Cuentos para ver

CAMIONES - Stephen King

El tipo se llamaba Snodgrass y me di cuenta de que se disponía a cometer una locura. Sus ojos estaban desorbitados y mostraban buena parte de la esclerótica, como los de un perro dispuesto a la pelea. Los dos chicos que habían entrado en el aparcamiento con el viejo «Fury», patinando, trataban de disuadirlo, pero Snodgrass ladeaba la cabeza como si escuchara otras voces. Tenía un abdomen ligeramente abultado, ceñido por un buen traje que empezaba a ponerse lustroso en los fondillos. Era viajante y apretaba la maleta de muestras contra el cuerpo, como si se tratara de su perro favorito que se había echado a dormir.

—Vuelve a probar la radio —dijo el camionero sentado en la barra.

El cocinero se encogió de hombros y la encendió. Recorrió toda la banda y sólo encontró estática.

—Pasaste demasiado de prisa —protestó el camionero—. Tal vez se te escapó algo.

—Diablos —masculló el cocinero. Era un negro ya maduro, con una sonrisa de oro, y no miraba a su interlocutor. Miraba el aparcamiento por el ventanal que ocupaba toda la fachada de la cantina.

En el exterior había siete u ocho camiones pesados, y sus motores roncaban apagada y acompasadamente, con un ronroneo de grandes felinos. Había un par de «Macks», un «Hemingway» y cuatro o cinco «Reos». Camiones con remolques, para transportar cargas de un Estado a otro, con un montón de matrículas y antenas en la parte trasera.

El «Fury» de los chicos descansaba sobre su techo al final de la huella larga y curva que los neumáticos habían dejado, al patinar, sobre la grava del aparcamiento. Había sido machacado y reducido a una chatarra absurda. En la entrada a la rotonda de los camiones había un «Cadillac» destrozado. Su propietario miraba por el parabrisas hecho trizas como una merluza destripada. Las gafas con armazón de carey le colgaban de una oreja.

En la mitad de la explanada yacía el cuerpo de una chica con un vestido de color rosa. Había saltado del «Cadillac» al ver que éste nunca llegaría a destino. Había echado a correr pero sin ninguna probabilidad de salvarse. Era la más horripilante, a pesar de que estaba tumbada boca abajo. La rodeaban nubes de moscas.

Del otro lado de la carretera, un viejo «Ford» había atravesado el parapeto. Eso había sucedido hacía una hora. Desde entonces no había pasado nadie más. Desde la ventana no se veía la garita de peaje y el teléfono no funcionaba.

—Has pasado las emisoras con demasiada prisa —seguía protestando el camionero—. Deberías…

Ése fue el momento que Snodgrass eligió para echar a correr. Al levantarse derribó la mesa, rompiendo las tazas de café y despidiendo un loco surtidor de azúcar. Tenía los ojos más desorbitados que nunca y su maxilar colgaba fláccidamente y balbuceaba:

—Tenemos que salir de aquí tenemos que salirdeaquí tenemosquesalirdeaquí…

El chico gritó y su amiga lanzó un alarido.

Yo estaba sentado en el taburete más próximo a la puerta y le agarré la camisa, pero se zafó. Estaba totalmente chalado. Habría sido capaz de atravesar la puerta blindada de un Banco.

Se disparó y corrió por la explanada de grava hacia la zanja de desagüe de la izquierda. Dos de los camiones lo persiguieron, escupiendo humo pardo hacia el cielo por las chimeneas de sus motores diesel, en tanto sus gigantescas ruedas traseras despedían andanadas de piedras.

No habría dado más de cinco o seis zancadas desde el borde del aparcamiento cuando se volvió para mirar, con el pánico reflejado en el rostro. Se le enredaron las piernas y trastabilló y estuvo a punto de caer. Recuperó el equilibrio pero ya era demasiado tarde.

Uno de los camiones se apartó y el otro arremetió, lanzando destellos feroces de sol con la parrilla del radiador. Snodgrass aulló, con un timbre alto y agudo, casi eclipsado por el fuerte rugido del «Reo».

No lo arrastró bajo sus ruedas. Tal como comprobamos después, eso habría sido lo mejor. En cambio lo arrojó hacia arriba y afuera, como si fuera un balón. Se recortó brevemente contra el cielo caluroso de la tarde como un espantapájaros lisiado, y después desapareció en la zanja de desagüe.

Los frenos del camión sisearon como el aliento de un dragón, sus ruedas delanteras se trabaron, abriendo surcos en la epidermis de grava de la explanada, y se detuvo pocos centímetros antes de precipitarse dentro de la zanja. El muy hijo de puta.

La chica del reservado chilló. Tenía ambas manos crispadas sobre las mejillas, y tiraba de la carne hacia abajo, convirtiéndola en la máscara de una bruja.

Hubo un ruido de vidrios rotos. Giré la cabeza y vi que el camionero había apretado su vaso con tanta fuerza que lo había quebrado. Me pareció que aún no se había dado cuenta. La leche y unas gotas de sangre salpicaron la barra.

El cocinero negro estaba petrificado junto a la radio, con un trapo en la mano y expresión alelada. Sus dientes centelleaban. Durante un rato no se oyó nada más que el zumbido del reloj «Westclox» y el ronquido del motor del «Reo» que iba a reunirse con sus compañeros. Entonces la chica se echó a llorar y eso me pareció bien, o por lo menos me pareció mejor.

Mi propio coche estaba volcado, también reducido a chatarra. Era un «Cámaro» 1971 y yo aún lo estaba pagando, aunque pensé que ahora eso ya no importaba.

En los camiones no había nadie.

El sol refulgía y reverberaba sobre las cabinas vacías. Las ruedas giraban solas. Era mejor no pensar demasiado en eso, para no enloquecer. Como había enloquecido Snodgrass.

Pasaron dos horas. El sol empezó a bajar. Fuera, los camiones patrullaban en círculos y trazando ochos. Sus luces de posición se habían encendido.

Recorrí dos veces todo el largo de la barra para desentumecerme las piernas y después me senté en un reservado, junto al amplio ventanal del frente. Ésa era una parada habitual de camiones, próxima a la gran autopista, con una estación de servicio completa en el fondo y surtidores de gasolina y gasóleo. Los camioneros se detenían allí para tomar café y comer tarta de manzanas.

—¿Señor? —La voz sonaba vacilante.

Volví la cabeza. Eran los dos chicos del «Fury». El muchacho parecía tener alrededor de diecinueve años. Llevaba el cabello largo y una barba que apenas empezaba a espesarse. La chica parecía más joven.

—¿Sí?

—¿Qué le pasó a usted? Me encogí de hombros.

—Viajaba por la carretera que va a Pelson —dije—. Un camión se me acercó por atrás. Hacía un largo rato que lo veía en el espejo retrovisor… Venía con mucho ímpetu. Aún estaba a más de un kilómetro cuando empecé a oírlo. Contorneó un «Volkswagen» y lo arrojó fuera de la carretera con un coletazo del remolque, tal como se despide una bola de papel de la mesa con un papirotazo. Pensé que el camión también saltaría de la carretera. Ningún conductor podría haberlo retenido con el remolque coleando de semejante manera. Pero no saltó. El «Volkswagen» dio seis o siete vueltas de campana y estalló. Y el camión destrozó al siguiente empleando el mismo sistema. Se acercaba a mí y me apresuré a salir por el primer desvío que encontré. —Me reí, pero sin entusiasmo—. Para desembocar justamente en una parada de camiones. De Guatemala a Guatepeor.

La chica tragó saliva. —Nosotros vimos un autobús «Greyhound» que iba hacia el Norte por el carril que lleva al Sur. Barría… los… coches. Explotó y ardió, pero antes… había sembrado la muerte.

Un autobús «Greyhound». Eso era algo nuevo. Y malo. Fuera, todos los faros se encendieron súbitamente al unísono, bañando la explanada con un resplandor macabro, insondable. Iban y venían, gruñendo. Los faros parecían dotarlos de ojos, y en la penumbra creciente los remolques oscuros hacían pensar en los lomos encorvados, angulosos, de extraños gigantes prehistóricos. El cocinero preguntó:

—¿Será peligroso encender las luces?

—Hazlo y lo sabremos —respondí.

Accionó los interruptores y se encendieron los globos que colgaban del techo, manchados por las moscas. Al mismo tiempo se iluminó, en el frente, un letrero crepitante de neón: «Conant's Truck Stop & Dinner — Buenas comidas.» No pasó nada. Los camiones siguieron su incesante patrullar.

—No lo entiendo —comentó el camionero. Había bajado del taburete y se paseaba por el salón, con la mano envuelta en un pañuelo rojo—. Yo no tenía problemas con el mío. Era bueno y obediente. Me detuve aquí un poco después de la una para comer unos spaghettis, y sucedió esto. —Agitó los brazos y el pañuelo aleteó en el aire—. Ahora mi propio camión está ahí fuera, es aquel cuya luz trasera izquierda apenas luce. Hace seis años que soy el conductor. Pero si yo saliera por esa puerta…

—Esto no es más que el comienzo —dijo el cocinero. Sus ojos de obsidiana estaban velados por los párpados—. Ha de ser grave, cuando no funciona la radio. Esto no es más que el comienzo.

La chica estaba exangüe, blanca como la leche.

—No pienses en eso —le contesté al cocinero—. Todavía no.

—¿Cuál será la causa? —El camionero estaba preocupado—. ¿Las tormentas eléctricas de la atmósfera? ¿Las pruebas nucleares? ¿Qué?

—Quizá se han vuelto locos —murmuré.

Aproximadamente a las siete me acerqué al cocinero.

—¿De qué recursos disponemos? —le pregunté—. Quiero decir, para el caso de que tuviéramos que quedarnos aquí durante un tiempo.

Frunció la frente.

—La situación no es tan mala. Ayer hubo reparto. Tenemos doscientas o trescientas hamburguesas, frutas y verduras envasadas, cereales desecados…, no hay más leche que la de la nevera, pero el agua procede del pozo. Si fuera necesario, nosotros cinco podríamos resistir un mes o más. El camionero se acercó y nos miró parpadeando.

—Me he quedado sin cigarrillos. Esa maquinita expendedora…

—No es mía —dijo el cocinero—. No señor.

El camionero tenía una barra de acero que había encontrado en el almacén de suministros del fondo. Empezó a forzar el artefacto.

El chico se encaminó hacia el tocadiscos automático y echó una moneda de veinticinco céntimos en la ranura. John Fogarty cantó que había nacido en un delta del Sur.

Me senté y miré por el ventanal. Vi algo que enseguida me chocó. Una camioneta «Chevrolet» ligera se había sumado a la patrulla, como una jaca de Shetland entre percherones. La observé hasta que pasó imparcialmente sobre el cadáver de la chica del «Cadillac» y entonces desvié la mirada.

—¡Nosotros los hemos fabricado! —exclamó la chica con repentina indignación—. ¡No pueden hacernos esto!

Su amigo le pidió que se callara. El camionero terminó de forzar la máquina expendedora de cigarrillos y sacó seis u ocho paquetes de «Viceroy». Los guardó en distintos bolsillos y finalmente abrió uno de los paquetes. Al ver la expresión fanática de su rostro me pregunté si se proponía fumárselos o comérselos.

Otro disco cayó sobre el plato del tocadiscos automático. Eran las ocho.

A las ocho y media se cortó la corriente eléctrica.

Cuando se apagaron las luces la chica gritó, y su alarido se interrumpió bruscamente, como si su amigo le hubiera puesto la mano sobre la boca. El tocadiscos enmudeció con un ruido cada vez más profundo de mecanismos agonizantes.

—¡Cristo! —exclamó el camionero.

—¡Eh, tú! —le grité al cocinero—. ¿Tienes velas?

—Creo que sí. Espere… sí. Aquí hay unas pocas. Me levanté y las cogí. Las encendimos y empezamos a distribuirlas por el salón.

—Tened cuidado —exclamé—. Si se incendia este local lo pagaremos caro.

El cocinero lanzó una risita amarga.

—Y que lo diga.

Cuando terminamos de repartir las velas, el chico y la chica se acurrucaron juntos en un rincón y el camionero se colocó junto a la puerta trasera, mirando cómo otros seis camiones pesados circulaban entre las islas de hormigón donde estaban montados los surtidores.

—Esto lo modifica todo, ¿verdad? —comenté.

—Claro que sí, si la electricidad se ha cortado definitivamente.

—¿Es muy grave?

—Las hamburguesas se descompondrán dentro de tres días. Lo mismo sucederá con el resto de la carne. Las latas se conservarán, lo mismo que los alimentos secos. Pero esto no es lo peor. Sin la bomba, no podremos conseguir agua.

—¿Cuánto durará?

—Una semana.

—Llena todos los cacharros vacíos que tengas. Llénalos hasta que no salga más que aire. ¿Dónde están los servicios? En los depósitos hay agua potable.

—El baño del personal está en el fondo. Pero para llegar a los de damas y caballeros hay que salir del edificio.

—¿Hay que pasar a la estación de servicio? —Aún no estaba preparado para eso.

—No, hay que salir por la puerta lateral y caminar un poco hacia arriba.

—Dame un par de cubos. Encontró dos cubos galvanizados. El chico se acercó.

—¿Qué hace?

—Necesitamos agua. Toda la que podamos conseguir.

—Entonces, déme un cubo. Le pasé uno.

—¡Jerry! —gritó la chica—. Tú…

La miró y ella se calló, pero cogió una servilleta y empezó a tirar de las puntas. El camionero fumaba otro cigarrillo y le sonreía al suelo. No habló.

Nos encaminamos hacia la puerta lateral por donde yo había entrado esa tarde y me detuve un segundo allí, mirando cómo las sombras fluctuaban y se disolvían a medida que los camiones iban y venían.

—¿Ahora? —preguntó el chico. Su brazo rozó el mío y sentí que sus músculos vibraban y zumbaban como cables. Si alguien tropezaba con él volaría directamente al cielo.

—Relájate —le dije.

Me sonrió. Una sonrisa enfermiza, pero era mejor que nada.

—De acuerdo.

Salimos furtivamente.

El aire de la noche era más fresco. Los grillos chirriaban en la hierba y las ranas brincaban y croaban en la zanja de desagüe. Fuera, el ronroneo de los camiones era más potente, más amenazador, como un rumor de fieras. Desde dentro había parecido una película. Allí fuera era algo real, que podía desembocar en la muerte.

Nos deslizamos a lo largo de la pared exterior cubierta de azulejos. Un pequeño alero nos suministraba un poco de sombra. Mi «Camaro» estaba recostado contra el muro de enfrente, y el reflejo de los faros de los camiones lejanos arrancaba destellos del metal abollado y de los charcos de gasolina y aceite.

—Métete en el de damas —susurré—. Llena tu cubo con el agua del depósito del inodoro y espera.

Se oían los ronquidos sistemáticos de los motores diesel. Eran engañosos: parecía que se acercaban pero en verdad eran sólo los ecos que rebotaban en las aristas del edificio. Sólo siete metros nos separaban de los servicios, pero la distancia parecía mucho mayor.

El chico abrió la puerta del baño de damas y entró. Yo pasé de largo y entré en el de caballeros. Sentí que mis músculos se relajaban y dejé escapar una bocanada de aire sibilante. Me vi en el espejo: un rostro blanco y tenso con ojos oscuros.

Quité la tapa de porcelana del depósito y llené el cubo. Volví a volcar un poco dentro para que no se derramara con el movimiento y fui hasta la puerta.

—¿Eh?

—Sí —susurró.

—¿Listo?

—Sí.

Salimos nuevamente. Habíamos dado quizá seis pasos cuando los faros nos enfocaron. Se había acercado sigilosamente, haciendo girar apenas sus grandes ruedas sobre la grava. Nos había estado acechando y en ese momento se abalanzó sobre nosotros, proyectando círculos feroces con sus faros eléctricos, mientras la colosal parrilla cromada parecía hacer una mueca cruel.

El chico se petrificó, con el horror reflejado en el rostro, la mirada perdida, las pupilas reducidas a puntas de alfiler. Le di un fuerte empujón que le hizo derramar la mitad del agua de su cubo.

—¡Corre!

El trueno del motor diesel se intensificó hasta transformarse en un alarido. Estiré la mano sobre el hombro del chico para tirar de la puerta, pero antes de que pudiera completar el movimiento la empujaron violentamente desde dentro. El chico se precipitó en el local y yo le seguí. Miré hacia atrás y vi que el camión —un «Peter-bilt» de gran cabina— rozaba la pared exterior de azulejos, arrancando enormes fragmentos mellados de revestimiento. A continuación el guardabarros derecho y los ángulos de la parrilla embistieron la puerta todavía abierta, despidiendo una lluvia de vidrio pulverizado y desgarrando las bisagras de acero como si en realidad fueran de papel de seda. La puerta se perdió en la noche como en una escena surrealista y el camión aceleró hacia la explanada del frente, mientras su tubo de escape tableteaba como una ametralladora. Tenía un timbre frustrado, colérico.

El chico depositó su cubo en el suelo y se desplomó entre los brazos de su amiga, tiritando.

El corazón me palpitaba violentamente y me pareció que las pantorrillas se me habían licuado. Hablando de líquido, entre los dos habíamos traído aproximadamente un cubo y cuarto de agua. Casi no había valido la pena correr tantos riesgos.

—Quiero cubrir ese hueco —le dije al cocinero, señalando el lugar donde había estado la puerta—. ¿Qué podríamos usar?

—Bien… El camionero le interrumpió:

—¿Por qué? Uno de esos camiones enormes no podría meter una rueda por ahí.

—Los que me preocupan no son los grandes camiones.

El camionero buscó otro cigarrillo.

—En el almacén de suministros tenemos algunos paneles metálicos —dijo el cocinero— . El patrón pensaba levantar un cobertizo para almacenar el butano.

—Los atravesaremos y los apuntalaremos con un par de cabinas de los reservados.

—Para algo servirán —murmuró el camionero.

Tardamos aproximadamente una hora y al fin todos habíamos colaborado, incluso la chica. La barrera era bastante sólida. Por supuesto, si algo embestía a toda velocidad de nada serviría que fuera bastante sólida. Eso era algo que todos sabíamos.

Aún quedaban tres cabinas alineadas a lo largo del ventanal, y me senté en una de ellas. El reloj de detrás del mostrador se había parado a las 8.32, y a mí me parecía que debían de ser las diez. Fuera, los camiones roncaban y gruñían. Algunos partieron para cumplir misiones desconocidas y otros llegaron. Ahora había tres camionetas que se paseaban con aires de importancia entre los hermanos mayores.

Empecé a adormecerme, y en lugar de contar borregos conté camiones. ¿Cuántos había en el Estado, cuántos había en todo el país? Camiones con remolque, camionetas, camiones de plataforma, furgones de mudanzas, camiones de tres cuartos de tonelada, decenas de miles de camiones de convoyes del ejército, y autobuses. La pesadilla de un autobús urbano, con dos ruedas en la cuneta y las otras dos sobre el pavimento, lanzado a toda velocidad y puestos a barrer peatones aullantes que caían como en un juego de bolos.

Me libré de la pesadilla y caí en un sopor ligero, sobresaltado.

Debían de ser las primeras horas de la madrugada cuando Snodgrass empezó a gritar. Se había levantado una delgada luna nueva que brillaba, glacial, entre un alto manto de nubes. Se había sumado un nuevo traqueteo que producía un contrapunto con el rugido gangoso, cansino, de las moles mecánicas. Miré para comprobar de qué se trataba y vi una enfardadora de heno que daba vueltas alrededor del cartel oscurecido. La luz de la luna se reflejaba sobre las agudas púas giratorias de su prensador.

Volvió a oírse el grito que llegaba indudablemente de la zanja de desagüe.

—Auxilioooo…

—¿Qué ha sido eso? —preguntó la chica. En la penumbra tenía los ojos muy dilatados y parecía horriblemente asustada.

—Nada —respondí.

—Auxilioooo…

—Está vivo —susurró la chica—. Dios mío. Está vivo. No necesitaba verlo. Lo imaginaba demasiado bien. Snodgrass tumbado con la mitad del cuerpo dentro de la zanja y la otra mitad fuera, con la espalda y las piernas fracturadas, con el traje bien planchado cubierto de grandes pegotes de barro, con el rostro blanco, resollante, vuelto hacia la luna indiferente…

—No oigo nada —insistí—. ¿Y tú? Me miró.

—¿Cómo puede decir eso? ¿Cómo?

—Bueno, si lo despierto —dije, señalando a su amigo con el pulgar—, tal vez él oirá algo. Tal vez saldrá a ver de qué se trata. ¿Eso te gustaría?

El rostro de la chica empezó a convulsionarse y tensarse como si lo estuvieran hilvanando unas agujas invisibles.

—Nada —susurró—. No hay nada afuera. Volvió junto a su amigo y apretó la cabeza contra su pecho. Él la abrazó en sueños.

Nadie más se despertó. Snodgrass gritó, lloró y chilló durante un largo rato y después se calló.

El amanecer.

Había llegado otro camión, dotado de una gigantesca plataforma para transportar automóviles. Se le sumó una niveladora. Ésta me asustó.

El camionero se acercó y me tiró del brazo.

—Venga a la parte de detrás —murmuró excitado. Los otros seguían durmiendo—. Venga a ver esto.

Le seguí hasta el almacén de suministros. Unos diez camiones patrullaban fuera. Al principio no vi nada nuevo.

—¿Ve? —preguntó, señalando—. Allí.

Entonces me di cuenta. Una de las camionetas se había detenido. Descansaba como un peso muerto, y había perdido todo su aire amenazante.

—¿Se le ha agotado la gasolina?

—Eso es, amigo. Y no pueden llenar sus depósitos sin ayuda. Ésa es la solución. Bastará con esperar. —Sonrió y buscó un cigarrillo.

Eran aproximadamente las nueve y yo me estaba desayunando con un trozo de la tarta del día anterior, cuando empezó a sonar el claxon: largos toques estentóreos que hacían temblar el cráneo. Nos acercamos a los ventanales y miramos hacia fuera. Los camiones estaban inmóviles, con los motores en marcha. Un camión con remolque, un «Reo» con cabina roja de grandes dimensiones, se había detenido casi encima de la angosta franja de hierba que separaba el restaurante del aparcamiento. A esa distancia la parrilla cuadrada del radiador parecía descomunal y tenía un aire asesino. Los neumáticos llegaban a la altura de la caja torácica de un hombre.

El claxon empezó a sonar nuevamente: toques enérgicos, voraces, que partían en línea recta, y eran devueltos por el eco. Se ceñían a una pauta. Cortos y largos con una especie de ritmo.

—¡Es el alfabeto Morse! —exclamó súbitamente Jerry, el chico. El camionero lo miró.

—¿Cómo lo sabes? El chico se sonrojó un poco.

—Lo aprendí cuando era boy scout.

—¿Tú? —exclamó el camionero—. ¿Tú? Caray. —Meneó la cabeza. —Eso no importa —dije—. ¿Recuerdas lo suficiente para… ? —Claro que sí. Déjeme escuchar. ¿Tiene un lápiz? El cocinero le dio uno y el chico empezó a garabatear letras sobre una servilleta de papel. Después de un rato dejó de escribir.

—Sólo dice «Atención» una y otra vez. Esperemos. Eso fue lo que hicimos. El claxon continuaba con sus toques largos y breves en el aire apacible de la mañana. Después cambió el ritmo y el chico empezó a escribir de nuevo. Nos inclinamos sobre sus hombros y vimos cómo el mensaje cobraba forma. «Alguien debe bombear combustible. Alguien no será dañado. Todo el combustible debe ser bombeado. Esto debe hacerse ahora. Ahora alguien bombeará combustible.»

Los toques de claxon continuaron, pero el chico dejó caer el lápiz. —Se limita a repetir nuevamente «Atención» —dijo. El camión reiteró su mensaje incontables veces. No me gustaba el aspecto de las palabras, trazadas sobre la servilleta en letras de imprenta. Parecían mecánicas, desalmadas. Sería imposible negociar con esas palabras. La única alternativa era obedecer o desobedecer. —Bien —murmuró el chico—, ¿qué haremos ahora?

—Nada —respondió el camionero. Estaba excitado y tenía las facciones convulsionadas—. Bastará con esperar. Todos deben de tener poco combustible. Uno de los más pequeños ya se ha detenido en la parte de detrás. Bastará con…

El claxon enmudeció. El camión dio marcha atrás y se reunió con sus camaradas. Esperaban en semicírculo, con los faros dirigidos hacia nosotros. —Allí fuera hay una niveladora —dije. Jerry me miró. —¿Cree que demolerán el edificio? —Sí.

Luego miró al cocinero.

—¿Eso no es posible, verdad? El cocinero se encogió de hombros.

—Propongo que votemos —manifestó el camionero—. Nada de chantajes, caramba. Bastará con esperar. —Ya había repetido esta frase tres veces, como si fuera un ensalmo. —Muy bien —asentí—. Votemos. —Espere —exclamó inmediatamente el camionero.

—Creo que debemos suministrarle combustible —dictaminé—. Esperaremos una oportunidad mejor para escapar. ¿Cocinero?

—Quedémonos aquí —respondió—. ¿Queréis ser sus esclavos? Al final eso es lo que seremos. ¿Queréis pasar el resto de vuestras vidas cambiando filtros de aceite cada vez que uno de esos… monstruos haga sonar el claxon? Yo no. —Miró lúgubremente por el ventanal—. Quedémonos aquí y se morirán de hambre. Miré al chico y a la chica.

—Creo que tiene razón —dijo él—. Es el único medio de detenerlos. Si alguien hubiera podido ayudarnos, ya lo habría hecho. Dios sabe qué es lo que está sucediendo en otras partes.

Y la chica, pensando en Snodgrass, asintió con la cabeza y se acercó a su compañero.

—Ya está resuelto, entonces —murmuré. Me acerqué a la máquina expendedora de cigarrillos y cogí un paquete sin mirar la marca. Había dejado de fumar un año atrás, pero ése me parecía el mejor momento para volver a hacerlo. El humo me raspó los pulmones.

Transcurrieron veinte minutos, que parecieron arrastrarse. Los camiones congregados delante del edificio esperaban. Atrás, se alineaban en los surtidores.

—Creo que todo fue un truco —comentó el camionero—. Sólo…

Entonces se oyó un ruido más potente, más destemplado, más entrecortado, el ruido de un motor que arrancaba y se ahogaba y volvía a arrancar. La niveladora.

Refulgía como una avispa amarilla bajo el sol: era una Caterpillar con traqueteantes orugas de acero. Su corta chimenea escupió humo negro cuando viró para volverse hacia nosotros.

—Va a arremeter —balbuceó el camionero. Tenía una expresión atónita—. ¡Va a cargar!

—Repleguémonos —dije—. Detrás de la barra. La niveladora seguía calentando el motor. Las palancas de cambios se movieron solas. La reverberación del calor flotaba sobre la chimenea humeante. De pronto levantó la reja, una pesada medialuna de acero cubierta de grumos de tierra seca. A continuación, con un potente rugido, enfiló hacia nosotros.

—¡La barra! —Le di un empujón al camionero y eso les hizo moverse a todos.

Había un pequeño bordillo de hormigón entre el aparcamiento y la hierba. La niveladora cargó por encima de él, levantando fugazmente la reja, y después embistió de lleno la pared del frente. Los vidrios estallaron hacia dentro con un fuerte estrépito y el marco de madera se deshizo en astillas. Una de las tulipas de la luz se desprendió del techo y se desplomó con una nueva dispersión de vidrio. La vajilla cayó de los estantes. La chica chillaba pero sus alaridos quedaban ahogados por el bramido sistemático y palpitante del motor de la Caterpillar.

Dio marcha atrás, se zarandeó sobre la franja de hierba arrasada, y arremetió nuevamente, con un topetazo que hizo saltar y rodar las cabinas restantes. El recipiente de tartas cayó del mostrador, y los trozos de pastel resbalaron por el suelo.

El cocinero estaba agazapado, con los ojos cerrados, y el chico abrazaba a su amiga. El camionero tenía los ojos desorbitados por el miedo.

—Tenemos que pararlo —gimoteó—. Decidles que obedeceremos, decidles que obedeceremos…

—Es un poco tarde para eso, ¿no cree?

La Caterpillar dio marcha atrás y se preparó para otra acometida. Las nuevas muescas de su reja refulgían y titilaban bajo el sol. Se disparó hacia delante con un rugido ensordecedor y esta vez demolió el soporte principal situado a la izquierda de lo que había sido la ventana. Esa sección del techo se derrumbó estrepitosamente. Nos envolvió una nube de yeso.

La niveladora se zafó de los escombros. Vi que el grupo de camiones esperaba detrás.

Cogí al cocinero por los brazos.

—¿Dónde están los tanques de petróleo? La cocina se alimentaba con butano, pero yo había visto los pasos de aire para una caldera de calefacción.

—En el almacén de materiales —respondió.

—Ven —le ordené al chico.

Nos levantamos y corrimos al almacén. La niveladora embistió nuevamente y el edificio se estremeció. Dos o tres topetazos como ése y podría acercarse a la barra para tomar un café.

En el almacén había dos grandes tanques de doscientos litros con tubos de alimentación para la caldera y espitas con sus respectivas llaves de paso. Cerca de la pared posterior había una caja llena de botellas de ketchup vacías.

—Tráelas, Jerry.

Mientras él cargaba las botellas, me quité la camisa y la hice jirones. La niveladora embistió una y otra vez, y cada arremetida era acompañada por el ruido de nuevos desmoronamientos.

Llené cuatro botellas bajo las espitas, y él introdujo los trapos en los cuellos.

—¿Has jugado al béisbol? —le pregunté.

—En la escuela secundaria.

—Imagina que eres el lanzador.

Volvimos al restaurante. Toda la pared de delante dejaba ver el cielo. Los vidrios pulverizados brillaban como diamantes. Una viga maciza había caído atravesada sobre la abertura. La niveladora retrocedía para acometerla nuevamente, y pensé que esta vez seguiría adelante, triturando las cabinas para luego demoler la barra.

Nos arrodillamos y colocamos las botellas en el suelo.

—Encienda las mechas —le dije al camionero. Sacó sus cerillas, pero las manos le temblaban espantosamente y las dejó caer. El cocinero las recogió, raspó una y los jirones de camisa se inflamaron con una llama grasienta.

—De prisa —exclamé.

Corrimos, el chico un poco por delante. Los vidrios crujían y rechinaban bajo nuestros pies. En el aire flotaba un olor pesado, aceitoso. Todo era muy estridente, muy rutilante.

La niveladora arremetió.

El chico se agachó bajo la viga y su silueta se recortó contra la parte delantera de la templada reja de acero. Yo me desvié hacia la derecha. La primera botella del chico cayó antes de dar en el blanco. La segunda se estrelló contra la reja y ardió de forma inofensiva.

Intentó volverse y entonces tuvo encima la mole de cuatro toneladas de acero. Alzó los brazos y desapareció, triturado.

Di media vuelta y arrojé la primera botella al interior de la cabina abierta, y la segunda en pleno motor. Explotaron juntas proyectando un surtidor de llamas.

La trompa de la niveladora se alzó fugazmente con un aullido casi humano de cólera y dolor. Describió un semicírculo enloquecido, arrancando el ángulo izquierdo de la cantina, y enfiló bamboleándose hacia la zanja de desagüe.

La oruga de acero estaba surcada y salpicada de sangre, y en el lugar donde había estado el chico sólo quedaba una masa similar a una toalla arrugada.

La niveladora casi llegó a la zanja. Las llamas crepitaban bajo el capó y en la cabina, y después estallaron como un geyser.

Retrocedí trastabillando y casi caí sobre una pila de escombros. Flotaba un olor caliente que no era sólo de petróleo. Era de pelo quemado. Yo me estaba incendiando.

Cogí un mantel, me lo eché sobre la cabeza, corrí detrás de la barra y metí la cabeza en el fregadero con tanta fuerza que estuve a punto de rompérmela contra el fondo. La chica gritaba una y otra vez el nombre de Jerry. La suya era una demencial letanía ululante.

Me volví y vi que el inmenso transporte de coches avanzaba lentamente hacia el frente indefenso de la cantina.

El camionero aulló y corrió hacia la puerta lateral.

—¡No! —le gritó el cocinero—. ¡No hagas eso…!

Pero ya había salido y corría rumbo a la zanja de desagüe y al campo abierto que se extendía del otro lado de ésta.

El camión debía estar oculto, montando guardia cerca de esa puerta lateral. En realidad era una furgoneta sobre cuyo panel lateral estaba escrito «Wong's Cash-and-Carry Laundry». Le atropello casi antes de que atináramos a ver lo que acontecía. Después desapareció y el camionero quedó descoyuntado sobre la grava. Había perdido los zapatos.

El transporte de coches pasó lentamente sobre el bordillo de hormigón, sobre la hierba, sobre los despojos del chico, y se detuvo con la trompa asomada dentro del local.

Su claxon emitió un bocinazo súbito, ensordecedor, seguido por otro, y otro.

—¡Basta! —gimoteó la chica—. Oh, basta, basta, por favor…

Pero los toques de claxon se repitieron durante un largo rato. Me bastó un minuto para descifrar el ritmo. Era el mismo de antes. Quería que alguien los alimentara a él y a sus camaradas.

—Iré yo —dije—. ¿Los surtidores están abiertos? El cocinero hizo un ademán afirmativo. Había envejecido cincuenta años.

—¡No! —chilló la chica. Se arrojó sobre mí—. ¡Tiene que detenerlos! Abóllelos, incéndielos, destrócelos… —Su voz se apagó y se quebró en un destemplado graznido de angustia y soledad.

El cocinero la sostuvo. Contorneé el extremo de la barra, abriéndome paso entre los escombros, y atravesé el almacén de suministros. Cuando salí al encuentro del sol caluroso sentí que mi corazón palpitaba frenéticamente. Necesitaba otro cigarrillo, pero no hay que fumar cerca de los surtidores.

Los camiones seguían alineados. La furgoneta de la lavandería de Wong estaba agazapada frente a mí como un mastín, jadeando y gruñendo. Si hacía un movimiento sospechoso me aplastaría. El sol refulgió sobre su parabrisas vacío y me estremecí. Era como mirar la cara de un cretino.

Puse en marcha el surtidor, descolgué la manguera, quité la tapa del primer depósito de gasolina y empecé a bombear el combustible.

Tardé media hora en agotar el contenido del primer surtidor y entonces pasé al segundo. Alternaba entre la gasolina y el gasóleo. Los camiones desfilaban incesantemente. Ahora empezaba a comprender. Por fin veía. Los seres humanos repetían la misma operación en todo el mundo o yacían muertos como el camionero, desnucados y con el relieve de las cubiertas estampado sobre las tripas.

Por fin se agotó el segundo surtidor y pasé al tercero. El sol me castigaba como un martillo y los vapores empezaban a producirme dolor de cabeza. Tenía ampollas en el tejido blando que separaba el pulgar del índice. Pero a ellos no les importaba. Entendían de colectores de escape perforados y obturadores defectuosos y juntas universales congeladas, pero no de ampollas ni de insolaciones ni de ansias de gritar. Les bastaba saber una sola cosa acerca de sus antiguos amos, y la sabían: sangramos.

El último surtidor se secó y dejé caer la manguera al suelo. Aún había más camiones, y la cola rodeaba el ángulo del edificio. Giré la cabeza para aliviar el entumecimiento de mi cuello y miré atónito. La fila salía del aparcamiento y se prolongaba por la carretera hasta perderse de vista, ocupando dos o tres carriles. Era como una pesadilla de la autopista de Los Ángeles en la hora punta. El gas de los tubos de escape hacía rielar y danzar el horizonte, y el aire apestaba a carburante.

—No —dije—. Se ha agotado la gasolina. Cierro el negocio, chicos.

Y entonces se oyó un rumor más potente, con un timbre bajo que hacía rechinar los dientes. Se acercaba un descomunal camión plateado, un camión cisterna. Sobre el flanco se leía: «Cargue Phillips 66 — ¡El combustible de los reactores!»

De la culata colgaba una pesada manguera.

Me acerqué, la cogí, levanté el cerrojo del primer surtidor y acoplé la manguera. El camión empezó a bombear. Me impregnó el olor del petróleo, el mismo tufo que debieron de aspirar los dinosaurios moribundos al hundirse en los yacimientos de brea. Cargué los otros dos surtidores y volví al trabajo.

Mis sentidos se embotaron hasta el punto de que perdí la cuenta de la hora y de los camiones. Desatornillaba la tapa, introducía la boquilla de la manguera en el orificio, bombeaba hasta que desbordaba el líquido tibio y pesado, y volvía a atornillar la tapa. Mis ampollas reventaron y la pus comenzó a chorrearme por las muñecas. La cabeza me palpitaba como un diente cariado y el hedor de los hidrocarburos hacía que mi estómago se revolviera impotentemente.

Me iba a desmayar. Me iba a desmayar y ése sería el fin de todo. Bombearía hasta caer.

Entonces unas manos se apoyaron sobre mis hombros, las manos oscuras del cocinero.

—Vaya a descansar —dijo—. Yo le remplazaré hasta la noche. Procure dormir. Le cedí la manguera.

Pero no puedo conciliar el sueño.

La chica duerme. Está despatarrada en el rincón, con la cabeza apoyada sobre el mantel, y su rostro no se distiende ni siquiera en sueños. Es el rostro intemporal, sin edad, de una walkiria. Pronto la despertaré. Anochece y hace cinco horas que el cocinero trabaja allí afuera.

Siguen viniendo. Espío por la ventana destrozada y sus faros se extienden a lo largo de casi dos kilómetros, parpadeando como zafiros amarillos en la creciente oscuridad. La cola debe de llegar hasta las casillas del peaje, y aún más lejos.

La chica tendrá que cumplir su turno. Yo le enseñaré a hacerlo. Dirá que no puede, pero lo hará. Quiere vivir.

¿Queréis ser sus esclavos? —había preguntado el cocinero—. Al final eso es lo que seremos. ¿Queréis pasar el resto de vuestras vidas cambiando filtros de aceite cada vez que uno de esos monstruos haga sonar el claxon?

Quizá podamos echar a correr. Ahora que están tan apretujados sería fácil llegar a la zanja de desagüe. Correríamos por los campos, por las marismas donde los camiones se atascarían como mastodontes y…

…volveríamos a las cavernas.

Dibujaríamos figuras con carbón. Ésta es la diosa Luna. Éste es un árbol. Éste es un semirremolque Mack aplastando a un cazador.

Ni siquiera eso. Ahora gran parte del mundo está pavimentado. Incluso los terrenos de juego lo están. Y para los campos y las marismas y los bosques hay carros de combate, semiorugas, vehículos anfibios equipados con lasers, con masers y con dispositivos de radar térmico. Y poco a poco podrán hacer del mundo lo que se les antoje.

Imagino grandes convoyes de camiones rellenando con arena la marisma de Okefenokee, niveladoras arrasando los parques nacionales y las junglas, aplanando la tierra, apisonándola. Y después llegarán las asfaltadoras.

Pero son máquinas. Independientemente de lo que les haya ocurrido, de la conciencia colectiva que les hemos impartido, no se pueden reproducir. Dentro de cincuenta o sesenta años serán moles herrumbradas desprovistas de todo poder, cadáveres inmóviles que los hombres podrán apedrear y escupir.

Y si cierro los ojos veo las líneas de montaje de Detroit y Dearborn y Youngstown y Mackinac, y los nuevos camiones fabricados por obreros que ya no tienen que marcar el reloj. Caen agotados y los sustituyen.

Ahora el cocinero se bambolea un poco. Para colmo es un viejo bastardo. Tengo que despertar a la chica.

Dos aviones dejan estelas plateadas sobre el horizonte oscurecido del Este.

Ojalá pudiera creer que están tripulados.

EL INTRUSO - Luis María Albamonte

Randaro Gor observó detalladamente la ciudad. El purísimo cristal de su torre acentuaba los perfiles de las cosas que veía. Era el año 3201. Todo estaba automatizado., Había detectores independizados del innecesario control humano y anunciaban cualquier presencia extraña, no inventariada desde hacía siglos en un mundo llevado a la perfección tecnológica. Insuperable. No obstante, siempre los detectores habían señalado a un huésped que no pertenecía a la comunidad que había alcanzado la idealidad que los sabios fundadores se habían propuesto alcanzar. Pero aquel huésped misterioso moraba, al parecer, entre los residuos que, por otra parte, tenían brevísima vigencia. Era un ser invisible. Inofensivo. Casi espectral. 
Randaro Gor era el Gran Señor del Mundo. El Unico. 
A su lado estaba el Todopoderoso. Era el robot que resumía la sabiduría de milenios. Obedecía, sometido a rigurosa disciplina, cualquier mandato de Randaro Gor. Estaba a su lado, como antes se habían echado a sus pies los perros mansos. 
Randaro Gor se sintió nostálgico, una sensación nueva, casi pecaminosa, inapropiada para su tiempo y su condición. En realidad había amordazado sus sentimientos. Mecánicamente. Con órdenes del subconsciente. No los necesitaba. Pero tenía un extraño muñeco de trapo. 
El muñeco era un payaso que reía. Tenía una estatura de 50 centímetros. Sin alma. El también, sin sentimientos. Con un misterioso brillo en los ojos de cristal. Ojos azules. Pintarrajeada la cara. Las piernas se movían alocadamente, rematadas con rotos zapatones. 
Randaro Gor echó una mirada al pasado en un día que nacía en un remoto tiempo de un lugar que no hubiera podido reconocer. Sus antecesores habían hecho la historia de las Edades. Conocía su infancia. 
Había una calesita frente a su casa. ¿Cómo se llamaba aquella música que lo emocionaba? No tenía letra. Nadie la había cantado jamás. 
En su dormitorio había un ratón. Entre el piso y el zócalo aparecía, inevitablemente, todas las noches, un ratón azul. Randaro Gor se convenció que el color lo había puesto su imaginación porque era una manera de quitarle apariencia feroz. Porque Randaro Gor le temía. Sin embargo, nunca había pedido que lo mataran. Una vez el padre, que era un ingeniero famoso, colocó una pequeña trampera con queso para cazar al ratón. Randaro Gor, que creía que el padre solamente podía construir rascacielos y grandes puentes y montar enormes fábricas rumorosas y usinas atómicas, se asombró al verlo agachado, manipulando aquella tramperita con que solían jugar los niños. Randaro Gor le dio un puntapié a la trampera. Lo hacía todas las noches, sin comprender el padre cómo la trampera había funcionado sin atrapar al ratón. Y decía: 
—¡Es un ratón endemoniado! Se nos escapa todos los días. ¿Hasta cuándo? Y se cansó de poner la trampera. En cambio, Randaro Gor veía asomar la cabecita del ratón y hasta podría haber dicho que el ratón azul era su amigo. Tiempo después, ya más grande, Randaro Gor se decidió a matar al ratón. Y no lo logró.
 Se mudaron de casa cuando comenzaron sus estudios superiores. Para entonces se habían plasmado fabulosos avances tecnológicos. 
Lo comprendía bien. En una época simple de la Humanidad los conocimientos generales estaban en poder de todos los que quisieron adquirirlos. Aun los más avanzados. Pero ya en la época de las bombas nucleares y de los viajes a la Luna había conocimientos limitados a pocas personas. La sabiduría científica y tecnológica comenzó a ser la posesión exclusiva de personas especializadas porque en los equipos de creadores unos de sus integrantes dominaban plenamente un determinado sector de la ciencia y flaqueaban sus conocimientos sobre temas complementarios. Eran sabios en cadena. Cada equipo era un eslabón. Todos estaban unidos. 
A medida que transcurrían los años el dominio de los secretos de la ciencia se fue circunscribiendo a menor número de personas. No podían estar al alcance de curiosos, si instruidos, con mayor razón. Los secretos se hacían cada vez más herméticos. Así nació la raza de los sabios. 
Fue un minúsculo grupo. El resto fue la comunidad ignorante y sometida. Gozaba de las ventajas que proporcionaba el avance tecnológico, en la comodidad para el quehacer humano y en el sostén de la salud, pero el secreto de proporcionarlos estaba en los pocos. 
Pueblos y países fueron dominados por la raza de los sabios hasta que quedó una sola potencia poderosa, subyugadora de las demás. Entonces fue una secta de sabios la que mandaba en el mundo. Todo dependía de ella. Nunca había habido tantos hombres sometidos a tan pocos Randaro Gor, ¿era el de hacía 3.000 años o era un descendiente desaparecido en la cronología de los almananaques y sobreviviendo en un tiempo sin pautas, inmóvil porque inmóvil había sido, también, la edad de los hombres. Consumada la obra integradora, construida la pirámide de la sabiduría, innecesarios los ayudantes supersabios, obedientes al Todopoderoso, Randaro Gor había hecho desaparecer a sus colaboradores. Los había pulverizado con sus rayos Sima, provenientes como potros salvajes merodeadores de los quásars, esos centinelas del horizonte del tiempo al borde del Universo, al cual se habían asomado los servidores de Randaro Gor en las naves más veloces que la luz. La línea recta, esa antigua menor distancia, había sido superada en brevedad por una desconcertante conjunción de ángulos entrañables. 
Había calma y felicidad en el reino universal. El aire era rosado. La luz entraba en la biblioteca que registraba todos los recuerdos del pasado. Leyó en un libro: “Y los hombres sumergidos en la ignorancia se rebelaron. Estaban ilustrados en todos los conocimientos excepto en aquellos mediante los cuales se podía llegar a dominar los triunfos tecnológicos de su tiempo. Inevitablemente eran vasallos indefensos de un grupo de tecnócratas que podían enrarecer el aire en un sector prefijado, inmovilizar a los seres humanos y a los animales. Como en las remotas épocas del hambre, superadas para siempre, e ignorándolas, las mujeres se colocaron al frente de las concentraciones populares llevando a sus pequeños hijos como si hubieran sido banderas para conmover a los poderosos. ¡Pedían justicia. Querían saber más para mejorar su situación social, el abismo que los separaba de los sabios tiránicos los convertía en subhombres indefensos frente a los cuales remaban los dominadores de los grandes secretos. Fue por aquel tiempo que usamos las armas meteorológicas. ¡Nosotros solidificamos la atmósfera de la otra superpotencia haciéndola irrespirable! ¡Nosotros juntamos el oxígeno y el hidrógeno para que el cielo fuera agua! ¡Nosotros hicimos brotar el fuego espontáneamente en la tierra de los campos y en las calles de las ciudades! Y fuimos, desde entonces, los dueños del mundo!”. 
Randaro Gor quedó pensativo. 
No le gustaba leer. Desde hacía un tiempo la lectura le producía nostalgia. Tenía miedo. Antes no conocía esas debilidades. Recordó que en aquella rebelión pacífica pero desesperada había muerto llena Seliah. Ella había dejado una carta escrita con profunda tristeza: “Randaro Gor: desde hace muchos siglos hemos peleado por la igualdad. Primero fue la fuerza bruta. Después, los ricos nos explotaron y algunos de tus antepasados murieron gloriosamente en resonantes revoluciones sociales. En seguida nos dominaron las grandes potencias. ¡La historia de la Humanidad es la historia de la injusticia! Al fin las indomables victorias de la tecnología nos permitieron hacernos respetar por los gigantes. Y los dominamos. ¿Quién podía, entonces, arrebatarnos la líbertad si éramos los más fuertes? Yo te amaba, a pesar de ello, más allá de ello, primitivamente, con esa pureza fabulosa que, imaginaba, han tenido nuestros padres apenas salidos de las cavernas, cuando la primera rueda del mundo comenzó a girar para detonar el asombro universal. Y vinieron otros días. Inesperados. ¿O eran lógicos? El poder se concentró en los sabios. Solamente en ellos estaba la capacidad de decidir. Yo soy Ilenia Seliah. Fundida en el Pueblo como una célula del todo. Y desde allí, desde esa partícula inadvertida, sometida y humillada, sigo amándote porque soy humana, a pesar de que sos mi asesino invisible. Pero ellos, desde sus cenizas pisoteadas, se tomarán venganza, de alguna manera, porque Dios no se ha muerto, todavía... ”. 
El robot gruñó. Le molestaban los recuerdos de Randaro Gor. El robot dijo con su voz metálica, vomitando también él sus recuerdos: “Fuiste astuto, Randaro Gor. Nadie podía culparte de nada. ¡Ellos o vos! Había que sobrevivir. Ahora estas solo. Sos el único. Si apretás ese botón podés destruir una décima parte del mundo. Pero hay una placentera resignación domesticada a lo largo de siglos. Todo es tuyo. ¿Y ahora? No se podría volver atrás. Si uno abandona la casa de la madre y, de pronto, se siente presa de la soledad, puede regresar. Nosotros, no. Yo también soy tu prisionero y he absorbido todas las antiguas sensaciones de los demás, sus angustias. ¡Oh, mis viejos recuerdos! Ahora podría matarte porque soy casi un hombre, nada más que por ello. Pero moriría un año después, hundido en un pantano, sin rumbo, sin razón de ser, sin el padre que me da la vida para que yo lo proteja y lo sirva...” Se rió el robot, como un trueno. Randaro Gor estaba por llorar. 
¡Hacía 1.000 años que los Gor habían olvidado el llorar! ¡Otra vez los detectores señalaron la presencia del huésped misterioso! ¡Estaba cerca! 
¡Cada vez más cerca! El robot dijo en una pantalla en donde se grababan luminosas sus palabras: “Es pequeño. Está inmunizado en siglos de supervivencia con nosotros y con la inmundicia. Nada puede matarlo. Nada puede detenerlo. Es como vos, Randaro Gor. Viene del basural en donde nunca has estado”. 
¡Y Randaro Gor lo vio! ¡Era un ratón rojo! Pero supo, inmediatamente, que era el ratón azul de su infancia. Podía haber cabido en el hueco de una mano. Se movía en el piso a impulsos nerviosos. Randaro Gor lo miraba con el asombro de contemplar una resurrección increíble. El ratón rojo, ¿curioseaba o se proponía algo más? Randaro Gor quiso darle un puntapié, pero el ratón lo esquivó. 
—¡Mátalo!—le ordenó al robot. 
—No tengo armas para eso. Randaro Gor poseía rayos para exterminar en quince segundos a toda la Humanidad, pero no poseía ninguna arma para matar un ratón. Quiso asustarlo corriéndolo por el ancho círculo de la torre. El ratón lo eludía. Acorralado, lo mordió en una pierna dando un salto inesperado y, en seguida, se escondió. Randaro Gor se sentó en un banco de cristal. Estaba despavorido. Sintió miedo. Se esforzaba en ver azul al ratón rojo, como cuando era niño y el azul le trasmitía sensación de seguridad, de inocencia, de bondad.
 —¡El ratón azul! —exclamó, asombrado, ansioso, vencido—. ¡El ratón azul! Fue hasta los cristales para mirar la ciudad gigantesca. Ordenada como un hormiguero apacible, sin prisa, lanzando a las calles, sin brusquedad, hombres, mujeres y niños. 
Las paredes y la alfombra de la torre absorbían ruidos. El silencio era el símbolo del avance de la tecnología. En un alto asiento, casi como un trono, estaba el muñeco de trapo. 
—¡Los médicos! —dijo Randaro Gor. Y pensó: “¡Desde siempre ha habido en toda esta aparente perfección, una falla fundamental! ¿Cuál ha sido?”. El robot Todopoderoso apretó un botón en un tablero circular que giraba lentamente. En el detector seguía anunciándose la extraña presencia de un intruso. Randaro Gor pensaba: “Es el ratón, es el ratón, pero, ¿cómo?...” Lo interrumpió una voz:
 —Randaro Gor, lo esperamos... Randaro Gor descendió por una escalera rodante sin hacer el menor esfuerzo. 
Los médicos temían a Randaro Gor. Sabían que únicamente eran necesarios en caso de accidente. Las enfermedades eran leves, escasas, y cualquiera podía medicarse. Se tendió en un lecho. Varios médicos lo observaban en silencio esperando que Randaro Gor hablara. Puedo morir —dijo—, porque me ha mordido un ratón. Vino de los basurales que se incineran en un minuto, pero si el ratón ha podido sobrevivir allí años y años puede ser portador de algún microorganismo que no ataca al ser humano desde hace 1.000 años. No poseo anticuerpos para combatirlo. ¿Qué pueden hacer ustedes por mí? 
—Señor... —balbuceó uno de los médicos. 
—¡Nada, no pueden hacer nada! —se irritó Randaro Gor, pero sin destruir en la voz una esperanza que pedía una réplica reconfortante. 
—Hay que esperar, Randaro Gor —alentó el más venerable de los médicos—. 
Es posible que el ratón no sea portador de ningún antígeno. Pero podemos aplicarle una dosis preventiva de... 
—¡Cómo, preventiva! Ya es tarde. ¿Y preventiva contra qué? En nuestra memoria ya no existen recuerdos de virus ni de microbios que podrían ser atacados por drogas que no hemos tenido necesidad de poseer. Ustedes podrían recuperarme de una fractura, pero, ¿de qué otra cosa? Esperemos, esperemos... ¿Qué ocurriría con el robot si yo muriese? —¡Moriría él también!— El mundo es de nosotros y casi la inmortalidad nos pertenece, pero algo ha fallado en el punto de partida, en los comienzos. Porque si un solo microbio resucitara y surgiera de su misteriosa madriguera y lo atacase a usted, doctor, usted moriría, porque nuestra raza está indefensa desde el día que no necesitó estar en guardia contra nadie y contra nada. Tengo un payaso sonriente, pintarrajeado. No sé si lo creé yo y si logré conservarlo a través de los tiempos... 
—Sí, sí... lo hemos visto. Es hermoso. Y se nos ocurrió que era extraño, insólito, que usted lo tuviera .. . 
—¡Y que lo amase! ¡Oh, el amor hace débiles a los seres!— fue la expresión de un asombro. Randaro Gor se durmió con una triste sonrisa. Al día siguiente se sintió muy cansado. Después tuvo fiebre. Angustiados, los médicos no podían reanimarlo. Randaro Gor parecía estar liberado del temor, y hasta de la vida, porque decía para sí, con una obstinación que buceaba en las sombras en búsqueda de su presa: “Algo ha fallado desde siempre... ”. Randaro Gor desfallecía y de su flaqueza progresiva se erguía una superioridad que aumentaba a medida que disminuía su autoridad omnipotente. Como bandadas de pájaros juguetones pasaron por los renacidos recuerdos muchachas hermosas de tiendas sucumbidas en un tiempo remoto... 
El ratón se movía como un juguete en la torre. Y tenía hambre. 
Randaro Gor cerró los ojos y no pudo abrirlos más. Así murió. 
Y así terminó su comunicación con el robot Todopoderoso. Y el robot supo que Randaro Gor había muerto. Presa de la furia comenzó a dar puñetazos feroces en el tablero. El aire, afuera, variaba de color tumultuosamente. 
Salió de la torre que contenía los mandos supremos. El ratón vio, desde lo alto, la ciudad inmóvil. El aire, violeta, Un aire estático, eterno, definitivamente violeta hasta el fin de los tiempos. 
El robot caminaba por la calle, recta infinita, sumergiéndose en el horizonte poco a poco con un andar ridículo. Cómico. Pero todo lo demás había sido exterminado. No quedaba nadie vivo. Solamente el ratón. ¿Qué confines sin salida buscaba? ¿0 no buscaba nada? 
Le restaba un año de vida. Había elevado un brazo hasta el pecho, y entre sus dedos metálicos llevaba el muñeco de trapo, el sonriente payaso, y se aferraba a él como si alguien, sorpresivamente, pudiera arrebatárselo y lo protegía. Su figura brillante al fin fue devorada por la temblorosa lejanía. Desde lo alto el ratón miraba la ciudad inmóvil. Miraba. Miraba. Miraba.