Cuentos para ver

FINAL PARA UN CUENTO FANTASTICO - I. A. Ireland

―¡Qué extraño! ―dijo la muchacha, avanzando cautelosamente―. ¡Qué puerta más pesada! ―La tocó, al hablar, y se cerró de pronto, con un golpe.
―¡Dios mío! ―dijo el hombre―. Me parece que no tiene picaporte del lado de adentro. ¡Cómo, nos ha encerrado a los dos!
―A los dos no. A uno sólo ―dijo la muchacha. Pasó a través de la puerta y desapareció.

I. A. Ireland

LOS OJOS CULPABLES - Ah'med Ech Chiruani

Cuentan que un hombre compró a una muchacha por cuatro mil denarios. Un día la miró y echó a llorar. La muchacha le preguntó por qué lloraba; él respondió:
-Tienes tan bellos ojos que me olvido de adorar a Dios.
Cuando quedó sola, la muchacha se arrancó los ojos. Al verla en ese estado el hombre se afligió y le dijo:
-¿Por qué te has maltratado así? Has disminuido tu valor.
Ella le respondió:
-No quiero que haya nada en mí que te aparte de adorar a Dios.
A la noche, el hombre oyó en sueños una voz que le decía:
-La muchacha disminuyó su valor para ti, pero lo aumentó para nosotros y te la hemos tomado.
Al despertar, encontró cuatro mil denarios bajo la almohada. La muchacha estaba muerta.

Ah'med Ech Chiruani, país desconocido, Se trata del seudónimo de un autor no identificado.

LLAMADA - Fredric Brown

HAY UN DELICIOSO CUENTO DE HORROR QUE SÓLO CONSTA DE DOS FRASES:
 
El último hombre sobre la Tierra estaba solo en una habitación. Sonó una llamada a la puerta…

Dos frases y una elipsis de tres puntos suspensivos. El horror, naturalmente, no está en la misma historia; está en la elipsis, en la implicación: qué llamó a la puerta. Enfrentada con lo desconocido, la mente humana proporciona algo vagamente horrible.
Pero no fue horrible, en realidad.

El último hombre sobre la Tierra — o en el universo, es igual — estaba sentado solo en una habitación. Era una habitación bastante peculiar. Se había dedicado a averiguar la razón de esta peculiaridad. Su conclusión no le horrorizó, pero le molestó.
Walter Phelan, que había sido profesor adjunto de antropología en la Universidad Nathan hasta el momento en que, hacía dos días, la Universidad Nathan dejó de existir, no era hombre que se horrorizara fácilmente. Ni con un gran esfuerzo de imaginación se habría podido calificar a Phelan de figura heroica. Era de escasa estatura y carácter apacible. No se hacía mirar, y él lo sabía.
No es que ahora le preocupara su aspecto. Ahora mismo, en realidad, era incapaz de sentir gran cosa. De una forma abstracta, sabía que dos días antes, en el espacio de una hora, la raza humana había sido destruida, a excepción de él y, en algún lugar… una mujer. Y éste era un hecho que no preocupaba en modo alguno a Walter Phelan. Probablemente jamás la había visto y no le preocupaba demasiado que jamás llegara a verla.
Las mujeres no habían constituido un factor importante en la vida de Walter desde que Martha falleció un año y medio antes. No es que Martha hubiera sido una buena esposa… Era excesivamente dominante. Sí, había amado a Martha, de una forma profunda y tranquila. Ahora sólo tenía cuarenta años, y treinta y ocho cuando Martha falleció, pero la verdad es que desde entonces no había vuelto a pensar en las mujeres. Su vida fueron sus libros, los que había leído y los que había escrito. Ahora ya no tenía objeto seguir escribiendo libros, pero disponía del resto de su vida para leerlos.
Realmente, tener compañía habría sido agradable, pero se las arreglaría sin ella. Quizá al cabo de un tiempo llegara a disfrutar la compañía de algún zan, aunque no le parecía probable. Sus pensamientos eran tan extraños y distintos de los suyos, que la posibilidad de encontrar un tema de conversación interesante para ambos resultaba muy improbable. Eran inteligentes en cierto aspecto, pero también lo eran las hormigas. Ningún hombre ha logrado comunicarse jamás con una hormiga. Sin saber por qué, pensaba en los zan como si fueran hormigas, unas súper hormigas, aunque no se parecieran a ellas, y tenía el presentimiento de que los zan consideraban a la raza humana tal como la raza humana consideraba a las hormigas vulgares. Lo que habían hecho con la Tierra era lo que los hombres hacían con los hormigueros, aunque lo hubieran hecho de un modo más eficiente.
Pero le habían dado gran cantidad de libros. Fueron muy amables en eso, en cuanto él les dijo lo que quería. Y se lo dijo en el mismo momento de comprender que estaba destinado a pasar el resto de su vida en aquella habitación. El resto de su vida, o lo que los zan habían expresado con las palabras, pa-ra-siem-pre.
Incluso una mente brillante, y los zan tenían una mente brillante, tenía sus peculiaridades. Los zan habían aprendido a hablar el idioma de la Tierra en cuestión de horas, pero se empeñaban en separar las sílabas. Sin embargo, estamos divagando.
Sonó una llamada a la puerta.
Ahora ya está todo explicado, a excepción de los puntos suspensivos, la elipsis, y yo me encargaré de completarlos y demostrarles que no fue nada horrible.
Walter Phelan exclamó: «Adelante», y la puerta se abrió. Naturalmente, era un zan. Era exactamente igual que los demás zan; si había un medio de distinguirlos, Walter no lo había descubierto. Medía un metro y medio de altura y no se parecía a nada de lo que pudiera haber existido sobre la Tierra, es decir, nada que hubiera existido en la Tierra antes de que los zan aparecieran.
Walter dijo: «Hola, George.» Cuando se enteró de que ninguno de ellos poseía un nombre propio, decidió llamarlos a todos George, y a los zan no pareció importarles.
Este contestó: «Ho la, Wal ter.» Esto era el ritual, la llamada a la puerta y los saludos. Walter aguardó.
—Pun to uno — dijo el zan—. Ha rás el fa vor de sen tar te con la si lla de ca ra al o tro la do.
Walter repuso:
—Ya me lo imaginaba, George. Esa pared es transparente por el otro lado, ¿verdad?
—Es trans pa ren te.
Walter suspiró.
—Lo sabía. Esa pared es lisa y está vacía, no hay ningún mueble adosado a ella. Además, parece distinta de las otras paredes. Si insisto en sentarme de espaldas, ¿qué pasará? ¿Me mataréis? Casi lo desearía.
—Nos lle va ría mos tus li bros.
—Me has convencido, George. De acuerdo, me pondré de cara a la pared cuando lea. ¿Cuántos animales, aparte de mí, tenéis en este zoológico vuestro?
—Dos cien tos die ci séis.
Walter meneó la cabeza.
—No está completo, George. Incluso un zoológico de segunda fila puede superar al vuestro…, podría superarlo, quiero decir, si hubiera quedado algún zoológico de segunda fila. ¿Nos habéis escogido al azar?
—Mues tras al a zar, sí. To das las es pe cies ha brían si do de ma sia das. Un ma cho y u na hem bra de cien es pe cies.
—¿Con qué los alimentáis? Me refiero a los carnívoros.
—Fa bri ca mos co mi da sin té ti ca.
—Muy ingenioso. ¿Y la flora? También habéis reunido una buena colección, ¿verdad?
—La flo ra no ha si do daña da por las vi bracio nes. Si gue cre cien do.
—Me alegro por la flora. Así pues, no habéis sido tan duros con ella como con la fauna. Bueno, George, has empezado hablando del «punto uno». Deduzco que existe un punto dos. ¿Cuál es?
—Hay al go que no com pren de mos. Dos de los o tros a ni ma les duer men y no se des pier tan. Están fríos.
—Eso ocurre hasta en los zoológicos mejor organizados, George. Probablemente no les ocurra nada a excepción de que estén muertos.
—¿Muertos? Esto significa detenidos. Nada los ha detenido. Cada uno de ellos estaba solo.
Walter miró fijamente al zan.
—¿Quieres decir, George, que no sabes lo que significa la muerte natural?
—La muer te es cuan do se ma ta a un ser, cuándo se de tie ne su vi da.
Walter Phelan parpadeó.
—¿Cuántos años tienes, George? — preguntó.
—Die ci séis…, no com pren de rás el sen ti do de la palabra. Tu planeta ha girado unas siete mil ve ces en torno a tu sol. Aún soy jo ven.
Walter dejó escapar un silbido.
—Un niño de pecho — dijo. Reflexioné un momento—. Mira, George, tienes que saber ciertas cosas respecto al planeta donde ahora estás. Aquí hay un tipo que no existe en el lugar de donde tú vienes. Es un viejo con una barba, una guadaña y un reloj de arena. Tus vibraciones no le han matado.
—¿Qué es?
—Llámale La Parca, George. El Viejo de la Muerte. Nuestra gente y nuestros animales viven hasta que alguien, el Viejo de la Muerte, les arrebata la vida.
—¿Ha detenido a las dos criaturas? ¿De tendrá a más?
Walter abrió la boca para contestar, pero volvió a cerrarla. Algún indicio en la voz de George le indicó que vería un ceño de preocupación en su rostro, en el caso de que tuviera un rostro reconocible como tal.
—¿Qué te parece si me llevas a ver esos animales que no se despiertan? — preguntó Walter—. ¿Está contra las reglas?
—Ven — dijo el zan.

Esto ocurrió por la tarde del segundo día. Fue a la mañana siguiente cuando regresaron los zan, varios de ellos. Se llevaron los libros y los muebles de Walter Phelan. Después, se lo llevaron a él. Se encontró en una habitación mucho más grande, a unos cien metros de distancia de la anterior.
Se sentó y esperó lo que vendría a continuación. Cuando llamaron a la puerta, supo lo que ocurriría y se puso cortésmente en pie mientras decía:
—Adelante.
Un zan abrió la puerta y se apartó ligeramente. Una mujer entró.
Walter se inclinó.
—Walter Phelan — dijo—, en caso de que George no le haya informado de mi nombre. George intenta mostrarse educado, pero no conoce todas nuestras costumbres.
La mujer parecía tranquila; se alegró de constatarlo. Dijo:
—Yo me llamo Grace Evans, señor Phelan. ¿Qué significa todo esto? ¿Por qué me han traído aquí?
Walter la examinó mientras hablaba. Era alta, tan alta como él, y bien proporcionada. Daba la impresión de tener unos treinta años escasos, casi la misma edad que Martha. Poseía la misma tranquila confianza en sí misma que siempre había admirado en Martha, a pesar de que contrastara con su propia informalidad. En realidad, pensó, se parecía bastante a Martha.
—Creo que ya puede imaginarse la razón por la que la han traído aquí — repuso—, pero retrocedamos un poco. ¿Sabe qué ha sucedido?
—¿Se refiere a que han… matado a todo el mundo?
—Sí. Siéntese, por favor. ¿Sabe cómo lo hicieron?
Ella se dejó caer en un cómodo sillón cercano.
—No — dijo—. No sé exactamente cómo. Creo que no importa demasiado, ¿verdad?
—No demasiado. Pero voy a explicarle toda la historia, todo lo que sé después de hacer hablar a uno de ellos y unir los cabos sueltos. No son muchos…, por lo menos, aquí no hay muchos. No sé si constituyen una raza muy numerosa en su lugar de origen, que no sé dónde está, aunque me imagino que debe de encontrarse fuera del sistema solar. ¿Ha visto la nave espacial en la que vinieron?
—Sí. Es casi tan grande como una montaña.
—Casi. Bueno, está equipada para emitir una especie de vibración… Ellos la llaman así en nuestro idioma, pero yo supongo que más que una vibración sonora es una onda radioeléctrica…, que destruye cualquier clase de vida animal. La nave está protegida contra la vibración. No sé si su radio de acción es tan amplio como para aniquilar de una vez a todo el planeta, o si volaron en círculo en torno a la Tierra, emitiendo las ondas vibratorias. Pero la cuestión es que aniquiló inmediatamente a todos los seres vivos, y confío en que lo hicieran sin dolor. La única razón por la que nosotros, y los otros doscientos animales y pico de este zoológico, no hemos muerto también, es que nos hallábamos dentro de la nave. Nos han escogido como muestra. ¿Sabía que esto era un zoológico?
—Bueno, lo sospechaba.
—Las paredes frontales son transparentes por la cara exterior. Los zan han demostrado ser muy hábiles al reproducir en el interior de cada cubículo el hábitat natural de la criatura que contiene. Los cubículos, como éste donde nos encontramos, son de plástico, y ellos poseen una máquina capaz de fabricar uno en menos de diez minutos. Si la Tierra hubiera tenido una máquina y un proceso como éste, no habría habido ningún problema de vivienda. Bueno, de todos modos, este problema ya no existe. Y me imagino que la raza humana — específicamente usted y yo — puede dejar de preocuparse por la bomba H y la próxima guerra. Es indudable que los zan nos han resuelto un gran número de problemas.
Grace Evans sonrió ligeramente.
—Otro caso en qué la operación tuvo éxito, pero el paciente murió. Las cosas estaban realmente muy mal. ¿Se acuerda de cuándo le capturaron? Yo, no. Una noche me fui a dormir y me desperté en una jaula de la nave espacial.
—Yo tampoco me acuerdo — repuso Walter—. Tengo el presentimiento de que primero usaron las ondas a muy baja intensidad, lo justo para que perdiéramos el conocimiento. Después descendieron y recogieron muestras para su zoológico más o menos al azar. Cuando tuvieron las que deseaban, o las que cabían en su nave, abrieron la espita al máximo. Y eso fue todo. Hasta ayer no supe que cometieron un error al sobreestimamos. Pensaban que éramos inmortales, como ellos.
—Que éramos… ¿qué?
—Se les puede matar, pero no saben lo que es la muerte natural. Por lo menos, hasta ayer. Dos de los nuestros fallecieron ayer.
—Dos de… ¡Oh!
—Sí, dos de nuestros animales que estaban en su zoológico. Dos especies que se han extinguido irrevocablemente. Y, por la forma en que los zan miden el tiempo, los restantes miembros de cada especie no vivirán más que unos minutos. Supusieron que tenían especies permanentes.
—¿Quiere decir que no sabían lo que eran criaturas de corta vida?
—Así es — contestó Walter—. Uno de ellos es joven a los siete mil años, según me confesó él mismo. A propósito, ellos son bisexuales, pero no creo que se reproduzcan más que cada diez mil años. Cuando ayer se enteraron de la vida ridículamente corta que tenemos los animales terrestres, debieron de escandalizarse hasta la médula, si es que tienen médula. La cuestión es que han decidido reorganizar su zoológico: dos y dos en vez de uno y uno. Se imaginan que duraremos más si vivimos colectivamente en vez de individualmente.
—¡Oh! — Grace Evans se levantó y un ligero rubor cubrió su rostro—. Si usted cree…, si ellos creen… — Se dirigió hacia la puerta.
—Estará cerrada — dijo tranquilamente Walter Phelan—, pero no se preocupe. Quizá ellos lo crean, pero yo no lo creo. No necesita decirme que no se fijaría en mí aunque yo fuera el último hombre sobre la Tierra; sería absurdo en las actuales circunstancias.
—Pero ¿es que piensan tenernos encerrados, a los dos juntos, en esta habitación tan pequeña?
—No es tan pequeña; nos las arreglaremos. Yo puedo dormir bastante cómodamente en uno de esos mullidos sillones. Y no crea que no estoy totalmente de acuerdo con usted. Dejando aparte todas las consideraciones personales, el mínimo favor que podemos hacer a la raza humana es permitir que se extinga con nosotros y no perpetuarla para que la exhiban en un zoológico.
Ella dijo «Gracias» de forma casi inaudible, y el rubor desapareció de su cara. La ira se reflejaba en sus ojos, pero Walter sabía que no era por su causa. Con los ojos lanzando chispas como en ese momento, se parecía mucho a Martha, pensó.
Le sonrió y dijo:
—O si no…
Ella se levantó de un salto y por un momento él creyó que se acercaría y le pegaría. Después volvió a desplomarse en su asiento.
—Si usted fuera un hombre, pensaría en una forma de… ¿Ha dicho que se les puede matar? — Su voz era dura.
—¿A los zan? Oh, desde luego. Los he estado estudiando. Su aspecto difiere totalmente del nuestro, pero creo que tienen un metabolismo parecido, el mismo tipo de sistema circulatorio, y probablemente el mismo tipo de sistema digestivo. Creo que cualquier cosa capaz de matarnos a nosotros podría matarlos a ellos.
—Pero usted ha dicho que…
—Oh, naturalmente, hay diferencias. Ellos no poseen el factor que hace envejecer a los hombres. O bien ellos tienen una glándula de la que el hombre carece, algo que renueve las células. Más frecuentemente que cada siete años, quiero decir.
Ella había olvidado su ira. Se inclinó ansiosamente hacia delante. Dijo:
—Creo que tiene razón. Sin embargo, no creo que sientan dolor, de ninguna clase.
Él había estado esperando eso. Dijo:
—¿Qué le hace pensar así?
—Encontré un trozo de alambre en la mesa de mi cubículo y lo estiré frente a la puerta para que el zan se cayera. Así fue, y el alambre le hizo un corte en la pierna.
—¿Observó si le salía sangre roja?
—Sí. Pero no pareció importarle. No se enfadó; ni siquiera hizo un solo comentario, lo único que hizo fue desatar el alambre. Al volver pocas horas después, el corte había desaparecido. Bueno, casi. Conseguí ver un pequeño rastro de él y por esto estoy segura de que era el mismo zan.
Walter Phelan asintió lentamente.
—Es natural que no se enfadara. No experimentan ninguna clase de emoción. Quizá, si matáramos a uno de ellos, ni siquiera nos castigaran. Se limitarían a darnos la comida por un agujero y no se acercarían a nosotros, nos tratarían como los hombres trataban a los animales de un zoológico que habían matado a su guardián. Probablemente se limitarían a asegurarse de que no atacáramos a otro de nuestros guardianes.
—¿Cuántos hay?
Walter repuso:
—Unos doscientos, según creo, en esta nave concreta. Pero, indudablemente, hay muchos más en el lugar de donde proceden. Sin embargo, tengo el presentimiento de que esto sólo constituye una avanzadilla, encargada de limpiar el planeta y preparar la ocupación de los zan.
—Resulta indudable que han hecho un buen…
Llamaron con los nudillos a la puerta y Walter Phelan dijo: «Adelante.» Un zan abrió la puerta y se quedó en el umbral.
—Hola, George — saludó Walter.
—Ho la, Wal ter. — El mismo ritual. ¿El mismo zan?
—¿Qué es lo que te preocupa?
—O tra cria tu ra duer me y no se des pier ta. U na llama da co madre ja.
Walter se encogió de hombros.
—Son cosas que ocurren, George. El Viejo de la Muerte. Ya te he hablado de él.
—Al go peor. Un zan ha muerto. Esta ma ña na.
—¿Es eso peor? — Walter le miró imperturbablemente—. Bueno, George, tendrás que acostumbrarte a ello, si pensáis quedaros aquí.
El zan no dijo nada. Se quedó donde estaba. Finalmente, Walter dijo:
—¿Y bien?
—Respecto a la comadreja, ¿recomiendas lo mismo?
Walter se encogió de hombros nuevamente.
—Lo más probable es que no sirva de nada. Pero ¿por qué no?
El zan salió.
Walter oyó sus pasos, alejándose. Sonrió entre dientes.
—Quizá dé resultado, Martha — dijo.
—Mar… Yo me llamo Grace, señor Phelan. ¿Qué es lo que quizá dé resultado?
—Yo me llamo Walter, Grace. Dejémonos de formulismos. Verás, Grace, tú me recuerdas mucho a Martha. Era mi esposa. Falleció hace un par de años.
—Lo siento. Pero ¿qué es lo que quizá dé resultado? ¿De qué has hablado con el zan?
—Mañana lo sabremos — dijo Walter.
Y no pudo sacarle una palabra más.
Aquél era el tercer día de estancia de los zan. El día siguiente fue el último.
Era cerca de mediodía cuando apareció uno de los zan. Después del ceremonial, permaneció junto a la puerta, con un aspecto más extraño que nunca. Resultaría interesante poder describirlo, pero no existen palabras para hacerlo. Dijo:
—Nos mar cha mos. El con se jo se ha reu ni do y lo ha de ci di do.
—¿Acaso ha muerto otro de los vuestros?
—A no che. Es te es un pla ne ta de muer te.
Walter asintió.
—Vosotros habéis hecho vuestra parte. Dejáis a doscientos trece con vida, aparte de nosotros, pero esto no es demasiado entre muchos millones. No tengáis prisa en volver.
—¿Podemos hacer algo?
—Sí. Podéis daros prisa. Dejad nuestra puerta abierta y las demás cerradas. Nos ocuparemos de los otros.
El zan asintió y se fue.
Grace Evans se había levantado, y tenía los ojos brillantes; Preguntó:
—¿Cómo…? ¿Qué…?
—Espera — le advirtió Walter—. Déjame oírles despegar. Es un ruido que quiero oír y recordar.
El ruido se produjo a los pocos minutos, y Walter Phelan, adquiriendo súbitamente conciencia de lo tenso que estaba, se dejó caer en una silla y se relajó.
Repuso apaciblemente:
—En el Jardín del Edén también había una serpiente, Grace, y ella nos causó muchos problemas. Pero ésta nos los ha solucionado y ha compensado la acción de aquélla. Me refiero a la pareja de la serpiente que murió anteayer. Era una serpiente de cascabel.
—Quieres decir que por su causa murieron los dos zan? Pero…
Walter asintió.
—No sabían nada acerca de las serpientes. Cuando los zan me llevaron a ver las primeras criaturas que «estaban dormidas y no se despertaban», vi que una de ellas era una serpiente de cascabel. Tuve una idea, Grace. Se me ocurrió pensar que las criaturas venenosas eran unas especies características de la Tierra y que los zan no debían de conocerlas. Además, cabía la posibilidad de que su organismo fuera tan parecido al nuestro que el veneno les matara. De todos modos, no se perdía nada por intentarlo. Y ambas suposiciones fueron acertadas.
—¿Cómo lograste que la serpiente de cascabel…?
Walter Phelan esbozó una sonrisa.
—Les expliqué lo que es el cariño. Ellos no lo sabían. Sin embargo, descubrí que les interesaba conservar el mayor tiempo posible al miembro restante de las especies, para estudiarlo antes de su muerte. Les dije que moriría inmediatamente porque había perdido a su pareja, a menos que tuviera un cariño y afecto constantes. Se lo demostré con el pato, que era la otra criatura que había perdido a su pareja. Por fortuna, era un pato doméstico y no me resultó difícil estrecharlo contra mi pecho y acariciarlo, para enseñarles cómo debían hacerlo. Después dejé que ellos lo hicieran con el pato… y con la serpiente de cascabel.
Se levantó y desperezó. Después volvió a sentarse más cómodamente. Dijo:
—Bueno, ante nosotros se extiende un mundo que debemos organizar. Tendremos que sacar a los animales del arca, y antes habrá que pensar y decidir varias cosas. Podemos dejar en libertad a todos los animales salvajes que sean herbívoros, para que se las arreglen como puedan. En cuanto a los domésticos, es preferible que los conservemos y nos encarguemos de ellos; los necesitaremos. Pero los carnívoros, los predadores… Bueno, habrá que decidirse. Pero mucho me temo que todo sea inútil, al menos que encontremos y sepamos manejar la máquina que usaban para fabricar alimentos sintéticos.
La miró fijamente.
—También hemos de pensar en la raza humana; habrá que tornar una decisión respecto a ella, una decisión muy importante.
Ella volvió a sonrojarse un poco, como el día anterior; se sentó rígidamente en la silla.
—No — dijo.
El simuló no haberlo oído.
—Ha sido una hermosa raza, incluso en el caso de que hubiera llegado a extinguirse. Ahora renacerá si nosotros hacemos que renazca, y puede que tropiece con grandes dificultades durante cierto tiempo, pero nosotros podemos reunir libros y conservar la mayoría de sus conocimientos intactos; los importantes, por lo menos. Podemos…
Se interrumpió al ver que ella se ponía en pie y se dirigía hacia la puerta. Así habría reaccionado Martha, pensó, en la época que él la cortejaba, antes de casarse.
Dijo:
—Piénsalo, querida, y tómate todo el tiempo que quieras. Pero vuelve.
Se oyó un portazo. El permaneció sentado, pensando en todas las cosas que debían hacerse en cuanto empezaran, pero sin prisas para empezarlas.
Y al cabo de un rato, oyó los vacilantes pasos de Grace que regresaba.
Sonrió ligeramente. ¿Ven? No fue horrible, en realidad.
El último hombre sobre la Tierra estaba sentado solo en una habitación. Sonó una llamada a la puerta…

LA MUJER VENGADA - Marqués de Sade

Remontémonos a las épocas gloriosas en las que Francia tenía numerosos señores feudales que gobernaban despóticamente sus dominios, en vez de treinta mil esclavos envilecidos ante un solo rey. Cerca de Fimes vivía el señor de Longeville, en su vasto feudo, con una castellana morena, no demasiado bella, pero muy impulsiva, avispada y sumamente amante de los placeres. Ella contaba con unos veinticinco o veintisiete años de edad y él, como mucho, treinta; pero, como llevaban casados ya diez años, cada uno hacía lo que podía con objeto de procurarse las distracciones necesarias para aplacar el tedio matrimonial. La población, o más bien el villorrio de Longeville, no ofrecía excesivos estímulos; sin embargo, desde hacía dos años él se las arreglaba discreta y satisfactoriamente con una campesina de dieciocho años, tranquila y cariñosa, llamada Louison. La agradable tórtola acudía cada noche a los aposentos de su señor a través de una escalera secreta, construida a tal efecto en una de las torres, y por la mañana levantaba el vuelo antes de que la señora entrara en la alcoba de su marido, cosa que solía hacer a la hora del almuerzo.
Desde luego, la señora de Longeville estaba perfectamente al tanto de las incongruencias de su marido, pero como ello le daba la placentera libertad de distraerse también por su cuenta, fingía ignorarlo todo. Nada mejor que las esposas infieles, ya que están tan entretenidas ocultando sus propias aventuras que vigilan las del prójimo mucho menos que las mojigatas. Quien la alegraba a ella era un molinero llamado Colás, un musculoso jovenzuelo con menos de veinte años, maleable como la harina y bello como una rosa, que al igual que Louison se internaba secretamente en el castillo, acudía a la alcoba de la señora y se metía en su lecho cuando todo estaba en silencio. Nada hubiera turbado la felicidad apacible de estas dos adorables parejas si no hubiera sido por el diablo, que se metió por medio, y se les hubiera podido poner como ejemplo en toda Francia.
No se ría, estimado lector, por el uso que hago de la palabra ejemplo, pues cuando la virtud está ausente, siempre es preferible el vicio encubierto y prudente. ¿No es lo más acertado pecar sin provocar el escándalo? ¿Qué peligro puede entrañar la existencia de un mal que nadie conoce? Además, por muy censurable que pudiera parecer ese comportamiento, ¿no constituirán un ejemplo más edificante el señor de Longeville, agradablemente recostado en los cálidos brazos de su tierna campesina, y su respetable esposa, discretamente abrazada a su apuesto molinero, que una de esas duquesas parisinas que cambian cada mes de amante a los ojos de todos, mientras su marido derrocha doscientos mil escudos anuales para mantener a una de esas rameras deshonestas que usan el lujo como máscara para ocultar su desenfreno?
Así pues, repito, nada tan acertado como este discreto arreglo que procuraba la felicidad de nuestros cuatro personajes, si no fuera porque pronto vino la discordia a emponzoñar sus dulces existencias. Ocurría que el señor de Longeville, como tantos maridos necios, tenía la injusta pretensión de ser feliz sin que su esposa lo fuera también, y pensaba, como les ocurre a las perdices, que nadie le vería con solo esconder la cabeza; de modo que cuando descubrió los manejos de su mujer lo invadieron los celos, como si su propia conducta no justificara suficientemente la de ella, y decidió vengarse.
-Que me ponga los cuernos con un hombre de mi propia clase, pase -se decía-. ¡Pero no con un molinero! ¡Eso sí que no! Colás, bribonzuelo, tendrás que irte a moler a otro molino, ya que no quiero que nadie diga que el de mi mujer sigue abierto para acoger tu simiente.
Y dado que el despotismo de estos señores feudales se manifestaba siempre con la máxima crueldad, acostumbrados como estaban a disponer legalmente de la vida y de la muerte de sus vasallos, el señor de Longeville tomó la decisión de hacer desaparecer al infortunado molinero en el foso que rodeaba el castillo.
-Clodomiro -ordenó un día a su cocinero- tú y tus muchachos tienen que librarse de ese infame que está mancillando mi honra y la de mi mujer.
-Muy fácil. Si lo deseas, podemos degollarlo y entregártelo trinchado como si fuera un cochinillo.
-No, no será necesario tanto -respondió el señor de Longeville- bastará con que lo metan en un saco lleno de piedras y lo dejen caer al fondo del foso con ese equipaje.
-Haremos lo que mandas.
-Sí, pero antes habrá que darle caza.
-Lo atraparemos, señor; demasiado listo tendría que ser para escaparse de esta. Lo atraparemos, puedes estar seguro.
-Hoy, como siempre, llegará al castillo a las nueve de la noche -explicó el ultrajado esposo-. Vendrá atravesando el jardín; desde allí entrará en el primer piso y se esconderá en la salita que hay junto a la capilla, donde permanecerá oculto hasta que mi mujer piense que me he dormido y vaya en su busca para llevarlo a la alcoba. Dejaremos que haga todo esto, pero lo tendremos bien vigilado y lo atraparemos cuando menos se lo espere. Entonces le dan de beber, para que se le calme el ardor.
El plan era perfecto, y sin duda el infortunado Colás hubiera servido de alimento a los peces si todos se hubieran mantenido en silencio. Pero Longeville había confiado sus planes a demasiada gente. Uno de los ayudantes del cocinero, que estaba prendado de la señora y que, probablemente, aspiraba a compartir con el molinero los favores de ella, en vez de alegrarse por la desgracia de su rival como hubiera hecho cualquier otro hombre celoso, corrió a desvelar el proyecto de su marido, y recibió por ello un beso y dos relucientes escudos de oro que a él le parecieron de mucho menos valor que aquel beso.
-Desde luego -comentó disgustada la señora de Longeville a una de sus doncellas, que era partícipe de todos los enredos de su patrona- mi marido es muy injusto. ¿No hace él lo que quiere? Y yo no digo ni palabra. Pero luego se niega a que yo me resarza de todas esas noches de ayuno que me hace padecer. Pues no lo voy a tolerar, eso sí que no. Escucha, Jeannette, ¿querrás ayudarme con un plan que he maquinado para salvar a Colás y para poner en evidencia al señor?
-Claro, señora, haré todo lo que me pidas... Ese pobre Colás es un joven tan guapo, con esas caderas tan firmes y esos colores tan frescos. Claro que sí, señora, ¿qué es lo que tengo que hacer?
-Debes avisar enseguida a Colás para que no se acerque al castillo hasta que yo no se lo ordene. Y dile que te entregue la ropa que suele ponerse para visitarme por las noches. Luego busca a Louison, la amante del bellaco de mi esposo; explícale que vas de parte de él, y que es su deseo que esta noche se ponga esas ropas, que tú llevarás preparadas en el delantal; dile también que esta vez no venga por el camino habitual, sino que atraviese el jardín, que entre por el patio al primer piso y que se esconda en la sala que hay junto a la capilla hasta que el señor vaya a buscarla. Si te pregunta el porqué de estos cambios, le contestas que es por los celos de la señora, que está sospechando y que puede tener vigilada la ruta habitual. Y si se siente atemorizada, haz lo que sea para que se tranquilice, pero sobre todo, insiste en que no deje de acudir a la cita, ya que el señor tiene que tratar con ella asuntos de la máxima importancia, relativos a la escena de celos que ha mantenido conmigo.
Como la doncella cumplió el encargo a la perfección, allí estaba escondida la infortunada Louison, a las nueve de la noche, en la sala aneja a la capilla y vestida con las ropas Colás.
-¡Este es el momento! -ordenó Longeville a sus secuaces-. Todos han visto esta infamia, ¿verdad, amigos?
-Así es, y vaya con el molinero, lo guapo que es.
-Pues ahora entran de golpe, le tapan la cabeza con un trapo para que no grite, lo meten en el saco y al agua con él.
Así lo hicieron. La pobre Louison no pudo ni abrir la boca para enmendar el error y al poco ya la habían lanzado al foso por la ventana de la sala, metida en un saco lleno de pedruscos.
Una vez terminada la batalla, el señor de Longeville se apresuró a sus aposentos para recibir a su amada, que según él pensaba debería estar al llegar, pues lejos estaba de imaginar que se encontrara en un lugar tan húmedo. En mitad de la noche, inquieto al comprobar que nadie aparecía, el infeliz amante decidió acudir personalmente a la casa de Louison, aprovechando la clara luz de la luna. (Por cierto, que este es el momento que aprovechó la señora de Longeville para instalarse en el lecho de sus esposo, al que había estado acechando.) Todo lo que pudo averiguar el señor de Longeville por boca de los familiares de Louison fue que su amada había ido al castillo a la hora de costumbre, aunque del extraño atuendo que llevaba nada le dijeron, ya que ella lo había mantenido en secreto y había salido de la casa sin que nadie la viera.
Ya de regreso en su alcoba, y a oscuras, porque la vela se había apagado, se acercó al lecho y entonces es cuando sintió el aliento de una mujer, que él no pudo menos que confundir con el de su bella Louison. Así que sin pensárselo dos veces, se introdujo entre las sábanas y comenzó enseguida a acariciar a su esposa y a emplear con ella las tiernas efusiones que solía dedicar a su amada.
-¿Por qué me has hecho esperar tanto, bella mía? ¿Pero dónde estabas, mi pequeña?
-¡Bellaco! -gritó entonces la señora de Longeville, iluminando la estancia con una lámpara que tenía escondida-. Yo soy tu esposa, no esa ramera a la que tú entregas el amor que solo a mi me corresponde.
-Me parece -respondió él fríamente-, que estoy en todo mi derecho, máxime cuando llevas tanto tiempo engañándome de un modo tan desvergonzado.
-¿Engañarte yo? ¿Con quién, si puede saberse ?
-¿Crees que ignoro las citas que mantienes con Colás, el molinero, uno de los más viles de mis vasallos?
-Yo no podría rebajarme hasta tal punto. Estás loco. No se de qué me hablas. Te desafío a que lo demuestres, si es que puedes -respondió ella con arrogancia.
-Siendo sincero, eso me va a resultar un poco difícil, ya que acabo de lanzar al foso a ese miserable que mancillaba mi honor, de modo que no podrás volver a verlo nunca más.
-Esposo mío -replicó la castellana con descaro inusitado- si a causa de tus celos desvariados has ordenado lanzar a algún desdichado al agua, serás culpable de una terrible injusticia, porque como te he dicho, el molinero no ha venido jamás al castillo a visitarme.
-¡Pero bueno! Al final voy a pensar que estoy loco...
-Pues nada más sencillo para aclarar este enredo. Que venga ese vasallo del que estás tan ridículamente celoso. Que vaya Jeannette a buscarlo, y ya veremos lo que ocurre.
La doncella, que estaba sobre aviso, obedeció en seguida y trajo al molinero. Al señor de Longeville le costó creer lo que veía, y ordenó que fueran a averiguar quien era, en ese caso, el arrojado al foso. Pronto trajeron un cadáver, el de la desdichada Louison.
-¡Cielos! Es la mano de la providencia la causante de todo esto, pero no me lamentaré ni indagaré más. Sin embargo, algo te voy a pedir: ya que has logrado quitarte de en medio a la causante de tu desasosiego, desembaracémonos también de quien me inquieta a mi. Que el molinero abandone la comarca para siempre ¿Trato hecho?
-Sí, estoy de acuerdo. Que la paz y el amor renazcan entre nosotros, para que nada pueda distanciarnos nunca más.
Colás desapareció para siempre, Louison fue enterrada y desde entonces no se ha visto en toda Francia otro matrimonio más unido que el de los Longeville.

CICLO - Fredric Brown

La señorita Macy trató de ocultar su desprecio.
¿Por qué está todo el mundo tan preocupado? No nos hacen nada, ¿verdad? En las ciudades, en todas partes, reinaba un pánico ciego. Pero no en el jardín de la señorita Macy. Esta alzó tranquilamente la vista hacia las monstruosas figuras de casi dos mil metros de estatura, de los invasores.
Hacía una semana que habían aterrizado en una astronave de ciento cincuenta kilómetros de longitud, en el desierto de Arizona. Casi un millar de ellos había descendido de la nave y ahora exploraban los alrededores.
Pero, tal como la señorita Macy comentó, no habían hecho daño a nada ni a nadie. No eran lo bastante sustanciales como para afectar a las personas. Cuando uno te pisaba o pisaba la casa donde estabas, se producía una repentina oscuridad y hasta que retiraba el pie y seguía andando, no veías nada; eso era todo.
No habían prestado atención a los seres humanos, y todos los intentos para comunicarnos con ellos habían fracasado, así como todos los ataques que el ejército y las fuerzas aéreas emprendieron contra ellos. Los proyectiles que daban en el blanco explotaban en su interior y no les producían daño alguno. Ni siquiera la bomba H que cayó sobre uno de ellos mientras cruzaba una zona desértica le afectó lo más mínimo.
No nos habían prestado atención alguna.
Y eso — dijo la señorita Macy a su hermana, que también era la señorita Macy, ya que ninguna de las dos estaba casada —, es una prueba de que no quieren hacernos daño, ¿no crees?
Así lo espero, Amanda — repuso la hermana de la señorita Macy —. Pero mira lo que están haciendo ahora.
Era un día muy claro o, por lo menos, lo había sido. El cielo ostentaba un nítido color azul, y la cabeza y hombros casi humanoides de los gigantes, a un kilómetro y medio de altitud, eran claramente visibles. Pero ahora empezaba a nublarse, y la señorita Macy lo observó mientras seguía la mirada de su hermana hacia lo alto. Cada una de las dos enormes figuras que había a la vista tenía en las manos un objeto parecido a un bidón, y de ellos se escapaba una nube de vaporosa sustancia que descendía lentamente hacia la tierra.
La señorita Macy olfateó.
Están formando nubes. Quizá sea así como se diviertan. Las nubes no pueden hacernos daño. ¿Por qué está todo el mundo tan preocupado?
Reanudó su tarea.
  • ¿Qué es esto que estás pulverizando, Amanda? ¿Un líquido fertilizante?le preguntó su hermana.
  • No— contestó la señorita Macy —. Es un insecticida.

EL GATO NEGRO - Edgar Allan Poe

No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de manifiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos que barrocos. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos naturales.
Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitían tener una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentía más feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis principales fuentes de placer. Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución que recibía. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del hombre.
Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al observar mi gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un monito y un gato.
Este último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos negros son brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo menciono la cosa porque acabo de recordarla.
Plutón -tal era el nombre del gato- se había convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho impedir que anduviera tras de mí en la calle.
Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio. Intemperancia. Día a día me fui volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y terminé por infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está, sintieron igualmente el cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin embargo, conservé suficiente consideración como para abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba -pues, ¿qué enfermedad es comparable al alcohol?-, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor.
Una noche en que volvía a casa completamente embriagado, después de una de mis correrías por la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos, pero, asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al punto se apoderó de mí una furia demoníaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad.
Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores de la orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una vez más me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido.
El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme agraviado por la evidente antipatía de un animal que alguna vez me había querido tanto. Pero ese sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caída final e irrevocable, se presentó el espíritu de la perversidad. La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embargo, tan seguro estoy de que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles, uno de esos sentimientos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que cometía una acción tonta o malvada por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia permanente, que enfrenta descaradamente al buen sentido, una tendencia a transgredir lo que constituye la Ley por el solo hecho de serlo? Este espíritu de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y el insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio que había infligido a la inocente bestia. Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba seguro de que no me había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que comprometería mi alma hasta llevarla -si ello fuera posible- más allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más misericordioso y más terrible.
La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción me despertaron gritos de: "¡Incendio!" Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar de la conflagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese momento tuve que resignarme a la desesperanza.
No incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el desastre y mi criminal acción. Pero estoy detallando una cadena de hechos y no quiero dejar ningún eslabón incompleto. Al día siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas. Salvo una, las paredes se habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique divisorio de poco espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual se apoyaba antes la cabecera de mi lecho. El enlucido había quedado a salvo de la acción del fuego, cosa que atribuí a su reciente aplicación. Una densa muchedumbre habíase reunido frente a la pared y varias personas parecían examinar parte de la misma con gran atención y detalle. Las palabras "¡extraño!, ¡curioso!" y otras similares excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi que en la blanca superficie, grabada como un bajorrelieve, aparecía la imagen de un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor del pescuezo del animal.
Al descubrir esta aparición -ya que no podía considerarla otra cosa- me sentí dominado por el asombro y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que había ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. Al producirse la alarma del incendio, la multitud había invadido inmediatamente el jardín: alguien debió de cortar la soga y tirar al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían tratado de despertarme en esa forma. Probablemente la caída de las paredes comprimió a la víctima de mi crueldad contra el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo la imagen que acababa de ver.
Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el extraño episodio, lo ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. Durante muchos meses no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué al punto de lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros que habitualmente frecuentaba, algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su lugar.
Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más que infame, reclamó mi atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles de ginebra que constituían el principal moblaje del lugar. Durante algunos minutos había estado mirando dicho tonel y me sorprendió no haber advertido antes la presencia de la mancha negra en lo alto. Me aproximé y la toqué con la mano. Era un gato negro muy grande, tan grande como Plutón y absolutamente igual a éste, salvo un detalle. Plutón no tenía el menor pelo blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una vasta aunque indefinida mancha blanca que le cubría casi todo el pecho.
Al sentirse acariciado se enderezó prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó contra mi mano y pareció encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar el animal que precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al tabernero, pero me contestó que el animal no era suyo y que jamás lo había visto antes ni sabía nada de él.
Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal pareció dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se convirtió en el gran favorito de mi mujer.
Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era exactamente lo contrario de lo que había anticipado, pero -sin que pueda decir cómo ni por qué- su marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el sentimiento de disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la amargura del odio. Evitaba encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad de antaño me vedaban maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo víctima de cualquier violencia; pero gradualmente -muy gradualmente- llegué a mirarlo con inexpresable odio y a huir en silencio de su detestable presencia, como si fuera una emanación de la peste.
Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la mañana siguiente de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia fue precisamente la que lo hizo más grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y la fuente de mis placeres más simples y más puros.
El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión. Seguía mis pasos con una pertinencia que me costaría hacer entender al lector. Dondequiera que me sentara venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus odiosas caricias. Si echaba a caminar, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme caer, o bien clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi pecho. En esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía paralizado por el recuerdo de mi primer crimen, pero sobre todo -quiero confesarlo ahora mismo- por un espantoso temor al animal.
Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería imposible definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer, sí, aún en esta celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el terror, el espanto que aquel animal me inspiraba, era intensificado por una de las más insensatas quimeras que sería dado concebir. Más de una vez mi mujer me había llamado la atención sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y que constituía la única diferencia entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector recordará que esta mancha, aunque grande, me había parecido al principio de forma indefinida; pero gradualmente, de manera tan imperceptible que mi razón luchó durante largo tiempo por rechazarla como fantástica, la mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión. Representaba ahora algo que me estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía y hubiera querido librarme del monstruo si hubiese sido capaz de atreverme; representaba, digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra..., ¡la imagen del patíbulo! ¡Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!
Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de producir tan insoportable angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del reposo! De día, aquella criatura no me dejaba un instante solo; de noche, despertaba hora a hora de los más horrorosos sueños, para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso -pesadilla encarnada de la que no me era posible desprenderme- apoyado eternamente sobre mi corazón.
Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me quedaba de bueno. Sólo los malos pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más tenebrosos, los más perversos pensamientos. La melancolía habitual de mi humor creció hasta convertirse en aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la entera humanidad; y mi pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y paciente víctima de los repentinos y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que me abandonaba.
Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la empinada escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores que hasta entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera matado instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por su intervención a una rabia más que demoníaca, me zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies.
Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a la tarea de ocultar el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como de noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me observara. Diversos proyectos cruzaron mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también si no convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara de una mercadería común, y llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin, di con lo que me pareció el mejor expediente y decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas.
El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco resistente y estaban recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera no había dejado endurecer. Además, en una de las paredes se veía la saliencia de una falsa chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de manera semejante al resto del sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y tapar el agujero como antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir algo sospechoso.
No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una palanca y, luego de colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve en esa posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su forma original. Después de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que no se distinguía del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la tarea, me sentí seguro de que todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada. Había barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije: "Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano".
Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al final me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí, su destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi humor. Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de la detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella noche, y así, por primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir, aun con el peso del crimen sobre mi alma.
Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré como un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería a contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me costó mucho responder. Incluso hubo una perquisición en la casa; pero, naturalmente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada.
Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y procedió a una nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no sentí la más leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara en su examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de un lado al otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban completamente satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una palabra como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.
-Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro mucho de haber disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa está muy bien construida... (En mi frenético deseo de decir alguna cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras). Repito que es una casa de excelente construcción. Estas paredes... ¿ya se marchan ustedes, caballeros?... tienen una gran solidez.
Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi corazón.
¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal, como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su agonía y de los demonios exultantes en la condenación.
Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la escalera quedó paralizado por el terror. Luego, una docena de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido al asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la tumba!