Cuentos para ver

EL REY DEL MUNDO - Luis María Albamonte

Era el año 3124. Córdoba, la capital del mundo, vivía momentos de emoción. ¡Se había logrado construir una nave espacial que desarrollaba una velocidad de 200.000 kilómetros por segundo y se discutía acerca de cuál debería ser el objetivo de su primer vuelo. Por otra parte, la misión suponía sumo riesgo. Nunca, antes de ese portento técnico, se había logrado superar los 80.000 kilómetros por hora. Corrían leyendas en esos días. La tradición recordaba el desafío de Silas Newton al gobierno de Estados Unidos de América, allá por el año 1960, afirmando que el Pentágono tenía en su poder dos platos voladores, caídos a Tierra, y que de uno de ellos habían extraído un pequeño motor iónico, con el cual la Universidad de Berkeley pensaba lograr una réplica capaz de desarrollar velocidades increíbles. Silas Newton, profesor de la Universidad de Denver y director del Observatorio de Northwestern, nunca había tenido respuesta del gobierno norteamericano. Si ello tenía algo que ver con el progreso alcanzado en materia de naves espaciales era cosa que no se sabía, pero lo cierto era que la nave, bautizada como la Nave Luz, iba a realizar su vuelo inaugural.
El rey del mundo era Saba El Grande y tenía su palacio entre las sierras que relucían con numerosos colores, que cambiaban según mecanismos que sintonizaban automáticamente las exigencias del medio ambiente. Mantenían un tono uniforme de optimismo, de actividad, de necesidades espirituales, y satisfacían, eliminando dificultades, las exigencias de clorofila y osmosis de la vegetación, que era esplendorosa.
Saba El Grande resolvió que los tres sabios que poseían la suma del saber del mundo, se reunieran para decidir el destino del vuelo inaugural de la Nave Luz. No solamente eran sabios sin par: poseían los secretos del avance científico y técnico. Podían influir telepáticamente sobre las personas, inculcarles ideas, propósitos y fijarles objetivos. Ellos eran Heraldo Gómez, Franz Rudelmann e Igor Ruskoff. No tuvieron necesidad de discutir para llegar a la conclusión de que nada había más importante que el destino del ser humano.
-El ser humano sigue frustrado -dijo Heraldo Gómez- a pesar de la infinita bondad de Saba El Grande.
Franz Rudelmann opinó:
-La desaparición de muchas civilizaciones continúa siendo un misterio. Una civilización es la respuesta al desafío del medio.
-¿Y su muerte? -preguntó Igor Ruskoff-. Puedo puntualizar por qué nacen, viven y mueren los hombres y las plantas con certeza absoluta, pero una civilización, deduzco un poco subjetivamente, puede suicidarse por obra de sus errores nacidos tanto en la soberbia y en la ignorancia y no en las glándulas endocrinas. Recuerden la vida de las plantas aniquiladas por los gases tóxicos de los automotores y de las fábricas, y la vida del hombre abreviada por esos bárbaros inventos con fallas absurdas...
Terció Heraldo Gómez:
-El hombre quiere realizarse y no lo ha logrado jamás plenamente, porque no puede haber hombre realizado en una masa frustrada.
La conclusión unánime fue que la Humanidad estaba condenada desde su advenimiento, y que había que salvarla. Su evasión de la Tierra, rumbo a otros planetas, había llevado consigo los males que, allí también, iban a reproducir las lacras sociales que había padecido a lo largo de millares de años en este mundo. El hombre seguía siendo el mismo. Su mente, su alma, estaban penetradas de una remota, implacable, persistente realidad histórica, que durante incontables siglos había estado repitiendo las mismas cosas, entronizando mentiras como verdades, incapacitando al ser humano para realizarse con autenticidad, liberado de las subconscientes ataduras que lo ligaban a un destino de inevitable frustración. Lo mismo ocurría con la moral, en consecuencia. Lo que había que hacer, entonces, era rehacer la historia. Comenzarla de nuevo, desde el día 1 o desde un momento decisivo a partir del cual se podía formar hombres diferentes.
-¡Grecia lo hizo! -afirmó Igor Ruskoff- mediante su sistema educativo la Paideia. Logró soldados para su era heroica, trabajadores para su tiempo de producción y ordenadores ejemplares para cuando llegó la era de la institucionalización...
-Pero hubo muchas injusticias, horribles envidias y arbitrariedades en Grecia -dijo Franz Rudelmann.
-Necesitamos un hombre mejor para lograr una humanidad mejor. Y eso sólo se logrará como fruto de millares de años, de acción formativa, y no de mera labor informativa, cosa ésta que fue el bárbaro estigma de las civilizaciones que nos han precedido. Los griegos no pudieron ser mejores porque estuvieron precedidos de pueblos imperfectos, de civilizaciones sin grandeza integral, como lo fueron los sumerios, los fenicios, los egipcios...
Igor Ruskoff dijo:
-De acuerdo. Esta Humanidad del año 3124, a la que pertenecemos, necesita estar precedida de 3.000 años, al menos, de grandeza verdadera, para que el hombre logre su destino y no que viva deseándolo angustiosamente. Cristo no pudo porque era un hombre y no la Humanidad. Ni siquiera una civilización. Y fue débil porque se dejó abofetear y aconsejó poner la otra mejilla al agresor, y se dejó crucificar. El hombre de su tiempo necesitaba otro ejemplo. Cristo llegó tarde. No pudo evitar que emergieran de las tinieblas los maestros del mal, ya formados, que gobernaron el mundo.
-¡Eso es una herejía! -se asombró Heraldo Gómez-. ¿Supone usted que Dios se equivocó?
Y decidieron rehacer la historia.
Era fácil tarea. Pedirían al Rey del mundo, Saba El Grande, los autorizara a ser los tripulantes de la Nave Luz, y volarían hacia el pasado.
Si la voz de Julio César había sido escuchada en Roma 100 años antes de Cristo, teniendo en cuenta que el sonido corre en el aire a 1.200 kilómetros por hora, la Nave Luz sólo iba a necesitar 40 horas de vuelo para “alcanzarla” en su regreso al pasado, ya que estaba a 28.800 millones de kilómetros de distancia de aquel año 3124.
El Rey del mundo, Saba El Grande, aceptó la propuesta de los tres sabios, y designó capitán de la Nave Luz a Heraldo Gómez. Lo estimaba como filósofo, y pensó: “Un filósofo siempre está más cerca del hombre que un técnico”. Saba El Grande tenía un noble corazón.
La ciudad de Córdoba hizo una gran fiesta para despedir a los sabios. Un aire tibio corría alegremente entre los brillantes puentes aéreos y las naves, suspendidas a pocos metros de las calles, todas cubiertas de goma, de color verde, como si las praderas hubieran invadido la ciudad. Había hombres, mujeres y niños suspendidos también en el aire, como colibríes, sostenidos por minúsculos y silenciosos motores. Había muchos vehículos terrestres y aéreos, en movimiento, pero todo era silencio. Hasta que una algarabía resonó como un estallido de innumerables panderetas saludando la aparición de los tres sabios en la Estación Espacial.
La Nave Luz resplandecía como una esfera de oro, rematada por una pirámide de plata, cuyas caras se fundían con la esfera. Un changador llevaba el reducido equipaje: una valija. Se llamaba John Byrd.
-¿Tú aquí? -le espetó, sorprendido, agriamente, Franz Rudelmann-. ¡Basura! ¡Dame eso!
Y le arrebató la valija. Los Guardianes del Respeto a los Grandes, saltaron como felinos sobre John Byrd. Por solamente eso, ya tenía destino fijado: otra vez a la Ciudad de los Inferiores, en donde la gente vivía de la caridad de los buenos. Pero los Guardianes del Respeto a los Grandes se quedaron allí, inmóviles como estatuas, sujetando a John Byrd rudamente por las muñecas. No querían privarse del espectáculo de la partida de la Nave Luz.
Los tres sabios giraron sobre sí mismos, antes de ascender a la Nave Luz, para dar el saludo de despedida a la multitud. Lo único que vieron fue la mirada de odio feroz de John Byrd. Los tres la sintieron como una puñalada en el pecho.
Ascendieron y partieron. Silenciosamente.
-¿Qué le ocurrió a usted con ese hombre? -preguntó Heraldo Gómez.
-¡Es una basura! ¿No es eso suficiente?
-Pero...
-Bueno, carece de importancia. En realidad fue una tontera que me ocurrió hace años, cuando ambos éramos niños. Pero le guardo rencor. ¡Cosa extraña! Y me porté como un niño... No debí haber hecho lo que hice...
Heraldo Gómez tenía una rosa roja en una mano. Dijo:
-¡Cuán hechizante es! Huele a jazmín. Si muero quiero morir con esta rosa en las manos...
Llevaban la solución. Habían llegado a ella después de numerosas propuestas analizadas y desmenuzadas pacientemente, cuya síntesis es ésta: Akenatón tuvo posibilidades de ser el elegido, pero, a pesar de haber sido un revolucionario de estupendo coraje, derribando una multitud de dioses para entronizar a uno solo, se convirtió en un místico. Alejandro Magno fue demasiado impetuoso...
Darío, el persa, fue desechado porque la verdadera grandeza la exhibió en su muerte, y un gobernante tiene que vivir con grandeza y no solamente exhibirla en la muerte. Luciano de Samosata, demasiado fantasioso. Sócrates demasiado racionalista había terminado con los mitos que hicieron grande a Grecia. Además, había soportado a una esposa insufrible. Es verdad que Cicerón había dicho: “Catón es más grande que Sócrates porque de Sócrates se alaban los dichos y de Catón se alaban los hechos”. Pero Catón amaba más a Roma que a los hombres.
Pensaron en poetas: Píndaro era un mercenario. Teognis era aristocratizante. Tirteo llamaba a morir gloriosamente, pero jamás incitó a vivir con gloria. Los que habían vivido con reyes en sus palacios, como Anacreonte, protegido de Polícrates, tirano de Samos; Esquilo y Simónides integrantes de la corte de Hierón de Siracusa, y Filoxeno, mimado de Antígono, no fueron tenidos en cuenta porque, cautivadores de los hombres más poderosos de la Tierra, sólo se sirvieron de ellos para lucimiento personal.
Homero no fue invitado por reyes, pero careció de equilibrio: desechó los halagos y las riquezas de los monarcas y buscó la fama. Hesíodo, tampoco buscado por los reyes, hizo mucho por Grecia convocando al pueblo para trabajar, pero sólo encontró la suprema virtud, la areté, en el trabajo, en el sudor, en la fatiga. Le faltó visión panorámica. Vio al hombre en una sola faceta.
No era fácil encontrar al hombre al cual se podía entregar el poder y, con él, cambiar el curso de la historia.
¿Y los reformadores sociales famosos? Dracón, muy rudo, Licurgo, grande pero iluso. Solón, sabio pero fuera de época: demasiado avanzado. Además, ningún reformador social ha terminado bien.
¿Y San Pedro? Hay que estar más en la Tierra que en el Cielo. Tal vez evitando la muerte de Julio César... No.
Julio César era muy sensible a la ambición. Pompeyo, entonces. Pompeyo carecía de suerte. ¡Sertorio, he ahí un grande de verdad! Pero fue un romano luchando contra romanos y envió a Mario a combatir contra el cónsul Lóculo en ayuda del persa Mitrídates. ¡Espartaco! ¡El esclavo liberado! Conocía el dolor, la injusticia y era un libertador de hombres y de pueblos. ¡Pudo haber sido un gran emperador! ¡Hubiera sido tan fácil, retrasando a Pompeyo y evitando el triunfo de Craso! Tampoco Espartaco porque, decidieron los sabios, no habría podido evitar que lo rodearan los rencorosos, los resentidos. ¿Y el gran Agesilao, rey de Esparta? Demasiado obediente, ¡fue por eso que no conquistó el mundo! El enternecedor Marco Aurelio, que erigió un templo a la Bondad cometió una ingenuidad: quiso salvar un imperio que se derrumbaba. Admirable, pero inútil. ¿Y Foción, el ateniense, 45 veces general de los ejércitos griegos en combate, y tuvo que pedir prestado el dinero para comprar la cicuta con cuya infusión fue condenado por su ciudad a morir? No, él no. Porque, ¿cuánto necesitaba Foción para ser el dueño de Grecia si tuvo 45 oportunidades para imponer sus virtudes y no lo logró?
Al fin decidieron ver y elegir.
Ningún hombre, de los muchos que habían gobernado, era elegible, porque ellos no habían podido impedir los males que había padecido la Humanidad. Y, en algunos casos, los habían generado.
Pero Igor Ruskoff insistió con otro candidato, inesperado:
-Tal vez el alquimista chino Wei Poyang, quien, 120 años antes de Cristo, se internó en las montañas de Kiangsu para experimentar en un perro una pócima en busca de la inmortalidad. Si el perro moría el elixir no servía. Se la administró a un perro y el perro murió instantáneamente. Y Wei Poyang dijo a sus tres discípulos que lo acompañaban: “Todo lo abandoné para venir aquí. ¿Cómo podría regresar, ahora, sin avergonzarme, a mi hogar, a mis amigos, a mi ciudad, fracasado mi propósito de alcanzar la hisien (inmortalidad)?”. Bebió el elixir y murió en el acto...
Tampoco él hubiera sido el Gran Gobernante. Si bien buscaba la inmortalidad y el estado de gracia con el triunfo de las virtudes morales, habría sido más meritorio morir luchando en favor de uno solo de los millones de chinos desamparados de entonces. Los alquimistas eran una élite. Y hermética.
-Todo lo contrario de lo que buscamos -remató Heraldo Gómez quien, sin embargo, simpatizaba con los alquimistas.
El Cosmos parecía una noche inmensa con millares de ojos mirando fijamente. Otras luces multicolores corrían por el Espacio. Las naves interplanetarias iban y venían por caminos que les pertenecían con exclusividad, porque iban rodeadas de campos magnéticos que rechazaban la proximidad excesiva de otras naves. Los choques eran imposibles.
En las pantallas de televisión que había en la Nave Luz se veían los programas trasmitidos desde Marte, la Luna y otros planetas. Pero los tres sabios estaban como desprendidos del Presente. Iban hacia el Pasado. Pronto comenzaron a captar voces pretéritas, remotas en el tiempo:
Consiento en seguir viviendo para poder escribir las grandes hazañas que hemos realizado juntos.
-¡Ese es Napoleón, después de Waterloo, despidiéndose de sus soldados, rumbo al destierro! -dijo entusiasmado Igor Ruskoff.
-Pero no escribió ni una línea de lo prometido -agregó Franz Rudelmann.
El tiempo transcurría sin ser sentido en la hechizante aventura.
Y otras voces: Han asestado un golpe mortal a la dignidad del hombre inventando esas infernales armas de fuego que matan a distancia: ya no hará falta coraje para combatir...
-¡Ese es Rolando, el bravo, repudiando a los fusiles! -dijo Heraldo Gómez.
Y otras: Toma este caballo para combatir. Y la respuesta altiva: Si vencemos tendremos todos los caballos del enemigo. Si somos vencidos no me hará falta.
-¡Es la respuesta dignísima del esclavo Espartaco frente a las tropas romanas que, minutos después lo vencieron!- dijo con emoción Franz Rudelmann.
Y otra voz: Dar un golpe y desaparecer. Aparecer sorpresivamente y esfumarse inesperadamente. Así venceremos a Sila, y a cualquier otro poderoso.
-Ese es Sertorio, inventor de las guerrillas tácticas, planificadas -recordó Igor Ruskoff.
No lloréis: admiradle. Prestado por los dioses a su Pueblo ha regresado al seno de los dioses.
Heraldo Gómez dijo:
-Esa es la tardía justicia que le hicieron los romanos a Marco Aurelio en sus exequias. Siempre fue igual...
¡Amaos los unos a los otros!
-¡Esa es la dulcísima voz de Jesús! -volvió a decir Heraldo Gómez.
Las voces parecían un rumor de enjambre de abejas alborotadas pero el Selector Automático captaba las precisas de acuerdo con la sensibilidad de los tres sabios.
Ese hombre que tú dices ser más grande que yo, ¿cómo puede serlo si no es más justo?
-Es la asombrada respuesta de Agesilao... -aclaró Igor Ruskoff.
-Era justo, sí, pero no era generoso -agregó Franz Rudelmann.
¡Pega, pero escucha!
-Es Temístocles, dirigiéndose a Euribíades, antes de la batalla de Salamina -dijo Heraldo Gómez-, cuando Euribíades levantó su látigo para pegar al ateniense que quería librar combate con los persas en el mar, y el agresivo general quería hacerlo por tierra. Se hizo por mar, y tuvo razón Temístocles: destruyó a los persas.
Estoy disgustado contigo porque escribes y difundes enseñanzas que el vulgo aprende. Entonces, ¿qué cosas podré hacer yo de excepcionales si capacitas a otros para realizarlas?
-Esa es la irritación, egoísta y mezquina, de Alejandro Magno contra Aristóteles -dijo Igor Ruskoff.
Y otra voz: Las cosas tienen que estar al servicio del hombre y no el hombre al servicio de las cosas.
-¡Ese es Solón!
Y otra: Las dos peores plagas de la humanidad son la pobreza y la riqueza.
-¡Ese es Licurgo!
Era un viaje como en el interior de un cilindro que brillaba como jamás hubieran creído que podía brillar alguna cosa. A veces les parecía que el cilindro se estrechaba, y entonces tenían la sensación de que la Nave Luz era una bala saliendo del caño de su fusil a una velocidad alucinante. Y se mareaban. Era un instante fugaz. El detector de irregularidades les devolvía inmediatamente el equilibrio. Después, el reluciente cilindro se ensanchaba y habían muchos colores, y los tres sabios estaban como sentados en sillones muy cómodos, inmóviles en el espacio, en tanto otras cosas pasaban y pasaban: árboles, caballos, ovejas, casas aisladas, hombres, ciudades, barcos con muchos remeros...
Habían transcurrido muchas horas.
Decidieron desandar parte del recorrido. Heraldo Gómez dijo:
-Hay unas palabras que hemos dejado atrás.
En seguida volvieron a escucharlas: Mira, ¡Talía!, las ovaciones que trajo al héroe la honrosa lid. Cantar a Asópico mi lira quiere...
-¡He aquí a Píndaro cantándole al niño Asópico, vencedor en la Olimpíada 76, 476 años antes de Cristo. Y Píndaro está cantando en el templo de las Gracias, en Orcómeno, ciudad de Beocia, en donde nació el niño Asópico, triunfador olímpico en la carrera pedestre -puntualizó Heraldo Gómez-. ¡Ese es el niño que conviene! No podemos elegir a un hombre. Tenemos que escoger un niño que se forme en un clima de grandeza y de sabiduría. Descendamos.
Asópico era esbelto. Su gloria no cabía en Orcómeno. Hombres, mujeres y niños eran sus seguidores. Pero nada de eso le conformaba. Ni le era útil. Asópico quería ir al río Cefiso a pescar, bordeado de árboles de reducida talla y de copas anchas, como sombreros de grandes alas.
Los tres sabios se confundieron entre los de Beocia. Sabían que Asópico era sano, fuerte, abnegado, de nobles sentimientos, con ansias de grandeza, de saber y de ostentar el poder para pacificar y echar las semillas del bien, del amor y de la solidaridad en los surcos fértiles de los corazones humanos. La historia no tenía de Asópico ningún otro rastro que no fuera el de su triunfo, cuando niño, en la Olimpíada 76. Después, había desaparecido devorado en la vida simple, víctima él mismo de la ignorancia, sometido por padres sin ambiciones nobles. Cuando hombre, lo vieron los tres sabios ojeando el Pasado. Asópico fue pastor. Se sentaba bajo los olivos y añoraba su gloria conquistada en Olimpia, en cuyo templo había visto la estatua de Zeus, hecha en oro y marfil, con una leyenda al pie, en la base, que decía: “Yo soy obra de Fidias, hijo de Carmide, el ateniense”. Y había honrado al dios.
Viendo transcurrir las aguas del Cefiso, escuchaba que alguien le recordaba que un beocio, Tzofonio, que había sido hombre como él, y de su misma tierra, había pasado a la categoría de dios, y le habían levantado una ciudad a su memoria, Lebodea. Entonces, se le llenaban de lágrimas los ojos, no sabía bien por qué, pero, después adivinaba que era porque su gloria se marchitaba como las flores silvestres del campo en donde pacían sus corderos. Pero se hechizaba cuando un pastor más viejo le contaba que entre Atenas y Caristo de Eubea los griegos habían vencido a los persas en Maratón, y allí cerca, en la gloriosa Platea, se levantaban las tumbas de los beocios como Asópico, que habían muerto combatiendo, y estaban sus nombres, inclusive la tumba de Milcíades, y que de noche se escuchaban cosas horribles: gritos de hombres heridos, voces valerosas de aliento, el relincho de los caballos fogozos, los choques de las espadas y de las lanzas y de los escudos levantando un rumor estremecedor, y que era peligroso ir allá, solamente para escuchar, porque el curioso que oyese todo eso sería alcanzado por la maldición de los démones.
A Asópico lo mordió una víbora, pequeña como una lombriz, y de ello murió. No tuvo historia. Apenas un cántico de Píndaro y una pequeña estatua en su ciudad, de la que tampoco había recuerdo.
Entonces, había que cambiar su destino.
Heraldo Gómez dijo:
-Faltan 6 años para que nazca Sócrates, pero Pericles tiene 19 años. Y Sófocles, 20. Pericles llamará a Asópico para hacerle su amigo e inculcarle la parte más positiva y realista de las enseñanzas de Solón y Licurgo. Y aprenderá de Sócrates, en la madurez. Tiene que exaltar la dignidad humana liberándola de torpes ataduras y de la mezquindad que la ha empequeñecido.
Proyectaron sobre Asópico los Rayos de la Convicción, y Asópico dijo, flamante vencedor de las Olimpíadas:
-¡Mi premio más deseado sería ser protegido de Pericles! -y no sabía, en realidad, por qué lo deseaba, si sólo había oído hablar de Pericles como de un muchacho de una familia influyente.
Y en Atenas los sabios lo proyectaron sobre Pericles, quien dijo a sus amigos:
-Tenemos que traer de Beocia al niño Asópico para que viva entre nosotros. Será un buen premio para él...
El joven Pericles pensó, alentado por una fuerza extraña: “Tiene que ser el jefe de Atenas”.
La Nave Luz, invisible a voluntad de sus pilotos, reinició el regreso a la Tierra. Igor Ruskoff dijo:
-La ida al Pasado y el regreso a la Tierra, solamente habrá signficado un viaje de 8 horas. Pero en la Tierra habrán transcurrido 5 años.
La impaciencia los mantuvo despiertos, ansiosos por llegar.
A medida que la Tierra fue haciéndose visible y descubrían las viviendas esféricas, los puentes aéreos, la veloz carrera de las naves por invisibles y exclusivos andariveles magnéticos, y veían suspendidos en el aire a los niños, como colibríes, sostenidos por silenciosos motores, y vieron la Estación Espacial, y Córdoba, en su plenitud de máquinas laboriosas y de personas ociosas, y las sierras pintadas con combinaciones de colores benéficas para la salud y el espíritu, y el mismo palacio del Rey del Mundo que habían dejado al partir, Franz Rudelmann se estremeció, y dijo, angustiado:
-¡Nada ha cambiado!
-¡Todo está igual! -agregó Igor Ruskoff.
-¿Habrá fallado algo? -meditó Heraldo Gómez.
Cuando la Nave Luz se asentó suavemente en la Estación Espacial no los esperaba la multitud que habían imaginado. Fueron recibidos por el ilustrado profesor Adán Raggio, que ninguno de los tres sabios conocía.
-¡Bienvenidos, después de 5 años de ausencia!
-¿Qué ocurrió con Pericles? -preguntó Heraldo Gómez- Pericles... el gran ateniense del Siglo de Oro...
-¿Pericles? -dudó el ilustrado profesor Adan Raggio-. ¡Ah, sí, fue por poco tiempo un influyente personaje de Atenas! En su tiempo fue Asópico el gran gobernante. ¡De Asópico es obra el Siglo de Oro!
-Pero... -se atrevió Franz Rudelmann, como tanteando en las sombras-, hubo una guerra y Esparta sojuzgó a Atenas...
-¡Exactamente al revés! -dijo el ilustrado profesor Adan Raggio, un poco molesto por la ignorancia que trasuntaba la pregunta-. Atenas sojuzgó a Esparta por obra de la sabiduría y el genio de Asópico, que fue el más grande hombre de la antigüedad.
-¿Y Julio César? -preguntó Igor Ruskoff.
-¡Un muchacho parrandero! Se quedó en eso. No tuvo destino. Hay noticias de él porque fue pariente de Régulo...
-¿Régulo?
-Sí, el conquistador de las Galias y de Europa, hasta Gran Bretaña   
-¿Y Pompeyo? -preguntó Heraldo Gómez.
-¡Un buen general, y ambicioso! -dijo el ilustrado profesor Adan Raggio-. Llegó a cónsul, y nada más. Murió de viejo en Tuscula...
-¡Lo asesinaron en Africa cuando huía de Julio César! -quiso rectificar Franz Rudelmann.
El ilustrado profesor Adan Raggio soltó una carcajada y dijo:
-¡Jamás hubo tal conflicto entre ellos!
-¿Y Napoleón Bonaparte? -quiso saber Heraldo Gómez.
-¿Napoleón Bonaparte? -repitió el ilustrado profesor - No sé quién es...
-Célebre en el siglo XIX... -lo ubicó Igor Ruskoff.
-Ese fue el siglo del dueño de Europa: Albamonte, un remoto apellido nacido al pie del altar levantado a Júpiter por los fundadores de Roma, en donde le rendían homenaje al dios en el Monte Albano... Terminó mal.
-¿Y George Washington? -insinuó Heraldo Gómez.
-Un político norteamericano de segundo orden. Buen militar. Fue Joe Dalton quien forjó la independencia de Estados Unidos, aquel país que dominó al mundo en el siglo XX...
Heraldo Gómez hizo la última pregunta:
-¿No nos espera el Rey del Mundo, Saba el Grande?
El ilustrado profesor Adan Raggio se sorprendió. Parecía ofendido. Dijo secamente:
-¡El Rey del Mundo es John Byrd!
No hubo tiempo para la sorpresa. El Rey del Mundo, John Byrd, avanzó con su séquito hacia los tres sabios. Y ellos vieron en los ojos de John Byrd el odio feroz que había brillado en la partida, sujetado rudamente por los Guardianes del Respeto a los Grandes. Dijo:
-Este es, en verdad, un acontecimiento muy trascendente de nuestra historia. ¡Muchas gracias, señores, por lo que habéis hecho! Pero vosotros sabéis demasiado y en la vida sólo hay que saber lo suficiente. ¡Vosotros moriréis, para bien de la Humanidad, y la Nave Luz será inmediatamente destruida!
Igor Ruskoff alcanzó a decir:
-¡Solamente hemos cambiado el nombre de las personas! Lo demás, siguió siendo igual. ¡El hombre es siempre el hombre!
El Rey del Mundo, John Byrd, extrajo de una manga de su túnica, amarilla como el oro, un arma como una lapicera. Apuntó primero a Franz Rudelmann, los ojos llenos de puñales de odio, y partió un rayo azul. Después apuntó a los otros dos. Cayeron fulminados. Muertos. Heraldo Gómez tenía entre las manos, fresca, lozana, como recién cortada de la planta, la rosa roja con olor a jazmín.
El Rey del Mundo, John Byrd, dio media vuelta y se fue seguido de su séquito. Un maletero de la Estación Espacial se acercó a los tres muertos. Los miró. Jamás los había visto. Pero hubiera querido llorar, conmovido. El jefe de los Maleteros gritó, rudamente:
-¡Eh Saba! ¡Deja eso y atiende tu trabajo!
Saba tenía un noble corazón.