Cuentos para ver

DOS SON UNA MULTITUD - Sasha Gilien

Permanecí veinte minutos con Charlie Kleingold después de que quedó tendido, muerto, en el sofá de su saloncito.
Y no es que me sintiera sentimental en lo que a él respecta; pero se estaba tan cómodo en la tranquila y silenciosa habitación, que me disgustaba tener que abandonarla y volver a comenzar el trabajo. Pero no había más remedio. En cuanto su corazón dejó de funcionar, supe que la lucecita roja encendida encima de su nombre había empezado a parpadear en el gran tablero, y ya me estaban zumbando para que me presentara a buscar mi nuevo destino.
«¡Que zumben! —pensé—. Después de haber vivido treinta y cinco años con Charlie, unos minutos más no tienen importancia. ¡Pobre Charlie! La verdad es que pasamos muy buenos ratos...»
Eventualmente, desde luego, regresé. Nada había cambiado. El gran tablero seguía parpadeando mientras los muchachos se afanaban quitando las placas con los nombres antiguos y poniendo las nuevas. Las placas antiguas son llevadas a Archivos, y clasificadas por orden alfabético, y a medida que llegan las noticias de nuevas germinaciones se efectúan los nombramientos, y una nueva placa es colocada en el tablero, debajo de una de las lucecitas. Sin embargo, me pareció que la actividad era mayor, como resultado, supongo, del progresivo aumento de la población durante los treinta y cinco años que había durado mi última ausencia. Y, desde luego, nuestro departamento nunca obtiene las asignaciones que necesita para personal, de modo que cada año disminuye un poco su eficiencia, a pesar de la buena voluntad que todo el mundo pone en su tarea.
El altavoz carraspeo, y oí que un oficinista pronunciaba mi nombre. «E-Ag477, E-Ag477, a Destinos». Ya no había vacaciones entre dos trabajos, especialmente para la categoría E. Salir del cadáver y meterse en el óvulo sin haber podido recuperar las energías derrochadas en la última tarea.
Entra, hijo mío —dijo el director cuando abrí la puerta de su oficina—. Has hecho un buen trabajo con ese Korngold...
Kleingold.
Bueno, como se llamara. No sé por qué terminaron con él tan pronto, pero no hago preguntas; me limito a asignar nuevos destinos. Hace unos años me dejaron sin ayudante. Y esta oficina resulta cada día más complicada. En fin...
Tenía aspecto de agotamiento, y me alegré de no tener que cargar con su trabajo burocrático y sus preocupaciones.
Aquí está —dijo el director, sacando un sobre azul de un fichero y entregándomelo—. Esta vez serán ochenta y nueve años. Que te diviertas.
Al salir de la oficina abrí el sobre y saqué la tarjeta taladrada. El nombre era Arthur Mayhew, 1766 North Glenville Drive, Bel Air, California. Al final había conseguido una buena zona geográfica y lo único que en aquellos momentos necesitaba era un embarazo tranquilo, para poder descansar un poco. Siempre llegamos a nuestro destino en el instante en que el óvulo queda fecundado, y, naturalmente, mientras se desarrolla el trabajo es prácticamente nulo. La tarea empieza realmente después del nacimiento.
La concepción se produjo con toda normalidad, a pesar de los esfuerzos de Mr. y Mrs. Mayhew para boicotearla, y me instalé para pasar nueve meses de tranquilidad, que me eran muy necesarios después de la agitada vida de Charlie Kleingold.
Creo que ha habido un error —oí que decía alguien con voz velada.
Me volví en redondo para ver a un tipo pálido, de aspecto blandengue, con una expresión desconcertada en su alargado rostro.
Eso parece. ¿Qué estás haciendo aquí?
Este es mi destino.
Me enseñó su tarjeta. Desde luego, era para Arthur Mayhew, en las mismas señas, aunque el nombre cifrado era I-Es843. Algún oficinista, o incluso el propio director, había sufrido una equivocación y nos había enviado a los dos al mismo sitio. Lo malo era nuestras categorías. Su categoría le señalaba como Introvertido-Esquivo, en tanto que la mía era de Extravertido-Agresivo. Desgraciadamente, no había ninguna posibilidad de regresar a la oficina hasta que la lucecita roja de Arthur Mayhew parpadeara en el tablero.
Amigo —dije—, la oficina rara vez comete un error. Sin embargo, esta vez ha metido la pata.
¿Qué podemos hacer?
Mucho me temo que no podemos hacer absolutamente nada... de modo que será mejor que te quedes al margen y me dejes llevar el timón.
Pero yo tengo que realizar mi trabajo... —murmuró, en un tono que me escamó.
Eso ya lo veremos —repliqué.
Me había dado cuenta de que era uno de esos tipos que, bajo un aspecto tímido y prudente, tienen la tozudez de una mula. Se presentaba un verdadero problema. Si por lo menos hubieran enviado a alguien de mi misma categoría... Con dos de nosotros en su interior, Arthur Mayhew hubiera resultado invencible.
Al principio, el problema no me pareció grave. En realidad durante una temporada permanecimos unidos en la común esperanza de vernos pronto libres. Un mes después de la concepción, cuando Mrs. Mayhew descubrió que estaba embarazada, se habló de «interrumpir el asunto», lo cual hubiera significado que podíamos dar por terminada nuestra gestión, pero Mr. Mayhew se puso farruco, y dijo que adelante, y Mrs. Mayhew tuvo que resignarse a la maternidad, a pesar de lo mucho que le disgustaba la idea. A partir de aquel momento, mi compañero y yo nos evitamos mutuamente en la medida de lo posible hasta que se produjo el parto. Tomé el mando de las operaciones; Arthur salió gritando y pataleando, y durante los primeros tres meses las cosas marcharon a gusto mío. Los Mayhew estaban convencidos de que habían engendrado un pequeño monstruo; alguien que exigía atenciones y cuidados todos los minutos del día y de la noche. Si los aullidos no daban el resultado apetecido, tiraba al suelo todo lo que le caía a mano, o, utilizando su arma final, se ensuciaba deliberadamente en los pañales. Se mostraba simpático cuando alguien le dedicaba su atención; hacía mil monerías, palmeando sus manecitas. Pero, en cuanto le dejaban solo, sus alaridos estremecían a todo el vecindario.
Durante todo aquel tiempo, I-Es843 permaneció ocioso, con su aire taciturno habitual. Procuré ignorarle mientras me dedicaba a Arthur, que estaba convirtiéndose en un maravilloso Extravertido-Agresivo. Pero, una noche, I-Es843 me suplicó que le diera la oportunidad de trabajar un poco y, como en el fondo soy un tonto sentimental, me dejé convencer por sus ruegos y le cedí los controles por veinticuatro horas. El cambio en Arthur fue inmediato. Permaneció horas enteras mirando fijamente al techo, y cuando Annie, la niñera, entró en su cuarto para alimentarle, se encogió en un rincón de su cuna, aterrorizado. Incluso sus juguetes parecían asustarle. Ni siquiera gritaba; se limitaba a lloriquear, y sólo se callaba cuando le dejaban solo.
Cuando hubieron transcurrido las veinticuatro horas, el muy canalla de I-Es843 se negó a soltar los controles.
¿Qué piensas hacer? —inquirió, con una sonrisita burlona.
Nada, no podía hacer nada, puesto que él tenía el interruptor. Y él lo sabía, porque añadió, sin dejar de sonreír repulsivamente:
Para ser un Extravertido-Agresivo, eres de una ingenuidad aplastante.
¡Santo cielo! —exclamó Annie, que había cuidado a Mrs. Mayhew cuando la madre de Arthur era una niña. Nunca he visto a un chiquillo cambiar de este modo. No tiene fiebre, pero estoy segura de que está enfermo.
Si que ha cambiado. Y, desde luego, no puedo decir que me desagrade el cambio. Parece mentira que en esta casa pueda gozarse de un poco de tranquilidad. De todos modos, mañana le llevaré a que lo vea el doctor McCleod.
El doctor McCleod, que había ayudado a Arthur a venir al mundo, le encontró bien de salud, aunque también a él le sorprendió la silenciosa melancolía del niño. Le recetó una sobrealimentación y dijo a Mrs. Mayhew que no se preocupara, cosa que ella no iba a hacer, de todos modos.
Ahora, I-Es843 era dueño absoluto de los controles, y tímido que no tenía amigos y que sólo era feliz cuando estaba Arthur Mayhew se convirtió en un chiquillo asustadizo y solo. Apenas hablaba, sus padres tenían cada vez menos acceso a él, y él se hundía cada vez más en su pequeño mundo, y a sus profesores les preocupaba su desarrollo social, que parecía ser completamente nulo. Desde luego, yo estaba furioso y me pasaba el tiempo acechando una oportunidad de recuperar los controles; deseaba infundir al niño un poco de vida.
La oportunidad se presentó cuando Arthur tenía doce años. Una noche, I-Es843 descuidó un poco la vigilancia. Y yo aproveché la ocasión.
De acuerdo, amigo, hasta ahora le has manejado a tu antojo. A partir de este momento, es mío —le dije, dándole un codazo para que se apartara. Me miró con aire de reproche y se apartó, aunque yo sabía que iba a tenerlo siempre junto a mí, acechándome.
Empecé con Arthur a la mañana siguiente. A la hora del desayuno, golpeó fuertemente la mesa con la cuchara y aulló:
¡Ya estoy harto de esta asquerosa harina de avena!
¿Qué has dicho? —preguntó Mr. Mayhew en tono de incredulidad. En cinco años, era la primera vez que su hijo pronunciaba una palabra en la mesa, aparte del murmurado «Buenos días».
¡Que ya estoy harto de esta asquerosa harina de avena! —repitió Arthur—. ¿Qué noticias trae el periódico, papi?
¿Te encuentras bien, Arthur?
Desde luego que me encuentro bien. Sólo te he preguntado qué noticias trae el periódico.
Arthur, hay algo...
Ahórrate el sermón, papi. Vas a hacer que llegue tarde a la escuela.
Y Arthur recogió sus libros y se marchó, dejando a Mr. Mayhew con la boca abierta sobre Los Angeles Times.
Durante el día, cuando Mrs. Kramer salió un momento de la clase, Arthur asombró a sus condiscípulos poniéndose en pie sobre su pupitre y efectuando una notable imitación de la profesora, seguida por una rápida incursión de castigo por toda la clase, a base de tirones de pelo a las niñas y pellizcos a los muchachos. Sus compañeros se desternillaron de risa, pero creo que estaban un poco asustados por el ímpetu de Arthur. Confieso que no pude evitarlo; después de todo aquel tiempo de inactividad, me encontraba rebosante de energías y de ideas nuevas. Cuando Mrs. Kramer acudió apresuradamente para ver qué sucedía, se quedó de una pieza al comprobar que el responsable del jaleo era el pequeño Mayhew. Mrs. Kramer tenía unas ideas excesivamente progresivas en materia de educación, de modo que le pareció de perlas que el muchacho se hubiera desprendido finalmente de su timidez para formar parte como miembro activo de aquel reducido grupo social. Sin embargo, al cabo de unos días empezó a preguntarse si el muchacho no llevaba su entusiasmo demasiado lejos. Desorganizó las clases, creó una banda llamada «Los Vengadores de Arthur» que aterrorizaba a los profesores y a los alumnos, y sus «hazañas» quedaron registradas para siempre en los anales de la Oakglen School. En casa se convirtió en un muchacho ingobernable, haciendo siempre lo que se le antojaba, a pesar de los tímidos intentos de sus padres de imponerle una disciplina. Era fanfarrón, pendenciero e insultante, y su conducta obligó a la fiel Annie a dejar a los Mayhew y a buscar empleo en otra parte.
¿Quieres decirme qué es lo que le ha sucedido a nuestro hijo, Clyde? —preguntó Mrs. Mayhew una noche, después de un episodio particularmente violento en el curso del cual Arthur había derrotado en toda la línea a Mr. Mayhew en una batalla de voluntades. Mr. Mayhew se había visto en la necesidad de recurrir a su superioridad física para vapulear a su hijo y encerrarle en su habitación. Desde allí llegaban los espasmódicos aullidos del saxofón alto que Arthur se había llevado (sin permiso) de la escuela.
Sinceramente, lo ignoro, querida, pero empiezo a estar harto de él. No lo comprendo; era un chico tan retraído, tan tímido... ¿Recuerdas lo preocupados que estábamos por su falta de decisión? Supongo que el cambio se debe a esa maldita escuela progresiva...
Los Mayhew aguantaron otro año antes de enviar a Arthur a la Academia Militar Cleves, especializada en la educación de muchachos ricos que necesitaban ser tratados con mano de hierro. El coronel Cleves no había encontrado aún el acero que no se doblegara entre sus manos. Sin embargo, el Cadete Arthur Mayhew demostró ser un formidable adversario, y si el coronel no hubiera estado tan celoso de su reputación le habría devuelto a su casa al final del primer trimestre. Daba la casualidad de que Arthur tenía un cociente de inteligencia de 30 puntos más que el del coronel, y teniendo en cuenta que yo desarrollo lo mejor de mi trabajo entre los diez y los veinte años, Arthur solía resultar vencedor. «Los Vengadores de Arthur» renacieron a la vida, y su caudillo se mostraba más audaz y arrogante que nunca. Organizó una estruendoso orquestina de la cual era primer saxofón y vocalista, y se las arregló para convertirse en el centro alrededor del cual giraban todas las actividades rebeldes, desprestigiando rápidamente al pobre coronel Cleves, cuyo lema era: «La Obediencia es el Bien más Preciado».
Todo funcionaba tan bien, que llegué a olvidarme por completo de I-Es843, el cual seguía acechando en la sombra. Fue un error, lo reconozco. Una noche se apoderó de los controles. Cuando quise darme cuenta ya no había nada a hacer, y la personalidad del pobre Artie iba a malograrse una vez más.
Se despertó llorando.
¡Eh, Artie! ¿Qué diablos te pasa? —preguntó Donald Gross, su compañero de cuarto, completamente desconcertado.
No... no quiero estar aquí. Quiero marcharme a casa.
Donald le miró con el ceño fruncido.
¿Qué es lo que estás tramando?
Déjame solo, ¿quieres? —Arthur se volvió de cara a la pared y se tapó la cabeza con la manta.
Continuaba allí después del desayuno, cuando el coronel Cleves entró en la habitación echando chispas por los ojos.
¡En pie, Mayhew! —rugió—. ¿Qué significa esto?
Se acercó a la cama y dio un violento tirón a las mantas, dejando al descubierto al pobre Arthur, aplastado contra la pared, tratando de contener sus sollozos. No había nada que le gustara tanto al coronel Cleves como el ver a un muchacho asustado.
Deje de lloriquear, Mayhew, y levántese. —Se volvió hacia el capitán Prosser, su ayudante—. Capitán, procure que este cadete esté en la Formación Matinal, y asegúrese de que se presenta en mi despacho a las 16 horas.
Cuando el coronel se hubo marchado, el viejo capitán Prosser, que estaba algo intrigado por la conducta de Arthur, le ayudó a vestirse y le acompañó en silencio al patio, donde sus compañeros estaban ya formados, preguntándose qué clase de treta estaba preparando. Con la cabeza baja, Arthur ocupó su lugar en la formación y realizó obedientemente los ejercicios prescritos por el reglamento de instrucción. Al producirse el primer descanso, los miembros de su pandilla le rodearon, esperando que dijera algo.
¿Qué queréis? —dijo Arthur, con el rostro muy pálido.
No creo que esté fingiendo —opinó Donald Gross—. Está enfermo, o algo por el estilo.
Hubo un murmullo de inquietud entre los muchachos, y luego, Buddy Baust, el fiel lugarteniente de Arthur, dijo:
Vamos, Artie, cuéntanos el truco.
Dejadme solo, por favor —murmuró Arthur, casi sollozando.
Sonó el silbato, y todo el mundo regresó a la formación. Durante el resto del día, Arthur trató de evitar a los muchachos, llegando al extremo de ocultarse en el retrete a la hora del almuerzo y de sus clases de la tarde. Fue sacado de allí por el capitán Prosser, el cual le metió en el despacho del Coronel a las cuatro en punto. El Coronel estaba tan complacido al ver acobardado a Arthur, que se mostró amable con él, limitándose a recordarle que en la Academia Militar Cleves un muchacho tenía que doblegarse si no quería lamentarlo durante toda su vida.
Los compañeros de Arthur le hicieron rápidamente el vacío. No hablaba con nadie ni siquiera con Donald Gross. No sonreía nunca, excepto a sí mismo. Pasaba todos sus momentos libres tumbado en su cama, contemplando la pared. El coronel Cleves envió un brillante informe a los padres de Arthur, asegurándoles que la conducta de su hijo había variado en forma radical y que se sentirían muy complacidos por su nueva actitud. En realidad, cuando sus padres le visitaron el Día del Desfile Anual, Arthur apenas les dirigió la palabra. Permaneció con la vista clavada en el suelo, en actitud encogida. Los Mayhew quedaron asombrados por el cambio, pero había algo tan patético en él, que les produjo más tristeza que alegría.
Durante el viaje de regreso, Mrs. Mayhew dijo:
Clyde, creo que ese imbécil coronel Cleves ha quebrantado el espíritu de Arthur. Me parece que lo mejor sería sacarle de esa Academia...
Sólo le falta un año, querida. Es posible que esté sufriendo una transformación, y que su actitud actual sea una fase de su evolución.
Me sacaba de quicio ver lo que I-Es843 estaba haciendo con el pobre Artie; el muchacho inspiraba verdadera lástima. El Día de la Graduación, mientras todos los veteranos se abrazaban y se estrechaban las manos en emocionadas despedidas, Arthur recogió su diploma y echó a correr hacia el automóvil de sus padres, dejándose caer en el asiento trasero. ¡Fue la gota que colmó el vaso de mi amargura! Perdí la cabeza, agarré el brazo de I-Es843 y se lo retorcí hasta que soltó los controles. Luchamos por cogerlos de nuevo, y descubrí que mi adversario, con su aspecto de mosca muerta, era más fuerte de lo que parecía. Durante el tiempo que duró nuestra lucha, Arthur permaneció caído en el asiento del coche, gruñendo y lloriqueando alternativamente. Al final, Mr. Mayhew detuvo el vehículo. Cuando él y su esposa hubieron sacado al muchacho para que le diera el aire, yo me había hecho dueño absoluto de los controles. I-Es843 estaba caído de espaldas, jadeando.
¿Qué te pasa, Arthur? ¿Qué tienes? —inquirieron los Mayhew al mismo tiempo.
Artie sonrió.
¿A mí? Nada. ¿Qué va a pasarme? Sólo que me alegro de haber perdido de vista al viejo Cleves, el tipo más asqueroso que viste uniforme... ¿Puedo conducir, papi?
¡Dios mío! —exclamó Mrs. Mayhew—. No sabes el susto que acabas de darnos. Creímos que te estabas muriendo...
No digas tonterías. Vamos, papi, deja conducir al viejo Artie.
Deja de hablar en ese tono —dijo Mr. Mayhew—. No, no puedes conducir. Sube al coche.
Arthur corrió hacia la parte delantera del automóvil, saltó al asiento del conductor y puso el motor en marcha.
¡El que no suba a bordo se queda en tierra! —gritó, haciendo avanzar el vehículo unos cuantos pies—. ¡Conduce Artie! ¡Aprovechen la ocasión para conocer las delicias de la velocidad!
Mr. Mayhew dirigió a su esposa una mirada de impotencia, y ambos subieron al automóvil, ocupando el asiento trasero. Artie se inclinó sobre el volante como si se dispusiera a tomar parte en la carrera de las Mil Millas, y cuando llegaron a la carretera general el «Buick» volaba a noventa y cinco millas por hora. Arthur hizo sonar el claxon y hundió el pie en el acelerador hasta que no dio más de sí. La loca carrera duró un cuarto de hora: hasta que un coche patrulla tomó cartas en el asunto.
Me sentía muy dichoso, y lo único que enturbiaba ligeramente mi felicidad era la presencia de I-Es843, con sus continuos reproches.
Estás arruinando la vida del muchacho —me decía.
Y un cuerno. Tú eres el que has estado a punto de arruinarla.
Tenía agallas: decirme que yo estaba estropeando a Artie.
Bueno, no me importa lo que digas; no podemos continuar luchando de este modo. No podemos permitirnos ni un momento de descanso.
¿Y qué?
Se me ha ocurrido una idea.
¿De veras?
En vez de luchar, ¿por qué no nos turnamos en el mando de los controles?
No era una mala idea, pero ofrecía una dificultad: después de mis experiencias anteriores, no podía confiar en aquel tipo.
Se dio cuenta de lo que estaba pensando.
Te juro que esta vez puedes confiar en mí. Yo confío en ti. Podemos cambiar cada semana.
Digamos cada veinticuatro horas, y trato hecho.
Sellamos el trato con un apretón de manos, y por primera vez sostuvimos una charla amistosa. Resultó que I-Es843 no era un mal individuo, después de todo. Y no tenía la culpa de que en la oficina hubieran cometido un error. Aunque... ¿cómo podía saber si el error no lo habían cometido al enviarme a mí? Bueno, lo cierto es que desde hace unos años nos alternamos amigablemente el mando de los controles, y la cosa marcha admirablemente para nosotros. Desde luego, para Arthur resulta un poco duro. Y lo malo es que no se verá libre de nosotros hasta que parpadee su lucecita roja, y esto no ocurrirá hasta dentro de sesenta y ocho años.



Sasha Gilien

LA CÚPULA - Fredric Brown

Kyle Braden permanecía sentado en su mullida butaca, contemplando el interruptor de la pared opuesta y preguntándose por millonésima vez (¿o sería por billonésima?) si estaba dispuesto a correr el riesgo de accionarlo. La millonésima o la billonésima vez en... aquella tarde haría treinta años.
Significaría probablemente la muerte, pero él no sabía bajo que forma. Desde luego, no sería una muerte atómica... todas las bombas se habrían utilizado ya hacía muchos años. Habían servido únicamente para destruir por completo la civilización. Para ese fin, había bombas de sobra. Y sus cuidadosos cálculos, realizados hacía treinta años, demostraban que tendría que transcurrir casi un siglo antes que el hombre consiguiese iniciar una nueva civilización... es decir, lo que quedase del hombre.
Mas, ¿qué ocurría en aquel momento, allá afuera, al otro lado del campo de fuerza en forma de cúpula que todavía le protegía de aquel horror? ¿Qué habría allí? ¿Hombres o bestias? ¿Y si la Humanidad se hubiese embrutecido totalmente, abandonando el terreno a otros animales menos malignos? No, la Humanidad había conseguido sobrevivir sin duda; únicamente debía de haber retrocedido. Y posiblemente el recuerdo del propio mal que se había infligido perduraría como una leyenda, para evitar que cometiese aquel tremendo error por segunda vez. Pero..., ¿bastaría para evitarlo, aunque el recuerdo de la catástrofe se conservase plenamente?
Treinta años, se dijo Braden. Suspiró ante el recuerdo de aquel lapso de tiempo que pareció interminable. Pero él había contado con todo lo necesario durante aquellos años, y la soledad era preferible a una muerte repentina. Más valía vivir solo que perecer..., morir allí afuera de alguna horrible manera.
Esto era lo que pensaba treinta años atrás, cuando él tenía treinta y siete. Y seguía pensando lo mismo en la actualidad, después de haber cumplido los sesenta y siete. No lamentaba en absoluto haber hecho lo que hizo. Pero se sentía cansado. Por millonésima vez (¿o sería billonésima?) se preguntó si no había llegado ya el momento de accionar aquel interruptor.
¿Y si allá afuera la Humanidad hubiese conseguido regresar a alguna sencilla forma de vida agrícola? Él podría ayudar a sus semejantes, darles cosas y consejos muy necesarios. Podría saborear, antes de ser verdaderamente viejo, su gratitud y la dicha de ayudar al prójimo.
Además, no quería morir solo como un perro. Había vivido solo y había soportado bastante bien su soledad..., pero a la hora de la muerte necesitaba la compañía de sus semejantes. Morir solo allí dentro sería peor que perecer en manos de los nuevos bárbaros que esperaba encontrar en el exterior. Era hacerse demasiadas ilusiones suponer que sólo después de treinta años la Humanidad ya habría conseguido crear una cultura agraria.
Y aquel día sería el mejor para hacerlo. Se cumplían treinta años de su encierro voluntario, si sus cronómetros no mentían, lo cual era imposible. Esperaría unas cuantas horas para que fuese exactamente la misma fecha y la misma hora, treinta años hasta el último minuto. Sí, ocurriese lo que ocurriese, entonces lo haría. Hasta aquel momento, el carácter irrevocable que tendría la acción de pulsar el interruptor le había detenido cada vez que pensaba en hacerlo.
Si la cúpula de energía pudiese anularse para crearse de nuevo, le hubiera sido fácil tomar aquella decisión y lo habría intentado hacía ya mucho tiempo. Tal vez a los diez o quince años de la catástrofe. Pero se requería una energía tremenda para crear el campo de fuerzas, a pesar que bastaba con muy poca energía para mantenerlo. Cuando lo creó, todavía existía energía en grandes cantidades en el mundo.
Por supuesto, el propio campo había hecho que se interrumpiese la conexión —todas las conexiones— después que él lo creó, pero las fuentes de energía existentes en el interior del edificio habían bastado para atender a sus propias necesidades y suministrar la pequeña cantidad de energía requerida para mantener el campo.
Sí, se dijo de pronto con decisión, accionaría aquel interruptor cuando se cumpliesen exactamente treinta años. Treinta años eran demasiado tiempo para estar solo.
Él no había querido estar solo. Si Myra, su secretaria, no se hubiese ido cuando... pero lo hizo por enésima vez. ¿Por qué había demostrado ella tanta terquedad, tan ridícula terquedad, para desear compartir la suerte del resto de la Humanidad, para querer prestar ayuda a los que ya no la necesitaban? Y ella le amaba. Si no hubiese sido por aquella idea quijotesca, se hubiera casado con él. Tal vez él le explicó la verdad con demasiada crudeza y ella se impresionó. ¡Qué maravilloso hubiera sido que ella se hubiese quedado con él!
En parte, de ello tuvo la culpa que las noticias llegasen antes de lo que él esperaba. Cuando él apagó la radio aquella mañana fatídica, ya sabía que sólo quedaban unas cuantas horas. Oprimió el botón para llamar a Myra y ella entró, bella, fresca, serena. Se hubiera dicho que no escuchaba jamás los noticiarios ni leía los periódicos... que no sabía lo que estaba pasando.
Siéntate, querida —le dijo él.
Los ojos de Myra se abrieron un poco, con asombro, ante aquella inesperada manera de dirigirle la palabra, pero se sentó graciosamente en la silla que siempre utilizaba para tomar notas al dictado. Enarboló su lápiz.
No, Myra —dijo él—. Esto es un asunto personal... muy personal. Quiero pedirte que te cases conmigo.
Esta vez, ella abrió los ojos con verdadero asombro.
Dr. Braden, ¿es que... bromea usted?
No. Te aseguro que no. Sé que tengo algunos años más que tú, pero no muchos, supongo. Tengo treinta y siete cumplidos aunque parezco algo más viejo a consecuencia de lo mucho que he trabajado en mi vida. Y tú tienes... ¿Veintisiete, no es eso?
Cumplí veintiocho la semana pasada. Pero no pensaba en la edad. Es que... verá. Si digo que me parece demasiado repentino, parecerá una frase común, pero es la verdad. Usted ni siquiera... —y sonrió con expresión traviesa— ni siquiera me ha acosado. Y usted es el primer hombre para el cual he trabajado que no lo ha hecho.
Braden le dirigió una sonrisa.
Lo siento. No sabía que eso fuese necesario. Pero Myra, hablo en serio. ¿Quieres casarte conmigo?
Ella le miró con aire pensativo.
Yo... no sé. Lo curioso es que... creo que estoy un poco enamorada de usted. No sé por qué he de estarlo. Usted siempre se ha portado de una manera muy fría, interesado únicamente en su trabajo. Nunca ha intentado besarme, ni siquiera me ha piropeado.
»Pero... la verdad es que no me gusta esta declaración tan repentina y poco... sentimental. ¿Por qué no me lo vuelve a preguntar dentro de unos días? Y entre tanto... no estaría demás que me dijese también que me ama. No le vendría mal.
Te lo digo ahora, Myra. Perdóname. Pero al menos... no te opones a la idea... no me dices que no.
Ella denegó lentamente con la cabeza. Sus ojos, fijos en él, eran hermosísimos.
Entonces, Myra, permíteme que te explique por qué me he declarado de una manera tan imprevista y repentina. En primer lugar, he estado trabajando desesperadamente contra el reloj. ¿Sabes en qué he estado trabajando?
En algo relacionado con la defensa... En un... aparato. Y si no me equivoco, lo ha estado haciendo por su cuenta, sin apoyo del gobierno.
Exactamente —dijo Braden—. En las altas esferas no aceptarían mis teorías... y casi todos mis colegas, los demás físicos, están en desacuerdo conmigo. Pero afortunadamente tengo —o mejor dicho, tenía— recursos particulares muy cuantiosos procedentes de unas patentes que registré hace algunos años, sobre aparatos electrónicos. Sí, he estado trabajando en una defensa contra las bombas atómicas y los ingenios termonucleares... una defensa contra todo, que será eficaz excepto en el caso que la Tierra se convierta en un pequeño sol. Un campo de fuerzas globular a través del cual nada, absolutamente nada, puede ingresar.
Y usted...
Sí, lo he creado. Está a punto de entrar en operación ahora mismo, en torno al edificio en que nos encontramos, permaneciendo activo mientras yo lo desee. Nada podrá atravesarlo aunque lo mantenga durante muchos años. Además, este edificio está provisto de una tremenda cantidad de abastecimientos de toda clase. Hay incluso productos químicos y semillas para los cultivos hidropónicos. Tengo más que suficiente para que vivan aquí dos personas durante... durante toda una vida.
Pero... supongo que entregará su invento al gobierno, ¿verdad? Si es una defensa contra las bombas de hidrógeno...
Braden frunció el ceño.
Sí, lo es, pero por desgracia su valor militar es insignificante, por no decir nulo. Y los altos jefes del ejército lo saben. Tienes que saber, Myra, que la energía requerida para crear este campo de fuerzas aumenta en progresión geométrica con relación a su tamaño. El que rodea a este edificio tendrá veinticinco metros de diámetro... y cuando lo ponga en acción, la cantidad de energía requerida dejará probablemente a oscuras a todo Cleveland.
»Cubrir con una de estas cúpulas de energía aunque sólo fuese una pequeña aldea o un campamento militar, requeriría más energía eléctrica de la que consume toda el país en varias semanas. Y una vez cortado el suministro de energía para permitir que algo o alguien entrase o saliese, se requeriría la misma cantidad descomunal de energía para activarlo de nuevo.
»El único empleo concebible que podría hacer el gobierno de este invento sería precisamente el que intento hacer yo. Preservar la vida de una o dos personas, a lo sumo de algunos individuos... para que sobreviviesen al holocausto y la época de salvajismo y brutalidad subsiguiente. Y con excepción del que aquí existe, ya es demasiado tarde para establecer otro equipo similar en otro sitio.
¿Demasiado tarde? ¿Por qué?
No habría tiempo para construir la instalación. Querida, tenemos la guerra encima.
La joven palideció intensamente.
Braden prosiguió:
Lo ha dicho la radio, hace unos minutos. Boston ha sido destruida por una bomba atómica. Se ha declarado la guerra. —Habló más de prisa—. Y tú sabes lo que esto significa y las consecuencias que acarreará. Voy a cerrar el interruptor que creará el campo y lo mantendré en vigor hasta que considere seguro abrirlo nuevamente. —No quiso impresionarla aún más diciéndole que no creía poder abrirlo en todo lo que les restaba de vida—. Ahora ya no podremos ayudar a nuestros semejantes... es demasiado tarde. Pero podemos salvarnos nosotros.
Suspiró antes de añadir:
Siento tener que exponerte los hechos con tanta crudeza. Pero ahora ya sabes por qué lo hago. En realidad, no te pido que te cases conmigo ahora, si aún tienes algún escrúpulo. Sólo te pido que te quedes aquí hasta que tus últimos escrúpulos desaparezcan. Déjame decir y hacer las cosas que creo mi deber hacer y decirte.
»Hasta ahora —prosiguió sonriendo—, hasta ahora he trabajado tanto, tantas horas al día, que no he tenido tiempo de cortejarte. Pero ahora tendremos tiempo, muchísimo tiempo... y quiero que sepas que te amo, Myra.
Ella se levantó de pronto. Como sin ver, casi a ciegas, se dirigió hacia la puerta.
¡Myra! —la llamó él, dando la vuelta a la mesa para salir en su seguimiento. Al llegar al umbral, ella se volvió y le detuvo con un gesto. Tanto su semblante como su voz eran tranquilos.
Tengo que irme, doctor. Estudié un curso de enfermería. Mis servicios pueden hacer falta.
¡Pero, Myra, tú no sabes lo que va a suceder ahí fuera! Los hombres se convertirán en animales. Sufrirán la más horrible de las muertes. Escúchame, te quiero demasiado para permitir que te enfrentes con esto. ¡Quédate, te lo suplico!
De manera sorprendente, ella le sonrió.
Adiós, doctor Braden. Es posible que yo también muera con el resto de los animales. Le autorizo a que me considere loca.
Y cerró la puerta tras ella. Él vio cómo se alejaba desde la ventana. Al terminar de descender la escalera, echó a correr por la acera.
En el cielo resonaba el rugido atronador de los reactores. «Probablemente son los nuestros», se dijo Braden. «Es demasiado pronto para que sean los otros». Aunque también podría ser el enemigo... que había llegado cruzando el Polo y el Canadá, a tan gran altura que los aparatos no habrían podido ser detectados, para descender en picada después de cruzar sobre el lago Erie, con Cleveland como uno de sus objetivos. Era posible que incluso estuviesen enterados de su existencia y de sus trabajos y, por ello, considerasen a Cleveland como un objetivo primordial. Echó a correr hacia el interruptor y lo accionó.
Frente a la ventana y a seis metros de ella, surgió un muro opaco y gris. Todos los sonidos procedentes del exterior cesaron. Él salió de la casa y contempló el extraño muro. Era la mitad visible de un hemisferio gris de doce metros de alto por veinticinco de ancho, suficiente para contener la casa de dos pisos, de forma casi cúbica, donde tenía su vivienda y sus laboratorios. Y él sabía además que se hundía a doce metros de profundidad en la tierra, para contemplar una esfera perfecta. Ningún agente exterior podría atravesarla, por poderoso que fuese; ninguna lombriz podría penetrar en ella por debajo.
Nada ni nadie la atravesaron durante treinta años.
«Tampoco fueron demasiado malos, aquellos treinta años», se dijo. Tenía sus libros... leyó y releyó sus obras favoritas hasta sabérselas casi de memoria. Continuó sus experimentos y, aunque durante los últimos siete años, desde que cumplió los sesenta, cada vez le habían interesado menos y había ido perdiendo su espíritu creador, consiguió realizar algunos pequeños descubrimientos.
Ninguno de ellos comparable con el campo de fuerzas o siquiera con sus inventos anteriores, pero le faltaba incentivo. Había poquísimas probabilidades que lo que inventase fuese de utilidad para él o para alguien. ¿Le serviría un adelanto en electrónica a un salvaje que ni siquiera sabría cómo manejar un sencillo aparato de radio y mucho menos construirlo?
En fin, había tenido cosas más que suficientes para mantenerle ocupado y con ello salvar su razón, aunque no su felicidad.
Se dirigió hacia la ventana y contempló la muralla gris e impalpable que se alzaba a seis metros de distancia. Si pudiese bajarla un momento para levantarla de nuevo una vez hubiese distinguido lo que había al otro lado... Pero una vez bajada, lo sería para siempre.
Volvió junto al interruptor y se puso a mirarlo. De pronto se abalanzó sobre él y lo desactivó. Regresó lentamente a la ventana y poco a poco fue avivando el paso, hasta que por último casi corrió hacia ella. La muralla gris había desaparecido y lo que vio más allá de donde estaba era absolutamente increíble.
No era el Cleveland que él había conocido, sino una hermosa ciudad, una nueva ciudad. Lo que antes era una calle estrecha se había convertido en una amplia avenida. Las casa, los edificios, eran limpios y bellos, y su estilo arquitectónico le era desconocido. Los árboles, el césped, todo estaba bien cuidado. ¿Qué había ocurrido? ¿Cómo era posible? Era inadmisible que después de una guerra atómica la Humanidad se hubiese recuperado tan de prisa para realizar tan gigantescos progresos. O bien toda la Sociología se equivocaba de medio a medio.
¿Y dónde estaban los habitantes de aquella ciudad? Como en respuesta a esta muda pregunta, un automóvil cruzó ante él. ¿Un automóvil? Era distinto a todos los que él conoció. Mucho más rápido, de líneas mucho más esbeltas, extraordinariamente manejable... apenas parecía tocar el suelo, como si utilizase la antigravedad para anular su peso, mientras unos giróscopos lo estabilizaban. En él iba una pareja, el hombre sentado al volante. Era joven y apuesto y su compañera también joven y hermosa.
Se volvieron para mirar hacia él y de pronto el joven detuvo el vehículo, frenando casi en seco, a pesar que iban a una velocidad considerable. «Naturalmente», se dijo Braden, «no es la primera vez que pasan por aquí y estaban acostumbrados a la presencia de la cúpula gris. Y ahora se dan cuenta que ha desaparecido». El coche se puso de nuevo en movimiento. Braden supuso que iban a avisar a alguien.
Se acercó a la puerta y salió a la hermosa avenida. Una vez en el exterior comprendió la razón que se viesen tan pocas personas y que hubiese tan poco tráfico. Sus cronómetros no habían funcionado bien. En aquellos treinta años se habían parado con frecuencia. Era muy temprano y por la posición del Sol dedujo que serían entre las seis y siete de la mañana.
Comenzó a caminar. Si se quedaba allí, en la casa donde había permanecido durante treinta años bajo la cúpula, no tardaría en venir alguien cuando la pareja que le había visto difundiese la noticia. Desde luego, los que viniesen le explicarían lo que había ocurrido, pero él quería averiguarlo por sí mismo, para irlo descubriendo gradualmente.
Comenzó a caminar, sin cruzarse con nadie. Aquel barrio se había convertido en una hermosa zona residencial y era muy temprano. Distinguió algunas personas a lo lejos. Vestían de una manera diferente a la suya, pero no lo bastante para que su atuendo despertase una curiosidad inmediata. Vio algunos de aquellos vehículos extraordinarios, pero ninguno de sus ocupantes le hizo caso. Iban a una velocidad increíble.
Por último, llegó a una tienda que estaba abierta. Entró en ella, ya tan consumido por la curiosidad que no podía esperar más. Un joven de cabello rizado arreglaba objetos detrás del mostrador. Miró a Braden con expresión sorprendida e incrédula, y luego le preguntó cortésmente:
¿En qué puedo servirle, señor?
Le ruego que no me tome por un loco. Más tarde le explicaré. Contésteme esto: ¿Qué ocurrió hace treinta años? ¿No hubo una guerra atómica?
Los ojos del joven se iluminaron.
Claro, usted debe de ser el hombre que ha permanecido encerrado en la cúpula. Esto explica por qué usted...
Se interrumpió con embarazo.
Sí —dijo Braden—. Yo estaba bajo la cúpula. Pero... ¿Qué pasó? ¿Qué pasó después de la destrucción de Boston?
Vinieron astronaves, señor. La destrucción de Boston fue accidental. Vino una flota de naves desde Aldebarán. Una raza mucho más adelantada que nosotros pero animada de benévolas intenciones. Vinieron para hacernos ingresar a la Unión y para ayudarnos. Por desgracia una de sus naves cayó —precisamente sobre Boston— y el motor atómico que le suministraba la energía explotó, matando a un millón de personas. Pero a las pocas horas aterrizaron centenares de otras naves y los extraterrestres nos explicaron lo sucedido y nos presentaron sus excusas... con lo que se consiguió evitar la guerra, por muy poco. Las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos ya iniciaban su ataque, pero se consiguió hacer regresar a nuestros aviones.
Braden preguntó con voz ronca:
Entonces, ¿no hubo guerra?
En absoluto. La guerra es algo que pertenece al pasado más tenebroso, gracias a la Unión Galáctica. Ni siquiera existen actualmente gobiernos nacionales que puedan declararla. La guerra es imposible. Y nuestro progreso, con la ayuda de la Unión, ha sido tremendo. Hemos colonizado Marte y Venus; estaban deshabitados y la Unión nos lo asignó a nosotros, para que pudiésemos realizar obra de expansión. Pero Marte y Venus ya no son más que los suburbios. Viajamos a las estrellas. Incluso hemos...
Hizo una pausa al ver que Braden se aferraba al borde del mostrador, como si fuese a caerse. Se había perdido todo aquello. Había permanecido treinta años enclaustrado y a la sazón ya era un viejo.
Preguntó entonces:
Incluso tienen..., ¿qué?
Algo en su interior le dijo que ya sabía lo que iba a venir y apenas escuchó su voz al formular la pregunta.
Verá usted, no somos inmortales, pero poco nos falta. Nuestra vida se cuenta por siglos. Hace treinta años, yo debía tener su edad en aquella época. Pero... lamento que usted lo perdiese, señor. Los procedimientos que empleaba la Unión sólo servían a seres humanos que no hubiesen sobrepasado la madurez; es decir, que a lo más tuviesen cincuenta años. Y usted debe de tener...
Sesenta y siete —respondió Braden secamente—. Muchas gracias por sus informaciones..., joven.
Sí, se lo había perdido todo. El viaje a las estrellas..., hubiera dado todo cuanto poseía por efectuarlo, pero ahora ya no le interesaba. Y había perdido también a Myra.
Hubiera podido ser suya y ambos gozarían aún de una juventud casi perpetua.
Salió de la tienda y dirigió sus pasos hacia la casa que había estado cubierta con la cúpula. Probablemente ya estarían esperándole allí. Y tal vez le proporcionarían la única cosa que pensaba pedirles: energía para restablecer el campo de fuerzas, con el fin de terminar lo que le restaba de vida bajo la cúpula. Sí, lo único que ahora deseaba era lo que antes menos había ambicionado... morir como había vivido: es decir, solo.

TRAIDOR - José María Aroca

Le cogieron en París.
Los seres misteriosos habían desaparecido. Pero unas cuantas chozas de brillante metal en la tundra siberiana daban mudo testimonio de que no había sido una pesadilla.
En realidad, podía haber sido una pesadilla. Una pesadilla durante la cual la Tierra había permanecido indefensa, incapaz de resistir o de huir, mientras las extrañas formas aleteaban sobre sus verdes campos y sus hermosas ciudades. Y el despertar no había aportado la convicción de que todo había sido un mal sueño. No, había sido una espantosa realidad. Y los terrestres no habían sido capaces de resistir a los seres misteriosos, del mismo modo que un chiquillo no es capaz de matar al ogro de su cuento favorito.
Un curioso parangón, porque lo que finalmente había salvado a la Tierra había sido un cuento infantil. Una fábula.
La antigua fábula del león y el ratón. Cuando el león hubo agotado su orgullosa ciencia contra los invencibles e inmortales invasores de la Tierra, el ratón atacó y los venció.
El ratón, en este caso, fueron los microbios, una de las formas de vida más diminutas: como en el cuento de Wells, los seres misteriosos no estaban inmunizados contra las infecciones bacterianas. Sus monstruosos cuerpos fueron fácil presa de las enfermedades que sus poderosas inteligencias desconocían, y los pocos que sobrevivieron emprendieron una precipitada fuga en su ingenio espacial y desaparecieron definitivamente.
Si el traidor hubiera sabido el efecto que las bacterias iban a tener sobre ellos, les hubiera advertido, desde luego. Les habría informado de todo lo demás, cuando le recogieron en una calle de una gran ciudad como ejemplar de ser humano destinado a la experimentación. Una medida imprescindible antes de efectuar la gran invasión.
Habían escogido bien. A cambio de la recompensa que le ofrecieron, el traidor estaba dispuesto a vender a toda la raza humana. No era un hombre culto, pero era inteligente. Y les dijo todo lo que querían saber acerca de la probable reacción de la humanidad ante una situación con la cual no se había enfrentado nunca. Les dijo todo lo que sabía, sin que tuvieran que presionarle lo más mínimo. Por la recompensa que le habían ofrecido, hubiera sido capaz de cualquier traición.
Le cogieron en París. La multitud lo arrancó de manos de la policía, que no puso demasiado entusiasmo en impedirlo: su traición era del dominio público.
Cuando la multitud hubo saciado un poco su furor y el traidor había perdido la mayor parte de sus vestidos y el dedo pulgar de la mano derecha, le arrojaron al Sena y le mantuvieron debajo de las aguas grises con unas largas pértigas, como si fuera un venenoso reptil.
El traidor se tumbó tranquilamente sobre el lecho del río y sonrió con malignidad mientras un centenar de miles de personas se retorcían en la agonía de la muerte. Luego, el traidor ascendió a la superficie y echó a andar por las desiertas calles de París hasta que llegó al edificio de las Naciones Unidas. Allí se dio a conocer a un teniente de los servicios de vigilancia, diciéndole que había ido a entregarse voluntariamente y que estaba dispuesto a someterse a juicio en cualquier lugar del mundo que desearan.
Sonreía, convencido de su superioridad, de la eficacia de los poderes ultraterrenos que le habían conferido los seres misteriosos. El aparato de seguridad de las Naciones Unidas se hizo cargo de él.
El juicio fue una farsa legal. El acusado se reconoció culpable de haber traicionado al género humano, pero no permitió que le interrogaran. Cuando un abogado insistió, ante sus amables negativas, cayó repentinamente al suelo como herido por un rayo, muerto.
A continuación, el traidor se dirigió al Presidente del Tribunal y le dijo que estaba dispuesto a aceptar cualquier condena que le impusieran, excepto la de muerte. No podían matarle, explicó. Aquello era una parte de la recompensa que los seres misteriosos le habían concedido. La otra parte era él quien podía matar o inmovilizar a cualquier persona desde cualquier distancia.
Cuando terminó de hablar y volvió a sentarse, era evidente que el traidor se sentía muy satisfecho de sí mismo.
Uno de los abogados se puso en pie y se encaró con él.
Si lo que acababa de decir era cierto, preguntó, ¿por qué no habían utilizado aquel poder los seres misteriosos? ¿Por qué no habían matado a todos los habitantes de la Tierra para ocupar después el planeta vacío?
El traidor contempló sus dedos y se encogió de hombros. El dedo pulgar que le había sido arrancado por la furiosa multitud unos días antes empezaba a crecer de nuevo.
Necesitaban esclavos —respondió.
¿Y al final, cuando algunos de ellos estaban todavía sanos?
El traidor miró fijamente al abogado, el cual se sentó bruscamente, dando por terminado su interrogatorio. Pero el hombre que había traicionado a su propia raza sonrió y le permitió seguir viviendo.
Incluso terminó la pregunta por él, y la contestó.
¿Por qué no mataron entonces? Tenían otra cosa en el cerebro: ¡bacterias!
Y el traidor rió estruendosamente su macabro chiste.
Los azules ojos del abogado se clavaron en su rostro y el traidor dejó de reír. Casi afablemente, dijo:
Es una verdadera lástima que yo no sea uno de aquellos seres misteriosos. ¡Las bacterias me hubieran destruido!
Y se echó a reír de nuevo, hasta que las lágrimas corrieron por sus mejillas.
El Presidente del Tribunal aplazó entonces la sesión, y el traidor fue conducido de nuevo a su confortable prisión, por un grupo de aterrorizados policías.
Aquella noche, el abogado no durmió. Permaneció horas enteras sentado en una butaca, contemplando las blancas paredes de su despacho. Se alegraba de que los seres misteriosos no le hubieran concedido también al traidor el don de la telepatía.
Había descubierto su talón de Aquiles.
Las parálisis, las muertes a distancia, eran actos de una voluntad consciente. El mismo había admitido que si su cerebro era destruido, sus poderes quedarían también destruidos. Los seres misteriosos no habían pensado en vengarse, porque sus mentes estaban enteramente ocupadas en la tarea de salvarse a si mismos.
Pero el abogado se daba cuenta de lo inútil de su descubrimiento. No había medio de atacar el cerebro del traidor sin que él lo supiera.
Posiblemente podían anular su conciencia drogándole, o propinándole un fuerte golpe en la cabeza, pero el intentarlo equivaldría a un suicidio colectivo. Al traidor le bastaría una fracción de segundo para matar a todos los seres humanos. No iba a permitir que le operasen el cerebro, convirtiéndole en un idiota para el resto de su vida. Para siempre, rectificó inmediatamente. Pero luego pensó en aquel pulgar que volvía a crecer después de haber sido arrancado... No, extirparle el cerebro no serviría de nada, puesto que volvería a crecerle.
Era inútil seguir pensando en el asunto. No podían hacer absolutamente nada contra su invencibilidad. Aunque.
El abogado consultó su reloj. Eran las cuatro de la mañana. Se puso en pie y se dirigió a la cocina; salió casi inmediatamente, y a continuación se encaminó, a través de las calles silenciosas, hacia el hotel donde se hospedaba el traidor en calidad de prisionero. Al llegar allí, tomó el ascensor hasta el sexto piso.
Dos soñolientos policías se pusieron en pie de un salto al verle llegar. El abogado se llevó un dedo a los labios, recomendándoles silencio, y empujó la puerta de la habitación, que no estaba cerrada. Entró de puntillas, y se acercó a la cama donde reposaba el hombre que era invencible e inmortal... y humano. Humano, y sujeto a la involuntario inconsciencia que la naturaleza exige a todos los hombres.
El traidor estaba durmiendo.
El abogado sacó de su bolsillo una larga aguja de acero, que utilizaba normalmente para pinchar la carne en la cocina de su casa. Sin que le temblara el pulso, la hundió en uno de los cerrados ojos del traidor y la hizo girar una y otra vez, hasta que el cerebro del durmiente quedó convertido en una informe pulpa.
El juicio continuó celebrándose normalmente. El acusado había perdido su aire insolente. Ahora miraba enfrente de él con una expresión vacua, y todos sus movimientos tenían que ser dirigidos. Pero estaba vivo, y su dedo pulgar había vuelto a adquirir su tamaño normal.
El abogado tuvo en cuenta el detalle y no dejó de señalarlo al Tribunal. El dedo pulgar se había regenerado por completo en el período de seis semanas: tenían que partir de la base de que su cerebro se regeneraría en un plazo de seis semanas.
Los jueces deliberaron por espacio de cuatro días. El problema era muy peliagudo, ya que la inmortalidad al servicio del mal estaba más allá de toda posible solución humana. No se trataba de imponer una pena justa a un delincuente: se trataba de proteger a la raza humana de un aniquilamiento repentino. Un problema insoluble... pero que tenía que ser resuelto. El hecho de que el juicio se celebrara en Francia facilitó la solución.
El traidor fue condenado a prisión perpetua —nunca mejor aplicado el término—, pero la sentencia contenía una cláusula especial.
Mientras viviera, el condenado sería guillotinado una vez al mes.