importancia. Usted ha leído mis obras y las tonterías que publican otros escritores. ¿En qué consiste el argumento? Dickie Fane es un detective privado que escribe en primera persona, aunque no tan en primera persona como otros que podría mencionarle. Descubre el cadáver de una mujer bellísima, y ya que no es un necrófilo sólo puede hacer una cosa, o sea resolver el crimen. En el transcurso del relato vence a varios malhechores y también es apaleado a su vez; se le acercan varias hembras voluptuosas y bien desarrolladas y también él se aproxima a ellas. Una especie de juego de estira y afloja, podríamos decir. Finalmente, descubre que la hembra más voluptuosa de todas es la asesina y acaba pegándole un tiro en el ombligo, o haciendo que ella muera en el consiguiente tumulto. El argumento se halla supeditado al problema real.
—Pero yo diría que el problema real consiste en descubrir al asesino.
—Para el lector, sí. Pero no para el autor. Al escribir la historia, su problema estriba en hallar el crimen.
—Nunca lo había enfocado desde este punto de vista —asintió miss Kent—. Pero creo que es lógico.
—Claro que lo es. De aquí saco todas las ideas para mi serie. Cierto día se me metió una frase en la cabeza, una frase corriente que suele pasar inadvertida. Justicia poética. Fue entonces cuando empecé a pensar en el crimen en verso. Mis títulos surgieron como resultado de una evolución natural. Pero en cada caso, lo más importante fue el crimen en sí.
—¿Tuvo que idear crímenes perfectos?
Míster Pope denegó con la cabeza.
—Crímenes imperfectos —dijo.
—No le entiendo.
—No tiene mérito idear un crimen perfecto —explicó—. Scotland Yard nos dice que en la vida real se comete un crimen cada doce minutos. Las estadísticas nos revelan que la mitad de estos crímenes quedan sin resolver. Ergo, se produce un asesinato insoluble cada veinticuatro minutos; sesenta crímenes perfectos cometidos cada día, o cerca de diecinueve mil al año.
—Es usted un experto —admitió miss Kent.
—Debo serlo. Al fin y al cabo, se trata de mi negocio. Y como experto, puedo asegurarle que el crimen perfecto es el menor de mis problemas. Lo que cuenta es inventar un crimen que parezca perfecto, pero que contenga un fallo o error básico en su elaboración, algo que Dickie Fane pueda descubrir y le conduzca a la solución del enigma.
—Estoy empezando a comprender lo que quiere usted decir —aseguró miss Kent—. Y esto es lo que está buscando ahora.
—Desesperadamente —admitió míster Pope.
—Mucho me temo que estas cuestiones se aparten de mis conocimientos —dijo la joven—, pero tal vez si habláramos de ello…
Míster Pope se levantó.
—Más tarde —dijo—. Me doy cuenta de que me he comportado como un anfitrión muy poco hospitalario. Permítame que tome la maleta que ha dejado en el vestíbulo y que le enseñe su habitación. Sin duda, deseará refrescarse un poco después de su viaje. El tren de Londres es abominable.
La condujo al piso superior y le mostró un apartamento muy confortable.
—El cuarto de baño se encuentra en el otro extremo del pasillo —le explicó—. Después de mi habitación y del cuarto de cachivaches. Voy a dejarla un rato mientras doy una vuelta por el jardín. Tal vez el crepúsculo me dé alguna inspiración.
Hizo una leve reverencia y se retiró.
Miss Kent no perdió el tiempo vaciando su maleta. Esperó a que míster Pope hubiese salido de la casa y entonces registró su habitación. Durante unos minutos estuvo muy ocupada en ella, interrumpiendo sólo sus esfuerzos para escuchar atentamente un posible ruido de pasos. Al no oír nada, redobló en sus actividades, transfiriendo después su atención al cuarto trastero.
Viose obligada a forzar la cerradura, pero lo hizo con eficiencia y sin esfuerzo. Una vez dentro, descubrió que su trabajo quedaba ampliamente recompensado. Hasta el punto de que miss Kent quedó absorta, olvidándose de escuchar hasta que fue demasiado tarde.
Y supo que ya era tarde cuando levantó la vista y descubrió que míster Pope se hallaba en el umbral.
—Bien, bien —dijo suavemente—. ¿Qué estamos haciendo aquí?
—Examinando lo que hay aquí —replicó, señalando un montón de objetos que había sacado de un baúl—. Una automática «Webley» calibre 38, la misma arma descrita en Míster Clover empuña un revólver. Una daga con empuñadura de madreperla con ciertas manchas sospechosas en la hoja, como la mencionada enMíster duval maneja un puñal. Y esta navaja no tendría todas estas manchas ni siquiera si la hubiese utilizado legítimamente un hemofílico crónico. Me recuerda el arma homicida de Míster Allmahah esgrime una navaja. Tampoco cabe duda acerca de la sangre que hay en el extremo de este palo; es exactamente el descrito en Míster arbuthnote blande un garrote. En cuanto al hacha, tal vez perteneció en otro tiempo a miss Lizzie Borden, pero me inclino a pensar que es el original de la que aparece enMíster Sacha utiliza un hacha.
Míster Pope frunció los labios, pensativo.
—Totalmente exacto —admitió—. Veo que no tenía sentido seguir tratando de ocultar mis métodos. Como todos los artistas literarios auténticos, confío plenamente en mi experiencia personal cuando se trata de mi trabajo. El ángulo autobiográfico, podríamos decir. Juzgo que es mejor sacar mi obra de la vida real.
—De la muerte real, dirá usted.
—Como quiera, querida señorita. —Míster Pope se encogió de hombros—. No discutiremos por cuestión de detalles.
—¿Detalles? Acaba de admitir virtualmente que ha cometido cinco asesinatos.
—En un período de cinco años —añadió míster Pope—. Permítame que le refresque la memoria en cuanto a las estadísticas. Mi contribución a las mismas es insignificante, tan sólo uno por diecinueve mil al año. En cambio, mi contribución al mundo literario es cuantiosa.
Dio un paso adelante y su voz cobró mayor fuerza.
—El instinto asesino es básico en todos nosotros —explicó—. Incluso una jovencita como usted halla un extraño placer al investigar algún siniestro misterio, y lo mismo les ocurre a jóvenes imberbes, clérigos amables y solterones de edad más que madura. En el caso de usted, se trata de una sublimación inofensiva, pero el apremio existe, un instinto lo bastante fuerte como para obligarla a leer novelas de crímenes. Piense, sin embargo, que este instinto ha de ser aún mucho más fuerte en el hombre que las escribe.
—Esto no sirve de justificación —alegó miss Kent.
—Yo no necesito justificarme —replicó míster Pope—. Mi trabajo es lo bastante elocuente. Durante los últimos seis años he estado viajando por el país con diversos nombres y diferentes disfraces, y como resultado de mis actividades cinco mujeres han pasado a mejor vida. Pero piense por un momento en todas las vidas que yo habré salvado. Piense en las jóvenes como usted que hallan una salida inofensiva a sus tendencias homicidas gracias a mis libros. Piense en los muchachos que me han utilizado como escape para sus impulsos violentos, y en los maridos que se han abstenido de asesinar a sus esposas y se han dado por satisfechos con la lectura de mis obras. ¡Pero si he evitado centenares de tragedias! Éste es el enfoque práctico de la cuestión. Y desde el punto de vista crítico, usted ha admitido que mi obra es… ¿cómo dijo usted? Definitiva, aguda y formidable, ¿no es así?
—Francamente repelente —exclamó miss Kent—, si desea que le diga la verdad.
—Vamos, vamos —dijo míster Pope—. ¡No se deje llevar por su carácter, pequeña! No discutamos. Me recuerda a alguien a quien conocí en cierta ocasión en Kent. Ella…
—¡La viuda! —interrumpióle miss Kent—. La que se mató cuando miraba a través de una de las armas de la colección de su marido. Usó usted casi la misma situación en su primer libro.
—Cierto.
—Y hubo también aquella chica de Rainham, y la mujer de Manchester, y la corista de Brighton…
—No diga más —murmuró míster Pope—. Ya me ha dicho bastante. Lo suficiente como para comprender que no entró en este cuarto por mera curiosidad ni por casualidad. Usted, mi querida señorita, no es más que una confidente de la bofia.
Miss Kent se irguió con orgullo.
—¡Nada de esto! —exclamó—. Estoy al servicio de Scotland Yard.
—¿Y esto significa que me hallo bajo sospecha desde hace bastante tiempo?
—Exactamente, míster Pope, o cualquiera que sea su nombre. La variedadd de nombres y disfraces que ha usado nos desorientó durante años. Pero después alguien notó que al cabo de un año de cometerse cada crimen, aparecía una nueva novela de misterio de Dickie Fane. La similaridad de las armas y el uso de los nombres puestos a cada una de las víctimas nos ofreció la pista. Nos costó dar con usted, pues sus editores sólo conocen a su agente, y éste parece ser muy escurridizo.
—No tengo agente —dijo míster Pope—. Es tan ficticio como el resto de mis disfraces. —Hizo una pausa—. ¿Qué piensa hacer?
Miss Kent se dirigió hacia la puerta.
—Pienso telefonear a Scotland Yard —murmuró.
—¿No puedo persuadirla para que cambie de intención? Al fin y al cabo, ha de pensar en los centenares de asesinatos que yo he evitado…
—Sólo pienso en los cinco que ha cometido —replicó ella—. Debo advertirle —dijo, al ver que míster Pope se acercaba a ella— que será mejor que no trate de obstaculizarme. Mis superiores saben que estoy aquí.
—Pero nadie sabe que yo estoy aquí —le recordó él—. Buscarán a un tal míster Pope y no es necesario que le diga que yo me habré marchado mucho tiempo antes.
—No puede salirse con la suya. Usted publicó aquel anuncio buscando una secretaria…
—Como cebo para que picase Scotland Yard, en el caso de que tuviesen sospechas. No significa nada. —Moviéndose con rapidez, se acercó a la puerta y la cerró de golpe—. Vamos a ver —dijo.
—¡Gritaré!
—Pero no por mucho rato.
Míster Pope salió a su encuentro. Hubo unos momentos de lucha, pero el hombre demostró poseer una fuerza sorprendente. A los pocos minutos, miss Kent yacía en el suelo con las manos atadas a la espalda y sus gritos inútiles empezaban a ahogarse en su garganta.
—Empieza a hacer calor —observó míster Pope—. Creo que antes de continuar con mi trabajo voy a desembarazarme de esa cabellera.
Se quitó con cuidado la peluca blanca descubriendo una cabeza con los cabellos cortados casi al rape. También se libró de los lentes, de la prominente nariz, del plástico que modelaba su boca y de los dientes protuberantes. En un momento se desprendió de la chaqueta y de la pechera y respiró satisfecho al quedar ante ella en camiseta blanca.
—Así se va mejor, ¿no cree? —preguntó, mientras hacía flexionar sus músculos.
Miss Kent se estremeció.
—¡Pero si es igual que el hombre fotografiado en las cubiertas! —exclamó.
—Desde luego —rióse—. El lavador de platos del Soho es otro invento mío. Descubrí que me servía de excelente protección. Por esto, aunque la policía venga a buscar a Dickie Fane, nunca podrá encontrarlo. No saben cuál es su verdadero aspecto, ni lo que es. Nada saben de nosotros.
—¿De nosotros?
La sonrisa se convirtió en mueca lobuna.
—Sí. Le he revelado el secreto, pero usted no se ha dado cuenta. Nosotros somos los que escribimos las novelas de crímenes, los que ganamos fama y dinero porque nuestras historias resultan tan convincentes. Desde luego, todos escribimos con pleno conocimiento de causa. Y aunque parezca extraño, la mayoría nos parecemos. Tiene algo que ver con la antigua teoría de Lombroso acerca de los tipos criminales.
—¡Pero esto es imposible! He visto fotografías…
—Sí, claro que las ha visto. ¿Cree que soy yo el único que tiene la astucia de usar una caracterización? ¿O de cambiar de nombre? La mayoría de los demás también usan seudónimos. —Su voz se había convertido en un susurro—. Piense por un momento. ¿Quién es, en realidad, Ellery Queen? ¿O Carter Dickson, o H. H. Holmes, o…?
—¿No irá a decirme que todos ellos…?
—Se trata sólo de una teoría, querida. Hablo sólo por mí cuando le digo que el verdadero autor de las historias detectivescas oculta su identidad y los crímenes en los que basa sus narraciones de ficción. Ya le dije antes que mi problema primordial consistía en confeccionar un crimen perfecto. En lo fundamental, estoy tan entregado a mi labor que sólo pienso en perfeccionarla. Porque soy un autor de historias detectivescas, y ello significa que soy un maestro de asesinos.
Miss Kent rebulló y forcejeó con la cuerda que sujetaba sus muñecas.
—Esta vez no se saldrá con la suya —amenazó—. Darán con usted.
—¿Con quién? —exclamó míster Pope encogiéndose de hombros—. Mi último disfraz ha quedado descartado. Jamás me reconocerán de nuevo. Y si buscan a Dickie Fane, sus trazas desaparecerán en aquel restaurante del Soho. Además, bastante les costará averiguar que usted ha sido víctima de un crimen, pues todo señalará el suicidio.
—¿Suicidio? —exclamó miss Kent.
—Precisamente. Abajo habrá una nota explicatoria, y todo estará dispuesto. He perfeccionado mis planes durante el paseo que acabo de dar pro el jardín, sobre todo cuando me acordé de que tenía esto.
Se agachó y buscó un momento en un rincón de la habitación, hasta dar con un rollo de cuerda de cáñamo.
—Sujetaré un extremo alrededor de esta viga —dijo.
—¡Espere! —suplicó miss Kent.
Míster Pope asintió con expresión apenada, pero después hizo un gesto negativo.
—Me imagino cómo debe sentirse, mi querida señorita —dijo—. Pero es que el tiempo apremia. Ya le dije que mis editores deben tener el próximo original dentro de quince días. Ars longa, vita brevis, ya sabe usted…
Se inclinó, apretó el nudo y pasó el lazo alrededor de su cuello…
El original de Míster Pope aprieta el gañote llegó a la editorial precisamente el día en que vencía el plazo. Cuando se publicó, la crítica se mostró entusiasta y el público extasiado.
Si Scotland Yard no se adhirió al entusiasmo general, ello se debió tan sólo a que sus funcionarios estaban tratando inútilmente de solucionar un intrincado problema cuyos factores eran una cuerda, un suicidio aparente, una villa abandonada y un caballero parecido al Conejito Blanco y al que nadie podía localizar.
Los incondicionales de los misterios de Dickie Fane esperan entretanto el próximo volumen de la serie. Como de costumbre, nadie sabe de qué tratará la siguiente novela.
Pero muy recientemente, en la distante región de Cornwall, un vivaracho y bigotudo caballero francés alquiló una habitación en la casa de una atractiva divorciada.
Una buena mañana tuvo ocasión de entrar en la tienda del farmacéutico cercano.
—Soy el señor Denneneau —anunció—. Me interesa comprar una pequeña dosis de ácido prúsico…