Cuentos para ver
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EL CABALLO ENCANTADO - Las mil y una noches
Al celebrar en cierta ocasión el cha de Persia las fiestas de año nuevo en la ciudad de Chiraz se presentó en la corte un prestidigitador, conduciendo un caballo feo y escuálido que, andando sólo con tres patas, semejaba más bien un caballo de cartón que de carne y hueso: su presencia fue acogida con grandes risas, y el mismo cha no pudo menos de reírse al contemplarle.
-No reirías así, si supieses el mérito de mi caballo -le dijo el prestidigitador-; seguro estoy de que, al conocerlo, me ofrecerías un buen precio por él; si tu hijo, el valiente príncipe Frouz, se digna montarlo y dar en él unas vueltas, comprobará su gran valor.
-Conforme -dijo el príncipe-; y de un salto montó en él y, sin esperar a saber la manera de hacerlo marchar, le metió espuela y el extraño caballo se elevó por los aires rápido como una flecha, y desapareció en un instante de la vista de todos los presentes.
El príncipe halló muy de su agrado la velocidad con que su cabalgadura surcaba los aires; y lo dejó correr durante algún tiempo, tras el cual pretendió volverlo hacia la derecha para regresar a Chiraz; pero el caballo no obedeció a la rienda.
“Estará habituado a dar las vueltas a la izquierda”, se dijo mentalmente el príncipe, y trató de volverlo hacia dicho lado; pero no sólo no obedeció, sino que se elevó más aun, aumentando considerablemente la velocidad. No perdió por ello la serenidad el príncipe Frouz: buscó el medio de acomodarse bien en la silla, y al hacerlo, sus piernas tropezaron con un resorte en ella colocado, el cual, al ser oprimido por el príncipe, produjo el efecto deseado, pues el caballo fue disminuyendo la marcha y descendiendo lentamente hasta quedar parado en la terraza de un suntuoso palacio.
Era de noche cuando terminó el extraño paseo del príncipe, quien, sintiéndose cansado, débil y con deseos de comer, se introdujo por las habitaciones del castillo y vio que todos sus moradores dormían. Así llegó hasta una sala espléndida, en la que sobre un sofá dormía una encantadora joven y a su alrededor se hallaban diez mujeres en igual actitud: acercóse al sofá y despertó a la hermosa durmiente, a quien pidió perdón por su atrevimiento; se dio a conocer y refirió su extraña y maravillosa aventura.
-Ahora -dijo cuando hubo terminado- ¿puedo preguntarte quién eres y dónde estoy?
-Soy la princesa de Bengalia y estás en mi palacio -contestó cariñosamente la hermosa dueña de aquel magnífico castillo.
La princesa dio órdenes para que a su huésped le fuera preparada habitación y comida, orden que fue cumplimentada rápidamente por la servidumbre; ella misma acompañó al príncipe hasta el aposento designado, haciéndole los honores, y se retiró en unión de sus esclavas. El príncipe durmió tranquilamente y se levantó al otro día en extremo satisfecho y con el corazón henchido de alegría.
La princesa lo mandó llamar, y, una vez en su presencia, le rogó que le refiriese de nuevo su aventura: así lo hizo el príncipe, y ambos continuaron todo el día juntos, y resultó que sus corazones sintieron los preludios de recíproco amor. Al día siguiente, antes de que las demás personas despertasen, los enamorados se reunieron en la terraza del castillo, donde se hallaba el prodigioso caballo, y montando los dos en él, marcharon en dirección a Persia, donde pensaban casarse. El príncipe, que ya conocía el modo de manejarlo, lo condujo sin contratiempo hasta un castillo inmediato a Chiraz.
Dejó allí a la princesa, a fin de que se adornase con sus mejores galas para la boda, y marchó a prevenir a su padre; pero no tuvo la precaución de llevar consigo el caballo, sino que lo dejó en el castillo en que quedaba la princesa, y al referir su aventura al cha, enteróse el prestidigitador indio, dueño del caballo, y corrió velozmente a presentarse a la princesa, a quien le dijo:
-El cha desea verte inmediatamente; y el príncipe Frouz me envía para conducirte a su presencia en el prodigioso caballo, que pronto te llevará.
Confiada la princesa, montó con el que creía emisario de su amado, y juntos partieron velozmente; pero no en dirección a Chiraz, sino hacia Cachemira, donde descendieron ambos en la carretera cerca de la capital, en el momento en que el sultán pasaba con toda su corte.
La princesa, que sospechaba de las intenciones de su acompañante, arrojóse a los pies del sultán, gritándole:
-¡Salvadme, señor, de este hombre malo que me ha engañado!
Entusiasmado el sultán ante la hermosura de la princesa, cortó de un solo tajo la cabeza del indio, y con exquisita galantería condujo a la princesa a su palacio, la alojó en sus mejores habitaciones y puso a su disposición cien esclavas para que la atendiesen. Tantas atenciones no dejaron de sorprender a la princesa y pronto comprendió que había escapado de un peligro para caer en otro todavía mayor.
No fueron vanas sus sospechas, pues el enamorado sultán, en vez de devolverla al príncipe Frouz, empezó los preparativos para celebrar su boda con ella: resistióse la princesa como pudo, pero sin fruto; y entonces, astuta como todas las mujeres, se fingió loca y empezó a atacar furiosamente a cuantos a ella se acercaban.
Muy impresionado el sultán por aquella desgracia, la hizo visitar por los mejores médicos para intentar su curación; mas todos fueron recibidos en igual forma por la princesa, de la que huyeron velozmente.
Un día llegó un anciano doctor y se presentó al sultán ofreciendo curar a la princesa; hizo algunas preguntas sobre la enfermedad y le contestaron que el mal que sufría provenía de montar un caballo encantado. El sabio médico respondió:
-Yo la curaré, pero necesito el caballo. Que lo traigan aquí, y llevadme a las habitaciones de la princesa para conducirla junto a él.
Así lo hicieron y, al llegar donde se hallaba la princesa, acercóse a ella, y en voz baja le dijo:
-¿No me conoces, princesa mía? Soy el príncipe Frouz que, disfrazado, vengo a salvarte, después de haberte buscado por todas las partes del mundo. La princesa se dejó conducir a donde se hallaba preparado el caballo; la colocó en él, saltó después a su lado, y en menos de una hora llegaron a Chiraz, donde se casaron con el consentimiento del cha y la alegría del pueblo persa.
DR. A. CULA & FRANK N. STEIN - Walter Beckers
Con el mismo derecho que la piedra, el queso y las medias de nylon, la angustia, la fría angustia, la estremecedora angustia, la consciente e insinuante angustia, pertenece a este mundo. Un mundo en el cual los hombres se aman, se embriagan, se matan. Un mundo en el cual los hombres sufren en la angustia, mientras que otros se liberan gracias a esa misma angustia.
Conocí una vez a un fanático —con todas las exageraciones que ello representa— de todo cuanto tuviera relación más o menos directa con el horror, y que no habría querido trocar un cuento de miedo, por las más fantásticas alucinaciones debidas a la LSD. Conocía todas las novelas de ciencia ficción, incluso podía recitar de memoria, de improviso, cualquier pasaje tomado al azar de la literatura fantástica.
No era posible proyectar una película con seres espantosos y atroces, sin que Jonathan Steller fuese a verla, de la misma forma que las gallinas van en busca de grano. En semejantes circunstancias, creo que nadie se sorprenderá si le digo que, por culpa de un abuso exagerado de las sensaciones terroríficas, nuestro hombre se había vuelto un poco hastiado. Sean cuales fueren las posibilidades que podían ofrecer aún las películas en color, estimaba que era de todo punto imposible lograr algo que sobrepasase en poder evocador a la primera versión alemana de El gabinete del doctor Caligari. Así pues, casi no se sorprendió un día en que fue a ver una película de terror anglosajona, bastante mediocre, de que los bienhechores estremecimientos debidos a la angustia —que cada vez iban siendo más raros— estuvieran ausentes por completo. Evidentemente había franqueado el punto límite de las reacciones normales ante el horror.
Mortalmente disgustado, abandonó la sala antes de que finalizase la proyección.
Regresó a casa lo más rápidamente posible, y se precipitó como un autómata hacia su bien provista biblioteca, y dividido entre la duda y la esperanza, empezó a registrar su colección de obras especializadas. Tras largas horas hojeándolas e intentando encontrar un medio de salvación, tuvo que concluir amargamente que todas sus tentativas resultaban del todo inútiles. Las obras cumbre de la literatura de terror se hallaban grabadas de un modo tan preciso en su memoria, que podía recitarlas palabra por palabra. Lo desagradable era que ahora lo hacía sin la menor emoción, sin la menor turbación, sin la más pequeña sensación.
Se habían acabado para él los estremecimientos voluptuosos. Se hallaba en la situación de uno de esos sibaritas que, por el exceso de asados, de salsas y de buenos cigarros, no perciben en los manjares más que un gusto soso y común.
Durante años había vivido en un laberinto de buen humor. Se había paseado por las avenidas del estremecimiento, como si hubiera creado, con su fina percepción, un solo ser que, dando vueltas por doquier, subiendo y bajando, hallase goces extraordinarios en el menor acontecimiento. Había sido deslumbrado, enamorado, conquistado. Había llegado a un acuerdo perfecto con las historias de horror. Ahora, de todo aquello sólo le quedaba una llama parsimoniosa y humeante.
Se sentía como un árbol desnudo por el viento de otoño. Relentes de una tarde agradablemente tibia, algunas pocas llamitas lamían las escorias moribundas en el hogar, sin esperanza de un alimento vigorizador. Herido de muerte, se dejó caer en un sillón, tuvo la fuerza de servirse un vaso de whisky, y cogió el periódico, como si quisiera encontrar en él alguna válvula de escape para su dolor.
¿Podía dar crédito a sus ojos?
Releyó por tercera vez el pequeño texto, situado cuidadosamente en una columna de cinco centímetros, y rodeado por un recuadro atrayente. Sí, las letras bailaban allí en sus oscuros caracteres:
¿QUIERE USTED ESTREMECERSE?
No como en el cine.
No como en las novelas de ciencia ficción.
No como en sus sueños
¡SINO ESTREMECERSE DE VERDAD!
Diríjase a DR. A. CULA & FRANK N. STEIN, LTD.
Las solicitudes por escrito no tendrán respuesta.
Seguía la dirección y no había número de teléfono.
¡Qué extraño! Fue la única frase que Jonathan pudo proferir. Sí, ¡qué extraño!, repetía una y otra vez en voz baja. Como encadenado a su sillón, permaneció con la mirada fija, ajeno a todo cuanto le rodeaba y que tan bien conocía. Lo concreto apenas nunca había logrado interesarle. Ahora, su falta de interés se reforzaba. Se sintió bruscamente ausente, flotando en un universo teñido pesadamente de purpura y de rojo.
Una voz le habló, llena del orgullo que le confería un poder consciente:
—Durante nuestra entrevista, deseo para cada una de mis preguntas una respuesta clara y concisa. Quiero también que me llame míster Press. Inmediatamente le haré saber mis relaciones con el señor Frank N. Stein y el Dr. A. Cula. Soy su agregado de Prensa y, al mismo tiempo, su hombre de confianza. Poseemos ya un dossier que le concierne, señor Steller, pero debido a mis ocupaciones extremadamente numerosas, no he podido proporcionarle nuestro periódico hasta hoy.
La voz guardó silencio durante algunos segundos, sin duda con objeto de dar más importancia a lo que acababa de pronunciar.
—No he hablado de nuestro periódico por error, ni sin razón. Debe usted saber, perfectamente, que cuando esta conversación toque a su fin, en otros términos, cuando se haya reintegrado usted a la situación que todo el mundo se empeña en llamar normal, no volverá a ver este pequeño anuncio. Estaba destinado a usted únicamente y por un solo momento.
Jonathan Steller sintió crecer su atención por momentos. Estaba seguro ahora de disponer de todas sus fuerzas habituales, por lo que se mostró particularmente relajado. No tenía conciencia del lugar donde se hallaba, ni de la hora en que se desarrollaba aquella extraña entrevista. Por otra parte, todo esto no tenía la menor importancia. No advertía más que aquella otra presencia, sin llegar, no obstante, a identificarla en sus sentidos despiertos.
—¿Es usted sirviente?
—En efecto, mister Press.
—Si lo es de forma consciente, no puede ignorar la seriedad y responsabilidad de un contrato.
—No lo ignoro.
—Bien. ¿Está usted de acuerdo, como pago del horror absoluto e infalible que le prodigaremos, en ceder diez años de su vida?
—Ciertamente, mister Press.
—¡Magnífico! Lo ha dicho en un tono firme y sin el menor segundo de vacilación. En la primera ocasión de que disponga, vaya a la dirección que ya conoce. Le deseo mucha angustia, Jonathan.
—Gracias..., muchas gracias, mister Press.
Los vapores rojos y púrpuras le envolvieron. Se sentía más ligero que la atmósfera, y flotaba sin cesar entre aquella envoltura caliente que adquiría toda suerte de formas caprichosas y turbulentas, deslizándose de infinitas maneras unas contra otras. Progresivamente, las nubes opacas se fueron haciendo transparentes y pronto ya no le quedó a Jonathan Steller más que el vago recuerdo de una región misteriosa y encantada. Hubiérase dicho que regresaba de un largo viaje, cuyas consecuencias y conclusiones no podían ser estimadas en su justo valor hasta mucho después.
El periódico desplegado continuaba sobre sus rodillas. Miró, sin dar crédito a los anuncios por palabras. Pasó desde la venta de un «Ford 65», nuevo, hasta una viuda seria que deseaba ponerse en contacto con joven también serio, sin olvidar las ofertas de trabajos suplementarios. Todo aquello no le interesaba. Echando una mirada a su reloj, observó que era cerca de medianoche. Ya era hora de acostarse. Mañana se levantaría temprano. ¿No había prometido hacer una visita al doctor A. Cula y a Frank N. Stein?
A la mañana siguiente Jonathan Steller se levantó muy temprano. Se afeitó, se lavó y se vistió en menos tiempo del que se necesita para decirlo. Apenas si se preocupó de prepararse café. Para él, un buen café era siempre el índice de un buen principio de jornada. ¿Qué decir entonces de hoy, que sería ciertamente un día maravilloso, tal vez «el» gran día de su vida?
Se sentía un poco nervioso cuando cerró la puerta de la calle. Una vez fuera, su excitación y su curiosidad ya no tuvieron límites. Deseaba llegar lo antes posible. Como un enamorado que teme llegar tarde a su primera cita, se precipitó hasta la parada de taxis más próxima. Después de media hora entre una intensa circulación y durante la cual demasiadas luces rojas fueron obstáculo a la prisa de Jonathan, el taxi llegó a la calle tan deseada. Pagó al chofer, y esperó a que desapareciera por la esquina de la calle, ansioso de encontrarse a sí mismo, dirigiéndose hacia la casa en cuestión. Era una calle sombría, fría, irritante. Una calle sin ningún niño que pusiera un poco de vida, sin una flor en las ventanas. La mayor parte de las casas parecían sucias y abandonadas. Casas sin personalidad, sin carácter. Sólo indiferencia, frialdad. El número 16 era semejante a los demás números. Un pesado martillo de bronce era el único elemento, a la vez útil y decorativo, que se encontraba en la puerta. Dos golpes sobre la placa de metal, como un mazo sobre un tonel de hierro vacío. La puerta se abrió con excesiva rapidez, y mostró en el umbral a un joven vestido con jersey y pantalones téjanos.
—¡Entre, y sígame! —indicó.
En el rellano, el joven le señaló la puerta entreabierta de una pequeña y estrecha habitación, cuyas paredes estaban pintadas de negro. En ella una madera de roble negro hacía las veces de mesa de despacho. La única iluminación del lugar era una lámpara de globo, colgada del techo, cuya luz iluminaba la mesa y el rostro del joven que, tras sentarse, rogó a Jonathan Steller que tuviera la bondad de hacer otro tanto.
El joven inició de inmediato la conversación, sin que aquello conmoviera exageradamente al visitante.
—Nuestro colaborador, míster Press, me ha confiado su dossier. Desde entonces he tenido ocasión de examinarlo a fondo, y me complace decirle que la respuesta que espera usted se revela positiva. No obstante siento anunciarle que mis jefes, el señor Frank N. Stein, y el doctor A. Cula, me piden que les excuse por no poder venir ellos mismos a saludarle, pero la sobrecarga de trabajo que les ocupa es implacable, y les impide obrar a su gusto. Estos últimos tiempos nos encontramos en dificultades relativamente serias con algunas compañías de seguros que se hallan sobre la pista de nuestras actividades, y no se muestran satisfechas de lo que exigimos como compensación del terror absoluto, es decir, diez años arrancados a la existencia terrestre de nuestros clientes que han suscrito un seguro de vida...
¡Jonathan sintió una mano fría oprimiéndole el corazón! ¿Iba a caer un grano de arena en aquel mecanismo perfecto? Balbució algunas palabras vagas:
—¿Los aseguradores? ¿De qué modo han llegado aquí?
—Muy sencillo —dijo el joven, en un tono de voz muy seguro de sí mismo—. Comprenderá fácilmente, sin dula, que incluso un inspector de seguros puede ser un apasionado de la fantasía. Falta saber lo que prevalecerá en él: si su afición fanática a las emociones violentas, o su conciencia profesional... El problema para nosotros es que míster Press, a causa de sus contactos demasiados numerosos con los candidatos al horror absoluto, se ha olvidado con frecuencia de informarme acerca de la profesión del solicitante, antes de lanzar nuestra edición especial en el periódico.
Jonathan encontró todo esto de lo más natural. Entretanto, había vuelto a ser el mismo, y estimó que había llegado el momento de lanzar su ataque. ¡Ya había estado demasiado tiempo en tensión!
—Y ahora, caballero, en lo que concierne a mi caso... ¿Cuándo voy a empezar a sentir angustia? Me muero de deseo y de impaciencia, y estoy dispuesto a dar diez años de mi vida.
—No tiene usted necesidad de proponernos estos diez años. El pacto fue consumado ayer en presencia de míster Press; en consecuencia, ya puede desde ahora, y con motivo, empezar a estremecerse de pies a cabeza...
En el primer momento, Jonathan Steller no comprendió exactamente lo que el joven quería darle a entender. Pero de repente, el significado profundo de aquella respuesta fría, simple y cruel, le penetró por completo, como un aguacero. Comprendiendo en un segundo toda la situación, sintió que su acto le procuraba una serie de estremecimientos tales, que jamás un autor de relatos de miedo hubiera podido proporcionarle. Comprendió al fin que la necesidad de dar cumplimiento a su pasión le costaba indiscutiblemente diez años de vida.
¿Cuántos años le quedaban antes del gran salto final? ¡Ya no era tan joven! En su entusiasmo, había considerado aquella condición como un elemento sin importancia. Inconscientemente, se había imaginado que quien debía vivir noventa años, consentiría de buena gana en sacrificar diez años de su vida a condición de que aquel lapso de tiempo que le quedaba de vida, transcurriera en una voluptuosidad fascinante. ¿Pero quién le aseguraba que iba a vivir realmente tantos años?
Se dio cuenta entonces de que cada día que pasara, cada momento que transcurriera, se cargaría para él de un terror insoportable. La angustia de la muerte —la verdadera angustia, la única angustia real— no le abandonaría jamás ni un instante. ¿No era esto el miedo?
¡El miedo absoluto!
Con una risa de demente, quiso sujetar al joven por la garganta..., pero entonces descubrió que se encontraba solo en la sombría habitación.
Se sintió bruscamente más viejo, y recordó en un fabuloso segundo sus raros días de felicidad. La felicidad de su juventud, la temeridad de un joven de dieciocho años, simple soldado en un banal regimiento de Infantería. La locura de su primer uniforme. Su primer amor..., su torpeza con las muchachas más experimentadas que él.
Ya no le quedaba nada de todo aquello. Ni siquiera ilusiones, desvanecidas como humo en la noche.
Mucha gente encuentra un consuelo gracias a un amor platónico, a un cigarrillo, a una pipa, unos niños o unos libros. Jonathan no poseía ya más que una angustia sin límites... A veces, un ser débil, vencido, puede encontrar aun un poco de valor y de fuerzas para recobrar su serenidad. Jonathan no tenía siquiera este consuelo, porque jamás había sabido crearse un puerto de refugio en caso de desgracia. El desorden de su espíritu era tal, que ya no podía concentrarse fríamente. En adelante, ya no podría reaccionar más que como un autómata. No tenía ya noción de lo que era la razón, ahora que comprendía cómo su compromiso lo ataba a la angustia. Le parecía haber vivido una eternidad, antes de que pudiera recobrarse. Con rigidez, bajó las escaleras y buscó a tientas la puerta de la calle, aún entreabierta. Como un fumador de opio, titubeó en el umbral sin observar la diferencia entre la calle y los adoquines de la acera. Atravesó sin mirar.
Gritos y clamores resonaron en sus oídos. Un camión hizo un postrer esfuerzo para frenar. El chirrido de los neumáticos que se agarraban al asfalto, era una prueba de los esfuerzos del conductor que trataba de detener su vehículo lo más rápidamente posible. El ruido fue tan horrible que Jonathan Steller se llevó instintivamente las manos a la cabeza, como si quisiera rechazar así victoriosamente el peligro. En su último instante de vida miró con fuña el radiador del camión, como si desafiara la garganta abierta de un monstruo hambriento.
Todo se hizo negro a su alrededor. La angustia absoluta dejaba paso a una oscuridad absoluta...
No había ni diez personas en la gran iglesia barroca de columnas arrogantes, que hacían aun más oscura las colgaduras de pesado terciopelo negro. El sacerdote que oficiaba dulcemente, y con voz apagada, era seguramente el único que se preocupaba del alma errante en la palidez del más allá. El féretro yacía allí, de un modo casi estúpido. Los raros presentes miraban solapadamente a su alrededor, tosiendo o bostezando. Ninguna luz suavizaba la amargura de la ceremonia, ninguna flor, ninguna música consoladora. Ningún color tampoco. No existía el menor recogimiento en la asamblea.
Debo confesar que tampoco yo estaba más recogido que los demás, porque no había logrado comprender aun cómo Jonathan Steller —¿o quizá algún otro?— había podido ponerme al corriente de los últimos momentos de su vida. En efecto, sólo le conocía superficialmente. ¿Quién me había contado aquel extraño relato?
Estaba de pie, en la parte posterior de la iglesia, vagamente inquieto. Me dispuse a relatar la historia sobre el papel. Tal vez de aquel modo podría encontrar la clave del misterio.
Mi máquina de escribir no vacila demasiado en traducir este relato. Sin embargo, yo no podía dar una explicación satisfactoria a mi problema, tanto más por cuanto mi carácter es totalmente distinto del de Jonathan Steller. En principio, no me gustan las películas de terror.
Me consuelo de esta explicación que no llega, pensando que el relato será un mensaje. Un mensaje de la cuarta dimensión. Una demostración luminosa para todos los escépticos...
He colocado cuidadosamente mi manuscrito en un estante. Tras lo cual me he regalado con un buen whisky sin hielo. Puro y noble goce. El licor dorado me hizo bien. Estaba contento de haber confiado al papel aquel asunto excitante.
Mis pensamientos deberían hallarse muy lejanos y ensimismados, pues al contemplar la botella de whisky que acababa de abrir, advertí que estaba medio vacía. Casi sin darme cuenta, había absorbido una dosis de alcohol bastante considerable. Esto explica tal vez el sueño extraño que tuve durante el curso de la noche.
Se comprende que aquel sueño fue provocado por los acontecimientos de Jonathan Steller, y más aún por el hecho de que me había parecido oír una voz, que podría muy bien pertenecer a un tal «míster Press». No obstante, la voz era suave esta vez, casi tan dulce como la miel, seguramente distinta de la voz pedante, suficiente, orgullosa que había resonado en los oídos de Jonathan Steller. Era tal vez otro míster Press o, tal vez, un míster Press transformado por mi espíritu. Me sentí ligero y rodeado de nubes blanquecinas. Recuerdo perfectamente que una mano delgada y blanca me tendió una tarjeta de visita. Todavía veo la tarjeta ante mis ojos. Sobre el pedazo de cartulina, había impreso en caracteres perfectos:¿BUSCA USTED LA PAZ?
NO COMO EN LOS LIBROS
NO COMO EN LOS SUEÑOS
SINO LA VERDADERA PAZ
Diríjase a Mike & Gabriel, Unlimited Seguía la dirección.
A guisa de desayuno, me he hecho servir un copioso breakfast a la inglesa. Entretanto, mis pensamientos vuelan de nuevo hacia Jonathan Steller.
Fuera, está nevando. Los hombres andan apresurados por las calles. Algunos se disponen a tomar un tren, a encontrar una ocupación más agradable, un amigo, un lecho calido, una casa fría, una mujer. Tal vez haya entre ellos algunos fanáticos que buscan la angustia absoluta. En todo caso, por la manera en que mucha gente anda frente a mí, con las manos profundamente hundidas en los bolsillos, los ojos cuidadosamente bajos, y por las bocas de las que brota un humo caprichoso, no puedo por menos que presumir que sienten correr largos estremecimientos a lo largo de su espina dorsal.
Siguiendo el ritmo de sus pasos, me sorprendo a mí mismo repitiendo suavemente la dirección de Mike & Gabriel, Unlimited.
Conocí una vez a un fanático —con todas las exageraciones que ello representa— de todo cuanto tuviera relación más o menos directa con el horror, y que no habría querido trocar un cuento de miedo, por las más fantásticas alucinaciones debidas a la LSD. Conocía todas las novelas de ciencia ficción, incluso podía recitar de memoria, de improviso, cualquier pasaje tomado al azar de la literatura fantástica.
No era posible proyectar una película con seres espantosos y atroces, sin que Jonathan Steller fuese a verla, de la misma forma que las gallinas van en busca de grano. En semejantes circunstancias, creo que nadie se sorprenderá si le digo que, por culpa de un abuso exagerado de las sensaciones terroríficas, nuestro hombre se había vuelto un poco hastiado. Sean cuales fueren las posibilidades que podían ofrecer aún las películas en color, estimaba que era de todo punto imposible lograr algo que sobrepasase en poder evocador a la primera versión alemana de El gabinete del doctor Caligari. Así pues, casi no se sorprendió un día en que fue a ver una película de terror anglosajona, bastante mediocre, de que los bienhechores estremecimientos debidos a la angustia —que cada vez iban siendo más raros— estuvieran ausentes por completo. Evidentemente había franqueado el punto límite de las reacciones normales ante el horror.
Mortalmente disgustado, abandonó la sala antes de que finalizase la proyección.
Regresó a casa lo más rápidamente posible, y se precipitó como un autómata hacia su bien provista biblioteca, y dividido entre la duda y la esperanza, empezó a registrar su colección de obras especializadas. Tras largas horas hojeándolas e intentando encontrar un medio de salvación, tuvo que concluir amargamente que todas sus tentativas resultaban del todo inútiles. Las obras cumbre de la literatura de terror se hallaban grabadas de un modo tan preciso en su memoria, que podía recitarlas palabra por palabra. Lo desagradable era que ahora lo hacía sin la menor emoción, sin la menor turbación, sin la más pequeña sensación.
Se habían acabado para él los estremecimientos voluptuosos. Se hallaba en la situación de uno de esos sibaritas que, por el exceso de asados, de salsas y de buenos cigarros, no perciben en los manjares más que un gusto soso y común.
Durante años había vivido en un laberinto de buen humor. Se había paseado por las avenidas del estremecimiento, como si hubiera creado, con su fina percepción, un solo ser que, dando vueltas por doquier, subiendo y bajando, hallase goces extraordinarios en el menor acontecimiento. Había sido deslumbrado, enamorado, conquistado. Había llegado a un acuerdo perfecto con las historias de horror. Ahora, de todo aquello sólo le quedaba una llama parsimoniosa y humeante.
Se sentía como un árbol desnudo por el viento de otoño. Relentes de una tarde agradablemente tibia, algunas pocas llamitas lamían las escorias moribundas en el hogar, sin esperanza de un alimento vigorizador. Herido de muerte, se dejó caer en un sillón, tuvo la fuerza de servirse un vaso de whisky, y cogió el periódico, como si quisiera encontrar en él alguna válvula de escape para su dolor.
¿Podía dar crédito a sus ojos?
Releyó por tercera vez el pequeño texto, situado cuidadosamente en una columna de cinco centímetros, y rodeado por un recuadro atrayente. Sí, las letras bailaban allí en sus oscuros caracteres:
¿QUIERE USTED ESTREMECERSE?
No como en el cine.
No como en las novelas de ciencia ficción.
No como en sus sueños
¡SINO ESTREMECERSE DE VERDAD!
Diríjase a DR. A. CULA & FRANK N. STEIN, LTD.
Las solicitudes por escrito no tendrán respuesta.
Seguía la dirección y no había número de teléfono.
¡Qué extraño! Fue la única frase que Jonathan pudo proferir. Sí, ¡qué extraño!, repetía una y otra vez en voz baja. Como encadenado a su sillón, permaneció con la mirada fija, ajeno a todo cuanto le rodeaba y que tan bien conocía. Lo concreto apenas nunca había logrado interesarle. Ahora, su falta de interés se reforzaba. Se sintió bruscamente ausente, flotando en un universo teñido pesadamente de purpura y de rojo.
Una voz le habló, llena del orgullo que le confería un poder consciente:
—Durante nuestra entrevista, deseo para cada una de mis preguntas una respuesta clara y concisa. Quiero también que me llame míster Press. Inmediatamente le haré saber mis relaciones con el señor Frank N. Stein y el Dr. A. Cula. Soy su agregado de Prensa y, al mismo tiempo, su hombre de confianza. Poseemos ya un dossier que le concierne, señor Steller, pero debido a mis ocupaciones extremadamente numerosas, no he podido proporcionarle nuestro periódico hasta hoy.
La voz guardó silencio durante algunos segundos, sin duda con objeto de dar más importancia a lo que acababa de pronunciar.
—No he hablado de nuestro periódico por error, ni sin razón. Debe usted saber, perfectamente, que cuando esta conversación toque a su fin, en otros términos, cuando se haya reintegrado usted a la situación que todo el mundo se empeña en llamar normal, no volverá a ver este pequeño anuncio. Estaba destinado a usted únicamente y por un solo momento.
Jonathan Steller sintió crecer su atención por momentos. Estaba seguro ahora de disponer de todas sus fuerzas habituales, por lo que se mostró particularmente relajado. No tenía conciencia del lugar donde se hallaba, ni de la hora en que se desarrollaba aquella extraña entrevista. Por otra parte, todo esto no tenía la menor importancia. No advertía más que aquella otra presencia, sin llegar, no obstante, a identificarla en sus sentidos despiertos.
—¿Es usted sirviente?
—En efecto, mister Press.
—Si lo es de forma consciente, no puede ignorar la seriedad y responsabilidad de un contrato.
—No lo ignoro.
—Bien. ¿Está usted de acuerdo, como pago del horror absoluto e infalible que le prodigaremos, en ceder diez años de su vida?
—Ciertamente, mister Press.
—¡Magnífico! Lo ha dicho en un tono firme y sin el menor segundo de vacilación. En la primera ocasión de que disponga, vaya a la dirección que ya conoce. Le deseo mucha angustia, Jonathan.
—Gracias..., muchas gracias, mister Press.
Los vapores rojos y púrpuras le envolvieron. Se sentía más ligero que la atmósfera, y flotaba sin cesar entre aquella envoltura caliente que adquiría toda suerte de formas caprichosas y turbulentas, deslizándose de infinitas maneras unas contra otras. Progresivamente, las nubes opacas se fueron haciendo transparentes y pronto ya no le quedó a Jonathan Steller más que el vago recuerdo de una región misteriosa y encantada. Hubiérase dicho que regresaba de un largo viaje, cuyas consecuencias y conclusiones no podían ser estimadas en su justo valor hasta mucho después.
El periódico desplegado continuaba sobre sus rodillas. Miró, sin dar crédito a los anuncios por palabras. Pasó desde la venta de un «Ford 65», nuevo, hasta una viuda seria que deseaba ponerse en contacto con joven también serio, sin olvidar las ofertas de trabajos suplementarios. Todo aquello no le interesaba. Echando una mirada a su reloj, observó que era cerca de medianoche. Ya era hora de acostarse. Mañana se levantaría temprano. ¿No había prometido hacer una visita al doctor A. Cula y a Frank N. Stein?
A la mañana siguiente Jonathan Steller se levantó muy temprano. Se afeitó, se lavó y se vistió en menos tiempo del que se necesita para decirlo. Apenas si se preocupó de prepararse café. Para él, un buen café era siempre el índice de un buen principio de jornada. ¿Qué decir entonces de hoy, que sería ciertamente un día maravilloso, tal vez «el» gran día de su vida?
Se sentía un poco nervioso cuando cerró la puerta de la calle. Una vez fuera, su excitación y su curiosidad ya no tuvieron límites. Deseaba llegar lo antes posible. Como un enamorado que teme llegar tarde a su primera cita, se precipitó hasta la parada de taxis más próxima. Después de media hora entre una intensa circulación y durante la cual demasiadas luces rojas fueron obstáculo a la prisa de Jonathan, el taxi llegó a la calle tan deseada. Pagó al chofer, y esperó a que desapareciera por la esquina de la calle, ansioso de encontrarse a sí mismo, dirigiéndose hacia la casa en cuestión. Era una calle sombría, fría, irritante. Una calle sin ningún niño que pusiera un poco de vida, sin una flor en las ventanas. La mayor parte de las casas parecían sucias y abandonadas. Casas sin personalidad, sin carácter. Sólo indiferencia, frialdad. El número 16 era semejante a los demás números. Un pesado martillo de bronce era el único elemento, a la vez útil y decorativo, que se encontraba en la puerta. Dos golpes sobre la placa de metal, como un mazo sobre un tonel de hierro vacío. La puerta se abrió con excesiva rapidez, y mostró en el umbral a un joven vestido con jersey y pantalones téjanos.
—¡Entre, y sígame! —indicó.
En el rellano, el joven le señaló la puerta entreabierta de una pequeña y estrecha habitación, cuyas paredes estaban pintadas de negro. En ella una madera de roble negro hacía las veces de mesa de despacho. La única iluminación del lugar era una lámpara de globo, colgada del techo, cuya luz iluminaba la mesa y el rostro del joven que, tras sentarse, rogó a Jonathan Steller que tuviera la bondad de hacer otro tanto.
El joven inició de inmediato la conversación, sin que aquello conmoviera exageradamente al visitante.
—Nuestro colaborador, míster Press, me ha confiado su dossier. Desde entonces he tenido ocasión de examinarlo a fondo, y me complace decirle que la respuesta que espera usted se revela positiva. No obstante siento anunciarle que mis jefes, el señor Frank N. Stein, y el doctor A. Cula, me piden que les excuse por no poder venir ellos mismos a saludarle, pero la sobrecarga de trabajo que les ocupa es implacable, y les impide obrar a su gusto. Estos últimos tiempos nos encontramos en dificultades relativamente serias con algunas compañías de seguros que se hallan sobre la pista de nuestras actividades, y no se muestran satisfechas de lo que exigimos como compensación del terror absoluto, es decir, diez años arrancados a la existencia terrestre de nuestros clientes que han suscrito un seguro de vida...
¡Jonathan sintió una mano fría oprimiéndole el corazón! ¿Iba a caer un grano de arena en aquel mecanismo perfecto? Balbució algunas palabras vagas:
—¿Los aseguradores? ¿De qué modo han llegado aquí?
—Muy sencillo —dijo el joven, en un tono de voz muy seguro de sí mismo—. Comprenderá fácilmente, sin dula, que incluso un inspector de seguros puede ser un apasionado de la fantasía. Falta saber lo que prevalecerá en él: si su afición fanática a las emociones violentas, o su conciencia profesional... El problema para nosotros es que míster Press, a causa de sus contactos demasiados numerosos con los candidatos al horror absoluto, se ha olvidado con frecuencia de informarme acerca de la profesión del solicitante, antes de lanzar nuestra edición especial en el periódico.
Jonathan encontró todo esto de lo más natural. Entretanto, había vuelto a ser el mismo, y estimó que había llegado el momento de lanzar su ataque. ¡Ya había estado demasiado tiempo en tensión!
—Y ahora, caballero, en lo que concierne a mi caso... ¿Cuándo voy a empezar a sentir angustia? Me muero de deseo y de impaciencia, y estoy dispuesto a dar diez años de mi vida.
—No tiene usted necesidad de proponernos estos diez años. El pacto fue consumado ayer en presencia de míster Press; en consecuencia, ya puede desde ahora, y con motivo, empezar a estremecerse de pies a cabeza...
En el primer momento, Jonathan Steller no comprendió exactamente lo que el joven quería darle a entender. Pero de repente, el significado profundo de aquella respuesta fría, simple y cruel, le penetró por completo, como un aguacero. Comprendiendo en un segundo toda la situación, sintió que su acto le procuraba una serie de estremecimientos tales, que jamás un autor de relatos de miedo hubiera podido proporcionarle. Comprendió al fin que la necesidad de dar cumplimiento a su pasión le costaba indiscutiblemente diez años de vida.
¿Cuántos años le quedaban antes del gran salto final? ¡Ya no era tan joven! En su entusiasmo, había considerado aquella condición como un elemento sin importancia. Inconscientemente, se había imaginado que quien debía vivir noventa años, consentiría de buena gana en sacrificar diez años de su vida a condición de que aquel lapso de tiempo que le quedaba de vida, transcurriera en una voluptuosidad fascinante. ¿Pero quién le aseguraba que iba a vivir realmente tantos años?
Se dio cuenta entonces de que cada día que pasara, cada momento que transcurriera, se cargaría para él de un terror insoportable. La angustia de la muerte —la verdadera angustia, la única angustia real— no le abandonaría jamás ni un instante. ¿No era esto el miedo?
¡El miedo absoluto!
Con una risa de demente, quiso sujetar al joven por la garganta..., pero entonces descubrió que se encontraba solo en la sombría habitación.
Se sintió bruscamente más viejo, y recordó en un fabuloso segundo sus raros días de felicidad. La felicidad de su juventud, la temeridad de un joven de dieciocho años, simple soldado en un banal regimiento de Infantería. La locura de su primer uniforme. Su primer amor..., su torpeza con las muchachas más experimentadas que él.
Ya no le quedaba nada de todo aquello. Ni siquiera ilusiones, desvanecidas como humo en la noche.
Mucha gente encuentra un consuelo gracias a un amor platónico, a un cigarrillo, a una pipa, unos niños o unos libros. Jonathan no poseía ya más que una angustia sin límites... A veces, un ser débil, vencido, puede encontrar aun un poco de valor y de fuerzas para recobrar su serenidad. Jonathan no tenía siquiera este consuelo, porque jamás había sabido crearse un puerto de refugio en caso de desgracia. El desorden de su espíritu era tal, que ya no podía concentrarse fríamente. En adelante, ya no podría reaccionar más que como un autómata. No tenía ya noción de lo que era la razón, ahora que comprendía cómo su compromiso lo ataba a la angustia. Le parecía haber vivido una eternidad, antes de que pudiera recobrarse. Con rigidez, bajó las escaleras y buscó a tientas la puerta de la calle, aún entreabierta. Como un fumador de opio, titubeó en el umbral sin observar la diferencia entre la calle y los adoquines de la acera. Atravesó sin mirar.
Gritos y clamores resonaron en sus oídos. Un camión hizo un postrer esfuerzo para frenar. El chirrido de los neumáticos que se agarraban al asfalto, era una prueba de los esfuerzos del conductor que trataba de detener su vehículo lo más rápidamente posible. El ruido fue tan horrible que Jonathan Steller se llevó instintivamente las manos a la cabeza, como si quisiera rechazar así victoriosamente el peligro. En su último instante de vida miró con fuña el radiador del camión, como si desafiara la garganta abierta de un monstruo hambriento.
Todo se hizo negro a su alrededor. La angustia absoluta dejaba paso a una oscuridad absoluta...
No había ni diez personas en la gran iglesia barroca de columnas arrogantes, que hacían aun más oscura las colgaduras de pesado terciopelo negro. El sacerdote que oficiaba dulcemente, y con voz apagada, era seguramente el único que se preocupaba del alma errante en la palidez del más allá. El féretro yacía allí, de un modo casi estúpido. Los raros presentes miraban solapadamente a su alrededor, tosiendo o bostezando. Ninguna luz suavizaba la amargura de la ceremonia, ninguna flor, ninguna música consoladora. Ningún color tampoco. No existía el menor recogimiento en la asamblea.
Debo confesar que tampoco yo estaba más recogido que los demás, porque no había logrado comprender aun cómo Jonathan Steller —¿o quizá algún otro?— había podido ponerme al corriente de los últimos momentos de su vida. En efecto, sólo le conocía superficialmente. ¿Quién me había contado aquel extraño relato?
Estaba de pie, en la parte posterior de la iglesia, vagamente inquieto. Me dispuse a relatar la historia sobre el papel. Tal vez de aquel modo podría encontrar la clave del misterio.
Mi máquina de escribir no vacila demasiado en traducir este relato. Sin embargo, yo no podía dar una explicación satisfactoria a mi problema, tanto más por cuanto mi carácter es totalmente distinto del de Jonathan Steller. En principio, no me gustan las películas de terror.
Me consuelo de esta explicación que no llega, pensando que el relato será un mensaje. Un mensaje de la cuarta dimensión. Una demostración luminosa para todos los escépticos...
He colocado cuidadosamente mi manuscrito en un estante. Tras lo cual me he regalado con un buen whisky sin hielo. Puro y noble goce. El licor dorado me hizo bien. Estaba contento de haber confiado al papel aquel asunto excitante.
Mis pensamientos deberían hallarse muy lejanos y ensimismados, pues al contemplar la botella de whisky que acababa de abrir, advertí que estaba medio vacía. Casi sin darme cuenta, había absorbido una dosis de alcohol bastante considerable. Esto explica tal vez el sueño extraño que tuve durante el curso de la noche.
Se comprende que aquel sueño fue provocado por los acontecimientos de Jonathan Steller, y más aún por el hecho de que me había parecido oír una voz, que podría muy bien pertenecer a un tal «míster Press». No obstante, la voz era suave esta vez, casi tan dulce como la miel, seguramente distinta de la voz pedante, suficiente, orgullosa que había resonado en los oídos de Jonathan Steller. Era tal vez otro míster Press o, tal vez, un míster Press transformado por mi espíritu. Me sentí ligero y rodeado de nubes blanquecinas. Recuerdo perfectamente que una mano delgada y blanca me tendió una tarjeta de visita. Todavía veo la tarjeta ante mis ojos. Sobre el pedazo de cartulina, había impreso en caracteres perfectos:¿BUSCA USTED LA PAZ?
NO COMO EN LOS LIBROS
NO COMO EN LOS SUEÑOS
SINO LA VERDADERA PAZ
Diríjase a Mike & Gabriel, Unlimited Seguía la dirección.
A guisa de desayuno, me he hecho servir un copioso breakfast a la inglesa. Entretanto, mis pensamientos vuelan de nuevo hacia Jonathan Steller.
Fuera, está nevando. Los hombres andan apresurados por las calles. Algunos se disponen a tomar un tren, a encontrar una ocupación más agradable, un amigo, un lecho calido, una casa fría, una mujer. Tal vez haya entre ellos algunos fanáticos que buscan la angustia absoluta. En todo caso, por la manera en que mucha gente anda frente a mí, con las manos profundamente hundidas en los bolsillos, los ojos cuidadosamente bajos, y por las bocas de las que brota un humo caprichoso, no puedo por menos que presumir que sienten correr largos estremecimientos a lo largo de su espina dorsal.
Siguiendo el ritmo de sus pasos, me sorprendo a mí mismo repitiendo suavemente la dirección de Mike & Gabriel, Unlimited.
VIDAS EJEMPLARES - Jaime Poniachik
La historia de la humanidad es el relato de un amnésico. Los genios que más han contribuido al desarrollo de la civilización continúan pareciéndonos absurdos y desconocidos. Prueba suficiente de ello es la persistente ausencia de las vidas y obras de tales genios en la bibliografía escolar y universitaria.
Del Prólogo de la Enciclopedia de Hombres Notables
del Dr. Diógenes Saint-Woob.
1. La enciclopedia de Severo Crosvy
Bautizado Iván, el personaje que ahora nos ocupa es recordado por la
humanidad bajo el nombre de Severo. Hijo de padres pescadores, tal como consta en el acta de nacimiento que conserva la municipalidad de Vancouver Sur Mer, el niño Iván contempla el mundo que se abre a sus sentidos con inusual asombro. Siendo su padre y madre sordomudos, y alejado de cualquier otro contacto humano, Iván no puede menos que elaborarse un vocabulario propio, individual. Fácil es de entender su excitación al momento de comprobar que existe un sonido para llamar a los perros, un sonido para llamar a los pájaros, otro aún para convocar a los peces, y ninguno para sus progenitores, a quienes ha de solicitar con una mirada o con un golpecito en el muslo. Con sorpresa todavía mayor, Iván llega a comprender que él mismo posee muchos nombres: uno para los perros, otro para los peces, otro distinto para los pájaros —chiuchui, quizás— y una caricia o un coscorrón para sus padres, de acuerdo a las circunstancias.
Niño abierto a un mundo prolífico, Iván conoce que cada cosa es muchas cosas, que hay peces y pescados y, además, pejano (cuando el alimento se halla fuera del alcance de la línea que lanza el padre), y penado (al picar el anzuelo), y pelado (después de quitársele las escamas), etcétera. Por último, luego de haber ingerido el pezampado, ¿no es acaso el propio Iván distinto al niño que había sido unos momentos antes? De aquí, entonces, que Iván es a veces Evans, y otras Lorenzo, y también Pepe y Francisco y Hansel.
Familia de modestos recursos económicos la de Javier, habita en una pequeña casol (en las mañanas despejadas) que se hace casombra al atardecer y más tarde canoche. A los nueve años Ladislao posee un universo de nombres, sonidos y palabras poco habitual para niños de esta edad. Sus juegos, necesariamente juegos de palabras, le hacen entrever nuevos horizontes. Si el brazo es brazo cuando cuelga flojo, y abrazo cuando ciñe el cuello de la madre, el pequeño Franz imagina la posibilidad de responder al nombre de Mallarmé. Entre los diez y doce años el precoz adolescente intenta diferentes posturas: caminar por la costa dándole las espaldas al mar, saltar en un pie bajo la luna, revolcarse entre las rocas muerto de risa. Pero ninguna de estas circunstancias lo hacen Mallarmé. Una noche, distraído en la contemplación de unos minúsculos dientes de bacalao, los arroja como dados sobre la arena y amanece en París.
Cuenta con cuarenta años, varios discípulos y se lo conoce bajo el apelativo de Gurdjieff. Los periódicos literarios de la época se irritan con su poesía que, en palabras de Les Temps Modernes, «no consigue más que conjugar vocablos pequeñoburgueses». Antonin opta en consecuencia por abandonar el mundillo de Saint Germain para ir a establecerse a Montevideo. Allí se le conoce una residencia en el Hotel Pirámide, junto a la Iglesia Matriz, donde habría dado comienzo a su Enciclopedia de todas las cosas en todas las situaciones para todos los sexos y edades. Al parecer, esta magna obra, que compila más de dos mil billones de sonidos y palabras, fue concluida en el Hospital Vilardebó. Es en el hospicio donde, antes de trascender al público, la obra es destruida por el autor. El motivo de esta última acción debemos buscarlo en la repentina iluminación que sacude a Felisberto. El genio habría descubierto por entonces que toda su vida había venido siguiendo un camino errado. A la edad de cincuenta y dos años Sade es sorprendido por la única y prístina verdad: en el mundo no hay más que un sonido, una sola palabra, que nombra para siempre a todas las cosas. Este sonido único y total estalla en su cuerpo. El sabio frunce labios, expande a pleno sus pulmones, alinea las cuerdas vocales: es cuando la sordomudez hereditaria se apodera definitivamente de él, y Federico muere años después en el mayor de los silencios.
2. El nuevo modelo del universo de Jacinto Bertrand
Villa García viene siendo, desde tiempos inmemoriales, hogar y cenáculo de los
más insignes astrónomos. En el transcurso de los siglos, las blancas azoteas villagarcianas hospedaron la curiosidad de Tales de Mileto, Copérnico, Kepler, Galileo, Newton, etcétera, etcétera, hasta culminar con quien es el motivo de nuestra presente atención: Jacinto Bertrand.
Esta feliz coincidencia de talentos no debe sorprender al lego. Las tranquilas nochecitas de la región saben despertar en los hombres una encendida vocación por la ciencia de los astros, y esta virtud tiene fácil explicación si recordamos el inigualado punto geográfico que ocupa la Villa, desde donde se descubre el panorama completo de todas las constelaciones, tanto australes como boreales. Hijo de un humilde embalsamador, el joven Jacinto conoció las ventajas de una austera sumisión al estudio. A temprana edad fue nombrado catedrático de Psicología Aplicada en la Pontificia Universidad Villana, cargo que supo conservar durante más de tres décadas merced a una sostenida y eficaz mediocridad.
Alentado por el tedio y la abulia característicos del medio universitario, templado por las insípidas bromas y rencillas a las que son tan afectos estudiantes y profesores, Jacinto Bertrand se dio a deambular por las azoteas, presa de profundas y trascendentales preocupaciones. Tales paseos terminaron por revelarle una nueva y revolucionaria cosmovisión y dieron motivo a las autoridades para expulsarlo de la alta casa de estudios.
Como suele suceder con los hombres dotados de verdadero genio, la aparente caída en desgracia no hizo más que brindarle la libertad y el tiempo necesarios para formalizar lo que, hasta ese momento, no había sido más que una difusa intuición.
El testimonio de este pensamiento singular quedó expresado en el breve trabajo monográfico ¡Ex-oh!, una obra que, repitiendo las palabras prológales del autor, debe ser tomada como «única y provisoria».
Jacinto Bertrand inaugura su discurso con una pregunta: «¿Por qué querer enmendar a Tales de Mileto cuando afirma que la Tierra es un disco chato flotando en el agua?»
En ¡Ex-oh! no hallará el lector cálculos engorrosos ni intrincadas formulaciones matemáticas; el profesor Bertrand encara la defensa de Tales de Mileto con un lenguaje simple y contundente: «Mal podemos nosotros cuestionar las observaciones de Tales de Mileto careciendo del genio de aquel hombre y, lo que es más importante, viviendo en época tan distante a la que conoció el astrónomo griego.
»Es probable —prosigue Bertrand— que muerto Tales de Mileto la Tierra comenzara a hincharse hasta parecerse a una pelota, pero eso ya es otra historia; o sea, otra Tierra y otro Universo.»
Esto explica, sostiene Bertrand, que Ptolomeo viera una Tierra esférica. «Ninguna teoría se acerca más a la verdad que una teoría anterior: es el mundo el que va cambiando con el tiempo, acercándose quién sabe a dónde.»
El segundo capítulo de ¡Ex-oh! se inaugura con otra pregunta: «¿Por qué suponer la estupidez de los predecesores de Newton? Sería un pecado de orgullo. Más acertado es pensar que hasta Newton las manzanas no caían.»
El ex-catedrático refiere luego uno de los métodos confiables que él utiliza para llegar a la verdad.
«Cada mañana, al despertar, sostengo una manzana sobre la cabeza para quitarle luego el apoyo y aguardar la reacción de la fruta. Si algún día aconteciera que, en vez de golpearme, la manzana remontara vuelo, no diré que Newton se equivocaba sino que fue el mundo el que cambió.»
Es este rigor metodológico el que va minando lenta e inexorablemente la salud de Bertrand. A edad ya avanzada y soportando las pullas y burlas de sus engreídos colegas, Jacinto Bertrand pone fin al segundo y último capítulo del libro, dando una nueva muestra de coherencia y honestidad científica.
«Las ideas que expuse aquí tienen una validez transitoria. Antes de que yo las enunciara el mundo era tal que las manzanas venían cayendo desde siempre; en el decurso de mi vida el mundo sufrió una transformación que provocó la detención de la caída de las manzanas antes de Newton. Después de mi muerte, que ya adivino, es posible que las manzanas vuelvan a no haber dejado jamás de caer. El futuro dirá lo que habrá de ocurrir en el pasado.»
Jaime Poniachik
EL OTRO TIGRE - Arthur C. Clarke
Es una teoría interesante —opinó
Arnold—, pero no veo cómo podrás demostrarla.
Habían llegado a la parte más escarpada del monte, y por un instante, Webb no pudo contestar debido a la fatiga.
—No pretendo hacerlo —dijo cuando hubo recobrado el aliento—. Sólo estoy estudiando las consecuencias.
—Tales como...
—Bueno, seamos lógicos y veamos adonde nos conduce esto. Recuerda que nuestra única presunción es que el universo es infinito.
—De acuerdo. Personalmente, no veo qué otra cosa puede ser.
—Muy bien. Esto significa que debe haber un número infinito de estrellas y planetas.
Por consiguiente, según la ley de probabilidades, cada suceso posible debe ocurrir no sólo una vez, sino un número infinito de veces. ¿Correcto?
—Supongo que sí.
—Entonces debe haber un número infinito de mundos exactamente iguales que la Tierra. Cada uno de ellos con un Arnold y un Webb subiendo este monte, como hacemos nosotros, y pronunciando las mismas palabras.
—Esto resulta bastante difícil de aceptar.
—Sé que es un concepto desconcertante, pero también lo es el infinito. Pero lo que me interesa es la idea de todas las otras Tierras que no son exactamente iguales a ésta. Las Tierras donde Hitler ganó la guerra y la esvástica ondea en Buckingham Palace, la Tierra donde Colón no descubrió América, la Tierra donde el Imperio Romano ha existido hasta el día de hoy. En realidad, las Tierras donde todas las grandes alternativas de la Historia hubiesen dado resultados diferentes.
—Volviendo al principio, ¿aquélla en la que el hombre-mono, que habría sido el padre de todos nosotros, se rompió el cuello antes de poder tener algún hijo?
—Ésta es la idea, pero ciñámonos a los mundos que conocemos, los mundos en que nosotros estamos escalando este monte en esta tarde de primavera. Piensa en todos nuestros reflejos en aquellos millones de planetas. Algunos de ellos son exactamente iguales, pero también deben existir todas las variantes posibles que no vulneren las leyes de la lógica.
»Podríamos (deberíamos) llevar toda clase imaginable de ropa, y ninguna en absoluto.
Aquí brilla el Sol, pero no en innumerables miles de millones de aquellas otras Tierras. En muchas de ellas será invierno o verano en vez de primavera. Pero consideremos también otros cambios más fundamentales.
»Pretendemos escalar este monte y bajar por el otro lado. Pero piensa en todas las cosas que podrían ocurrimos en los próximos minutos. Por muy improbables que sean, puesto que son posibles, tienen que suceder en alguna parte.
—Comprendo —admitió despacio Arnold, asimilando la idea con visible renuencia. Una expresión de ligero malestar se pintó en su semblante—. Supongo que entonces, caerás muerto de un ataque al corazón en alguna parte cuando des el próximo paso.
—No en este mundo —dijo Webb con una sonrisa—. Esto ya lo he refutado. Tal vez la víctima serás tú.
—O tal vez —replicó Arnold— me hartaré de esta conversación, sacaré una pistola y te pegaré un tiro.
—Podría ser —admitió Webb—, si no fuese porque estoy seguro de que en esta Tierra no llevas pistola. Pero no olvides que, en millones de aquellos mundos alternativos, yo desenfundaré el arma antes que tú.
El sendero serpenteaba ahora en una cuesta boscosa, con espesos árboles a ambos lados. El aire era fresco y suave. Todo estaba tranquilo, como si las fuerzas de la Naturaleza se hubiesen concentrado, con silenciosa intensidad, en reconstruir el mundo después de la ruina del invierno.
—Me pregunto —siguió diciendo Webb— lo improbable que puede llegar a ser una cosa antes de hacerse imposible. Hemos mencionado algunos sucesos inverosímiles, pero no son completamente fantásticos. Aquí estamos en un paraje de Inglaterra, caminando por un sendero que conocemos perfectamente.
»Sin embargo, en algún universo, aquellos... ¿cómo podría llamarlos?... «gemelos» nuestros doblarán aquella esquina y no encontrarán nada, absolutamente nada que pueda concebir la imaginación. Pues como he dicho al principio, si el cosmos es infinito, deben darse todas las posibilidades.
—Por consiguiente —completó Arnold, soltando una risa no tan ligera como hubiese deseado—, es posible que nos tropecemos con un tigre o con alguna otra cosa desagradable.
—Desde luego —replicó alegremente Webb, entusiasmándose con el tema—. Y si es posible, tiene que ocurrirle a alguien, en alguna parte del universo. Entonces, ¿por qué no a nosotros?
Arnold lanzó un bufido de disgusto.
—Esta conversación se está volviendo fútil —protestó—. Hablemos de algo sensato. Si no encontramos un tigre a la vuelta de aquel recodo, consideraré refutada tu teoría y cambiaré de tema.
—No seas tonto —dijo alegremente Webb—. Esto no refutaría nada. No tienes manera de... Fueron las últimas palabras que pronunció. En un número infinito de Tierras, un número infinito de Webbs y Arnolds se encontraron con tigres amistosos, hostiles o indiferentes. Pero ésta no era una de aquellas Tierras; estaba mucho más cerca del punto en que lo improbable rayaba con lo imposible.
Sin embargo, no era totalmente inconcebible que, durante la noche, la ladera empapada por la lluvia se hubiese hundido, poniendo al descubierto una tremenda grieta que conducía al mundo subterráneo. Respecto a lo que había abierto trabajosamente aquella grieta hacia la desconocida luz del día..., bueno, en realidad no era más improbable que el calamar gigante, la boa constrictor o los fantásticos lagartos de la jungla del Jurásico. Había estirado las leyes de probabilidades geológicas, pero no hasta el punto de ruptura.
Webb había dicho la verdad. En un cosmos infinito, todo debe suceder en alguna parte, incluida la suerte singularmente mala de aquellos hombres, pues ésta estaba hambrienta, muy hambrienta, y un tigre o un hombre eran un pequeño pero aceptable bocado para cualquiera de su media docena de fauces abiertas.
Epílogo
El concepto de que todo posible universo puede existir no es original, desde luego, pero ha sido revisado recientemente en una forma sofisticada por los físicos teóricos de hoy (en la medida en que puedo entender algo de lo que digo). También está relacionado con el llamado Principio Antrópico, que tanto interesa ahora a los cosmólogos. (Véase The Anthropic Cosmological Principie, de Tipler y Barrow. Aunque tengan que saltarse muchas páginas de música, los trozos de texto entre ellas son fascinantes e invitan al ejercicio mental.) Los antroposistas han observado las que parecen ser algunas peculiaridades de nuestro universo. Muchas de las constantes físicas fundamentales —a las que, por lo que podemos ver, pudo dar Dios el valor que quiso— en realidad están exactamente ajustadas, o entonadas, para producir la única clase de universo que hace posible nuestra existencia. Un pequeño porcentaje en cualquier dirección, y no estaríamos aquí.
Una explicación de este misterio es que, de hecho, todos los demás universos posibles existen (¡en alguna parte!), pero desde luego carecen de vida en su inmensa mayoría. Sólo en una fracción infinitesimal de la creación total, permiten los parámetros que exista la materia, que se formen los astros y, en definitiva, que surja la vida. Estamos aquí porque no podemos estar en otra parte.
Pero todas estas otras partes están en alguna parte, por lo que mi cuento puede estar muy cerca de la verdad. Por suerte, nunca habrá manera de probarlo.
Creo yo...
Habían llegado a la parte más escarpada del monte, y por un instante, Webb no pudo contestar debido a la fatiga.
—No pretendo hacerlo —dijo cuando hubo recobrado el aliento—. Sólo estoy estudiando las consecuencias.
—Tales como...
—Bueno, seamos lógicos y veamos adonde nos conduce esto. Recuerda que nuestra única presunción es que el universo es infinito.
—De acuerdo. Personalmente, no veo qué otra cosa puede ser.
—Muy bien. Esto significa que debe haber un número infinito de estrellas y planetas.
Por consiguiente, según la ley de probabilidades, cada suceso posible debe ocurrir no sólo una vez, sino un número infinito de veces. ¿Correcto?
—Supongo que sí.
—Entonces debe haber un número infinito de mundos exactamente iguales que la Tierra. Cada uno de ellos con un Arnold y un Webb subiendo este monte, como hacemos nosotros, y pronunciando las mismas palabras.
—Esto resulta bastante difícil de aceptar.
—Sé que es un concepto desconcertante, pero también lo es el infinito. Pero lo que me interesa es la idea de todas las otras Tierras que no son exactamente iguales a ésta. Las Tierras donde Hitler ganó la guerra y la esvástica ondea en Buckingham Palace, la Tierra donde Colón no descubrió América, la Tierra donde el Imperio Romano ha existido hasta el día de hoy. En realidad, las Tierras donde todas las grandes alternativas de la Historia hubiesen dado resultados diferentes.
—Volviendo al principio, ¿aquélla en la que el hombre-mono, que habría sido el padre de todos nosotros, se rompió el cuello antes de poder tener algún hijo?
—Ésta es la idea, pero ciñámonos a los mundos que conocemos, los mundos en que nosotros estamos escalando este monte en esta tarde de primavera. Piensa en todos nuestros reflejos en aquellos millones de planetas. Algunos de ellos son exactamente iguales, pero también deben existir todas las variantes posibles que no vulneren las leyes de la lógica.
»Podríamos (deberíamos) llevar toda clase imaginable de ropa, y ninguna en absoluto.
Aquí brilla el Sol, pero no en innumerables miles de millones de aquellas otras Tierras. En muchas de ellas será invierno o verano en vez de primavera. Pero consideremos también otros cambios más fundamentales.
»Pretendemos escalar este monte y bajar por el otro lado. Pero piensa en todas las cosas que podrían ocurrimos en los próximos minutos. Por muy improbables que sean, puesto que son posibles, tienen que suceder en alguna parte.
—Comprendo —admitió despacio Arnold, asimilando la idea con visible renuencia. Una expresión de ligero malestar se pintó en su semblante—. Supongo que entonces, caerás muerto de un ataque al corazón en alguna parte cuando des el próximo paso.
—No en este mundo —dijo Webb con una sonrisa—. Esto ya lo he refutado. Tal vez la víctima serás tú.
—O tal vez —replicó Arnold— me hartaré de esta conversación, sacaré una pistola y te pegaré un tiro.
—Podría ser —admitió Webb—, si no fuese porque estoy seguro de que en esta Tierra no llevas pistola. Pero no olvides que, en millones de aquellos mundos alternativos, yo desenfundaré el arma antes que tú.
El sendero serpenteaba ahora en una cuesta boscosa, con espesos árboles a ambos lados. El aire era fresco y suave. Todo estaba tranquilo, como si las fuerzas de la Naturaleza se hubiesen concentrado, con silenciosa intensidad, en reconstruir el mundo después de la ruina del invierno.
—Me pregunto —siguió diciendo Webb— lo improbable que puede llegar a ser una cosa antes de hacerse imposible. Hemos mencionado algunos sucesos inverosímiles, pero no son completamente fantásticos. Aquí estamos en un paraje de Inglaterra, caminando por un sendero que conocemos perfectamente.
»Sin embargo, en algún universo, aquellos... ¿cómo podría llamarlos?... «gemelos» nuestros doblarán aquella esquina y no encontrarán nada, absolutamente nada que pueda concebir la imaginación. Pues como he dicho al principio, si el cosmos es infinito, deben darse todas las posibilidades.
—Por consiguiente —completó Arnold, soltando una risa no tan ligera como hubiese deseado—, es posible que nos tropecemos con un tigre o con alguna otra cosa desagradable.
—Desde luego —replicó alegremente Webb, entusiasmándose con el tema—. Y si es posible, tiene que ocurrirle a alguien, en alguna parte del universo. Entonces, ¿por qué no a nosotros?
Arnold lanzó un bufido de disgusto.
—Esta conversación se está volviendo fútil —protestó—. Hablemos de algo sensato. Si no encontramos un tigre a la vuelta de aquel recodo, consideraré refutada tu teoría y cambiaré de tema.
—No seas tonto —dijo alegremente Webb—. Esto no refutaría nada. No tienes manera de... Fueron las últimas palabras que pronunció. En un número infinito de Tierras, un número infinito de Webbs y Arnolds se encontraron con tigres amistosos, hostiles o indiferentes. Pero ésta no era una de aquellas Tierras; estaba mucho más cerca del punto en que lo improbable rayaba con lo imposible.
Sin embargo, no era totalmente inconcebible que, durante la noche, la ladera empapada por la lluvia se hubiese hundido, poniendo al descubierto una tremenda grieta que conducía al mundo subterráneo. Respecto a lo que había abierto trabajosamente aquella grieta hacia la desconocida luz del día..., bueno, en realidad no era más improbable que el calamar gigante, la boa constrictor o los fantásticos lagartos de la jungla del Jurásico. Había estirado las leyes de probabilidades geológicas, pero no hasta el punto de ruptura.
Webb había dicho la verdad. En un cosmos infinito, todo debe suceder en alguna parte, incluida la suerte singularmente mala de aquellos hombres, pues ésta estaba hambrienta, muy hambrienta, y un tigre o un hombre eran un pequeño pero aceptable bocado para cualquiera de su media docena de fauces abiertas.
Epílogo
El concepto de que todo posible universo puede existir no es original, desde luego, pero ha sido revisado recientemente en una forma sofisticada por los físicos teóricos de hoy (en la medida en que puedo entender algo de lo que digo). También está relacionado con el llamado Principio Antrópico, que tanto interesa ahora a los cosmólogos. (Véase The Anthropic Cosmological Principie, de Tipler y Barrow. Aunque tengan que saltarse muchas páginas de música, los trozos de texto entre ellas son fascinantes e invitan al ejercicio mental.) Los antroposistas han observado las que parecen ser algunas peculiaridades de nuestro universo. Muchas de las constantes físicas fundamentales —a las que, por lo que podemos ver, pudo dar Dios el valor que quiso— en realidad están exactamente ajustadas, o entonadas, para producir la única clase de universo que hace posible nuestra existencia. Un pequeño porcentaje en cualquier dirección, y no estaríamos aquí.
Una explicación de este misterio es que, de hecho, todos los demás universos posibles existen (¡en alguna parte!), pero desde luego carecen de vida en su inmensa mayoría. Sólo en una fracción infinitesimal de la creación total, permiten los parámetros que exista la materia, que se formen los astros y, en definitiva, que surja la vida. Estamos aquí porque no podemos estar en otra parte.
Pero todas estas otras partes están en alguna parte, por lo que mi cuento puede estar muy cerca de la verdad. Por suerte, nunca habrá manera de probarlo.
Creo yo...
A VECES VUELVEN - Luciano Sivori
Me giré
al escuchar sus pasos. No puedo asegurar qué es lo que le ha ocurrido a este
cuento. Comenzaba bien, dentro de lo que uno consideraría “normal”: seguía las
reglas de la gramática castellana, con una prosa clara y palabras sencillas. No
redundaba en detalles innecesarios, poco trascendentes. Trataba con una
única emoción, como sabía aconsejar Poe a la hora de escribir un relato corto.
En mi caso era la frustración de un hombre cuyo cuento se le rebela, lo desobedece.
Lo lógico sería pensar que un virus entró
en mi computadora, pero mis instintos primales de escritor de ciencia ficción
me llevan a pensar otra cosa. Creo fue una distorsión espacio-temporal la
responsable de que, ni bien puse punto y aparte, el cuento no hiciera otra cosa
que cobrar vida. A escribirse a sí mismo, alimentándose de mis propios
pensamientos.
Somos esclavos y responsables de aquello que concebimos. ¿Y ahora mi cuento cobró vida? No puedo confirmarlo, pero ahí estaba yo, en la cocina, preparándome unos spaghetti al filetto de cena cuando percibí aquellos ruidos de pisadas. Vivía solo, así que he de confesar que me sobresalté de forma desmedida.
¿Podía ser él? ¿Mi propio texto acechándome?
Me giré
al escuchar sus pasos, y en mi torpeza golpeé la olla de agua hirviendo. Sentí
el ardor en mi espalda a medida que el agua se desparramada. Caí como plomo al
suelo y así quedé, inerte, durante unos segundos. Los ruidos se hacían cada vez
más fuertes y cercanos. Cerré los ojos, incapaz de seguir mirando.
► Relato ganador en el Certamen Literario de Cuentos “Horacio Quiroga” (2013) [2da mención de honor]
Más sobre el autor: Luciano Sívori
¿Pero
por qué escuchar las recomendaciones de Poe? Un hombre que, al fin y al cabo,
hizo trampa. Su habitación no estaba cerrada de forma hermética. Gastón
Leroux lo arregló, su cuarto sí era impenetrable.
Mi cuento también
cerraba en todo sentido. Era perfecto. Tenía una “pistola de Chejov” lista y
cargada, que iba a generar un mejor efecto con su sorprendente final. En mi
caso era una olla de agua caliente, que aparece haciendo ebullición en el
tercer párrafo y se vuelve fundamental para el desenlace.
Llegando
a la mitad, el cuento mostraba todas las señales clásicas de un final al estilo
“twist ending” (como ahora lo llaman) que está tan de moda. Un giro argumental en las últimas líneas, abrumador, que dejaba la piel de gallina y
una sensación de desasosiego en el alma. Aquel sentimiento de horror y
perturbación que tienden a generar los eventos clasificados como “incontrolables”.
A
partir del cuarto punto y aparte las cosas se pusieron muy raras, casi
surrealistas. Las Reglas… de la… gramática, parecieron; tomar. [El control].
Pormomentosla barraespaciadora sepegaba. Para peor, las insignificancias del relato que está aconteciendo se bifurcan en
senderos de un jardín que deja un halo de sobriedad estrecho, tan estrecho
que mantiene, y da paso, de forma casi efímera, a un plano más allá del
propio entendimiento humano.

Abandoné esa idea como si fuera propia de un loco y dirigí mis pies hasta la cocina mientras reflexionaba. Supongo que
no existe el cuento perfecto. Somos esclavos de nuestras creaciones. Tarde o
temprano quieren seguir su propio camino, muchas veces distinto –y hasta
opuesto– al que nosotros pretendíamos. ¿En qué punto abandonamos la lucha y nos
entregamos a sus propósitos? Ya está ahí, no se puede borrar.
Somos esclavos y responsables de aquello que concebimos. ¿Y ahora mi cuento cobró vida? No puedo confirmarlo, pero ahí estaba yo, en la cocina, preparándome unos spaghetti al filetto de cena cuando percibí aquellos ruidos de pisadas. Vivía solo, así que he de confesar que me sobresalté de forma desmedida.
¿Podía ser él? ¿Mi propio texto acechándome?
► Relato ganador en el Certamen Literario de Cuentos “Horacio Quiroga” (2013) [2da mención de honor]
Más sobre el autor: Luciano Sívori
IMAGÍNATE - Fredric Brown

Imagínate infiernos y cielos, ciudades flotando en el cielo y ciudades hundidas en el mar.
Unicornios y centauros. Brujas, hechiceros, genios y fantasmas.
Ángeles y arpías. Hechizos y sortilegios. Elementales, espíritus familiares, demonios.
Es fácil imaginarse todas estas cosas: la humanidad se las ha imaginado durante miles de años.
Imagínate naves espaciales en el futuro.
Es fácil imaginárselo; el futuro se aproxima realmente y habrá naves espaciales en él.
Así pues, ¿existe algo que sea difícil de imaginar?
Claro que sí.
Imagínate un trozo de materia y a ti mismo dentro de ella, consciente, pensando, y por lo tanto sabiendo que existes, capaz de mover ese trozo de materia en cuyo interior te hayas, de hacerla dormir o despertarse, amar o subir una colina.
Imagínate un universo — infinito o no, como tú desees representártelo—, con un millardo, millardo, millardo de soles en él.
Imagínate un grumo de barro girando locamente en torno a uno de esos soles.
Imagínate a ti mismo, en pie sobre ese grumo de barro, girando con él, girando por el tiempo y el espacio hacia un destino desconocido.
¡IMAGÍNATE!
LA ESTRELLA - Arthur C. Clarke
Hay tres mil años-luz hasta el Vaticano. En otro tiempo creí que el
espacio no tendría poder sobre la fe, tal como creí que los cielos
proclamaban la gloria de la obra divina. Ahora que he visto una parte de
esta obra, mi fe se siente gravemente turbada.
Contemplo el crucifijo que cuelga en mi camarote, sobre el
ordenador Tipo VI y, por primera vez en toda mi vida, me pregunto si no
será nada más que un símbolo vacío.
No se lo he contado aún a nadie, pero la verdad no puede
ocultarse. Los datos están aquí para que cualquiera pueda leerlos,
grabados en los incontables kilómetros de cinta magnética y en los
millares de fotografías que traemos de regreso a la Tierra. Otros
científicos podrán interpretarlos tan fácilmente como yo. Posiblemente
con mayor facilidad. Yo no soy de esos que están de acuerdo con los
manejos de la Verdad que a menudo le dieron a mi Orden un mal renombre
en los viejos tiempos.
La tripulación está ya bastante deprimida, y me pregunto cómo se
tomarán esta definitiva ironía. Pocos de ellos tienen algo de fe
religiosa y sin embargo, no creo que sientan placer en utilizar esta
última arma en su campaña contra mí..., esa guerra privada,
bien intencionada pero fundamentalmente seria, que ha durado todo el
camino desde la Tierra. Les divertía tener a un jesuita como astrofísico
jefe. Por ejemplo, el doctor Chandler nunca pudo sobreponerse a ello
(¿por qué los médicos siempre serán unos ateos tan notorios?). A veces
se encontraba conmigo en la cubierta de observación, donde las luces
siempre brillan mortecinas para que las estrellas puedan arder con
esplendor no disminuido. Se acercaba a mí en la oscuridad y se quedaba
mirando por la gran ventana de observación ovalada, mientras los cielos
pasaban lentamente a nuestro alrededor al compás de la nave sobre sí
misma debido a aquel impulso residual que nunca nos preocupamos de
corregir.
-Aquí lo tiene, padre -me decía al fin-; se extiende por siempre jamás, y quizá Algo lo hizo. Pero el que usted pueda creer que ese Algo tiene un especial interés en nosotros y en nuestro miserable pequeño mundo es lo que me desconcierta.
-Aquí lo tiene, padre -me decía al fin-; se extiende por siempre jamás, y quizá Algo lo hizo. Pero el que usted pueda creer que ese Algo tiene un especial interés en nosotros y en nuestro miserable pequeño mundo es lo que me desconcierta.
Y entonces se iniciaba la discusión mientras las estrellas y las
nebulosas giraban alrededor nuestro en silencio e interminables arcos
más allá del impolutamente transparente plástico de la ventana de
observación.
Era, creo, la aparente incongruencia de mi posición lo que divertía..., sí, divertía, a la tripulación. En vano les mostraba mis tres informes en el Astrophysical Journal, o los cinco en el Monthly Notices of the Royal Astronomical Society. Les recordaba que nuestra Orden ha sido famosa desde hace mucho por sus trabajos científicos. Quizá seamos pocos ahora, pero siempre, desde el siglo XVlll, hemos estado haciendo contribuciones a la astronomía y a la geofísica, desproporcionadas con nuestro número.
Era, creo, la aparente incongruencia de mi posición lo que divertía..., sí, divertía, a la tripulación. En vano les mostraba mis tres informes en el Astrophysical Journal, o los cinco en el Monthly Notices of the Royal Astronomical Society. Les recordaba que nuestra Orden ha sido famosa desde hace mucho por sus trabajos científicos. Quizá seamos pocos ahora, pero siempre, desde el siglo XVlll, hemos estado haciendo contribuciones a la astronomía y a la geofísica, desproporcionadas con nuestro número.
¿Mi informe sobre la Nebulosa del Fénix terminará con nuestro
millar de años de historia? Me temo que terminará con mucho más que
eso.
No sé quién dio su nombre a la nebulosa, que me parece muy poco
apropiado. Si contiene una profecía, ésta no podrá ser verificada hasta
que pasen varios mil millones de años. Hasta la palabra nebulosa conduce
a engaño: es un objeto mucho más pequeño que esas maravillosas nubes de
niebla, formadas por la materia de las estrellas aún no nacidas, que
están desperdigadas a lo largo de la Vía Láctea. Lo cierto es que, a una
escala cósmica, la nebulosa del Fénix es una cosa pequeña: una tenue
capa de gases rodeando una única estrella.
El grabado de Loyola hecho por Rubens parece burlarse de mí desde su lugar, sobre los gráficos de los espectrómetros. ¿Qué harías tú, Padre, de este conocimiento que ha llegado a mí, tan lejos del pequeño mundo que era el universo que tú conocías? ¿Habría superado tu fe este reto, cosa que yo no he logrado?
El grabado de Loyola hecho por Rubens parece burlarse de mí desde su lugar, sobre los gráficos de los espectrómetros. ¿Qué harías tú, Padre, de este conocimiento que ha llegado a mí, tan lejos del pequeño mundo que era el universo que tú conocías? ¿Habría superado tu fe este reto, cosa que yo no he logrado?
Tú miras a la distancia, Padre, pero yo he viajado a una distancia
más allá de todo lo que tú podrías haber imaginado cuando fundaste
nuestra Orden hace un millar de años. Ninguna otra nave de exploración
ha estado tan lejos de la Tierra: nos hallamos en las fronteras mismas
del universo explorado; partimos para explorar la nebulosa del Fénix, lo
logramos y vamos de regreso con nuestra carga de conocimientos.
Desearía sacarme este peso de encima, pero te suplico en vano a través
los siglos y los años-luz que se abren entre nosotros.
En el libro que tienes entre las manos se pueden leer claramente
las palabras: AD MAIOREN DEI GLORIAM, pero éste es un mensaje en el que
ya no puede creer. ¿Creerías tú aún en él, si pudieras ver lo que he
hallado?
Naturalmente, sabíamos lo que era la Nebulosa del Fénix. Cada año,
sólo en nuestra galaxia, estallan más de un centenar de estrellas:
brillan durante algunas horas o días con una intensidad millones de
veces superior a la normal, antes de regresar a la muerte y a la
oscuridad. Se trata de las novas normales: los desastres habituales de
nuestro universo. Yo he seguido los espectrogramas y curvas de luz de
docenas de ellas, desde que comencé a trabajar en el observatorio lunar.
Pero tres o cuatro veces cada millar de años, ocurre algo junto a
lo cual hasta una nova palidece para quedar convertida en una
insignificancia absoluta. Cuando una estrella se convierte en supernova,
puede, durante un corto tiempo, brillar más que todos los soles juntos
de la galaxia. Los astrónomos chinos vieron suceder esto en el año 1054
de nuestra era, sin saber de qué se trataba. Cinco siglos más tarde, en
1572, una supernova brilló en Casiopea con tal fulgor que era visible en
el cielo diurno. Han habido tres más en el millar de años transcurridos
desde entonces.
Nuestra misión era visitar los restos de una de estas catástrofes,
reconstruir los acontecimientos que la habían producido y, si era
posible, averiguar las causas de la misma. Atravesamos lentamente las
esferas concéntricas de gas que habían sido impulsadas por la explosión
de seis mil años antes, y que sin embargo aún seguían expandiéndose.
Eran inmensamente calientes, radiando aún una intensa luz violeta, pero
ya demasiado tenues para causar cualquier daño. Cuando la estrella había
estallado, sus capas exteriores habían sido lanzadas hacia fuera con
tal velocidad que habían escapado completamente de su campo
gravitatorio. Ahora formaban una esfera hueca lo bastante grande como
para contener un millar de sistemas solares, y en su centro brillaba el
pequeño y fantástico objeto en que se había convertido la estrella: una
enana blanca, más pequeña que la Tierra, y no obstante un millón de
veces más pesada que ella.
Las brillantes esferas de gas estaban a nuestro alrededor,
cerrando el paso a la habitual oscuridad del espacio interestelar.
Navegábamos hacia el centro de una bomba cósmica que había detonado
hacía milenios, y cuyos fragmentos incandescentes aún seguían
alejándose. La inmensa escala de la explosión y el hecho de que los
restos cubrían ya un volumen de espacio de muchos miles de millones de
kilómetros de diámetro robaba a la escena todo movimiento visible.
Pasarían décadas antes de que el ojo desnudo detectase cualquier
variación en aquellos torturados remolinos y nubes de gases y, sin
embargo, la sensación de una expansión turbulenta era sobrecogedora.
Habíamos parado nuestros motores principales horas antes y
avanzábamos lentamente, llevados por el impulso hacia la estrella enana.
En otro tiempo había sido como el nuestro, pero había derrochado en
pocas horas la energía que lo hubiera mantenido brillando durante un
millón de años. Ahora era una empequeñecida miseria, acumulando
avaramente sus recursos como para tratar de compensar su pródiga
juventud.
Nadie tenía verdaderas esperanzas de encontrar planetas. Si había
habido alguno antes de la explosión, habrían sido convertidos en
nubecillas de gas y su sustancia inmersa en la superior cantidad de
restos producidos por la misma estrella. Pero hicimos la investigación
de rutina, como siempre se hace cuando uno se aproxima a una estrella
desconocida. Y para sorpresa nuestra, hallamos un pequeño mundo
solitario circundando la estrella a una inmensa distancia. Debía
tratarse del Plutón de aquel desconocido sistema solar, orbitando en las
fronteras de la noche demasiado lejos del sol central para haber
conocido nunca la vida, y cuya lejanías lo había salvado del destino de
sus compañeros perdidos.
Las llamas que habían pasado junto a él había fundido sus rocas y
volatilizado la capa de gas helado que debía haberlo cubierto en los
días anteriores al desastre. Aterrizamos y encontramos la Bóveda.
Sus constructores habían tenido mucho cuidado en asegurarse de que
la hallásemos. La monolítica señal que se alzaba sobre la entrada era
ahora un muñón fundido, pero hasta las primeras fotografías a gran
distancia ya nos indicaban que se trataba del trabajo de seres
inteligentes. Un poco más tarde detectamos las tramas radioactivas que, a
nivel continental, habían sido grabadas en las rocas. Aunque el pilón
situado sobre la Bóveda había sido destruido, éste permanecía como un
casi eterno faro llamando a las estrellas. Nuestra nave cayó hacia el
gigantesco blanco con una flecha va hacia su meta.
El pilón debió de haber tenido casi un par de kilómetros de
altura cuando fue construido, pero ahora parecía una vela que se ha
fundido hasta convertirse en un charco de cera. Nos llevó una semana
perforar la roca fundida, puesto que no teníamos las herramientas
adecuadas para una tarea como aquélla. Éramos astrónomos, no
arqueólogos, pero podíamos improvisar. Habíamos olvidado ya nuestro
programa original: aquel monumento solitario, erigido tan trabajosamente
a la mayor distancia posible del sol condenado, sólo podía tener un
significado. Una civilización que sabía que estaba a punto de morir
había jugado su última carta para ganar la inmortalidad.
Nos llevará generaciones investigar todos los tesoros que fueron colocados en la bóveda. Tuvieron mucho tiempo para prepararse, pues su sol debió de haber dado sus primeros avisos muchos años antes de la detonación final. Llevaron a aquel lejano mundo, en los días antes del fin, todo aquello que deseaban conservar, todos los frutos de su genio, esperando que alguna otra raza las hallase y no fuesen absolutamente olvidados.
Nos llevará generaciones investigar todos los tesoros que fueron colocados en la bóveda. Tuvieron mucho tiempo para prepararse, pues su sol debió de haber dado sus primeros avisos muchos años antes de la detonación final. Llevaron a aquel lejano mundo, en los días antes del fin, todo aquello que deseaban conservar, todos los frutos de su genio, esperando que alguna otra raza las hallase y no fuesen absolutamente olvidados.
¡Si hubieran tenido sólo algo más de tiempo! Podían viajar a
voluntad entre los planetas de su propio sol, pero no habían aprendido
aún a cruzar los abismos interestelares, y el sistema solar más cercano
se hallaba años-luz de distancia.
Aunque no hubieran sido tan desconcertadamente humanos como sus
esculturas muestran, no podríamos haber dejado de admirarlos y dolernos
por su destino. Dejaron millares de grabaciones visuales y las máquinas
para proyectarlas, junto con detalladas instrucciones pictográficas a
partir de las cuales no será difícil aprender su lenguaje escrito. Hemos
examinado muchas de esas grabaciones y vuelto a la vida por primera vez
en seis mil años el calor y la belleza de una civilización que, en
muchos aspectos, debió de haber sido superior a la nuestra. Quizá sólo
nos mostrasen lo mejor, y uno no puede culparles por ello. Pero sus
mundos eran encantadores, sus ciudades estaban edificadas con una
gracilidad que se puede comparar con lo mejor que nosotros tenemos. Los
hemos contemplado trabajando y disfrutando, y escuchado su musical
lenguaje través de los siglos. Aún tengo ante mis ojos un grupo de niños
en una playa de extraña arena azul, jugando con las olas tal como lo
hacen los de la Tierra.
Y, hundiéndose en el mar, aún cálido y amistoso y dador de vida,
se ve el sol que pronto se convertirá en traidor y aniquilará toda
aquella felicidad inocente.
Quizá, si no hubiéramos estado tan lejos de casa y tan vulnerables ante la soledad, no nos hubiéramos sentido tan profundamente conmovidos. Muchos de nosotros habíamos visto ya las ruinas de antiguas civilizaciones en otros mundos, pero nunca nos habían afectado profundamente.
Quizá, si no hubiéramos estado tan lejos de casa y tan vulnerables ante la soledad, no nos hubiéramos sentido tan profundamente conmovidos. Muchos de nosotros habíamos visto ya las ruinas de antiguas civilizaciones en otros mundos, pero nunca nos habían afectado profundamente.
Aquella tragedia era algo fuera de lo común. Una cosa es que una
raza decline y muera, como ha ocurrido con las naciones y las culturas
en la Tierra, y otra que sea destruida de una manera tan completa en la
flor de su desarrollo, sin dejar supervivientes... ¿Cómo puede
reconciliarse esto con la misericordia divina?
Mis colegas me han preguntado esto, y yo les he dado las
respuestas que me ha sido posible. Quizá tú lo hubieras hecho mejor,
Padre Loyola, pero no he encontrado nada en los Exercitia Spiritualia
que me pueda servir en este caso. No eran una gente malvada: no sé a qué
dioses adorarían, si es que adoraban a alguno. Pero los he contemplado a
través de los siglos y los he observado mientras su sol moribundo
iluminaba por última vez la belleza a cuya conservación dedicaron sus
últimos esfuerzos.
Sé las respuestas que mis colegas darán cuando regresemos a la
Tierra. Dirán que el Universo no tiene propósito ni plan, y que algo así
como un centenar de soles estallan cada año en nuestra galaxia, y que
en este mismo momento alguna raza está muriendo en las profundidades del
espacio. El que esta raza haya obrado bien o mal durante su vida no
importa al fin: no hay justicia divina, pues no hay Dios.
Y sin embargo, claro está, lo que hemos visto no prueba nada de
eso. Cualquiera que argumente así está dejándose llevar por la emoción y
no por la lógica. Dios no tiene necesidad alguna de justificar sus
acciones ante el hombre. Él, que ha creado el universo, puede
destruirlo cuando lo desee. Es pura arrogancia, y se acerca mucho a la
blasfemia, el tratar de decirle lo que puede o no puede hacer.
Esto podría haberlo aceptado, a pesar de lo que me cueste
contemplar mundos y pueblos enteros lanzados al horno. Pero llega un
momento en que hasta la fe más profunda se tambalea y, ahora, mientras
miro mis cálculos, sé que al fin ha llegado a ese momento.
No podíamos asegurar, antes de alcanzar la nebulosa, cuánto
hacía que se había producido la explosión. Ahora, mediante las
evidencias astronómicas y las grabaciones en las rocas de aquel planeta
superviviente, he sido capaz de fecharla con mucha exactitud. Sé en qué
año la luz de aquella colosal detonación llegó a la Tierra. Sé cuán
brillantemente la supernova cuyo cadáver se va empequeñeciendo tras
nuestra nave que acelera iluminó en otro tiempo los cielos de la Tierra.
Sé cómo debió de haber aparecido, muy baja sobre el horizonte del este,
antes del amanecer, como un faro en aquella alba oriental.
No cabe duda alguna: al fin ha quedado resuelto el antiguo
misterio. Y, sin embargo, ¡oh, Dios!, había tantas estrellas que podrías
haber usado.
¿Qué necesidad había de lanzar a ese pueblo al fuego, para que el símbolo de su fin brillase sobre Belén?
Arthur C. Clarke
Arthur C. Clarke
EL COLOR MAS ALLA DEL ESPACIO - H.P. Lovecraft
Al Oeste de Arkham, las colinas se yerguen selváticas, y hay valles con profundos bosques en los cuales no ha resonado nunca el ruido de un hacha. Hay angostas y oscuras cañadas donde los árboles se inclinan fantásticamente, y donde discurren estrechos arroyuelos que nunca han captado el reflejo de la luz del sol. En las laderas menos agrestes hay casas de labor, antiguas y rocosas, con edificaciones cubiertas de musgo, rumiando eternamente en los misterios de la Nueva Inglaterra; pero todas ellas están ahora vacías, con las amplias chimeneas desmoronándose y las paredes pandeándose debajo de los techos a la holandesa.
Sus antiguos moradores se marcharon, y a los extranjeros no les gusta vivir allí. Los francocanadienses lo han intentado, los italianos lo han intentado, y los polacos llegaron y se marcharon. Y ello no es debido a nada que pueda ser oído, o visto, o tocado, sino a causa de algo puramente imaginario. El lugar no es bueno para la imaginación, y no aporta sueños tranquilizadores por la noche. Esto debe ser lo que mantiene a los extranjeros lejos del lugar, ya que el viejo Ammi Pierce no les ha contado nunca lo que él recuerda de los extraños días. Ammi, cuya cabeza ha estado un poco desequilibrada durante años, es el único que sigue allí, y el único que habla de los extraños días; y se atreve a hacerlo, porque su casa está muy próxima al campo abierto y a los caminos que rodean a Arkham.
En otra época había un camino sobre las colinas y a través de los valles, que corría en mi recta donde ahora hay un marchito erial; pero la gente dejó de utilizarlo y se abrió un nuevo camino que daba un rodeo hacia el sur. Entre la selvatiquez del erial pueden encontrarse aún huellas del antiguo camino, a pesar de que la maleza lo ha invadido todo. Luego, los oscuros bosques se aclaran y el erial muere a orillas de unas aguas azules cuya superficie refleja el cielo y reluce al sol. Y los secretos de los extraños días se funden con los secretos de las profundidades; se funden con la oculta erudición del viejo océano, y con todo el misterio de la primitiva tierra.
Cuando llegué a las colinas y valles para acotar los terrenos destinados a la nueva alberca, me dijeron que el lugar estaba embrujado. Esto me dijeron en Arkham, y como se trata de un pueblo muy antiguo lleno de leyendas de brujas, pensé que lo de embrujado debía ser algo que las abuelas habían susurrado a los chiquillos a través de los siglos. El nombre de "marchito erial" me pareció muy raro y teatral, y me pregunté cómo habría llegado a formar parte de las tradiciones de un pueblo puritano. Luego vi con mis propios ojos aquellas cañadas y laderas, y ya no me extrañó que estuvieran rodeadas de una leyenda de misterio.
Las vi por la mañana, pero a pesar de ello estaban sumidas en la sombra. Los árboles crecían demasiado juntos, y sus troncos eran demasiado grandes tratándose de árboles de Nueva Inglaterra. En las oscuras avenidas del bosque había demasiado silencio, y el suelo estaba demasiado blando con el húmedo musgo y los restos de infinitos años de descomposición.
En los espacios abiertos, principalmente a lo largo de la línea del antiguo camino, había pequeñas casas de labor; n veces, con todas sus edificaciones en pie, y a veces con sólo un par de ellas, y a veces con una solitaria chimenea o una derruida bodega. La maleza reinaba por todas partes, y seres furtivos susurraban en el subsuelo. Sobre todas las cosas pesaba una rara opresión; un toque grotesco de irrealidad, como si fallara algún elemento vital de perspectiva o de claroscuro. No me extrañó que los extranjeros no quisieran permanecer allí, ya que aquélla no era una región que invitara a dormir en ella. Su aspecto recordaba demasiado el de una región extraída de un cuento de terror.
Pero nada de lo que había visto podía compararse, en lo que a desolación respecta, con el marchito erial. Se encontraba en el fondo de un espacioso valle; Ningún otro nombre hubiera podido aplicársele con más propiedad, ni ninguna otra cosa se adaptaba tan perfectamente a un nombre. Era como si un poeta hubiese acuñado la frase después de haber visto aquella región. Mientras la contemplaba, pensé que era la consecuencia de un incendio; pero, ¿por qué no había crecido nunca nada sobre aquellos cinco acres de gris desolación, que se extendía bajo el cielo como una gran mancha corroída por el ácido entre bosques y campos? Discurre en gran parte hacia el norte de la línea del antiguo camino, pero invade un poco el otro lado. Mientras me acercaba experimenté una extraña sensación de repugnancia, y sólo me decidí a hacerlo porque mi tarea me obligaba a ello. En aquella amplia extensión no había vegetación de ninguna clase; no había más que una capa de fino polvo o ceniza gris, que ningún viento parecía ser capaz de arrastrar. Los árboles más cercanos tenían un aspecto raquítico y enfermizo, y muchos de ellos aparecían agostados o con los troncos podridos. Mientras andaba apresuradamente vi a mi derecha los derruidos restos de una casa de labor, y la negra boca de un pozo abandonado cuyos estancados vapores adquirían un extraño matiz al ser bañados por la luz del sol. El desolado espectáculo hizo que no roe maravillara ya de los asustados susurros de los moradores de Arkham. En los alrededores no había edificaciones ni ruinas de ninguna clase; incluso en los antiguos tiempos, el lugar dejó de ser solitario y apartado. Y a la hora del crepúsculo, temeroso de pasar de nuevo por aquel ominoso lugar, tomé el camino del sur, a pesar de que significaba dar un gran rodeo.
Por la noche interrogué a algunos habitantes de Arkham acerca del marchito erial, y pregunté qué significado tenía la frase "los extraños días" que había oído murmurar evasivamente. Sin embargo, no pude obtener ninguna respuesta concreta, y lo único que saqué en claro era que el misterio se remontaba a una fecha mucho más reciente de lo que había imaginado. No se trataba de una vieja leyenda, ni mucho menos, sino de algo que había ocurrido en vida de los que hablaban conmigo. Había sucedido en los años ochenta, y una familia desapareció o fue asesinada. Los detalles eran algo confusos; y como todos aquellos con quienes hablé me dijeron que no prestara crédito a las fantásticas historias del viejo Ammi Pierce, decidí ir a visitarle a la mañana siguiente, después de enterarme de que vivía solo en una ruinosa casa que se alzaba en el lugar donde los árboles empiezan a espesarse. Era un lugar muy viejo, y había empezado a exudar el leve olor miásmico que se desprende de las casas que han permanecido en pie demasiado tiempo. Tuve que llamar insistentemente para que el anciano se levantara, y cuando se asomó tímidamente a la puerta me di cuenta de que no se alegraba de verme. No estaba tan débil como yo había esperado; sin embargo sus ojos parecían desprovistos de vida, y sus andrajosas ropas y su barba blanca le daban un aspecto gastado y decaído.
No sabiendo cómo enfocar la conversación para que me hablara de sus "fantásticas historias", fingí que me había llevado hasta allí la tarea a que estaba entregado; le hablé de ella al viejo Ammi, formulándole algunas vagas preguntas acerca del distrito. Ammi Pierce era un hombre más culto y más educado de lo que me habían dado a entender, y se mostró más comprensivo que cualquiera de los hombres con los cuales había hablado en Arkham.
No era como otros rústicos que había conocido en las zonas donde iban a construirse las albercas. Ni protestó por las millas de antiguo bosque y de tierras de labor que iban a desaparecer bajo las aguas, aunque quizá su actitud hubiera sido distinta de no haber tenido su hogar fuera de los límites del futuro lago. Lo único que mostró fue alivio; alivio ante la idea de que los valles por los cuales había vagabundeado toda su vida iban a desaparecer.
Estarían mejor debajo del agua..., mejor debajo del agua desde los extraños días. Y, al decir esto, su ronca voz se hizo más apagada, mientras su cuerpo se inclinaba hacia delante y el dedo índice de su mano derecha empezaba a señalar de un modo tembloroso e impresionante.
Fue entonces cuando olla historia, y mientras la ronca voz avanzaba en su relato, en una especie de misterioso susurro, me estremecí una y otra vez a pesar de que estábamos en pleno verano. Tuve que interrumpir al narrador con frecuencia, para poner en claro puntos científicos que él sólo conocía a través de lo que había dicho un profesor, cuyas palabras repetía como un papagayo, aunque su memoria habla empezado ya a flaquear; o para tender un puente entre dato y dato, cuando fallaba su sentido de la lógica y de la continuidad.
Cuando hubo terminado, no me extrañó que su mente estuviera algo desequilibrada, ni que a la gente de Arkham no le gustara hablar del marchito erial. Me apresuré a regresar a mi hotel antes de la puesta del sol, ya que no quería tener las estrellas sobre mi cabeza encontrándome al aire libre. Al día siguiente regresé a Boston para dar mi informe. No podía ir de nuevo a aquel oscuro caos de antiguos bosques y laderas, ni enfrentarme otra vez con aquel gris erial donde el negro pozo abría sus fauces al lado de los derruidos restos de una casa de labor. La alberca iba a ser construida inmediatamente, y todos aquellos antiguos secretos quedarían enterrados para siempre bajo las profundas aguas. Pero creo que ni cuando esto sea una realidad, me gustará visitar aquella región por la noche..., al menos, no cuando brillan en el cielo las siniestras estrellas.
Todo empezó, dijo el viejo Ammi, con el meteorito. Antes no se habían oído leyendas de ninguna clase, e incluso en la remota época de las brujas aquellos bosques occidentales no fueron ni la mitad de temidos que la pequeña isla del Miskatonic, donde el diablo concedía audiencias al lado de un extraño altar de piedra, más antiguo que los indios. Aquéllos no eran bosques hechizados, y su fantástica oscuridad no fue nunca terrible hasta los extraños días. Luego había llegado aquella blanca nube meridional, se había producido aquella cadena de explosiones en el aire, y aquella columna de humo en el valle. Y, por la noche, todo Arkham se habla enterado de que una gran piedra había caído del cielo y se había incrustado en la tierra, junto al pozo de la casa de Nahum Gardner. La casa que se había alzado en el lugar que ahora ocupaba el marchito erial.
Nahum había ido al pueblo para contar lo de la piedra, y al pasar ante la casa de Ammi Pierce se lo había contado también. En aquella época. Ammi tenía cuarenta años, y todos los extraños acontecimientos estaban profundamente grabados en su cerebro. Ammi y su esposa habían acompañado a los tres profesores de la Universidad de Miskatonic que se presentaron a la mañana siguiente para ver al fantástico visitante que procedía del desconocido espacio estelar, y habían preguntado cómo era que Nahum había dicho, el día antes, que era muy grande. Nahum, señalando la pardusca mole que estaba junto a su pozo, dijo que se había encogido. Pero los sabios replicaron que las piedras no encogen. Su calor irradiaba persistentemente, y Nahum declaró que había brillado débilmente toda la noche.
Los profesores golpearon la piedra con un martillo de geólogo y descubrieron que era sorprendentemente blanda. En realidad, era tan blanda como si fuera artificial, y arrancaron, más bien que escoplearon, una muestra para llevársela a la Universidad a fin de comprobar su naturaleza. Tuvieron que meterla en un cubo que le pidieron prestado a Nahum, ya que el pequeño fragmento no perdía calor. En su viaje de regreso se detuvieron a descansar en la casa de Ammi, y parecieron quedarse pensativos cuando Mrs. Pierce observó que el fragmento estaba haciéndose más pequeño y había empezado a quemar el fondo del cubo.
Realmente, no era muy grande, pero quizás habían cogido un trozo menor de lo que habían supuesto.
Al día siguiente - todo esto ocurría en el mes de junio de 1882 -, los profesores se presentaron de nuevo, muy excitados. Al pasar por la casa de Ammi le contaron lo que había sucedido con la muestra, diciendo que había desaparecido por completo cuando la introdujeron en un recipiente de cristal. El recipiente también había desaparecido, y los profesores hablaron de la extraña afinidad de la piedra con el silicón. Había reaccionado de un modo increíble en aquel laboratorio perfectamente ordenado; sin sufrir ninguna modificación ni expeler ningún gas al ser calentada al carbón mostrándose completamente negativa al ser tratada con bórax y revelándose absolutamente no-volátil a cualquier temperatura incluyendo la del soplete de oxihidrógeno. En el yunque apareció como muy maleable, y en la oscuridad su luminosidad era muy notable. Negándose obstinadamente a enfriarse, provocó una gran excitación entre los profesores; y cuando al ser calentada ante el espectroscopio mostró unas brillantes bandas distintas a las de cualquier color conocido del espectro normal, se habló de nuevos elementos, de raras propiedades ópticas, y de todas aquellas cosas que los intrigados hombres de ciencia suelen decir cuando se enfrentan con lo desconocido.
Caliente como estaba, fue comprobada en un crisol con todos los reactivos adecuados. El agua no hizo nada. Ni el ácido clorhídrico. El ácido nítrico e incluso el agua regia se limitaron a resbalar sobre su tórrida invulnerabilidad. Ammi se encontró con algunas dificultades para recordar todas aquellas cosas, pero reconoció algunos disolventes a medida que se los mencionaba en el habitual orden de utilización: amoniaco y sosa cáustica, alcohol y éter, bisulfito de carbono y una docena más; pero, a pesar de que el peso iba disminuyendo con el paso del tiempo, y de que el fragmento parecía enfriarse ligeramente, los disolventes no experimentaron ningún cambio que demostrara que habían atacado a la sustancia. Desde luego, se trataba de un metal. Era magnético, en grado extremo; y después de su inmersión en los disolventes ácidos parecían existir leves huellas de la presencia de hierro meteórico, de acuerdo con los datos de Widmanstalten. Cuando el enfriamiento era ya considerable colocaron el fragmento en un recipiente de cristal para continuar las pruebas Y a la mañana siguiente, fragmento y recipiente habían desaparecido sin dejar rastro, y únicamente una chamuscada señal en el estante de madera donde los habían dejado probaba que había estado realmente allí.
Esto fue lo que los profesores le contaron a Ammi mientras descansaban en su casa, y una vez más fue con ellos a ver el pétreo mensajero de las estrellas, aunque en esta ocasión su esposa no le acompañó. Comprobaron que la piedra habla encogido realmente, y ni siquiera los más escépticos de los profesores pudieron dudar de lo que estaban viendo. Alrededor de la masa pardusca situada junto al pozo había un espacio vacío, un espacio que eran dos pies menos que el día anterior. Estaba aún caliente, y los sabios estudiaron su superficie con curiosidad mientras separaban otro fragmento mucho mayor que el que se habían llevado.
Esta vez ahondaron más en la masa de piedra, y de este modo pudieron darse cuenta de que el núcleo central no era completamente homogéneo.
Habían dejado al descubierto lo que parecía ser la cara exterior de un glóbulo empotrado en la sustancia. El color, parecido al de las bandas del extraño espectro del meteoro, era casi imposible de describir; y sólo por analogía se atrevieron a llamarlo color. Su contextura era lustrosa, y parecía quebradiza y hueca. Uno de los profesores golpeó ligeramente el glóbulo con un martillo, y estalló con un leve chasquido. De su interior no salió nada, y el glóbulo se desvaneció como por arte de magia, dejando un espacio esférico de unas tres pulgadas de diámetro, Los profesores pensaron que era probable que encontraran otros glóbulos a medida que la sustancia envolvente se fuera fundiendo.
La conjetura era equivocada, ya que los investigadores no consiguieron encontrar otro glóbulo, a pesar de que taladraron la masa por diversos lugares. En consecuencia, decidieron llevarse la nueva muestra que habían recogido... y cuya conducta en el laboratorio fue tan desconcertante como la de su predecesora. Aparte de ser casi plástica, de tener calor, magnetismo y ligera luminosidad, de enfriarse levemente en poderosos ácidos, de perder peso y volumen en el aire y de atacar a los compuestos de silicón con el resultado de una mutua destrucción. La piedra no presentaba características de identificación; y al fin de las pruebas, los científicos de la Universidad se vieron obligados a reconocer que no podían clasificarla. No era nada de este planeta, sino un trozo del espacio exterior; y, como tal, estaba dotado de propiedades exteriores y desconocidas y obedecía a leyes exteriores y desconocidas.
Aquella noche hubo una tormenta, y cuando los profesores acudieron a casa de Nahum al día siguiente, se encontraron con una desagradable sorpresa. La piedra, magnética como era, debió poseer alguna peculiar propiedad eléctrica; ya que había "atraído al rayo", como dijo Nahum, con una singular persistencia. En el espacio de una hora, ~ granjero vio cómo el rayo hería seis veces la masa que se encontraba junto al pozo, y al cesar la tormenta descubrió que la piedra había desaparecido. Los científicos, profundamente decepcionados, tras comprobar el hecho de la total desaparición, decidieron que lo único que podían hacer era regresar al laboratorio y continuar analizando el fragmento que se habían llevado el día anterior y que como medida de precaución habían encerrado en una caja de plomo. El fragmento duró una semana transcurrida la cual no se había llegado a ningún resultado positivo. La piedra desapareció, sin dejar ningún residuo, y con el tiempo los profesores apenas creían que habían visto realmente aquel misterioso vestigio de los insondables abismos exteriores; aquel único, fantástico mensaje de otros universos y otros reinos de materia energía, y entidad.
Como era lógico, los periódicos de Arkham hablaron mucho del incidente y enviaron a sus reporteros a entrevistar a Nahum y a su familia. Un rotativo de Boston envío también un periodista, y Nahum se convirtió rápidamente en una especie de celebridad local. Era un hombre delgado, de unos cincuenta años, que vivía con su esposa y sus tres hijos del producto de lo que cultivaba en el valle. El y Ammi se hacían frecuentes visitas, lo mismo que sus esposas; y Ammi solo tenía frases de elogio para él después de todos aquellos anos.
Parecía estar orgulloso de la atención que había despertado el lugar, y en las semanas que siguieron a su aparición y desaparición habló con frecuencia del meteorito. Los meses de julio y agosto fueron cálidos; y Nahum trabajó de firme en sus campos, y las faenas agrícolas le cansaron más de lo que le habían cansado otros años, por lo que llegó a la conclusión de que los años habían empezado a pesarle.
Luego llegó la época de la recolección. Las peras v manzanas maduraban lentamente, y Nahum aseguraba que sus huertas tenían un aspecto más floreciente que nunca. La fruta crecía hasta alcanzar un tamaño fenomenal y un brillo musitado, y su abundancia era tal que Nahum tuvo que comprar unos cuantos barriles más a fin de poder embalar la futura cosecha. Pero con la maduración llegó una desagradable sorpresa, ya que toda aquella fruta de opulenta presencia resultó incomible. En vez del delicado sabor de las peras y manzanas, la fruta tenía un amargor insoportable. Lo mismo ocurrió con los melones y los tomates, y Nahum vio con tristeza cómo se perdía toda su cosecha. Buscando una explicación a aquel hecho, no tardó en declarar que el meteorito había envenenado el suelo, y dio gracias al cielo porque la mayor parte de las otras cosechas se encontraban en las tierras altas a lo largo del camino.
El invierno se presentó muy pronto, y fue muy frío. Ammi veía a Nahum con menos frecuencia que de costumbre, y observó que empezaba a tener un aspecto preocupado.
También el resto de la familia había asumido un aire taciturno; y fueron espaciando sus visitas a la iglesia y su asistencia a los diversos acontecimientos sociales de la comarca. No pudo encontrarse ningún motivo para aquella reserva o melancolía, aunque todos los habitantes de la casa daban muestras de cuando en cuando de un empeoramiento en su estado de salud física y mental. Esto se hizo más evidente cuando el propio Nahum declaró que estaba preocupado por ciertas huellas de pasos que había visto en la nieve. Se trataba de las habituales huellas invernales de las ardillas rojas, de los conejos blancos y de los zorros, pero el caviloso granjero afirmó que encontraba algo raro en la naturaleza y disposición de aquellas huellas. No fue más explícito, pero parecía creer que no era característica de la anatomía y las costumbres de ardillas y conejos y zorros. Ammi no hizo mucho caso de todo aquello hasta una noche que pasó por delante de la casa de Nahum en su trineo, en su camino de regreso de Clark's Corners. En el cielo brillaba la luna, y un conejo cruzó corriendo el camino, y los saltos de aquel conejo eran más largos de lo que les hubiera gustado a Ammi y a su caballo. Este último, en realidad, se hubiera desbocado si su dueño no hubiera empuñado las riendas con mano firme. A partir de entonces, Ammi mostró un mayor respeto por las historias que contaba Nahum, y se preguntó por qué los perros de Gardner parecían estar tan asustados y temblorosos cada mariana. Incluso habían perdido el ánimo para ladrar.
En el mes de febrero, los chicos de McGregor, de Meadow Hill, salieron a cazar marmotas, y no lejos de las tierras de Gardner capturaron un ejemplar muy especial. Las proporciones de su cuerpo parecían ligeramente alteradas de un modo muy raro, imposible de describir, en tanto que su rostro tenía una expresión que hasta entonces nadie había visto en el rostro de una marmota. Los chicos quedaron francamente asustados y tiraron inmediatamente el animal, de modo que por la comarca sólo circulo la grotesca historia que los mismos chicos contaron. Pero esto, unido a la historia del conejo que asustaba a los caballos en las inmediaciones de la casa de Nahum, dio pie a que empezara a tomar cuerpo una leyenda, susurrada en voz baja.
La gente aseguraba que la nieve se había fundido mucho mas rápidamente en los alrededores de la casa de Nahum que en otras partes, y a principios de marzo se produjo una agitada discusión en la tienda de Potter, de Clark's Corners. Stephen Rice había pasado por las tierras de Gardner a primera hora de la mañana, y se había dado cuenta de que la hierba fétida empezaba a crecer en todo el fangoso suelo. Hasta entonces no se había visto hierba fétida de aquel tamaño, y su color era tan raro que no podía ser descrito con palabras. Sus formas eran monstruosas, y el caballo había relinchado lastimeramente ante la presencia de un hedor que hirió también desagradablemente el olfato de Stephen. Aquella misma tarde, varias personas fueron a ver con sus propios ojos aquella anomalía, y todas estuvieron de acuerdo en que las plantas de aquella clase no podían brotar en un mundo saludable. Se mencionaron de nuevo los frutos amargos del otoño anterior, y corrió de boca en boca que las tierras de Nahum estaban emponzoñadas. Desde luego, se trataba del meteorito; y recordando lo extraño que les había parecido a los hombres de la Universidad, varios granjeros hablaron del asunto con ellos.
Un día, hicieron una visita a Nahum; pero como se trataba de unos hombres que no prestaban crédito con facilidad a las leyendas, sus conclusiones fueron muy conservadoras.
Las plantas eran raras, desde luego, pero toda la hierba fétida es más o menos rara en su forma y en su color. Quizás algún elemento mineral del meteorito había penetrado en la tierra, pero no tardaría en desaparecer. Y en cuanto a las huellas en la nieve y a los caballos asustados... se trataba únicamente de habladurías sin fundamento, que habían nacido a consecuencia de la caída del meteorito. Pero unos hombres serios no podían tener en cuenta las habladurías de los campesinos, ya que los supersticiosos labradores dicen y creen cualquier cosa. Ese fue el veredicto de los profesores acerca de los extraños días. Sólo uno de ellos, encargado de analizar dos redomas de polvo en el curso de una investigación policíaca, año y medio más tarde, recordó que el extraño color de la hierba fétida era muy parecida al de las insólitas bandas de luz que reveló el fragmento del meteoro en el espectroscopio de la Universidad, y al del glóbulo que encontraran en el interior de la piedra. En el análisis que el mencionado profesor llevó a cabo, las muestras revelaron al principio las mismas insólitas bandas, aunque más tarde perdieran la propiedad.
Los árboles florecieron prematuramente alrededor de la casa de Nahum, y por la noche se mecían ominosamente al viento. El segundo hijo de Nahum, Thaddeus, un muchacho de quince años, juraba que los árboles se mecían también cuando no hacía viento; pero ni siquiera los más charlatanes prestaron crédito a esto. Desde luego, en el ambiente había algo raro. Toda la familia Gardner desarrolló la costumbre de quedarse escuchando, aunque no esperaban oír ningún sonido al cual pudieran dar nombre. La escucha era en realidad resultado de momentos en que la conciencia parecía haberse desvanecido en ellos.
Desgraciadamente, esos momentos eran más frecuentes a medida que pasaban las semanas, hasta que la gente empezó a murmurar que toda la familia Nahum estaba mal de la cabeza.
Cuando salió la primera saxífraga, su color era también muy extraño; no completamente igual al de la hierba fétida, pero indudablemente afín a él e igualmente desconocido para cualquiera que lo viera. Nahum cogió algunos capullos y se los llevó a Arkham para enseñarlos al editor de la Gazette, pero aquel dignatario se limitó a escribir un artículo humorístico acerca de ellos, ridiculizando los temores y las supersticiones de los campesinos. Fue un error de Nahum contarle a un estólido ciudadano la conducta que observaban las mariposas - también de gran tamaño- en relación con aquellas saxífragas.
Abril aportó una especie de locura a las gentes de la comarca y empezaron a dejar de utilizar el camino que pasaba por los terrenos de Nahum, hasta abandonarlo por completo.
Era la vegetación. Los renuevos de los árboles tenían unos extraños colores, y a través del suelo de piedra del patio y en los prados contiguos crecían unas plantas que solamente un botánico podía relacionar con la flora de la región. Pero lo más raro de todo era el colorido, que no correspondía a ninguno de los matices que el ojo humano había visto hasta entonces.
Plantas y arbustos se convirtieron en una siniestra amenaza, creciendo insolentemente en su cromática perversión. Ammi y los Gardner opinaron que los colores tenían para ellos una especie de inquietante familiaridad, y llegaron a la conclusión de que les recordaban el glóbulo que había sido descubierto dentro del meteoro. Nahum labró y sembró los diez acres de terreno que poseía en la parte alta, sin tocar los terrenos que rodeaban su casa.
Sabía que sería trabajo perdido y tenía la esperanza de que aquellas extrañas hierbas que estaban creciendo arrancarían toda la ponzoña del suelo. Ahora estaba preparado para cualquier cosa, por inesperada que pudiera parecer, y se había acostumbrado a la sensación de que cerca de él había algo que esperaba ser oído. El ver que los vecinos no se acercaban por su casa le molestó, desde luego; pero afectó todavía más a su esposa. Los chicos no lo notaron tanto porque iban a la escuela todos los días; pero no pudieron evitar el enterarse de las habladurías, las cuales les asustaron un poco, especialmente a Thaddeus, que era un muchacho muy sensible.
En mayo llegaron los insectos, y la hacienda de Gardner se convirtió en un lugar de pesadilla, lleno de zumbidos y de serpenteos. La mayoría de aquellos animales tenían un aspecto insólito y se movían de un modo muy raro, y sus costumbres nocturnas contradecían todas las anteriores experiencias. Los Gardner adquirieron el hábito de mantenerse vigilantes durante la noche. Miraban en todas direcciones en busca de algo..., aunque no podían decir de qué. Fue entonces cuando comprobaron que Thaddeus había estado en lo cierto al hablar de lo que ocurría con los árboles. Mistress Gardner fue la primera en comprobarlo una noche que se encontraba en la ventana del cuarto contemplando la silueta de un arce que se recortaba contra un cielo iluminado por la luna.
Las ramas del arce se estaban moviendo y no corría el menor soplo de viento. Cosa de la savia, seguramente. Las cosas más extrañas resultaban ahora normales. Sin embargo, el siguiente descubrimiento no fue obra de ningún miembro de la familia Gardner. Se habían familiarizado con lo anormal hasta el punto de no darse cuenta de muchos detalles. Y lo que ellos no fueron capaces de ver fue observado por un viajante de comercio de Boston, que pasó por allí una noche, ignorante de las leyendas que corrían por la región. Lo que contó en Arkham apareció en un breve artículo publicado por la Gazette; y aquel articulo fue lo que todos los granjeros, incluido Nahum, se echaron primero a los ojos. La noche había sido oscura, pero alrededor de una granja del valle - que todo el mundo supo que se trataba de la granja de Nahum- la oscuridad había sido menos intensa. Una leve, aunque visible, fosforescencia parecía surgir de toda la vegetación, y en un momento determinado un trozo de aquella fosforescencia se deslizó furtivamente por el patio que había cerca del granero.
Los pastos no parecían haber sufrido los efectos de aquella insólita situación, y las vacas pacían libremente cerca de la casa, pero hacia finales de mayo la leche empezó a ser mala.
Entonces Nahum llevó a las vacas a pacer a las tierras altas y la leche volvió a ser buena.
Poco después el cambio en la hierba y en las hojas, que hasta entonces se habían mantenido normalmente verdes, pudo apreciarse a simple vista. Todas las hortalizas adquirieron un color grisáceo y un aspecto quebradizo. Ammi era ahora la única persona que visitaba a los Gardner, y sus visitas fueron espaciándose más y más. Cuando cerraron la escuela, por ser época de vacaciones, los Gardner quedaron virtualmente aislados del mundo, y a veces encargaban a Ammi que les hiciera sus compras en el pueblo. Continuaban desmejorando física y mentalmente, y nadie quedó sorprendido cuando circuló la noticia de que Mrs. Gardner se había vuelto loca.
Esto ocurrió en junio, alrededor del aniversario de la caída del meteoro, y la pobre mujer empezó a gritar que veía cosas en el aire, cosas que no podía describir. En su desvarío no pronunciaba ningún nombre propio, sino solamente verbos y pronombres. Las cosas se movían, y cambiaban, y revoloteaban, y los oídos reaccionaban a impulsos que no eran del todo sonidos. Nahum no la envió al manicomio del condado, sino que dejó que vagabundeara por la casa mientras fuera inofensiva para sí misma y para los demás.
Cuando su estado empeoró no hizo nada. Pero cuando los chicos empezaron a asustarse y Thaddeus casi se desmayó al ver la expresión del rostro de su madre al mirarle, Nahum decidió encerrarla en el ático. En julio, Mrs. Gardner dejó de hablar y empezó a arrastrarse a cuatro patas, y antes de terminar el mes, Nahum se dio cuenta de que su esposa era ligeramente luminosa en la oscuridad, tal como ocurría con la vegetación de los alrededores de la casa.
Esto sucedió un poco antes de que los caballos se dieran a la fuga. Algo les había despertado durante la noche, y sus relinchos y su cocear habían sido algo terrible. A la mañana siguiente, cuando Nahum abrió la puerta del establo, los animales salieron disparados como alma que lleva el diablo. Nahum tardó una semana en localizar a los cuatro, y cuando los encontró se vio obligado a matarlos porque se habían vuelto locos y no había quien los manejara. Nahum le pidió prestado un caballo a Ammi para acarrear el heno, pero el animal no quiso acercarse al granero. Respingó, se encabritó y relinchó, y al final tuvieron que dejarlo en el patio, mientras los hombres arrastraban el carro hasta situarlo junto al granero. Entretanto, la vegetación iba tomándose gris y quebradiza. Incluso las flores, cuyos colores habían sido tan extraños, se volvían grises ahora, y la fruta era gris y enana e insípida. Las jarillas y el trébol dorado dieron flores grises y deformes, y las rosas, las rascamoños y las malvarrosas del patio delantero tenían un aspecto tan horrendo, que Zenas, el mayor de los hijos de Nahum, las cortó todas. Al mismo tiempo fueron muriéndose todos los insectos, incluso las abejas que habían abandonado sus colmenas.
En septiembre toda la vegetación se había desmenuzado, convirtiéndose en un polvillo grisáceo, y Nahum temió que los árboles murieran antes de que la ponzoña se hubiera desvanecido del suelo. Su esposa tenía ahora accesos de furia, durante los cuales profería unos gritos terribles, y Nahum y sus hijos vivían en un estado de perpetua tensión nerviosa.
No se trataban ya con nadie, y cuando la escuela volvió a abrir sus puertas los chicos no acudieron a ella. Fue Ammi, en una de sus raras visitas, quien descubrió que el agua del pozo ya no era buena. Tenía un gusto endiablado, que no era exactamente fétido ni exactamente salobre, y Ammi aconsejó a su amigo que excavara otro pozo en las tierras altas para utilizarlo hasta que el suelo volviera a ser bueno. Sin embargo, Nahum no hizo el menor caso de aquel consejo, ya que había llegado a impermeabilizarse contra las cosas raras y desagradables. El y sus hijos siguieron utilizando la teñida agua del pozo, bebiéndola con la misma indiferencia con que comían sus escasos y mal cocidos alimentos y conque realizaban sus improductivas y monótonas tareas a través de unos días sin objetivo. Había algo de estólida resignación en todos ellos, como si anduvieran en otro mundo entre hileras de anónimos guardianes hacia un lugar familiar y seguro.
Thaddeus se volvió loco en septiembre, después de una visita al pozo. Había ido allí con un cubo y había regresado con las manos vacías, encogiendo y agitando los brazos y murmurando algo acerca de "los colores movibles que había allí abajo". Dos locos en una familia representaban un grave problema, pero Nahum se portó valientemente. Dejó que el muchacho se moviera a su antojo durante una semana, hasta que empezó a portarse peligrosamente, y entonces lo encerró en el ático, enfrente de la habitación ocupada por su madre. El modo como se gritaban el uno al otro desde detrás de sus cerradas puertas era algo terrible, especialmente para el pequeño Merwin, que imaginaba que su madre y su hermano hablaban en algún terrible lenguaje que no era de este mundo. Merwin se estaba convirtiendo en un chiquillo peligrosamente imaginativo, y su estado empeoró desde que encerraron al hermano que había sido su mejor compañero de juegos.
Casi al mismo tiempo empezó la mortalidad entre el ganado. Las aves de corral adquirieron un color gris y murieron rápidamente. Los cerdos engordaron desordenadamente y luego empezaron a experimentar repugnantes cambios que nadie podía explicar. Su carne era desaprovechable, desde luego, y Nahum no sabía qué pensar ni qué hacer. Ningún veterinario rural quiso acercarse a su casa, y el veterinario de Arkham quedó francamente desconcertado. La cosa resultaba tanto más inexplicable por cuanto aquellos animales no habían sido alimentados con la vegetación emponzoñada. Luego les llegó el turno a las vacas. Ciertas zonas, y a veces el cuerpo entero, aparecieron anormalmente hinchadas o comprimidas, y aquellos síntomas fueron seguidos de atroces colapsos o desintegraciones.
En las últimas fases - que terminaban siempre con la muerte- adquirían un color grisáceo y un aspecto quebradizo, tal como había ocurrido con los cerdos. En el caso de las vacas no podía hablarse de veneno, ya que estaban encerradas en mi establo. Ninguna mordedura de un animal salvaje podía haber inoculado el virus, ya que no hay ningún animal terrestre que pueda pasar a través de unos obstáculos sólidos. Debía tratarse de una enfermedad natural..., aunque resultaba imposible conjeturar qué clase de enfermedad producía aquellos terribles resultados. En la época de la cosecha no quedaba ningún animal vivo en la casa, ya que el ganado y las aves de corral habían muerto y los perros habían huido. Los perros, en número de tres, habían desaparecido una noche y no volvieron a aparecer. Los cinco gatos se habían marchado un poco antes, pero su desaparición apenas fue notada, ya que en la casa no había ahora ratones y únicamente Mrs. Gardner sentía cierto afecto por los graciosos felinos.
El 19 de octubre, Nahum se presentó en casa de Ammi con espantosas noticias. La muerte había sorprendido al pobre Thaddeus en su habitación del ático, y le habla sorprendido de un modo que no podía ser contado. Nahum había excavado una tumba en la parte trasera de la granja y había metido allí lo que encontró en la habitación. En la habitación no podía haber entrado nadie, ya que la pequeña ventana enrejada y la cerradura de la puerta estaban intactas; pero lo sucedido tenía muchos puntos de contacto con lo ocurrido en el establo.
Ammi y su esposa consolaron al atribulado granjero lo mejor que pudieron, aunque no consiguieron evitar un estremecimiento. El horror parecía rondar alrededor de los Gardner y de todo lo que tocaban, y la sola presencia de uno de ellos en la casa era como un soplo de regiones innominadas e innominables. Ammi acompañó a Nahum a su hogar de muy mala gana e hizo lo que pudo para calmar los histéricos sollozos del pequeño Merwín.
Zenas no necesitaba ser calmado. Se encontraba en un estado de completo atontamiento y se limitaba a mirar fijamente un punto indeterminado del espacio y a obedecer lo que su padre le ordenaba. Y Ammi pensó que ese estado de abulia era lo mejor que podía ocurrirle.
De cuando en cuando los gritos de Merwin eran contestados desde el ático, y en respuesta a una mirada interrogadora Nahum dijo que su esposa estaba muy débil. Cuando se acercaba la noche, Ammi se las arregló para marcharse, ya que ningún sentimiento de amistad podía hacerle permanecer en aquel lugar cuando la vegetación empezaba a brillar débilmente y los árboles podían o no moverse sin que soplara el viento. Era una verdadera suerte para Ammi el hecho de que no fuese una persona imaginativa. De haberlo sido, de haber podido relacionar y reflexionar en todos los portentos que le rodeaban, no cabe duda de que hubiese perdido la chaveta. A la hora del crepúsculo regresó apresuradamente a su casa, sintiendo resonar terriblemente en sus oídos los gritos de la loca y del pequeño Merwin.
Tres días más tarde Nahum se presentó en casa de Ammi muy de mañana, y en ausencia de su huésped le contó a Mrs. Pierce una horrible historia que ella escuchó temblando de miedo. Esta vez se trataba del pequeño Mervin. Había desaparecido. Había salido de la casa cuando ya era de noche con un farol y un cubo para traer agua, y no había regresado. Hacia días que su estado no era normal y se asustaba de todo. El padre oyó un frenético grito en el patio, pero cuando abrió la puerta y se asomó, el muchacho había desaparecido. No se vela ni rastro de él, y en ninguna parte brillaba el farol que se había llevado. En aquel momento, Nahum creyó que el farol y el cubo habían desaparecido también; pero al hacerse de día, y al regreso de su búsqueda de toda la noche por campos y bosques, Nahum había descubierto unas cosas muy raras cerca del pozo: una retorcida y semifundida masa de hierro, que había sido indudablemente el farol; y junto a ella un asa doblada junto a otra masa de hierro, asimismo retorcida y semifundida, que correspondía al cubo. Eso fue todo.
Nahum imaginaba lo inimaginable. Mrs. Pierce estaba como atontada, y Ammi, cuando llegó a casa y oyó la historia, no pudo dar ninguna opinión. Merwin habla desaparecido, y sería inútil decírselo a la gente que vivía en aquellos alrededores y que huían de los Gardner como de la peste. Tan inútil como decírselo a los ciudadanos de Arkham, que se reían de todo. Thad había desaparecido, y ahora había desaparecido Merwin. Algo estaba arrastrándose y arrastrándose, esperando ser visto y oído. Nahum no tardaría en morirse, y deseaba que Ammi velara por su esposa y por Zenas, si es que le sobrevivían. Todo aquello era un castigo de alguna clase, aunque Nahum no podía adivinar a qué se debía, ya que siempre había vivido en el santo temor de Dios.
Durante más de dos semanas, Ammi no tuvo ninguna noticia de Nahum; y entonces, preocupado por lo que pudiera haber ocurrido, dominó sus temores y efectuó una visita a la casa de los Gardner. De la chimenea no salía humo y por unos instantes el visitante temió lo peor. El aspecto de la granja era impresionante: hierba y hojas grisáceas en el suelo, parras cayéndose a pedazos de arcaicas paredes y aleros, y enormes árboles desnudos silueteándose malignamente contra el gris cielo de noviembre. Ammi no pudo dejar de notar que se habla producido un sutil cambio en la inclinación de las ramas. Pero Nahum estaba vivo, después de todo. Estaba muy débil y reposaba en un catre en la cocina de techo bajo, pero conservaba la lucidez y seguía dando órdenes a Zenas. La estancia estaba mortalmente fría; y al ver que Ammi se estremecía, Nahum le gritó a Zenas que trajera más leña. La leña, en realidad, era muy necesaria, ya que el cavernoso hogar estaba apagado y vacío, y el viento que se filtraba chimenea abajo era helado. De pronto, Nahum le preguntó si la leña que había traído su hijo le hacía sentirse más cómodo, y entonces Ammi se dio cuenta de lo que había ocurrido. Finalmente, la mente del granjero había dejado de resistir a la intensa presión de los acontecimientos.
Interrogando discretamente a su vecino, Ammi no consiguió poner en claro lo que le había sucedido a Zenas. "En el pozo... vive en el pozo...", fue todo lo que su padre dijo.
Luego el visitante recordó súbitamente a la esposa loca y cambió de tema. "¿Nabby? Está aquí, desde luego...", fue la sorprendida respuesta del pobre Nahum, y Ammi no tardó en darse cuenta de que tendría que investigar por sí mismo. Dejando al inofensivo granjero en su catre, cogió las llaves que estaban colgadas detrás de la puerta y subió los chirriantes escalones que conducían al ático. La parte alta de la casa estaba completamente silenciosa y no se oía el menor ruido en ninguna dirección. De las cuatro puertas a la vista, sólo una estaba cerrada, y en ella probó Ammi varias llaves del manojo que había cogido. A la tercera tentativa la cerradura giró, y Ammi empujó la puerta pintada de blanco.
El interior de la habitación estaba completamente a oscuras, ya que la ventana era muy pequeña y estaba medio tapada por las rejas de hierro; y Ammi no pudo ver absolutamente nada. El aire estaba muy viciado, y antes de seguir adelante tuvo que entrar en otra habitación y llenarse los pulmones de aire respirable. Cuando volvió a entrar vio algo oscuro en un rincón, y al acercarse no pudo evitar un grito de espanto. Mientras gritaba creyó que una nube momentánea había tapado la escasa claridad que penetraba por la ventana, y un segundo después se sintió rozado por una espantosa corriente de vapor. Unos extraños colores danzaron ante sus ojos; y si el horror que experimentaba en aquellos momentos no le hubiera impedido coordinar sus ideas hubiera recordado el glóbulo que el martillo de geólogo había aplastado en el interior del meteorito, y la malsana vegetación que había crecido durante la primavera. Pero, en el estado en que se hallaba, sólo pudo pensar en la horrible monstruosidad que tenía enfrente, y que sin duda alguna habla compartido la desconocida suerte del joven Thaddeus y del ganado. Pero lo más terrible de todo era que aquel horror se movía lenta y visiblemente mientras continuaba desmenuzándose.
Ammi no me dio más detalles de aquella escena, pero la forma del rincón no reapareció en su relato como un objeto movible. Hay cosas que no pueden ser mencionadas, y lo que se hace por humanidad es a veces cruelmente juzgado por la ley. Comprendí que en aquella habitación del ático no quedó nada que se moviera, y que no dejar allí nada capaz de moverse debió de ser algo horripilante y capaz de acarrear un tormento eterno. Cualquiera, no tratándose de un estólido granjero, se hubiera desmayado o enloquecido, pero Ammi volvió a cruzar el umbral de la puerta pintada de blanco y encerró el espantoso secreto detrás de él. Ahora debía ocuparse de Nahum; éste tenía que ser alimentado y atendido, y trasladado a algún lugar donde pudieran cuidarle.
Cuando empezaba a bajar la oscura escalera, Ammi oyó un estrépito debajo de él. Incluso le pareció haber oído un grito, y recordó nerviosamente la corriente de vapor que le había rozado mientras se hallaba en la habitación del ático. Oprimido por un vago temor, oyó más ruidos debajo suyo. Indudablemente estaban arrastrando algo pesado, y al mismo tiempo se oía un sonido todavía más desagradable, como el que produciría una fuerte succión.
Sintiendo aumentar su terror, pensó en lo que había visto en el ático. ¡Santo cielo! ¿En qué fantástico mundo de pesadilla había penetrado? No se atrevió a avanzar ni a retroceder, y permaneció inmóvil, temblando, en la negra curva del rellano de la escalera. Cada detalle de la escena estallaba de nuevo en su cerebro.
De repente se oyó un frenético relincho proferido por el caballo de Ammi, seguido inmediatamente por un ruido de cascos que hablaba de una precipitada fuga. Al cabo de un instante, caballo y calesa estaban fuera del alcance del oído, dejando al asustado Ammi, inmóvil en la oscura escalera, la tarea de conjeturar qué podía haberles impulsado a desaparecer tan repentinamente. Pero aquello no fue todo. Se produjo otro ruido fuera de la casa. Una especie de chapoteo en el agua..., debió de haber sido en el pozo. Ammi había dejado a Hero desatado cerca del pozo, y algún animalito debió meterse entre sus patas, asustándolo, y dejándose caer después en el pozo. Y la casa seguía brillando con una pálida fosforescencia. ¡Dios mío! ¡Qué antigua era la casa! La mayor parte de ella edificada antes de 1670, y el tejado holandés más tarde de 1730.
En aquel momento se oyó el ruido de algo que se arrastraba por el suelo de la planta baja, y Ammi aferró con fuerza el palo que había cogido en el ático sin ningún propósito determinado. Procurando dominar sus nervios, terminó su descenso y se dirigió a la cocina.
Pero no llegó a ella, ya que lo que buscaba no estaba ya allí. Había salido a su encuentro, y hasta cierto punto estaba aún vivo. Si se habla arrastrado o si había sido arrastrado por fuerzas externas, es cosa que Ammi no hubiera podido decir; pero la muerte había tomado parte en ello. Todo había ocurrido durante la última media hora, pero el proceso de desintegración estaba ya muy avanzado. Había allí una horrible fragilidad, debida a lo quebradizo de la materia, y del cuerpo se desprendían fragmentos secos. Ammi no pudo tocarlo, limitándose a contemplar horrorizado la retorcida caricatura de lo que había sido un rostro. "¿Qué ha pasado, Nahum..., qué ha pasado?", Susurró, y los agrietados y tumefactos labios apenas pudieron murmurar una respuesta final.
"Nada..., nada...; el color... quema...; frío y húmedo, pero quema...; vive en el pozo..., lo he visto..., una especie de humo... igual que las flores de la pasada primavera...; el pozo brilla por la noche... Se llevó a Thad, y a Merwín, y a Zenas..., todas las cosas vivas...; sorbe la vida de todas las cosas...; en aquella piedra tuvo que llegar en aquella piedra...; la aplastaron...; era el mismo color..., el mismo, - como las flores y las plantas...; tiene que haber más...; crecieron..., lo he visto esta semana...; tuvo que darle fuerte - a Zenas...; era un chico fuerte, lleno de vida...; le golpea a uno la mente y luego se apodera de él...; quema mucho...; en el agua del pozo...; no pueden sacarle de allí..., ahogarle... Se ha llevado también a Zenas...; tenias razón...; el agua está embrujada... ¿Cómo está Nabby, Ammi?...
Mi cabeza no funciona...; no sé cuánto hace que no le he subido comida...; la cosa atacó también a ella...; el color...; su rostro tiene el mismo color por las noches..., y el color quema y sorbe; procede de algún lugar donde las cosas no son como aquí...; uno de los profesores lo dijo...; tenía razón mira, Ammi, está sorbiendo más..., sorbiendo la vida..."
Pero eso fue todo. La cosa que había hablado no podía hablar más porque se había encogido completamente. Ammi lo cubrió con un mantel a cuadros blancos y rojos y salió de la casa por la puerta trasera. Trepó por la ladera que conduela a las tierras altas y regresó a su hogar por el camino del Norte y los bosques. No pudo pasar junto al pozo desde el cual habla huido su caballo. Miró hacia el pozo a través de una ventana y recordó el chapoteo que había oído..., el chapoteo de algo que se habla sumergido en el pozo después de lo que había hecho con el desdichado Nahum...
Cuando Ammi llegó a su casa se encontró con que el caballo y la calesa le habían precedido; su esposa le aguardaba llena de ansiedad. Después de tranquilizarla, sin darle ninguna explicación, se dirigió a Arkham y notificó a las autoridades que la familia Gardner ya no existía. No entró en detalles, limitándose a hablar de las muertes de Nahum y de Nabby; la de Thaddeus era ya conocida, y dijo que la causa de la muerte parecía ser la misma extraña dolencia que había atacado al ganado. También dijo que Merwin y Zenas habían desaparecido. En la jefatura de policía le interrogaron ampliamente, y al final se vio obligado a acompañar a tres agentes a la granja de Gardner, juntamente con el coroner, el médico forense y el veterinario que había atendido a los animales enfermos. Ammi fue con ellos de muy mala gana, ya que la tarde estaba muy avanzada y temía que la noche le cogiera en aquel lugar maldito, aunque era un consuelo saber que iba a estar acompañado de tantos hombres.
Los seis hombres montaron en un carro, siguiendo a la calesa de Ammi, y llegaron a la granja alrededor de las cuatro. A pesar de que los agentes estaban acostumbrados a presenciar espectáculos horripilantes, todos se estremecieron a la vista de lo que fue encontrado debajo del mantel a cuadros rojos y blancos, y en la habitación del ático. El aspecto de la granja, con su desolación gris, era ya bastante terrible, pero aquellos dos retorcidos objetos sobrepasaban toda medida de horror. Nadie pudo contemplarlos más allá de un par de segundos, e incluso el médico forense admitió que allí habla muy poco que examinar. Podían analizarse unas muestras, desde luego, de modo que él mismo se encargó de agenciárselas..., y al parecer aquellas muestras provocaron el más inextricable rompecabezas con que se enfrentara nunca el laboratorio de la Universidad. Bajo el espectroscopio, las muestras revelaron un espectro desconocido, muchas de cuyas bandas eran iguales que las que había revelado el extraño meteoro al ser analizado. La propiedad de emitir aquel espectro se desvaneció en un mes, y el polvo consistía principalmente en fosfatos y carbonatos alcalinos.
Ammi no les hubiera hablado del pozo, de haber sabido que iban a actuar inmediatamente.
Se acercaba la puesta de sol y estaba ansioso por marcharse de allí. Pero no pudo evitar el dirigir miradas nerviosas al pozo, cosa que fue observada por uno de los policías, el cual le interrogó Ammi admitió que Nahum había temido a algo que estaba escondido en el pozo...hasta el punto de que no se había atrevido a comprobar si Merwin o Zenas se habían caído dentro. La policía decidió vaciar el pozo y explorarlo inmediatamente, de modo que Ammi tuvo que esperar, temblando, mientras el pozo era vaciado cubo a cubo. El agua hedía de un modo insoportable, y los hombres tuvieron que taparse las narices con sus pañuelos para poder terminar la tarea. Menos mal que el trabajo no fue tan largo como habían creído, ya que el nivel del agua era sorprendentemente bajo. No es necesario hablar con demasiados detalles de lo que encontraron. Merwin y Zenas estaban allí los dos, aunque sus restos eran principalmente esqueléticos. Había también un pequeño cordero y un perro grande en el mismo estado de descomposición, aproximadamente, y cierta cantidad de huesos de animales más pequeños. El limo del fondo parecía inexplicablemente poroso y burbujeante, y un hombre que bajó atado a una cuerda y provisto de una larga pértiga se encontró con que podía hundir la pértiga en el fango en toda su longitud sin encontrar ningún obstáculo.
La noche se estaba echando encima y entraron en la casa en busca de faroles. Luego, cuando vieron que no podían sacar nada más del pozo, volvieron a entrar en la casa y conferenciaron en la antigua sala de estar mientras la intermitente claridad de una espectral media luna iluminaba a intervalos la gris desolación del exterior. Los hombres estaban francamente perplejos ante aquel caso y no podían encontrar ningún elemento convincente que relacionara las extrañas condiciones de los vegetales, la desconocida enfermedad del ganado y de las personas, y las inexplicables muertes de Merwin y Zenas en el pozo.
Habían oído los comentarios y las habladurías de la gente, desde luego; pero no podían creer que hubiese ocurrido algo contrario a las leyes naturales. Era evidente que el meteoro había emponzoñado el suelo pero la enfermedad de personas y animales que no habían comido nada crecido en aquel suelo era harina de otro costal. ¿Se trataba del agua del pozo?
Posiblemente. No sería mala idea analizarla. Pero ¿por qué singular locura se habían arrojado los dos muchachos al pozo? Habían actuado - de un modo muy similar... y sus restos demostraban que los dos habían padecido a causa de la muerte quebradiza y gris.
¿Por qué todas las cosas se volvían grises y quebradizas?
El coroner, sentado junto a una ventana que daba al patio, fue el primero en darse cuenta de la fosforescencia que había alrededor del pozo. La noche habla caído del todo, y los terrenos que rodeaban la granja parecían brillar débilmente con una luminosidad que no era la de los rayos de la luna; pero aquella nueva fosforescencia era algo definido y distinto, y parecía surgir del negro agujero como la claridad apagada de un faro, reflejándose amortiguadamente en las pequeñas charcas que el agua vaciada del pozo había formado en el suelo. La fosforescencia tenía un color muy raro, y mientras todos los hombres se acercaban a la ventana para contemplar el fenómeno, Ammi lanzó una violenta exclamación. El color de aquella fantasmal fosforescencia le resultaba familiar. Lo había visto antes, y se sintió lleno de temor ante lo que podía significar. Lo había visto en aquel horrendo glóbulo quebradizo hacía dos veranos, lo había visto en la vegetación durante la primavera, y había creído verlo por un instante aquella misma mañana contra la pequeña ventana enrejada de la horrible habitación del ático donde habían ocurrido cosas que no tenían explicación. Había brillado allí por espacio de un segundo, y una espantosa corriente de vapor le había rozado..., y luego el pobre Nahum habla sido arrastrado por algo de aquel color. Nahum lo había dicho al final..., había dicho que era como el glóbulo y las plantas.
Después se había producido la fuga en el patio y el chapoteo en el pozo..., y ahora aquel pozo estaba proyectando a la noche un pálido e insidioso reflejo del mismo diabólico color.
Una prueba fehaciente de la viveza mental de Ammi es que en aquel momento de suprema tensión se sintió intrigado por algo que era fundamentalmente científico. Se preguntó cómo era posible recibir la misma impresión de una corriente de vapor deslizándose en pleno día por una ventana abierta al cielo matinal, y de una fosforescencia nocturna proyectándose contra el negro y desolado paisaje. No era lógico..., resultaba antinatural... Y entonces recordó las últimas palabras pronunciadas por su desdichado amigo "Procede de algún lugar donde las cosas no son como aquí..., uno de los profesores lo dijo...Los tres caballos que se encontraban en el exterior de la casa, atados a unos árboles junto al camino, estaban ahora relinchando y coceando frenéticamente. El conductor del carro se dirigió hacia la puerta para ver qué sucedía, pero Ammi apoyó una mano en su hombro.
"No salga usted - susurró. No sabemos lo que sucede ahí afuera. Nahum dijo que en el pozo vivía algo que sorbía la vida. Dijo que era algo que había surgido de una bola redonda como la que vimos dentro del meteorito que cayó aquí hace más de un año. Dijo que quemaba y sorbía, y que era una nube de color como la fosforescencia que ahora sale del pozo, y que nadie puede saber lo que es. Nahum creía que se alimentaba de todo lo viviente y afirmó que lo había visto la pasada semana. Tiene que ser algo caído del cielo, igual que el meteorito, tal como dijeron los profesores de la Universidad. Su forma y sus actos no tienen nada que ver con el mundo de Dios. Es algo que procede del más allá."
De modo que el hombre se detuvo, indeciso, mientras la fosforescencia que salía del pozo se hacía más intensa y los caballos coceaban y relinchaban con creciente frenesí. Fue realmente un espantoso momento; con los restos monstruosos de cuatro personas - dos en la misma casa y dos en el pozo, y aquella desconocida iridiscencia que surgía de las fangosas profundidades. Ammi había cerrado el paso al conductor del carro llevado por un repentino impulso, olvidando que a él mismo no le había sucedido nada después de ser rozado por aquella horrible columna de vapor en la habitación del ático, pero no se arrepentía de haberlo hecho. Nadie podía saber lo que había aquella noche en el exterior; nadie podía conocer la índole de los peligros que podían acechar a un hombre enfrentado con una amenaza completamente desconocida.
De repente, uno de los policías que estaba en la ventana profirió una exclamación. Los demás se le quedaron mirando, y luego siguieron la dirección de los ojos de su compañero.
No había necesidad de palabras. Lo que había de discutible en las habladurías de los campesinos ya no podría ser discutido en adelante porque allí había seis testigos de excepción, media docena de hombres que, por la índole de sus profesiones, no creían más que lo que velan con sus propios ojos. Ante todo es necesario dejar sentado que a aquella hora de la noche no soplaba ningún viento. Poco después empezó a soplar, pero en aquel momento el aire estaba completamente inmóvil. Y, sin embargo, en medio de aquella tensa y absoluta calma, los árboles del patio estaban moviéndose. Se movían morbosa y espasmódicamente, agitando sus desnudas ramas, en convulsivas y epilépticas sacudidas, hacia las nubes bañadas por la luz de la luna; arañando con impotencia el aire inmóvil, como empujados por una misteriosa fuerza subterránea que ascendiera desde debajo de las negras raíces.
Por espacio de unos segundos todos los hombres reunidos en la granja de Gardner contuvieron el aliento. Luego, una nube más oscura que las demás veló la luna, y la silueta de las agitadas ramas se disipó momentáneamente. En aquel instante un grito de espanto se escapó de todas las gargantas, ya que el horror no se había desvanecido con la silueta, y en un pavoroso momento de oscuridad más profunda los hombres vieron retorcerse en la copa del más alto de los árboles un millar de diminutos puntos fosforescentes, brillando como el fuego de San Telmo o como las lenguas de fuego que descendieron sobre las cabezas de los Apóstoles el día de Pentecostés. Era una monstruosa constelación de luces sobrenaturales, como un enjambre de luciérnagas necrófagas bailando una infernal zarabanda sobre una ciénaga maldita; y su color era el mismo que Ammi habla llegado a reconocer y a temer.
Entretanto, la fosforescencia del pozo se hacía cada vez más brillante, infundiendo en los hombres reunidos en la granja una sensación de anormalidad que anulaba cualquier imagen que sus mentes conscientes pudieran formar. Ya no brillaba: estaba vertiéndose hacia afuera. Y mientras la informe corriente de indescriptible color abandonaba el pozo, parecía flotar directamente hacia el cielo.
El veterinario se estremeció y se acercó a la puerta para echar la doble barra. Ammi estaba también muy impresionado y tuvo que limitarse a señalar con la mano, por falta de voz, cuando quiso llamar la atención de los demás sobre la creciente luminosidad de los árboles.
Los relinchos de los caballos se habían convertido en algo espantoso, pero ni uno solo de aquellos hombres se hubiese aventurado a salir por nada del mundo. El brillo de los árboles fue en aumento, mientras sus inquietas ramas parecían extenderse más y más hacia la verticalidad. De pronto se produjo una intensa conmoción en el camino, y cuando Ammi alzó la lámpara para que proyectara un poco más de claridad al exterior, comprobaron que los frenéticos caballos habían roto sus ataduras y huían enloquecidos con el carro.
La impresión sirvió para soltar varias lenguas y se intercambiaron inquietos susurros. "Se extiende sobre todas las cosas orgánicas que hay por aquí", murmuró el médico forense.
Nadie contestó, pero el hombre que había bajado al pozo aventuró la opinión de que su pértiga debió de haber removido algo intangible. "Fue algo terrible – añadió -. No había fondo de ninguna clase. Unicamente fango, y burbujas, y la sensación de algo oculto debajo..."
El caballo de Ammi seguía coceando y relinchando desesperadamente en el camino exterior y casi ahogó el débil sonido de la voz de su dueño mientras éste murmuraba sus deshilvanadas reflexiones. "Salió de aquella piedra..., fue creciendo y alimentándose de todas las cosas vivas...; se alimentaba de ellas, alma y cuerpo... Thad y Merwin, Zenas y Nabby... Nahum fue el último... Todos bebieron agua del ....... Se apoderó de ellos... Llegó del más allá, donde las cosas no son como aquí..., y ahora regresa al lugar de donde procede..."
En aquel momento, mientras la columna de desconocido color brillaba con repentina intensidad y empezaba a entrelazase, con fantásticas sugerencias de forma que cada uno de los espectadores describió más tarde de un modo distinto, el desdichado Hello profirió un aullido que ningún hombre hablo oído nunca salir de la garganta de un caballo. Todos los que estaban en la casa se taparon los oídos, y Ammi se apartó de la ventana horrorizado.
Cuando miró de nuevo hacia el exterior, el pobre animal yacía inerte en el suelo bañado por la luz de la luna entre las astilladas varas de la calesa. Y allí se quedó hasta que lo enterraron al día siguiente. Pero el momento presente no permitía entregarse a lamentaciones, ya que casi en el mismo instante uno de los policías les llamó silenciosamente la atención sobre algo terrible que estaba sucediendo en el interior de la habitación donde se encontraban. Donde no alcanzaba la claridad de la lámpara podía verse una débil fosforescencia que había empezado a invadir toda la estancia. Brillaba en el suelo de tablas y en la raída alfombra, y resplandecía débilmente en los marcos de las pequeñas ventanas. Corría de un lado para otro, llenando puertas y muebles. A cada momento se hacia más intensa, y al final se hizo evidente que las cosas vivientes debían abandonar enseguida aquella casa.
Ammi les mostró la puerta trasera y el camino que conducía a las tierras altas. Avanzaron con paso inseguro, como sonámbulos, y no se atrevieron a mirar atrás hasta que llegaron al camino del Norte. Ninguno de ellos hubiera osado pasar por el camino que discurría junto al pozo... Cuando miraron atrás, hacia el valle y la distante granja de Gardner, contemplaron un horrible espectáculo. Toda la granja brillaba con el espantoso y desconocido color; árboles, edificaciones e incluso la hierba que no habla sido transformada aún en quebradiza y gris. Las ramas estaban todas extendidas hacia el cielo, coronadas con lenguas de fuego, y radiantes goterones del mismo monstruoso fuego ardían encima de la casa, del granero y de los cobertizos. Era una escena de una visión de Fusell, y sobre todo el resto reinaba aquella borrachera de luminoso amorfismo, aquel extraño arco iris de misterioso veneno del pozo..., hirviendo, saltando, centelleando y burbujeando malignamente en su cósmico e irreconocible cromatismo.
Luego, súbitamente, la horrible cosa salió disparada verticalmente hacia el cielo, como un cohete o un meteoro, sin dejar ningún rastro detrás de ella y desapareciendo a través de un redondo y curiosamente simétrico agujero abierto en las nubes, antes de que ninguno de los hombres pudiera expresar su asombro. Ningún espectador podría olvidar nunca aquel espectáculo, y Ammi se quedó mirando estúpidamente el camino que había seguido el color hasta mezclarse con las estrellas de la Vía Láctea. Pero su mirada fue atraída inmediatamente hacia la tierra por el estrépito que acababa de producirse en el valle. Había sido un estrépito, y no una explosión, como afirmaron algunos de los componentes del grupo. Pero el resultado fue el mismo, ya que en un caleidoscópico instante la granja y sus alrededores parecieron estallar, enviando hacia el cenit una nube de coloreados y fantásticos fragmentos. Los fragmentos se desvanecieron en el aire, dejando una nube de vapor que al cabo de un segundo se habla desvanecido también. Los asombrados espectadores decidieron que no valía la pena esperar a que volviera a salir la luna para comprobar los efectos de aquel cataclismo en la granja de Nahum.
Demasiado asustados incluso para aventurar alguna teoría, los siete hombres regresaron a Arkham por el camino del Norte. Ammi estaba peor que sus compañeros y les suplicó que le acompañaran hasta su casa en vez de dirigirse directamente al pueblo. Por nada del mundo hubiera cruzado el bosque solo a aquella hora de la noche. Estaba más asustado que los demás porque había sufrido una impresión que los otros se habían ahorrado, y se sentía oprimido por un temor que por espacio de muchos años no se atrevió a mencionar. Mientras el resto de los espectadores en aquella tempestuosa colina habla vuelto estólidamente sus rostros al camino, Ammi habla mirado hacia atrás por un instante para contemplar el sombrío valle de desolación al que tantas veces había acudido. Y habla visto algo que se alzaba débilmente para hundirse de nuevo en el lugar desde el cual el informe horror habla salido disparado hacia el cielo. Era solamente un color..., aunque no era ningún color de nuestra tierra ni de los cielos. Y porque Ammi reconoció aquel color, y supo que sus últimos y débiles restos debían seguir ocultos en el pozo, nunca ha estado completamente cuerdo desde entonces.
Ammi no se acercaría a aquel lugar por nada del mundo. Hace cuarenta y cuatro años que sucedieron los hechos que acabo de narrar, pero Ammi no ha vuelto a pisar aquellas tierras y le alegra saber que pronto quedarán enterradas debajo de las aguas. También a mí me alegra la idea, ya que no me gustó nada ver cómo cambiaba de color la luz del sol al reflejarse en aquel abandonado pozo. Espero que el agua será siempre muy profunda, pero aunque así sea nunca la beberé. No creo que regrese a la región de Arkham. Tres de los hombres que habían estado con Ammi volvieron al día siguiente para ver las ruinas a la luz del día, pero en realidad no habla ruinas. Unicamente los ladrillos de la chimenea, las piedras de la bodega, algunos restos minerales y metálicos, y el brocal de aquel nefando pozo. A excepción del caballo de Ammi, que enterraron aquella misma mañana, y de la calesa, que no tardaron en devolver a su dueño, todas las cosas que habían tenido vida habían desaparecido. Sólo quedaban cinco acres de desierto polvoriento y grisáceo, y desde entonces no ha crecido en aquellos terrenos ni una brizna de hierba. En la actualidad aparece como una gran mancha comida por el ácido en medio de los bosques y campos, y los pocos que se han atrevido a acercarse por allí a pesar de las leyendas campesinas le han dado el nombre de "erial maldito".
Las leyendas campesinas son muy extrañas. Y podrían ser incluso más extrañas silos hombres de la ciudad y los químicos universitarios tuvieran el interés suficiente para analizar el agua de aquel pozo olvidado, o el polvo gris que ningún viento parece dispersar.
Los botánicos podrían estudiar también la sorprendente flora que crece en los límites de aquellos terrenos, ya que de este modo podrían confirmar o refutar lo que dice la gente: que la zona emponzoñada está extendiéndose poco a poco, quizás una pulgada al año... La gente dice que el color de la hierba que crece en aquellos alrededores no es el que le corresponde y que los animales salvajes dejan extrañas huellas en la nieve cuando llega el invierno. La nieve no parece cuajar tanto en el erial maldito como en otros lugares. Los caballos - los pocos que quedan en esta época motorizada- se ponen nerviosos en el silencioso valle; y los cazadores no pueden acercarse con sus perros a las inmediaciones del erial maldito.
Dicen también que las influencias mentales son muy malas; y que todos los que han tratado de establecerse allí, extranjeros en su inmensa mayoría, han tenido que marcharse acosados por extrañas fantasías y sueños. Ningún viajero ha dejado de experimentar una sensación de extrañeza en aquellas profundas hondonadas, y los artistas tiemblan mientras pintan unos bosques cuyo misterio es tanto de la mente como de la vista. Y yo mismo estoy sorprendido de la sensación que me produjo mi único paseo solitario por aquellos lugares antes de que Ammi me contara su historia.
No me pregunten mi opinión. No sé: esto es todo. La única persona que podía ser interrogada acerca de los extraños días es Ammi, ya que la gente de Arkham no quiere hablar de este asunto, y los tres profesores que vieron el meteorito y su coloreado glóbulo están muertos. ¿Había otros glóbulos? Probablemente. Uno de ellos consiguió alimentarse y escapar, en tanto que otro no había podido alimentarse suficientemente y continuaba en el pozo... Los campesinos dicen que la zona emponzoñada se ensancha una pulgada cada año, de modo que tal vez existe algún tipo de crecimiento o de alimentación incluso ahora. Pero, sea lo que sea lo que haya allí, tiene que verse trabado por algo, ya que de no ser así se extendería rápidamente. ¿Está atado a las raíces de aquellos árboles que arañan el aire?
Lo que es, sólo Dios lo sabe. En términos de materia, supongo que la cosa que Ammi describió puede ser llamada un gas, pero aquel gas obedecía a unas leyes que no son de nuestro cosmos. No era fruto de los planetas y soles que brillan en los telescopios y en las placas fotográficas de nuestros observatorios. No era ningún soplo de los cielos cuyos movimientos y dimensiones miden nuestros astrónomos o consideran demasiado vastos para ser medidos. No era más que un color surgido del espacio..., un pavoroso mensajero de unos reinos del infinito situados más allá de la Naturaleza que nosotros conocemos; de unos reinos cuya simple existencia aturde el cerebro con las inmensas posibilidades extracósmicas que ofrece a nuestra imaginación.
Dudo mucho de que Ammi me mintiera de un modo consciente, y no creo que su historia sea el relato de una mente desquiciada, como supone la gente de la ciudad. Algo terrible llegó a las colinas y valles con aquel meteoro, y algo terrible - aunque ignoro en qué medida- sigue estando allí. Me alegra pensar que todos aquellos terrenos quedarán inundados por las aguas. Entretanto, espero que no le suceda nada a Ammi. Vio tanto de la cosa..., y su influencia era tan insidiosa... ¿Por qué no ha sido capaz de marcharse a vivir a otra parte? Ammí es un anciano muy simpático y muy buena persona, y cuando la brigada de trabajadores empiece su tarea tengo que escribir al ingeniero jefe para que no le pierda de vista. Me disgustaría recordarle como una gris, retorcida y quebradiza monstruosidad de las que turban cada día más mi sueño.
Sus antiguos moradores se marcharon, y a los extranjeros no les gusta vivir allí. Los francocanadienses lo han intentado, los italianos lo han intentado, y los polacos llegaron y se marcharon. Y ello no es debido a nada que pueda ser oído, o visto, o tocado, sino a causa de algo puramente imaginario. El lugar no es bueno para la imaginación, y no aporta sueños tranquilizadores por la noche. Esto debe ser lo que mantiene a los extranjeros lejos del lugar, ya que el viejo Ammi Pierce no les ha contado nunca lo que él recuerda de los extraños días. Ammi, cuya cabeza ha estado un poco desequilibrada durante años, es el único que sigue allí, y el único que habla de los extraños días; y se atreve a hacerlo, porque su casa está muy próxima al campo abierto y a los caminos que rodean a Arkham.
En otra época había un camino sobre las colinas y a través de los valles, que corría en mi recta donde ahora hay un marchito erial; pero la gente dejó de utilizarlo y se abrió un nuevo camino que daba un rodeo hacia el sur. Entre la selvatiquez del erial pueden encontrarse aún huellas del antiguo camino, a pesar de que la maleza lo ha invadido todo. Luego, los oscuros bosques se aclaran y el erial muere a orillas de unas aguas azules cuya superficie refleja el cielo y reluce al sol. Y los secretos de los extraños días se funden con los secretos de las profundidades; se funden con la oculta erudición del viejo océano, y con todo el misterio de la primitiva tierra.
Cuando llegué a las colinas y valles para acotar los terrenos destinados a la nueva alberca, me dijeron que el lugar estaba embrujado. Esto me dijeron en Arkham, y como se trata de un pueblo muy antiguo lleno de leyendas de brujas, pensé que lo de embrujado debía ser algo que las abuelas habían susurrado a los chiquillos a través de los siglos. El nombre de "marchito erial" me pareció muy raro y teatral, y me pregunté cómo habría llegado a formar parte de las tradiciones de un pueblo puritano. Luego vi con mis propios ojos aquellas cañadas y laderas, y ya no me extrañó que estuvieran rodeadas de una leyenda de misterio.
Las vi por la mañana, pero a pesar de ello estaban sumidas en la sombra. Los árboles crecían demasiado juntos, y sus troncos eran demasiado grandes tratándose de árboles de Nueva Inglaterra. En las oscuras avenidas del bosque había demasiado silencio, y el suelo estaba demasiado blando con el húmedo musgo y los restos de infinitos años de descomposición.
En los espacios abiertos, principalmente a lo largo de la línea del antiguo camino, había pequeñas casas de labor; n veces, con todas sus edificaciones en pie, y a veces con sólo un par de ellas, y a veces con una solitaria chimenea o una derruida bodega. La maleza reinaba por todas partes, y seres furtivos susurraban en el subsuelo. Sobre todas las cosas pesaba una rara opresión; un toque grotesco de irrealidad, como si fallara algún elemento vital de perspectiva o de claroscuro. No me extrañó que los extranjeros no quisieran permanecer allí, ya que aquélla no era una región que invitara a dormir en ella. Su aspecto recordaba demasiado el de una región extraída de un cuento de terror.
Pero nada de lo que había visto podía compararse, en lo que a desolación respecta, con el marchito erial. Se encontraba en el fondo de un espacioso valle; Ningún otro nombre hubiera podido aplicársele con más propiedad, ni ninguna otra cosa se adaptaba tan perfectamente a un nombre. Era como si un poeta hubiese acuñado la frase después de haber visto aquella región. Mientras la contemplaba, pensé que era la consecuencia de un incendio; pero, ¿por qué no había crecido nunca nada sobre aquellos cinco acres de gris desolación, que se extendía bajo el cielo como una gran mancha corroída por el ácido entre bosques y campos? Discurre en gran parte hacia el norte de la línea del antiguo camino, pero invade un poco el otro lado. Mientras me acercaba experimenté una extraña sensación de repugnancia, y sólo me decidí a hacerlo porque mi tarea me obligaba a ello. En aquella amplia extensión no había vegetación de ninguna clase; no había más que una capa de fino polvo o ceniza gris, que ningún viento parecía ser capaz de arrastrar. Los árboles más cercanos tenían un aspecto raquítico y enfermizo, y muchos de ellos aparecían agostados o con los troncos podridos. Mientras andaba apresuradamente vi a mi derecha los derruidos restos de una casa de labor, y la negra boca de un pozo abandonado cuyos estancados vapores adquirían un extraño matiz al ser bañados por la luz del sol. El desolado espectáculo hizo que no roe maravillara ya de los asustados susurros de los moradores de Arkham. En los alrededores no había edificaciones ni ruinas de ninguna clase; incluso en los antiguos tiempos, el lugar dejó de ser solitario y apartado. Y a la hora del crepúsculo, temeroso de pasar de nuevo por aquel ominoso lugar, tomé el camino del sur, a pesar de que significaba dar un gran rodeo.
Por la noche interrogué a algunos habitantes de Arkham acerca del marchito erial, y pregunté qué significado tenía la frase "los extraños días" que había oído murmurar evasivamente. Sin embargo, no pude obtener ninguna respuesta concreta, y lo único que saqué en claro era que el misterio se remontaba a una fecha mucho más reciente de lo que había imaginado. No se trataba de una vieja leyenda, ni mucho menos, sino de algo que había ocurrido en vida de los que hablaban conmigo. Había sucedido en los años ochenta, y una familia desapareció o fue asesinada. Los detalles eran algo confusos; y como todos aquellos con quienes hablé me dijeron que no prestara crédito a las fantásticas historias del viejo Ammi Pierce, decidí ir a visitarle a la mañana siguiente, después de enterarme de que vivía solo en una ruinosa casa que se alzaba en el lugar donde los árboles empiezan a espesarse. Era un lugar muy viejo, y había empezado a exudar el leve olor miásmico que se desprende de las casas que han permanecido en pie demasiado tiempo. Tuve que llamar insistentemente para que el anciano se levantara, y cuando se asomó tímidamente a la puerta me di cuenta de que no se alegraba de verme. No estaba tan débil como yo había esperado; sin embargo sus ojos parecían desprovistos de vida, y sus andrajosas ropas y su barba blanca le daban un aspecto gastado y decaído.
No sabiendo cómo enfocar la conversación para que me hablara de sus "fantásticas historias", fingí que me había llevado hasta allí la tarea a que estaba entregado; le hablé de ella al viejo Ammi, formulándole algunas vagas preguntas acerca del distrito. Ammi Pierce era un hombre más culto y más educado de lo que me habían dado a entender, y se mostró más comprensivo que cualquiera de los hombres con los cuales había hablado en Arkham.
No era como otros rústicos que había conocido en las zonas donde iban a construirse las albercas. Ni protestó por las millas de antiguo bosque y de tierras de labor que iban a desaparecer bajo las aguas, aunque quizá su actitud hubiera sido distinta de no haber tenido su hogar fuera de los límites del futuro lago. Lo único que mostró fue alivio; alivio ante la idea de que los valles por los cuales había vagabundeado toda su vida iban a desaparecer.
Estarían mejor debajo del agua..., mejor debajo del agua desde los extraños días. Y, al decir esto, su ronca voz se hizo más apagada, mientras su cuerpo se inclinaba hacia delante y el dedo índice de su mano derecha empezaba a señalar de un modo tembloroso e impresionante.
Fue entonces cuando olla historia, y mientras la ronca voz avanzaba en su relato, en una especie de misterioso susurro, me estremecí una y otra vez a pesar de que estábamos en pleno verano. Tuve que interrumpir al narrador con frecuencia, para poner en claro puntos científicos que él sólo conocía a través de lo que había dicho un profesor, cuyas palabras repetía como un papagayo, aunque su memoria habla empezado ya a flaquear; o para tender un puente entre dato y dato, cuando fallaba su sentido de la lógica y de la continuidad.
Cuando hubo terminado, no me extrañó que su mente estuviera algo desequilibrada, ni que a la gente de Arkham no le gustara hablar del marchito erial. Me apresuré a regresar a mi hotel antes de la puesta del sol, ya que no quería tener las estrellas sobre mi cabeza encontrándome al aire libre. Al día siguiente regresé a Boston para dar mi informe. No podía ir de nuevo a aquel oscuro caos de antiguos bosques y laderas, ni enfrentarme otra vez con aquel gris erial donde el negro pozo abría sus fauces al lado de los derruidos restos de una casa de labor. La alberca iba a ser construida inmediatamente, y todos aquellos antiguos secretos quedarían enterrados para siempre bajo las profundas aguas. Pero creo que ni cuando esto sea una realidad, me gustará visitar aquella región por la noche..., al menos, no cuando brillan en el cielo las siniestras estrellas.
Todo empezó, dijo el viejo Ammi, con el meteorito. Antes no se habían oído leyendas de ninguna clase, e incluso en la remota época de las brujas aquellos bosques occidentales no fueron ni la mitad de temidos que la pequeña isla del Miskatonic, donde el diablo concedía audiencias al lado de un extraño altar de piedra, más antiguo que los indios. Aquéllos no eran bosques hechizados, y su fantástica oscuridad no fue nunca terrible hasta los extraños días. Luego había llegado aquella blanca nube meridional, se había producido aquella cadena de explosiones en el aire, y aquella columna de humo en el valle. Y, por la noche, todo Arkham se habla enterado de que una gran piedra había caído del cielo y se había incrustado en la tierra, junto al pozo de la casa de Nahum Gardner. La casa que se había alzado en el lugar que ahora ocupaba el marchito erial.
Nahum había ido al pueblo para contar lo de la piedra, y al pasar ante la casa de Ammi Pierce se lo había contado también. En aquella época. Ammi tenía cuarenta años, y todos los extraños acontecimientos estaban profundamente grabados en su cerebro. Ammi y su esposa habían acompañado a los tres profesores de la Universidad de Miskatonic que se presentaron a la mañana siguiente para ver al fantástico visitante que procedía del desconocido espacio estelar, y habían preguntado cómo era que Nahum había dicho, el día antes, que era muy grande. Nahum, señalando la pardusca mole que estaba junto a su pozo, dijo que se había encogido. Pero los sabios replicaron que las piedras no encogen. Su calor irradiaba persistentemente, y Nahum declaró que había brillado débilmente toda la noche.
Los profesores golpearon la piedra con un martillo de geólogo y descubrieron que era sorprendentemente blanda. En realidad, era tan blanda como si fuera artificial, y arrancaron, más bien que escoplearon, una muestra para llevársela a la Universidad a fin de comprobar su naturaleza. Tuvieron que meterla en un cubo que le pidieron prestado a Nahum, ya que el pequeño fragmento no perdía calor. En su viaje de regreso se detuvieron a descansar en la casa de Ammi, y parecieron quedarse pensativos cuando Mrs. Pierce observó que el fragmento estaba haciéndose más pequeño y había empezado a quemar el fondo del cubo.
Realmente, no era muy grande, pero quizás habían cogido un trozo menor de lo que habían supuesto.
Al día siguiente - todo esto ocurría en el mes de junio de 1882 -, los profesores se presentaron de nuevo, muy excitados. Al pasar por la casa de Ammi le contaron lo que había sucedido con la muestra, diciendo que había desaparecido por completo cuando la introdujeron en un recipiente de cristal. El recipiente también había desaparecido, y los profesores hablaron de la extraña afinidad de la piedra con el silicón. Había reaccionado de un modo increíble en aquel laboratorio perfectamente ordenado; sin sufrir ninguna modificación ni expeler ningún gas al ser calentada al carbón mostrándose completamente negativa al ser tratada con bórax y revelándose absolutamente no-volátil a cualquier temperatura incluyendo la del soplete de oxihidrógeno. En el yunque apareció como muy maleable, y en la oscuridad su luminosidad era muy notable. Negándose obstinadamente a enfriarse, provocó una gran excitación entre los profesores; y cuando al ser calentada ante el espectroscopio mostró unas brillantes bandas distintas a las de cualquier color conocido del espectro normal, se habló de nuevos elementos, de raras propiedades ópticas, y de todas aquellas cosas que los intrigados hombres de ciencia suelen decir cuando se enfrentan con lo desconocido.
Caliente como estaba, fue comprobada en un crisol con todos los reactivos adecuados. El agua no hizo nada. Ni el ácido clorhídrico. El ácido nítrico e incluso el agua regia se limitaron a resbalar sobre su tórrida invulnerabilidad. Ammi se encontró con algunas dificultades para recordar todas aquellas cosas, pero reconoció algunos disolventes a medida que se los mencionaba en el habitual orden de utilización: amoniaco y sosa cáustica, alcohol y éter, bisulfito de carbono y una docena más; pero, a pesar de que el peso iba disminuyendo con el paso del tiempo, y de que el fragmento parecía enfriarse ligeramente, los disolventes no experimentaron ningún cambio que demostrara que habían atacado a la sustancia. Desde luego, se trataba de un metal. Era magnético, en grado extremo; y después de su inmersión en los disolventes ácidos parecían existir leves huellas de la presencia de hierro meteórico, de acuerdo con los datos de Widmanstalten. Cuando el enfriamiento era ya considerable colocaron el fragmento en un recipiente de cristal para continuar las pruebas Y a la mañana siguiente, fragmento y recipiente habían desaparecido sin dejar rastro, y únicamente una chamuscada señal en el estante de madera donde los habían dejado probaba que había estado realmente allí.
Esto fue lo que los profesores le contaron a Ammi mientras descansaban en su casa, y una vez más fue con ellos a ver el pétreo mensajero de las estrellas, aunque en esta ocasión su esposa no le acompañó. Comprobaron que la piedra habla encogido realmente, y ni siquiera los más escépticos de los profesores pudieron dudar de lo que estaban viendo. Alrededor de la masa pardusca situada junto al pozo había un espacio vacío, un espacio que eran dos pies menos que el día anterior. Estaba aún caliente, y los sabios estudiaron su superficie con curiosidad mientras separaban otro fragmento mucho mayor que el que se habían llevado.
Esta vez ahondaron más en la masa de piedra, y de este modo pudieron darse cuenta de que el núcleo central no era completamente homogéneo.
Habían dejado al descubierto lo que parecía ser la cara exterior de un glóbulo empotrado en la sustancia. El color, parecido al de las bandas del extraño espectro del meteoro, era casi imposible de describir; y sólo por analogía se atrevieron a llamarlo color. Su contextura era lustrosa, y parecía quebradiza y hueca. Uno de los profesores golpeó ligeramente el glóbulo con un martillo, y estalló con un leve chasquido. De su interior no salió nada, y el glóbulo se desvaneció como por arte de magia, dejando un espacio esférico de unas tres pulgadas de diámetro, Los profesores pensaron que era probable que encontraran otros glóbulos a medida que la sustancia envolvente se fuera fundiendo.
La conjetura era equivocada, ya que los investigadores no consiguieron encontrar otro glóbulo, a pesar de que taladraron la masa por diversos lugares. En consecuencia, decidieron llevarse la nueva muestra que habían recogido... y cuya conducta en el laboratorio fue tan desconcertante como la de su predecesora. Aparte de ser casi plástica, de tener calor, magnetismo y ligera luminosidad, de enfriarse levemente en poderosos ácidos, de perder peso y volumen en el aire y de atacar a los compuestos de silicón con el resultado de una mutua destrucción. La piedra no presentaba características de identificación; y al fin de las pruebas, los científicos de la Universidad se vieron obligados a reconocer que no podían clasificarla. No era nada de este planeta, sino un trozo del espacio exterior; y, como tal, estaba dotado de propiedades exteriores y desconocidas y obedecía a leyes exteriores y desconocidas.
Aquella noche hubo una tormenta, y cuando los profesores acudieron a casa de Nahum al día siguiente, se encontraron con una desagradable sorpresa. La piedra, magnética como era, debió poseer alguna peculiar propiedad eléctrica; ya que había "atraído al rayo", como dijo Nahum, con una singular persistencia. En el espacio de una hora, ~ granjero vio cómo el rayo hería seis veces la masa que se encontraba junto al pozo, y al cesar la tormenta descubrió que la piedra había desaparecido. Los científicos, profundamente decepcionados, tras comprobar el hecho de la total desaparición, decidieron que lo único que podían hacer era regresar al laboratorio y continuar analizando el fragmento que se habían llevado el día anterior y que como medida de precaución habían encerrado en una caja de plomo. El fragmento duró una semana transcurrida la cual no se había llegado a ningún resultado positivo. La piedra desapareció, sin dejar ningún residuo, y con el tiempo los profesores apenas creían que habían visto realmente aquel misterioso vestigio de los insondables abismos exteriores; aquel único, fantástico mensaje de otros universos y otros reinos de materia energía, y entidad.
Como era lógico, los periódicos de Arkham hablaron mucho del incidente y enviaron a sus reporteros a entrevistar a Nahum y a su familia. Un rotativo de Boston envío también un periodista, y Nahum se convirtió rápidamente en una especie de celebridad local. Era un hombre delgado, de unos cincuenta años, que vivía con su esposa y sus tres hijos del producto de lo que cultivaba en el valle. El y Ammi se hacían frecuentes visitas, lo mismo que sus esposas; y Ammi solo tenía frases de elogio para él después de todos aquellos anos.
Parecía estar orgulloso de la atención que había despertado el lugar, y en las semanas que siguieron a su aparición y desaparición habló con frecuencia del meteorito. Los meses de julio y agosto fueron cálidos; y Nahum trabajó de firme en sus campos, y las faenas agrícolas le cansaron más de lo que le habían cansado otros años, por lo que llegó a la conclusión de que los años habían empezado a pesarle.
Luego llegó la época de la recolección. Las peras v manzanas maduraban lentamente, y Nahum aseguraba que sus huertas tenían un aspecto más floreciente que nunca. La fruta crecía hasta alcanzar un tamaño fenomenal y un brillo musitado, y su abundancia era tal que Nahum tuvo que comprar unos cuantos barriles más a fin de poder embalar la futura cosecha. Pero con la maduración llegó una desagradable sorpresa, ya que toda aquella fruta de opulenta presencia resultó incomible. En vez del delicado sabor de las peras y manzanas, la fruta tenía un amargor insoportable. Lo mismo ocurrió con los melones y los tomates, y Nahum vio con tristeza cómo se perdía toda su cosecha. Buscando una explicación a aquel hecho, no tardó en declarar que el meteorito había envenenado el suelo, y dio gracias al cielo porque la mayor parte de las otras cosechas se encontraban en las tierras altas a lo largo del camino.
El invierno se presentó muy pronto, y fue muy frío. Ammi veía a Nahum con menos frecuencia que de costumbre, y observó que empezaba a tener un aspecto preocupado.
También el resto de la familia había asumido un aire taciturno; y fueron espaciando sus visitas a la iglesia y su asistencia a los diversos acontecimientos sociales de la comarca. No pudo encontrarse ningún motivo para aquella reserva o melancolía, aunque todos los habitantes de la casa daban muestras de cuando en cuando de un empeoramiento en su estado de salud física y mental. Esto se hizo más evidente cuando el propio Nahum declaró que estaba preocupado por ciertas huellas de pasos que había visto en la nieve. Se trataba de las habituales huellas invernales de las ardillas rojas, de los conejos blancos y de los zorros, pero el caviloso granjero afirmó que encontraba algo raro en la naturaleza y disposición de aquellas huellas. No fue más explícito, pero parecía creer que no era característica de la anatomía y las costumbres de ardillas y conejos y zorros. Ammi no hizo mucho caso de todo aquello hasta una noche que pasó por delante de la casa de Nahum en su trineo, en su camino de regreso de Clark's Corners. En el cielo brillaba la luna, y un conejo cruzó corriendo el camino, y los saltos de aquel conejo eran más largos de lo que les hubiera gustado a Ammi y a su caballo. Este último, en realidad, se hubiera desbocado si su dueño no hubiera empuñado las riendas con mano firme. A partir de entonces, Ammi mostró un mayor respeto por las historias que contaba Nahum, y se preguntó por qué los perros de Gardner parecían estar tan asustados y temblorosos cada mariana. Incluso habían perdido el ánimo para ladrar.
En el mes de febrero, los chicos de McGregor, de Meadow Hill, salieron a cazar marmotas, y no lejos de las tierras de Gardner capturaron un ejemplar muy especial. Las proporciones de su cuerpo parecían ligeramente alteradas de un modo muy raro, imposible de describir, en tanto que su rostro tenía una expresión que hasta entonces nadie había visto en el rostro de una marmota. Los chicos quedaron francamente asustados y tiraron inmediatamente el animal, de modo que por la comarca sólo circulo la grotesca historia que los mismos chicos contaron. Pero esto, unido a la historia del conejo que asustaba a los caballos en las inmediaciones de la casa de Nahum, dio pie a que empezara a tomar cuerpo una leyenda, susurrada en voz baja.
La gente aseguraba que la nieve se había fundido mucho mas rápidamente en los alrededores de la casa de Nahum que en otras partes, y a principios de marzo se produjo una agitada discusión en la tienda de Potter, de Clark's Corners. Stephen Rice había pasado por las tierras de Gardner a primera hora de la mañana, y se había dado cuenta de que la hierba fétida empezaba a crecer en todo el fangoso suelo. Hasta entonces no se había visto hierba fétida de aquel tamaño, y su color era tan raro que no podía ser descrito con palabras. Sus formas eran monstruosas, y el caballo había relinchado lastimeramente ante la presencia de un hedor que hirió también desagradablemente el olfato de Stephen. Aquella misma tarde, varias personas fueron a ver con sus propios ojos aquella anomalía, y todas estuvieron de acuerdo en que las plantas de aquella clase no podían brotar en un mundo saludable. Se mencionaron de nuevo los frutos amargos del otoño anterior, y corrió de boca en boca que las tierras de Nahum estaban emponzoñadas. Desde luego, se trataba del meteorito; y recordando lo extraño que les había parecido a los hombres de la Universidad, varios granjeros hablaron del asunto con ellos.
Un día, hicieron una visita a Nahum; pero como se trataba de unos hombres que no prestaban crédito con facilidad a las leyendas, sus conclusiones fueron muy conservadoras.
Las plantas eran raras, desde luego, pero toda la hierba fétida es más o menos rara en su forma y en su color. Quizás algún elemento mineral del meteorito había penetrado en la tierra, pero no tardaría en desaparecer. Y en cuanto a las huellas en la nieve y a los caballos asustados... se trataba únicamente de habladurías sin fundamento, que habían nacido a consecuencia de la caída del meteorito. Pero unos hombres serios no podían tener en cuenta las habladurías de los campesinos, ya que los supersticiosos labradores dicen y creen cualquier cosa. Ese fue el veredicto de los profesores acerca de los extraños días. Sólo uno de ellos, encargado de analizar dos redomas de polvo en el curso de una investigación policíaca, año y medio más tarde, recordó que el extraño color de la hierba fétida era muy parecida al de las insólitas bandas de luz que reveló el fragmento del meteoro en el espectroscopio de la Universidad, y al del glóbulo que encontraran en el interior de la piedra. En el análisis que el mencionado profesor llevó a cabo, las muestras revelaron al principio las mismas insólitas bandas, aunque más tarde perdieran la propiedad.
Los árboles florecieron prematuramente alrededor de la casa de Nahum, y por la noche se mecían ominosamente al viento. El segundo hijo de Nahum, Thaddeus, un muchacho de quince años, juraba que los árboles se mecían también cuando no hacía viento; pero ni siquiera los más charlatanes prestaron crédito a esto. Desde luego, en el ambiente había algo raro. Toda la familia Gardner desarrolló la costumbre de quedarse escuchando, aunque no esperaban oír ningún sonido al cual pudieran dar nombre. La escucha era en realidad resultado de momentos en que la conciencia parecía haberse desvanecido en ellos.
Desgraciadamente, esos momentos eran más frecuentes a medida que pasaban las semanas, hasta que la gente empezó a murmurar que toda la familia Nahum estaba mal de la cabeza.
Cuando salió la primera saxífraga, su color era también muy extraño; no completamente igual al de la hierba fétida, pero indudablemente afín a él e igualmente desconocido para cualquiera que lo viera. Nahum cogió algunos capullos y se los llevó a Arkham para enseñarlos al editor de la Gazette, pero aquel dignatario se limitó a escribir un artículo humorístico acerca de ellos, ridiculizando los temores y las supersticiones de los campesinos. Fue un error de Nahum contarle a un estólido ciudadano la conducta que observaban las mariposas - también de gran tamaño- en relación con aquellas saxífragas.
Abril aportó una especie de locura a las gentes de la comarca y empezaron a dejar de utilizar el camino que pasaba por los terrenos de Nahum, hasta abandonarlo por completo.
Era la vegetación. Los renuevos de los árboles tenían unos extraños colores, y a través del suelo de piedra del patio y en los prados contiguos crecían unas plantas que solamente un botánico podía relacionar con la flora de la región. Pero lo más raro de todo era el colorido, que no correspondía a ninguno de los matices que el ojo humano había visto hasta entonces.
Plantas y arbustos se convirtieron en una siniestra amenaza, creciendo insolentemente en su cromática perversión. Ammi y los Gardner opinaron que los colores tenían para ellos una especie de inquietante familiaridad, y llegaron a la conclusión de que les recordaban el glóbulo que había sido descubierto dentro del meteoro. Nahum labró y sembró los diez acres de terreno que poseía en la parte alta, sin tocar los terrenos que rodeaban su casa.
Sabía que sería trabajo perdido y tenía la esperanza de que aquellas extrañas hierbas que estaban creciendo arrancarían toda la ponzoña del suelo. Ahora estaba preparado para cualquier cosa, por inesperada que pudiera parecer, y se había acostumbrado a la sensación de que cerca de él había algo que esperaba ser oído. El ver que los vecinos no se acercaban por su casa le molestó, desde luego; pero afectó todavía más a su esposa. Los chicos no lo notaron tanto porque iban a la escuela todos los días; pero no pudieron evitar el enterarse de las habladurías, las cuales les asustaron un poco, especialmente a Thaddeus, que era un muchacho muy sensible.
En mayo llegaron los insectos, y la hacienda de Gardner se convirtió en un lugar de pesadilla, lleno de zumbidos y de serpenteos. La mayoría de aquellos animales tenían un aspecto insólito y se movían de un modo muy raro, y sus costumbres nocturnas contradecían todas las anteriores experiencias. Los Gardner adquirieron el hábito de mantenerse vigilantes durante la noche. Miraban en todas direcciones en busca de algo..., aunque no podían decir de qué. Fue entonces cuando comprobaron que Thaddeus había estado en lo cierto al hablar de lo que ocurría con los árboles. Mistress Gardner fue la primera en comprobarlo una noche que se encontraba en la ventana del cuarto contemplando la silueta de un arce que se recortaba contra un cielo iluminado por la luna.
Las ramas del arce se estaban moviendo y no corría el menor soplo de viento. Cosa de la savia, seguramente. Las cosas más extrañas resultaban ahora normales. Sin embargo, el siguiente descubrimiento no fue obra de ningún miembro de la familia Gardner. Se habían familiarizado con lo anormal hasta el punto de no darse cuenta de muchos detalles. Y lo que ellos no fueron capaces de ver fue observado por un viajante de comercio de Boston, que pasó por allí una noche, ignorante de las leyendas que corrían por la región. Lo que contó en Arkham apareció en un breve artículo publicado por la Gazette; y aquel articulo fue lo que todos los granjeros, incluido Nahum, se echaron primero a los ojos. La noche había sido oscura, pero alrededor de una granja del valle - que todo el mundo supo que se trataba de la granja de Nahum- la oscuridad había sido menos intensa. Una leve, aunque visible, fosforescencia parecía surgir de toda la vegetación, y en un momento determinado un trozo de aquella fosforescencia se deslizó furtivamente por el patio que había cerca del granero.
Los pastos no parecían haber sufrido los efectos de aquella insólita situación, y las vacas pacían libremente cerca de la casa, pero hacia finales de mayo la leche empezó a ser mala.
Entonces Nahum llevó a las vacas a pacer a las tierras altas y la leche volvió a ser buena.
Poco después el cambio en la hierba y en las hojas, que hasta entonces se habían mantenido normalmente verdes, pudo apreciarse a simple vista. Todas las hortalizas adquirieron un color grisáceo y un aspecto quebradizo. Ammi era ahora la única persona que visitaba a los Gardner, y sus visitas fueron espaciándose más y más. Cuando cerraron la escuela, por ser época de vacaciones, los Gardner quedaron virtualmente aislados del mundo, y a veces encargaban a Ammi que les hiciera sus compras en el pueblo. Continuaban desmejorando física y mentalmente, y nadie quedó sorprendido cuando circuló la noticia de que Mrs. Gardner se había vuelto loca.
Esto ocurrió en junio, alrededor del aniversario de la caída del meteoro, y la pobre mujer empezó a gritar que veía cosas en el aire, cosas que no podía describir. En su desvarío no pronunciaba ningún nombre propio, sino solamente verbos y pronombres. Las cosas se movían, y cambiaban, y revoloteaban, y los oídos reaccionaban a impulsos que no eran del todo sonidos. Nahum no la envió al manicomio del condado, sino que dejó que vagabundeara por la casa mientras fuera inofensiva para sí misma y para los demás.
Cuando su estado empeoró no hizo nada. Pero cuando los chicos empezaron a asustarse y Thaddeus casi se desmayó al ver la expresión del rostro de su madre al mirarle, Nahum decidió encerrarla en el ático. En julio, Mrs. Gardner dejó de hablar y empezó a arrastrarse a cuatro patas, y antes de terminar el mes, Nahum se dio cuenta de que su esposa era ligeramente luminosa en la oscuridad, tal como ocurría con la vegetación de los alrededores de la casa.
Esto sucedió un poco antes de que los caballos se dieran a la fuga. Algo les había despertado durante la noche, y sus relinchos y su cocear habían sido algo terrible. A la mañana siguiente, cuando Nahum abrió la puerta del establo, los animales salieron disparados como alma que lleva el diablo. Nahum tardó una semana en localizar a los cuatro, y cuando los encontró se vio obligado a matarlos porque se habían vuelto locos y no había quien los manejara. Nahum le pidió prestado un caballo a Ammi para acarrear el heno, pero el animal no quiso acercarse al granero. Respingó, se encabritó y relinchó, y al final tuvieron que dejarlo en el patio, mientras los hombres arrastraban el carro hasta situarlo junto al granero. Entretanto, la vegetación iba tomándose gris y quebradiza. Incluso las flores, cuyos colores habían sido tan extraños, se volvían grises ahora, y la fruta era gris y enana e insípida. Las jarillas y el trébol dorado dieron flores grises y deformes, y las rosas, las rascamoños y las malvarrosas del patio delantero tenían un aspecto tan horrendo, que Zenas, el mayor de los hijos de Nahum, las cortó todas. Al mismo tiempo fueron muriéndose todos los insectos, incluso las abejas que habían abandonado sus colmenas.
En septiembre toda la vegetación se había desmenuzado, convirtiéndose en un polvillo grisáceo, y Nahum temió que los árboles murieran antes de que la ponzoña se hubiera desvanecido del suelo. Su esposa tenía ahora accesos de furia, durante los cuales profería unos gritos terribles, y Nahum y sus hijos vivían en un estado de perpetua tensión nerviosa.
No se trataban ya con nadie, y cuando la escuela volvió a abrir sus puertas los chicos no acudieron a ella. Fue Ammi, en una de sus raras visitas, quien descubrió que el agua del pozo ya no era buena. Tenía un gusto endiablado, que no era exactamente fétido ni exactamente salobre, y Ammi aconsejó a su amigo que excavara otro pozo en las tierras altas para utilizarlo hasta que el suelo volviera a ser bueno. Sin embargo, Nahum no hizo el menor caso de aquel consejo, ya que había llegado a impermeabilizarse contra las cosas raras y desagradables. El y sus hijos siguieron utilizando la teñida agua del pozo, bebiéndola con la misma indiferencia con que comían sus escasos y mal cocidos alimentos y conque realizaban sus improductivas y monótonas tareas a través de unos días sin objetivo. Había algo de estólida resignación en todos ellos, como si anduvieran en otro mundo entre hileras de anónimos guardianes hacia un lugar familiar y seguro.
Thaddeus se volvió loco en septiembre, después de una visita al pozo. Había ido allí con un cubo y había regresado con las manos vacías, encogiendo y agitando los brazos y murmurando algo acerca de "los colores movibles que había allí abajo". Dos locos en una familia representaban un grave problema, pero Nahum se portó valientemente. Dejó que el muchacho se moviera a su antojo durante una semana, hasta que empezó a portarse peligrosamente, y entonces lo encerró en el ático, enfrente de la habitación ocupada por su madre. El modo como se gritaban el uno al otro desde detrás de sus cerradas puertas era algo terrible, especialmente para el pequeño Merwin, que imaginaba que su madre y su hermano hablaban en algún terrible lenguaje que no era de este mundo. Merwin se estaba convirtiendo en un chiquillo peligrosamente imaginativo, y su estado empeoró desde que encerraron al hermano que había sido su mejor compañero de juegos.
Casi al mismo tiempo empezó la mortalidad entre el ganado. Las aves de corral adquirieron un color gris y murieron rápidamente. Los cerdos engordaron desordenadamente y luego empezaron a experimentar repugnantes cambios que nadie podía explicar. Su carne era desaprovechable, desde luego, y Nahum no sabía qué pensar ni qué hacer. Ningún veterinario rural quiso acercarse a su casa, y el veterinario de Arkham quedó francamente desconcertado. La cosa resultaba tanto más inexplicable por cuanto aquellos animales no habían sido alimentados con la vegetación emponzoñada. Luego les llegó el turno a las vacas. Ciertas zonas, y a veces el cuerpo entero, aparecieron anormalmente hinchadas o comprimidas, y aquellos síntomas fueron seguidos de atroces colapsos o desintegraciones.
En las últimas fases - que terminaban siempre con la muerte- adquirían un color grisáceo y un aspecto quebradizo, tal como había ocurrido con los cerdos. En el caso de las vacas no podía hablarse de veneno, ya que estaban encerradas en mi establo. Ninguna mordedura de un animal salvaje podía haber inoculado el virus, ya que no hay ningún animal terrestre que pueda pasar a través de unos obstáculos sólidos. Debía tratarse de una enfermedad natural..., aunque resultaba imposible conjeturar qué clase de enfermedad producía aquellos terribles resultados. En la época de la cosecha no quedaba ningún animal vivo en la casa, ya que el ganado y las aves de corral habían muerto y los perros habían huido. Los perros, en número de tres, habían desaparecido una noche y no volvieron a aparecer. Los cinco gatos se habían marchado un poco antes, pero su desaparición apenas fue notada, ya que en la casa no había ahora ratones y únicamente Mrs. Gardner sentía cierto afecto por los graciosos felinos.
El 19 de octubre, Nahum se presentó en casa de Ammi con espantosas noticias. La muerte había sorprendido al pobre Thaddeus en su habitación del ático, y le habla sorprendido de un modo que no podía ser contado. Nahum había excavado una tumba en la parte trasera de la granja y había metido allí lo que encontró en la habitación. En la habitación no podía haber entrado nadie, ya que la pequeña ventana enrejada y la cerradura de la puerta estaban intactas; pero lo sucedido tenía muchos puntos de contacto con lo ocurrido en el establo.
Ammi y su esposa consolaron al atribulado granjero lo mejor que pudieron, aunque no consiguieron evitar un estremecimiento. El horror parecía rondar alrededor de los Gardner y de todo lo que tocaban, y la sola presencia de uno de ellos en la casa era como un soplo de regiones innominadas e innominables. Ammi acompañó a Nahum a su hogar de muy mala gana e hizo lo que pudo para calmar los histéricos sollozos del pequeño Merwín.
Zenas no necesitaba ser calmado. Se encontraba en un estado de completo atontamiento y se limitaba a mirar fijamente un punto indeterminado del espacio y a obedecer lo que su padre le ordenaba. Y Ammi pensó que ese estado de abulia era lo mejor que podía ocurrirle.
De cuando en cuando los gritos de Merwin eran contestados desde el ático, y en respuesta a una mirada interrogadora Nahum dijo que su esposa estaba muy débil. Cuando se acercaba la noche, Ammi se las arregló para marcharse, ya que ningún sentimiento de amistad podía hacerle permanecer en aquel lugar cuando la vegetación empezaba a brillar débilmente y los árboles podían o no moverse sin que soplara el viento. Era una verdadera suerte para Ammi el hecho de que no fuese una persona imaginativa. De haberlo sido, de haber podido relacionar y reflexionar en todos los portentos que le rodeaban, no cabe duda de que hubiese perdido la chaveta. A la hora del crepúsculo regresó apresuradamente a su casa, sintiendo resonar terriblemente en sus oídos los gritos de la loca y del pequeño Merwin.
Tres días más tarde Nahum se presentó en casa de Ammi muy de mañana, y en ausencia de su huésped le contó a Mrs. Pierce una horrible historia que ella escuchó temblando de miedo. Esta vez se trataba del pequeño Mervin. Había desaparecido. Había salido de la casa cuando ya era de noche con un farol y un cubo para traer agua, y no había regresado. Hacia días que su estado no era normal y se asustaba de todo. El padre oyó un frenético grito en el patio, pero cuando abrió la puerta y se asomó, el muchacho había desaparecido. No se vela ni rastro de él, y en ninguna parte brillaba el farol que se había llevado. En aquel momento, Nahum creyó que el farol y el cubo habían desaparecido también; pero al hacerse de día, y al regreso de su búsqueda de toda la noche por campos y bosques, Nahum había descubierto unas cosas muy raras cerca del pozo: una retorcida y semifundida masa de hierro, que había sido indudablemente el farol; y junto a ella un asa doblada junto a otra masa de hierro, asimismo retorcida y semifundida, que correspondía al cubo. Eso fue todo.
Nahum imaginaba lo inimaginable. Mrs. Pierce estaba como atontada, y Ammi, cuando llegó a casa y oyó la historia, no pudo dar ninguna opinión. Merwin habla desaparecido, y sería inútil decírselo a la gente que vivía en aquellos alrededores y que huían de los Gardner como de la peste. Tan inútil como decírselo a los ciudadanos de Arkham, que se reían de todo. Thad había desaparecido, y ahora había desaparecido Merwin. Algo estaba arrastrándose y arrastrándose, esperando ser visto y oído. Nahum no tardaría en morirse, y deseaba que Ammi velara por su esposa y por Zenas, si es que le sobrevivían. Todo aquello era un castigo de alguna clase, aunque Nahum no podía adivinar a qué se debía, ya que siempre había vivido en el santo temor de Dios.
Durante más de dos semanas, Ammi no tuvo ninguna noticia de Nahum; y entonces, preocupado por lo que pudiera haber ocurrido, dominó sus temores y efectuó una visita a la casa de los Gardner. De la chimenea no salía humo y por unos instantes el visitante temió lo peor. El aspecto de la granja era impresionante: hierba y hojas grisáceas en el suelo, parras cayéndose a pedazos de arcaicas paredes y aleros, y enormes árboles desnudos silueteándose malignamente contra el gris cielo de noviembre. Ammi no pudo dejar de notar que se habla producido un sutil cambio en la inclinación de las ramas. Pero Nahum estaba vivo, después de todo. Estaba muy débil y reposaba en un catre en la cocina de techo bajo, pero conservaba la lucidez y seguía dando órdenes a Zenas. La estancia estaba mortalmente fría; y al ver que Ammi se estremecía, Nahum le gritó a Zenas que trajera más leña. La leña, en realidad, era muy necesaria, ya que el cavernoso hogar estaba apagado y vacío, y el viento que se filtraba chimenea abajo era helado. De pronto, Nahum le preguntó si la leña que había traído su hijo le hacía sentirse más cómodo, y entonces Ammi se dio cuenta de lo que había ocurrido. Finalmente, la mente del granjero había dejado de resistir a la intensa presión de los acontecimientos.
Interrogando discretamente a su vecino, Ammi no consiguió poner en claro lo que le había sucedido a Zenas. "En el pozo... vive en el pozo...", fue todo lo que su padre dijo.
Luego el visitante recordó súbitamente a la esposa loca y cambió de tema. "¿Nabby? Está aquí, desde luego...", fue la sorprendida respuesta del pobre Nahum, y Ammi no tardó en darse cuenta de que tendría que investigar por sí mismo. Dejando al inofensivo granjero en su catre, cogió las llaves que estaban colgadas detrás de la puerta y subió los chirriantes escalones que conducían al ático. La parte alta de la casa estaba completamente silenciosa y no se oía el menor ruido en ninguna dirección. De las cuatro puertas a la vista, sólo una estaba cerrada, y en ella probó Ammi varias llaves del manojo que había cogido. A la tercera tentativa la cerradura giró, y Ammi empujó la puerta pintada de blanco.
El interior de la habitación estaba completamente a oscuras, ya que la ventana era muy pequeña y estaba medio tapada por las rejas de hierro; y Ammi no pudo ver absolutamente nada. El aire estaba muy viciado, y antes de seguir adelante tuvo que entrar en otra habitación y llenarse los pulmones de aire respirable. Cuando volvió a entrar vio algo oscuro en un rincón, y al acercarse no pudo evitar un grito de espanto. Mientras gritaba creyó que una nube momentánea había tapado la escasa claridad que penetraba por la ventana, y un segundo después se sintió rozado por una espantosa corriente de vapor. Unos extraños colores danzaron ante sus ojos; y si el horror que experimentaba en aquellos momentos no le hubiera impedido coordinar sus ideas hubiera recordado el glóbulo que el martillo de geólogo había aplastado en el interior del meteorito, y la malsana vegetación que había crecido durante la primavera. Pero, en el estado en que se hallaba, sólo pudo pensar en la horrible monstruosidad que tenía enfrente, y que sin duda alguna habla compartido la desconocida suerte del joven Thaddeus y del ganado. Pero lo más terrible de todo era que aquel horror se movía lenta y visiblemente mientras continuaba desmenuzándose.
Ammi no me dio más detalles de aquella escena, pero la forma del rincón no reapareció en su relato como un objeto movible. Hay cosas que no pueden ser mencionadas, y lo que se hace por humanidad es a veces cruelmente juzgado por la ley. Comprendí que en aquella habitación del ático no quedó nada que se moviera, y que no dejar allí nada capaz de moverse debió de ser algo horripilante y capaz de acarrear un tormento eterno. Cualquiera, no tratándose de un estólido granjero, se hubiera desmayado o enloquecido, pero Ammi volvió a cruzar el umbral de la puerta pintada de blanco y encerró el espantoso secreto detrás de él. Ahora debía ocuparse de Nahum; éste tenía que ser alimentado y atendido, y trasladado a algún lugar donde pudieran cuidarle.
Cuando empezaba a bajar la oscura escalera, Ammi oyó un estrépito debajo de él. Incluso le pareció haber oído un grito, y recordó nerviosamente la corriente de vapor que le había rozado mientras se hallaba en la habitación del ático. Oprimido por un vago temor, oyó más ruidos debajo suyo. Indudablemente estaban arrastrando algo pesado, y al mismo tiempo se oía un sonido todavía más desagradable, como el que produciría una fuerte succión.
Sintiendo aumentar su terror, pensó en lo que había visto en el ático. ¡Santo cielo! ¿En qué fantástico mundo de pesadilla había penetrado? No se atrevió a avanzar ni a retroceder, y permaneció inmóvil, temblando, en la negra curva del rellano de la escalera. Cada detalle de la escena estallaba de nuevo en su cerebro.
De repente se oyó un frenético relincho proferido por el caballo de Ammi, seguido inmediatamente por un ruido de cascos que hablaba de una precipitada fuga. Al cabo de un instante, caballo y calesa estaban fuera del alcance del oído, dejando al asustado Ammi, inmóvil en la oscura escalera, la tarea de conjeturar qué podía haberles impulsado a desaparecer tan repentinamente. Pero aquello no fue todo. Se produjo otro ruido fuera de la casa. Una especie de chapoteo en el agua..., debió de haber sido en el pozo. Ammi había dejado a Hero desatado cerca del pozo, y algún animalito debió meterse entre sus patas, asustándolo, y dejándose caer después en el pozo. Y la casa seguía brillando con una pálida fosforescencia. ¡Dios mío! ¡Qué antigua era la casa! La mayor parte de ella edificada antes de 1670, y el tejado holandés más tarde de 1730.
En aquel momento se oyó el ruido de algo que se arrastraba por el suelo de la planta baja, y Ammi aferró con fuerza el palo que había cogido en el ático sin ningún propósito determinado. Procurando dominar sus nervios, terminó su descenso y se dirigió a la cocina.
Pero no llegó a ella, ya que lo que buscaba no estaba ya allí. Había salido a su encuentro, y hasta cierto punto estaba aún vivo. Si se habla arrastrado o si había sido arrastrado por fuerzas externas, es cosa que Ammi no hubiera podido decir; pero la muerte había tomado parte en ello. Todo había ocurrido durante la última media hora, pero el proceso de desintegración estaba ya muy avanzado. Había allí una horrible fragilidad, debida a lo quebradizo de la materia, y del cuerpo se desprendían fragmentos secos. Ammi no pudo tocarlo, limitándose a contemplar horrorizado la retorcida caricatura de lo que había sido un rostro. "¿Qué ha pasado, Nahum..., qué ha pasado?", Susurró, y los agrietados y tumefactos labios apenas pudieron murmurar una respuesta final.
"Nada..., nada...; el color... quema...; frío y húmedo, pero quema...; vive en el pozo..., lo he visto..., una especie de humo... igual que las flores de la pasada primavera...; el pozo brilla por la noche... Se llevó a Thad, y a Merwín, y a Zenas..., todas las cosas vivas...; sorbe la vida de todas las cosas...; en aquella piedra tuvo que llegar en aquella piedra...; la aplastaron...; era el mismo color..., el mismo, - como las flores y las plantas...; tiene que haber más...; crecieron..., lo he visto esta semana...; tuvo que darle fuerte - a Zenas...; era un chico fuerte, lleno de vida...; le golpea a uno la mente y luego se apodera de él...; quema mucho...; en el agua del pozo...; no pueden sacarle de allí..., ahogarle... Se ha llevado también a Zenas...; tenias razón...; el agua está embrujada... ¿Cómo está Nabby, Ammi?...
Mi cabeza no funciona...; no sé cuánto hace que no le he subido comida...; la cosa atacó también a ella...; el color...; su rostro tiene el mismo color por las noches..., y el color quema y sorbe; procede de algún lugar donde las cosas no son como aquí...; uno de los profesores lo dijo...; tenía razón mira, Ammi, está sorbiendo más..., sorbiendo la vida..."
Pero eso fue todo. La cosa que había hablado no podía hablar más porque se había encogido completamente. Ammi lo cubrió con un mantel a cuadros blancos y rojos y salió de la casa por la puerta trasera. Trepó por la ladera que conduela a las tierras altas y regresó a su hogar por el camino del Norte y los bosques. No pudo pasar junto al pozo desde el cual habla huido su caballo. Miró hacia el pozo a través de una ventana y recordó el chapoteo que había oído..., el chapoteo de algo que se habla sumergido en el pozo después de lo que había hecho con el desdichado Nahum...
Cuando Ammi llegó a su casa se encontró con que el caballo y la calesa le habían precedido; su esposa le aguardaba llena de ansiedad. Después de tranquilizarla, sin darle ninguna explicación, se dirigió a Arkham y notificó a las autoridades que la familia Gardner ya no existía. No entró en detalles, limitándose a hablar de las muertes de Nahum y de Nabby; la de Thaddeus era ya conocida, y dijo que la causa de la muerte parecía ser la misma extraña dolencia que había atacado al ganado. También dijo que Merwin y Zenas habían desaparecido. En la jefatura de policía le interrogaron ampliamente, y al final se vio obligado a acompañar a tres agentes a la granja de Gardner, juntamente con el coroner, el médico forense y el veterinario que había atendido a los animales enfermos. Ammi fue con ellos de muy mala gana, ya que la tarde estaba muy avanzada y temía que la noche le cogiera en aquel lugar maldito, aunque era un consuelo saber que iba a estar acompañado de tantos hombres.
Los seis hombres montaron en un carro, siguiendo a la calesa de Ammi, y llegaron a la granja alrededor de las cuatro. A pesar de que los agentes estaban acostumbrados a presenciar espectáculos horripilantes, todos se estremecieron a la vista de lo que fue encontrado debajo del mantel a cuadros rojos y blancos, y en la habitación del ático. El aspecto de la granja, con su desolación gris, era ya bastante terrible, pero aquellos dos retorcidos objetos sobrepasaban toda medida de horror. Nadie pudo contemplarlos más allá de un par de segundos, e incluso el médico forense admitió que allí habla muy poco que examinar. Podían analizarse unas muestras, desde luego, de modo que él mismo se encargó de agenciárselas..., y al parecer aquellas muestras provocaron el más inextricable rompecabezas con que se enfrentara nunca el laboratorio de la Universidad. Bajo el espectroscopio, las muestras revelaron un espectro desconocido, muchas de cuyas bandas eran iguales que las que había revelado el extraño meteoro al ser analizado. La propiedad de emitir aquel espectro se desvaneció en un mes, y el polvo consistía principalmente en fosfatos y carbonatos alcalinos.
Ammi no les hubiera hablado del pozo, de haber sabido que iban a actuar inmediatamente.
Se acercaba la puesta de sol y estaba ansioso por marcharse de allí. Pero no pudo evitar el dirigir miradas nerviosas al pozo, cosa que fue observada por uno de los policías, el cual le interrogó Ammi admitió que Nahum había temido a algo que estaba escondido en el pozo...hasta el punto de que no se había atrevido a comprobar si Merwin o Zenas se habían caído dentro. La policía decidió vaciar el pozo y explorarlo inmediatamente, de modo que Ammi tuvo que esperar, temblando, mientras el pozo era vaciado cubo a cubo. El agua hedía de un modo insoportable, y los hombres tuvieron que taparse las narices con sus pañuelos para poder terminar la tarea. Menos mal que el trabajo no fue tan largo como habían creído, ya que el nivel del agua era sorprendentemente bajo. No es necesario hablar con demasiados detalles de lo que encontraron. Merwin y Zenas estaban allí los dos, aunque sus restos eran principalmente esqueléticos. Había también un pequeño cordero y un perro grande en el mismo estado de descomposición, aproximadamente, y cierta cantidad de huesos de animales más pequeños. El limo del fondo parecía inexplicablemente poroso y burbujeante, y un hombre que bajó atado a una cuerda y provisto de una larga pértiga se encontró con que podía hundir la pértiga en el fango en toda su longitud sin encontrar ningún obstáculo.
La noche se estaba echando encima y entraron en la casa en busca de faroles. Luego, cuando vieron que no podían sacar nada más del pozo, volvieron a entrar en la casa y conferenciaron en la antigua sala de estar mientras la intermitente claridad de una espectral media luna iluminaba a intervalos la gris desolación del exterior. Los hombres estaban francamente perplejos ante aquel caso y no podían encontrar ningún elemento convincente que relacionara las extrañas condiciones de los vegetales, la desconocida enfermedad del ganado y de las personas, y las inexplicables muertes de Merwin y Zenas en el pozo.
Habían oído los comentarios y las habladurías de la gente, desde luego; pero no podían creer que hubiese ocurrido algo contrario a las leyes naturales. Era evidente que el meteoro había emponzoñado el suelo pero la enfermedad de personas y animales que no habían comido nada crecido en aquel suelo era harina de otro costal. ¿Se trataba del agua del pozo?
Posiblemente. No sería mala idea analizarla. Pero ¿por qué singular locura se habían arrojado los dos muchachos al pozo? Habían actuado - de un modo muy similar... y sus restos demostraban que los dos habían padecido a causa de la muerte quebradiza y gris.
¿Por qué todas las cosas se volvían grises y quebradizas?
El coroner, sentado junto a una ventana que daba al patio, fue el primero en darse cuenta de la fosforescencia que había alrededor del pozo. La noche habla caído del todo, y los terrenos que rodeaban la granja parecían brillar débilmente con una luminosidad que no era la de los rayos de la luna; pero aquella nueva fosforescencia era algo definido y distinto, y parecía surgir del negro agujero como la claridad apagada de un faro, reflejándose amortiguadamente en las pequeñas charcas que el agua vaciada del pozo había formado en el suelo. La fosforescencia tenía un color muy raro, y mientras todos los hombres se acercaban a la ventana para contemplar el fenómeno, Ammi lanzó una violenta exclamación. El color de aquella fantasmal fosforescencia le resultaba familiar. Lo había visto antes, y se sintió lleno de temor ante lo que podía significar. Lo había visto en aquel horrendo glóbulo quebradizo hacía dos veranos, lo había visto en la vegetación durante la primavera, y había creído verlo por un instante aquella misma mañana contra la pequeña ventana enrejada de la horrible habitación del ático donde habían ocurrido cosas que no tenían explicación. Había brillado allí por espacio de un segundo, y una espantosa corriente de vapor le había rozado..., y luego el pobre Nahum habla sido arrastrado por algo de aquel color. Nahum lo había dicho al final..., había dicho que era como el glóbulo y las plantas.
Después se había producido la fuga en el patio y el chapoteo en el pozo..., y ahora aquel pozo estaba proyectando a la noche un pálido e insidioso reflejo del mismo diabólico color.
Una prueba fehaciente de la viveza mental de Ammi es que en aquel momento de suprema tensión se sintió intrigado por algo que era fundamentalmente científico. Se preguntó cómo era posible recibir la misma impresión de una corriente de vapor deslizándose en pleno día por una ventana abierta al cielo matinal, y de una fosforescencia nocturna proyectándose contra el negro y desolado paisaje. No era lógico..., resultaba antinatural... Y entonces recordó las últimas palabras pronunciadas por su desdichado amigo "Procede de algún lugar donde las cosas no son como aquí..., uno de los profesores lo dijo...Los tres caballos que se encontraban en el exterior de la casa, atados a unos árboles junto al camino, estaban ahora relinchando y coceando frenéticamente. El conductor del carro se dirigió hacia la puerta para ver qué sucedía, pero Ammi apoyó una mano en su hombro.
"No salga usted - susurró. No sabemos lo que sucede ahí afuera. Nahum dijo que en el pozo vivía algo que sorbía la vida. Dijo que era algo que había surgido de una bola redonda como la que vimos dentro del meteorito que cayó aquí hace más de un año. Dijo que quemaba y sorbía, y que era una nube de color como la fosforescencia que ahora sale del pozo, y que nadie puede saber lo que es. Nahum creía que se alimentaba de todo lo viviente y afirmó que lo había visto la pasada semana. Tiene que ser algo caído del cielo, igual que el meteorito, tal como dijeron los profesores de la Universidad. Su forma y sus actos no tienen nada que ver con el mundo de Dios. Es algo que procede del más allá."
De modo que el hombre se detuvo, indeciso, mientras la fosforescencia que salía del pozo se hacía más intensa y los caballos coceaban y relinchaban con creciente frenesí. Fue realmente un espantoso momento; con los restos monstruosos de cuatro personas - dos en la misma casa y dos en el pozo, y aquella desconocida iridiscencia que surgía de las fangosas profundidades. Ammi había cerrado el paso al conductor del carro llevado por un repentino impulso, olvidando que a él mismo no le había sucedido nada después de ser rozado por aquella horrible columna de vapor en la habitación del ático, pero no se arrepentía de haberlo hecho. Nadie podía saber lo que había aquella noche en el exterior; nadie podía conocer la índole de los peligros que podían acechar a un hombre enfrentado con una amenaza completamente desconocida.
De repente, uno de los policías que estaba en la ventana profirió una exclamación. Los demás se le quedaron mirando, y luego siguieron la dirección de los ojos de su compañero.
No había necesidad de palabras. Lo que había de discutible en las habladurías de los campesinos ya no podría ser discutido en adelante porque allí había seis testigos de excepción, media docena de hombres que, por la índole de sus profesiones, no creían más que lo que velan con sus propios ojos. Ante todo es necesario dejar sentado que a aquella hora de la noche no soplaba ningún viento. Poco después empezó a soplar, pero en aquel momento el aire estaba completamente inmóvil. Y, sin embargo, en medio de aquella tensa y absoluta calma, los árboles del patio estaban moviéndose. Se movían morbosa y espasmódicamente, agitando sus desnudas ramas, en convulsivas y epilépticas sacudidas, hacia las nubes bañadas por la luz de la luna; arañando con impotencia el aire inmóvil, como empujados por una misteriosa fuerza subterránea que ascendiera desde debajo de las negras raíces.
Por espacio de unos segundos todos los hombres reunidos en la granja de Gardner contuvieron el aliento. Luego, una nube más oscura que las demás veló la luna, y la silueta de las agitadas ramas se disipó momentáneamente. En aquel instante un grito de espanto se escapó de todas las gargantas, ya que el horror no se había desvanecido con la silueta, y en un pavoroso momento de oscuridad más profunda los hombres vieron retorcerse en la copa del más alto de los árboles un millar de diminutos puntos fosforescentes, brillando como el fuego de San Telmo o como las lenguas de fuego que descendieron sobre las cabezas de los Apóstoles el día de Pentecostés. Era una monstruosa constelación de luces sobrenaturales, como un enjambre de luciérnagas necrófagas bailando una infernal zarabanda sobre una ciénaga maldita; y su color era el mismo que Ammi habla llegado a reconocer y a temer.
Entretanto, la fosforescencia del pozo se hacía cada vez más brillante, infundiendo en los hombres reunidos en la granja una sensación de anormalidad que anulaba cualquier imagen que sus mentes conscientes pudieran formar. Ya no brillaba: estaba vertiéndose hacia afuera. Y mientras la informe corriente de indescriptible color abandonaba el pozo, parecía flotar directamente hacia el cielo.
El veterinario se estremeció y se acercó a la puerta para echar la doble barra. Ammi estaba también muy impresionado y tuvo que limitarse a señalar con la mano, por falta de voz, cuando quiso llamar la atención de los demás sobre la creciente luminosidad de los árboles.
Los relinchos de los caballos se habían convertido en algo espantoso, pero ni uno solo de aquellos hombres se hubiese aventurado a salir por nada del mundo. El brillo de los árboles fue en aumento, mientras sus inquietas ramas parecían extenderse más y más hacia la verticalidad. De pronto se produjo una intensa conmoción en el camino, y cuando Ammi alzó la lámpara para que proyectara un poco más de claridad al exterior, comprobaron que los frenéticos caballos habían roto sus ataduras y huían enloquecidos con el carro.
La impresión sirvió para soltar varias lenguas y se intercambiaron inquietos susurros. "Se extiende sobre todas las cosas orgánicas que hay por aquí", murmuró el médico forense.
Nadie contestó, pero el hombre que había bajado al pozo aventuró la opinión de que su pértiga debió de haber removido algo intangible. "Fue algo terrible – añadió -. No había fondo de ninguna clase. Unicamente fango, y burbujas, y la sensación de algo oculto debajo..."
El caballo de Ammi seguía coceando y relinchando desesperadamente en el camino exterior y casi ahogó el débil sonido de la voz de su dueño mientras éste murmuraba sus deshilvanadas reflexiones. "Salió de aquella piedra..., fue creciendo y alimentándose de todas las cosas vivas...; se alimentaba de ellas, alma y cuerpo... Thad y Merwin, Zenas y Nabby... Nahum fue el último... Todos bebieron agua del ....... Se apoderó de ellos... Llegó del más allá, donde las cosas no son como aquí..., y ahora regresa al lugar de donde procede..."
En aquel momento, mientras la columna de desconocido color brillaba con repentina intensidad y empezaba a entrelazase, con fantásticas sugerencias de forma que cada uno de los espectadores describió más tarde de un modo distinto, el desdichado Hello profirió un aullido que ningún hombre hablo oído nunca salir de la garganta de un caballo. Todos los que estaban en la casa se taparon los oídos, y Ammi se apartó de la ventana horrorizado.
Cuando miró de nuevo hacia el exterior, el pobre animal yacía inerte en el suelo bañado por la luz de la luna entre las astilladas varas de la calesa. Y allí se quedó hasta que lo enterraron al día siguiente. Pero el momento presente no permitía entregarse a lamentaciones, ya que casi en el mismo instante uno de los policías les llamó silenciosamente la atención sobre algo terrible que estaba sucediendo en el interior de la habitación donde se encontraban. Donde no alcanzaba la claridad de la lámpara podía verse una débil fosforescencia que había empezado a invadir toda la estancia. Brillaba en el suelo de tablas y en la raída alfombra, y resplandecía débilmente en los marcos de las pequeñas ventanas. Corría de un lado para otro, llenando puertas y muebles. A cada momento se hacia más intensa, y al final se hizo evidente que las cosas vivientes debían abandonar enseguida aquella casa.
Ammi les mostró la puerta trasera y el camino que conducía a las tierras altas. Avanzaron con paso inseguro, como sonámbulos, y no se atrevieron a mirar atrás hasta que llegaron al camino del Norte. Ninguno de ellos hubiera osado pasar por el camino que discurría junto al pozo... Cuando miraron atrás, hacia el valle y la distante granja de Gardner, contemplaron un horrible espectáculo. Toda la granja brillaba con el espantoso y desconocido color; árboles, edificaciones e incluso la hierba que no habla sido transformada aún en quebradiza y gris. Las ramas estaban todas extendidas hacia el cielo, coronadas con lenguas de fuego, y radiantes goterones del mismo monstruoso fuego ardían encima de la casa, del granero y de los cobertizos. Era una escena de una visión de Fusell, y sobre todo el resto reinaba aquella borrachera de luminoso amorfismo, aquel extraño arco iris de misterioso veneno del pozo..., hirviendo, saltando, centelleando y burbujeando malignamente en su cósmico e irreconocible cromatismo.
Luego, súbitamente, la horrible cosa salió disparada verticalmente hacia el cielo, como un cohete o un meteoro, sin dejar ningún rastro detrás de ella y desapareciendo a través de un redondo y curiosamente simétrico agujero abierto en las nubes, antes de que ninguno de los hombres pudiera expresar su asombro. Ningún espectador podría olvidar nunca aquel espectáculo, y Ammi se quedó mirando estúpidamente el camino que había seguido el color hasta mezclarse con las estrellas de la Vía Láctea. Pero su mirada fue atraída inmediatamente hacia la tierra por el estrépito que acababa de producirse en el valle. Había sido un estrépito, y no una explosión, como afirmaron algunos de los componentes del grupo. Pero el resultado fue el mismo, ya que en un caleidoscópico instante la granja y sus alrededores parecieron estallar, enviando hacia el cenit una nube de coloreados y fantásticos fragmentos. Los fragmentos se desvanecieron en el aire, dejando una nube de vapor que al cabo de un segundo se habla desvanecido también. Los asombrados espectadores decidieron que no valía la pena esperar a que volviera a salir la luna para comprobar los efectos de aquel cataclismo en la granja de Nahum.
Demasiado asustados incluso para aventurar alguna teoría, los siete hombres regresaron a Arkham por el camino del Norte. Ammi estaba peor que sus compañeros y les suplicó que le acompañaran hasta su casa en vez de dirigirse directamente al pueblo. Por nada del mundo hubiera cruzado el bosque solo a aquella hora de la noche. Estaba más asustado que los demás porque había sufrido una impresión que los otros se habían ahorrado, y se sentía oprimido por un temor que por espacio de muchos años no se atrevió a mencionar. Mientras el resto de los espectadores en aquella tempestuosa colina habla vuelto estólidamente sus rostros al camino, Ammi habla mirado hacia atrás por un instante para contemplar el sombrío valle de desolación al que tantas veces había acudido. Y habla visto algo que se alzaba débilmente para hundirse de nuevo en el lugar desde el cual el informe horror habla salido disparado hacia el cielo. Era solamente un color..., aunque no era ningún color de nuestra tierra ni de los cielos. Y porque Ammi reconoció aquel color, y supo que sus últimos y débiles restos debían seguir ocultos en el pozo, nunca ha estado completamente cuerdo desde entonces.
Ammi no se acercaría a aquel lugar por nada del mundo. Hace cuarenta y cuatro años que sucedieron los hechos que acabo de narrar, pero Ammi no ha vuelto a pisar aquellas tierras y le alegra saber que pronto quedarán enterradas debajo de las aguas. También a mí me alegra la idea, ya que no me gustó nada ver cómo cambiaba de color la luz del sol al reflejarse en aquel abandonado pozo. Espero que el agua será siempre muy profunda, pero aunque así sea nunca la beberé. No creo que regrese a la región de Arkham. Tres de los hombres que habían estado con Ammi volvieron al día siguiente para ver las ruinas a la luz del día, pero en realidad no habla ruinas. Unicamente los ladrillos de la chimenea, las piedras de la bodega, algunos restos minerales y metálicos, y el brocal de aquel nefando pozo. A excepción del caballo de Ammi, que enterraron aquella misma mañana, y de la calesa, que no tardaron en devolver a su dueño, todas las cosas que habían tenido vida habían desaparecido. Sólo quedaban cinco acres de desierto polvoriento y grisáceo, y desde entonces no ha crecido en aquellos terrenos ni una brizna de hierba. En la actualidad aparece como una gran mancha comida por el ácido en medio de los bosques y campos, y los pocos que se han atrevido a acercarse por allí a pesar de las leyendas campesinas le han dado el nombre de "erial maldito".
Las leyendas campesinas son muy extrañas. Y podrían ser incluso más extrañas silos hombres de la ciudad y los químicos universitarios tuvieran el interés suficiente para analizar el agua de aquel pozo olvidado, o el polvo gris que ningún viento parece dispersar.
Los botánicos podrían estudiar también la sorprendente flora que crece en los límites de aquellos terrenos, ya que de este modo podrían confirmar o refutar lo que dice la gente: que la zona emponzoñada está extendiéndose poco a poco, quizás una pulgada al año... La gente dice que el color de la hierba que crece en aquellos alrededores no es el que le corresponde y que los animales salvajes dejan extrañas huellas en la nieve cuando llega el invierno. La nieve no parece cuajar tanto en el erial maldito como en otros lugares. Los caballos - los pocos que quedan en esta época motorizada- se ponen nerviosos en el silencioso valle; y los cazadores no pueden acercarse con sus perros a las inmediaciones del erial maldito.
Dicen también que las influencias mentales son muy malas; y que todos los que han tratado de establecerse allí, extranjeros en su inmensa mayoría, han tenido que marcharse acosados por extrañas fantasías y sueños. Ningún viajero ha dejado de experimentar una sensación de extrañeza en aquellas profundas hondonadas, y los artistas tiemblan mientras pintan unos bosques cuyo misterio es tanto de la mente como de la vista. Y yo mismo estoy sorprendido de la sensación que me produjo mi único paseo solitario por aquellos lugares antes de que Ammi me contara su historia.
No me pregunten mi opinión. No sé: esto es todo. La única persona que podía ser interrogada acerca de los extraños días es Ammi, ya que la gente de Arkham no quiere hablar de este asunto, y los tres profesores que vieron el meteorito y su coloreado glóbulo están muertos. ¿Había otros glóbulos? Probablemente. Uno de ellos consiguió alimentarse y escapar, en tanto que otro no había podido alimentarse suficientemente y continuaba en el pozo... Los campesinos dicen que la zona emponzoñada se ensancha una pulgada cada año, de modo que tal vez existe algún tipo de crecimiento o de alimentación incluso ahora. Pero, sea lo que sea lo que haya allí, tiene que verse trabado por algo, ya que de no ser así se extendería rápidamente. ¿Está atado a las raíces de aquellos árboles que arañan el aire?
Lo que es, sólo Dios lo sabe. En términos de materia, supongo que la cosa que Ammi describió puede ser llamada un gas, pero aquel gas obedecía a unas leyes que no son de nuestro cosmos. No era fruto de los planetas y soles que brillan en los telescopios y en las placas fotográficas de nuestros observatorios. No era ningún soplo de los cielos cuyos movimientos y dimensiones miden nuestros astrónomos o consideran demasiado vastos para ser medidos. No era más que un color surgido del espacio..., un pavoroso mensajero de unos reinos del infinito situados más allá de la Naturaleza que nosotros conocemos; de unos reinos cuya simple existencia aturde el cerebro con las inmensas posibilidades extracósmicas que ofrece a nuestra imaginación.
Dudo mucho de que Ammi me mintiera de un modo consciente, y no creo que su historia sea el relato de una mente desquiciada, como supone la gente de la ciudad. Algo terrible llegó a las colinas y valles con aquel meteoro, y algo terrible - aunque ignoro en qué medida- sigue estando allí. Me alegra pensar que todos aquellos terrenos quedarán inundados por las aguas. Entretanto, espero que no le suceda nada a Ammi. Vio tanto de la cosa..., y su influencia era tan insidiosa... ¿Por qué no ha sido capaz de marcharse a vivir a otra parte? Ammí es un anciano muy simpático y muy buena persona, y cuando la brigada de trabajadores empiece su tarea tengo que escribir al ingeniero jefe para que no le pierda de vista. Me disgustaría recordarle como una gris, retorcida y quebradiza monstruosidad de las que turban cada día más mi sueño.