Lo despertó la campana, pero todavía permaneció acostado un buen
rato: pensando y repasando una última vez sus planes sobre el robo que
iba a cometer más tarde y el asesinato en la noche.
No había descuidado ningún detalle. Se trataba de un simple repaso
final. En toda la extensión de la palabra, sería libre a las veinte
horas y cuarenta minutos. Se había señalado esa hora porque con ella
cumpliría exactamente cuarenta años. Su madre, apasionada de la
astrología, le recordó siempre ese instante preciso de su nacimiento.
Aunque no era supersticioso, halagaba su sentido del humor; poder
empezar una nueva vida a los cuarenta años justos.
Y eso que el tiempo trabajaba en su contra. Hombre de leyes,
especializado en asuntos inmobiliarios, por sus manos pasaban enormes
sumas de dinero y parte de ellas se le quedaban pegadas. El año anterior pidió cinco mil dólares para invertirlos en un negocio seguro, que doblaría o triplicaría el capital. Lo perdió todo. Obtuvo prestada
nueva suma con qué especular y recuperar la pérdida anterior. Ahora
debía ya treinta mil dólares y no podía disimularse por más tiempo el
boquete que, por otra parte, sería imposible tapar en tan poco tiempo.
Decidió liquidar cuanto pudiera, sin despertar sospechas, vendiendo
diversas propiedades. Por la tarde dispondría de cien mil dólares, más
de lo que necesitaba para el resto de su vida y nunca sería atrapado. Todo estaba previsto: su salida, su nuevo
destino, su diferente identidad. No había olvidado nada. Trabajaba en
ello desde hacía varios meses.
La decisión de matar a su esposa surgió más tarde. El móvil era
obvio: la detestaba. Al resolverse a no ir nunca a la cárcel,
suicidándose si era apresado, tuvo la gran idea: puesto que si lo
detenían moriría de todas maneras, nada perdería dejando atrás una mujer
asesinada en lugar de una mujer viva.
Le fue difícil no sonreírse al recordar el regalo de cumpleaños que
su mujer le había hecho un día antes: una hermosa maleta. También lo
convenció de que fueran a cenar a un restorán. Ella ignoraba lo que le
esperaría como fin de fiesta: él le llevaría de vuelta a casa antes de
las ocho cuarenta y seis y, para hacer bien las cosas, según su
costumbre, haría un viudo de sí mismo en aquel preciso minuto. Había una
razón más para matarla: si la dejaba viva, ella comprendería lo que
había pasado y a la mañana siguiente avisaría a la policía. Si la dejaba
difunta, el cadáver no sería descubierto sino después de dos o tres
días, lo que le concedía una cómoda ventaja.
En la oficina todo fue de maravilla. Cuando llegó la hora de
encontrarse con su mujer, las cosas seguían sobre ruedas. Ella se
entretuvo con los entremeses y retardó la comida, tanto, que él se
preguntó si podrían regresa a casa antes de la hora prevista. Era
ridículo, pero le daba gran importancia al hecho de que tal hora sería
la de su libertad. Ni un minuto antes ni un minuto después. No hacía más
que miara el reloj.
Cuando llegaron frente a la casa, lo oscuro en la puerta de entrada
le dio más seguridad. No había señales de ningún riesgo. No peligraba
nada, como tampoco cuando entrara. La golpeó, pues, con todas sus
fuerzas, mientras ella, descuidada, esperaba que sacara la llave para
abrir. Antes de que cayera al suelo, la sostuvo y logró mantenerla en
pie, mientras con la mano libre abría la puerta y luego la cerraba
detrás de ambos.
Apretó el botón del interruptor y una luz amarillenta invadió la
amplia sala. Antes de que se diera cuenta de que ella estaba muerta y
que sostenía el cadáver con un brazo, todos lo invitados a la fiesta de
cumpleaños gritaron a coro:
— ¡Sorpresa!