Cuentos para ver

EL HOMBRE SIN CUERPO - Edward Page Mitchell

En un estante del antiguo Museo del Arsenal en el Central Park, entre colibríes, armiños, zorros plateados y periquitos de brillantes colores embalsamados, puede contemplarse una espectral galería de cabezas humanas. Sin mencionar ni al peruano momificado, ni al jefe maorí, ni al indio de cabeza chata, hablaré, sin embargo de una cabeza caucásica que ha tenido para mí un fascinante interés desde que, hace poco más de un año, fue agregada a la siniestra colección.

Mucho me sorprendió la mencionada cabeza cuando la vi por primera vez. Me conquistó la pensativa inteligencia de sus rasgos faciales. Notable es el rostro aunque carezca de nariz y las fosas nasales estén en pésimas condiciones. Los ojos también están ausentes, pero las cuencas vacías poseen su propia expresión. La piel apergaminada se halla tan encogida que los dientes muestran sus mismas raíces en las mandíbulas. La boca ha sufrido mucho los efectos de la descomposición, pero lo restante manifiesta un fuerte carácter. Parece decir: "¡Salvo ciertas deficiencias de mi anatomía, contemplas a un hombre de grandes cualidades!". Las facciones de la cabeza son del tipo teutónico y el cráneo es el de un filósofo. Me atrajo particularmente la vaga semejanza de este rostro destrozado con cierta cara que en una época me había sido conocida; un rostro cuyo recuerdo había quedado en mi memoria, pero que ahora me era inubicable.

No me sorprendí mucho, después de todo, cuando ya hacía casi un año que conocía a la cabeza, al ver que reconocía nuestra relación y expresaba su apreciación del interés amistoso que yo mostraba hacia ella guiñándome deliberadamente un ojo cuando me paraba ante su vitrina. Sucedió en un Día de Trustees. Era yo el único visitante en el salón. El fiel cuidador había salido a disfrutar una lata de cerveza con su amigo, el encargado de los monos. La cabeza me guiñó por segunda vez, aun con más cordialidad. Contemplé sus esfuerzos con el deleite crítico de un anatomista. Pude ver que el músculo masetero se flexionaba debajo de la piel correosa. Vi el juego de los glutinadores y el hermoso movimiento lateral de los músculos internos. Advertí que la cabeza estaba tratando de hablarme. Noté las contracciones convulsivas del músculo risorio y del zigomático mayor y supe que se esforzaba por sonreír.

"Aquí tenemos —pensé— un caso de vitalidad mucho tiempo después de la decapitación, o un ejemplo de acción refleja donde no existe un sistema diastástico o excitador-motriz." En cualquier caso, el fenómeno no tenía precedentes y debería ser cuidadosamente observado. Además, la cabeza me manifestaba evidentemente su buena disposición. Encontré en mi llavero una llave que abría la puerta de vidrio.

—Gracias —dijo la cabeza—. Un poco de aire puro es realmente una delicia.
—¿Cómo se siente? —pregunté cortésmente—. ¿Cómo se experimenta la falta del cuerpo?
Suspirando, la cabeza se sacudió con pesar.
—Daría —dijo a través de su mutilada nariz y usando, por razones obvias, los tonos pectorales con mucha economía—, daría ambas orejas por una simple pierna. Mi ambición es principalmente ambulatoria y, sin embargo, no puedo hacerlo. No puedo ni siquiera dar saltitos o caminar como los patos. De buena gana viajaría, vagaría, pasearía, circularía por los transitados senderos de los hombres, pero estoy encadenado a este maldito estante. No estoy mucho mejor que esas cabezas de salvajes... ¡yo, un hombre de ciencia! Estoy obligado a quedarme aquí, sobre mi cuello y ver a las gallinetas y cigüeñas a mi alrededor con piernas en abundancia. Contemple las piernas de aquellas aves. Mire esos porfirios de cabezas grises. No tienen sesos, ni ambición, ni anhelos. Sin embargo, tienen patas, patas, patas, en profusión —Lanzó así una mirada envidiosa hacia el lugar donde se mostraban las atormentadoras extremidades de las aves en cuestión y agregó lúgubremente—: No queda de mi persona material suficiente como para componer un héroe de las novelas de Wilkie Collins.

No sabía exactamente como consolarlo en un asunto tan delicado, pero me aventuré a sugerir que tal vez su estado tenía sus compensaciones en el hecho de estar libre de los callos y la gota.

—En cuanto a los brazos —continuó diciendo— ¡ahí tiene otra desgracia que me aqueja! Estoy incapacitado para espantar las moscas que se meten aquí adentro (Dios sabe cómo) en el verano. Tampoco puedo extenderme para darle un golpe a esa maldita momia de Chinook que está sentada allí mirándome con una mueca parecida a un muñeco de caja de sorpresas. No puedo rascarme la cabeza o sonarme la nariz —¡su nariz!— en forma decente cuando me resfrío con esta corriente insoportable. En cuanto a comer y beber, no me importa. Mi alma entera está absorbida por la ciencia. La ciencia es mi novia, mi divinidad. Adoro sus huellas en el pasado y saludo la profecía de su futuro progreso. Yo...

Ya antes había oído expresar los mismos sentimientos. En un instante encontré la explicación de porqué me resultaba conocida la cabeza, pensamiento que me había acosado desde la primera vez.

—Discúlpeme —dije— ¿no es usted el celebrado profesor Dummkopf?
—Ese es o, mejor dicho, fue mi nombre —respondió dignamente.
—Y vivía usted antes en Boston, donde llevaba a cabo experimentos de asombrosa originalidad. Fue usted el primero en descubrir cómo fotografiar el olor, como embotellar la música, como congelar la aurora boreal. Fue usted el primero en aplicar el análisis espectroscópico de la Mente.
—Esos fueron algunas de mis realizaciones de menor importancia —dijo la cabeza, sacudiéndose tristemente—, pequeños cuando se las compara con mi invención final, el grandioso descubrimiento que constituyó al mismo tiempo mi más grande triunfo y mi ruina total. Perdí el cuerpo en el experimento.
—¿Cómo sucedió eso? —pregunté—. No me había enterado.
—No —dijo la cabeza—; como estaba solo y sin amigos, mi desaparición apenas fue advertida. Pero le contaré todo.

Se oyó un ruido en la escalera.

—Silencio... —exclamó la cabeza—. Viene alguien. No nos deben descubrir. Disimule, disimule.
Apresuradamente cerré la puerta de la vitrina y logré poner la llave a tiempo para evadir la vigilancia del cuidador que regresaba. Fingí entonces examinar, con gran interés, un objeto cercano.

El siguiente día de Trustees volví a visitar el museo y le di al cuidador de la cabeza un dólar con el pretexto de adquirir datos con respecto a las curiosidades a su cargo. Me acompañó por todo el salón, hablando continuamente con gran soltura.

—Eso que ve allá —dijo cuando nos paramos frente a la cabeza—, es una reliquia de la moralidad que fue donada al museo hace quince meses. La cabeza de un notorio asesino guillotinado en París en el siglo pasado, señor.

Creí advertir un leve tirón en las comisuras de la boca del profesor Dummkopf y una depresión casi imperceptible en lo que una vez había sido su párpado izquierdo pero, dadas las circunstancias, mantuvo su rostro bastante bien controlado. Me deshice de mi guía con abundantes muestras de agradecimiento por sus inteligentes servicios y, como había anticipado, el mismo partió en el acto, a gastar en cerveza el dólar ganado con tanta facilidad, dejándome tranquilo para continuar mi conversación con la cabeza.

—¿Cómo se les ocurre poner un idiota de cabeza hueca como ese —dijo el profesor, después que hube abierto la puerta de la prisión de vidrio— a cargo de una porción, aunque sea pequeña, de un hombre de ciencia, del inventor del Telepompo ¡París! ¡Asesino! ¡El siglo pasado! ¡Qué sandeces!—. Y la cabeza se estremeció de risa hasta el punto en que temí que cayera del estante.
—Acaba usted de mencionar su invento, el Telepompo —sugerí.
—Ah, sí —dijo la cabeza, recobrando a un mismo tiempo su gravedad y su centro de gravedad—. Prometí contarle cómo llegué a convertirme en el Hombre sin Cuerpo. Resulta que hace tres o cuatro años descubrí el principio de la transmisión del sonido por medio de la electricidad. Mi teléfono, como le denominé, habría sido de gran utilidad práctica, si se me hubiesen dejado presentarlo al público. Pero, ¡ay!
—Disculpe mí interrupción —dije—, pero debo informarle que otra persona ha logrado inventar lo mismo hace muy poco tiempo. El teléfono ya es una realidad.
—¿Han llegado más lejos aún? —preguntó con ansiedad—. ¿Han descubierto el gran secreto de la transmisión de átomos? En otras palabras, ¿han realizado el Telepompo?
—No me he enterado de nada por el estilo —me apresuré a asegurarle—, pero, ¿qué quiere decir con eso?
—Escúcheme —dijo—. En el curso de mis experimentos con el teléfono me convencí de que el mismo principio tenía una infinita capacidad de expansión. La materia está formada de moléculas y las moléculas, a su vez, están compuestas por átomos. El átomo, usted sabe, es la unidad del ser. Las moléculas difieren de acuerdo a la cantidad y la disposición de los átomos que las conforman. Los cambios químicos se efectúan por medio de la disolución de los átomos en las moléculas y sus disposiciones en moléculas de otra clase. Esta disolución puede llevarse a cabo por la afinidad química o por medio de una corriente eléctrica de suficiente potencia. ¿Me sigue hasta aquí?
—Perfectamente.
—Bien, entonces, continuando con esta serie de ideas, concebí una gran teoría. No existía ningún impedimento para que la materia o pudiera ser telegrafiada o, para ser etimológicamente preciso, telepompeada. Se necesitaba efectuar la desintegración de las moléculas en átomos en un extremo de la línea y llevar las vibraciones de la disolución química por medio de la electricidad hasta el otro polo, donde se podría realizar la correspondiente reconstrucción a partir de otros átomos. Puesto que todos los átomos son parecidos, sus disposiciones en moléculas del mismo orden y el ordenamiento de esas moléculas en una organización similar a la original, sería prácticamente una reproducción del original. Sería una materialización, no en el sentido de la jerga de los espiritistas, sino en todo el verdadero sentido y la lógica de la severa ciencia ¿Aún me sigue?
—Es un poco más oscuro ahora —dije—, pero creo que entiendo su idea general. Telegrafiaría usted la idea de la materia, para usar la palabra idea como la definía Platón.
—Precisamente. La llama de una vela es la misma llama de una vela aunque el gas en combustión está cambiando continuamente. Una ola en la superficie del agua es la misma ola, aun cuando el agua de la cual se compone se modifica a medida que se desplaza por el mar. Un hombre es el mismo hombre aunque no exista en su cuerpo ninguno de los átomos que lo formaban cinco años antes. Lo esencial es la forma, la idea. Las vibraciones que otorgan individualidad a la materia pueden ser transmitidas a cierta distancia por un alambre de la misma manera que las vibraciones que dan individualidad al sonido. De tal manera, construí un instrumento con el que podía derrumbar la materia, por así decirlo, en el ánodo y volverla a construir con el mismo plan en el cátodo. Este era mi Telepompo.
—Pero en la práctica, ¿cómo funcionaba el Telepompo?
—¡A la perfección! En mis habitaciones en Joy Street, en Boston, tenía aproximadamente cinco millas de alambre. No tuve dificultad alguna en transmitir compuestos sencillos, tales como cuarzo, almidón y agua, de una habitación a la otra por medio de esta bobina de cinco millas. Jamás olvidaré la alegría que me embargó cuando logré desintegrar un sello de correos de tres centavos en una habitación y lo hallé inmediatamente reproducido en el instrumento receptor situado en otra. Este éxito con la materia inorgánica me animo a intentar lo mismo con un organismo vivo. Atrapé a un gato, negro y amarillo, y le apliqué una terrible corriente de una batería de doscientas cubetas. El gato desapareció en un abrir y cerrar de ojos. Corrí a la habitación contigua y, para mi inmensa satisfacción, encontré allí a Thomas, así se llamaba el gato, vivo y ronroneando, aunque algo asombrado. El instrumento funcionó como un encantamiento.
—Ciertamente, muy notable.
—¿No es cierto? Después de mi experimento con el gato, se apoderó de mí una gigantesca idea. Si podía transmitir un felino, ¿por qué no hacerlo con una mano? Si podía trasmitir alámbricamente un gato a una distancia de cinco millas por medio de la electricidad en un instante, ¿por qué no trasmitir un hombre a Londres por el cable trasatlántico y con igual prontitud? Resolví reforzar mi ya poderosa batería y hacer el experimento. Como concienzudo adorador de la ciencia, decidí experimentar el aparato en mi propia persona.

"No me gusta entrar en detalles sobre este capítulo de mi experiencia —continuó la cabeza, secando con un guiño una lágrima que se había escurrido hasta su mejilla y que yo enjugué suavemente con mi propio pañuelo—. Es suficiente decir que tripliqué las cubetas de mi batería, extendí el alambre sobre los tejados hasta mis habitaciones en Phillips Street, preparé todo y, con una calma soberana, fruto de mi confianza en la teoría, me coloqué en el instrumento receptor del Telepompo en mi oficina de Joy Street. Estaba seguro que cuando hiciera la conexión con la batería me hallaría transportado a mis habitaciones en Phillis Street, tanto como me cabía la seguridad de llegar allí vivo. Después, levanté la llave que conectaba la electricidad. ¡Ay de mí!"

Durante algunos instantes mi amigo fue incapaz de hablar. Pero, con un visible esfuerzo, continuó finalmente su narración.

—Comenzaron por desintegrarse mis pies y empecé entonces a desaparecer lentamente ante mis propios ojos. Se fueron esfumando las piernas y luego el tronco y los brazos. Advertí que algo andaba mal a causa de la extremada lentitud de mi disolución, pero nada podía hacer para remediar la situación. Después desapareció mi cabeza y perdí el sentido totalmente. Según mi teoría, habiendo sido mi cabeza la última en desaparecer, debería haber sido lo primero en materializarse en el otro extremo del alambre. La teoría fue confirmada por los hechos. Recuperé el sentido y abrí los ojos en mi departamento de Phillips Street. Se me estaba materializando la barbilla y con gran satisfacción vi que mi cuello iba tomando forma. Imprevistamente, más o menos a la altura de la tercera vértebra cervical, el proceso se detuvo. En un santiamén comprendí la causa. Me había olvidado de rellenar las cubetas de mi batería con ácido sulfúrico y no había suficiente electricidad para materializar el resto de mi cuerpo. Era una cabeza pero mi cuerpo estaba sólo Dios sabe dónde.

No intenté ofrecerle mi consuelo. Las palabras habrían parecido una burla ante el doloroso trance del profesor Dummkopf.

—¿Qué importancia tiene el resto de mi relato? —continuó con tristeza—. La casa de Phillips Street estaba repleta de estudiantes de medicina. Supongo que algunos de ellos encontraron mi cabeza y, sin saber nada de mí, o del Telepompo, se la apropiaron para sus estudios anatómicos. Supongo, también, que intentaron preservarla por medio de preparados de arsénico. Lo mal que resultó el trabajo está demostrado por mi nariz defectuosa. Me imagino que pasé de un estudiante de medicina a otro y de un gabinete de anatomía a otro hasta que algún bromista me donó a esta colección, como un asesino francés del siglo pasado. Durante algunos meses permanecí ignorante de todo, hasta que recuperé por fin el sentido y me encontré aquí.

"¡Así —añadió la cabeza con una risa áspera y seca— es la ironía del destino!"

—¿Hay algo que pueda hacer por usted? —pregunté después de una pausa.
—Gracias —replicó la cabeza—. Se puede decir que me siento tolerablemente alegre y resignado a mi suerte. He perdido la mayor parte de mi interés en la ciencia experimental. Estoy aquí día tras día observando los objetos de interés zoológico, ictiológico, etnológico y conquiliológico que abundan en este admirable museo. No se me ocurre nada que pueda hacer por mí.

"Quédese —agregó, mientras su vista se posaba una vez más en las exasperantes patas de los zancudos que tenía enfrente—. Si hay algo que realmente necesito, es un poco de ejercicio al aire libre. ¿No podría hacer algún arreglo para sacarme a pasear?"

Confieso que me quedé un poco asombrado por el pedido, pero prometí hacer lo que pudiera. Después de deliberar un poco, elaboré un plan de acción que se llevó a cabo de la siguiente manera:

Regresé al museo esa misma tarde poco antes de la hora de cierre y me oculté detrás de la enorme vaca marina o Manatus Americanos. El cuidador, después de una somera inspección de todo el salón, cerró el edificio con llave y se marchó. Emergí entonces de mi escondite osadamente y saqué a mi amigo de su estante. Con un trozo de cuerda resistente sujeté fuertemente una o dos de sus vértebras a las vértebras sin cabeza del esqueleto de un dinornis. Este enorme pájaro extinguido de Nueva Zelandia tiene pesadas patas, buche abultado y es tan alto como un hombre y de grandes patas extendidas. Provisto ya de piernas y brazos mi amigo manifestó un júbilo extraordinario. Se dedicó a pasearse, golpear los enormes pies en el piso, agitar las alas y de vez en cuando estallaba en un hilarante chancleteo. Me vi obligado a recordarle que debía tener en cuenta la dignidad del venerable pájaro cuyo esqueleto había tomado en préstamo. Despojé luego al león africano de sus ojos de vidrio, insertándolos en las cuencas vacías de la cabeza. Ofrecí también al profesor Dummkopf una lanza guerrera de Fiji para que la usara como bastón, lo cubrí con una manta Sioux y salimos después del antiguo arsenal hacia la fresca brisa nocturna, iluminada por la luna, y paseamos del brazo sin rumbo fijo a lo largo de las orillas del tranquilo lago y a través de los senderos laberínticos de la Rambla.

CAMPAÑA DE PUBLICIDAD - Arthur C. Clarke

El estampido de la última bomba atómica parecía persistir en el aire cuando se encendieron las luces. Durante un buen rato nadie se movió. Después, el productor ayudante preguntó ingenuamente:
Bueno, R. B., ¿qué te ha parecido? R. B. se levantó de su asiento mientras sus acólitos esperaban a ver en qué dirección saltaría el gato. Entonces advirtieron que el puro de R. B. se había apagado. ¡Esto no había ocurrido ni en el avance de «G. W. T. W.»!
¡Muchachos —exclamó, entusiasmado—, ¡aquí tenemos algo! ¿Cuánto dijiste que ha costado, Mike? —Seis millones y medio.
Relativamente barato. Os diré una cosa: me comeré todos los rollos si el total de ingresos no supera el de Quo Vadis. —Se volvió con toda la rapidez que podía esperarse de un tipo de su corpulencia hacia un hombrecillo que seguía agazapado en su asiento en el fondo de la sala de proyecciones—. ¡Despierta, Joe! ¡La Tierra se ha salvado! Tu has visto todas las películas del espacio. ¿Cómo la situarías, en relación con las anteriores?
No hay punto de comparación —dijo Joe—. Tiene todo el suspense de La cosa, sin aquella horrible decepción al final, cuando te enteras de que el monstruo era un ser humano. La única película que se le acerca un poco es La guerra de los mundos. Algunos efectos especiales eran casi tan buenos como los nuestros; pero, desde luego, George Pal no tenía 3D. Y esto representa una gran diferencia. Cuando se derrumbaba el puente de Golden Gate, creí que el pilar se me venía encima...
El trozo que me ha gustado más —dijo Tony Auerbach, de Publicidad— es cuando el Empire State Building se raja por la mitad. Pero ¿no creéis que los dueños podrían demandarnos?
¿Por qué? Nadie espera que algún edificio pueda resistir a los..., ¿cómo los llama el guión...?, demoledores de ciudades. Y a fin de cuentas, arrasarnos también todo el resto de Nueva York. ¡Uy..., aquella escena en el Holland Tunnel, cuando se derrumba el techo!
La próxima vez, cogeré el ferry.
Sí, estuvo muy bien realizada, casi demasiado bien. Pero lo que realmente me impresionó fueron aquellas criaturas del espacio. La animación es perfecta. ¿Cómo lo hiciste, Nike?
Secreto profesional —declaró el orgulloso productor—. Sin embargo, te lo diré.
Muchas cosas eran auténticas.
¿Qué?
Bueno, entiéndeme. No hemos estado en Sirio B. Pero en Cal Tech inventaron una microcámara y la empleamos para filmar arañas en acción. Insertamos las mejores tomas y creo que te costaría distinguir las que corresponden a la «micro» y las que se realizaron con el material normal del estudio. Ahora comprenderás por qué quería que los alienígenas fuesen insectos y no pulpos, como decía al principio el guión.
Un buen tema para la publicidad —señaló Tony—. Pero hay una cosa que me preocupa. Aquella escena donde los monstruos secuestran a Gloria. ¿Crees que el censor...? Quiero decir que tal como lo hemos hecho, casi parece...
No te preocupes. Esto es lo que se cree que pensará la gente. De todos modos, en el rollo siguiente dejamos bien claro que en realidad la quieren para un trabajo de disecación. Así que todo está bien.
¡Será formidable! —exclamó R. B. con los ojos brillantes, como si ya estuviese viendo el alud de dólares cayendo en la caja—. ¡Vamos a invertir otro millón en publicidad! Ya me imagino los carteles, Tony. ¡OBSERVAD EL CIELO! ¡LLEGAN LOS DE SIRIO! Y haremos miles de modelos mecánicos. ¿Os los imagináis deslizándose de un lado a otro sobre sus patas peludas? Al público le encanta asustarse, y le asustaremos.
Cuando hayamos terminado, nadie será capaz de mirar al cielo sin que se le ponga la piel de gallina. Lo dejo en vuestras manos, muchachos. ¡Esta película hará historia!
Tenía razón. Monstruos del espacio conmovió al público dos meses más tarde. Al cabo de una semana del estreno simultáneo en Londres y en Nueva York, tal vez no había nadie en el mundo occidental que no hubiese visto los carteles de ¡ALERTA, TIERRA! o que no se hubiese estremecido ante las fotografías de los monstruos peludos caminando por la desierta Quinta Avenida sobre sus delgadas patas de múltiples articulaciones.
Dirigibles hábilmente disfrazados de naves espaciales surcaban el cielo, para confusión de los pilotos que se tropezaban con ellos, y había modelos mecánicos de los alienígenas invasores que volvían locas a las ancianas.
La campaña de publicidad fue brillante y la película se habría proyectado sin duda durante meses de no haber sido por una coincidencia tan desastrosa como imprevisible.
Mientras todavía era noticia el número de personas que se desmayaban en cada representación, los cielos de la Tierra se llenaron de pronto de largas y delgadas sombras deslizándose rápidamente entre las nubes...
El príncipe Zervashni era bondadoso pero propenso a la impetuosidad, un defecto muy propio de su raza. No había motivos para suponer que su actual misión de establecer contacto pacífico con el planeta Tierra suscitase ningún problema especial. La técnica correcta de aproximación se había elaborado a fondo durante muchos miles de años, mientras el Tercer Imperio Galáctico ampliaba lentamente sus fronteras, absorbiendo planeta tras planeta, sol tras sol. Raras veces se tropezaba con dificultades: las razas realmente inteligentes pueden colaborar siempre, una vez superada la primera impresión de saber que no están solas en el universo.
Cierto que la humanidad había salido de su primitiva fase bélica hacía tan sólo una generación. Sin embargo, esto no preocupaba al primer consejero del príncipe Zervashni, Sigisnin II, profesor de Astropolítica.
Es la típica cultura de Clase E —dijo el profesor—. Avanzada en el aspecto técnico, pero bastante atrasada moralmente. Sin embargo, ya están acostumbrados al concepto de vuelo espacial y pronto nos reconocerán. Serán suficientes las precauciones normales hasta que nos ganemos su confianza.
Muy bien —dijo el príncipe—. Di a los enviados que partan enseguida.
Fue una desgracia que las «precauciones normales» no abarcasen la campaña de publicidad de Tony Auerbach, que ahora había alcanzado nuevas alturas de xenofobia interplanetaria. Los embajadores aterrizaron en el Central Park de Nueva York el mismo día en que un eminente astrónomo en apurada situación económica, y por ende susceptible a las influencias, anunció, en una entrevista ampliamente difundida que cualquier visitante del espacio sería probablemente hostil.
Los infortunados embajadores, que se dirigían a la sede de las Naciones Unidas, habían llegado a la calle 60 cuando tropezaron con la turba. La batalla no pudo ser más desigual, y los científicos del Museo de Historia Natural lamentaron que hubiesen quedado tan pocos restos para poder examinarlos.
El príncipe Zervashni hizo otro intento, en el otro lado del planeta, pero la noticia ya había llegado hasta allí. Esta vez los embajadores iban armados y vendieron caras sus vidas antes de sucumbir bajo la superioridad numérica de sus atacantes. Aun así, el príncipe no perdió la calma y hasta que su flota fue atacada con misiles, no decidió emprender una acción drástica.
Entonces, todo terminó en veinte minutos y fue realmente indoloro. Después, el príncipe se volvió a su consejero y dijo, subestimando considerablemente la situación:
Parece que tenía que ser así. Y ahora, ¿puedes comunicarme exactamente qué es lo que fue mal? Sigisnin II cruzó los doce dedos flexibles con no disimulada angustia. No era sólo el espectáculo de la Tierra totalmente desinfectada lo que le afligía, aunque para un científico la destrucción de unos bellos ejemplares es siempre una gran tragedia. Lo preocupante era también la destrucción de sus teorías, y por consiguiente, de su fama.
¡No lo comprendo! —se lamentó—. Desde luego, las razas que se encuentran en este nivel cultural a menudo son recelosas y se muestran inquietas cuando se establece el primer contacto. Pero éstos no habían tenido nunca visitantes y, por consiguiente, no había motivo para que se mostrasen hostiles.
¿Hostiles? ¡Eran demonios! Creo que todos estaban locos.
El príncipe se volvió a su capitán, una criatura con tres piernas que parecía un ovillo de lana sostenido por tres agujas de hacer punto.
¿Se ha reunido la flota?
Sí, señor.
Entonces regresaremos a la Base a toda velocidad. Este planeta me deprime.
En la Tierra muerta y silenciosa, los carteles seguían pregonando sus avisos en mil vallas de publicidad. Las malignas formas de insectos que se representaban cayendo del cielo no se parecían en absoluto al príncipe Zervashni, que, aparte de sus cuatro ojos, hubiese podido confundirse con un panda de piel púrpura, y que además habían venido de Rigel, no de Sirio.
Pero ahora era ya demasiado tarde para fijarse en estas cosas.

EL ARTE MORTIFERO - Robert Bloch

Era una noche muy calurosa, incluso en los trópicos. Vickery se estaba preparando un combinado de ginebra cuando oyó el discreto golpe en la puerta de la habitación del hotel.
 —¿Eres tú, Sarah? —murmuró.
 Entró un hombre, rápida y silenciosamente, corriendo el pestillo de la puerta tras él.
 —Soy Fenner —dijo—. El marido de Sarah. —Hizo una mueca a Vickery—. ¿Sorprendido, verdad? Sarah también lo estuvo.
 —Realmente, yo...
 Vickery trató de levantarse.
 —No se moleste —le dijo Fenner—. No se mueva de donde está.
 Sin dejar de sonreír, sacó una enorme “Webley” del bolsillo de su chaqueta y apuntó al estómago de Vickery.
 —Un blanco inmóvil —observó Vickery—. No resulta muy deportivo, amigo mío.
 —Miren quién habla de deportividad, después de lo que ha hecho con mi mujer. ¿El gran cazador blanco, eh? Habitaciones contiguas en el hotel y todo... Habrá sido un interesante safari.
 Vickery suspiró.
 —Supongo que no servirá de nada que lo niegue. Dispare, pues, y que lo ahorquen después.
 —Esto sí que no. No deseo que me ahorquen. Por consiguiente, no dispararé.
 Sin dejar de apuntarle con la pistola, Fenner buscó algo en el bolsillo de la chaqueta y extrajo de él una pequeña bolsa de cuero. La abrió con precaución y dejó caer un objeto movedizo y de vivos colores a los pies de Vickery. Parecía un diminuto brazalete de coral, pero estaba vivo.
 —Será mejor que no se mueva —murmuró Fenner—. Sí, es una krait. La serpiente más pequeña y mortífera que existe en el mundo, según me han contado.
 —¡Espere, Fenner! Escúcheme...
 El diminuto brazalete de coral se desenroscó de repente. Antes de que Vickery pudiera apartarse, se lanzó contra él como un relámpago escarlata. Una y otra vez, la kraithundió sus colmillos en la pierna derecha de Vickery, a través de la delgada tela de sus pantalones.
 Vickery profirió un gemido y cerró los ojos, sin intentar aplastar a la serpiente. De pronto, ésta cesó en su ataque y volvió a enrollarse en el centro de la alfombra.
 Fenner tragó saliva, se enjugó la frente y depositó la pistola sobre la mesa.
 —Le dejo esto —dijo—. Tal vez quiera usarla. Me han dicho que en menos de diez minutos...
 Vickery se echó a reír.
 —Fenner, ¡es usted un crédulo!
 —¿Qué quiere decir?
 —El nativo de un bazar le vende una inofensiva culebra cristal, y usted acepta su palabra de que se trata de una. Como aceptó las explicaciones de una mujer celosa cuando ésta le contó que ella y yo nos entendíamos. En realidad, amigo mío, estaba enojada porque yo no quise saber nada de ella. —Vickery volvió a reírse—. Admito que mis palabras no resultaban muy galantes, pero tiene usted derecho a saber la verdad.
 —¿No esperará que me trague esto, verdad?
 —Como usted guste. —Vickery agitó una mano—. ¡Oh, no se marche! Siéntese y charle un rato conmigo. No va a ocurrir nada, como usted mismo podrá comprobar.
 Y no ocurrió nada, exceptuando que Fenner tomó una copa y una breve charla le convenció de que Vickery era tan inocente e inofensivo como la minúscula serpiente enroscada sobre la alfombra.
 Cuando se marchó, presentó rendidas excusas a Vickery por todo lo ocurrido. Enviaría el equipaje de Sarah en el primer avión que saliese para Londres, y él pensaba seguirla allí a la mañana siguiente.
 Vickery le deseó un buen viaje.
 —Llévese su pistola —dijo—. Y también la serpiente. No se moleste en meterla en la bolsa, póngala en su bolsillo. A las serpientes les gusta el calor y el contacto con el cuerpo humano.
 Cuando Fenner salió para dirigirse a la habitación antes ocupada por su esposa, Vickery siguió haciendo sus preparativos para acostarse. Su mente estaba llena de cálculos matemáticos. Por ejemplo, ¿cuánto tiempo se precisaba para que Sarah llegase a Londres y él pudiese llamarla por teléfono? ¿Cuánto dinero había dicho ella que poseía su esposo? Y cuánto tiempo necesitaría la kraitpara rebullir encolerizada en el bolsillo de Fenner y morder sus carnes grasientas a través de la ropa?
 La respuesta a esta última pregunta no tardó en llegar.
 Vickery oyó los gritos del hombre a través del delgado tabique de la habitación contigua, en el preciso instante en que él se sentaba en la cama y aflojaba las correas de su pierna artificial.
 
 2
 
 Gordy estaba trabajando en Chicago y todo marchaba pasablemente hasta que conoció a Tío Louie.
 Ya era hora, de todas formas, porque la cosa apremiaba. Le pasó la información Phil, uno de los muchachos de la orquesta en la que Gordy trabajaba como batería.
 —Tú tienes un vicio gordo —diijo Phil—. Ve a ver a ese hombre. Tío Louie es el mejor amigo para ti.
 Gordy fue a verle inmediatamente porque tenía el más gordo de todos los vicios, con una “H”[1] mayúscula.
 Tío Louie resultó ser un gato viejo que tenía una tienda de cambalache como fachada, allá por el South State. Tenía la mercancía, ésta era de buena calidad, y facilitó a Gordy la solución inmediata.
 Por tanto, todo se arregló excepto en lo que se refiere a la cuestión de cartera. Sus ganancias no bastaban para pagarse las inyecciones.
 Cuando pidió crédito, Tío Louie se comportó como si fuese la banca federal. Gordy empeñó su reloj, sus gemelos y los botones de la pechera. Pero el hábito era más fuerte que sus recursos y Gordy no tardó en ser hombre al agua. Empezó a perder ritmo y sus compases dejaban mucho que desear.
 —¿Quiere una dosis? —le dijo Tío Louie—. Empeñe sus tambores.
 —¿Empeñar mis tambores? ¡Hombre, es que sin ellos no puedo trabajar!
 —Tiembla usted de tal modo que tampoco puede trabajar con ellos —le explicó Tío Louie, y no mentía—. Mire, le daré una semana. Toda una semana.
 Aquello le sonó a Gordy como música celestial. Una semana de provisiones le repondría hasta el punto de permitirle recuperarse otra vez.
 —Está bien —dijo—. Es lo último que me queda.
 Pero pasó la semana, y otros días más, y Gordy trepaba por las paredes. Todavía no le habían acometido los temblores, pero oía ya voces en alta fidelidad.
 Primero, cuando Phil fue a verle y le habló de lo del crucero por el lago, no creyó que pudiera ser verdad. Pero Phil disipó todas sus dudas.
 —Es un contrato para todo el verano, empezando mañana por la noche. De modo que puedes arreglar tus cosas y nos largamos.
 Gordy fue a casa de Tío Louie aquella noche, con la intención de explicarle lo del contrato de modo que el gato viejo le concediese un respiro. Le devolvería sus tambores y tal vez le facilitase también un poco de droga.
 Pero Tío Louie no se dejó convencer.
 —Si no hay dinero, no hay tambores —dijo una y otra vez—. No trabajo por amor al arte.
 No era manera de hablar con un hombre que se mesaba los cabellos pensando en la inyección. Gordy lo agarró por el cuello de la chaqueta y le manifestó sin dejar lugar a dudas su firme decisión de conseguir la droga y también sus tambores.
 Tío Louie trató de sacarlo de la tienda, en vista de lo cual Gordy pasó al otro lado del mostrador y se apoderó de sus tambores. Hubo un forcejeo y fue entonces cuando los tambores cayeron al suelo y Tío Louie los pisoteó, rompiendo los parches.
 Tal como oyen; reventó los parches ante el propio Gordy, y con ello dio al traste con el contrato de éste. Después Gordy descubrió que estaba golpeando a Tío Louie con el hacha que había encontrado debajo del mostrador, golpeándole sin cesar y chillando con una voz aguda y estentórea.
 O sea que Gordy consiguió finalmente su dosis, pero parecía como si Tío Louie hubiese ido al Banco poco antes, pues aquella noche no había dinero en la casa. No había más que los trastos propios de su comercio. Y sin dinero, no había tambores. Y al día siguiente, Gordy necesitaría los tambores. Pero los parches estaban tan estropeados como la cabeza de Tío Louie. El gato viejo había muerto.
 Miró los tambores y a Tío Louie, y después contempló el hacha que aún tenía en la mano. Entonces advirtió que había una caja llena de instrumentos quirúrgicos debajo del mostrador...
 Al llegar la noche siguiente, instaló sus tambores en la pasarela del barco de excursiones. Estaba excitadísimo, pero dispuesto a tocar, y vaya si tocó. Los parches nunca habían sonado mejor.
 —¿De modo que pudiste recuperarlos? —dijo Phil—. ¿Cómo te las arreglaste, muchacho? Tío Louie no es hombre que se ande con contemplaciones.
 Gordy ejecutó un rápido redoble en los flamantes parches de su batería. Después sonrió.
 —Ya conoces el viejo proverbio —explicó—. Hay muchas maneras de despellejar un gato.
 
 3
 
 Mitch Flanagan saludó a los visitantes de la “barbacoa” que había instalado en el gran prado de su hacienda. Llevaba un alto gorro de cocinero y un largo delantal con inscripciones humorísticas.
 El teniente Crocker le estrechó la mano.
 —¿Dónde está su socio en actividades delictivas? —le preguntó—. ¿Dónde está Chester?
 Mitch se encogió de hombros y levantó sus brazos velludos y cubiertos de pecas.
 —Ha emprendido un breve viaje —respondió—. Es usted la décima persona que me lo pregunta. Estoy empezando a sospechar de ustedes, muchachos, sólo vienen aquí para ver a mi socio.
 —Nada de esto. —Crocker encendió un cigarro—. Estos picnics anuales suyos se han convertido ya en institución en nuestro Departamento. Ya sabe que nosotros, los policías, nos pirramos por recibir invitaciones.
 —Lo sé. —Mitch le dio un metido en las costillas—. Y también bebidas gratis. ¿Qué me contesta a eso?
 Acompañó al teniente Crocker hasta el bar montado al aire libre. La mitad de las fuerzas de la policía local se habían congregado allí.
 Bebieron varias copas antes de que Crocker se alejase del bar. Mitch se quedó allí durante largo tiempo. La mayoría de los visitantes habían comido su ración de carne a la parrilla y se habían retirado, y casi oscurecía cuando Cracker se acercó al bar y vio otra vez a su anfitrión.
 —¿Lo está pasando bien? —preguntó Mitch, reprimiendo un eructo.
 —Magnífico. Lástima que Chester no esté aquí. —Crocker masticó la colilla de su cigarro—. ¿Ustedes dos se pelearon, verdad?
 —¿Quién le ha hablado de esto?
 —Esta tarde he oído varias cosas. Los rumores corren.
 Mitch se sirvió otra bebida y se alejó del bar con Crocker.
 —Está bien. Puesto que la gente empieza a hablar, admito que tuvimos una discusión. Le pagué al contado su mitad en el negocio y él se largó.
 —¿Tal como me lo cuenta, verdad?
 —Claro. ¿Por qué no iba a ser así?
 —Es que ustedes dos regentaban un bufete de abogados. Se necesita algún tiempo para dividir una sociedad tan bien montada. Parece como si usted hubiese tenido que tomar sus medidas para reemplazarlo...
 —¿Para qué? Chester no era más que un peso muerto, sépalo usted. Un peso muerto. Lo había estado arrastrando durante años. Al final me cansé de la situación y le dije que se largase con viento fresco.
 —No es esto lo que he oído decir —repuso Crocker amablemente—. Chester era un buen hombre. En los tribunales gozaba de una excelente reputación. Yo siempre había creído que era usted el lastre para la sociedad; un charlatán que trataba de jugar a la política y sustituír la inteligencia por el soborno.
 —¿Está tratando de insultarme?
 —No, me limito a repetir lo que he oído comentar. Esta tarde he obtenido mucha información. Por ejemplo, me he enterado de que ustedes dos se pelearon, pero que Chester se negó a abandonar la sociedad o a vendérsela a usted.
 —¿Acaso no se ha marchado?
 —Sí, se ha marchado. Me gustaría saber a dónde.
 Bajo la luz crepuscular, Mitch miró iracundo al teniente Crocker.
 —O sea que cree que yo lo maté —dijo—. No me importa admitirlo. Su declaración no serviría de nada ante un tribunal. Y conozco lo suficiente las leyes para decirle que no hay modo de probar que yo lo haya matado. Porque me he desembarazado de todo, incluso del corpus deliciosus.
 - Corpus delicti —corrigióle Crocker.
 —Llámelo como quiera —Mitch eructó—. He dicho que era delicioso. Todos están de acuerdo conmigo. Todos ustedes son cómplices, ¿me entiende? Todos me han ayudado a desembarazarme de la prueba esta tarde, aquí, en la barbacoa. ¿Divertido, verdad? Avisar a todos los policías de la localidad para que me librasen del viejo Chester. ¿Un buen hombre, eh? Pues bien, yo soy mucho mejor.
 Pero Crocker no le escuchaba ya. Estaba muy ocupado vomitando entre los matorrales.
 Posteriormente, un análisis químico de los restos bastó para poder acusar a Mitch Flanagan y juzgarlo por el asesinato de su socio según el método ya descrito, de modo que Crocker tuvo por lo menos la pequeña compensación de saber que había estado en lo cierto en un aspecto de la cuestión. Había descrito a Chester como un buen hombre. Y todos sabemos que a un buen hombre no se le puede tener atravesado en el estómago.


[1] Alusión a la “heroína”.

SOLO SALE DE NOCHE... - William Tenn

En esta parte del país la gente cree que el doctor Judd lleva la magia dentro de su maletín de cuero negro: así de buen médico es.

Desde que perdí la pierna en el aserradero he sido el hombre para todo de la casa Judd. Cuando Doc recibe una llamada de noche después de haber tenido un día realmente duro y está demasiado cansado para conducir me viene a buscar, y entonces, me convierto en su chófer. La pierna de plástico reluciente que Doc me consiguió rebajada me permite apretar el acelerador tan bien que puedo competir con cualquiera.

Subimos rugiendo hasta la granja, y mientras Doc entra en la casa para traer un bebé al mundo o atender la garganta de la abuela yo me quedo sentado en el coche y les escucho hablar del viejo Doc y de que no hay nadie como él. En Groppa County les dirán que Doc Judd es capaz de vérselas con cualquier problema. Y yo asiento y escucho, asiento y escucho.

Pero mientras hago eso no dejo de preguntarme qué opinarían de la forma en que resolvió el problema que se le presentó cuando su único hijo se enamoró de una vampira…

Steve volvió a casa para pasar las vacaciones. Hacía un verano terriblemente cálido, de esos en que el sol es capaz de llenarte la piel de ampollas. Steve quería hacerle de chófer a su padre y echarle una mano en su trabajo, pero Doc dijo que después de lo duro que era el primer año de la facultad de medicina quien lo hubiese aguantado se merecía unas auténticas vacaciones.

—En nuestro oficio el verano suele ser bastante tranquilo —le dijo al chico—. Nadie se pone enfermo, dejando aparte los que se caen en un macizo de yedra venenosa y tonterías por el estilo, y no habrá trabajo hasta que llegue la temporada de la polio en agosto. Además, no querrás dejar en el paro al viejo Tom, ¿verdad? No, Stevie, limítate a recorrer los caminos con tu cacharro y pásatelo bien.

Steve asintió y emprendió el vuelo. Y no crean que exagero: una semana después empezó a llegar a casa a las cinco o las seis de la madrugada. Dormía hasta las tres de la tarde, haraganeaba durante un par de horas y en cuanto daban las ocho y media subía a su cochecito y volvía a esfumarse. Pensamos que debía estar recorriendo todos los bares y tabernas de la zona, o quizá habría conocido alguna chica…

A Doc no le gustaba demasiado, pero había criado al chico de una forma bastante liberal y no quería decirle nada…, al menos, todavía no. Pero el viejo Tom, entrometido por naturaleza… Yo era distinto. Había ayudado a criar al chico desde que murió su madre, y cuando le pillaba saqueando la nevera no me importaba darle un par de azotes para que aprendiera la lección.

Así que empecé a dejar caer alguna alusión de vez en cuando, intentando sugerirle que se tomara las cosas con calma y que no hiciese ninguna tontería. Para lo que conseguí, igual podría haber estado hablando con una estatua. No es que se mostrara grosero conmigo, nada de eso: Steve tenía tan sorbido el seso por aquel asunto, fuera el que fuese, que ni tan siquiera me prestaba atención.

Y entonces empezó lo otro, y tanto Doc como yo nos olvidamos de Steve.

Los niños de Groppa County se vieron afectados por una extraña epidemia que dejó tumbados en la cama a veinte o treinta de ellos.

—Estoy a punto de tirar la toalla, Tom —me decía Doc Judd mientras íbamos dando tumbos por los polvorientos caminos rurales—. Sus efectos son parecidos a los de una fiebre bastante grave, pero la elevación de la temperatura apenas es perceptible. Aun así, los niños pierden las fuerzas, y su número de glóbulos rojos cae en picado y ahí se queda sin importar lo que haga. Lo único bueno es que no parece ser fatal…, de momento.

Cada vez que me hablaba de aquello yo sentía un extraño cosquilleo en el muñón allí donde tocaba la pierna de plástico. La sensación acababa resultándome tan incómoda que intentaba cambiar de tema, pero con Doc aquel sistema no funcionaba. Se había acostumbrado a encontrarles la solución a sus problemas hablándome de ellos, y esta epidemia le tenía realmente muy preocupado.

Escribió a un par de universidades pidiéndoles consejo, pero al parecer no pudieron ayudarle mucho y mientras tanto los padres de los niños esperaban que abriera su maletín negro y sacara de él algún milagro envuelto en celofán porque, como decían en Groppa County, al cuerpo humano no se le puede estropear nada que Doc Judd no sepa arreglar de una forma u otra. Y mientras tanto los niños cada vez estaban más débiles…

Doc se pasaba las noches despierto examinando los libros y los últimos ejemplares de las revistas médicas que se hacía enviar de la ciudad, y acabaron saliéndole unas grandes bolsas violáceas debajo de los ojos. Que yo supiera no había dado con nada útil, aunque muchas noches se iba a la cama casi tan tarde como Steve.

Y un día volvió a casa con el pañuelo. Apenas lo vi mi muñón me obsequió con una punzada mucho más fuerte de lo normal y estuve a punto de salir de la cocina. Era un pañuelito muy mono, de lino bordado con adornos de encaje.

—¿Qué opinas, Tom? Lo encontré en el suelo de la habitación donde duermen los críos de los Stope. Ni Betty ni Willy tienen la más mínima idea de donde puede haber salido. Durante unos momentos pensé que quizá me permitiría seguirle la pista a la plaga, pero esos niños no son de los que mienten. Si dicen que no lo habían visto antes, es que no lo han visto. —Dejó caer el pañuelo sobre la mesa que yo estaba limpiando y se quedó inmóvil, suspirando—. La anemia de Betty está empezando a resultar bastante seria. Ojalá supiera…, ojalá… Oh, bueno.

Se fue al estudio con los hombros tan encorvados como si llevara un saco de cemento encima de ellos.

Cuando Steve entró en la cocina yo seguía con los ojos clavados en el pañuelo, mordiéndome una uña. Steve se sirvió una taza de café, la puso sobre la mesa y vio el pañuelo.

—Eh —dijo—. Es de Tatiana. ¿Cómo ha llegado hasta aquí?

Tragué lo que me quedaba de la uña y me senté delante de él, muy despacio y con mucha cautela.

—Steve… —dije y me callé porque necesitaba darme masaje en el muñón, que me estaba doliendo muchísimo—. Stevie, ¿conoces a la propietaria de este pañuelo? ¿Conoces a una chica llamada Tatiana?

—Claro. Tatiana Latianu. Mira, sus iniciales están bordadas en una esquina…, T. L. Sus antepasados eran de la nobleza rumana; su familia se remonta a quinientos años atrás. Voy a casarme con ella.

—¿Es la chica a la que has estado viendo cada noche durante todo el mes?

Asintió con la cabeza.

—Sólo sale de noche. Odia el sol. Ya sabes, esa clase de chicas con espíritu poético. Y Tom, es tan hermosa…

Me pasé toda la hora siguiente sentado en esa silla escuchándole, y a medida que le escuchaba me sentía cada vez peor. ¿Por qué? Porque yo también soy rumano por parte de madre. Y sabía por qué había estado padeciendo esas punzadas en el muñón.

La chica vivía en Brasket Township, a unos veinte kilómetros de distancia. Steve se la encontró una noche en la carretera: su convertible se había averiado. La llevó hasta su casa —acababa de alquilar la vieja mansión de los Mead—, y la chica le había robado el corazón, el alma y todo lo demás.

Cuando iba a visitarla solía encontrarse con que Tatiana había salido a dar una vuelta para disfrutar del frescor nocturno, y tenía que esperar a que volviera jugando al «cribbage» con su doncella, una vieja solterona rumana de nariz picuda. Intentó seguirla en una o dos ocasiones con su coche, pero tuvieron fuertes discusiones. Tatiana le dijo que cuando quería estar sola quería estar sola. Steve acabó conformándose y la esperaba noche tras noche. Pero cuando regresaba Tatiana hacía que la espera valiese sobradamente la pena, al menos según él. Oían música, hablaban, bailaban y comían extraños platos típicos rumanos preparados por la doncella. Hasta el amanecer: entonces Steve volvía a casa.

Steve me puso la mano en el brazo.

—Tom, ¿conoces ese poema llamado El búho y la gatita? Siempre he pensado que la última línea era preciosa: «Bailaron bajo la luz de la luna, la luna, bailaron bajo la luz de la luna». Así será mi vida con Tatiana. Si está dispuesta a compartirla conmigo, claro está… Aún no he logrado convencerla.

Dejé escapar el aire que había estado conteniendo.

—Es la primera cosa buena que he oído salir de tus labios —dije sin pensar—. Casarte con esa chica…

Me callé en cuanto vi la expresión que había en sus ojos. Pero ya era demasiado tarde.

—Tom, ¿qué diablos quieres decir? ¿Esa chica? Pero si ni siquiera la conoces…

Intenté escurrir el bulto, pero Steve no me dejó. Estaba realmente enfadado, así que pensé que lo mejor sería decirle la verdad.

—Stevie, escúchame y no te rías: tu novia es una vampira.

Abrió la boca muy despacio.

—Tom, has perdido la…

—No, nada de eso.

Y le hablé de los vampiros. Le conté lo que le había oído decir a mi madre, que llegó aquí procedente del viejo país, de Transilvania, cuando sólo tenía veinte años. Le dije que los vampiros pueden vivir eternamente y que tienen toda clase de poderes extraños…, siempre que se den un banquete de sangre humana de vez en cuando. Le conté que la maldición del vampirismo es algo heredado y que normalmente sólo recae sobre un niño o niña de la familia. Y que sólo salen de noche, porque la luz del sol es una de las cosas que pueden destruirles.

Cuando llegué a ese punto Steve se puso pálido. Pero seguí hablando. Le conté todo lo referente a la misteriosa epidemia que había atacado a los niños de Groppa County…, y les había dejado anémicos. Le dije que su padre había encontrado el pañuelo en casa de los Stopes, en la habitación donde dormían dos de los niños que estaban más graves. Y le dije…, pero de repente me encontré hablando solo. Steve había salido corriendo de la cocina. Un segundo o dos más tarde ya estaba en su coche.

Volvió sobre las once y media, y parecía tan viejo como su padre. Si, yo tenía razón. Cuando despertó a Tatiana y se lo dijo la chica lo admitió y derramó lágrimas suficientes como para llenar un par de cubos. Sí, era una vampira, pero no había sentido el anhelo de beber sangre hasta hacía un par de meses. Había intentado resistirse hasta que su mente empezó a hacerse pedazos cada vez que el anhelo la atacaba. Sólo se había alimentado de niños porque los adultos le daban miedo…, podían despertarse y quizá lograran atraparla. Pero había estado alimentándose de muchos niños a la vez para que ninguno perdiera demasiada sangre. El único problema era que el anhelo estaba haciéndose cada vez más fuerte…

¡Y aun así Steve le había pedido que se casara con ella!

—Debe haber alguna forma de curarla —dijo—. Es una enfermedad como cualquier otra. —Pero ella se negó, y créanme cuando les digo que le di las gracias a Dios por ello. Le apartó de un empujón y le obligó a marcharse de su casa—. ¿Dónde está papá? —me preguntó—. Puede que conozca algún remedio.

Le dije que su padre debía haberse marchado más o menos al mismo tiempo que él, y que todavía no había regresado; así que nos quedamos sentados en silencio, pensando. Y pensando.

Cuando sonó el teléfono estuvimos a punto de caernos del asiento. Steve se encargó de responder y le oí gritar por el auricular.

Entró corriendo en la cocina, me cogió por el brazo y me llevó casi a rastras hasta su coche.

—Era Magda, la doncella de Tatiana —me contó mientras avanzábamos a toda velocidad por la carretera—. Dice que Tatiana se puso histérica después de que me marché y se fue hace unos minutos en su convertible. No quiso decir adonde iba. Magda cree que Tatiana intentará acabar con su vida.

—¿Que va a suicidarse? Pero si es una vampira, ¿cómo…? —Y de repente supe cómo pensaba hacerlo. Le eché una mirada a mi reloj—. Steve, sube por Crispin Junction —le dije—. ¡Y conduce como si nos persiguieran todos los demonios del infierno!

Steve hizo que el motor de su coche diera de sí todo lo que podía. Parecía como si fuera a salir despedido de la carrocería. Recuerdo que tomamos algunas curvas en las que apenas si tocábamos el asfalto con el borde de una llanta.

Vimos el convertible nada más entrar en Crispin Junction. Estaba aparcado al lado de uno de los tres caminos que atraviesan el pueblo. Una figurita vestida con un camisón muy delgado estaba de pie en el centro de la calle desierta. El muñón de la pierna me dolía tanto como si estuvieran golpeándomelo con un martillo.

El reloj de la iglesia empezó a dar la medianoche cuando la alcanzamos. Steve saltó del coche y le quitó el palo puntiagudo que llevaba en las manos. La rodeó con sus brazos y dejó que llorase.

Yo me sentía bastante mal. Sólo había estado pensando en una cosa: que Steve se había enamorado de una vampira. No había contemplado la situación desde el punto de vista de ella. Tatiana le quería lo bastante como para intentar suicidarse usando el único sistema con el que se puede matar a un vampiro: atravesarle el corazón con una estaca en una encrucijada a medianoche.

Y era realmente bonita. Me había imaginado a una de esas mujeres tipo sirena, ya saben: alta, delgada y con un traje muy ceñido. Una especie de bruja… Pero la chica que subió al coche y se pegó al brazo libre de Steve como si acabara de alquilarlo estaba muy asustada y se encontraba muy confusa; y me di cuenta de que era todavía más joven que Steve.

Durante todo el trayecto de vuelta sólo pensé en una cosa, y era que aquel par de chicos se habían metido en un buen lío. Enamorarse de una vampira ya era bastante malo, pero ser una vampira y estar enamorada de un ser humano normal y corriente…

—Pero, ¿cómo puedo casarme contigo? —gimió Tatiana—. ¿Qué clase de hogar tendríamos, qué vida llevaríamos? Y además, Steve…, ¡puede que una noche llegara a estar lo bastante hambrienta para atacarte!

El único factor que ninguno de nosotros había tomado en consideración era Doc. Al menos, no lo suficiente…

En cuanto le hubimos presentado a Tatiana y hubo escuchado su historia irguió los hombros y sus ojos volvieron a brillar con la misma luz de siempre. Ahora los niños enfermos se pondrían bien. Eso era lo más importante. Y en cuanto a Tatiana…

—Tonterías —le dijo—. Puede que el vampirismo fuese una enfermedad incurable en el siglo quince, pero estoy seguro de que en el siglo veinte podemos vencerla. Para empezar, todo ese asunto del vivir de noche indica una posible alergia a la luz solar y quizá una cierta fotofobia. Muchacha, tendrás que llevar gafas de sol durante una temporada y veremos si las inyecciones de hormonas pueden ayudarnos. Aun así, la necesidad de consumir sangre presenta un problema algo más complicado.

Pero logró encontrarle una solución.

Hoy en día fabrican sangre deshidratada en forma de cristales. Cada noche antes de acostarse la señora de Steven Judd echa unos polvos en un vaso con agua, le añade uno o dos cubitos de hielo y se toma su cóctel de sangre del día. Por lo que sé, ella y su esposo son muy felices y esperan seguir siéndolo.

EL VESTIDO DE SEDA BLANCA - Richard Matheson

Aquí no hay ruidos y dentro de mí tampoco.
La abuela me ha encerrado en mi habitación y no me deja salir. Ella dice que es porque ha pasado. Supongo que he sido mala. Sólo era el vestido. El vestido de mamá, quiero decir. Se ha ido para siempre. Abuela dice tu mamá está en el cielo. No lo entiendo. ¿Puede ir al cielo si está muerta?
Ahora oigo a la abuela. Está en la habitación de mamá. Está poniendo el vestido de mamá dentro de la caja. ¿Por qué hace siempre eso? Además la cierra con llave. Me gustaría que no lo hiciera. Es un vestido muy bonito y huele muy bien. Y es cálido. Me encanta tocarlo con mi mejilla. Pero ahora ya nunca podré volver a hacerlo. Supongo que por eso la abuela está enfadada conmigo.
Pero no lo sé seguro. El día fue igual a todos los días. Mary Jane vino a mi casa. Mary Jane vive al otro lado de la calle. Viene cada día a mi casa y jugamos. Hoy vino a mi casa.
Tengo siete muñecas y un camión de bomberos. Hoy la abuela ha dicho jugad con vuestras muñecas. Y eso hicimos. Ha dicho no entres en la habitación de tu mamá. Siempre dice lo mismo. Yo creo que lo único que quiere decir es que no debo enredar en sus cosas. Porque lo dice todo el tiempo. No entres en la habitación de tu mamá. Asimismo.
Pero la habitación de mamá es muy bonita. Cuando llueve voy allí. O cuando la abuela está echando la siesta. No hago ningún ruido. Lo único que hago es sentarme en la cama y tocar la colcha blanca. Como cuando aún no había crecido. La habitación tiene un olor dulce.
Juego a que mamá se está vistiendo y me deja entrar en su habitación. Huelo su vestido de seda blanca. Es su vestido para salir de noche. Eso dijo una vez, no recuerdo cuándo.
Si escucho con atención puedo oír cómo se mueve. Juego a verla sentada delante de su tocador. Como si se estuviera poniendo perfume o algo parecido, quiero decir. Y veo sus ojos oscuros. Puedo recordar.
Si llueve y veo ojos en la ventana resulta muy bonito. La lluvia suena igual que si un gran gigante estuviera andando alrededor de la casa. El gigante dice callad, callad porque quiere que todo el mundo se quede en silencio. Me gusta jugar a eso en la habitación de mamá.
Y lo que más me gusta, bueno, lo que casi me gusta más de todo es sentarme delante del tocador de mamá. Es rosa y muy grande y también huele bien. La silla que hay delante tiene cosido un almohadón. Hay botellas y más botellas con curvas y bultos raros y dentro tienen perfumes de muchos colores. Y casi te puedes ver de cuerpo entero en el espejo.
Cuando me siento allí juego a que soy mamá. Digo no hagas ruido mamá voy a salir y no puedes impedírmelo. No sé por qué lo digo, y es como si lo oyera dentro de mí. Y también digo oh madre deja de llorar no me cogerán porque tengo mi vestido mágico.
Cuando juego a eso me cepillo el pelo pero sólo utilizo mi cepillo, el de mi habitación. Nunca he usado el cepillo de mamá. No creo que la abuela se haya enfadado conmigo por eso, porque yo nunca uso el cepillo de mi mamá. Jamás haría eso.
A veces he abierto la caja. Porque sé dónde pone la llave. Una vez vi a mi abuela cuando ella no sabía que yo la estaba mirando. Pone la llave en el gancho que hay dentro del armario de mamá. Detrás de la puerta, quiero decir.
He podido abrir la caja montones de veces. Lo hago porque me gusta mirar el vestido de mamá. Lo que más me gusta es mirarlo. Es tan bonito y tan suave al tacto, como sedoso. Sería capaz de pasarme un millón de años entero tocándolo.
Me arrodillo en la alfombra que tiene rosas. Sostengo el vestido en mis brazos y es como si lo respirara. Lo pongo contra mi mejilla. Ojalá pudiera llevármelo a la cama y dormir con él abrazado. Me gusta hacer eso. Pero ahora no puedo. Por lo que dice la abuela. La abuela dice debería quemarlo pero la quería tanto y luego llora por el vestido.
Nunca hice travesuras con él. Lo vuelvo a guardar y lo dejo igual que si nunca lo hubiera tocado. La abuela nunca se ha enterado. Me he reído mucho porque ella nunca se ha enterado. Pero supongo que ahora lo sabe. Y me castigara. ¿Por qué se ha enfadado tanto? ¿Acaso no era el vestido de mamá?
Lo que realmente me gusta más en la habitación de mamá es mirar la foto de mamá. Tiene una cosa de oro alrededor. Marco, eso dice la abuela. Está en la pared, encima de la cómoda.
Mamá es bonita. Tu mamá era bonita dice la abuela. ¿Por qué dice eso? Veo a mamá sonriéndome allí en la foto y es muy bonita. Para siempre.
Su cabello es negro. Como el mío. Sus ojos son bonitos, y también son negros. Su boca es roja tan roja. Me gusta el vestido, el vestido blanco. Le deja los hombros descubiertos. Su piel es blanca, casi tan blanca como el vestido. Y sus manos también son muy blancas. Es tan bonita. La quiero aunque se haya ido para siempre, la quiero tanto.
Supongo que por eso me he portado mal. Con Mary Jane, quiero decir.
Mary Jane vino después de almorzar como hace siempre. La abuela se fue a echar la siesta. Acuérdate de que no has de entrar en la habitación de tu mamá dijo. Sí abuela dije yo, y estaba diciéndole la verdad porque no pensaba entrar allí, pero después Mary Jane y yo estábamos jugando con el camión de bomberos y Mary Jane dijo apuesto a que no tienes madre apuesto a que te lo has inventado todo, eso es lo que dijo.
Yo me enfadé mucho con ella. Tengo una mamá le dije. Me hizo enfadar porque dijo que me lo había inventado todo. Dijo que mentía. Me refiero a la cama, y al tocador, y la foto, y hasta al vestido.
Bueno pues yo te voy a enseñar lista dije.
Miré en la habitación de la abuela. Seguía durmiendo. Bajé y le dije a Mary Jane que viniera, porque la abuela no se iba a enterar de nada.
Después de eso ya no se hizo la lista como antes. Se rió con esa risa suya, como hace siempre. Incluso hizo un ruidito de susto cuando se dio con la mesa en el vestíbulo de arriba. Le dije que era tan asustadiza como una gata. Bueno mi casa no es tan oscura como ésta dijo ella. Como si aquí estuviera demasiado oscuro.
Entramos en la habitación de mamá. Todo estaba tan oscuro que no se podía ver. Por eso descorrí las cortinas. Sólo un poco para que Mary Jane pudiera ver. Esta es la habitación de mi mamá supongo que no me la he inventado dije.
Mary Jane estaba junto a la puerta y entonces tampoco se hizo la lista ni nada. No dijo ni palabra. Estaba mirando la habitación. Cuando la cogí del brazo dio un salto. Bueno sigamos le dije.
Me senté en la cama. Ésta es la cama de mi mamá mira que blanda es dije. Mary Jane no dijo nada. Miedica dije yo. Y ella dijo no lo soy con una voz como si lo fuera.
Siéntate dije cómo puedes saber que es blanda si no te sientas en ella. Se sentó junto a mí. Toca mira qué blanda es le dije. Huele a que huele muy bien.
Cerré los ojos pero era raro, no era como siempre. Porque Mary Jane estaba allí. Le dije que no tocara más la colcha. Dijiste que lo hiciera me dijo ella. Bueno pues no la toques más dije yo.
Mira ése es el tocado dije, y la hice levantar de la cama. La cogí por el brazo y la llevé hasta allí. Suéltame dijo ella. Todo estaba muy silencioso y era como siempre. Empecé a sentirme mal. Porque Mary Jane estaba allí. Porque estaba en la habitación de mi mamá y a mi mamá no le habría gustado que Mary Jane estuviese allí.
Pero tenía que enseñarle las cosas. Le enseñé el espejo. Las dos nos miramos en él. Mary Jane estaba muy blanca. Mary Jane es una miedica dije. No lo soy no lo soy dijo ella y de todas formas nadie vive en una casa tan oscura y silenciosa por dentro. Y además huele dijo.
Me enfadé mucho con ella. No, no huele le dije. Sí que huele dijo ella, tú dijiste que olía. Eso también hizo que me enfadara, y cada vez estaba más enfadada. Huele igual que el azúcar dijo. En la habitación de tu mamá huele igual que si hubiera gente enferma.
No digas que la habitación de mi mamá es como la de la gente enferma le dije.
Bueno no me has enseñado ningún vestido y estás mintiendo dijo ella. No hay ningún vestido dijo. Me sentí muy rara y acalorada por dentro, así que le tiré del pelo. Ya te enseñaré dije y nunca vuelvas a decir que soy una mentirosa.
Me voy a casa y se lo contaré todo a mi mamá dijo. No lo harás dije yo, vas a ver el vestido de mi mamá y será mejor que no me llames mentirosa.
La obligué a que se estuviera muy quieta y cogí la llave del gancho. Me arrodillé. Abrí la caja con la llave.
¡Puaj! eso huele a basura dijo Mary Jane.
Le clavé las uñas y ella se apartó y se enfadó mucho. No me pellizques dijo y estaba toda colorada. Se lo contaré todo a mi madre dijo, y de todas formas eso no es un vestido blanco es feo y está muy sucio.
No está sucio le dije. Lo dije tan alto que me extraña que no me oyera la abuela. Saqué el vestido de la caja. Lo sostuve para enseñarle lo blanco que era. El vestido se desplegó con un susurro como el que hace la lluvia y rozó la alfombra.
Está blanco dije, todo blanco limpio y sedoso.
No dijo ella, muy enfadada y estaba toda colorada, y tiene un agujero. Me enfadé todavía más. Si mi mamá estuviera aquí ya te enseñaría lo que es bueno le dije. Tú no tienes mamá dijo ella y tenía toda la cara fea. La odio.
Sí tengo mamá. Lo dije muy muy alto. Señalé con el dedo la foto de mi mamá. Bueno quién puede ver nada en esta ridícula habitación oscura dijo ella. La empujé con fuerza y Mary Jane se dio con la cómoda. Mira dije entonces y quería decir que mirase la foto. Esa es mi mamá y es la señora más hermosa del mundo entero.
Es fea y tiene las manos raras dijo Mary Jane. No dije yo. ¡Es la señora más hermosa del mundo entero!
No no dijo ella, tiene dientes de conejo.
Después ya no me acuerdo. Creo que fue como si el vestido se moviera en mis brazos. Mary Jane gritó. No recuerdo qué gritó. Todo se puso muy oscuro y creo que las cortinas estaban corridas. Al menos yo no podía ver nada. No podía oír nada sólo dientes de conejo manos raras dientes de conejo manos raras, incluso cuando no había nadie diciendo eso.
Había algo más porque creo que oí que alguien decía ¡no la dejes hablar así! No podía sostener el vestido. Y lo tenía puesto pero no recuerdo cómo. Porque era como una persona mayor, fuerte. Pero creo que también seguía siendo una niña pequeña. Por fuera, quiero decir.
Y creo que entonces fui terriblemente mala.
Supongo que la abuela me sacó de la habitación. No lo sé. Estaba gritando. Dios nos ayude ha ocurrido ha ocurrido gritaba. Una y otra vez. No sé por qué. Tiró de mí todo el rato hasta llegar aquí, a mi habitación, y me encerró. Ahora no quiere dejarme salir. Bueno, no estoy asustada. ¿Qué me importa si me encierra un millón de millones de años? Ni tan siquiera hace falta que me dé la cena. No tengo hambre.
Estoy llena.

OPTIMISTAS - Rosa Beltrán

Hay quienes invierten en la bolsa. Mi tío Aurelio era más inteligente; invertía en los puestos de revistas. Así podía ahorrarse lo que otros gastaban en médicos y en las dichosas terapias psicoanalíticas. «Haga amigos sin frecuentar a nadie». «Siete pasos en la ingesta del salvado en nuestro cuerpo». He aquí el summum de la sabiduría, nos decía mi tío Aurelio: el manejo que uno hace de su tiempo libre. Hacía un rato que él y papá se habían vuelto unos pensadores positivos.

Ninguno de nosotros sabía qué había sido primero, si la gallina del miedo o el huevo de las revistas. Tal vez un temor difuso había llevado a papá hacia el tío Aurelio (y este a las revistas), aunque también era posible que las revistas solas lo hubieran empujado a alimentar la idea de que el mundo conspiraba en su contra y que sólo el uso de la mente lo llevaría a librarse de este sino. Mi padre tenía sobradas razones para probar su teoría y, según él, gente que lo odiaba para constatarla: Este le tenía tirria, Aquel lo había visto feo y así, ad infinitum. O más bien hasta llegar a la afrenta del Primer Motor Inmóvil, mi madre, origen de todos, o casi todos, sus males. Porque también estaba el cuerpo. Su cuerpo. Y después del Primer Motor ese cúmulo de nervios, ese magma con vida y voluntad que parecía actuar a sus espaldas era el Rey de los Traidores.

Desde que se volvió un pensador positivo, el tema favorito de mi papá eran sus enfermedades y las estrategias para sufrirlas con dignidad, humillando al resto del mundo con su fortaleza. «En esta vida lo que importa es la actitud con la que tomamos las cosas». Este era su lema. Y se lo decía a la tía Mayo, por ejemplo, después de mostrarle El gran libro de la salud y explicarle que el tipo de diabetes que ella padecía era degenerativa e incurable, en fin, que no tenía remedio.

A pesar de sus juicios implacables, mi papá gozaba de una credibilidad a toda prueba entre los parientes porque padecía o había padecido de todo: hipoglucemia, parásitos, alzas frecuentes del ácido úrico o del azúcar. Y a su experiencia de viejo lobo de mar de las dolencias se unía el que desde su jubilación se había vuelto un meticuloso explorador de Internet donde consultaba las enfermedades y los modos más novedosos de tratarlas.

Mi madre había tomado la nueva faceta de papá como tomó las demás, con una tranquilidad que algunos consideraban heroica. Y desde luego mi padre por poco se desquicia. No podía entender que a la persona que más debía angustiarle la dejaran tan indiferente datos que en cualquier reunión de amigos causaban conmoción. «La verdad es que le importo un pito», se quejaba. Y rencoroso, se guardaba el secreto de una alergia incipiente para comentar sus síntomas ante un público más receptivo.

Sentado en su sillón papá miraba a mi indiferente madre. Con una actitud así, decía, no había manera de no arruinarse la vida… o lo que quedaba de ella. Había aprendido que la actitud de los otros es la prueba más clara del complot y por eso él luchaba y oponía a la calma resignada, aunque tristona, de mi madre, su destino de reveses y dolencias.

Un día mi tío Aurelio habló para informarnos que le había salido una hernia. Esa noche mi papá se presentó en casa del tío con la novedad de una úlcera a punto de reventar. Tres semanas después, en Pascua, tía Tita apareció haciendo eses y agarrándose del aire. Le habían descubierto el síndrome de Menier. No había acabado de explicar el horror que era vivir permanentemente con vértigo cuando vimos a mi papá salir doblado en dos del cuarto de la tele, donde había ido por El gran libro de la salud para enseñarle a la tía. Un movimiento brusco, un estirón de más y sin saber ni cómo, se había pellizcado el nervio ciática.

—Les juro que no hay nadie que pueda tolerar un dolor como este —exhaló, desfalleciente, cuando el antiinflamatorio que le puso el doctor empezó por fin a hacerle efecto.

—Ay, Goyo, ahora sí que nos ganaste a todos —dijo la tía Tita, olvidada de su sensación de ir flotando por el mundo sin salvavidas—. A mí al menos no me duele nada, en cambio tu… Eso sí es lo peor que le puede pasar a uno.

Pero mi padre reaccionó a tiempo:

—Bueno… lo peor, no sé, Tita. Tú sabes que todo problema es susceptible de empeorar.

En ese momento, se oyó un ruido. Mi mamá, tan silenciosa normalmente, se desplomó de la silla. Vino el médico, le revisaron la presión y vieron que no había nada que hacer. Estaba muerta.

El pasmo general duró un buen rato. En una familia de tíos tan enfermizos nadie podía entender que alguien muriera estando sano.

¿Cómo le había podido ocurrir algo así?, dijo por fin mi padre. ¿A él?

—Creo que este no es momento para eso, Goyo —intervino mi tío Aurelio, ayudándolo a sobreponerse—. Más bien hay que ver el lado positivo: mira, ya nada puede ser peor.

Pero el tío Aurelio se equivocó. No habían pasado ocho meses cuando nos llegó un comunicado del nuevo gobierno avisándonos que se iban a exhumar «sin excepción» los restos de quienes descansaban en el Panteón Jardín, y reubicarlos, a fin de maximizar el espacio. La Secretaría de Redistribución y Control de Recursos había hecho un estudio topográfico de áreas contra costos y solicitaba que los parientes acudieran a reconocer el sitio donde descansaban sus familiares. El comunicado traía una fecha en la que había que presentarse para acreditar el traslado. Sólo que había un problema. La fecha límite estaba vencida y el panteón cerrado «por remodelación» hasta el día de Muertos.

—¡Me lleva la chingada! —dijo mi papá, en un claro atentado contra el pensamiento positivo—. ¡Como si uno no tuviera nada que hacer!

Por un momento, el tío Aurelio lo secundó:

—Y tener que arreglarlo en pleno día de Muertos…

Las semanas previas al traslado estuvieron llenas de quejas y recriminaciones hechas por mi padre a un destino impreciso. Pero luego, poco a poco, fue afinando la dirección. Cada vez que le preguntábamos algo, mi papá contestaba con frases rabiosas que iban dirigidas a mi difunta madre. De pronto, lo sorprendíamos en la cocina, sacando a ciegas algo del refrigerador y diciendo al ver lo que había sacado: «¡Tiro por viaje, siempre llevándome la contra…!». Luego subía las escaleras, se metía al baño, hacía girar la llave del agua y la dejaba correr, metía el pie en el agua hirviente y entonces oíamos una amenaza: «¡Síguele, si al fin…!». No nos hacíamos a la idea de un cambio tan radical en su persona. Pero el golpe de haber visto a mi madre irse antes que él, dijo mi tío, debía doblegarlo al menos por un tiempo en su propósito de programar la mente.

El día 2 nos levantamos temprano. Cuando llegamos al panteón eran cerca de las nueve apenas y sólo para acercarnos a la puerta tuvimos que apeñuscamos y avanzar entre un tumulto. Las vendedoras de cempasúchil, terciopelo y nube protestaban junto con los deudos: no los dejaban entrar con flores. La gente, que de todos modos entraba con sus ramazos, insultaba, amenazaba con baldes y escobas y uno de los vigilantes se defendía señalando un letrero que habían puesto a la entrada: PROIVIDO PONER AGUA O FLORES EN RECIPIENTES ABIERTOS. Que por el dengue, dicen, dijo una señora. Un gordo a la moda de la onda grupera (o sea con bucles, botas de pico y hebillaza perforándole el ombligo) se coló hasta la puerta y dijo: dengue, mis huevos.

—Ábrete o te rompo la madre, cabrón. —Y se le fue encima al vigilante.

Dos jóvenes rapados lo secundaron.

—Si no vas a respetar tu vida, al menos respetas la de nuestros muertos.

A empujones nos movimos detrás de ellos esquivando gente, restos de figuras de yeso, ramas podridas y montones de tierra. Ni de chiste era la ciudad en miniatura con sus mausoleos de granito o de mosaicos de baño azules donde enterramos a mi mamá. El desorden de la gente coincidía con un intento militar de acomodar a los difuntos en montones de tierra idénticos, en filas. Las que estaban en el ala norte tenían unos letreros de plástico con los nombres de los muertos recién removidos. Otra parte estaba intacta. Y la porción más grande tenía tumbas abiertas a medio trasladar junto a montones nuevos y trozos de figuras, cascajo, vasijas regadas y losas de mármol rotas y recargadas en un muro.

Recorrimos, no una vez, sino varias, el pasillo en que mi madre debía estar. Repasamos, fijándonos bien, las calles aledañas. Mirábamos con envidia a la gente que se agolpaba en los restos de lápidas o en los nuevos montones de tierra, entre las perpetuidades, y acomodaba anafres, comida, papel de china y velas de sebo. Mi mamá no estaba por ninguna parte.

Abriéndonos paso entre el tumulto llegamos al fin hasta el encargado, le pedimos ver los registros.

Nos alarmamos. Las criptas no correspondían a los números de lote. Ahora aparecía un número enorme de inscripciones en terrenos donde antes había diez, doce tumbas. El responsable de inhumaciones nos explicó que por disposición oficial se habían reubicado los restos, enterrando a los difuntos de perfil.

—Es para eficientar costos —explicó, como si ya nadie fuera capaz de hablar con otro lenguaje.

La Comisión de Evaluación de Procesos de la Secretaría de Redistribución y Control de Recursos concluyó que había mucha superficie desaprovechada y decidió imitar el ejemplo de inhumación de la India, donde se ponía un difunto junto a otro. Nos escandalizó la falta de sensibilidad de un gobierno que ahora disponía hasta de los muertos ajenos sin pedir permiso. Pero mi tío Aurelio conservó la calma. Desde que se hizo un pensador positivo era un convencido de que provocamos lo que ponemos en palabra o idea.

—Acuérdate del epitafio que le mandaste hacer —le recriminó a mi padre.

En efecto, en un arranque poético, mi papá había dispuesto una lápida en forma de libro con una inscripción que decía: «Puede ser que esté o que no esté. Su cuerpo no la contiene entera».

—Y ahora, ¿dónde la buscamos? —pregunto como si se disculpara.

El encargado levantó los hombros.

Mi tío sugirió ir detrás de un cuidador que caminaba entre tumbas. Aconsejó a mi papa que le diera «para sus refrescos» y que no abriera la boca.

—Nomás que hay que esperar turno, si me hacen el favor —dijo el anciano señalando a un tumulto, y se guardó el dinero.

Nada más de ver el gentío que se había juntado en el panteón tuve la sensación de que iba a desmayarme. Entre los deudos que arreglaban sus tumbas había familias enteras, ancianas solas, niños, parejas. Un despliegue hormiguil vistiendo de amarillo y morado el camposanto. Una familia que le había traído música a su difunto caminaba buscando entre escombros seguida de un grupo de mariachis que venía tocando De qué manera te olvido.

De pronto, mi padre tuvo un arranque de desesperación:

—¡Te apuesto a que no aparece! —dijo.

—¡Si sigues pensando así, claro que no aparece! —le respondió mi tío, alarmado.

Decidimos buscar por el ala oeste. Comenzamos el recorrido peinando la zona de las tumbas que colindaban con el muro. Mi padre no paraba de hablar de los caprichos de mi madre; que si siempre fue así, que si nunca se podía contar con ella. Y mientras buscábamos a nuestro alrededor, oíamos crecer el descontento. Una anciana acomodaba flores en la tumba que había sido de su esposo y que ahora correspondía a alguien más. Le habían explicado que tenía que moverse unos centímetros, «nomás treinta», pero como el florero le había quedado en el espacio anterior ella seguía recogiendo las flores tiradas y poniéndolas donde siempre. Alguien, de lejos, le gritó:

—¡Comodina!

Un viejo de sombrero y bigote le dijo a mi tío (que se había agachado a verificar el nombre de una inscripción):

—Si causan ese daño entre los vivos, imagínese el que no le causarán a nuestros muertos… Fíjese nomás —y señaló el montón de tierra sobre el que había puesto una cruz con flores, papel picado y unas velas— esta niña de catorce años, enterrada de perfil, a un ladito de este viejo de cincuenta.

Al ver que tampoco en esa calle estaba el nombre de mi madre mi tío fue por mi papá que se había ido a sentar sobre unas varas, como si ya la búsqueda hubiera dejado de importarle. No se sorprendió cuando el tío le confirmó su fracaso.

—¿Qué te dije? Es por llevarme la contra.

Ya para entonces mi tío no hablaba.

Nos cansamos de buscar todo el día y parte de la noche, recorriendo las avenidas, los corredores pequeños; revisamos todos los registros. Vimos el panteón llenarse y luego irse quedando vacío.

Serían cerca de las cinco cuando me despertó el olor a la cera de las velas consumidas. Junto con los primeros rayos del sol llegó el encargado.

—Ya apareció.

—¿Apareció? ¿Dónde?

—Está en una tumba, con otro señor.

Explicó que por una confusión de apellidos la habían puesto con los Ramírez-López siendo ella Ramírez-Contreras. Pero esto y no sé qué cosas sobre las fallas humanas en tiempos del orden global lo oí sólo yo. Hacía horas que mi padre y mi tío se habían ido, llevando en la sonrisa el secreto orgullo de los pensadores positivos.


TE PILLE - Ray Bradbury

Estaban tremendamente enamorados. Lo proclamaban. Lo sabían. Lo vivían. Cuando no se miraban mutuamente, estaban el uno en brazos del otro. Si no se besaban, se encontraban en la cama, hechos un revoltijo. Y, al concluir aquella asombrosa mescolanza, se miraban y se arrullaban de nuevo.

Lo suyo, en suma, era ¡un GRAN AMOR! Imprímelo en mayúsculas. Subráyalo con letra cursiva. Añádele los signos de admiración. Constrúyele un castillo de fuegos artificiales. Haz que las nubes desaparezcan. Busca un poco de adrenalina. El toque de retreta, a las tres de la madrugada. El dormir, hasta mediodía.

Ella se llamaba Beth. Él se llamaba Charles.

No tenían apellidos. Ni siquiera empleaban sus nombres para hablarse entre ellos. Todos los días se inventaban nombres nuevos, algunos de los cuales sólo usaban de noche, y en única y mutua compañía, cuando su estado de ánimo tenía una ternura especial, y se encontraban escandalosamente desnudos.

En cualquier caso, cada noche era Fiesta Nacional; cada amanecer el día de Año Nuevo. Era la victoria del equipo local y la afición en el estadio. Era un trineo que se deslizaba ladera abajo, mientras todo el esplendor helado quedaba atrás, y dos seres humanos, abrazados y llenos de ardor, gritaban de júbilo.

Entonces, algo sucedió.

Llevaban casi un año de celebración cuando, una mañana, Beth dijo en voz baja:

—«Te pillé».

Él alzó la mirada.

—¿Cómo? —preguntó.

—«Te pillé» —repitió ella—. Es un juego. ¿No lo conoces?

—Jamás lo he oído nombrar.

—¡Ah! Pues yo llevo años jugando a eso.

—¿Lo compraste en unos almacenes? —preguntó él.

—No es de ésos. Se trata de un juego que yo he inventado…, bueno, casi. Está sacado de un antiguo cuento de fantasmas, o de terror, no me acuerdo. ¿Te gustaría que jugáramos?

—Depende —respondió él, mientras rebañaba los restos de los huevos fritos con tocino.

—Quizá podamos jugar esta noche… Sería divertido… Mejor dicho, queda decidido —continuó ella, con un gesto afirmativo, al tiempo que volvía a su desayuno—. Jugaremos esta noche. Te va a gustar, amor.

—Me gusta todo lo que hacemos —replicó él.

—Te vas a ensuciar los calzoncillos de miedo.

—¿Cómo dices que se llama?

—«Te pillé».

—Es la primera noticia que…

Ambos se echaron a reír, aunque la risa de ella era más fuerte.

Fue una jornada larga y deliciosa, durante la cual se dijeron muchos nombres, formaron raros revoltijos y dieron cuenta de una buena cena regada con excelentes vinos. Más tarde, leyeron un poco, hasta casi la medianoche. Entonces, él se volvió para mirarla.

—¿No se nos olvida algo? —preguntó.

—¿A qué te refieres?

—«Te pillé».

—¡Ah! ¡Hum! Sí —rió ella—. Estaba esperando que sonaran las doce campanadas.

Lo que sucedió en ese instante. Ella contó hasta doce, y suspiró alegre.

—Bien —anunció—. Hay que apagar casi todas las luces… Deja sólo la lámpara de la mesita de noche. Mira.

Y se puso a correr de un lado a otro del dormitorio para apagar todas las demás. Después, regresó, le ahuecó la almohada y le pidió que se situara en el centro de la cama.

—Ahora, tú te quedas aquí. No te muevas, ¿eh? Tú sólo… espera, y ya verás lo que ocurre. ¿Lo harás?

—Muy bien —convino él, con una sonrisa de indulgencia. En ocasiones así, ella se comportaba como una exploradora de diez años que llevase bombones envenenados a una gran fiesta. Y, a lo que parecía, él siempre estaba dispuesto a comérselos—. Adelante.

—Tú permanece quieto ahora —dijo ella—. No pronuncies una sola palabra. Yo hablaré cuando haga falta, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

—Allá vamos —susurró ella, y desapareció.

Lo que significa que cayó a los pies de la cama y se fundió como la bruja del cuento. Sus huesos se desplomaron con suavidad; la cabeza y los cabellos siguieron el camino del cuerpo, que se había plegado como un farolillo de papel chino, pliegue a pliegue, hasta que se hizo el vacío y no hubo más que aire a los pies de la cama.

—¡Muy bien! —exclamó él.

—A ti no te toca hablar. ¡Calla!

—Me considero callado.

Silencio. Pasó un minuto. Nada.

Él esperaba, con una sonrisa de oreja a oreja.

Otro minuto más. Silencio. Él continuaba sin saber dónde se encontraba Beth.

—¿Estás aún a los pies de la cama? —preguntó—. ¡Oh! Lo siento. No debo hablar.

Se impuso silencio a sí mismo.

Pasaron cinco minutos. Parecía que cada vez había menos claridad en la habitación. Se incorporó un poco y ahuecó la almohada. La sonrisa empezaba a convertirse en rictus. Miró a su alrededor. La luz del cuarto de baño se proyectaba sobre la pared de enfrente.

En la esquina más alejada se oyó un ligero ruido, como el producido por un ratón. Miró hacia allí, pero no pudo ver nada.

Transcurrió otro minuto. Él carraspeó.

Un susurro procedente de la puerta del cuarto de baño, a ras del suelo, llegó a sus oídos.

Miró en aquella dirección y sonrió, expectante. Nada.

Después, le pareció que algo se arrastraba para luego meterse debajo de la cama. La sensación pasó. Tragó saliva y parpadeó.

En la habitación apenas reinaba la claridad de una vela. Pese a sus ciento cincuenta vatios, la luz de la bombilla hacía el efecto de no alcanzar los cincuenta.

Hubo un correteo por el suelo, como si una gran araña hubiese pasado, pero fue algo que no pudo ver. Al cabo de un largo rato, escuchó la voz de ella, que le hablaba en un murmullo, parecido al producido por el eco. Tan pronto le llegaba desde una esquina como lo hacía desde la opuesta de aquella habitación, sumida en la penumbra.

—¿Te va gustando por ahora?

—Yo…

—No hables —susurró ella.

Y desapareció de nuevo durante dos minutos más. Él notaba que el pulso empezaba a golpear con fuerza en sus muñecas. Contempló la pared de la izquierda; luego, la de la derecha; después, el techo.

De pronto, vio una araña blanca que avanzaba por los pies de la cama. Era la mano de ella, por supuesto, que imitaba a una araña. Fue algo visto y no visto.

—¡Ja! —rió él.

—¡Sssh! —hizo el susurro.

Hubo un rumor de carrera hacia el cuarto de baño, y la luz de éste se apagó de pronto. Silencio. La única claridad que había en la habitación era la que emitía la débil lámpara de la mesita de noche. La frente del hombre se cubrió de un velo de sudor, mientras se preguntaba las razones para dedicarse a aquello.

Una garra surgió por la esquina izquierda de la cama, gesticuló y desapareció. Pudo oír el tictac del reloj de pulsera.

Transcurrieron unos cinco minutos. Su respiración era pesada, incluso algo dolorosa, aunque no sabía el porqué. Una arruga profunda se dibujaba en su entrecejo, y ya no se borró. Sus dedos se deslizaban hacia el borde de la manta en un movimiento inconsciente, como si quisieran esconderse de él.

Al lado derecho apareció una garra. ¡O no, quizá no estaba allí! ¿O tal vez sí?

Hubo un rebullir dentro del armario, al fondo de la habitación. La puerta de aquél se abrió poco a poco y reveló una oscuridad bostezante. Nunca supo si, en ese momento, algo entró o salió del mueble. La puerta se abría sobre un abismo tan insondable como el espacio estelar. Dentro se adivinaban unos bultos de ropa de abrigo colgados, como cuerpos insepultos.

Hubo ruido de pasos en el cuarto de baño.

También el roce de pisadas de gato en la ventana.

Él se incorporó, y se pasó la lengua por los labios resecos. Estuvo a punto de decir algo, pero, luego, meneó la cabeza. Habían pasado veinte minutos bien cronometrados.

Se oyó un débil gemido seguido de una carcajada distante, y rápidamente ahogada. Después, otro gemido…, ¿dónde?, ¿dentro de la ducha?

—¿Beth? —llamó por fin.

No hubo respuesta. De pronto, un grifo empezó a gotear, despacio, muy de tarde en tarde. Alguien lo había abierto.

—¿Beth? —volvió a llamar.

Tenía la voz tan destemplada, que apenas la reconoció como suya.

Una ventana se abrió en alguna parte, y un viento frío hizo volar por el aire el fantasma de una cortina.

—Beth —exclamó en un susurro.

Silencio.

—No me gusta esto —dijo.

Silencio.

Ningún movimiento. Ningún susurro. Ninguna araña. Nada.

—¡Beth! —repitió un poco más fuerte.

Ni el soplo de un aliento en parte alguna.

—No me gusta este juego.

Silencio.

—¿Me oyes, Beth?

Goteo del grifo en el plato de la ducha.

—Vamos a dejarlo, Beth.

Corriente de aire de la ventana.

—¿Beth? —llamó de nuevo—. Contesta. ¿Dónde estás?

Silencio.

—¿Te ocurre algo?

La alfombra en el suelo. La luz de la lámpara, cada vez más tenue. Un polvillo invisible se agitaba en el aire.

—¿Estás bien, Beth?

Silencio.

—¿Beth?

Nada.

—¡Beth!

—¡Ooooooh! ¡Aaaaaaaah!

Oyó el aullido, el lamento, el grito.

Una sombra se alzó de pronto. Una mancha de oscuridad saltó sobre la cama, a cuatro patas.

—¡Aaaah! —gemía aquello.

—¡Beth! —gritó él.

—¡Oooooh! —aullaba el horrible ser.

Otro salto, y el negro bicho aterrizó sobre su pecho. Unas manos heladas le atenazaron la garganta. Un rostro lívido se inclinó sobre el suyo. La boca se abrió de par en par.

—«Te pillé» —aulló.

—¡Beth! —casi sollozó él.

Y agitó los brazos, mientras se retorcía y trataba de darse la vuelta, pero la criatura no sólo no se despegaba de él, sino que lo inmovilizaba debajo de sí, sin dejar de mirarlo, con los ojos saliéndosele de las órbitas y las fosas nasales dilatadas. Entonces, la gran mata de cabello negro que flotaba alrededor cayó sobre él, como agitada por una tempestad. Las manos seguían engarfiadas sobre su cuello; el aliento que salía de la boca y de la nariz era más frío que un viento polar. El peso de la criatura sobre su pecho, aunque no muy grande, sí era asfixiante, como un fardo de paja, aunque pesado como un yunque. Él peleaba por soltarse, mas tenía los brazos clavados a la cama por las frágiles rodillas y el rostro que se inclinaba sobre él lo miraba lleno de un regocijo malévolo, con tal carga de perversidad, tan ajeno a este mundo y como procedente de otro muy lejano, muy diferente, nunca visto antes, que no pudo evitar un grito:

—¡No! ¡No! ¡Basta, basta!

—«¡Te pillé!» —chillaba aquella boca.

Y era algo jamás visto. Una mujer de alguna época futura en que la edad y las cosas hubiesen cambiado; en que la noche se encontrase más cerca; que todo estuviese envenenado por el tedio y las palabras hubiesen herido de muerte; como si el alma sólo fuera hielo y esterilidad, y no quedara nada que guardara el menor residuo de amor. Sólo el odio, sólo la muerte.

—¡Oh, no! ¡Dios mío! ¡Basta!

Estalló en sollozos, y rompió a llorar.

Ella se detuvo.

Sus frías manos se apartaron y retornaron cálidas, acariciantes, para tocarle y darle consuelo.

Era Beth.

—¡Ay, Dios, Dios! —sollozaba él—. ¡No, no, no!

—¡Oh, Charles! ¡Charlie! —exclamó ella, arrepentida—. Lo siento, de veras…

—¡Lo has hecho! ¡Ay, Dios! ¡Lo has hecho!

La pena del hombre era incontenible.

—No, no. ¡Oh, Charlie! —dijo Beth, y ella también se echó a llorar.

Entonces saltó de la cama y se puso a correr por todas partes para encender las lámparas. Sin embargo, ninguna alumbraba lo suficiente. Él sollozaba muy quedo ahora. Beth regresó, se acostó junto a él y apoyó la llorosa cabeza masculina contra su propio pecho. Así lo abrazó, le dio palmadas, le cubrió la frente de besos y le dejó llorar para que se desahogara.

—Lo siento, Charlie. Escucha. Yo no quería…

—¡Lo has hecho!

—¡No ha sido más que un juego!

—¡Un juego! ¡Un juego! ¡Dices que no ha sido más que un juego! —lloriqueó él, y continuó sollozando.

Al fin dejó de llorar y se tendió junto a Beth, y ella le abrazó y le trató con cariño. Volvió a ser madre, hermana, amiga y amante para él. Los latidos del corazón, que había estado a punto de quebrarse, retornaron casi a la normalidad. Su pulso dejó de vibrar, y la opresión cedió un poco en su pecho.

—¡Oh, Beth, Beth! —se quejó en voz baja.

—Charlie.

Hubo un tono de disculpa cuando le habló, con los ojos cerrados.

—No lo hagas nunca más.

—No lo haré.

—Prométemelo —rogó él, entre hipos.

—Te lo prometo. Te lo juro.

—Tú no estabas, Beth; ¡ésa no eras tú!

—Te lo prometo, Charlie, te lo juro.

—Bueno.

—¿Me perdonas, Charlie?

Él permaneció largo rato en silencio, hasta que, por fin, asintió con la cabeza, como si hubiera tenido que meditarlo mucho.

—Perdonada.

—Lo siento, Charlie. Vamos a dormir un poco. ¿Apago la luz?

Silencio.

—¿Puedo apagar la luz, Charlie?

—No…, no…

—Hay que apagarla para poder dormir, Charlie.

—Deja algo de luz durante un rato —contestó él, con los ojos cerrados.

—Muy bien —concedió ella abrazándole—. Un ratito.

Él suspiró, sobrecogido, y un estremecimiento recorrió su cuerpo. El temblor y los escalofríos le duraron unos cinco minutos más, hasta que los abrazos, los besos y las caricias de ella consiguieron ponerles fin.

Una hora más tarde, y en la creencia de que estaba dormido, ella se levantó para apagar todas las luces, excepto la del cuarto de baño, por si él despertaba, para que hallase al menos una encendida. Cuando regresó a la cama, Charles se rebulló un poco.

—¡Oh, Beth! ¡Te quería tanto! —murmuró con débil voz plañidera, casi infantil.

Ella meditó sus palabras.

—Rectifica lo que has dicho: «te quiero» tanto.

—Te quiero tanto.

Hasta una hora más tarde Beth no logró conciliar el sueño. Permaneció todo el tiempo con la mirada fija en el techo.

A la mañana siguiente, durante el desayuno, él la miró con atención al tiempo que extendía mantequilla sobre una tostada. Ella devoraba su ración de tocino con toda tranquilidad cuando sorprendió la mirada de él. Entonces le correspondió con una sonrisa.

—Beth —dijo él.

—¿Sí? —preguntó ella.

¿Cómo decírselo? Sentía una gran frialdad en su alma. El dormitorio, incluso en esos momentos en que la luz del sol lo bañaba, le parecía más pequeño y oscuro. El tocino estaba pasado. La tostada, quemada. El café tenía un extraño y desagradable aroma. Ella estaba muy pálida, y Charles notó que su propio corazón, encogido en un puño dentro del pecho, batía contra una puerta cerrada en algún ignoto lugar.

—Yo…, nosotros… —empezó.

¿Cómo decirle, así de pronto, que tenía miedo? De súbito, comprendió que era el principio del fin. Y que, después del fin, no tendrían adonde ir…, ni encontrarían refugio alguno en ningún lugar del mundo.

—Nada —concluyó.

Cinco minutos más tarde, ella bajó la mirada hacia los huevos resecos que había en su plato.

—¿Querrás jugar esta noche, Charles? —preguntó—. Esta vez me toca a mí quedarme en la cama, y tú serás quien se esconda y salga de pronto para decir: «Te pillé».

Él tardó en contestar. Se había quedado sin respiración.

—¡No!

Nada más lejos de sus deseos que trabar conocimiento con aquella parte de sí mismo.

Los ojos se le inundaron de lágrimas.

—No, no —repitió.