Cuentos para ver

EL RETRATO OVAL - Edgar Allan Poe

El castillo en el cual mi criado se le había ocurrido penetrar a la fuerza en vez de permitirme, malhadadamente herido como estaba, de pasar una noche al ras, era uno de esos edificios mezcla de grandeza y de melancolía que durante tanto tiempo levantaron sus altivas frentes en medio de los Apeninos, tanto en la realidad como en la imaginación de Mistress Radcliffe. Según toda apariencia, el castillo había sido recientemente abandonado, aunque temporariamente. Nos instalamos en una de las habitaciones más pequeñas y menos suntuosamente amuebladas. Estaba situada en una torre aislada del resto del edificio. Su decorado era rico, pero antiguo y sumamente deteriorado. Los muros estaban cubiertos de tapicerías y adornados con numerosos trofeos heráldicos de toda clase, y de ellos pendían un número verdaderamente prodigioso de pinturas modernas, ricas de estilo, encerradas en sendos marcos dorados, de gusto arabesco. Me produjeron profundo interés, y quizá mi incipiente delirio fue la causa, aquellos cuadros colgados no solamente en las paredes principales, sino también en una porción de rincones que la arquitectura caprichosa del castillo hacía inevitable; hice a Pedro cerrar los pesados postigos del salón, pues ya era hora avanzada, encender un gran candelabro de muchos brazos colocado al lado de mi cabecera, y abrir completamente las cortinas de negro terciopelo, guarnecidas de festones, que rodeaban el lecho. Quíselo así para poder, al menos, si no reconciliaba el sueño, distraerme alternativamente entre la contemplación de estas pinturas y la lectura de un pequeño volumen que había encontrado sobre la almohada, en que se criticaban y analizaban.
Leí largo tiempo; contemplé las pinturas religiosas devotamente; las horas huyeron, rápidas y silenciosas, y llegó la media noche. La posición del candelabro me molestaba, y extendiendo la mano con dificultad para no turbar el sueño de mi criado, lo coloqué de modo que arrojase la luz de lleno sobre el libro.
Pero este movimiento produjo un efecto completamente inesperado. La luz de sus numerosas bujías dio de pleno en un nicho del salón que una de las columnas del lecho había hasta entonces cubierto con una sombra profunda. Vi envuelto en viva luz un cuadro que hasta entonces no advirtiera. Era el retrato de una joven ya formada, casi mujer. Lo contemplé rápidamente y cerré los ojos. ¿Por qué? No me lo expliqué al principio; pero, en tanto que mis ojos permanecieron cerrados, analicé rápidamente el motivo que me los hacía cerrar. Era un movimiento involuntario para ganar tiempo y recapacitar, para asegurarme de que mi vista no me había engañado, para calmar y preparar mi espíritu a una contemplación más fría y más serena. Al cabo de algunos momentos, miré de nuevo el lienzo fijamente.
No era posible dudar, aun cuando lo hubiese querido; porque el primer rayo de luz al caer sobre el lienzo, había desvanecido el estupor delirante de que mis sentidos se hallaban poseídos, haciéndome volver repentinamente a la realidad de la vida.
El cuadro representaba, como ya he dicho, a una joven. se trataba sencillamente de un retrato de medio cuerpo, todo en este estilo que se llama, en lenguaje técnico, estilo de viñeta; había en él mucho de la manera de pintar de Sully en sus cabezas favoritas. Los brazos, el seno y las puntas de sus radiantes cabellos, pendíanse en la sombra vaga, pero profunda, que servía de fondo a la imagen. El marco era oval, magníficamente dorado, y de un bello estilo morisco. Tal vez no fuese ni la ejecución de la obra, ni la excepcional belleza de su fisonomía lo que me impresionó tan repentina y profundamente. No podía creer que mi imaginación, al salir de su delirio, hubiese tomado la cabeza por la de una persona viva. Empero, los detalles del dibujo, el estilo de viñeta y el aspecto del marco, no me permitieron dudar ni un solo instante. Abismado en estas reflexiones, permanecí una hora entera con los ojos fijos en el retrato. Aquella inexplicable expresión de realidad y vida que al principio me hiciera estremecer, acabó por subyugarme. Lleno de terror y respeto, volví el candelabro a su primera posición, y habiendo así apartado de mi vista la causa de mi profunda agitación, me apoderé ansiosamente del volumen que contenía la historia y descripción de los cuadros. Busqué inmediatamente el número correspondiente al que marcaba el retrato oval, y leí la extraña y singular historia siguiente:
"Era una joven de peregrina belleza, tan graciosa como amable, que en mal hora amó al pintor y se desposó con él. Él tenía un carácter apasionado, estudioso y austero, y había puesto en el arte sus amores; ella, joven, de rarísima belleza, toda luz y sonrisas, con la alegría de un cervatillo, amándolo todo, no odiando más que el arte, que era su rival, no temiendo más que la paleta, los pinceles y demás instrumentos importunos que le arrebataban el amor de su adorado. Terrible impresión causó a la dama oír al pintor hablar del deseo de retratarla. Mas era humilde y sumisa, y sentóse pacientemente, durante largas semanas, en la sombría y alta habitación de la torre, donde la luz se filtraba sobre el pálido lienzo solamente por el cielo raso. El artista cifraba su gloria en su obra, que avanzaba de hora en hora, de día en día. Y era un hombre vehemente, extraño, pensativo y que se perdía en mil ensueños; tanto que no veía que la luz que penetraba tan lúgubremente en esta torre aislada secaba la salud y los encantos de su mujer, que se consumía para todos excepto para él. Ella, no obstante, sonreía más y más, porque veía que el pintor, que disfrutaba de gran fama, experimentaba un vivo y ardiente placer en su tarea, y trabajaba noche y día para trasladar al lienzo la imagen de la que tanto amaba, la cual de día en día tornábase más débil y desanimada. Y, en verdad, los que contemplaban el retrato, comentaban en voz baja su semejanza maravillosa, prueba palpable del genio del pintor, y del profundo amor que su modelo le inspiraba. Pero, al fin, cuando el trabajo tocaba a su término, no se permitió a nadie entrar en la torre; porque el pintor había llegado a enloquecer por el ardor con que tomaba su trabajo, y levantaba los ojos rara vez del lienzo, ni aun para mirar el rostro de su esposa. Y no podía ver que los colores que extendía sobre el lienzo borrábanse de las mejillas de la que tenía sentada a su lado. Y cuando muchas semanas hubieron transcurrido, y no restaba por hacer más que una cosa muy pequeña, sólo dar un toque sobre la boca y otro sobre los ojos, el alma de la dama palpitó aún, como la llama de una lámpara que está próxima a extinguirse. Y entonces el pintor dio los toques, y durante un instante quedó en éxtasis ante el trabajo que había ejecutado. Pero un minuto después, estremeciéndose, palideció intensamente herido por el terror, y gritó con voz terrible: "¡En verdad, esta es la vida misma!" Se volvió bruscamente para mirar a su bien amada: ¡Estaba muerta!"

ALGUIEN - Jorge Luis Borges


Un hombre trabajado por el tiempo,
un hombre que ni siquiera espera la muerte
(las pruebas de la muerte son estadísticas
y nadie hay que no corra el albur
de ser el primer inmortal),
un hombre que ha aprendido a agradecer
las modestas limosnas de los días:
el sueño, la rutina, el sabor del agua,
una no sospechada etimología,
un verso latino o sajón,
la memoria de una mujer que lo ha abandonado
hace ya tantos años
que hoy puede recordarla sin amargura,
un hombre que no ignora que el presente
ya es el porvenir y el olvido,
un hombre que ha sido desleal
y con el que fueron desleales,
puede sentir de pronto, al cruzar la calle,
una misteriosa felicidad
que no viene del lado de la esperanza
sino de una antigua inocencia,
de su propia raíz o de un dios disperso.
Sabe que no debe mirarla de cerca,
porque hay razones más terribles que tigres
que le demostrarán su obligación
de ser un desdichado,
pero humildemente recibe
esa felicidad, esa ráfaga.
Quizá en la muerte para siempre seremos,
cuando el polvo sea polvo,
esa indescifrable raíz,
de la cual para siempre crecerá,
ecuánime o atroz,
nuestro solitario cielo o infierno.

REBELIÓN EN LA GRANJA - George Orwell (fragmento)

El cerdo Mayor, el más sabio de todos, cuando vio que estaban todos acomodados, y esperaban con atención, aclaró su voz y comenzó:

“He vivido muchos años, dispuse de bastante tiempo para meditar mientras he estado en mi pocilga y creo poder afirmar que entiendo el sentido de la vida en este mundo, tan bien como cualquier animal viviente. Es respecto a esto de lo que quiero hablaros.

Veamos, camaradas: ¿cuál es la realidad de esta vida nuestra? Encarémonos con ella: nuestras vidas son miserables, laboriosas y cortas. Nacemos, nos suministran la comida necesaria para mantenernos y a aquellos de nosotros capaces de trabajar nos obligan a hacerlo hasta el último átomo de nuestras fuerzas; y, en el preciso instante en que ya no servimos, nos matan con una crueldad espantosa. (...) ¿No resulta entonces de una claridad meridiana, camaradas, que todos los males de nuestras vidas provienen de la tiranía de los humanos? Eliminad tan solo al hombre y todo el fruto de nuestro trabajo nos pertenecerá.

Llegó junio y el heno estaba casi listo para ser cosechado. El día de San Juan, que era sábado, el Sr Jones fue a Willingdon, y se emborrachó de tal forma que no volvió a la granja hasta el día siguiente. Los peones habían ordeñado las vacas de madrugada y luego se fueron a cazar conejos sin dar de comer a los animales. A su regreso, el Sr. Jones se quedó dormido en el sofá de la sala, tapándose la cara con un periódico, de manera que al anochecer los animales estaban aún sin comer. El hambre sublevó a los animales que ya no resistieron más. Una de las vacas rompió de una cornada la puerta del depósito del forraje y los animales comenzaron a servirse solos de los depósitos. En ese momento se despertó el Sr. Jones. De momento él y sus cuatro peones se hicieron presentes con látigos, azotando a diestro y siniestro. Esto superaba lo que los hambrientos animales podían soportar. Unánimemente, aunque nada había sido planeado con anticipación, se abalanzaron contra los torturadores. Repentinamente Jones y sus peones se encontraron recibiendo empellones y patadas desde todos los lados. Estaban perdiendo el dominio de la situación, porque jamás habían visto a los animales portarse de aquella manera. Aquella inopinada insurrección de bestias a las que estaban acostumbrados a golpear y maltratar a su antojo, los aterrorizó hasta casi hacerles perder la cabeza. Al poco, abandonaron su conato de defensa y escaparon. Un minuto después, los cinco corrían a toda velocidad por el sendero, con los animales persiguiéndolos triunfalmente.

Los cerdos revelaron entonces que, durante los últimos tres meses, habían aprendido a leer y escribir mediante un libro elemental que había sido de los chicos de la señora Jones y que había sido tirado a la basura. Napoleón mandó traer unos botes de pintura blanca y negra.(...)

Entonces explicaron que mediante los estudios de los últimos meses, habían logrado reducir los principios del animalismo a siete mandamientos que escribirían en la pared principal:

§ Todo lo que camina sobre dos pies es enemigo.

§ Todo lo que camina sobre cuatro patas o tenga alas, es amigo.

§ Ningún animal usará ropa.

§ Ningún animal dormirá en cama.

§ Ningún animal beberá alcohol.

§ Ningún animal matará a otro animal.

§ Todos los animales son iguales.

(...)

Se oyó desde el patio el relincho aterrado de un caballo. Alarmados los animales se detuvieron bruscamente. Era la voz de Clover. Relinchó de nuevo y todos se lanzaron al galope entrando precipitadamente en el patio. Entonces vieron lo que Clover había visto.

Era un cerdo, caminando sobre sus patas traseras. Un poco torpemente, como si no estuviera acostumbrado, pero con perfecto equilibrio, estaba paseándose por el patio. Y poco después, por la puerta de la casa apareció una larga fila de tocinos, todos caminando sobre sus patas traseras. (...) Finalmente se oyó un ladrido de los perros y un agudo cacareo del gallo negro y apareció Napoleón en persona, lanzando miradas arrogante hacia uno y otro lado.

Llevaba un látigo en la mano.

Se produjo un silencio de muerte. Era como si el mundo se hubiera vuelto al revés...

Benjamín sintió que un hocico le rozaba el hombro. Se volvió. Era Clover. Sus viejos ojos parecían más apagados que nunca. Sin decir una sola palabra le tiró suavemente de la crin y lo llevó hasta el extremo del granero principal, donde estaban escritos los siete mandamientos...

La vista me está fallando -dijo ella finalmente. Ni aun cuando era joven podía leer lo que estaba ahí escrito. Pero me parece que esa pared está cambiada. ¿Están igual que antes los siete mandamientos, Benjamín?

Por primera vez Benjamín consintió en romper la costumbre y leyó lo que estaba escrito en el muro. Allí no había nada, sino un solo mandamiento. Este decía:
TODOS LOS ANIMALES SON IGUALES, PERO ALGUNOS ANIMALES SON MÁS IGUALES QUE OTROS.

http://mimosa.pntic.mec.es/~sferna18/EJERCICIOS/2013-14/ORWELL_G_Rebelion_En_La_Granja.pdf

EL CABALLITO DE MADERA GANADOR - D.H. Lawrence



Era una mujer hermosa. Había reunido todos los atributos que puede deparar la vida, y sin embargo, la suerte no la acompañó. Se casó por amor, y el amor se hizo añicos. Tuvo hermosos hijos, y siempre creyó que la obligaron a tenerlos. Entonces no pudo amarlos. Ellos la miraban con frialdad, como si la culparan de algo. Y ella pronto sintió que tenía que ocultar alguna falta. Sin embargo, nunca supo cuál fue la culpa que debía encubrir. Y cuando sus hijos estaban presentes, se le endurecía el corazón. Esto la inquietaba, y en su inquietud trataba de mostrarse afectuosa y siempre predispuesta a ellos, como si los amara. Sólo ella sabía que en su corazón conservaba un rincón duro por el que no podía sentir amor, no podía amar a nadie. Todos decían: "Es una buena madre. Adora a sus hijos". Sólo ella y sus propios hijos sabían que eso no era verdad. En sus miradas se podía cristalizar la verdad.

Tenía un varón y dos niñas. Vivían en una casa confortable, con jardín, con criados discretos, y se sentían superiores a todos los vecinos.


Aunque no sacaban a relucir las apariencias, en el hogar reinaba siempre cierta ansiedad. El dinero nunca era suficiente. La madre cobraba una pequeña renta, y el padre tenía otra pequeña renta, y eso no alcanzaba para conservar la posición social que debían simular. El padre trabajaba en una oficina de la ciudad. Tenía expectativas interesantes, pero esas expectativas nunca se concretaban. Y aunque conservaran las apariencias, la temible sensación de la escasez de dinero persistía siempre.


Por fin dijo la madre:


—Veré si yo puedo hacer algo.


Aunque no sabía por dónde empezar. Se devanó los sesos, probó esto y aquello sin encontrar nada satisfactorio. El fracaso grabó en su rostro profundos surcos. Sus hijos crecían y pronto irían a la escuela. Hacía falta dinero, más dinero. Y el padre, siempre muy elegante y generoso para satisfacer sus gustos, nunca podría hacer nada que valiese la pena. Y la madre, con mucha fe en sí misma, no logró mejores resultados; y por otra parte, era tan derrochadora como el padre.


Y así fue como en la casa dominó aquella frase: "¡Hace falta más dinero! ¡Hace falta más dinero!". Los niños la oían en Navidad, cuando los juguetes caros y espléndidos llenaban su cuarto. Detrás del espectacular caballito de madera y detrás de la elegante casa de muñecas, una voz, de pronto, susurraba: "¡Hace falta más dinero! ¡Hace falta más dinero!". Y los niños interrumpían sus juegos para escuchar la voz. Se miraban entre ellos para comprobar si todos la habían oído. Y cada uno veía en los ojos de los otros que también habían oído la frase fatídica: "¡Hace falta más dinero! ¡Hace falta más dinero!".


Las palabras salían, en forma de murmullo, de los resortes del caballito de madera, que aún se mecía, y el caballo también las oía, bajando su cabeza de madera. Y la muñeca grande, tan rosada, hundida en su cochecito nuevo, también la oía con toda claridad. Y al oírla acentuaba una sonrisa de lástima. Y aun el perrito bobo, que ocupaba el lugar que antes era del oso de paño, tenía ahora una expresión estúpida muy peculiar, por el hecho de que acababa de oír el secreto que deambulaba por la casa: "¡Hace falta más dinero!".


Sin embargo, nadie se animaba a decirlo en voz alta. El rumor estaba en todas partes, y por lo tanto, nadie lo expresaba abiertamente, así como nadie dice: "Estamos respirando", a pesar de que lo hacemos diariamente.


—Mamá —dijo un día Paul—, ¿por qué no tenemos automóvil propio? ¿Por qué usamos siempre el de tío o tomamos un taxi?


—Porque somos los parientes pobres —dijo la madre.


—¿Y por qué somos los parientes pobres, mamá?


—Bueno —dijo la madre tranquila y amargada—, supongo que es porque tu padre no tiene suerte.


El niño estuvo un rato en silencio.


—¿La suerte es dinero, mamá? —preguntó, al rato, con timidez.


—¡No, Paul! No es exactamente lo mismo. La suerte es lo que hace que uno tenga dinero.


—¡Oh! —dijo Paul algo confundido—. Yo pensé que cuando tío Oscar decía "sucio lucro" se refería al dinero.


—Lucro quiere decir dinero —dijo la madre—. Pero es lucro y no suerte.


—¡Oh! —exclamó el niño—. Entonces, ¿qué es la suerte, mamá?


—Es lo que hace que uno tenga dinero —repitió la madre—. Si tienes suerte, tienes dinero. Es mejor nacer con suerte que nacer rico. Si eres rico, en algún momento puedes perder tu dinero. En cambio, si tienes suerte, siempre ganarás más dinero.


—¡Oh! ¿En serio? ¿Y papá no tiene suerte?


—No, para nada —respondió ella con amargura.


El niño la miró con una expresión vacilante.


—¿Por qué? —preguntó.


—No sé. Nadie sabe por qué algunos tienen suerte y otros no.


—¿No? ¿Nadie pero nadie? ¿No hay nadie que sepa?


—¡Quizá lo sepa Dios! Pero Él nunca lo dice.


—Oh, pero debería decirlo. ¿Tú tampoco tienes suerte, mamá?


—No puedo tenerla, recuerda que estoy casada con un hombre sin suerte.


—Pero tú por sí sola, ¿no tienes suerte?


—Antes de casarme creo que sí. Pero ahora veo que soy una desdichada.


—¿Por qué?


—¡Bueno, basta de preguntas! Quizá no sea desdichada en realidad...


El niño la miró para ver si lo que decía era cierto. Pero advirtió por la expresión de su boca, que algo estaba tratando de ocultar.


—Bueno, de todas maneras —dijo con firmeza—, yo soy una persona de suerte.


—¿Por qué? —preguntó su madre echándose a reír.


Él la miró. Ni siquiera sabía por qué había dicho tal afirmación.


—Dios me lo confesó —repuso, para no retroceder en su afirmación.


—¡Ojalá sea así, querido! —contestó la madre, riendo nuevamente, con algo de resentimiento.


—¡Es cierto, mamá!


—¡Excelente! —dijo la madre, utilizando una exclamación típica de su marido.


El niño se dio cuenta de que ella no le creía, que no le hacía caso a sus afirmaciones. Esto lo ofuscó. Deseó castigarla para que le prestara atención.


Se marchó, solo, con su andar infantil, buscando la clave de la suerte. Absorto, sin reparar en los demás, iba y venía, con cierta prudencia, buscando interiormente la suerte. Quería encontrar la suerte, quería encontrarla sí o sí. Cuando las dos niñas jugaban a las muñecas, en el cuarto de juegos, él montaba en su gran caballo de madera y se lanzaba al espacio en una arremetida salvaje, con un impulso que inquietaba y distraía a sus hermanas. El caballo galopaba impetuoso, los cabellos oscuros y ondulados del niño flameaban y en sus ojos había un extraño fulgor. Las chiquillas no se animaban a hablarle.


Cuando su alocado viaje finalizaba, ponía pie a tierra y se plantaba ante el caballo de madera, observando fijamente su cabeza gacha. La boca roja del animal estaba apenas abierta, y sus grandes ojos vidriosos resplandecían.


—¡Vamos! —ordenaba quedamente al impetuoso caballo—. ¡Llévame a donde está la suerte! ¡Anda, llévame!


Con la fusta que le había pedido al tío Oscar, azotaba al caballo en el pescuezo. Sabía que el animal, si él lo obligaba, lo llevaría hasta el lugar de la suerte. Y montaba de nuevo, reanudando su furioso galope, con el deseo y la firmeza de llegar, por fin, a donde estaba la suerte.


—¡Romperás el caballo, Paul! —decía la institutriz.


—¡Siempre cabalga así! —aclaraba Joan, su hermana mayor—. ¿Por qué no se queda tranquilo?


Y él se limitaba a mirarlas con odio y en silencio. La institutriz se resignó a corregirlo. Imposible sacar algo interesante de él. Al fin y al cabo, ya era bastante grande para que ella lo cuidase.


Un día, su madre y su tío Oscar entraron en mitad de uno de sus galopes impetuosos. El chico no les dirigió la palabra.


—¡Hola, mi pequeño jinete! —dijo el tío—. ¿Corres una carrera?


—¿No eres demasiado grande para un caballito de madera? Ya no eres una criatura —dijo su madre.


Pero Paul tan sólo la miró irritado, con sus ojos azules, grandes, más bien hundidos. No quería hablar con nadie cuando estaba en plena carrera. Su madre lo observó ansiosa, con cierta preocupación.


Por fin, bruscamente, el niño dejó de espolear el mecánico galope del caballo y bajó a tierra.


—¡Bueno, llegué! —anunció con entusiasmo, con los ojos azules todavía brillosos, bien separadas las piernas largas y robustas.


—¿A dónde llegaste? —preguntó su madre.


—A donde quería llegar —replicó.


—Muy bien, hijo —aprobó el tío Oscar—. Nunca hay que detenerse hasta llegar a la meta. ¿Cómo se llama el caballo?


—No tiene nombre.


—¿Se las arregla sin un nombre? —preguntó el tío.


—Bueno, en verdad tiene varios nombres. La semana pasada se llamaba Sansovino.


—Sansovino, ¿eh? El ganador del Ascot. ¿Cómo sabes su nombre?


—Siempre habla de carreras de caballos con Bassett —aportó Joan.


El tío se quedó maravillado al descubrir que su sobrinito estaba informado de las noticias sobre las carreras. Bassett, el jardinero —herido en un pie durante la guerra y que había conseguido su empleo por recomendación de Oscar Cresswell, su antiguo patrón— era un verdadero sabio en cosas del turf. Vivía en el ambiente de las carreras. El niño lo acompañaba.


Oscar Cresswell lo supo todo por medio de Bassett:


—El niño viene y me pregunta, y yo no tengo más remedio que contestarle, señor —dijo Bassett con total solemnidad, como si hablara de temas religiosos.


—¿Y alguna vez apuestas algo al caballo que te ha aconsejado él?


—Bueno... No quisiera delatarlo. Es un jovencito muy discreto, un buen camarada, señor. Preferiría que se lo preguntara usted mismo. En cierto modo, le produce placer nuestro secreto y por lo tanto, perdóneme, pensaría que yo lo he traicionado.


Bassett seguía tan serio que parecía en misa.


El tío fue a buscar al sobrino y lo llevó a dar una vuelta en su automóvil.


—Dime, Paul —le preguntó—, ¿alguna vez apostaste a un caballo?


El niño observó atentamente a su tío.


—¿Por qué? ¿Acaso no debería hacerlo? —replicó, poniéndose a la defensiva.


—¡No, nada de eso! Pero se me ocurrió que tal vez podrías ofrecerme un "dato" para el Lincoln.


El automóvil ingresaba en la campiña, por el camino a la casa que el tío Oscar tenía en Hampshire.


—¿De veras? —preguntó el sobrino.


—¡De veras, hijo! —replicó el tío.


—Bueno, entonces, juégale a Daffodil.


—¡Daffodil! Difícil que gane. ¿Qué opinas de Mirza?


—Sólo sé cuál será el ganador —dijo el niño—. Y el ganador será Daffodil.


—¿Daffodil, eh?


Hubo una pausa. Daffodil era un caballo bastante mediocre.


—¡Tío!


—¿Sí, hijo?


—No lo dirás a nadie, ¿verdad? Se lo he prometido a Bassett.


—¡Al diablo con Bassett, hombre! ¿Qué tiene que ver él con esto?


—¡Somos socios! ¡Desde el primer momento hemos sido socios! Tío, él me prestó los primeros cinco chelines, y los perdí. Y yo entonces le prometí, bajo palabra de honor, que esto quedaría entre nosotros. Entonces tú me diste ese billete de diez chelines, con el que comencé a ganar, y pensé que tal vez tú tenías suerte. Pero no se lo dirás a nadie, ¿verdad?


El niño miró a su tío con sus ojos enormes, ardientes, azules, que parecían demasiado próximos. El tío, incómodo, se encogió de hombros y se echó a reír.


—¡Quédate tranquilo, muchacho! No diré nada a nadie. ¿Daffodil, eh? ¿Cuánto piensas apostarle?


—Todo menos veinte libras —dijo el chico—. Las mantengo en reserva.


El tío pensó que era sólo un chiste del niño.


—¿Así que reservas veinte libras, joven embustero? ¿Y cuánto apuestas?


—Trescientas —dijo el chico con cierta adultez—. Por favor, tío Oscar, esto queda, entre tú y yo. ¿Palabra de honor?


El tío lanzó una carcajada.


—Pierde cuidado, mi pequeño Nat Gould —contestó sin parar de reír—, guardaré el secreto. Pero ¿y tus trescientas libras dónde están?


—Las tiene Bassett. Somos socios.


—¡Ah, ya veo! ¿Y Bassett cuánto apostará a Daffodil?


—No creo que le juegue tanto como yo. Ciento cincuenta, quizá.


—¿Ciento cincuenta peniques? —dijo el tío en tono de broma.


—No, ciento cincuenta libras —repuso el chico, mirando a su tío sorprendido—. Bassett tiene un ahorro más grande que yo.


Entre divertido e inquieto, Oscar guardó silencio. No volvió a hablar del tema, pero decidió llevar a su sobrino a las carreras de Lincoln.


—Bueno, muchacho —le dijo—, yo apostaré veinte libras a Mirza, y cinco son para ti, para el caballo que elijas. ¿Cuál te gusta?


—¡Daffodil, tío!


—¡No, no desperdicies esas cinco libras apostando por Daffodil!


—Es lo que yo haría si el dinero fuese mío —dijo el niño.


—¡Bien! ¡Bien! ¡Tienes razón! Diez libras a Daffodil: cinco para ti y cinco para mí.


El niño nunca había presenciado una carrera. Sus ojos eran llamitas azules y su boca estaba tensa. Delante de él había un francés, que había apostado a Lancelot, subía y bajaba los brazos, efusivo, gritando con su acento particular: "¡Lancelot! ¡Lancelot!".


Daffodil llegó primero, Lancelot segundo, Mirza tercero. El niño, a pesar de su sonrojo y sus ojos encendidos, se mantuvo tranquilo. Su tío le trajo cinco billetes de cinco libras. El caballo había pagado a razón de cuatro a uno.


—¿Qué hago con ellos? —preguntó, sacudiéndolos frente a los ojos del muchacho.


—Creo que tendremos que hablar con Bassett aclaró el chico—. Si no hice mal las cuentas, ahora tengo mil quinientas libras; y veinte de reserva; y estas veinte.


Su tío lo observó unos instantes.


—¡Vamos, muchacho! —exclamó—. ¿En serio pretendes que Bassett deba tener tus mil quinientas libras?


—Sí, en serio. ¡Pero no se lo digas a nadie! ¿Palabra de honor?


—¡Palabra de honor, sí, amiguito! Aunque debo hablar con Bassett.


—Si quieres, tío, puedes sumarte a nuestra sociedad. Pero deberás prometer, bajo palabra de honor, que no dirás nada a nadie. Bassett y yo tenemos suerte, y tú también debes tenerla, recuerda que fue con tus diez chelines que yo empecé a ganar...


El tío Oscar se llevó a Bassett y a Paul a pasar la tarde en Richmond Park, y allí conversaron.


—Le diré cómo fue, señor —dijo Bassett—. A Paul le gustaba escucharme hablar de carreras, contarle anécdotas..., en fin, señor, usted sabe lo que son esas cosas. Y siempre quería saber con mucho interés si yo había ganado o perdido. Hará un año, me pidió que le apostara cinco chelines a Blush of Dawn. Y perdimos. Después, con esos diez chelines que usted le regaló, la suerte se puso de nuestro lado y la mayoría de las veces nos ha sido bastante buena. ¿Qué piensa usted, niño?


—Todo va muy bien cuando estamos seguros —dijo Paul—. Pero cuando no estamos del todo seguros, solemos perder.


—Sí, entonces ahí tomamos recaudos —dijo Bassett.


—¿Y cuándo están seguros? —preguntó, sonriendo, el tío Oscar.


—Es Paul, señor —dijo Bassett con voz secreta, religiosa—. Es como si recibiera una señal del cielo. Ya vio usted qué sucedió con Daffodil. Ése era ciento por ciento seguro.


—¿Tú apostaste a Daffodil? —preguntó Oscar Cresswell.


—Sí, señor. Hice mi ganancia.


—¿Y mi sobrino?


Bassett miró a Paul y guardó un silencio prudente.


—Gané mil doscientas libras, ¿verdad Bassett? Le dije a tío que había apostado trescientas a Daffodil.


—Eso es —afirmó Bassett.


—Pero ¿dónde está el dinero? —preguntó el tío.


—Lo tengo yo, señor, bien guardado. El niño puede pedírmelo cuando quiera.


—¿Mil quinientas libras?


—¡Mil quinientas veinte! Es decir, mil quinientas cuarenta, con las veinte que ganó en el hipódromo.


—¡Es increíble! —dijo el tío.


—Si el niño le ofrece entrar en la sociedad, señor, perdóneme, yo en su lugar aceptaría.


Oscar Cresswell reflexionó. —Quiero ver el dinero —dijo.


Los llevó a la casa. Al rato, Bassett regresaba al invernadero donde lo esperaba Oscar Cresswell, trayendo mil quinientas libras en billetes. Las veinte libras que faltaban las había dejado a Joe Glee, en la reserva de la comisión de carreras.


—Ya ves, tío—dlijo el niño—, todo marcha perfecto cuando yo estoy seguro. Entonces apostamos fuerte, todo lo que tenemos. ¿No es así, Bassett?


—Así es, niño.


—¿Y cuándo estás seguro? —preguntó otra vez el tío, echándose a reír.


—Oh, bueno, a veces estoy completamente seguro, como en el caso de Daffodil —dijo el niño—. Otras veces tengo una corazonada; otras, ni siquiera eso, ¿no es así, Bassett? Entonces tomamos recaudos, porque en esos casos, la mayoría de las veces perdemos.


—¡Oh, entiendo! Y cuando estás seguro, como en el caso de Daffodil, ¿por qué estás tan seguro, hijo mío?


—Oh, bueno, no lo sé —respondió el niño, confundido—. Estoy seguro, tío, eso es todo.


—Es como si recibiera una señal divina, señor —reiteró Bassett.


—¿Será posible? erijo el tío.


El tío ingresó en la sociedad. Y cuando el premio Leger se acercaba, Paul se sintió "seguro" de que ganaría Lively Spark, caballo de muy pocos antecedentes. Paul insistió en jugarse con mil libras. Bassett le jugó quinientas y Oscar Cresswell otras doscientas. Lively Spark ganó y pagó a razón de diez a uno. Paul había ganado diez mil libras.


—Ya ves dijo—, yo estaba completamente seguro. Hasta tú mismo has ganado dos mil libras.


—Mira, muchacho —le dijo—, esta clase de cosas me perturban un poco.


—¿Por qué, tío? Quizá no volveré a estar "seguro" durante mucho tiempo.


—Pero ¿qué vas a hacer con el dinero?


—Empecé a jugar luego de escuchar a mamá —repuso el niño—. Ella dijo que no tenía suerte porque papá no la tenía, y pensé que si yo tenía suerte, quizá dejaría de murmurar.


—¿Quién dejaría de murmurar?


—¡Nuestra casa! Odio nuestra casa porque nunca deja de murmurar.


—¿Qué murmura?


—Bueno... pues —vaciló el chico—... en realidad, no estoy seguro, pero tú sabes, tío, que siempre falta dinero.


—Lo sé, hijo, lo sé.


—Y sabes, tío, que mamá siempre tiene algo que pagar, ¿verdad?


—Me temo que sí.


—Y entonces la casa empieza a murmurar, y parece que hubiera alguien que se ríe de nosotros, a nuestras espaldas. ¡Es terrible! Y yo pensé que si tenía suerte...


—Podrías acabar con eso, ¿no es cierto? —concluyó el tío.


El niño lo miró con sus grandes ojos azules; parecía un fuego frío y extraño. Pero observó y no dijo nada.


—¡Bueno! —dijo el tío—. ¿Qué hacemos?


—No quiero que mi madre sepa que tengo suerte —dijo el chico.


—¿Por qué no?


—Porque no me lo permitiría. —Creo que te equivocas.


—¡Oh! —exclamó el chico, agitándose con movimientos raros—. No quiero que ella lo sepa, tío.


—¡Está bien, hijo! Arreglaremos todo para que ella no se entere.


Y así fue como lo arreglaron, sin complicaciones. Paul, por consejo de su tío, le entregó cinco mil libras; se las dio al abogado de la familia, quien debía decir a la madre de Paul que un pariente suyo le había entregado ese dinero, con la idea de pagarle mil libras anuales, el día de su cumpleaños, durante los próximos cinco años.


—De esa manera —dijo el tío Oscar—, durante los cinco años próximos, ella recibirá un regalo de cumpleaños de mil libras. Espero que eso le alivie la vida luego que deje de recibirlas.


La madre de Paul cumplía años en noviembre. En los últimos tiempos, la casa había estado "murmurando" más que nunca. A pesar de su buena suerte, Paul no podía hacerle frente. Estaba ansioso por ver qué resultados causaría, el día del cumpleaños de su madre, la carta con la noticia y con las mil libras.


Cuando no había visitas, Paul comía con sus padres. Ya se había independizado del cuidado de la institutriz. Su madre iba al centro casi todos los días. Había redescubierto su gran capacidad para dibujar telas y pieles, y trabajaba en secreto en el estudio de una amiga, que era una de las "artistas" más prestigiosas de las principales modistas. Dibujaba, para los anuncios periodísticos, figurines de damas cubiertas con pieles y sedas. Aquella joven artista ganaba millares de libras al año. La madre de Paul sólo pudo ganar unos centenares, por lo que volvió a sentirse insatisfecha. Tenía muchas ganas de sobresalir en alguna tarea, y no podía conseguirlo... ni siquiera dibujando anuncios de modas.


La mañana de su cumpleaños bajó a tomar el desayuno. Paul observaba su rostro cuando leía las cartas. Sabía cuál era la carta del abogado. Advirtió que, a medida que su madre la iba leyendo, su rostro se volvía duro e inexpresivo. Después, un gesto frío y firme deformó sus labios. Ubicó la carta debajo de las otras y no dijo nada.


—¿No recibiste nada satisfactorio para tu cumpleaños, mamá? —preguntó Paul.


—Sí, algo bastante agradable —respondió ella con su voz fría y ausente.


Y se fue al centro, sin agregar palabra.


A la tarde llegó el tío Oscar. Y contó que la madre de Paul había tenido una larga entrevista con su abogado, preguntándole si podía adelantarle todo el dinero de una vez, pues debía saldar algunas deudas.


—¿Tú qué piensas, tío? —dijo el chico. —Es cosa tuya, hijo.


—¡Oh, entonces dale el dinero! Con lo que resta, podemos ganar más.


—Mas vale pájaro en mano que ciento volando, amigo mío —dijo el tío Oscar.


—Oh, no hay dudas de que sabré quién ganará el Gran Premio Nacional; o el Lincolnshire, o el Derby. Alguno de ellos tengo que saber.


El tío Oscar firmó los papeles para el dinero y la madre de Paul cobró las cinco mil libras. Entonces ocurrió algo muy extraño. De un momento a otro, las voces de la casa parecieron enloquecer, como un griterío de ranas en una tarde de primavera. Se habían comprado algunos muebles, Paul tenía un preceptor particular, y el próximo otoño iría a Eton, el colegio donde había estudiado su padre. Aun en invierno, había flores en la casa. El lujo al que había estado acostumbrada la madre de Paul, parecía renacer en toda su casa. A pesar de eso, las voces de la casa, detrás de los ramilletes de mimosas y flores de almendro, y debajo de las pilas de almohadones celestes, parecían aullar y gritar en una especie de éxtasis: "¡Hace falta más dinero! ¡Oh! ¡Hace falta más dinero! ¡Ahora, a-ho-ra! ¡A-ho-ra hace falta más dinero! ¡Más que nunca! ¡Más que nunca!"


Aquello atemorizó y horrorizó a Paul, mientras intentaba estudiar latín y griego con sus preceptores. Pero sus horas más intensas las vivía con Bassett. Ya se había corrido el Nacional. Paul no estuvo "seguro" y perdió cien libras. Llegó el verano. Mientras aguardaba la competencia del Lincoln, la impaciencia lo consumía. En esta ocasión tampoco estuvo "seguro" y perdió cincuenta libras. Entonces se convirtió en un chico extraño, de ojos extraviados. Parecía que algo convulsionaba el interior del niño.


—¡No te preocupes más, hijo mío! —insistía su tío Oscar—. Olvídate de todo eso.


Pero el muchacho no le hizo caso.


—¡Tengo que saber para el Derby! ¡Tengo que saber para el Derby! —repetía, con sus ojos azules encendidos, dominado por la locura.


Su madre advirtió esa obsesión que lo acosaba.


—Será mejor que te llevemos a veranear a la playa. ¿No quieres ir al mar ahora, en vez de esperar? Me parece que te haría bien —dijo mirándolo con ansiedad, con el corazón consternado a causa del niño.


Pero el chico alzó sus nerviosos ojos azules.


—¡No puedo ir antes del Derby, mamá! —respondió—. ¡No puedo!


—¿Por qué no? —preguntó ella, enojada ante el rechazo de la propuesta—. ¿Por qué no? Nadie te negará ir a ver el Derby con tu tío Oscar, si eso es lo que quieres. No tienes necesidad de esperar aquí. Además, creo que estás muy interesado por esas carreras de caballos. Es un mal síntoma. Toda mi familia ha sido de jugadores. Cuando seas grande, tal vez entiendas los daños que eso nos ha causado. Lo cierto es que nos ha perjudicado. Tendré que despedir a Bassett y advertirle a tu tío Oscar que no te hable más de carreras, a menos que te conduzcas en forma más coherente. Ve a veranear a la playa y olvídate de todo eso. ¡Eres un cuerpo dominado por los nervios!


—Haré lo que tú quieras, mamá, siempre que no me hagas perder la competencia del Derby ni salir de esta casa.


—¿No salir de esta casa?


—Sí —dijo Paul, mirándola con firmeza.


—¡Pues estás muy extraño! ¿De dónde sacaste tanto cariño por esta casa? Jamás me imaginé que pudieras quererla.


Él miró a su madre, sin hablar. Ocultaba un secreto dentro de otro secreto, algo que no había confesado ni siquiera a Bassett ni a su tío Oscar.


Su madre, después de un momento, inerte, indecisa e irritada, dijo:


—¡Está bien! No vayas a la playa hasta que se corra el Derby, si eso es lo que quieres. Pero prométeme dominar tus nervios. ¡Prométeme no preocuparte tanto por las carreras de caballos ni por sus "programas", como tú los llamas!


—¡Claro que no! —dijo el chico, sin prestar atención—. No me interesaré más por eso, mamá. En tu lugar, yo no me preocuparía.


—¡Si tú estuvieras en mi lugar, y yo en el tuyo —dijo la madre—, vaya a saber cómo terminaría esto!


—Tú sabes que no debes preocuparte, mamá, ¿verdad? —repitió el niño.


—Me gustaría saberlo —respondió ella, ya cansada de tanto rogarle.


—Bueno, puedes saberlo, mamá. ¡Quiero decir, debes saber que no tienes nada por qué preocuparte!


—¿De verdad? Bueno, ya veremos.


El máximo secreto de Paul era su caballo de madera, que no tenía nombre. Desde que se independizó de institutrices, llevó el caballito a su dormitorio, en el piso de arriba.


—¡Eres demasiado grande para jugar con un caballito de madera! —le había reprochado su madre.


—Oh, mamá, hasta que pueda tener un caballo verdadero, me conformo con cualquiera —fue la extraña respuesta.


—¿Así te sientes acompañado? —preguntó la madre, echándose a reír.


—¡Oh, sí! Es muy bueno, siempre me acompaña.


Así fue como el caballo, bastante arruinado y maltratado, permaneció en el dormitorio del niño.


Se acercaba el Derby y Paul parecía cada vez más concentrado. Casi no prestaba atención a lo que le decían, tenía un aspecto muy frágil y sus ojos se mostraban muy nerviosos. Su madre experimentaba bruscas reacciones de desasosiego. A veces, por lapsos de media hora o más, sentía por él una ansiedad angustiante. Entonces la atacaba el impulso de correr hacia el chico, para comprobar que estaba sano y salvo.


Dos noches antes del Derby, estando en una gran fiesta en el centro, su corazón fue convulsionado por uno de esos ataques de ansiedad por su hijo, el primogénito, y fue tan intenso que apenas pudo hablar. Luchó con todas sus fuerzas contra ese sentimiento, porque era una mujer coherente. Pero fue inútil. Tuvo que abandonar el baile y bajó para telefonear a su casa. La institutriz de los niños se mostró terriblemente sorprendida y alarmada por aquel llamado a la madrugada.


—¿Los niños están bien, Miss Wilmot?


—Oh, sí, perfectamente.


—¿Y Paul? ¿Está bien?


—Se acostó enseguida. ¿Quiere que suba a echarle un vistazo?


—¡No! —interpuso la madre, a pesar de sus nervios—. No, no se moleste. Está bien. No se quede despierta. Volveremos enseguida.


No quería que la criada interrumpiese la intimidad de su hijo.


Era cerca de la una cuando los padres de Paul regresaron a la casa. Todo estaba en silencio. La madre subió a su cuarto y se quitó su blanco abrigo de pieles. Había ordenado a la criada que no la esperase. Oyó a su esposo en la planta baja, que se preparaba un whisky con soda.


Después, impulsada por la fatal ansiedad que sentía en el corazón, subió, a escondidas, al cuarto de su hijo. Se deslizó en silencio a lo largo del corredor. Creyó oír un ruido pequeño. ¿Qué era?


Permaneció junto a la puerta, escuchando, los músculos tensos. Se oía un ruido pequeño y extraño. Su corazón se paralizó. Era un rumor sordo, y a la vez impetuoso y fuerte. Como si algo enorme se moviera con una violencia secreta. ¿Qué era? ¿Qué era, en nombre de Dios? Ella debía saberlo. Tuvo la corazonada de que reconocía aquel ruido. Sabía lo que era.


Y sin embargo, no podía ubicarlo, y menos aún nombrarlo. El rumor continuaba a un ritmo delirante.


Suavemente, paralizada de miedo y ansiedad, giró el picaporte.


El cuarto estaba oscuro. Sin embargo, junto a la ventana, oyó y vio que algo se balanceaba de un lado a otro. Se quedó mirándolo, temerosa y extrañada.


De pronto, encendió la luz. Descubrió a su hijo, con su pijama verde, cabalgando alocadamente en su caballito de madera. La luz de pronto lo dejó al descubierto, mientras espoleaba a su corcel. Alumbró también a la mujer rubia inmóvil en la puerta, con su pálido vestido verde y plata.


—¡Paul! —exclamó angustiada—. ¿Qué estás haciendo?


—¡Es Malabar! —gritaba el chico con voz fuerte y extraña—. ¡Es Malabar!


Sus ojos encendidos la observaron por unos segundos, extraño e irracional, mientras dejaba de espolear a su caballo de madera. Después cayó estrepitosamente al piso, y ella, atormentada como toda madre, corrió para socorrerlo. El niño estaba inconsciente. Y así permaneció hasta el día siguiente, atacado de fiebre cerebral. Hablaba y se agitaba. Su madre aún sentada a su lado, inmóvil, semejaba una piedra.


—¡Es Malabar! ¡Es Malabar! ¡Bassett, Bassett, ya sé: es Malabar! —gritaba el niño, tratando de levantarse para volver a espolear el caballo de madera, su fuente de inspiración.


¿Quién es Malabar? —preguntó la madre, azorada.


—No sé —dijo el padre, hecho una piedra.


—¿Quién es Malabar? —insistió ella, preguntándole a su hermano Oscar.


—Es uno de los caballos que corren el Derby —respondió.


A pesar de sí mismo, Oscar Cresswell habló con Bassett, y él mismo apostó un millar de libras a Malabar. Pagó a razón de catorce a uno. El tercer día de la enfermedad fue crítico. Se esperaba una reacción. El niño, con sus largos y ensortijados cabellos, se agitaba en forma nerviosa sobre la almohada. No dormía ni recobraba el conocimiento. Sus ojos eran como piedras azules. Y su madre, descorazonada, también acabó por convertirse en piedra. Durante la noche, Oscar no los visitó, pero Bassett mandó preguntar si podía subir un momento, sólo un momento. La intromisión molestó mucho a la madre de Paul; pero, pensándolo otra vez, consintió. El niño seguía igual. Quizá Bassett podría hacerle recobrar el conocimiento. El jardinero, un hombre bajo, de bigotito oscuro y ojos también oscuros, pequeños y penetrantes, entró sigilosamente en el cuarto, se llevó la mano a un imaginario sombrero a modo de saludo y después se encaminó a la cama, mirando fijamente con sus ojos brillosos al niño, agitado y moribundo.


—¡Paul! —susurró—. ¡Paul! Malabar entró primero, ganó de punta a punta. Hice lo que usted me dijo. Ha ganado más de setenta mil libras. Sí, ha ganado más de ochenta mil. Malabar llegó primero.


—¡Malabar! ¡Malabar! ¿Yo dije Malabar, mamá? ¿Dije Malabar? ¿Crees que tengo suerte? Sabía que Malabar ganaría, ¿verdad? ¡Más de ochenta mil libras! Eso es suerte, ¿no es así, mamá? ¡Más de ochenta mil libras! Yo sabía, ¿acaso no lo sabía? Ganó Malabar. Yo cabalgo en mi caballo hasta sentirme seguro, Bassett, yo sé lo que te digo: puedes apostar todo lo que tengas a mano. ¿Apostaste todo lo que tenías, Bassett?


—Jugué mil libras, Paul.


—¡Nunca te dije, mamá, que si puedo cabalgar en mi caballo, y llegar, entonces estoy seguro... oh, completamente seguro! Mamá, ¿te lo dije alguna vez? ¡Yo tengo suerte!


—No, nunca me lo dijiste —respondió la madre.


Pero el niño murió esa noche. Aún yacía en su cama cuando la madre escuchó la voz de su hermano, que decía:


—Dios mío, Hester, has ganado ochenta mil libras y has perdido a un hijo. Pobrecito, pobrecito, más le vale haberse ido de una vida donde debía montar en su caballito de madera para hallar un ganador.


 D.H. Lawrence

LA ILIADA - Homero (fragmento)

Me es tan odioso como las puertas del Orco quien piensa una cosa y manifiesta otra. Diré, pues, lo que me parece mejor.Creo que ni el atrida Agamenón ni los dánaos lograrán convencerme, ya que para nada se agradece el combatir siempre y sin descanso contra el enemigo. La misma recompensa obtiene el que se queda en su tienda que el que pelea con bizarría; en igual consideración son tenidos el cobarde y el valiente; y así muere el holgazán como el laborioso. Ninguna ventaja me ha proporcionado sufrir tantos pesares y exponer mi vida en el combate. 


http://www.dominiopublico.gov.br/download/texto/bk000447.pdf