Cuentos para ver

MENSAJERO DEL FUTURO - Poul Anderson

Nos conocimos por cuestión de negocios. La firma de Michaels deseaba abrir una sucursal en la parte exterior de Evanston y descubrió que yo era propietario de algunos de los terrenos más prometedores. Me hicieron una buena oferta, pero no cedí; la elevaron y permanecí en mi actitud. Por fin, el director en persona se puso en contacto conmigo. No era en absoluto como me lo esperaba. Agresivo, por supuesto, pero de un modo tan cortés que no ofendía, sus maneras eran tan correctas que difícilmente se advertía su falta de educación formal. De todas formas, estaba remediando con gran rapidez esta carencia con clases nocturnas, cursillos de ampliación y una omnívora lectura.

Salimos para beber algo mientras discutíamos el asunto. Me condujo a un bar que no parecía de Chicago: tranquilo, raído, sin tocadiscos, sin televisión, con un anaquel de libros y varios juegos de ajedrez, sin ninguno de los extravagantes parroquianos que usualmente infestan tales lugares. Fuera de nosotros, había solamente media docena de clientes, un prototipo de profesor egregio entre los libros, varias personas que hablaban de política con cierta objetiva pertinencia, un joven que discutía con el camarero si Bartok era más original que Schoenberg o viceversa. Michaels y yo encontramos una mesa en un rincón y algo de cerveza danesa.

Expliqué que no me importaba el dinero, y que me oponía a que una excavadora estropease algún campo agradable con el pretexto de erigir todavía otro cromado bloque de casas. Michaels llenó su pipa antes de contestar. Era un hombre delgado y erguido, de pronunciada barbilla y nariz romana, cabello grisáceo, ojos oscuros y luminosos.

—¿No se lo explicó mi representante? —dijo—. No estamos proyectando viviendas en serie para conejos. Tenemos previstos seis diseños básicos, con variaciones, para situar en una disposición… así.

Sacó lápiz y papel y empezó a dibujar. Mientras hablaba, aumentó la inflexión de voz, pero la fluidez persistió. Y supo explicar sus propósitos mejor que sus enviados. Me dijo que estábamos en la mitad del siglo veinte y que, no por ser prefabricado, un núcleo de viviendas dejaba de ser atractivo; podía incluso lograr una unidad artística. Procedió a mostrarme el sistema.

No me presionó con demasiada insistencia, y la conversación se desvió hacia otros puntos.

—Agradable lugar —observé—. ¿Cómo lo descubrió?

Se encogió de hombros.

—Frecuentemente doy vueltas por ahí, sobre todo de noche. Explorando.

—¿No resulta un poco peligroso?

—No en comparación —dijo con una sombra de temor.

—Uh… Tengo entendido que usted nació aquí…

—No. No llegué a los Estados Unidos hasta 1946. Era lo que llamaban un PD, una persona desplazada. Me convertí en Thad Michaels, porque me cansé de deletrear Tadeusz Michalowski. Y decidí prescindir de sentimentalismos patrioteros. Sé adaptarme con rapidez.

Pocas veces habló acerca de sí mismo. Obtuve posteriormente algunos detalles de su precoz encumbramiento en los negocios a través de admirados y envidiosos competidores. Algunos de ellos no creían aún que fuese posible vender con beneficio una casa con calefacción radiante, por menos de veinte mil dólares. Michaels había descubierto cómo hacerlo posible. No estaba mal para un pobre inmigrante.

Indagué y descubrí que había sido admitido con visado especial, en consideración a los servicios prestados al ejército de los Estados Unidos en las últimas jornadas de la guerra en Europa. En ellos demostró tanto nervio como perspicacia.

Mientras, nuestro trato se desarrolló. Le vendí el terreno que deseaba, pero continuamos viéndonos, a veces en la taberna, a veces en mi apartamento de soltero, con más frecuencia en su ático a orillas del lago. Tenía una hermosa mujer rubia y un par de hijos brillantes y bien educados. Con todo, era un hombre solitario, por lo que le proporcioné la amistad que necesitaba.

Un año, más o menos, después de nuestro primer encuentro, me contó su historia.

Me había invitado otra vez a cenar el día de acción de gracias. En la sobremesa nos sentamos para hablar. Y hablamos. Después de considerar desde las probabilidades de que surgiese una sorpresa en las próximas elecciones de la ciudad hasta las de que otros planetas siguieran un curso en su historia idéntico al nuestro, Amalie se excusó y se fue a dormir. Esto ocurrió mucho después de la medianoche. Michaels y yo continuamos hablando. Nunca le había visto tan excitado. Era como si ese último tema, o alguna palabra en particular, le hubiese abierto algo nuevo. Finalmente se levantó, volvió a llenar nuestros vasos de whisky con un movimiento un tanto inseguro, y cruzó la sala de estar silencioso sobre la gruesa alfombra verde hasta la ventana.

La noche era clara y profunda. Desde lo alto contemplamos la ciudad, líneas, tramas y espirales de brillantes colores —rubí, amatista, esmeralda, topacio— y la oscura extensión del lago Michigan; casi parecía que pudiésemos vislumbrar infinitas y blancas llanuras más allá. Pero sobre nosotros se abovedaba el cielo, negro cristal, donde la Osa Mayor se apoyaba en su cola y Orión daba grandes zancadas a lo largo de la Vía Láctea. No veía a menudo un espectáculo tan grandioso y sobrecogedor.

—Después de todo —dijo—, sé de lo que estoy hablando.

Me agité, hundido en mi sillón. El fuego del hogar arrojó pequeñas llamas azules. Una simple lámpara iluminaba la habitación de suerte que podía vislumbrar haces de estrellas también desde la ventana. Me arrellané un poco.

—¿Personalmente?

Se volvió hacia mí. Su rostro estaba rígido.

—¿Qué dirías si te respondiese que sí?

Sorbí mi bebida. Un King’s Ransom es una noble y confortante mezcla, en especial cuando la misma Tierra adquiere un aire glacial para entonar.

—Supongo que tienes tus razones y esperaría para ver cuáles son.

Esbozó una media sonrisa.

—No te preocupes, también soy de este planeta —aclaró—. Pero el cielo es tan grande y extraño… ¿No crees que esto afectará a los hombres que vayan allí? ¿No se deslizará dentro de ellos y lo traerán en sus huesos al regresar? ¿La Tierra será la misma después?

—Sigue. Ya sabes que me gustan las fantasías.

Miró fijamente al exterior, luego se volvió, y súbitamente se tragó de un golpe su bebida. Este gesto violento no era propio de él. Pero había traicionado su perplejidad.

—Muy bien, entonces te contaré una fantasía. Es una historia invernal, muy fría, así que quedas advertido para no tomarla en serio —declaró ásperamente.

Di una chupada a mi excelente cigarro y esperé con el silencio que él deseaba.

Paseó unas cuantas veces arriba y abajo ante la ventana, con la vista en el suelo, llenó su vaso de nuevo y se sentó a mi lado. No me miró a mí sino a una pintura que colgaba de la pared, un objeto sombrío e ininteligible que a nadie gustaba. Esto pareció confortarle, pues empezó a hablar, rápida y quedamente.

—Dentro de mucho, mucho tiempo en el futuro, existe una civilización. No te la describiré, porque no sería posible. ¿Serías capaz de volver al tiempo de los constructores de las pirámides egipcias y hablarles de la ciudad en que vivimos? No pretendo decir que te creerían; por supuesto que no lo harían, pero eso es lo de menos. Quiero decir que no comprenderían. Nada de lo que dijeras tendría sentido para ellos. Y la forma en que la gente trabaja, piensa y cree sería aún menos comprensible que esas luces, torres y máquinas. ¿No es así? Si te hablo de habitantes del futuro que viven entre grandes y deslumbradoras energías, o de variables genéticas, de guerras imaginarias, de piedras que hablan, tal vez te hicieras una idea, pero no entenderías nada. Sólo te pido que pienses en los millares de veces que este planeta ha girado alrededor del Sol, en lo profundamente ocultos y olvidados que vivimos, en fin, en que esta civilización piensa según normas tan extrañas que ha ignorado toda limitación de lógica y ley natural, y ha descubierto medios para viajar en el tiempo. El habitante común de esa época (no puedo llamarle exactamente un ciudadano, cualquier expresión resultaría demasiado vaga), un tipo medio, sabe de un modo vago e indiferente que, milenios atrás, unos individuos semisalvajes fueron los primeros en desintegrar el átomo. Pero uno o dos miembros de esta civilización han estado realmente aquí, han caminado entre nosotros, nos han estudiado, han levantado y unido un archivo de información para el cerebro central, por llamarlo de alguna manera. Nadie más se interesa por nosotros, apenas más de lo que pueda interesarte la primitiva arqueología mesopotámica. ¿Comprendes?

Bajó su mirada hacia el vaso en su mano y la mantuvo allí, como si el whisky fuese un oráculo. El silencio aumentó. Al fin dije:

—Muy bien. En consideración a tu historia, aceptaré la premisa. Imaginaré viajeros en el tiempo, invisibles, dotados de ocultación y demás. Pero no creo que desearan cambiar su propio pasado.

—Oh, no hay peligro en ello —aseguró—. La verdad es que no podrían enterarse de mucho explicando por ahí que venían del futuro. Imagina.

Reí entre dientes.

Michaels me dirigió una mirada sombría.

—¿Puedes adivinar qué aplicaciones puede tener el viaje en el tiempo, aparte de la científica?

—Por ejemplo, el comercio en objetos de arte o recursos naturales. Se puede volver a la época de los dinosaurios para conseguir hierro, antes de que el hombre aparezca y agote las minas más ricas —sugerí.

Meneó la cabeza.

—Sigue pensando. ¿Se contentarían con un número limitado de figurillas de Minoan, jarrones de Ming, o enanos de la Hegemonía del Tercer Mundo, destinadas principalmente a sus museos, si es que «museo» no resulta una palabra demasiado inexacta? Ya te he dicho que no son como nosotros. En cuanto a los recursos naturales ya no necesitan ninguno, producen los suyos propios.

Se detuvo, como tomando aliento. Luego:

—¿Cómo se llamaba esa colonia penal que los franceses abandonaron?

—¿La Isla del Diablo?

—Sí, ésa fue. ¿Puedes imaginar mejor venganza sobre un criminal convicto que abandonarlo en el pasado?

—Pensaba que estarían por encima de cualquier concepto de venganza, o de técnicas de disuasión. Incluso en este siglo, sabemos que no dan resultado.

—¿Estás seguro? —preguntó sosegadamente—. ¿No se da junto con el actual desarrollo de la penalización incremento paralelo del crimen mismo? Te asombraste, hace algún tiempo, de que me atreviese a caminar solo de noche por las calles. Además, el castigo es como una catástasis de la sociedad en su conjunto. En el futuro, te explicarán que las ejecuciones públicas, reducen claramente la proporción de crímenes que, de otro modo, sería aún mayor. Y lo que es más importante, esos espectáculos hicieron posible el nacimiento del verdadero humanitarismo del siglo dieciocho —alzó una sardónica ceja—. O así lo pretenden en el futuro. No importa si tienen razón, o si racionalizan solamente un elemento degradado en su propia civilización. Todo lo que necesitas comprender es que envían a sus peores criminales al pasado.

—Poco amable para con el pasado —comenté.

—No, realmente no. Por una serie de razones, incluyendo el hecho de que todo cuanto hacen suceder ha sucedido ya… Nuestro idioma no sirve para explicar estas paradojas. En primer lugar, debes reconocer que no malgastan todo ese esfuerzo en delincuentes comunes. Hay que ser un criminal muy fuera de lo corriente para merecer el exilio en el tiempo. El peor crimen posible, por otra parte, depende de cada momento particular en la historia del mundo. El asesinato, el bandolerismo, la traición, la herejía, la venta de narcóticos, la esclavitud, el patriotismo y todo lo que quieras, en unas épocas han merecido el castigo capital, han sido consideradas en otras con indulgencia, y en otras todavía ensalzados positivamente. Continúa pensando y dime si no tengo razón.

Le miré por algún tiempo, observando cuán profundamente marcados estaban sus rasgos y pensé que para su edad no debería mostrar tantas canas.

—Muy bien —admití—. De acuerdo. Ahora bien, poseyendo todo ese conocimiento, un hombre del futuro no pretendería…

Dejó el vaso con perceptible fuerza.

—¿Qué conocimiento? —exclamó vivamente—. ¡Utiliza tu cerebro! Imagínate que te han dejado desnudo y solo en Babilonia. ¿Qué sabes de su lenguaje o de su historia? ¿Quién es el actual rey? ¿Cuánto tiempo reinará? ¿Quién le sucederá? ¿Cuáles son las leyes y costumbres que se deben obedecer? No te olvides de que los asirios o los persas o alguien han de conquistar Babilonia. ¿Pero cuándo? ¿Y cómo? ¿Esa guerra es un mero incidente fronterizo o una lucha sin cuartel? En este último caso, ¿ganará Babilonia? De lo contrario, ¿qué condiciones de paz serán impuestas? No encontrarías ahora ni veinte hombres capaces de contestar esas preguntas sin consultar un manual. Y no eres uno de ellos, ni dispones de un manual.

—Creo —dije lentamente—, que me dirigiría al templo más próximo, en cuanto conociese lo suficiente el idioma. Le explicaría al sacerdote que puedo hacer… no sé… fuegos artificiales…

Se rió con escaso júbilo.

—¿Cómo? Acuérdate, estás en Babilonia. ¿Dónde encuentras azufre o salitre? En el caso de que consigas por medio del sacerdote el material y los utensilios necesarios ¿cómo compondrás un polvo que realmente haga explosión? Eso es todo un arte, amigo mío. ¿No te das cuenta de que ni siquiera podrías obtener un trabajo como estibador? Fregar suelos sería ya mucha suerte. Esclavo en los campos, ese sería tu destino más lógico. ¿No es cierto?

El fuego empezó a debilitarse.

—Perfectamente —asentí—. Es verdad.

—Escogieron la época con cuidado. —Miró a su espalda, hacia la ventana. Desde nuestros sillones, la reflexión en el cristal borraba las estrellas, de modo que únicamente podíamos ver la noche.

—Cuando un hombre es sentenciado al destierro —explicó—, todos los expertos deliberan para establecer qué períodos, según sus especialidades, serían más apropiados para él. Es fácil comprender que ser abandonado en la Grecia de Homero resultaría una pesadilla para un individuo delicado e intelectual, mientras que uno violento podría pasarlo bastante bien, incluso acabar como un respetado guerrero. Podría encontrar su puesto junto a la antecámara de Agamenón, y tu única condena serían el peligro, la incomodidad y la nostalgia.

Se puso tan sombrío, que intenté calmarle con una observación seca:

—El convicto tendrá que ser inmunizado contra todas las enfermedades antiguas. En caso contrario el destierro significaría únicamente una elaborada sentencia de muerte.

Sus ojos me escrutaron nuevamente.

—Sí —dijo—. Y por supuesto el suero de la longevidad está todavía activo en sus venas. Sin embargo, eso es todo. Se le abandona en un lugar no frecuentado después de oscurecer, la máquina se desvanece, queda aislado para el resto de su vida. Lo único que sabe es que han escogido para él una época con… tales características… que esperan que el castigo se ajustará a su crimen.

El silencio cayó una vez más sobre nosotros, hasta que el tic-tac del reloj sobre la chimenea llegó a ser obsesionante, como si todos los demás sonidos se hubiesen helado hasta extinguirse en el exterior. Di un vistazo a la esfera. La noche acababa; pronto el Este se aclararía.

Cuando me volví, todavía estaba observándome con desconcertante intención.

—¿Cuál fue tu crimen? —pregunté.

No pareció cogerle de improviso, dijo solamente con hastío:

—¿Qué importa? Te dije que los crímenes de una época son los heroísmos de otra. Si mi intento hubiese tenido éxito, los siglos venideros habrían adorado mi nombre. Pero fracasé.

—Muchas personas deben haber resultado perjudicadas —dije—. Todo un mundo te habrá odiado.

—Bien, sí —admitió. Pasó un minuto—. Ni que decir tiene que esto es una fantasía. Para pasar el rato.

—Seguiré tu juego —sonreí.

Su tensión se suavizó un poco. Se inclinó hacia atrás, con las piernas extendidas a través de la magnífica alfombra.

—Sea. Considerando la magnitud de la fantasía que te he contado, ¿cómo has deducido la importancia de mi pretendida culpa?

—Tu vida pasada. ¿Cuándo y dónde fuiste abandonado?

—Cerca de Varsovia, en agosto de 1939 —dijo, con una voz tan helada como jamás la he oído.

—No creo que te interese hablar acerca de los años de guerra.

—No, en absoluto.

Sin embargo, prosiguió poco después como para desafiarme:

—Mis enemigos se equivocaron. La confusión que siguió al ataque alemán me ofreció una oportunidad para escapar a la vigilancia de la policía antes de que me internasen en un campo de concentración. Gradualmente me enteré de cuál era la situación. Por supuesto, no podía predecir nada. Ni puedo ahora; únicamente los especialistas conocen, o se interesan, por lo que sucedió en el siglo veinte. Pero cuando me hube convertido en un recluta polaco dentro de las fuerzas alemanas, comprendí quienes serían los vencidos. Me pasé entonces a los americanos, les expliqué lo que había observado, y llegué a trabajar como espía para ellos. Era peligroso, pero no mucho más de lo que había ya superado. Luego vine aquí; el resto de la historia no tiene ningún interés.

Mi cigarro se había apagado. Lo volví a encender, pues cigarros como los de Michaels no se encontraban todos los días. Se los hacía enviar por avión desde Amsterdam.

—La mies ajena —dije.

—¿Qué?

—Ya sabes. Ruth en el exilio. No era que la trataban mal pero, sin embargo, seguía llorando por su patria.

—No conozco esa historia.

—Está en la Biblia.

—Ah, sí. Realmente debería leer la Biblia alguna vez. —Su disposición de ánimo estaba cambiando y volvía hacia su primitiva seguridad. Saboreó su whisky con un gesto casi afable. Su expresión era alerta y confiada.

—Sí —dijo—, ese aspecto fue bastante malo. Las condiciones físicas de vida no influían en ello. Cuando se hace camping, pronto se olvida uno del agua caliente, la luz eléctrica, todos esos utensilios que los fabricantes nos presentan como indispensables. Me gustaría tener un reductor de gravedad o un estimulador celular, pero me lo paso admirablemente sin ellos. La añoranza es lo que más le consume. Las pequeñas cosas que jamás se echaban de menos, algún alimento particular, el modo con que camina la gente, los juegos, los temas de conversación. Incluso las constelaciones. Son diferentes en el futuro. El sol se ha desplazado bastante de su órbita galáctica. Pero de agrado o por fuerza, siempre ha habido emigrantes. Todos nosotros somos descendientes de aquellos que no pudieron soportar la conmoción. Yo me adapté.

Un ceño cruzó sus cejas.

—Tal como aquellos traidores están dirigiendo las cosas —dijo—, no regresaría ahora aunque me concediesen un indulto total.

Terminé mi bebida, saboreándola todo lo posible, pues era un maravilloso whisky, por lo que le escuché sólo a medias.

—¿Te gusta este mundo?

—Sí —contestó—. Por ahora así es. He superado la dificultad emocional. Mantenerme vivo me ha tenido muy ocupado los primeros años, luego el hecho de establecerme, de venir a este país, nunca me dejó mucho tiempo para compadecerme de mí mismo. Mis negocios me interesan ahora cada vez más, es un juego fascinante y agradablemente libre de castigos exagerados en caso de error. He descubierto aquí cualidades que el futuro ha perdido… apostaría que no tienes la menor idea de lo exótica que es esta ciudad. Piensa. En este momento, a unos kilómetros de nosotros, hay un soldado de guardia en un laboratorio atómico, un holgazán helándose en un portal, una orgía en el apartamento de un millonario, un sacerdote que se prepara para los ritos del amanecer, un mercader de Arabia, un espía de Moscú, un barco de las Indias…

Su excitación se calmó. Volvió su mirada hacia los dormitorios.

—Y mi esposa y los niños —concluyó, muy suavemente—. No, no regresaría, pase lo que pase.

Di una chupada final a mi cigarro.

—Lo has hecho muy bien.

Liberado de su humor gris, me sonrió burlonamente.

—Empiezo a pensar que te has creído todo ese cuento.

—Naturalmente —aplasté la colilla del cigarro y me levanté, desperezándome—. Es muy triste. Más vale que nos vayamos.

No lo comprendió de inmediato. Cuando lo hizo, saltó de su sillón igual que un gato.

—¿Irnos?

—Por supuesto —saqué una alentadora arma desde mi bolsillo. Se detuvo en un impulso—. En esta clase de asuntos nunca se deja nada al azar. Se hacen revisiones periódicas. Ahora, vamos.

La sangre desapareció de su rostro.

—No —murmuró—, no, no, no puedes, no es justo para Amalie, los niños…

—Eso —le expliqué—, es parte del castigo.

Le abandoné en Damasco, el año antes de que Tamerlán la saquease.

LOS HEROES - Luis María Albamonte

Todo era color rosado en Uralco: las casas esféricas, las casas que se extendían como gigantescas lombrices, las ralles alfombradas de goma, los árboles enanos, pero, no obstante, cada cosa tenía su color particular, que cambiaba según las horas. El rosado era el color de la felicidad. El gris, el del acontecimiento sombrío. El celeste el del estado apacible, el suceso grato. Y había en la ciudad una música ambiental suave, como la había habido en la Tierra en muchas salas en las que se atendía al público o se trabajaba. El color rosado estaba en todo. Era el aire rosado. No una niebla. El aire. Era como un sentimiento. Como un estado de ánimo. Había alegría en Uralco. Se preparaba el desfile de los Héroes. Pero no era un rosado uniforme.
Los niños, como había ocurrido siempre, admiraban a los héroes. Su admiración aventajaba aún a la de los adultos más sensibles porque estaba acompañada por el amor. Los niños admiraban y amaban a los Héroes.
Los niños de Uralco no eran como habían sido los niños de la Tierra en 1940, o antes, absolutamente inocentes e ignorantes. Sabían mucho. Estaban informados de la realidad. Pero nunca un hombre, por mucho que le asombre la precocidad de su hijo, se convencerá de su capacidad de raciocinio. Y lo mismo sucedía en Uralco en aquel año de 3.560.
El color rosado fue haciéndose celeste.
¡Algo reconfortante está ocurriendo! —dijo alegremenmente el ingeniero Sandro Robio, jefe del planeta Uralco.
Su hijo Aldo sonrió, pero no dijo nada.
El color estaba consubstanciado con el espíritu de la ciudad. Era el espíritu de la ciudad. No era manejable. Coincidía con la significación de hechos trascendentes, espontáneamente, como la sonrisa en un hombre feliz, como la tristeza en el rostro de una mujer desdichada. Por la noche el color era negro porque lo fundamental dormía. Al no haber vida espiritual activa, no había nada. Y el negro era la ausencia de color.
¡Qué extraño! —volvió a repetir el ingeniero Sandro Robio, mirando el cielo.
¿Por qué? —preguntó el niño Aldo.
Yo tendría que saber lo que ocurre...
Estaban en la calle y comenzaron a caminar. Había arcos de triunfo, guirnaldas y un perfume sutil como la música ambiental de la ciudad.
¡Hola! —saludó el capitán Stilo Angro—. ¡Mañana va a estar linda la fiesta!
¡Es justo! —respondió con solemnidad el ingeniero Sandro Robio—. Los Héroes la merecen.
Había otros niños, jugando, volando silenciosamente a escasa altura.
Se oyó un rumor lejano. Un rítmico andar de pasos militares. El ingeniero Sandro Robio se detuvo. Su hijito Aldo los vio pasar, sonriendo. Era una multitud de niños desfilando marcialmente bajo los arcos triunfales. Tendrían entre 10 y 14 años. Los hombres, en las aceras, reían festejando la caprichosa ocurrencia infantil.
El color se hizo súbitamente gris.
¿Qué diablos pasa ?—preguntó un hombre.
El “regimiento” infantil dobló en una esquina y desapareció.
¡Ha muerto uno de los Héroes! —anunció otro hombre que llegó corriendo.
Es muy lamentable... —dijo el ingeniero Sandro Robio—. Aldo: ¿quieres un helado?
El niño no contestó. Estaba triste.
¿Quién murió? —preguntó el ingeniero Sandro Robio.
Leandro Gómez...
¡Caramba! Leandro Gómez... —repitió el ingeniero Sandro Robio.
Ellos no quieren enterrarlo aquí —dijo el hombre—. Van a enterrarlo en la colonia.
Aldo, ve a decir a tu madre que se ponga luto. Siendo la esposa del jefe su luto simbolizará el dolor de todas las mujeres de Uralco.
Las personas que rodeaban al ingeniero Sandro Robio aplaudieron.
Lamentable... muy lamentable: ha muerto el bueno de Leandro Gómez —insistió el ingeniero Sandro Robio.
El niño Aldo pensó: “No lo siente en lo más mínimo. Simula congoja, pero toda la cara le sonríe”.
¿Y de qué habrá muerto? —preguntó uno del grupo.
Y... de lo que mueren todos los Héroes... —respondió el ingeniero Sandro Robio.
El color de Uralco se hizo más gris.
Convoquemos al pueblo para que me escuchen dentro de dos horas en la plaza —ordenó el ingeniero Sandro Robio.
Minutos después una señal luminosa, roja con aros negros, entró en cada vivienda.
En la tribuna, ante la multitud, el ingeniero Sandro Robio comenzó diciendo, lentamente, como agobiado por el peso de la mala noticia:
-—Ha muerto uno de los Héroes: Leandro Gómez. La negativa de los restantes Héroes de permitir que sus restos gloriosos reposen entre los de nuestros seres más queridos no debe ser inconveniente para que le rindamos el homenaje de nuestra gratitud y de nuestra admiración...
¡Eso es! —comentó un oyente—. ¡Tenemos que seguir siendo buenos!
El color era gris, y marrón, y azul violeta, como el de una pesadilla. El ingeniero continuó:
El Héroe Leandro Gómez llegó en la primera expedición. Es uno de los descubridores y colonizadores de Uralco. Cuando se sospechaba de la existencia de las zonas biológicas del ser humano, con campos electromagnéticos semejantes al del campo electromagnético de la Tierra en donde esas vidas habían tenido origen, los Héroes encontraron en Uralco un campo electromagnético diferente. Eso modificó la frecuencia luminiscente intercelular y de la sangre, debilitándolos, enfermándolos hasta restarles vitalidad, pero hicieron posible que nosotros, al llegar tras ellos, neutralizáramos los efectos negativos del electromagnetismo de Uralco. Nuestra gratitud tiene que estar expresada en un acto simbólico de gran significación. Es por eso que, desde ahora, esta calle del Triunfo se llamará Leandro Gómez.
Hubo una ovación. Alegre. Los niños estaban inmóviles.
¡Eso es justicia! —gritó un hombre.
¡No hay nada más hermoso que la gratitud! —agregó otro—. ¡Somos agradecidos!
Después se llevaron en andas al ingeniero Sandro Robio. En un centro de recreo bebieron y cantaron festejando la nobleza de sentimientos de los hombres y de las mujeres de Uralco.
Esa noche, en casa del ingeniero Sandro Robio la música ambiental seguía siendo suave, tranquilizadora. Y, desde el exterior, atravesaba las paredes una extraña luz roja. El niño Aldo preguntó:
Papá... ¿por qué no neutralizamos en los Héroes los efectos nocivos del electromagnetismo de Uralco para evitar que se vayan extinguiendo?
El ingeniero Sandro Robio se sorprendió. Miró fijamente a su hijo, y dijo:
¿No sería mejor que continuaras estudiando las nuevas naves espaciales en vez de meterte en cuestiones sociales que corresponden a unos pocos dirigentes?
¡Quiero saberlo!
El ingeniero Sandro Robio se esforzó en endulzar la voz:
Querido, sería inhumano estabilizarlos en la vida con ese déficit orgánico y fisiológico. Sería humillarlos con nuestra salud y con nuestro vigor físico...
Entonces, ¿por qué no los matamos para que dejen de sufrir?
¡Sería espantoso, hijito! ¿Cómo los nobles hombres de Uralco podríamos cometer semejante crimen?
El niño Aldo hincó los dientes en una fruta celeste de Uralco. La madre no hablaba. Temblaba, no sabía la causa. Temblaba.
¿Por qué los Héroes no viven entre nosotros?
¿No te das cuenta, hijo? Son tan... tan débiles... tan enfermos... tan feos, los pobrecitos...
¿Y los negros, y los amarillos, que también están lejos, viviendo con ellos?
Bueno, hijo, ¿qué se te ha puesto en la cabeza?
El niño Aldo se levantó de un colchón de aire, como un resorte, y salió a la calle corriendo.
¡Aldo! —gritó, temerosa, la madre.
Tembló un poco la luz roja, como si hubiese sido sensible a la impetuosidad del niño, pero la música ambiental era siempre de un mismo tono. Aunque no había llegado la hora de dormir, la música ambiental modificó imperceptiblemente su ritmo y el sueño asaltó al ingeniero Sandro Robio y a su esposa.
Sin embargo... -—pudo decir el ingeniero Sandro Robio—, todavía es temprano...
Y se quedó profundamente dormido. También dormía su esposa.
La música ambiental había cesado en la ciudad de Uralco. Solamente persistía en las viviendas. En las calles había un extraño rumor, como de pasos sigilosos, leves, como si un millar de ratones corrieran todos hacia el mismo lugar.
El día siguiente amaneció rosado. Intensamente rosado.
La música ambiental también parecía rosada. Nunca en Uralco había habido un color rosado tan parejo, uniforme unánime. Pero la ciudad estaba desierta Como muerta el color de la felicidad en un lugar inubicable expandiéndose por el planeta desde una madriguera fabulosa. La Tierra, en el horizonte, estaba cayendo como un globo celeste En las afueras de Uralco estaban los barrios de los segregados. Allí vivían los Héroes, y los negros, y los amarillos. Y allí estaban todos los niños de Uralco.
El niño Aldo hablaba a la multitud de segregados, y la voz se difundía en ondas parejas que llegaban con igual intensidad al fondo del barrio miserable. Decía:
Nuestros padres dormirán tanto tiempo como nosotros creamos conveniente. Hemos utilizado la música ambiental para producir la hipnosis. Ellos nos obedeceran hipnotizados, y nos entregarán todos los mandos de la ciudad que no hayamos conquistado y las claves secretas de su conducción. Después, nos obedecerán de cualquier manera.
Los niños aplaudían frenéticamente. Los Héroes estaban sorprendidos, atónitos.
El niño Aldo agregó: ,
-Hace muchos siglos..., hace 230 siglos, los niños intentaron dos Cruzadas para rescatar el Santo Sepulcro para mejorar lo que los hombres no podían hacer con éxito. En 1212 lo intentó el niño Esteban, francés, una nacionalidad remota, y en seguida el niño Nicolás, alemán. Ambos y sus niños seguidores fueron aniquilados! Nosotros hemos hecho esta Cruzada para rescatar la dignidad de la condición humana, exaltada solamente en los discursos fúnebres, porque los hombres parecen ser justos cuando despiden a los muertos porque no tienen que darles nada. ¡Y barreremos de Uralco la hipocresía!
¡Al gobierno!
¡Al gobierno!
¡Queremos gobernar!
Eran los gritos de los niños.
El aire era intensamente rosado.
Algunos Héroes, serios, graves como estatuas, sentían rodar alguna lágrima por sus mejillas.
¡A tomar la ciudad! —ordenó el niño Aldo. Marcharon decididamente a la ciudad. Se escuchaban voces emocionadas de los Héroes:
¡Oh, no!
¡No hagan eso, niños, por favor!
¡Tengan cuidado!
Los niños se diseminaron por la ciudad de Uralco, y cada uno ordenó a los padres:
¡Vayan al barrio de los miserables!
Y los hombres y las mujeres, hipnotizados, salieron de sus casas y formaron legiones que desfilaban bajo los arcos de triunfo Pero era un desfile al revés. Iban a los barrios oscuros. A vivir en ellos.
Algunos niños les gritaban:
Conocerán el amargo sabor de la injusticia y lo detestarán. Hay que odiar la injusticia!
Pero eran niños, y cada uno recomendaba:
Que nadie haga daño a mis Papás! Sólo queremos que sean mejores...
Los hombres y las mujeres desfilaron como autómatas, como muñecos, un poco ridículos, con la ridicula soberbia de los robots, que la tienen porque llevan la cabeza enhiesta, mirando un punto fijo, insensibilizados. Cuando se perdieron en el fondo de la calle del Triunfo, aparecieron los Héroes. Desfilaban gallardamente. Nunca se los había visto tan sonrientes. Los palcos estaban repletos de niños que los ovacionaban y les arrojaban flores, y besos, y confites. ¡Nunca hubo tantos Héroes juntos, llorando, altivos, desfilando entre aclamaciones y al ritmo de los tambores y los bronces sonoros!
Después, los Héroes ocuparon las viviendas confortables que los hombres y las mujeres de Uralco habían abandonado.
En ellas vivirán y sanarán —dijo el niño Aldo—, hasta que nuestros padres hayan construido otras viviendas iguales para que en Uralco no haya diferencias indignas del ser humano...
Los hombres y las mujeres de Uralco salieron de su estado hipnótico y obedecieron a los niños. La ciudad se conducía fácilmente mediante las computadoras. Esa era la parte técnica, sin importancia.
Lo trascendente, el alma, lo ponían los niños. Y de ella se había penetrado cada cosa de la ciudad de Uralco.
La vida transcurría alegremente. Los Héroes contribuían a mantener la paz y la armonía. Los negros y los amarillos, y todos, tenían el intenso color rosado de la ciudad de Uralco. Los niños gobernaban plácidamente.
El aire era rosado. Muy rosado.
Algunas madres se sentían orgullosas de sus hijos y decían:
¡Ellos tienen razón! Fuimos malos...
Fue la primera vez en la historia del Universo que los niños gobernaron.
Uralco era una familia solidaria. Y la justicia fue más bella que nunca, porque era generosa.
Había ternura en Uralco.
El aire era rosado. Pero un día, sorpresivamente, el aire se hizo gris. Desde otro planeta los hombres habían ordenado una expedición punitiva, para reponer en Uralco cada cosa en su lugar, como habían estado desde hacía millares de años.
Los niños dijeron:
¡La venceremos!
¡Los venceremos!
Y los padres refirmaron:
¡Sí, la venceremos!
El aire era gris. Y había niños que jugaban, pero el aire era gris.
El niño Aldo dijo sólo tres palabras:
Hay que esperar.
Y eran tres palabras grises. Como el aire, como la tensa espera, como todo. Desesperadamente gris.
¡Y llegaron!
¡Nadie olvidará jamás lo que ocurrió en Uralco!

LA CHICA QUE FUE AL BARRIO RICO - Rachel Pollack

Había una vez una viuda que vivía con sus seis hijas en el barrio más pobre de la ciudad. En el verano, las muchachas iban con los pies descalzos, y hasta en invierno se tenían que pasar a menudo un par de zapatos de una a otra cuando tenían que salir a la calle. A pesar de que la madre recibía cada mes un cheque del departamento de bienestar social, nunca tenía suficiente, aun cuando todas ellas comían lo menos posible. No habrían logrado sobrevivir si los supermercados no hubieran permitido que sus hijas acudieran, al final de la jornada, ante las puertas de descarga de mercancías, para recoger las verduras que se habían caído.

A veces, cuando ya no quedaba más dinero, la mujer le dejaba la pierna izquierda al tendero como prenda de crédito. Cuando recibía el cheque, o cuando una de sus hijas encontraba un poco de trabajo, recuperaba su pierna y podía caminar sin la muleta que su hija mayor le había confeccionado con una tabla astillada. Un día, sin embargo, tras haber pagado su cuenta, dio un traspiés. Cuando examinó su pierna descubrió que el tendero había guardado tantas piernas y brazos juntos en su gran armario de metal que su pie había quedado retorcido. Se sentó en la única silla que tenía y empezó a llorar, elevando los brazos sobre la cabeza.

Al ver que su madre se sentía tan desgraciada, la hija más joven, llamada Rose, entró en la habitación y le dijo:

—Por favor, no te preocupes. Iré al barrio rico. —Y como la madre seguía llorando, añadió—: Y hablaré con el alcalde. Conseguiré que nos ayude.

La viuda le sonrió y acarició el pelo de su hija.

«No me cree», pensó Rose, «quizá no me deje marchar. Será mejor que me marche sin que ella lo sepa». Y así, al día siguiente, cuando llegó el momento de acudir al supermercado, Rose cogió los zapatos que compartía con sus hermanas y se los escondió en el bolso de ir a la compra. No le gustaba hacerlo, pero necesitaría los zapatos para recorrer el largo camino que la separaba del barrio rico. Además, quizás el alcalde se negara a verla si acudía con los pies descalzos. Se dijo a sí misma que pronto traería zapatos para todos. En el supermercado, llenó el bolso con siete rábanos que habían caído del manojo, dos tiras de apio amarillento, y cuatro plátanos medio ennegrecidos. «Bueno, será mejor que inicie mi viaje», pensó.

En cuanto abandonó el barrio pobre Rose vio a unos chicos que empujaban y se burlaban de una vieja que trataba de cruzar la calle. «Qué cosa más despreciable», pensó la joven, y confió en que los chicos del barrio rico no fueran iguales. Encontró un trozo de tubería en la calle y los ahuyentó.

—Gracias —jadeó la vieja, que llevaba un vestido amarillo y tenía un pelo rubio y largo sin peinar.

La anciana se sentó en medio de la calle, mientras los coches pasaban a ambos lados. Rose le dijo:

—¿No deberíamos salir de la calzada? Podríamos sentarnos en la acera.

—No puedo —dijo la anciana—. Antes tengo que comer algo. ¿No tienes nada para comer?

Rose metió la mano en el bolso para darle a la vieja un rábano. Un instante después éste había desaparecido y la mujer extendió la mano pidiendo más. Rose le dio otro rábano, y a continuación otro, hasta que la anciana se los hubo comido todos.

—Ahora podemos irnos —dijo y se puso inmediatamente de pie, arrastrando a Rose a través de la calle.

Rose se dijo a sí misma que quizá no había necesitado aquel alimento. Miró el pavimento plateado, y después los edificios que se elevaban muy altos por encima de su cabeza y que hacían que la gente que estaba en las ventanas parecieran como muñecos.

—¿Es éste el barrio rico? —preguntó.

—De ninguna manera —contestó la mujer—. Tienes que recorrer un largo camino para llegar al barrio de los ricos. —Rose pensó entonces que debía llevar mucho cuidado con el resto de comida que aún le quedaba. La mujer añadió—: Pero si quieres llegar allí puedo darte algo que te ayudará. —Introdujo los dedos por entre el pelo rubio enmarañado y cuando los sacó sostenían una sucia moneda amarilla—. Esta ficha te permitirá entrar y salir del metro cuando quieras.

Qué idea tan extraña, pensó Rose. ¿Cómo podía utilizarse una ficha más de una vez? Y aunque pudiera, todo el mundo sabía que uno no necesita nada para salir del metro. No obstante, se guardó la ficha en el bolso y se lo agradeció a la anciana.

Caminó durante todo el día, y al caer la noche se acurrucó bajo una escalera de incendios, debajo de unos cartones. Tenía mucha hambre, pero pensó que sería mejor ahorrar el apio y los plátanos para el día siguiente. Se quedó durmiendo, tratando de no pensar en el cálido colchón que compartía con dos de sus hermanas.

A la mañana siguiente la despertó el ruido que hacía la gente que acudía a trabajar. Se desperezó, pensando lo bonitas que podían ser las calles plateadas, pero lo mal que servían como camas. Después se frotó el vientre y miró el apio. «Será mejor que empiece a caminar antes», se dijo. Pero cuando lo hizo notó dolor en los pies porque los zapatos de sus hermanas, demasiado grandes para ella, le habían levantado ampollas en la piel el día anterior.

Quizá pudiera tomar el metro. Quizá la ficha que le había entregado la anciana le sirviera al menos por una vez. Bajó la escalera de una estación de metro donde un vigilante con pistola caminaba de un lado a otro, a veces dando palmadas y otras dando patadas con los pies. Con toda la naturalidad que pudo, Rose se dirigió a la entrada y colocó la ficha en la ranura. «Espero que no me dispare», pensó. Pero la hoja de madera de la puerta se giró y ella pudo pasar.

Un momento después, cuando ya bajaba la escalera, escuchó un débil sonido metálico. Se volvió y vio que la ficha rodaba sobre su canto por el pasillo y bajaba la escalera, hasta que finalmente dio un salto y se metió dentro del bolso de la compra. Rose miró para ver si el guardián sacaba el arma, pero estaba muy ocupado mirando fijamente hacia la entrada.

Viajó por el metro durante todo el día, pero cada vez que trataba de leer los carteles no podía distinguir lo que decían bajo las enormes señales negras trazadas sobre ellos. Rose se preguntó si aquellas marcas formaban la magia que permitía que los trenes funcionaran. A veces había oído decir a la gente que, si no fuera por la magia, el metro se estropearía para siempre. Finalmente, decidió que ya debía de haber llegado al barrio rico. Salió del vagón, medio esperando tener que utilizar de nuevo su ficha. Pero la puerta de salida se abrió sin problemas y no tardó en encontrarse sobre un pavimento dorado, con edificios que se elevaban tan altos que la gente asomada a sus ventanas parecían aves que se movían en cuevas gigantescas.

Rose estaba a punto de preguntarle a alguien dónde estaba el despacho del alcalde, cuando vio a un policía que llevaba una máscara dorada sobre el rostro y que golpeaba a una anciana. Rose se ocultó bajo el umbral de una casa e hizo un ruido similar al de una sirena, un truco que había aprendido en el barrio pobre. El policía se alejó corriendo blandiendo su porra dorada.

—Gracias, gracias —le dijo la anciana, cuyo enmarañado pelo rojo le llegaba hasta los tobillos—. Ahora tengo tanta hambre. ¿No podrías darme algo de comer?

Tratando de contener las lágrimas, Rose entregó a la mujer primero uno de los trozos de apio y después el otro. A continuación preguntó:

—¿Es este el barrio rico?

—No, no, no —contestó la mujer echándose a reír—, pero si quieres llegar allí puedo darte algo que te ayudará. —Se introdujo los dedos por entre el pelo y sacó de él una pluma roja—. Si quieres alcanzar algo y no puedes, agita esta pluma.

Rose no pudo imaginar cómo una pluma puede ayudar a alguien a alcanzar algo, pero no quería ser descortés, de modo que se la guardó en el bolso.

Como ya era de noche y Rose sabía que a veces las bandas recorren las calles en la oscuridad, pensó que sería mejor encontrar un lugar donde dormir. Vio un montón de cajas de madera frente a una tienda y se metió bajo ellas, pensando tristemente que sería mucho mejor guardar los cuatro plátanos que le quedaban para el día siguiente.

A la mañana siguiente la despertó el sonido de las puertas de los coches que se abrían y cerraban. Se desperezó dolorosa-mente. Las calles doradas le habían hecho daño en la espalda, incluso más que las calles plateadas de la noche anterior. Echó un vistazo a sus plátanos, ahora ya completamente negros, se incorporó y regresó de nuevo al metro.

Viajó todo el día por el metro, pasando ante escaparates donde se exponían ropas que algún día se romperían, y ante muebles brillantes, y extrañas máquinas con hileras de botones negros. El aire se hizo muy dulce, pero espeso, como si alguien hubiera rociado los túneles con perfume. Finalmente, Rose decidió que ya no podía respirar y tenía que salir de allí.

Salió a una calle hecha toda ella de diamantes, y con unos edificios tan altos que no podía distinguir a nadie en las ventanas, únicamente fogonazos de colores. La gente que caminaba lo hacía a varios centímetros por encima del suelo, mientras que los coches se movían con tal suavidad sobre sus ruedas blancas que parecían nadadores flotando en una piscina.

Rose estaba a punto de preguntar dónde estaba el despacho del alcalde cuando vio a una anciana rodeada por unos perros muy bien cuidados, y unos gatos muy acicalados que sus dueños ricos habían dejado sueltos para que retozaran por la calle. Rose silbó tan alto que ni siquiera ella pudo oírlo, pero todos los animales se alejaron corriendo, seguramente creyendo que sus dueños les habían llamado para la cena.

—Muchas gracias —dijo la mujer quitándose el polvo de su largo vestido negro. Llevaba el pelo negro tan largo que lo arrastraba tras de sí por el suelo—. ¿Crees que podrías darme algo de comer?

Mordiéndose los labios para no llorar, Rose le entregó los cuatro plátanos. La mujer se echó a reír y dijo:

—Con uno tengo más que suficiente. Tú puedes comerte los otros.

Rose tuvo que hacer un gran esfuerzo para no comerse los tres plátanos de golpe. Y se alegró de no haberlo hecho, porque cada uno de ellos tenía el gusto a un alimento distinto, desde pollo hasta fresas. Levantó la mirada, extrañada.

—Y ahora-dijo la mujer—, supongo que querrás llegar al despacho del alcalde.

Con la boca abierta, Rose asintió con un gesto. La mujer le dijo que buscara una calle tan brillante que tendría que protegerse los ojos para caminar por ella. Y a continuación añadió:

—Si alguna vez encuentras el camino demasiado lleno de gente, sopla esto.

Se metió los dedos entre el pelo y sacó un silbato negro que tenía la forma de una paloma.

—Gracias —dijo la chica, aunque no creía que la gente se apartara de la calle simplemente por escuchar un silbato.

Una vez que la mujer se hubo marchado, Rose contempló la calle de diamantes. «Me rompería la espalda si durmiera aquí», pensó. Y decidió buscar el despacho del alcalde aquella misma noche. Deambuló por las calles, apartándose de vez en cuando de los coches con las ventanillas oscurecidas, o de hileras de niños vestidos con dinero y que se cogían de las manos al tiempo que corrían gritando por la calle.

En un punto, observó un gran brillo de luz y creyó haber encontrado la casa del alcalde, pero cuando se acercó más sólo vio una calzada vacía en la que brillaban unos deslumbrantes globos de luz sobre postes de platino, que iluminaban unas fuentes gigantes que lanzaban un líquido dorado al aire. Rose sacudió la cabeza y siguió caminando.

En varias ocasiones preguntó a la gente por la casa del alcalde, pero nadie pareció escucharla ni verla. A medida que se acercaba la noche, Rose pensó que al menos el barrio rico no sería demasiado frío; probablemente calentaban las calles. Pero en lugar de aire caliente percibió un soplido frío procedente del detestable pavimento. Los habitantes del barrio rico enfriaban las calles para poder utilizar los calefactores personales que llevaban incorporados en sus ropas.

Por primera vez, Rose pensó en abandonar. Resultaba todo tan extraño, ¿cómo podía haber imaginado que el alcalde se dignaría escucharla? Cuando estaba a punto de buscar una entrada de metro, vio un destello de luz a unas pocas manzanas de distancia y comenzó a caminar hacia él. Al llegar más cerca la luz se hizo tan brillante que automáticamente se protegió los ojos con un brazo, descubriendo entonces que podía ver tan bien como antes. Asustada ahora que había encontrado la casa del alcalde, se acercó más a los edificios.

La luz procedía de una pequeña estrella que el personal del alcalde había capturado y colocado en una jaula de plomo a gran altura sobre la calle. Se celebraba una fiesta, con la gente ataviada con toda clase de vestidos. Algunos parecían aves con picos en lugar de narices, y alas gigantescas y emplumadas que les salían de las espaldas; otros se habían convertido en lagartos, con las cabezas cubiertas de grandes escamas. En medio, sobre un gran sillón de piedra negra, estaba sentado el alcalde, con un aspecto muy pequeño y llevando un vestido de piel blanca. Unas largas uñas curvadas se doblaban como garfios sobre los extremos del sillón. A su alrededor, los consejeros flotaban en el aire sobre cojines deslizantes.

Durante un rato, Rose permaneció pegada a la pared, temerosa de moverse. Finalmente, se dijo a sí misma que si se quedaba allí podía morirse de hambre. Así que, tratando de no tambalearse, se adelantó y dijo:

—Disculpe.

Nadie le prestó la menor atención. Y no era nada extraño. Suspendido de un helicóptero un grupo musical tocaba unos cuernos y cajas muy peculiares.

—Disculpe —dijo Rose en voz más alta y finalmente lo gritó tal y como había aprendido a gritar en el barrio pobre cuando los animales procedentes de fuera de la ciudad atacaban a los niños.

Todo el mundo se detuvo. La música farfulló, los lagartos dejaron de tratar de arrebatar a los pájaros, quienes a su vez dejaron de arrojar «huevos» enjoyados sobre las cabezas de aquéllos. Dos policías echaron a correr. Unas máscaras como espejos suaves les cubrían las cabezas, para que la gente rica sólo pudiera verse a sí misma. Cogieron a Rose por los brazos, pero antes de que pudieran esposarla el alcalde rugió (su voz llegó a través de un micrófono injertado en la lengua):

—¿Quién eres tú? ¿Qué quieres? ¿Has venido para unirte a la fiesta?

Todos se echaron a reír. Incluso en el barrio de los ricos se debían esperar años antes de recibir una invitación a la fiesta del alcalde, y todos lo sabían.

—No, señor —contestó Rose—. He venido a pedir ayuda para el barrio pobre. Nadie tiene dinero para comprar comida y la gente tiene que dejar sus piernas y brazos en la tienda para conseguir algo. ¿Puede usted ayudarnos?

Las risas se convirtieron en un rugido. La gente gritaba cosas sobre cómo podía el alcalde ayudar al barrio pobre. Alguien sugirió enlatar a la pordiosera y enviarla a su barrio como cena de caridad. El alcalde levantó la mano y todo el mundo guardó silencio.

- Es posible que podamos ayudarte —dijo—. Pero antes tendrás que ser sometida a prueba. ¿Estás dispuesta?

Confundida, Rose asintió. No sabía a qué se refería. Se preguntó si necesitaría una tarjeta de beneficencia o cualquier otra identificación.

—Bien —dijo el alcalde—. Tenemos un pequeño problema aquí, y quizá puedas ayudarnos a resolverlo.

Movió una mano y una imagen apareció en el aire, enfrente de Rose. Vio un estrecho bastón de metal de unos treinta centímetros de longitud, con un mango negro en un extremo y un mango blanco en el otro. El alcalde le dijo a Rose que el bastón simbolizaba el poder que detentaba él mismo, pero que las brujas lo habían robado.

—¿Y por qué no envía a la policía para recuperarlo? —preguntó Rose.

Una vez más, el alcalde tuvo que levantar la mano para detener las risas. Le dijo a la joven que las brujas se habían llevado el bastón a su embajada cerca de las Naciones Unidas, donde la inmunidad diplomática impedía actuar a la policía local.

—¿Tengo que ir a la embajada de las brujas? —preguntó Rose—. Ni siquiera sé dónde está. ¿Cómo la encontraré?

Pero el alcalde no le prestó atención. La música empezó a sonar de nuevo y los pájaros y los lagartos volvieron a desafiarse entre sí.

Rose se alejaba caminando cuando una mujer pájaro se posó frente a ella.

—¿Quieres que te diga cómo llegar a la embajada de las brujas?

—Sí —contestó Rose—, por favor.

La mujer se inclinó a causa de las risas. Rose pensó que volvería a levantar el vuelo, pero no, entre risas le dijo exactamente cómo encontrar a las brujas. Después se alejó volando y batiendo las alas, riendo tan fuerte que tropezaba con los edificios cuando intentaba volar alto.

Utilizando su ficha de metro, Rose llegó a la embajada en sólo unos pocos minutos. La puerta de hierro era tan alta que ni siquiera podía alcanzar el timbre, de modo que rodeó el edificio en busca de la entrada de servicio. Escuchó entonces unos gritos procedentes de una ventana abierta. Avanzó ágatas cautelosamente.

Sin llevar nada sobre el cuerpo, excepto una especie de barro oleoso, las brujas bailaban delante de una pequeña hoguera. Todo el edificio de la embajada olía a musgo húmedo. Rose estaba a punto de alejarse cuando observó una mesa de madera cerca de la ventana. Encima de ella estaba el bastón del alcalde.

Se disponía a incorporarse sobre el alféizar, coger el bastón y echar a correr cuando se dio cuenta de unos pequeños hilos de alarma que corrían por la parte inferior de la ventana abierta. Cuidadosamente, extendió la mano por entre los hilos, en dirección a la mesa. Pero no llegaba. El bastón estaba unos quince centímetros fuera de su alcance.

Entonces recordó la imagen de la mujer vestida de rojo: «Si necesitas alcanzar algo y no puedes, agita esta pluma». Aunque seguía sin comprender cómo podía ayudarle aquello, sobre todo con algo tan pesado como el bastón, agitó la pluma en dirección a la mesa.

La mujer del pelo rojo apareció por detrás de donde se encontraban las brujas, que de todos modos no parecieron darse cuenta de su presencia.

—Soy el Viento del Este —dijo, y Rose vio que su debilidad había desaparecido por completo y que su rostro brillaba tanto como el pelo que ondulaba tras ella—. Porque me ayudaste y me diste tu comida cuando tenías tan poco, te daré lo que deseas.

Sopló sobre la mesa y un remolino de viento transportó el bastón por encima de los hilos hasta las manos de Rose.

La chica echó a correr con toda la velocidad que había aprendido a alcanzar cuando quería alejarse de problemas en el barrio pobre. Sin embargo, antes de haber podido recorrer media manzana, el bastón gritó:

—¡Señoritas! Esta pequeña me está robando.

En un santiamén las brujas se lanzaron en su persecución, gritando y moviendo los brazos al tiempo que corrían, dejando goterones de barro tras ellas. Pero Rose no tardó en llegar al metro donde su ficha le permitió entrar, mientras que las brujas, que no tenían dinero, y mucho menos fichas, no pudieron hacer otra cosa que permanecer al otro lado de la puerta, lanzando gritos contra ella.

Rose no pudo sentarse, de tan excitada como se sentía. El metro traqueteaba de un lado a otro, y sólo el estúpido lloriqueo del bastón en su bolso le permitió mantener el equilibrio. Ya se imaginaba la cara que pondría su madre cuando regresara a casa en el coche del alcalde, abarrotado tanto de dinero como de comida.

Rose se bajó del vagón, haciendo oscilar su bolso, en la parada de la casa del alcalde. Y allí, alineadas a lo largo de la salida, estaban las brujas. Seguían moviendo sus embarrados brazos y entonaban cánticos muy peculiares con voces agudas. El bastón gritó:

—Señoritas, me han encontrado.

Rose miró por encima del hombro hacia la estación de metro. Podía echar a correr, pero ¿y si la esperaban en el túnel? Y aún tenía que llegar a la casa del alcalde. De repente, se acordó de la anciana que le dijo que la ficha le permitiría entrar y salir del metro cuando quisiera. La cogió del bolso y la levantó.

La mujer vestida de amarillo apareció ante ella. —Soy el Viento del Sur —dijo—, y porque me ayudaste te ayudaré ahora.

Sopló suavemente sobre Rose y un viento tan acariciante como una vieja cama transportó a la joven por encima de las cabezas de las brujas, permitiéndole salir del metro a la calle.

Echó a correr con todas sus fuerzas hacia la casa del alcalde. Pero en cuanto volvió la esquina de la calle donde estaba la estrella capturada, se detuvo apretándose el bolso contra el pecho. El alcalde la estaba esperando, envuelto de pies a cabeza con un cilindro a prueba de balas, mientras que detrás de él, llenando toda la calle, había un gigantesco escuadrón de policía. Sus cabezas, protegidas por espejos, reflejaban la luz de la estrella hacia el cielo.

—Dame el bastón de las brujas —dijo el alcalde.

—¿De las brujas? Pero usted dijo...

—Eres una niña idiota. Ese bastón contiene la magia de las abuelas de las brujas.

Y a continuación empezó a desvariar, hablando de destrozar la casa de las brujas y de obligarlas a trabajar en las estaciones subterráneas de energía eléctrica del barrio rico. Rose trató de retroceder.

—Detenedla —ordenó el alcalde.

¿Qué le había dicho la anciana vestida de negro? «Si alguna vez encuentras la calzada demasiado atestada de gente, sopla en esto.» Rose cogió el silbato en forma de paloma y sopló tan fuerte como pudo. Apareció la mujer, con el pelo más amplio que todo el escuadrón de policía.

—Soy el Viento del Norte —le dijo a la joven, y quizá podía haber dicho más cosas, pero los policías avanzaban.

El Viento del Norte extendió los brazos y en lugar de un soplo de aire una enorme bandada de palomas negras salió volando de su vestido para agarrar al alcalde y a todos los policías. Batiendo ferozmente las alas, las palomas los transportaron directamente sobre la pared que daba a la Sección Norte, donde fueron capturados por ladrones, y nunca más volvió a saberse de ellos.

—Gracias —dijo Rose, pero la anciana ya se había marchado. Con un suspiro, Rose sacó del bolso el bastón de las brujas—. Lo siento —se disculpó—. Sólo quería ayudar al barrio pobre.

—¿Puedo irme a casa contigo? —preguntó el bastón con sarcasmo.

Pero antes de que la joven pudiera contestar, el bastón saltó de entre sus manos y se marchó volando por el aire, de regreso a la embajada de las brujas.

Rose se encontró cojeando a lo largo de la orilla del río, preguntándose qué les diría a su madre y a sus hermanas. «¿Por qué no ayudé al Viento del Oeste?», se preguntó. «Quizá podía haber hecho algo por mí.»

Y entonces, una mujer toda vestida de plata apareció sobre las aguas. Su pelo plateado le caía por la espalda hasta introducirse en el río.

—No necesito probarte para saber tu bondad —le dijo.

Sopló sobre el río y una enorme ola se levantó y mojó a la sorprendida joven.

Pero cuando Rose se sacudió el agua descubrió que cada gota se había convertido en una joya. Había piedras rojas, azules, púrpuras, verdes, de todas las formas y colores, zafiros en forma de mariposas, ópalos con rostros dormidos tallados en el centro, y todos ellos cubrían los pies de Rose hasta los tobillos. Ella no se detuvo a mirarlos. Los recogió a manos llenas, depositándolos en el bolso, y después en los zapatos. «De prisa», se dijo a sí misma. Sabía que no importaba de cuántos policías podía desembarazarse, porque siempre habría más. ¿Y acaso la gente rica no insistiría en que aquellas joyas les pertenecían?

Llena de tantas joyas que apenas si podía correr, Rose se dirigió hacia la entrada del metro. Sólo cuando llegó allí se dio cuenta de que las calles habían perdido su pavimento de diamantes. A su alrededor, la gente rica se tambaleaba y caía sobre el desigual cemento gris del suelo. Algunos de ellos habían empezado a gritar o a arrastrarse por el suelo a cuatro patas, palpando el suelo como ciegos al borde de un precipicio. Una mujer se había quitado todas las ropas, sus pieles, sedas y lazos y los esparcía sobre el suelo para ocultar su fealdad.

Fascinada, Rose retrocedió un paso hacia la calle. Se preguntó qué le habría ocurrido a la estrella aprisionada en su jaula por encima de la casa del alcalde. Pero entonces recordó cómo su madre había dado un traspiés cuando el tendero le entregó un pie todo retorcido. Echó a correr escalera abajo dispuesta a utilizar su ficha mágica por última vez.

Aunque el vagón del metro estaba atestado, Rose encontró un asiento en un rincón donde pudo inclinarse sobre sus tesoros para ocultarlos a la vista de cualquier mirada sospechosa. «¿Qué aspecto podrá tener un recaudador de impuestos?», se preguntó.

Cuando las ruedas oxidadas del tren chirriaron al tiempo que pasaban por el barrio dorado y el plateado, Rose se preguntó si volvería a ver alguna vez a las ancianas. Suspiró, henchida de felicidad. Eso ya no importaba. Ahora regresaba a casa, junto a su madre y sus hermanas y todos sus amigos que vivían en el barrio pobre.

LA MASCARA DE LA MUERTE ROJA - Edgar Allan Poe

Hacía tiempo que la Muerte Roja devastaba el país. Nunca hubo peste tan mortífera ni tan horrible. La sangre era su emblema y su sello, el rojo horror de la sangre. Se sentían dolores agudos y un vértigo repentino, y luego los poros exudaban abundante sangre, hasta acabar en la muerte. Las manchas escarlatas en el cuerpo, y sobre todo en el rostro de la víctima, eran el estigma de la peste que le apartaban de toda ayuda y compasión de sus congéneres. En media hora se cumplía todo el proceso: síntomas, evolución y término de la enfermedad. Pero el príncipe Próspero era intrépido, feliz y sagaz. Con sus dominios ya medio despoblados, llamó un día a su presencia a un millar de amigos sanos y joviales de entre las damas y caballeros de su corte, y con ellos se recluyó en el apartado retiro de una de sus abadías amuralladas. Era un conjunto de edificios amplio y magnífico, concebido por el gusto excéntrico, aunque majestuoso, del propio príncipe. Lo rodeaba una alta y sólida muralla. La muralla tenía portones de hierro. Una vez dentro los cortesanos, se trajeron fraguas y enormes martillos y se soldaron los cerrojos. Decidieron que no hubiese modo alguno de entrar o salir, si alguien de pronto se dajaba llevar por la desesperación o la locura. Había abundancia de provisiones. Con tales precauciones los cortesanos podían desafiar el contagio. Que el mundo de fuera se ocupase de sí mismo. Había bufones, había trovadores, había bailarinas, había músicos, había Belleza, había vino. Dentro había todo eso, y también seguridad. Fuera estaba la Muerte Roja.
Fue hacia el final del quinto o sexto mes de su encierro, y mientras la peste se cebaba con furia en el exterior, cuando el príncipe Próspero ofreció a sus mil amigos un baile de máscaras de rara vistosidad.
Aquel baile fue un espectáculo voluptuoso. Pero permítaseme hablar primero de los salones en que se celebró. Eran siete: todo un ámbito imperial. Hay muchos palacios, sin embargo, en los que salones así ofrecen una perspectiva larga y lineal, con puertas corredizas que se desplazan casi hasta las mismas paredes de uno y otro lado, de modo que apenas nada interrumpe la vista en todo su longitud. El caso era aquí muy distinto, como cabría esperar de la afición del duque por lo extravagante. La distribución de las salas era tan irregular que apenas se contemplaban más de una al mismo tiempo. Cada veinte o treinta metros se producía un giro brusco, y con cada giro un efecto novedoso. A derecha e izquierda,en medio de la pared, una ventana gótica alta y estrecha se asomaba a un corredor cerrado que enmarcaba las sinuosidades del conjunto, con vidrieras cuyos colores variaban de acuerdo con los tonos dominantes en la decoración del salón al que se abrían. El del extremo oriental, por ejemplo, estaba decorado en azul, y las vidrieras en azul vivo. La ornamentación y los tapices del segundo eran de color púrpura, y purpúreos eran allí los cristales. El tercero era todo él verde, lo mismo que las ventanas. Los muebles y la iluminación del cuarto eran anaranjados; el quinto, blanco; el sexto, violeta. La séptima estancia era un denso sudario de tapices de terciopelo negro que cubrían el techo y las paredes, y caían en pesados pliegues sobre una alfombra del mismo tinte y textura. Pero sólo en esta habitación el color de las ventanas difería del decorado. Las vidrieras eran aquí de un tono escarlata, un rojo oscuro de sangre. Ahora bien, en ninguna de las siete cámaras había lámpara o candelabro alguno, entre la abundancia de adornos dorados que había por todas partes o que colgaban de los techos. No había luz ninguna que procediera de una lámpara o vela en todo el conjunto de habitaciones. Pero en el corredor que envolvía los salones había, frente a cada ventana, un pesado trípode con un brasero de fuego que, al proyectar su resplandor a través de las vidrieras, inundaba de luz la estancia. Se producía así una profusión llamativa de formas fantásticas. Pero en la habitación negra, o de poniente, el efecto del fuego a través de los cristales de sangre sobre los tapices negros resultaba de lo más siniestro, y daba un aire tan irreal a los rostros de los que allí entraban que muy pocos se atrevían a dar siquiera un paso en aquella estancia.
También era aquí donde se encontraba, contra el muro oeste, un gigantesco reloj de ébano. El péndulo oscilaba con un sonido grave, monótono y apagado, y cuando el minutero había recorrido toda la esfera y llegaba el momento de marcar la hora, de sus pulmones metálicos surgía un sonido límpido, potente, profundo y muy musical, pero de nota y énfasis tan peculiares que, a cada hora, los músicos se veían obligados a detenerse un momento para escucharlo, lo que obligaba a su vez a quienes bailaban a interrumpir el vals; y se producía un breve desconcierto en la alegría de todos; y, mientras sonaba el carillón, se veía cómo los más frívolos palidecían y los más sosegados por los años se pasaban la mano por la frente como perdidos en ensueños o en meditación.
Aunque cuando cesaban los últimos ecos, una risa leve se apoderaba a la vez de toda la concurrencia; los músicos se miraban y sonreían como burlándose de sus propios nervios y desconcierto, y se susurraban mutuas promesas de que las siguientes campanadas no les causarían ya la misma impresión; pero luego, al cabo de sesenta minutos (que son tres mil seiscientos segundos de Tiempo que vuela), de nuevo sonaba el carillón, y volvía a repetirse la misma meditación, y el mismo desconcierto y nerviosismo de antes.
Pero a pesar de todo, era una fiesta alegre y magnífica. Los gustos del duque eran peculiares. Tenía un buen ojo para los colores y los efectos. Desdeñaba las convenciones de la moda. Sus planes eran atrevidos y apasionados, y un viso de barbarie iluminaba sus proyectos. Algunos le habrían tenido por loco. Sus seguidores no lo creían así. Pero era necesario oírle, y verle, y tocarle, para estar seguro.
Con ocasión de esta magna fiesta, había supervisado personalmente casi toda la decoración de los siete salones; y había sido su propio gusto el que había inspirado los disfraces. No os quepa duda de que eran extravagantes. Abundaba la ostentación y el brillo, lo ilusorio y lo picante… , mucho de lo que después se ha visto en Hernani. Había figuras arabescas, con miembros y atuendos grotescos. Había fantasías delirantes como sólo los locos imaginan.
Había mucha belleza, mucha voluptuosidad, mucho de estrafalario, algo de terrible, y no poco de lo que podría haber ofendido. De hecho, por las siete estancias se paseaba majestuosamente una muchedumbre de sueños. Y estos -los sueños- se revolvían por las habitaciones, tiñéndose del color de cada una, y haciendo que la música desenfrenada de la orquesta pareciera el eco de sus pasos. Y entonces suena el reloj de ébano en el salón de terciopelo. Y por un momento todo se aquieta, todo se acalla salvo la voz del reloj.
Los sueños quedan congelados y estáticos. Pero el eco de las campanadas se apaga -no han durado sino un instante- y una risa leve, a medias reprimida, queda flotando tras él. Y surge de nuevo la música, y viven los sueños, y se revuelven de un lado a otro más alegres que nunca, teñidos por las ventanas multicolores por las que penetra el resplandor de los trípodes. Pero en el salón de poniente, ninguno de los enmascarados se atreve ahora a entrar, porque la noche ya se desvanece y una luz más rojiza se filtra por los cristales de color sangre; y la negrura de los tapices espanta; y quien aventura sus pasos sobre la negra alfombra escucha un sordo tictac, más solemne y enfático que el que llega a oídos de quienes se entregan a la alegría en las salas más distantes.
Pero las otras habitaciones estaban abarrotadas, y en ellas latía febrilmente el ansia de la vida. Prosiguió así el torbellino festivo, hasta que al cabo el reloj inició las campanadas de la medianoche. Y cesó entonces la música, como ya he dicho; y los que bailaban interrumpieron el vals; y, como en otras ocasiones, todo quedó desasosegadamente detenido. Pero ahora eran doce las campanadas que tenían que sonar; y ocurrió así, quizá, que al disponer de más tiempo, más grave se tornó la reflexión de quienes en la concurrencia ya estaban pensativos. Y también ocurrió así, quizá, que antes de que el último eco de la ultima campanada hubiera desaparecido en el silencio, muchos ya habían reparado en la presencia de una figura enmascarada que hasta entonces no había llamado la atención de nadie. Y de boca se extendió el rumor de esta nueva presencia, y al poco se alzó en toda la compañía un susurro, un murmullo de desaprobación y sorpresa, luego, por último, de terror, de horror y de asco. En una congregación fantasmagórica como la que he pintado, bien se puede suponer que ningún atuendo ordinario habría causado tal sensación. De hecho, esa noche la libertad en los disfraces era prácticamente ilimitada; pero la figura en cuestión había rizado el rizo, superando incluso los límites del gusto permisivo del príncipe. Hay fibras aún en el corazón de los más osados que no pueden tocarse sin que se emocionen. Hasta los casos perdidos, para quienes la vida y la muerte son una misma broma, creen que hay ciertos asuntos con los que no se puede bromear. En todos los asistentes, desde luego, se apreciaba ahora la sensación intensa de que el disfraz y el porte del extraño carecían de todo ingenio y decoro. Era una figura alta y lúgubre, amortajada de la cabeza a los pies con el atuendo de la tumba. La máscara que ocultaba representaba tan fielmente el semblante rígido de un cadáver que al observador más atento le resultaría difícil descubrir el engaño. Aun así, todo esto lo habría soportado, si no aprobado, aquella alocada concurrencia.
Pero el enmascarado había llegado incluso a asumir el aspecto de la Muerte Roja. La sangre le salpicaba la vestimenta… , y su ancha frente, y todas sus facciones, aparecían moteadas por el horror escarlata.
Cuando la mirada del príncipe Próspero se detuvo en este espectro (que se paseaba lento y solemne, como para dar mayor empaque a su figura), se le notó una convulsión, en un primer momento con un fuerte estremecimiento de horror o repugnancia; pero enseguida, el rostro se le encendió de ira.
¿Quién se ha atrevido… ? preguntó con voz ronca a los cortesanos que le acompañaban—: ¿Quién se ha atrevido a insultarnos con esta burla blasfema? ¡Cogedle y quitadle la máscara, y así sabremos a quien hay que colgar de una almena al amanecer!
Cuando pronunció estas palabras, el príncipe Próspero se hallaba en el salón azul, que daba al oriente. Y su eco recorrió alto y claro las siete estancias, porque el príncipe era un hombre robusto y osado, y un gesto suyo había acallado ya la música.
Era en el salón azul donde se hallaba el príncipe, en compañía de un grupo de pálidos cortesanos. Al principio, cuando habló, dieron éstos un primer paso hacia el intruso, que entonces estaba próximo a ellos, y que ahora se acercaba mas aún, con porte deliberado y majestuoso. Pero cierto miedo indecible que la insensata arrogancia de la máscara había inspirado a todo el grupo impidió que nadie le pusiera la mano encima; así que, sin estorbo alguno, pasó apenas a un metro del príncipe; y, mientras en los salones la numerosa concurrencia, como movida por un mismo resorte, se hacía a un lado buscando el refugio de las paredes, el enmascarado siguió andando con el mismo paso solemne y mesurado que desde el comienzo le había distinguido, pasando de la sala azul a la púrpura, de la púrpura a la verde, de la verde a la de color naranja, de ésta a la blanca, e incluso de aquí a la morada, sin que nadie hiciera el menor intento de detenerle. Fue entonces, sin embargo, cuando el príncipe Próspero, fuera de sí y avergonzado por su cobardía pasajera, cruzó veloz los seis salones, sin que nadie le siguiera por el terror mortal que de todos se había apoderado.
Blandía una daga desenvainada, y se acercó impetuoso y rápido a muy poco distancia de la figura que seguía su camino, cuando ésta, que ya había llegado al salón de terciopelo, giró de pronto y le hizo frente. Hubo un grito agudo, y la daga reluciente cayó en la alfombra negra sobre la que, al instante, caía postrado por la muerte el príncipe Próspero. Después, llevados por el valor enloquecido de la desesperación, un amplio grupo entró en avalancha en el salón negro, en el que la alta figura seguía inmóvil y erguida bajo la sombra del reloj de ébano; pero al ponerle la mano encima al enmascarado, un horror innombrable les cortó el aliento y descubrieron que la mortaja y la máscara cadavérica que habían tratado con violenta rudeza no estaban habitadas por ninguna forma tangible.
Y reconocieron la presencia de la Muerte Roja. Había venido como un ladrón en la noche. Y uno a uno fueron cayendo los presentes en los salones antes festivos, ahora bañados en sangre, y cada uno hallaba la muerte en la desesperada postura en que caía. Y la vida del reloj de ébano se apagó con la del último cortesano. Y las llamas de los trípodes se extinguieron. Y de todo se adueñó la Tiniebla, la Corrupción y la Muerte Roja.